En La invasión de los ladrones de cuerpos no te podías dormir. Si te dormías te invadían el cuerpo. Los extraterrestres cultivaban unas alcachofas gigantes en unos hangares. Uno no se podía dormir. Lo más terrible era que sabías que tarde o temprano todos se dormirían.
La coja tenía los ojos blancos. O se le ponían blancos, a veces. Llevaba un jersey azul de pico y debajo un jersey de cuello de cisne. Y medias hasta la rodilla. Una de las medias se le quedaba en el tobillo y estaba todo el tiempo subiéndosela. La cojera de la cojita. Era un cine Exín mudo y los dos estábamos muy callados. Había un silencio de esos que te meten debajo de la cama.
Mi padre escondía la pistola. Tenía miedo de que yo pudiera encontrarla. Nunca la dejaba en el mismo sitio. Yo me pasaba tardes buscándola. Siempre dejaba el cargador lejos de la pistola. En sitios distintos. Buscaba la pistola y la encontraba.
La casa de la peluquera olía a laca y a mostaza. Tenía perros de porcelana por toda la casa. No había nada más en la casa que perros de porcelana. Perros erguidos y perros echados y perros con la pata levantaba. Perros lobo y caniches de porcelana. Y cortinas rojas. El olor era profundo No habría podido estar en esa casa más de diez minutos. Nunca estaba más de diez minutos.
La peluquera no tenía hijos y me tocaba la cara como si yo fuera un perro de porcelana. Me habría colocado en una vitrina de cristal junto a un pequinés de porcelana.
La peluquera tenía una bata morada con piel que le llegaba más allá de los pies. Apenas se le veían las puntas de las zapatillas. Unas zapatillas azules claro. Ahí estaba con todos sus perros. Su marido había muerto hacía cien años. Ella casi tenía cien años. Había sido peluquera antes de que se inventara el secador. Con todos sus perros. A veces me hablaba de su marido. Y decía «ay» y luego el nombre de su marido que era como el nombre de un perro. Tobi o así. Y me tocaba como toca quien sólo ha tocado cabezas para lavarlas y eso. Como quien no ha acariciado nunca más que perros de porcelana. El olor era como de pis de perro.
La Puta llevaba unos zapatos que le iban muy pequeños. Y tenían un tacón de aguja muy alto. Parecía que de un momento a otro se fuera a desplomar. Yo pensaba que era extraño que se caminara igual con tacones de aguja que con zapatos de Frankenstein. Pensaba en los Matalallana. Los Matalallana eran como la Puta. Hubieran sido los primeros en caer en una cacería.
La Puta lo llevaba muy bien. Ella sabía todo lo que se decía y eso. Pero en algún sitio tienen que vivir las putas. Ella estaba orgullosa y llevaba a sus hijas al colegio. O las recogía. Se ponía su peluca de rizos roja o su peluca de rizos morena o su peluca de rizos negra y salía a la calle. Debajo de la peluca no tenía pelo. «Tiene como pelo quemado», eso decían. Decían tantas cosas de la Puta que no se podían memorizar todas, aunque las creyéramos.
A una puta le han podido pasar todas las cosas del mundo. Y con una puta te pueden pasar todas las cosas del mundo. Eso se sabe. Y la Puta parecía haber vivido trece vidas. Y todas de mala suerte. Se pintaba los ojos y eran iguales que los del Pájaro Loco. La Puta nunca parecía cansada. Eso es así.
En casa de la coja había pan bimbo. En casa de la coja había de todo. Hasta un cine Exín con películas de Donald y de cine mudo. En casa de la coja había un pupitre y una pizarra. Y todas las nancys y todos los pepones y cientos de muñecas. Y un cuarto sólo para el cine Exín. Ella estaba sentada en el pupitre de juguete y yo llegaba recién peinado y a ella se le ponían los ojos blancos como un váter.
En mi casa había un cuadro de ciervos. Un montón de perros devoraban a un ciervo. Estaba en la pared del salón. Los perros siempre a punto de matar al ciervo. Lo había pintado un militar amigo de mis tíos. Era una de esas telas que parecen puzzles. Tienen el dibujo hecho y todos los trozos están numerados. Uno sólo tiene que pintar los trozos con el color que te dicen. El militar pintaba los huecos. Los perros devoraban al ciervo. Siempre en la misma posición. En algún momento yo pensaba que acabarían con el ciervo. Le darían un buen mordisco en el cuello y acabarían con él. Pero siempre estaban en la misma posición, con la misma tensión. Los músculos de los perros tensos y la boca del ciervo con un gesto de dolor. Ese cuadro estaba en cientos de casas. Otros como el militar rellenaban los recuadros. En ningún cuadro los colores eran igual. El perro tenía menos marrón o era menos canelo o estaba más negro. Pero en todos, los perros estaban a punto de matar al ciervo. Y el ciervo siempre quedaba vivo. Para siempre.
Mi padre compró una Polaroid en Alcampo. Mi padre nunca ha tenido paciencia. El tiempo se le echa encima. Era una cosa de la mala suerte. No podía esperar. No soportaba poner una cara estúpida para una foto que probablemente no vería jamás. Mi tío tenía una cámara suiza. Una buena cámara. Se la había traído su hermano de Alemania. Su hermano trabajaba de electricista en Alemania y le había regalado una cámara suiza. Muy cara. Por eso rara vez hacía una foto. La cámara era como un collar o como un anillo o algo así. Nadie hubiera dicho que eso servía para hacer fotos. Mi padre estaba encantado con la polaroid. Decía que era un milagro y que no había que esperar y que las fotos salían muy bien. Luego salían muy bien sólo cuando había mucha luz y así. Agitaba la fotografía mientras se revelaba. Como un milagro. Hizo un millón de fotos en un mes. A todas les colocaba la fecha. Como si aquello fuera el comienzo de una colección interminable. Quería empezar a contar su propia vida. Como las demás familias.
Una vez cogí la pistola y me la puse en la cabeza. En la mano izquierda llevaba una aguja de hacer jersey con la que tenía que pulsar el botón de la polaroid para que me hiciera una foto apuntándome a la cabeza.
Mi padre ha tenido mala suerte. Mi padre hizo de extra en una película. Mi padre trabajaba por la mañana y por la tarde.
En mi casa ya no hubo más animales. Y me empezaron a dar miedo los perros. Primero habían sido los pájaros, luego una gata, luego el perro, luego los peces y luego el hámster. Era demasiado. Me empezaron a dar miedo los animales. Pensaba que los animales sabían algo de nosotros que nosotros mismos no sabíamos. Pensaba que ellos habían descubierto la razón de nuestra locura y eso me asustaba. Los ojos de los perros. Pensaba que los perros conocían nuestros secretos y luego todos los animales. Con olerme podían saber más de mí que nadie.
El capuchino jefe Ángel nos contaba historias de san Antonio. Nos contaba que san Antonio fue a predicar a un sitio de no sé dónde y nadie le hacía ni puñetero caso y se puso a predicar a los peces y los peces salieron del agua y se pusieron en fila y escucharon a san Antonio y toda la gente que no había hecho caso a san Antonio dijo que era un milagro y se pusieron a escuchar a san Antonio predicar. Estas y otras cosas de la vida de san Antonio. Sus milagros y eso.
Habría sido un capuchino piadoso si no hubiera sido por El señor de los anillos. Eso y los zapatones.
Me gustaba Patty Pravo. Creo que era una cantante italiana. En mi casa había un Interviú y allí estaba Patty Pravo. Patty Pravo apareció debajo de la pistola. Patty Pravo ha desaparecido. Estaba en mis sueños y luego se fue. Es de esa gente que se traga la tierra. Era rubia y tenía una tetas muy pequeñas muy pequeñas. Como dos nueces. Eran sólo dos pezones como una nuez. Patty Pravo cantaba y eso y estaba desnuda en Interviú. Nunca he oído una canción suya ni nada. Patty Pravo era rubia. Pero como teñida. Estaba debajo de las sábanas como si descansara. Debajo de la pistola. Patty Pravo. Nunca la vi en la televisión ni nada.
Mi padre ha tenido mala suerte. Se le murió su padre cuando mi padre tenía cuatro o cinco años. Nunca nos ha dicho «esto me lo decía mi padre». Eso nunca. Es algo extraño. Los padres dicen «esto me lo decía mi padre» y te cuentan una historia que no te interesa nada. Pero mi padre nunca nos ha dicho «esto me lo decía mi padre». Y ni siquiera «esto le pasó a mi padre». Cosas así. Ha tenido que improvisar y eso le ha pillado un poco descolocado. Le ha desconcertado, eso es. Mi padre sólo puede hablar de su propia vida. Y no quiere. No es de esos policías que andan contando batallitas. Hizo de actor en una película, y eso me lo dijo mi madre. Nunca ha dicho muchas cosas. Creo que piensa que sus palabras llevan la mala suerte. O así.
Podría decir que se llamaba Rosi. Pero lo he olvidado. Si alguna vez lo supe, lo he olvidado. La Rosi igual era su madre. Podía ser Antonia o Francisca. Un nombre viejo. Un nombre viejo para una niña vieja. De repente los nombres desaparecen de nuestra cabeza y también desaparece el pasado. Una niña coja se puede llamar Rosa o Toñi o Paqui. Con diminutivo.
Don Manolito estaba en el botiquín y tocaba a los niños y a las niñas. Estaba colocado de anís todo el día. No era enfermero ni nada. Don Manolito era sobrino del dueño del colegio y estaba ahí. En el botiquín. Para tocar a los niños y a las niñas. A mí nunca me tocó. Le recordaba a su hijo. Su hijo tenía la cara redonda. Y no podía tocar a su hijo.
Don Manolito siempre te ponía alcohol. Si se te reventaba un ojo te ponía alcohol o si se te salía el intestino te metía un algodón empapado en alcohol. Don Manolito pensaba que el alcohol guardaba bien las cosas. Lo sabía por él mismo. Luego se murió y todo el mundo se alegró. Decían que se había bebido un bote de alcohol que había confundido con anís. Eso decían. Lo cierto es que palmó. Le estalló su roja cara. Tenía la boca picada y una sonrisa que hacía que las pelotas se te encogieran. Luego se murió. A su hijo se le puso la cara como Elmer. Su hijo pensaba que su padre era bueno y eso. Todo el mundo tiene derecho a pensar que su padre es un buen tipo.
La cola iba bien para los domingos en que la cabeza la tenías disparada y en que no había muchas cosas que celebrar. Los domingos la cola te metía dentro de ti mismo y te podías ir a casa contento. El domingo era el día en que la cola podía ayudarte a ser feliz. Un poco más feliz. A olvidarte del mundo y de ti mismo. Luego venía un dolor de cabeza muy plácido y luego un largo sueño. La cola los domingos estaba bien. En una bolsa grande de Galerías podíamos meter dos la cabeza. Dos respiraciones que se iban haciendo más lentas y que pasaban de la nariz a la boca. Dos perros cansados. Y dejabas de ser culpable en un desierto enorme.
Un desierto entero, un desierto enorme, un desierto con dos cactus. Y ahora estamos en el desierto, en un desierto con serpientes grises, con serpientes de un brillo extraordinario. Mi padre me dice: «Mira esa serpiente, parece de plata».
Coyote con un paquete de cartuchos de dinamita entre las manos a punto de explotar y Correcaminos escondido detrás de una montaña. Coyote nos preparaba para la vida, mejor que nadie. Coyote no repetía un plan nunca, eso era así. Me pregunto qué haría Coyote con esta serpiente que nos da la bienvenida. Mi padre dice: «Parece de plata, Gordo». Coyote se la papearía, a no ser que fuera la Pícara Viborita. La Pícara Viborita era como el Correcaminos pero en serpiente.
La suerte de Coyote es una suerte marca ACME. Pero había silencio, ni Coyote ni Correcaminos hablaban nunca, era un desierto en silencio, donde se oye el movimiento de un músculo. Y ese silencio es el mismo silencio en el que estamos, contando piedras irregulares y contando plantas con flores moradas y contando hormigueros y contando pájaros. Cartuchos de cazador rojos y amarillos y verdes. Todo son animales vivos y animales que quieren matar y animales que saben de nosotros más que nosotros mismos. Coyote no mata y Correcaminos escapa. En este silencio de desierto se te pierde la memoria y cuando tratas de recuperarla estás ya dándole consejos a Coyote.
No sé dónde estaban mis padres. Ni mis hermanos. Lo cierto es que yo estaba en Hospitalet. En casa de unos amigos de mi padre. Del Español. Había un reloj con el escudo del Español. Y los cepillos de dientes eran a rayas azules y blancas. Y había pósters del Español por toda la casa. Y toda una vajilla. Comíamos sobre la cabeza de Cayetano Re o de vete a saber qué jugador del Español. Yo no decía nada. Ni siquiera decía nada en los sueños. Todos sonreían mucho. «Qué maco el nen», decía la abuela.
No sabían muy bien qué hacer conmigo. Sobre todo después de montarme en un avión en el Tibidabo y de pasearme por entre los tigres y los monos. Vimos a los delfines obedecer a un tipo que les daba sardinas.
Estaba en Hospitalet esperando que sonara la bocina del coche de mi padre y mi padre me dijera «vámonos». El nieto recitaba las últimas veinte alineaciones del Español. Juro que no recuerdo ni un nombre. Quizá Ocampo. O Molinos. Yo dormía bajo una sábana del Español. Y una vez el abuelo me cantó el himno del Español para que me durmiera. «No hagas caso al yayu —decían—, es que está muy mayor y no recuerda ya las cosas».
Luego me montaron en un camión. Lo juro. Un compañero de mi tío que volvía de Barcelona. Me dieron un bocadillo de mortadela con tomate y me montaron en el camión. El abuelo lloraba. En la bolsa llevaba una barretina y una camiseta del Español. No dije una palabra en todo el viaje. Las cosas se ven muy distintas desde un camión. Y más lentas.
Nunca supe si mi abuelo mató a alguien en la batalla del Ebro. Pensaba en mi abuelo cuando pensaba en la muerte. Lo imaginaba disparando contra el enemigo. Descargando el cargador con saña. Matando. La idea de matar era la imagen de mi abuelo. Sentado, liando picadura y acariciando al perro. Así era la muerte.
Yo estaba durmiendo. Dentro del camión. El motor se paró y yo me desperté. Miré por la cortinilla. El camionero bajó del camión y fue hacia una luz roja. Una luz roja que parpadeaba y un rótulo: Love’s Asunción. De vez en cuando salía un tipo bajo la luz roja.
Fuimos al circo Atlas. El circo era terrible. Los domadores, los equilibristas, los magos y eso. Los Tonetti estaban en mitad de la pista y hablaban como hablan los payasos. Luego uno de los Tonetti se mató por las cuentas del circo. Uno de los Tonetti. Nunca he sabido si era el de la cara blanca o el payaso tonto. El payaso tonto que se revolcaba por la arena para hacernos reír.
En el Atlas mirábamos la lona y esperábamos que todo eso acabara de una vez. Y no pasaban más que monos que metían la cabeza en la boca de un león. «Vamos a los Tonetti —decía mi tío—, que son muy graciosos». Y luego el Tonetti de la cara blanca o el otro se mató. Así son las cosas en el circo. Luego el otro Tonetti quemó el circo o así.
El camionero se llamaba Savarito y el camionero decía: «Las mujeres son todas unas putas, da igual que sean tu mujer que sean putas de verdad, son todas unas putas, sabes qué le pasó a un amigo mío, que su mujer le engañaba, y sabes por qué, porque él estaba todo el puto día en el camión para sacar algo de panoja y su mujer se los ponía pero bien en casa, y con un amigo, con un jodido amigo, unas putas, chaval, tú no te fíes de las mujeres, y menos de la tuya, y mejor, si no te casas, chaval, sabes, son todas unas putas, lo sabré yo, y mi amigo, además, la perdonó, no lo entiendo, chaval, los hombres hacen las cosas más raras por las mujeres, pierden la cabeza, yo no dejo que me roben la cabeza, yo hago lo mío y de sobras, nadie me fisga ni nadie me dice que haga esto o lo otro, y voy a un sitio y allí y voy a otro y allí, y si no quiero no pasa nada y eso, chaval, es la libertad, con las mujeres, te lo digo yo, te hundes, chaval, hacen que hagas las cosas más raras, son todas unas putas, chaval, y para eso yo prefiero a las profesionales, chaval, no olvides lo que te digo, chaval». Eso decía. Y dejaba de mirar la carretera y mordía el farias y parecía que los ojos de Savarito iban a reventar.
Trajeron una ballena. Una ballena muerta que había muerto en una playa de Gerona o en San Sebastián o en Francia o así. La paseaban por las ciudades. Como embalsamada. Tenía la boca enorme y ahí entraba todo el mundo a tocarle los dientes y a meterse en el estómago. Estaba hueca. La ballena hueca. Allí estábamos todos tocando a la ballena. Habían colgado luces de sus costillas.
Un tipo contaba cómo la habían cazado. Decía que era la última ballena blanca, eso decía el tipo. Y luego decía que se habían necesitado cinco barcos para remolcarla. Luego no dijo nada más.
Mi madre habló de alguien de la Biblia al que se lo había tragado una ballena. Y luego había salido entero, eso es. Estábamos dentro de la ballena.
Lola le preguntó a mi madre: «¿Han venido por el niño?». Y mi madre me miró y miró a Lola y la cara se le puso extraña. «No —dijo mi madre—, hemos venido por mi madre». Lola me puso las manos y me dijo: «Ay niño, ay niño, también te curaré». Luego me senté a esperar. La habitación estaba llena de estampas de la virgen.
Mi madre hablaba de la lucha. A mi padre le gustaba mucho la lucha. Hablaba de un luchador que se llamaba Lambán. Mi padre había ido con mi madre a ver la lucha. Les gustaba Lambán. Lambán tenía la cabeza rapada. Mi padre pasaba el brazo por el hombro de mi madre cuando Lambán lanzaba al encapuchado contra la lona. A mi madre le gustaba hablar de estas cosas. Eran las únicas que le pertenecían. Hablaba de un lugar donde no existía más que el dolor fingido y el golpe fingido. Hablaba de su vida. Y pensaba que a lo mejor había una manera para que siempre el dolor fuera fingido.
A Carazo lo cogieron con un destornillador en una farmacia. Estaba con su hermano. Desaparecieron durante un tiempo.
Nos quedábamos a ver a Perico. Era sábado y después de la película. Sólo nos quedábamos por Perico. Ahí estaba repartiendo leña. Mirabas por la ventana y todas las luces estaban encendidas. «Así, así, Perico», se oía como una respiración cortada. Era de noche y mi padre cerraba los puños.
En invierno colocábamos cáscaras de naranja en la estufa y la casa olía a naranja. Era un olor extraño. A veces amargo y a veces dulzón. Era invierno y estábamos en casa.
Cuando volvía a casa y estaba a oscuras gritaba «Mamaaaaaaá, mamaaaaaaaá» y avanzaba pegado a la pared. Allí estaba mi madre, con la luz apagada, oyendo Lucecita o Simplemente María o a la Señora Francis. Me miraba y no decía nada. A veces decía «shhhh» y esperaba a que hubiera un descanso para hablarme. Allí había otra vida. Una vida que no llegaba a entender. Una vida de dolor inconsolable, de llanto. Aunque no hubiera muerte.