60

Mi madre me leía Unos santos a tu edad. De las vidas de los santos a mi edad me gustaba la vida de santo Dominguito de Val. A santo Dominguito de Val le torturaron y le hicieron mil canalladas los judíos y santo Dominguito de Val no claudicó de su fe. Le crucificaron y él seguía diciendo que todavía creía en Dios. Le cortaron las manos y santo Dominguito de Val seguía diciendo que creía en Dios. Y le clavaban una lanza y santo Dominguito de Val seguía diciendo que creía en Dios. Santo Dominguito de Val tenía ocho o diez años y los judíos le metieron por todo el cuerpo. Le cortaron la cabeza y las manos y las tiraron a un pozo. Y luego enterraron el cuerpo junto al Ebro. No paraba de pensar en santo Dominguito de Val. La voz de mi madre le hacía todavía más santo, más puro y más perfecto. Y después un perro no paraba de ladrar junto al pozo. Y así descubrieron a santo Dominguito de Val. Y los asesinos judíos no pudieron resistir el peso de la conciencia y se entregaron a la ley. Santo Dominguito de Val era monaguillo y cantaba en La Seo. Pero lo mataron los judíos.

61

Estaba delante de la tele y sufría como un cabrón. Sufría por Coyote. Esperaba que de una vez por todas Coyote acabara con Correcaminos. Coyote recibía el paquete de ACME y preparaba un dispositivo infalible. Un tirachinas gigante o un cañón de precisión o una jaula automática o dinamita que se accionaba a distancia. Aparecía el hijoputa de Correcaminos y siempre se libraba de la historia. La piedra caía sobre Coyote o Coyote se incrustaba en una montaña o Coyote acababa encerrado o a Coyote le explotaba la dinamita en la cara. Correcaminos era una nube de polvo que se quedaba quieta, decía «beep beep» y sonreía estúpidamente mientras el silbido del tren anunciaba que pronto Coyote iba a ser atropellado. Ahí estaba la vida. Una cuestión de velocidad. Uno podía estar horas y horas esperando que Coyote continuara con un plan y Correcaminos sufriera un descalabro. Uno sabe después que así es la vida. Cuestión de velocidad más que de talento o de fe. A Coyote se le hundían los ojos en el suelo. Un desierto desierto y lleno de cactus.

62

Carazo fue el primero que se metió cola. Echábamos la cola en una bolsa y luego hundíamos la cabeza en la bolsa. Y cuando sacábamos la cabeza de la bolsa estábamos en otro mundo. Los futbolines era el mejor sitio para la cola. Los váteres de los futbolines. Allí nos metíamos a esnifar cola. Carazo y Juan y Gastón y otros. El jefe de los futbolines hacía como que no veía. Se movía con el delantal lleno de monedas y no miraba al váter. El jefe tenía miedo, mucho miedo. Y no quería problemas. Ya había tenido bastantes. Su mujer se mosqueaba más, pero entendía menos. Levantar cola era fácil. Con la cola se te ponían los ojos como el culo de un mono y te quedabas anormal profundo. La cola te libraba del pasado. Y ni siquiera había risas.

63

Mi padre quería que aprendiésemos inglés. Quería que fuéramos un paso por delante del mundo. Y nos aparcó en la academia Pons. La academia Pons era de un gordo asqueroso que se llamaba Pons. A las clases de inglés iban otros dos hermanos. Uno parecía un mono y su hermana era la chica más guapa que yo había visto hasta entonces. Aprendía inglés por ella. Luego iba un paralítico. Un paralítico que tenía las piernas destrozadas y se movía con unas muletas. No aprendía ni papa de inglés. Tenía rizos en la cabeza. El paralítico parecía recién llegado de una guerra. Y tenía los ojos azules. Luego le vi en silla de ruedas. Debía tener una parálisis progresiva o algo así. Luego, mi hermana y yo.

Margarita Lacoz vestía con el culo. Y nos enseñaba inglés con el culo en una clase sin ventanas. Aquello olía a rata. La tal Margarita estaba casada con el tal Pons, que era el que le levantaba la pasta a mi padre.

Todo estaba oscuro. Aprendí a decir I’m sorry y no paré de mirar a la hermana del tipo que era como un mono. El paralítico daba la impresión de que necesitaba las clases, se le veía interesado y eso. Pero no daba ni una. Estaba siempre haciendo preguntas absurdas. Quería ir al Himalaya. Era una idea bastante idiota. Era de ese tipo de ideas que sabes que nunca van a llegar más allá de un póster en la pared. Y no llegaron. Luego lo vi en una silla de ruedas.

64

Ahí estábamos. Ramón llevaba una hucha de un chino y yo llevaba una hucha de un negro. La cabeza de un negro. Estábamos perdidos. Justo en el centro de algún sitio, pero perdidos. Ni siquiera podíamos levantar la pasta. Como no estrelláramos la cabeza del chino contra el suelo. En algún lugar al otro lado del río. Éramos los peores recaudadores del mundo. Seguro. Mi negro no pesaba más que a las nueve de la mañana. Sólo por el ruido podíamos contar las monedas. Clin, clon, clin. No teníamos demasiado. Ni para robarlo, ni para devolverlo a sus propietarios. Los chinos iban a seguir pasándolo mal. Por nosotros. Y nosotros tampoco íbamos a estar mucho mejor.

Lo primero era regresar al mundo. Era imposible tratar de llenar la cabeza del negro junto a la carretera. Ya sabíamos qué dirección no teníamos que tomar. Ramón estaba harto del chino. Yo tenía la culpa, eso decía. «Una pasta —decía—, íbamos a sacar una pasta, tío, un ojo clínico tienes». «Ojo clínico», decía. Yo pensaba en todos los negros del mundo. Mi negro tenía una pinta estupenda. El chino de Ramón tenía peor jeta. Estábamos perdidos. Sin dinero para las misiones. Allá donde estuvieran. Yo pensaba en el capuchino Ángel. En alguna misión de capuchinos cerca del lago Kivú.

65

Me pregunto para qué demonios quería subir al Everest o al Himalaya. Se llamaba Julio Manuel, creo.

66

Latrás se metió doscientos quilos de farlopa. Le pasaba como en las películas americanas: padres separados y broncas y follones. Su padre le pegaba a su madre. Luego Latrás se pone a trapichear y a meterse. Y yo no sé si fue por sus padres. Su hermana era bailarina y tenía el tipo de bailarina. Quiero decir que Latrás se metió pero su hermana era bailarina. O sea, que la vida a veces no se sabe cómo entenderla. A unos les da por un lado y a otros por otro.

67

Por la noche, mi madre afeitaba a mi padre. Mi padre se sentaba en el sofá del comedor. Se ponía una toalla alrededor del cuello y miraba el televisor. Con los ojos muy abiertos. Mi madre ponía la espuma en un cuenco de plástico, batía la brocha y embadurnaba a mi padre. Mi madre afeitaba a mi padre con una navaja. Había sido de mi abuelo. Mi madre afilaba la navaja en una piedra de afilar. Mi padre miraba la pantalla. Mi padre acababa el día con miedo. Con un miedo de niño. Miraba el televisor con los ojos muy abiertos, muy abiertos. Y la toalla se llenaba de espuma. Como la baba de un niño.

68

Curro Portero le regaló a mi madre una liebre viva. Tenía una pata destrozada. Mi madre la metió en la bañera. Quería matarla a la mañana siguiente. Y la mató retorciéndole el cuello. Yo le tenía que sujetar las patas traseras. Ella cogió las patas delanteras con la mano izquierda y con la mano derecha retorció el cuello de la liebre. Se oyó un sonido seco. La cabeza le quedó colgando. Yo notaba los últimos movimientos de los músculos de las patas. Y luego los músculos se pusieron duros. La cabeza se le llenaba de sangre. Y tenía los ojos abiertos. Muy abiertos. Mi madre cogió las tijeras del pescado y le cortó el rabo a la liebre. «Dicen que traen suerte los rabos», dijo mi madre. Toda la bañera estaba llena de sangre y de mierda de liebre. Yo tenía la suerte. La suerte que le había faltado a mi padre, pensé.

69

Mi hermano estudiaba informática. Mi padre tenía buenas intuiciones sobre el porvenir. Estudiaba fichas taladradas en ordenadores que parecían lavadoras. Todo era sí y no y test complicadísimos. Sin duda, estaba estudiando algo serio. Luego lo de las tarjetas taladradas se fue a la mierda. Y las lavadoras acabaron en los museos o directamente en la basura. Mi hermano no ha tenido suerte. Mi padre tampoco ha tenido suerte. Una vez lavó al perro y se murió de moquillo o de algo así. No tenía suerte. Y mi hermano heredó su mala suerte. Estudiaba en unos libracos terribles donde eran todo puntos negros y blancos y tarjetas taladradas. Parecían libros de ciegos.

70

Mi madre me leía la historia de santo Dominguito de Val. El judío chungo se ensañaba con el pobre niño de la voz de oro. Yo imaginaba a santo Dominguito de Val como a Marco, con Amedio y eso, buscando a Dios como si fuera su mamá. Y el judío le cortaba las manos y se reía. Todo era una fiesta judía. Todavía se oyen los ladridos del perro junto al pozo y las lamentaciones del judío arrepentido.

71

Si me encontrara con la lámpara de Aladino le pediría un montón de pasta, pero antes le pediría que me hiciera olvidar el pasado. Y si sólo pudiera pedir un deseo le pediría que me borrara el pasado. Que me quitara de la cabeza un montón de cosas. El pasado es una pesadilla. Cada vez el pasado es más grande. Y eso parece que no lo piensa nadie. Que nadie se da cuenta. El pasado devora. El pasado es como una piedra en el centro de la cabeza. Le pediría que mandara al infierno mis recuerdos. Todos.

72

El libro de inglés de la academia Pons hablaba de un tipo que llega a Londres y no sabe nada de inglés y se encuentra con una tipa inglesa que le enseña inglés. Se tropiezan en el aeropuerto. Y el bolso de ella se cae al suelo y así. Todo parecía muy sencillo. Veías el Big Ben en una fotografía y a Peter o a Douglas y a Cynthia o a Mary dibujados junto al Big Ben y ella decía «This is the Big Ben» y él decía otra cosa. Así todo el rato. Mi hermana decía la frase de Peter o Mark, el paralítico la de Rose o Mary, la chica guapa otra, luego yo la siguiente y al final el hermano mono decía la última y vuelta a empezar. Al final sabíamos que eso era el Big Ben y que estaban en Londres y que Mary o Cynthia acabaría con Peter o Douglas o Charles.

No entendía por qué Peter no se llamaba Pedro o Rene si no sabía inglés. Los libros de inglés estaban llenos de cosas así. Mi padre quería hacer las cosas bien. Nos quería colocar bien arriba. El problema era la academia Pons y el gordo señor Pons y la horrible Margarita Lacoz. Uno estaba en la lista de los deficientes si iba a una academia. Lo estábamos.

73

Coyote era un coyote pero nunca supimos bien qué era Correcaminos. Si un pavo muy veloz, una gallina gigante o un ave que nunca volaba. El gallo Claudio era un gallo. Correcaminos era como un avestruz. Correcaminos no metía la cabeza en la arena. Y no pienso en un avestruz en el desierto. No sé si hay avestruces en el desierto. La podrida gallina de Correcaminos.

74

Ramón tenía unos tíos en Canadá. Su tío trabajaba en un banco en Canadá. Tenían un buen montón de pasta allá en Montreal o en Quebec o en algún sitio helado al otro lado del mundo. Ramón tenía una buena colección de fotografías de Canadá. Sus tíos en Canadá de jóvenes. Sus tíos con sus hijos en Canadá. De Canadá no sabíamos más que lo de la policía montada de Canadá. A lo mejor el oso Yogui vivía en Canadá.

A Ramón le traían unos juguetes de Canadá que aquí no habíamos visto. Canadá era pues como una fábrica de juguetes gigante. Cada año por Navidad la casa de Ramón se llenaba de juguetes de Canadá y de primos de Canadá que decían «esto en Canadá es así» y «esto en Canadá es asá». Los primos canadienses eran unos pesados y no paraban de quejarse. Luego se iban y dejaban toneladas de juguetes de Canadá. No sabíamos muy bien para qué servían, pero ahí estaban los juguetes de Canadá.

75

Ramón odiaba a su padre. Luego su padre se murió y Ramón ya no sabía si odiaba a su padre o el odio se le había ido por la boca. Su padre estuvo quince días o veinte días ingresado en el hospital. Se iba hinchando como un globo. Pura grasa y bilis y mierda. Tenía una enfermedad extraña. Ramón estuvo veinte o quince días en el hospital. Los últimos tres días su padre no dijo nada. Ni movía la cabeza. Era un auténtico vegetal. Pero el padre de Ramón habló con Ramón los últimos días que pudo hablar. Tenían conversaciones delirantes y extrañas. Tan extrañas como la enfermedad. Ramón se quedaba por la noche y su padre se ponía a hablar. Hablaba de su infancia y hablaba de películas de risa y de mujeres y hablaba. Hablaba sin parar. Luego se calló de repente y no dijo nada más. Ramón fue el último que le oyó decir algo. No fueron unas palabras profundas ni nada. Uno no dice nada profundo cuando se muere. Dice «Me pica la barba» o dice «Léeme el periódico» o «Es gracioso Bud Spencer» o «Lleva esto a la cocina, hijo». Y uno dice lo más tonto que se le pasa por la cabeza, como «Tápate» o así. Se calló de repente y no dijo nada más en tres días o en cinco días. Estaba como un globo. Lleno de orín y de líquidos. Se le había reventado la uretra o la urea o algo así y se le habían encharcado los pulmones.

Ramón odiaba a su padre y después ya no sabíamos si le odiaba o el odio se le había ido en el hospital. Pasaba las noches allí mirando a su padre. Luego odiábamos al padre de Ramón y no sabíamos si el odio seguía en Ramón. Estábamos solos incluso en nuestros sentimientos.

76

Santiesteban era hijo de un empresario y decía que a su padre lo habían sacado del País Vasco porque estaba amenazado por ETA. Su padre tenía una tienda de muebles. Su padre tenía una verruga en la cara y era muy moreno. A veces parecía negro. Santiesteban también parecía negro. Santiesteban llevaba unos calzoncillos amarillos muy ajustados. Le iban pequeños. Siempre llevaba esos pequeños calzoncillos amarillos cuando hacíamos gimnasia. Lunes y miércoles con los gayumbos amarillos. Un amarillo chungo, un amarillo Piolín. Era como si se hubiera puesto por calzoncillos al canario Piolín. Santiesteban hablaba de la ETA. Le llamábamos el Vasco. Es mejor llamarse el Vasco que Santiesteban.

77

Rojo llevaba unos calzoncillos color óxido. Ruiz Maestro llevaba calzoncillos de fantasía, con elefantes y eso. Martín Pueyo llevaba unos calzoncillos que le sobraban por todas partes. Manolo llevaba unos speedo en vez de unos calzoncillos. Manolo era de los del fútbol, era el portero. Era un buen tipo. Era el menos raro de los del fútbol.

78

Un día Martín Pueyo me dijo que se bañaba con calzoncillos. Le dije que yo también, para que no se sintiera solo. A Martín Pueyo se le había muerto la madre hacía unos meses. Y se bañaba con calzoncillos. Su hermano tocaba el clarinete. Y se les había muerto la madre. Martín Pueyo lloraba como un cabrón y no podía decirle que yo no me bañaba con calzoncillos.

79

Marquínez tenía incontinencia, eso dijo. Dijimos «Vale». A los doce años y a los pies del Moncayo. Hasta que la tienda empezó a apestar a orina. Eso era la incontinencia. Era un problema sencillo: no sabía hacerlo en las letrinas. No le daba tiempo a bajar la cremallera. Ni siquiera a salir del saco de dormir. Marquínez era como una mofeta. Si le hubiéramos visto la espalda le habríamos descubierto una raya blanca cortándole en dos. No tenía nada dentro de la cabeza. Y gemía. No llegaba a llorar. Tenía dificultades hasta para llorar. Todo su líquido lo guardaba debajo del ombligo. En la tienda estábamos mi primo, Ramón y yo, y Marquínez. Marquínez estaba en minoría. Estuvimos a punto de ponerle un corcho. Marquínez no dormía por las noches. Se pasaba la noche rezando.

Marquínez me recordaba a Lázaro. Le pregunté a Marquínez si se había muerto su padre cuando él era pequeño. Pero los padres de Marquínez vinieron el día de los padres. El padre de Marquínez era un gilipollas. «De tal palo tal astilla», pensé. Pero su madre era una madre estupenda. Eso pensé, sí, «Marquínez no se merece esta madre». La madre de Marquínez se pasó todo el día de los padres lavando los calzoncillos y los pantalones y las camisetas y los calcetines de Marquínez. Todas las camisetas eran de Grúas Fado. Su padre trabajaba en Grúas Fado. La madre de Marquínez sabía que lo tenía difícil. Su hijo lo tenía todavía más difícil. Tuvo suerte de caer en nuestra tienda. En otra le hubieran puesto el corcho de verdad. La orina le habría salido por la boca. Marquínez es de esos tipos que uno nunca vuelve a ver en la vida. No lo he vuelto a ver en mi vida.

80

En los campamentos nos enseñaban a hacer nudos marineros. El nudo número uno y el nudo número cuatrocientos y así. Mi primo tenía el manual de los jóvenes castores y Jorgito, Juanito y Jaimito le habían enseñado a hacer todos los nudos. Ramón hacía muy bien el nudo del ahorcado. Yo no me podía hacer ni el nudo de los zapatos. Me perdía en el tercer paso. A mi primo le salían unos nudos estupendos.

Aprendimos a llevar una camilla con heridos. El día de los padres hicimos una carrera de camillas recogiendo enfermos por la ladera de una montaña. Estábamos en mitad de una guerra y teníamos que recoger los cadáveres. A nosotros nos tocó un cadáver bastante saludable que olía a estiércol. Habíamos decidido que Marquínez fuera el cadáver. Ya estaba en estado de descomposición. Se había meado de miedo, con lo de la guerra.

También nos enseñaban a hacer marionetas con los canutos de los rollos de papel higiénico y con patatas y así. Fue un verano de mierda.

A Marquínez le iba bien el nombre.

81

Uri Geller era genial. Y eso que en mi casa no consiguió que volviera a funcionar ningún reloj. Mi madre sacó siete despertadores y cuatro relojes, siguió las instrucciones de Uri Geller y ninguna aguja se movió. De Uri Geller me gustaba más cómo doblaba las cucharillas. Las cucharillas se doblan tan fácil con la mano que era estupendo que un tipo se dedicara a doblarlas con la mente. Se le veía un tipo serio a Uri Geller. Doblaba una cubertería entera con el cerebro. Si se lo hubiera propuesto habría sido capaz de enderezar el bigote de Íñigo. Mi madre seguía con los relojes.

82

En mi casa vivía una puta. Era pequeña y regordeta y tenía dos hijas. Llevaba pelucas. Sobre todo llevaba una peluca pelirroja y rizada. Con una cinta alrededor de la peluca. Cuando no llevaba la peluca llevaba un gorro. Un gorro de esos de lana que ponen a la gente que tiene cáncer. Llevaba abrigos de colores.

A veces se oían gritos por la noche y la gente decía «ahí está la Puta con alguno de sus amigos». Pero todo era muy tranquilo. No había cordialidad ni nada de eso, pero la gente no se pasaba con la Puta. Ni con sus hijas. Era una puta decente y quería a sus hijas. No sé qué pensaban sus hijas pero ahí estaban muy modosas cuando salían juntas a la calle. Iba muy pintada y eso. Como son las putas.

83

El psicólogo llamó a mis padres. En un dibujo de mi familia yo no había dibujado a mi padre. Allí estaban dibujados mis tíos más lejanos y no estaba mi padre. Mi padre estuvo preocupado durante una buena temporada. Pensaba que iba a tener otro hijo con problemas. Mi padre tenía mala suerte, eso pensaba. Su padre había muerto cuando él tenía dos o tres años. Mi padre quería ser un buen padre. Y una mala suerte feroz le perseguía.

84

A Lobera le llamábamos TJ porque se parecía al TJ de Los hombres de Harrelson. Era rubio y bajito como el TJ de Los hombres de Harrelson. A TJ siempre le mandaban al tejado. Cuando llegaban al lugar de la acción el capitán decía: «TJ al tejado» y TJ iba al tejado. A Lobera se le murió su padre y se enteró de que era hijo adoptivo. Se enteró cuando su padre se murió y estuvo hundido, muy hundido. No podía soportar lo de ser hijo adoptivo. Él, que se parecía al TJ de Los hombres de Harrelson.

85

Mi tío se hizo un televisor a color a piezas. Estuvo nueve o diez meses ordenando todas las piezas para que el trasto funcionara. Tenía las piezas en el salón encima de una sábana y la carcasa con las piezas que iba poniendo estaban en el sitio del televisor. Y también tenía un libro abierto por la página de ese día. Era todo un acontecimiento. Yo creía que era una idiotez hacer un televisor a color cuando en la tienda se podían comprar televisores a color. Supongo que sería por ahorrar. Estuvo un año haciendo el televisor a color y al final se pudo ver el televisor a color. No se veía mejor que los televisores que se compran en las tiendas. Más bien se veía peor. Todos estaban muy contentos. Mi abuela estaba muy orgullosa de su hijo. «Simeón se ha hecho un televisor a piezas», decía. Y lo decía con una sonrisa. No he conocido nunca a nadie más que se haya hecho su propio televisor.

86

Mi tío vivía en el campo. Y vivía en la casa en que habían vivido mis abuelos. Tenía dos o tres perros. Un perro hijoputa de lobo que no paraba de ladrar y tenía unos dientes que me hubieran devorado en minutos.

La mujer de mi tío tenía toda la casa llena de tarros de kéfir. El kéfir es como un yogur asqueroso. Tenía toda la casa llena de botes de kéfir. Piezas de televisor y kéfir por toda la casa. Era imposible moverse por la casa sin tocar una pieza del televisor o sin tirar un bote de kéfir. Los perros ladraban. Había un caqui que daba caquis. A mí no me gustaban los caquis. Ni los perros ni el kéfir ni las piezas del televisor.

Mi tío y su mujer se parecían a Sergio y Estíbaliz, eso decían. Mi tío tocaba la guitarra. Se parecían a Sergio y Estíbaliz, lo decía todo el mundo. A lo mejor por eso era lo del televisor a piezas y lo del kéfir.

87

Mi tío tenía una escopeta y a mí me gustaba apuntar con la escopeta. A mi tío no le gustaba que tocara la escopeta. A mí me gustaba ponerme junto a la ventana y disparar contra el perro. La casa olía a kéfir y yo disparaba contra los perros.

88

El segundo año de los campamentos ya no había nudos para aprender. Ni tampoco estaba Marquínez. La montaña era la misma montaña y tampoco pude subir el Moncayo de los demonios. El paralítico de la academia Pons hubiera estado allí como pez en el agua. Y yo estaba harto de los pinos y de la montaña y de las piedras. Nos quedábamos en un santuario con bar esperando que los intrépidos subieran a la cima. Bebíamos gaseosas y comíamos megatones. Parecía increíble pero los megatones llegaban hasta la cima del mundo. Todo el día allí esperando que bajaran del Moncayo. Mirando un paisaje idiota. Y comiendo megatones. No era un héroe. No quería ser un héroe. No quería aprender más nudos marineros. Me hubiera gustado que Marquínez estuviera a mi lado para tener alguien a quien echarle la culpa.

89

Algunas noches se oían los perros. Luego se oía el ruido metálico de la persiana. Y luego el ruido del motor del R4. Era de noche. Curro Portero y su cuñado se iban a cazar. Volvían por la tarde con las botas de goma hasta la cintura. Los perros les lamían las botas. Cada uno llevaba dos escopetas y cartuchos alrededor de la cintura.

Se colgaban los conejos del chaleco. Ahí estaban los conejos y los perros lamiéndoles las botas.