Estaba en un hotel de carretera, con mi tío. Íbamos a Petrel a ver a dos curanderos: Lola y Paco. Íbamos mi abuela, mi madre, mi tío y yo. Íbamos para que Paco y Lola curaran a mi abuela. Mi madre les tenía mucha fe. Y mi abuela. Mi abuela les tenía fe cuando se acordaba. En el Pronto salían las curaciones de Paco y Lola todas las semanas: un tipo que había vuelto a andar después de que le pasara un tráiler por encima, un sordo de nacimiento que ahora era capaz de distinguir el sonido de un pájaro a dos kilómetros, separación de siameses y cosas así. Habían separado a dos siameses unidos por la cabeza. Fuimos a ver a Paco y Lola porque habían devuelto la memoria y el habla a un tipo de Játiva. Con sólo probar el agua de Paco y Lola.
No dormí en toda la noche. No había dormido nunca en un hotel. Por la tarde habíamos estado a punto de estrellarnos contra otro coche. Se oían los camiones. Y la lluvia.
Llegamos a Petrel y fuimos a casa de Paco y Lola. Las paredes estaban llenas de imágenes de santos y de vírgenes y de páginas del Pronto. En el suelo había un cacharro donde la gente echaba dinero. Había un montón de gente. Y un montón de dinero. Todos tenían devoción a Paco y Lola allá en Petrel. Y más allá de Alicante. Había un ciego de Almería. Tenía los ojos como pelotas de pimpón. Paco y Lola tocaban a los enfermos y daban caramelos y daban agua. Para bañarse y para beber y para todo.
Volvimos con cinco o diez o quince quilos de caramelos y ochenta litros de agua. No se podía llenar ni una bañera pero cargamos las garrafas en el coche. Los caramelos eran de anís, asquerosos. Mi abuela les echó unos billetes en el cacharro. Paco era gordo y Lola era gorda. Tiempo después dejaron de aparecer en el Pronto. Mi madre regaba las plantas con el agua bendecida por Paco y Lola. El ficus aguantó una buena temporada.
La madre de Andrés Soller estaba siempre enferma. Y se murió. La madre de Andrés Soller quería que su hijo fuera torero. Lo quería pese a los trajes llenos de sangre. Era toda su ilusión. El padre de Andrés Soller le dijo a Andrés Soller que el mayor deseo de su madre era que fuese torero.
En casa de Andrés Soller había muy poca luz y las baldosas del pasillo estaban levantadas. La madre de Andrés Soller estaba enferma desde antes de que en el pasillo hubiera trajes de torero llenos de sangre. Eran como toreros sin piernas.
Andrés Soller tenía una foto vestido de torero. Con la muleta y con la espada. Y en una plaza de toros. Con un traje de torero con manchas de sangre. El pasillo siempre estaba a oscuras.
Engordé para no tener que ponerme la ropa de mi hermano. Odiaba heredar la ropa de mi hermano. Por eso me puse como un globo. Nunca me pude vestir en la sección infantil. Un dependiente animoso decía: «Vamos a medir al chaval, que seguro que encontramos algo por aquí un poquico más holgado». Un dependiente tristón le decía a mi madre: «Es que tiene un chaval muy crecido, muy fuerte, pruebe a ver en la sección juvenil». Mi madre se pasaba la vida cosiéndome los dobladillos y ajustando de aquí y de allá. Nunca tuve que llevar los horribles jerseys de mi hermano. Aunque a veces acababa con los de mi padre.
El día de mi primera comunión mi cabeza era un campo de piojos. Mi madre llevaba tres tardes quitándome piojos y lavándome la cabeza con filvit. Como a una cría de orangután. Me raparon la cabeza todo lo que se podía para ser el día de mi primera comunión y no el de mi jura de bandera. Mi madre los cogía uno a uno apartando pelo a pelo y los aplastaba con las uñas. El día de mi primera comunión me sentía fatal porque estaba en pecado. Tenía piojos y estaba en pecado. Llevaba un cinturón de Vicky el vikingo y era 14 de julio.
La vecina coja llevaba el pelo largo y muy negro. Creo que también era ciega. No salía de su cuarto. Siempre a oscuras y viendo una película en la que el Pato Donald iba a cazar mariposas y las ardillas Pinki y Dinki o Gus y Gas conseguían que Donald acabara metiendo su cazamariposas en su enorme pico naranja.
Lo más terrible no es ser gordo. Ni siquiera llevar gafas de culo de vaso. Lo más terrible es llevar zapatos con calzas o con plataforma ortopédica. Con esos zapatos no puedes jugar a fútbol y ni siquiera puedes correr decentemente. Te conviertes en un cero a la izquierda. Había dos hermanos gemelos que se llamaban Matalallana y los dos llevaban zapatos de ortopedia. Les llamábamos los Frankenstein. Y nos perseguían sin poder correr. Hasta que quedaban agotados. Esos zapatos pesaban una tonelada. A veces parecía que iban a perder el equilibrio y se iban a partir la crisma. Siempre iban muy juntitos. Sólo les faltaba levantar las manos y llevarlas hacia adelante.
Si no abrías la boca tampoco estaba tan mal llevar aparato en los dientes. Santiago llevaba un aparato en los dientes. Jugaba bien a fútbol y tenía la virtud de hablar sólo lo justo. Santiago sacaba muy bien las faltas. Las tiraba tan bien que siempre colocábamos barrera. Hubiera podido ser de los del fútbol. Aunque para ellos el aparato en los dientes ya era más importante. No habría pasado del banquillo. Uno tiene que tener cuidado con esas cosas cuando quiere ser de los del fútbol.
Mi madre estaba hermosa cuando se ponía tulipán negro. El tulipán negro huele a tulipán negro que es un olor de pureza. Me gustaba el tulipán negro y el frasco de colonia de Maderas de Oriente. Cuando se ponía el tulipán negro la piel se le ponía suave.
La casa de mi abuela olía a pollo con vinagre. Su plato favorito. Mi abuelo fumaba picadura. Y también Rex. A veces. Liaba los cigarrillos y con el último lengüetazo se los metía en la boca. Su frase preferida era «no te comas el hueso», cuando nos comíamos un megatón. Un megatón es mucho peor que un bony y mucho peor que un tigretón. Incluso peor que una pantera rosa y que un bucanero. Y eso que los bucanero no están recubiertos de chocolate ni de nada. Un megatón es algo con lo que te conformas si no hay otra cosa. Pero algo que no te comerías si tuvieras a mano un bony o un tigretón. Los del megatón metían cromos para ver si engañaban a alguien y eso. Pero eran unas colecciones horribles de cromos adhesivos.
Me faltaba Neeskens y lo tuve que cambiar por cuarenta o cincuenta cromos. Los últimos fichajes nunca los completabas. Sobre todo porque muchas veces ni los propios equipos sabían quiénes iban a ser sus últimos fichajes. Además eran los peores cromos. Cuando algún jugador pasaba de un equipo a otro le pintaban encima el color de la camiseta de su nuevo equipo y ya tenían el cromo. A veces, si pasaba del Sevilla al Real Madrid o al Valencia, no le cambiaban nada y era el mismo cromo que el año anterior. Si venía al Zaragoza del Madrid le pintaban los pantalones y ya estaba. Y ahí tenías al fulano, posando en el Santiago Bernabéu en vez de en La Romareda. Nunca completábamos los últimos fichajes. Y el año de Neeskens estuve a punto de conseguirlo.
Jota llevaba unos nunchacos y unas estrellas de metal que lanzaba contra las puertas. Movía los nunchacos y se los metía bajo las piernas y les daba vueltas en el cuello. Sabía Kung Fu o así. Tenía una montesa amarilla. Le gustaba levantarla. Llevaba un tatuaje en el brazo. Un tatuaje con una espada y un dado. Y una cruz. Y una camiseta negra sin mangas. Como la de Travolta en Grease y un tupé. Le llamaban Travolta a Jota y a Jota le gustaba.
Mi hermana se escondía en la caja de cartón. Se metía dentro de la caja y cerraba la caja. Allí estaba muy acurrucada. Se podía mirar dentro de la caja y no encontrarla. Mi madre decía: «Una vez tu hermana casi se va por la taza. Era como si una aspiradora la arrastrara hacia el fondo». Mi hermana estaba en su cuarto dentro de una caja.
La Selvilla servía para estar en un colchón o para tirar con la escopeta o para meterse cola. Al colchón no podía ir todo el mundo. Tenías que recibir una especie de invitación. Todo tenía sus reglas en la Selvilla. Algunos iban a la Selvilla a coger moras y otros a mearse en las moras. Con la cola se ponían los ojos como los ojos de los peces y tenías que respirar rápidamente. Como respiran los perros.
En el 600 íbamos doce. Mi padre era el conductor y nos llevaba a los doce. Y un buen montón de sandías. Íbamos al río. Nosotros íbamos en la parte trasera y éramos un blanco perfecto para los coches que venían detrás. Parecíamos los perros esos que mueven la cabeza.
A veces pensaba que no habría estado mal que me pegaran un tiro en la cabeza. La cabeza me solía sobrar sobre los hombros. Hubieran podido poner una sandía en su lugar.
Fuimos a coger cangrejos y fue el día más aburrido de mi vida. Y no cogimos cangrejos. Mi padre me hacía barcos con los juncos. Mi tío cogía cangrejos y los volvía a tirar al agua porque no tenían la medida. Llevaba un calibre y los medía como un profesional. Pero los cangrejos no daban la medida. Sólo entraban en los reteles los cangrejos que no daban la medida. Así era.
Yo me dormí al sol y soñé que mi padre me daba un barco hecho con juncos. Sabía que mi padre estaba haciendo lo que podía.
Es difícil dar la medida, incluso siendo un cangrejo.
Un episodio de Banacek pasaba en las carreras de caballos. Tiraban un dardo con narcótico al caballo vencedor y conseguían que ganara otro caballo. El dardo lo tiraban desde un seto.
«Que no se muerda la lengua la niña, que no se muerda la lengua la niña», decía el médico. Había un partido del Zaragoza contra el Las Palmas y a mi hermana le dio un ataque. Mi hermana tenía corea, que más que una enfermedad es una guerra. El Las Palmas llevaba el equipaje amarillo y azul. Vino el médico y la casa parecía que se iba a desplomar. Ganó el Zaragoza 6-3. Vino el médico y le dio algo a mi hermana para que descansara. Yo no sabía qué hacer. Me dediqué a ver el partido. Y no podía celebrar los goles. Es imposible entender el dolor si no lo sufres. A mi hermana se le estaba reventando la cabeza y yo quería celebrar los goles del Zaragoza.
Lo que más me cabreaba de no tener UHF era no poder ver los episodios de Hawai 5.0. Estábamos en casa de mis tíos y cuando empezaba la sintonía nos largábamos. Me sé la sintonía de memoria. Pero nunca conseguí ver un episodio completo. Hawai 5.0 era la mejor serie de policías y yo no podía verla. Yo estaba con el cine Exín en casa de la coja. Maldito Disney.
Sento dice que yo era el policía. Que yo hacía de policía traidor cuando don Juan Antonio o don Otilio o don Juan José se iban de clase. Que me ponían con la tiza y yo apuntaba al que se movía. Luego venían los golpes. Eso dice Sento, que yo era un traidor. «Nos amenazabas a todos», dice Sento.
Cogía la pistola de mi padre. La pesaba. Sobre todo, la pesaba. Una pistola pesa de una manera distinta al resto de las cosas. Una pistola pesa su peso y el peso de la conciencia. Me ponía la pistola en la cabeza. Ponía la pose de los policías. Flexionaba las piernas. Cogía la pistola con las dos manos. Y apuntaba. Me apuntaba a mí mismo en el espejo.
También me ponía las botas altas. Era lo que más me gustaba del uniforme de mi padre. Las botas. Me las ponía y cogía la pistola. No era un revólver. Era una pistola Astra, creo. Una de esas de culata cuadrada que se cargan con cargador por abajo. Me miraba en el espejo y apuntaba. La pistola pesaba más que nada que yo hubiera cogido nunca.
Hubiera podido coger la pistola y haberle volado la cabeza a la cojita. Haberle destrozado la otra pierna.
Todo rulaba bien y el motor del coche reventó. «En un jodido pueblo», eso dijo mi padre. Tuvimos que esperar en el jodido pueblo a que nos repararan el motor. Mi padre pensaba que nosotros teníamos que pensar que él era perfecto y que el coche se hubiera destrozado en aquel jodido pueblo le parecía lo más terrible que le podía pasar a un padre. Nos pasamos el día mirando trillar. Mi madre nos daba una lección de costumbres populares. Mi padre daba vueltas. Iba al taller mecánico cada media hora. Tenían que traer una pieza de Teruel o de no sé dónde.
Mi padre no decía nada. Nosotros no decíamos nada. Mi padre pensaba que se había roto algo más que el motor del coche. Estuvimos mirando el trillo. Mi madre habría podido estar toda una vida viendo dar vueltas al trillo. Mi padre pensaba que se había roto un pedazo de su corazón de padre. Mi madre regresaba al pasado y mi padre no podría ya engancharse al futuro. Hacía un calor terrible en aquel jodido pueblo.
Mi hermano coleccionaba fotos. Tenía el cuarto lleno de fotografías. También tenía gusanos de seda. Y sellos. Y llaveros. Y monedas. Y calendarios. Mi hermano coleccionaba lo que mi madre quería coleccionar. Tenía fotografías por toda la pared. Estaba enamorado de la chica de una fotografía. De los ojos de la chica. Y era una foto a blanco y negro. La tenía colocada en un sitio en la que la podía mirar desde la cama. La verdad es que a la chica le brillaban los ojos. Tenía el pelo largo y rizado y los ojos verdes. Si se puede saber de qué color tiene los ojos alguien en una foto a blanco y negro. Mi hermano decía que los tenía verdes. También tenía otras fotografías por la pared. En una caja tenía fotos de negros en pelotas. Y de negras. Compraba una revista de esas de fotografía creativa. Era un sitio seguro para ver tetas. Aunque fueran de negras africanas bailando la danza de la lluvia. Era una cuestión de arte. Luego ya desapareció la chica de la foto de la que estaba colgado mi hermano. Y también desaparecieron los gusanos de seda. Y las fotos de negros bailando en algún lugar de África.
No vi una luz ni nada. Lo supe. Una mañana lo supe. Dios estaba golpeando con fuerza mi corazón. Es como un bombeo. Tenía que dedicar mi vida a Dios. Era difícil interpretar la llamada. Pero yo estaba seguro. Quería ser sacerdote. Y en mi casa no sabían qué hacer. Les dividí el corazón. Hablaron con un cura que era primo del padre de mi primo. Él se encargó de buscarme una prueba de fuego. Cinco días en un retiro con los capuchinos. La Semana Santa destinada a la fe, a ver a Dios. A saber lo que era ser sacerdote y eso.
Un retiro espiritual para ser sacerdote es como un campamento de verano. Pero en Semana Santa. Y con curas por todas partes. Con capuchinos por todas partes. Teníamos al jefe de los capuchinos. Yo tenía afición por los capuchinos. Mi madre era devota de san Antonio y a casa llegaba todos los meses El Mensajero de San Antonio. En El Mensajero de San Antonio se hablaba de Esteban de Aretaga o así. Un capuchino muy santo al que querían hacer santo. Allí se contaban los milagros de Esteban de Aretaga. Y había una sección de refranes increíble. Había un refrán para cada cosa que te pudiera pasar en la vida, seguro. Y para otras vidas.
Lo primero que aprendí es que la torre de San Antonio es como una embajada. La torre está llena de fascistas muertos en España. De tumbas o de placas o yo qué sé. Es un sitio italiano y un sitio fascista. Desde la torre de San Antonio se veía Zaragoza como nunca la había visto.
El capuchino jefe se llamaba Ángel o algo así. Está bien llamarse Ángel si te vas a dedicar a Dios. Y luego había otros capuchinos menos jefes que eran los que nos explicaban lo de Dios y lo del sacerdocio.
Parecía increíble que todos esos niños quisiéramos ser sacerdotes. Estábamos mil. Dios no podía hacer tantas llamadas. Estaba hundiéndome. Y lo peor es que no hubieran puesto la ropa de deporte entre las cosas que teníamos que llevar al retiro. Tuve que jugar a fútbol con pantalones de campana. Unos pantalones de campana de mi hermano. Y con zapatones. Unas plataformas de mi hermano. Era como Pepepótamo jugando a fútbol. Los demás niños golpeados por la luz de Dios llevaban ropa de deporte. Hasta los capuchinos llevaban ropa de deporte. El primo del padre de mi primo era totalmente mongolo. Yo estaba ridículo. Y me sentía fatal. Pero todo era por Dios. Dios me daba fuerzas. Aún.
Lo que me apartó de Dios no fueron las plataformas y la pata de elefante. Fue El señor de los anillos.
Fuimos a ver El señor de los anillos. Y me quedé acobardado. Pensé que El señor de los anillos era Dios. Y todo se vino abajo. Me hundí definitivamente. Habría sido un capuchino modelo. No parábamos de jugar al fútbol. Eran listos los capuchinos. La metieron bien con lo de El señor de los anillos. No tengo ni idea de si Dios llamó a algunos de los miles de niños que queríamos seguirle. Esa noche fue terrible dormir. Pasé mucho miedo durmiendo con todos los futuros curas. Eso y El señor de los anillos. Dios tendría que tener más cuidado con los dibujos animados.
Mi hermano iba a Le Mans. Le Mans era como un scalextric pero a lo grande. Allí estaba mi hermano. Le gustaba ir rápido. Cogía bien las curvas. Allí metía velocidad. En las curvas es donde los coches se van. Él manejaba bien en las curvas. Le gustaba un coche azul. No le gustaba que yo estuviera por allí. Yo le molestaba. Dejaba de fumar. Bajaba su categoría de hombre, así era. A mí me gustaba ver cómo tomaba las curvas. Ganaba las carreras en las curvas. En los coches mi hermano era bueno. Casi el mejor. Tenía miedo en las rectas. No le metía mucha velocidad en las rectas. Pero en las curvas era el mejor. A mí me gustaba verle.
La antesala del ejército era un estercolero. A la academia Bolonia iba toda la basura de los alrededores. Y había muchos alrededores. Lo cierto es que estaban todos muy unidos. Yo era un apestado. Un gordo apestado. Si tenían cerebro solían dejárselo en casa. La academia Bolonia estaba dirigida por un ex guardia civil. Le llamaban Canon. Se parecía a Canon. Era gordo, bajo y con un bigote enano. Ahí acababan los parecidos. La inteligencia del Canon guardia civil era tan larga como su bigote. No habría descubierto ni las huellas de un elefante en la mantequilla.
Canon guardia civil entraba en las clases y decía: «Sé que vais a ser unos buenos soldados para España, se os ve en la cara que vais a ser buenos soldados para España, España necesita soldados como vosotros, vigorosos, capaces de darlo todo por España, y por Dios, qué buenos soldados, se os ve en la cara, muchachos, buenas tardes». También decía: «Hijos de puta, os queréis callar de una jodida vez». Canon guardia civil te daba en la cabeza y te decía: «Muchacho, muchacho, tienes cara de soldado, qué buen soldado, ¿aún no te ha entregado tu papá el dinero para el mes?, España necesita buenos soldados». Cuando la mierda estaba a punto de llegarme a las orejas me largué. No me echaron mucho de menos.
Canon guardia civil estaba muy contento esa tarde, demasiado. «España necesitaba de hombres como estos, muchachos —nos dijo interrumpiendo al profesor Joserra que nos explicaba matemáticas—. Os comunico que un grupo de españoles al mando del teniente coronel Tejero, miembro ejemplar del Cuerpo ha entrado en el Congreso de los Diputados para devolver a España a los patrones de la tradición». Eso dijo y se fue silbando. El profesor Joserra puso cara de terror y salió de clase dando un portazo. Al día siguiente el profesor Joserra se había despedido de la academia Bolonia.
Jugábamos también a baloncesto. Jugar a baloncesto con pantalones de pata de elefante es bastante difícil. Y un poco más si llevas plataformas. Eran unas plataformas granates y marrones. Mi padre se las había prohibido a mi hermano. Pero yo las había heredado. Era difícil pensar en Dios con unos pantalones de pata de elefante. Es una de las cosas más difíciles del mundo.
Veíamos diapositivas de misioneros capuchinos. Misioneros capuchinos en Asia, misioneros capuchinos en África, misioneros capuchinos en Oceanía y misioneros capuchinos en la India y en otras partes. Pones el dedo en cualquier parte del globo terráqueo y allí hay un capuchino. Incluido el mar. Eso hacía el capuchino jefe. Tenía una bola del mundo encima de la mesa, giraba con la mano el globo y ponía el dedo en cualquier sitio. Luego decía: «Carnapurta. Aquí hay una colonia de misioneros capuchinos curando la peste de los carnapurteses». Y así con todo el globo. Ya podías decir cualquier parte del mundo que allí había un misionero capuchino. Eso me impresionaba. Con lo cerca que estaba Dios de mí.
Nos levantamos muy pronto y mi padre iba orgulloso en el coche. Estaba contento. Verdaderamente contento. Pensaba que su hijo iba a ser un orondo sargento del ejército. Eran las siete de la mañana y llegamos a Calatayud a las ocho. Me metieron en una nave inmensa junto a doce mil aplicados muchachos que también querían ser sargentos orondos del ejército español. Había gente que estaba ciertamente contenta. Yo también. No tendría que verles la cara nunca más.
No podíamos salir del examen hasta la una. A las ocho y media yo no tenía nada más que escribir. Quería que mi ejercicio fuera el peor. Que no hubiera ninguna duda. Conté todas las cosas que se podían contar allí. Conté jerseys azules y jerseys rojos. Conté zurdos y diestros. Conté ventanas y zapatillas deportivas. Fueron cinco horas horriblemente largas. Pensaba en lo que mi padre estaba haciendo fuera. Mi padre me veía en un futuro estupendo instruyendo a reclutas al servicio de España. Así me veía. Durante cinco horas yo estaba gritando «ar» y «media vuelta» y «un dos un dos». O quizá ya era oficial. Yo estaba en un futuro estupendo al que nunca llegaría.
Mi padre me esperaba con una sonrisa. Le dije que me había salido de maravilla. Que sería un buen soldado. Ya había aprendido a mentir. No era tan difícil. Mi padre me invitó a una cocacola. Volvimos a Zaragoza. Mi padre iba contento. Yo iba muy contento. No tendría que volver a Calatayud en mi vida.
En el electro te llenaban la cabeza de sal. Y te ataban a una silla. Y te metían un flash en la cara. Y te hacían respirar a toda velocidad. Y despacio, muy despacio. Y el papel iba saliendo muy rápido de la máquina. «Estáte quieto, estáte quieto, estáte tranquilo», decía el médico. El médico era peruano. Y la cabeza llena de sal. Luego estabas toda la tarde rascándote como un perro la sal. Y te daban dos toneladas de papel llenas de líneas indescifrables. Estabas en el borde de la normalidad y cierto tipo de locura. Lo que había sido una locura. O lo que sería una locura. Todo estaba en silencio. La enfermedad tenía que ver con el silencio.