Ella vio las huellas antes que él. Mientras se movían sin hacer ruido a través de los árboles agradeció la necesidad del silencio. ¿Cómo podía explicar o pedirle que entendiera, cuando ella misma no lo podía entender? Su corazón estaba congelado, enfriado hasta morir por el orgullo y las obligaciones y el temor de hacer más daño a su pueblo.
Su padre la había concebido a base de mentiras y después le había dado la espalda a su obligación. Su madre había cumplido su deber y había sido amable, pero le habían roto el corazón en tantos pedazos que no había quedado ninguno para su hija.
¿Y qué tipo de niña era aquella que podía apenarse más por un perro muerto que por su propia madre muerta?
No podía darle nada a un hombre en el terreno emocional, y tampoco quería nada de uno. Sólo así podría sobrevivir y mantener vivo a su pueblo.
La vida, se recordó a sí misma, importaba más. Y lo que sentía por él seguramente no era más que una agitación en la sangre.
Pero ¿cómo podría haber conocido la sensación de ser abrazada por él y sentir su corazón tan fuerte y tan rápido contra el suyo? Pese a sus sabias palabras, ninguno de los libros que había leído acertaba a describir el estremecimiento de los labios que se encuentran.
Ahora que por fin lo había comprendido, aquella sensación sería simplemente otro recuerdo precioso que ocultar para las noches solitarias, como el de cabalgar sobre el lomo de un caballo.
Decidiría más tarde, pensó, si las noches eran más largas y más solitarias con el recuerdo de lo que lo habían sido sin él.
Pero no podía permitirse pensar como una mujer reblandecida por el contacto con un hombre: debía pensar como una reina con un pueblo al que dar sustento.
Percibió el olor del ciervo incluso antes de que lo hiciera el caballo y levantó una mano.
—Deberíamos irnos de aquí —dijo en un susurro.
En lugar de ponerla en cuestión, desmontó y la ayudó a bajar, agarrándola por la cintura. Ella tenía las manos apoyadas en sus hombros y el rostro inclinado hacia él. Cuando sacudió la cabeza le besó la frente.
—La bella Deirdre —dijo con suavidad—, qué tesoro.
El olor a hombre volvió borroso el del ciervo.
—No es el momento.
Dándose por satisfecho, provisionalmente, con la nota de urgencia de su voz, sacó el arco y la caja de las flechas, pero cuando ella alargó las manos para cogerlos, no pudo evitar levantar las cejas.
—El arco es demasiado pesado para vos.
Al ver que seguía mirándole con las manos extendidas se encogió de hombros y se lo dio.
Así que, pensó, sería indulgente. Aquella noche se las apañarían de nuevo con un repollo.
Se quedó parpadeando viendo cómo echaba a un lado su capa y pasaba con sus ropas de hombre como un rayo entre los árboles, como un fantasma, silencioso y veloz. Antes de que tuviera tiempo de atar su caballo, había desaparecido y no podía hacer otra cosa que seguir sus huellas.
Al verla se paró. Estaba de pie en la luz tenue, con la nieve casi a la altura de las caderas. Con el gesto sereno y diestro de guerrero, hizo una muesca en la flecha y tensó el pesado arco. El agudo sonido de la flecha volando produjo eco. Bajó el arco y la cabeza.
—Todos fallamos alguna vez —le dijo mientras se acercaba a ella.
Alzó la cabeza; su rostro mostraba una expresión fría y resuelta.
—No he fallado. No hallo placer en matar, lo hago porque mi gente necesita carne.
Le tendió el arco y las flechas para después abrirse paso a través de la nieve hasta el lugar en el que estaba tendido el ciervo.
Kylar vio que lo había derribado de un solo disparo, con una rapidez compasiva.
—Deirdre —gritó—, ¿no os preguntáis por qué estos animales tan escasos vienen aquí donde no hay comida para ellos?
Ella continuó andando.
—Mi madre hizo lo que pudo: dejar una llamada que podría atraerles hacia el bosque. Esperaba poder enseñarme a hacer lo mismo a mí, pero no es mi don.
—Tenéis más de uno. Esperad, traeré el caballo.
Una vez que el ciervo estaba atado sobre el caballo, Kylar juntó sus manos en forma de copa para ayudar a montar a Deirdre.
—Poned el pie derecho sobre mis manos y pasad la pierna izquierda por encima del sillín.
—Ahora no hay sitio para los dos. Montad, yo caminaré.
—No, caminaré yo.
—Está demasiado lejos para vos que aún no estáis recuperado del todo. Montad. —Trataba de adelantarlo, pero bloqueaba su camino. Tensó los hombros—. He dicho que montéis. Yo soy reina mientras que vos no sois más que príncipe, así que haréis lo que os pido.
—Soy un hombre, y vos no sois más que una mujer. —Le hizo enmudecer al cogerla y colocarla sobre la montura—. Haréis lo que se os ha dicho. —Por más que trabajara hombro con hombro con sus súbditos, ninguno de ellos había desobedecido nunca una orden ni tampoco ningún hombre le había puesto las manos encima.
—¡Cómo osáis…!
—No formo parte de vuestro pueblo. —Cogió las riendas y empezó a hacer andar al caballo a través del bosque—. Sea cual sea nuestro rango, pertenezco tanto a la realeza como vos, aunque eso sea irrelevante en este momento. Es difícil pensar en vos como en una reina cuando estáis vestida como un hombre y cuando os he visto manejar un arco que mi propio lacayo apenas puede usar. Es difícil pensar en vos como en una reina, Deirdre —añadió mirando su cara furiosa—, especialmente cuando os he tenido entre mis brazos.
Se detuvo, y dándose la vuelta, empezó a mover la mano con toda la intención sobre la pierna de Deirdre, hacia arriba. Cuando le dio una patada, cogió su bota y se rió.
—Así que hay mal genio ahí, después de todo. ¡Dios, prefiero yacer con una mujer con fuego por dentro!
Rápida como una serpiente la daga salió de su cinto y llegó a su mano y su punta mortal a la garganta de él.
—Retirad la mano.
No se amedrentó, pero se dio cuenta para su propio estupor que ésta no era simplemente una mujer que le podía gustar. Era una mujer a la que podía amar.
—Me pregunto si lo haríais. Creo que podríais mientras el mal humor reina en vos, pero después lo lamentaríais. —Llevó su mano hacia arriba despacio, agarró el mango del cuchillo cerca de la cintura—. Los dos lo lamentaríamos. Os digo que quiero yacer con vos. Os digo la verdad, ¿acaso queréis mentiras?
—Podéis yacer con Cordelia, si ella lo desea.
—No me gusta Cordelia, lo desee o no. —Le quitó el cuchillo de la mano y deslizó un beso en su palma—. Os quiero a vos, Deirdre, y quiero que lo deseéis. —Le devolvió la daga con el mango por delante—. ¿Podéis manejar una espada tan bien como la daga?
—Puedo.
—Sois una mujer portentosa, Deirdre la bella. —Empezó a caminar de nuevo—. Entiendo que hayáis desarrollado habilidad con el arco, pero ¿qué necesidad tenéis de espada o daga?
—Ignorar la preparación en defensa es descuidado y perezoso. El entrenamiento en sí mismo es bueno para el cuerpo y la mente. Si se espera de mi pueblo que aprenda a manejar una espada, yo también debo hacerlo.
—De acuerdo.
Cuando se paró por segunda vez, ella frunció los ojos, alerta.
—Voy a acortar las cinchas para que podáis cabalgar correctamente. ¿Qué les ocurrió a vuestros caballos?
—Se los llevaron los que se marcharon el primer año. —Se dijo a sí misma que debía relajarse y se divirtió frotando el cuello de Cathmor de nuevo—. Había también vacas y ovejas. Las que no murieron de frío se usaron para comer. Había casas de campo y granjas, pero la gente vino al castillo en busca de abrigo y comida, o vagó esperando encontrar la primavera. Ahora están debajo de la nieve y el hielo. ¿Por qué queréis yacer conmigo?
—Porque sois bella.
Frunció el ceño.
—¿Los hombres son tan simples realmente?
Se rió, sacudió la cabeza y los dedos de ella ardieron en deseos de enredarse en la mata de pelo de él, en lugar de en la del caballo.
—Bastante simples en algunos asuntos, pero no he terminado de contestar. Vuestra belleza sería suficiente para hacer que os quisiera por una noche. Probad esto ahora, con los talones abajo. Es estupendo.
Le dio un golpecito amistoso en el pie, y después caminó hasta la cabeza del caballo.
—Vuestra fuerza y valor se suman a vuestra belleza para atraerme. Además, vuestra mente es cortante y aguda, lo que supone un reto. Por no mencionar que una mujer que puede plantar patatas como una granjera y manejar una daga como una asesina es una criatura fascinante.
—Pensé que cuando un hombre quería divertirse con una mujer, la ablandaba con palabras bonitas, y poesía y largas miradas llenas de dolor y deseo.
Menuda mujer, pensó Kylar. No había visto a nadie como ella.
—¿Os gustaría eso?
Lo meditó, y estaba de nuevo relajada. Era más fácil discutir todo el asunto como si fuera una cuestión práctica.
—No lo sé.
—No les creeríais.
No pudo evitar sonreír.
—No, no les creería. ¿Habéis estado con muchas mujeres?
Carraspeó y apretó el paso.
—Eso, corazón mío, no es una pregunta que me resulte cómodo contestar.
—¿Por qué no?
—Porque es… es una cuestión delicada —decidió.
—¿Estaríais más cómodo diciéndome si habéis matado a muchos hombres?
—No mato por deporte, ni por placer —dijo, y su voz se volvió tan gélida como el aire—. Tomar la vida de un hombre no es un triunfo, mi señora. La guerra es un feo asunto.
—Era una pregunta que me hacía. No quería ofender.
—Les habría dejado ir. —Lo dijo tan bajo que ella tuvo que inclinarse hacia delante para oírlo con claridad.
—¿A quiénes?
—A los tres hombres que me atacaron después de que la batalla hubiese sido ganada, cuando regresaba a casa. Les hubiera dejado marcharse en paz. ¿Para qué más sangre?
Había visto esto ya en él, y sabía que era verdad. No había matado por odio ni por ninguna fiebre o excitación oscura. Había matado para vivir.
—No os hubieran dejado ir en paz.
—Estaban cansados, y uno estaba herido. Si hubiera tenido un acompañante como debía, habrían sobrevivido. Al final fueron su propio miedo y mi descuido lo que los mató y lo lamento.
Más por la pérdida de sus vidas, se dio cuenta ella, que por sus propias heridas. Comprendiendo esto, sintió que algo suspiraba dentro de ella.
—Kylar.
Era la primera vez que había dicho su nombre de pila, como lo haría con un amigo; después se inclinó para tocar su mejilla con las yemas de los dedos, como tocaría a un amante.
—Seréis un buen rey.
Le invitó a cenar con ella aquella noche, lo que suponía otra primera vez. Se puso el jubón limpio que le había traído Cordelia, uno de lino suave que olía ligeramente a lavanda y romero. Se preguntó qué pecho habría sido descubierto para que él lo pudiera usar, pero como le quedaba bien, no tuvo razón para quejarse.
Sin embargo, cuando siguió al sirviente hasta el comedor, deseó tener sus ropas de la corte.
Iba vestida de verde de nuevo, pero no llevaba paño casero. El traje de terciopelo caía sobre su cuerpo, descendiendo en la parte superior de sus pechos color crema y derramándose desde su cintura en pliegues suaves y profundos. El pelo largo iba suelto, pero se había puesto sobre él una corona cuyas joyas producían destellos. Otras joyas, dispuestas en cadenas resplandecientes, cubrían su cuello.
Permaneció de pie en medio del brillo de las velas, bella como una visión, regia en cada palmo.
Cuando le tendió una mano, se acercó a ella e hizo una reverencia antes de tocar con sus labios sus nudillos.
—Majestad.
—Alteza. La habitación —dijo ella con un gesto que esperó ocultara los nervios y el placer que sintió al ver la abierta aprobación en la cara de él— es sobradamente grande para dos. Espero que estéis cómodo.
—No os veo sino a vos.
Meneó la cabeza.
—Es curiosa esta forma de seducción —decidió— y entretenida. ¿Son éstas las bellas palabras y la poesía?
—Son la verdad.
—Caen con placer en el oído. Tener un fuego aquí es un capricho. —Empezó a decir mientras dejaba que la acompañara hasta la mesa—, pero esta noche tenemos vino, carne de venado y un invitado al que agasajar.
En la cabecera de la larga mesa había dos servicios, de plata y cristal y de un lino tan blanco como el de la nieve tras las ventanas. A su espalda crepitaba un fuego magnífico.
Los sirvientes empezaron a servir el vino y la sopa. Si hubiera sido capaz de dejar de mirar a Deirdre, podría haber visto el destello en sus ojos, el intercambio de guiños y de gestos.
Ella también se los perdió, concentrada en la experiencia de su primera comida formal con alguien de fuera de su mundo.
—La comida es sencilla. —Empezó a decir.
—Tan buena como una recompensa, y además, la compañía me alimenta.
Le estudió con aire pensativo.
—Creo que me gustan las palabras bonitas, pero no tengo la capacidad de mantener una conversación con ellas.
Él le cogió la mano.
—¿Por qué no practicamos?
Su risa estalló, pero sacudió la cabeza.
—Habladme de vuestro hogar y vuestra familia. Vuestra hermana —recordó—, ¿es encantadora?
—Lo es. Se llama Gwenyth y se casó hace dos años.
—¿Por amor?
—Sí. Él era un amigo y vecino, y se tenían cariño desde la infancia. La última vez que la vi estaba enorme a causa de su segundo bebé. —Una nube casi imperceptible pasó sobre su rostro—. Esperaba haber regresado a casa para el nacimiento.
—¿Y vuestro hermano?
—Riddock es joven y muy decidido. Cabalga como el demonio.
—Estáis orgulloso de él.
—Lo estoy. Os daría poesía. —Kylar levantó su copa—. Tiene una habilidad especial para ello y no hay nada que le guste más que seducir bellas doncellas en el jardín bajo la luz de la luna.
Preguntaba lo primero que se le ocurría para hacerle hablar. No estaba muy segura de su habilidad de conversación en este terreno, pero era un placer tan grande sencillamente sentarse y escucharle hablar con tanta facilidad de cosas que para ella eran un milagro, cosas como el verano y los jardines, nadar en una charca, montar a caballo en un pueblo donde la gente iba a un mercado donde hay carros de manzanas rojas brillantes —¿a qué sabrían?—, y cestas de flores cuyo perfume ella sólo podía soñar.
Ahora tenía una imagen de su hogar, de igual modo que tenía ilustraciones en los libros.
Tenía una imagen de él y aquello era más que cualquier cosa que ella hubiera encontrado nunca en un libro.
Deseosa de pagar cualquier precio después, se perdió en él, en la forma en que su voz subía y bajaba, en su risa. Pensó que podría quedarse así durante días, hablar así, sin propósito concreto, y sin preocupaciones mezquinas. Estar simplemente con él cerca de la tibieza del fuego, con vino dulce en su lengua y sus ojos mirando tan íntimamente los de ella.
No se opuso cuando él cogió su mano ni cuando sus dedos jugaron con los suyos. Si esto era coquetear, era una forma magnífica de pasar el tiempo.
Habló de tierras y culturas lejanas; de cuadros y obras de teatro.
—Habéis dado buen uso a vuestra biblioteca —comentó—. He conocido pocos estudiosos tan leídos.
—Puedo ver el mundo a través de los libros, y vidas a través de las narraciones. Una vez al año, a mediados del verano tenemos una fiesta de conmemoración, con música y juegos. Elijo una historia y todo el mundo toma parte como si fuera una obra. Sobrevivir no es suficiente, sino que tiene que haber vida y color.
Hubo tiempos en los que secretamente el deseo de color verdadero estaba a punto de arrancarle lágrimas.
—Enseñamos a leer y a sumar a todos los niños —prosiguió ella—. Cuando tienes una sola ventana al mundo, debes mirar a través de ella. Uno de mis hombres, bueno, en realidad aún un niño inventa historias maravillosas.
Se paró, sorprendida de oírse a sí misma divagar.
—Os he retenido ya lo suficiente.
—No. —La mano de él se cerró sobre la suya. Empezaba a darse cuenta de que nunca sería el tiempo suficiente—. Contadme más. Tocáis música, ¿no? El arpa. Os he oído tocar y era como un sueño.
—Teníais fiebre. Toco un poco; una destreza heredada de mi padre, supongo.
—Me gustaría oíros tocar otra vez. ¿Tocaréis para mí, Deirdre?
—Si queréis.
Pero en cuanto empezó a levantarse, uno de los hombres que habían ayudado a servir entró a toda prisa.
—Mi señora, mi señora, ¡el joven Phelan!
—¿Qué ha pasado?
—Estaba jugando con otros chicos en las escaleras y se ha caído. No podemos despertarle. Mi señora, tememos que esté muriendo.