Nunca había visto nada como el jardín, aunque por otra parte Kylar había visto muchas cosas inesperadas en el Castillo de la Rosa en poco tiempo. Como una reina vestida como un hombre —con pantalones y una túnica andrajosa—. El resultado era raro y extrañamente encantador. Su pelo estaba echado para atrás, pero no con algo tan femenino como una cinta sino que lo había anudado con una fina tira de cuero, como hacía él mismo al ocuparse de algún breve trabajo manual.
Su cara estaba enrojecida por el trabajo y tan bella como la flor por la que la tomó la primera vez. No pareció alegrarse de verle, sino que al contrario mientras la miraba, los ojos de ella se enfriaron.
Atención a la reina de hielo, pensó él. Un hombre se arriesgaría a que se congelaran partes importantes de su cuerpo si intentara descongelarla.
—Veo que se encuentra mejor, mi señor.
—Si me hubierais dedicado cinco minutos de vuestro tiempo, lo habríais visto antes.
—¿Nos perdonas, Orna? —Se arrodilló y empezó a plantar los brotes de patatas recolectados tiempo atrás. Era una distracción necesaria. Verle de nuevo la había revuelto, peligrosamente—. Señor, tendréis que disculpar que continúe con mi tarea.
—¿No hay sirvientes para hacer este tipo de cosas?
—Somos cincuenta y dos en el Castillo de la Rosa. Todos tenemos nuestro sitio y nuestras obligaciones.
Se agachó junto a ella, aunque el movimiento hizo que su costado supurara. Cogiendo su mano, le dio la vuelta y examinó la piel encallecida.
—Entonces, mi señora, diría que vos tenéis demasiadas obligaciones.
—No os corresponde cuestionarme.
—No me dais respuestas, así que tengo que seguir haciendo preguntas. Vos me curasteis. ¿Por qué me guardáis rencor?
—No lo sé. Pero lo que sí sé es que necesito ambas manos para esta tarea. —Cuando la soltó, continuó plantando—. No estoy acostumbrada a los extranjeros —empezó a decir. Seguramente era eso. No había visto nunca y mucho menos curado a un extranjero antes. ¿No explicaría eso el porqué, después de haber mirado en su mente, en su corazón, se sentía tan atraída hacia él?
Y temerosa de él.
—Quizá mis modales estén poco pulidos, de modo que le ruego que disculpe por cualquier desaire que haya podido hacerle.
—Están tan pulidos como las caras de un diamante —corrigió él— y podrían apuñalar a un hombre.
Sonrió brevemente.
—Algunos hombres, supongo, están acostumbrados a mujeres más suaves. Pensé que Cordelia podría ser apropiada a vuestras necesidades.
—Es lo bastante dócil y lo bastante bella, razón por la que tenéis a esta mujer capaz de intimidar.
Su sonrisa se volvía ligeramente más cálida.
—Por supuesto.
—Me pregunto por qué os prefiero a vos antes que a cualquiera de ellas.
—No sabría decirlo. —Se inclinó hacia la tierra y cuando él comenzó a secundar sus movimientos, jadeó—. ¡Cabezota! —le espetó. Se levantó, extendió las manos hacia abajo y para sorpresa de él, puso los brazos alrededor de él—. Agarraos a mí. Os ayudaré a regresar dentro.
Se limitó a enterrar la cara en el pelo de ella.
—Vuestro perfume me persigue.
—Basta.
—No puedo sacar vuestro rostro de mi cabeza, ni siquiera cuando duermo.
Su estómago se agitó, alarmándola.
—Nadie juega conmigo, señor.
—Estoy demasiado débil para jugar con vos. —Odiando la falta de estabilidad, se apoyó pesadamente en ella—. Pero sois bella y yo no estoy muerto. —Cuando recuperó el aliento, se soltó de ella—. Debería estarlo. He tenido tiempo para pensar sobre ello lo suficiente. —La miró fijamente a los ojos—. He visto suficientes batallas para saber cuándo una herida es mortal. La mía lo era. ¿Cómo engañé a la muerte, Deirdre? ¿Sois una bruja?
—Algunos lo dirían. —Preocupada por su palidez, se incorporó lo suficiente para poner un brazo alrededor de su cintura—. Necesitáis sentaros para no caeros. Volved dentro.
—A la cama no. Me volveré loco.
Había cuidado bastante a personas enfermas o heridas para saber que aquello era cierto.
—A una silla y tomaremos té.
—Dios me perdone. ¿Qué tal un licor?
Supuso que tenía derecho a ello. Lo condujo a través del zaguán y después por un pasillo en tinieblas lejos de la cocina. Bordeó el pasillo principal y bajó aún otro pasillo más. La habitación a la que le llevó era pequeña, fría y estaba llena de libros hasta el techo.
Le ayudó a sentarse en una silla frente a la chimenea fría y después se giró para abrir los postigos y dejar entrar la luz.
—Los días todavía son largos —dijo con locuacidad mientras caminaba hacia la chimenea, que tenía un marco de mármol verde pulido—. Es preciso terminar de plantar mientras el sol todavía pueda calentar las simientes.
Se agachó hacia el fuego y prendió los troncos.
—¿Hay hierba en vuestro mundo? ¿Campos enteros de hierba?
—Sí.
Cerró los ojos por un momento.
—¿Y árboles que florecen en primavera?
Sintió una punzada en las entrañas. Por su hogar y por ella.
—Sí.
—Debe ser como un milagro —tras decir esto se incorporó y su voz volvió a ser animada—. Tengo que lavarme y ocuparme de vuestro licor. Junto al fuego estaréis caliente. No tardaré.
—Señora mía, ¿habéis visto alguna vez un campo de hierba?
—Sólo en sueños y en libros. —Abrió la boca de nuevo, y estuvo a punto de preguntarle cómo olía, pero no estaba segura de que pudiera soportar saberlo—. No os haré esperar mucho, mi señor.
Cumplió su palabra. Diez minutos después había regresado, con el pelo suelto sobre los hombros de un vestido verde oscuro. El licor lo traía ella misma.
—Nuestras bodegas estaban bien provistas de vino hace tiempo. Mi abuelo, me han dicho, era hábil en esta tarea. Y en esta otra —añadió señalando los libros—. Disfrutaba con una buena copa de vino y un buen libro.
—¿Y vos?
—Frecuento el placer de los libros; el del vino raramente.
Cuando miró hacia la puerta vio la sonrisa de ella, abierta y cálida por primera vez. Sólo podía mirarla ya que su garganta se había quedado seca y su corazón temblaba.
—Gracias, Magda. Habría ido yo a por ello.
—Tenéis suficiente que hacer mi señora para andar trasladando bandejas. —La mujer le pareció anciana a Kylar. Su cara estaba tan mustia como una manzana de invierno y su cuerpo arqueado como si llevara piedras sobre la espalda. Pese a ello dejó la bandeja del té en el aparador e hizo una reverencia con cierta elegancia—. ¿Se lo sirvo, mi señora?
—Yo me ocuparé. ¿Cómo están tus manos?
—No me molestan demasiado.
Deirdre las tomó entre las suyas. Eran nudosas y tenían los nudillos deformados.
—¿Estás usando el ungüento que te di?
—Sí, señora, dos veces al día. Alivia bastante.
Dejando la mirada fija en los ojos de Magda, Deirdre frotó rítmicamente los nudosos nudillos.
—Tengo un té que puede ayudar. Te enseñaré a hacerlo y beberás una taza tres veces al día.
—Gracias, señora —dijo Magda haciendo una reverencia de nuevo, antes de dejar la habitación.
Kylar vio que Deirdre se frotaba las manos como para aliviar un dolor antes de coger la tetera.
—Contestaré a vuestras preguntas, Príncipe Kylar, y espero que contestéis alguna de las mías a cambio.
Le dio una bandejita de queso y galletas y después se instaló en una silla con su té.
—¿Cómo sobrevivís?
Directo al grano, pensó ella.
—Tenemos el jardín. Algunos pollos y cabras para huevos y leche y carne cuando es necesaria. Hay un bosque para leña y, si tenemos suerte, carne de caza. Los jóvenes están entrenados en las habilidades necesarias. Vivimos de forma sencilla —dijo, bebiendo su té— y bastante bien.
—¿Por qué permanecéis aquí?
—Porque éste es mi hogar. Vos arriesgasteis vuestra vida en una batalla para proteger el vuestro.
—¿Cómo sabéis que no la arriesgué para coger lo que pertenecía a otro?
Le miró por encima del borde de su taza. Cierto, era guapo. Su apariencia no había hecho sino ganar atractivo desde que había recuperado parte de su fuerza. Uno de los sirvientes le había afeitado y sin aquella pelusa parecía más joven, pero sólo un poco menos peligroso.
—¿Lo hicisteis?
—Sabéis que no. —Cerró un poco los ojos mientras la miraba—. Vos lo sabéis. ¿Cómo es eso, Deirdre de Hielo? —Alargó la mano y la cerró sobre el brazo de ella—. ¿Qué me hicisteis durante las fiebres?
—Os curé.
—¿Con brujería?
—Tengo un don para la curación —dijo con calma—. ¿Hice bien en usarlo con vos o debería haberos dejado morir? No hubo nada oscuro en ello, y no estáis obligado a pagármelo.
—¿Entonces por qué me siento unido a vos?
Al darse cuenta de que su mano ya no le agarraba el brazo, sino que lo acariciaba se le aceleró el pulso.
—No hice nada para ataros. No tenía ni el deseo ni la habilidad para hacerlo. —Se apartó de él cautelosamente—. Tenéis mi palabra. Sois libre de partir en cuanto estéis lo bastante bien para viajar.
—¿Cómo? —dijo con amargura—, ¿dónde?
La pena se revolvió en su interior e inundó sus ojos. Recordó la cara de la mujer en la mente de él, el amor que percibió entre ellos. Su madre, pensó. Todavía ahora estaría esperando a que regresara a casa.
—No será sencillo ni estará libre de riesgos, pero tenéis un caballo, os daré provisiones y uno de mis hombres irá con vos tan lejos como sea posible. No puedo hacer más.
Él decidió posponer el asunto. Llegado el momento encontraría su camino de vuelta a casa.
—Contadme cómo se originó esto, este lugar. He oído historias: traición y brujería y maldiciones que cayeron sobre una tierra que una vez fue fructífera y estuvo en paz.
—Eso me han dicho. —Se levantó para remover el fuego—. Cuando mi abuelo era rey, había granjas y campos. La tierra era verde y fértil, el lago era azul y estaba lleno de peces. ¿Habéis visto alguna vez agua azul?
—Sí, la he visto.
—¿Cómo puede ser azul? —preguntó mientras se daba la vuelta.
Había confusión en su rostro, e incluso algo más que confusión, pensó él. Un entusiasmo que no le había visto antes y que le hacía parecer muy joven.
—No he pensado sobre ello —reconoció—. Parece ser azul, o verde, o gris porque cambia según cambia el cielo.
—Mi cielo nunca cambia. —El entusiasmo desapareció mientras caminaba hacia la ventana—. Bien —dijo, enderezando los hombros—, mi abuelo tuvo dos hijas gemelas. Su mujer murió en el parto y se decía que él la lloró durante el resto de sus días. Los bebés se llamaban Ernia, que era mi tía, y Fiona, que era mi madre y él les dio una dote. La mayor parte de los padres dan una dote a sus hijas, ¿no es así, mi señor?
—La mayor parte —asintió.
—Así lo hizo. Al igual que su madre, eran bellas y al igual que su madre, tenían un don. Ernia podía llamar al sol, la lluvia o al viento. Fiona podía hablar con las bestias salvajes y los pájaros. Eran, me contaron, competitivas en la lucha por el favor de su padre, aunque éste las quería mucho a las dos. ¿Tenéis hermanos, mi señor?
—Un hermano y una hermana, los dos más pequeños.
Le miró brevemente. Tenía los ojos de su madre, pensó. Pero el pelo de ella era claro. Quizá su padre había tenido ese pelo tan negro como el carbón que parecía tan sedoso.
—¿Los queréis, a vuestro hermano y hermana?
—Mucho.
—Así debería ser, pero Ernia y Fiona no podían amarse. Quizá fuera porque tenían la misma cara y cada una quería la suya. Quién puede decirlo. Se hicieron mujeres y mi abuelo se hizo viejo y cayó enfermo. Quería que se casaran y se asentaran antes de que él muriera, así que comprometió a Ernia con un rey en una tierra más allá de la Colina de los Elfos y a mi madre la prometió con un rey cuyas tierras se extendían junto a las nuestras hacia el este. El Castillo de la Rosa iba a ser de mi madre y el Palacio de los Suspiros, en el extremo de la Colina de los Elfos, para mi tía. De esta forma dividió su riqueza y tierras equitativamente entre ellas, ya que era, me dijeron, un rey sabio y justo y un padre amoroso.
Se volvió a sentar para sorber el té, que se había quedado frío.
—En las semanas previas a los esponsales, llegó un viajero y fue bienvenido como todos lo eran en aquellos días. Era guapo e inteligente, de palabra fácil y un suave encanto y además, como era bardo se decía que cantaba como un ángel. Sin embargo, la cara no es el espejo del alma, ¿no creéis?
—Una cara agradable es sólo una cara. —Kylar levantó un hombro—. Son los actos los que hacen al hombre.
—O a la mujer —añadió ella—. Así lo he creído siempre, y así fue en esta ocasión. Este hombre guapo cortejó y sedujo a las dos gemelas en secreto y ambas cayeron ciegamente enamoradas de él. Vino a la cama de mi madre y a la de su hermana llevando una única rosa roja y promesas que nunca se cumplirían. ¿Por qué los hombres mienten y las mujeres aman?
La pregunta le pilló por sorpresa.
—Mi señora…, no todos los hombres son mentirosos.
—Quizás no —dijo, aunque distaba de estar convencida—. Pero él lo era. Una noche, las hermanas, con la misma idea, fueron hasta el jardín de rosas: cada una quería coger una rosa para su amante. Allí fue donde las mentiras se descubrieron. En lugar de consolarse mutuamente y enfadarse con el hombre que las había engañado a ambas, lucharon por él como lobas disputándose un animalillo insignificante. El enfado de Ernia convocó al viento y a la lluvia y Fiona hizo que las bestias acecharan fuera del bosque gruñendo y aullando.
—Los celos son un arma tan imperfecta como letal.
Deirdre giró la cabeza y la movió en señal de asentimiento.
—Bien dicho. Mi abuelo oyó el clamor y se levantó de su cama de convaleciente. Ninguno de los matrimonios podía tener lugar ahora, dado que sus dos hijas habían sido deshonradas. El bardo, que no había huido con la suficiente rapidez, fue encerrado en las mazmorras hasta que se decidiera su castigo. Hubo llantos y lamentos por parte de las hermanas, ante la perspectiva de que el castigo fuera el destierro, si no la muerte. Pero le perdonaron la vida cuando se supo que mi madre esperaba un bebé, un bebé del bardo, pues ella no había estado con ningún otro.
—Vos erais aquel bebé.
—Sí, de forma que al llegar al mundo le salvé la vida a mi padre. El dolor y la vergüenza acabaron con la de mi abuelo, quien antes de morir ordenó a Ernia que se fuera al Palacio de los Suspiros. A causa de la niña, decretó que mi madre se casara con el bardo. Esto fue lo que volvió loca a Ernia, así que el día en que tuvo lugar la boda, el día en que su propio padre murió de desesperación, lanzó su maldición. Primero, que reinaría el invierno, interminables años de invierno; que además surgiría un mar de hielo para aislar el Castillo de la Rosa del mundo y finalmente que los brotes donde se recogieron las flores del engaño nunca germinarían. De este modo, el bebé que su hermana llevaba en el vientre nunca sentiría el calor del verano en su cara o caminaría por un prado ni vería un árbol con frutas. Un hombre infiel y tres corazones egoístas destruyeron un mundo. Y así surgió la Isla de Invierno del Mar de Hielo.
—Mi señora. —Puso una mano sobre las suyas. Toda su vida, pensó él, había transcurrido sin el simple confort de la luz del sol—. Una maldición se puede romper y vos tenéis poderes.
—Mi don es para la curación. No puedo curar la tierra.
Al sentir la tentación de enlazar los dedos con los suyos y sentirse unida a él se apartó.
—Mi padre dejó a mi madre antes de que yo naciera. Se escapó. Más tarde, mientras ella veía a su gente morir de hambre, mi madre mandó mensajeros al Palacio de los Suspiros para pedir ayuda, para implorarle. Pero nunca volvieron. Quizá murieran o se perdieran, o simplemente cabalgaran hacia la tibieza y el sol. Nadie que se haya ido de aquí ha vuelto jamás. ¿Por qué iban a volver?
—Ernia, la Reina Bruja, está muerta.
—¿Muerta? —Deirdre miró el fuego—, ¿estáis seguro de ello?
—Era temida y odiada, así que hubo una gran celebración cuando murió. Fue en el Solsticio de Invierno y lo recuerdo bien. Murió hace casi diez años.
Deirdre cerró los ojos.
—Igual que su hermana. Así que murieron juntas. Qué raro y al mismo tiempo qué apropiado. —Se levantó de nuevo para caminar hacia la ventana—. Diez años muerta y su maldición se mantiene tan firme como un puño: cuánta amargura debía haber en su corazón.
Y la débil y secreta esperanza que había estado manteniendo en su corazón de que con la muerte de su tía la maldición terminaría se esfumó. Sin embargo, pronto recuperó su compostura.
—Hay que aprender a estar contento respecto a lo que no se puede cambiar. —Miró hacia el infinito mundo blanco—. Esto tiene su belleza.
—Sí —Kylar miraba a Deirdre—, definitivamente, esto tiene su belleza.