Capítulo 3

Él la había conocido toda su vida, en su mente, en su corazón. Llegó a él por primera vez siendo niña, riendo mientras chapoteaba en el río plateado de un bosque profundo.

En aquellos días jugaban juntos, como hacen los niños. Y cuando él conoció el hambre, y el dolor, el frío y una soledad más aguda que el filo de una espada, ella lo consolaba.

Lo llamaba su lobo. Para él, ella era la luz.

Cuando ya no fueron más niños, caminaban juntos. Él conocía el timbre de su voz, el perfume de su cabellera, el gusto de sus labios.

Ella era su amada, y aunque sólo la consideraba una fantasía, se aferraba a ella para conservar la salud. Era la única luz en un mundo de tinieblas, la única alegría en un mundo de desesperación.

Junto con ella observó al dragón que surcaba el cielo rugiendo, con la corona de las profecías en sus garras. A través de la luz mágica que siguió a la imagen, vio sangre que manchaba el suelo a los pies de ella, y sintió la suave empuñadura de una espada en su mano.

Pero no se atrevía a esperanzarse con la idea de ser al fin liberado, para poder empuñar la espada y servirla.

No se atrevía a esperanzarse con la idea de que ella fuera real, y de que un día le pertenecería.

—¿Me darías los regalos de mi madre? —le pidió Aurora a Nara.

—Los he guardado para ti. Rohan hizo esta caja, para conservarlos.

Nara, una vieja mujer con el rostro marcado por muchas estaciones, le extendió una caja de madera pulida de manzano, inscripta con el símbolo de la estrella y la luna. Era el sello real de Twylia antes de que Lorcan declarara ese tipo de símbolos como ilegales.

—Es hermosa. Tú honras a mi madre, Rohan.

—Ella era una gran dama.

Abrió la caja y vio la clara esfera, la clara estrella que yacía sobre el terciopelo oscuro. Como la luna y la estrella que había visto en el cielo nocturno.

—Es producto de amor y dolor, de alegría y lágrimas. ¿Puede haber una magia más poderosa?

Al levantar la esfera, la luz estalló en su mano. A través del vidrio vio al mundo entero. Verdes praderas centelleando bajo el sol de verano, anchos ríos rebosantes de peces, espesos bosques donde se alimentaban los animales. Ciudades con torres de plata.

Los hombres trabajaban las praderas, cazaban en los bosques, pescaban en los ríos, llevaban sus utensilios a la ciudad.

Las montañas se alzaban como puntas de lanza, blancas en la cumbre donde la nieve jamás se derrite. Más allá se extendía el Mar de las Maravillas. Otras tierras surgían en toda su extensión. Otros campos, otras ciudades.

Entonces ellos no eran el mundo, pensó. Pero todo esto era suyo y debía protegerlo y gobernarlo.

Tomó la estrella con la otra mano y sintió que su calor, la llama de su poder, pasaba a su interior.

—Y la estrella arderá con la sangre del dragón. Ven como cordero, aparéate con el lobo. Debajo de la verdad hay mentiras, bajo las mentiras, verdad. Y el valor mantiene su luz bajo la guisa del cobarde. Cuando llegue la hora encantada, cuando la sangre del Verdadero riegue la luna, la serpiente será vencida, desgarrada por los colmillos del lobo.

Aurora se meció, depositando los cristales en sus manos.

—¿Quién habló?

—Tú. —La voz de Gwayne, que tenía la vista fija en ella, era débil. La cabellera de Aurora estaba desordenada por el viento, y su rostro se había mostrado lleno de luz, sus ojos llenos de poder. Un poder que podía amedrentar incluso a un soldado con ribetes de temor y superstición.

—Soy la que era. Y más. Es tiempo de comenzar. De hablar contigo y de hablar con todos.

—He tenido visiones —dijo Aurora cuando todos se hubieron reunido a su alrededor—. Despierta y dormida. Algunas se me revelaron y otras me fueron relatadas, y algunas las conozco porque están en mi sangre. Debo ir a la Ciudad de las Estrellas y tomar mi lugar en el trono.

—¿Cuándo avanzaremos? —prorrumpió Rhys, al que su padre dio un leve coscorrón.

—Avanzaremos, y lucharemos, y algunos de los nuestros caerán. Pero el mundo no será liberado sólo por el filo de una espada. No es sólo el poder quien ganará lo que nos ha sido arrebatado.

—Magia —asintió Rohan—. Y lógica.

—Magia, lógica —acordó Aurora—. Estrategia y acero. Y tretas —añadió con una sonrisa maliciosa—, tretas de mujer. Cyra, ¿cuál era el tema de conversación más insistente en la última aldea donde nos detuvimos por provisiones?

Cyra, una adolescente en plena floración, todavía luchaba para no mirar a Aurora con sobrecogimiento.

—Del príncipe Owen, hijo de Lorcan. Busca a su prometida entre las damas de categoría de toda Twylia. Se han impartido órdenes para que cada caballero o señor que todavía conserve propiedades envíe a sus hijas casaderas a la ciudad.

—De modo que Owen puede elegir y servirse —dijo Aurora con disgusto—. Habrá festejos y una gran celebración, ¿verdad?, mientras las damas son obligadas a desfilar delante del hijo de la serpiente como yeguas en subasta.

—Así dicen, mi… señora.

—Mi hermana —corrigió Aurora, haciendo sonreír a Cyra—. Iré como cordero. ¿Puedes prepararme como a una dama, Rhiann?

—Cabalgar desarmada dentro de la ciudad…

—No estaré desarmada. —Aurora observó los cristales, y la espada que había colocado junto a ellos—. Ni sola. Tendré una escolta, como corresponde a una dama de alcurnia, y sirvientes. —Tiró del ruedo de su túnica de caza—. Y un vestuario. Y así… ataviada, obtendré acceso al castillo. Necesito hombres.

La excitación se alzó en su interior. Aquello que se había extendido dentro de ella había encontrado su forma. Saltó sobre la mesa, levantando la voz.

—Necesito hombres que salgan a caballo, para descubrir los intereses de los rebeldes, de los soldados cuyas espadas se embotan y oxidan, de sus hijos e hijas, que seguirán al Verdadero. Encontrad granjeros dispuestos a dejar a un lado sus arados, y artesanos deseosos de forjar armas para ellos. Deben ser entrenados, deben ser forjados, tal como se forjan las armas, hasta constituir un ejército. En secreto, con urgencia.

Miró el bosque, el verde profundo del verano.

—Os juro que antes de que la primera helada muerda el aire tomaremos la ciudad, tomaremos el mundo, y yo tendré la cabeza de la serpiente en mi mano.

Luego bajó la vista hacia Gwayne.

—¿Entrenarás a mi ejército?

Su corazón de soldado se estremeció.

—Lo haré, mi señora.

—Cuando llegue el momento de atacar, te enviaré una señal. Tú lo sabrás. Rohan, necesitaré tus mapas, y tu lógica.

—Los tendrás.

—Rhiann. —Aurora extendió sus brazos—. Necesito un vestido.

Fue preparada e instruida, vestida y educada. Aun cuando Rhiann y aquellas que Aurora consideraba que podían hacer una costura aceptable trabajaban con sedas y terciopelos, ella practicaba con la espada y el arco.

Crujía los dientes cada vez que las lociones eran restregadas en su piel, o Cyra intentaba arreglar su peinado. Y planeaba su estrategia sobre cuencos de hidromiel, leía partes de Gwayne y los contestaba.

Fue hacia fines del verano cuando partió, vestida con una capa de viaje azul oscuro, con Cyra y Rhiann como sus doncellas y Rohan, el joven Rhys y otros tres hombres como su escolta.

Aurora se prometió a sí misma que jugaría el papel que le estaba destinado. Los dioses sabían que se veía como una dama consentida. Encantaría y cautivaría, y en caso de ser necesario seduciría. Y tomaría el castillo desde dentro, mientras el ejército que Gwayne estaba entrenando llegaría hasta las murallas de la ciudad.

Fue un largo trayecto, pero se sintió agradecida por su duración. Le servía para afinar su visión, reunir valor, fortalecer su propósito.

Notó que los campos todavía estaban verdes a pesar de quien gobernaba. Pero había observado el temor, la desconfianza, y la ira en los ojos de los hombres que se cruzaban por el camino. Había visto a los cuervos picotear los huesos de aquellos lo bastante desafortunados como para ser acometidos por ladrones, o por los perros de Lorcan.

Los niños, con los rostros tensos por el hambre, mendigaban comida o una moneda. Vio lo que quedaba de hogares quemados hasta los cimientos, y los ojos desesperados de mujeres sin un hombre que las protegiera.

¿Acaso antes no había mirado con suficiente atención?, se preguntaba Aurora. ¿Estaba tan satisfecha corriendo por el bosque, cantando en las colinas, que no había notado la total desesperación de su pueblo ni los despojos de su tierra?

Daría su vida para enderezar de nuevo las cosas.

—Me parece tan extraño ver al abuelo tan ricamente ataviado —dijo Cyra.

—No debes llamarlo abuelo.

—No, lo recordaré. ¿Tienes miedo, Aurora?

—Lo tengo. Pero es un miedo bueno. De la clase que me avisa si algo está por suceder.

—Estás preciosa.

Aurora sonrió, luchando por no arrastrar el vestido que la limitaba.

—No es más que otra arma, y un arma que según creo no me preocupa esgrimir. Una pizca de brujería y… él me mirará, ¿o no? Ese hijo de un demonio… ¿Me mirará y me deseará?

—Cualquier hombre lo haría.

Satisfecha, Aurora asintió. Mientras él la mirara y la deseara buscaría a otro. Buscaría a su lobo.

Él estaba allí. Aguardando. Lo sentía en su sangre, y con cada legua que avanzaban, su sangre se encendía.

Encontraría a su amor, finalmente, en la Ciudad de las Estrellas.

Y su destino.

—¡Oh, mira! —Cyra se levantó en su montura—. La ciudad. Mira cómo brillan las torres.

Aurora vio, a la distancia, la plata y los dorados que se extendían hacia el cielo. Las enormes torres del castillo resplandecían, y en la más alta flameaba la bandera negra con su roja serpiente enroscada.

Juró que la quemaría. La reduciría a cenizas e izaría la divisa de su familia en su lugar. El dragón dorado sobre el campo blanco volvería a flamear.

—Hay veinte hombres sobre las murallas del castillo —dijo Rohan por lo bajo mientras acercaba con suavidad su montura.

—Sí, los veo. Y hay más en las entradas de la ciudad. Además, él debe tener una guardia personal en las poternas del castillo. Algunos se escabullirán apenas Lorcan muera, otros seguramente se unirán a nuestra causa. Pero otros lucharán. Necesitamos conocer el castillo, cada pulgada. Los bocetos de Gwayne son un punto de partida, pero es probable que Lorcan haya remodelado parte del castillo en todos estos años.

—Gracias al sudor y la sangre del pueblo —acordó Rohan—. Habrá construido habitaciones suntuosas y paredes más gruesas. —Tuvo que recordarse no escupir—. Por muy buena que sea esa cobertura de oro, convirtió a la Ciudad de las Estrellas en el pozo de una serpiente.

—Y yo lo enterraré en él.

Una expresión aburrida se fijó en su rostro, sin que dejara de observarlo todo a medida que atravesaban las puertas de la ciudad.

En los establos, Thane cepillaba la yegua ruana. Trabajaba solo, y el trabajo era interminable. Pero estaba acostumbrado a ello, a los músculos doloridos y los huesos cansados al final del día.

Y llegó a enorgullecerse de su soledad.

Amaba a los caballos. Ése era su secreto. Si Owen y Lorcan supieran cuánto disfrutaba de ellos, lo echarían de los establos y de la tenue quietud que al fin y al cabo le traía cierta medida de paz. Le encontrarían algún otro trabajo penoso, pensó. Les complacía hacer eso. Y él por su parte estaba acostumbrado.

Desde muy jovencito había aprendido a guardarse sus palabras y opiniones para sí mismo, a hacer su trabajo, a no esperar nada, salvo el tacón de una bota en el trasero. En tanto mantuviera a raya su temperamento, su furia, su odio, conservaba el regalo de la soledad.

Y aquellos que amaba se encontraban seguros.

La yegua soplaba apaciblemente mientras él deslizaba la mano por su cuello sedoso. Por un momento, Thane apoyó su mejilla contra ella, con los ojos cerrados. Estaba exhausto. Los sueños lo perseguían, noche tras noche, de modo que despertaba acalorado y rígido y anhelante. Voces y visiones se atropellaban en su cabeza sin darle respuestas ni alivio.

Incluso su luz, su amor, le traía una extraña inquietud.

No podía guerrear, no podía encontrar paz, de manera que no parecía haber nada para él fuera de las horas de trabajo.

Se apartó de la yegua, pasando una mano por su revuelto pelo negro. Hubiera seguido con la próxima montura, pero algo se agitaba en su estómago, una suerte de hambre que no tenía nada que ver con necesidad de comida.

Sintió su corazón golpear sordamente en su pecho mientras atravesaba el patio en dirección a la entrada del establo, donde la luz caía como una cortina de oro.

Alzó su mano para proteger los ojos del resplandor y la vio, el objeto de su visión, montada en un corcel blanco. La sangre bramó dentro de su cabeza, dejándolo mareado mientras miraba fijo.

Ella sonreía, con las pestañas bajas. Y él supo, supo que los ojos que se ocultaban eran grises como el humo. Oyó su voz tenue, oyó su risa —cuánto conocía esa voz, esa risa— cuando ella le ofreció a Owen su mano.

—Los siervos se ocuparán de vuestros caballos, mi señora…

—Soy Aurora, hija de Ute, de las tierras del oeste. Mi padre envía sus disculpas por no acompañarme para honraros, príncipe Owen. Él no está bien.

—Está disculpado por enviar semejante joya.

Ella hizo lo mejor que pudo para ruborizarse, y aleteó las pestañas. Owen era atractivo, con el aspecto de un joven dios dorado. A menos que se lo mirara a los ojos, como ella hacía. Allí residía la serpiente. Era claramente el hijo de su padre.

—Vos me halagáis, señor, y os doy las gracias. Debo rogar indulgencia. Mis caballos me resultan preciosos, me temo que me agito por ellos como una gallina con sus polluelos. Me gustaría ver los establos, si sois tan amable, y hablar con los mozos de cuadra acerca de su cuidado.

—Desde luego. —Él le puso su mano alrededor de la cintura. Ella no se puso rígida como hubiera sido su impulso, sino que le sonrió coqueta cuando él la ayudó a apearse.

—La ciudad es magnífica. —Cepilló su peinado con la mano como si le preocupara ponerlo en orden—. Una muchacha del campo como yo se sorprende ante tantos… —Volvió la mirada hacia él esta vez, deliberadamente provocativa—… atractivos.

—Empalidecen ante vos, Lady Aurora. —Entonces él se volvió, y ella vio su atractivo rostro endurecerse con mal genio y aquellos ojos oscuros centellear con odio.

Ella le siguió la mirada y sintió que su mundo tambaleaba.

Había encontrado a su lobo. Iba vestido con harapos, manchados por el sudor del trabajo. Su pelo oscuro se curvaba en todas direcciones en torno a un rostro manchado con la suciedad del establo. Y en su mano no llevaba una espada sino una almohaza.

Los ojos de ambos se encontraron, y en ese solo instante ella sintió el choque del reconocimiento, y de la incredulidad.

Él dio un paso hacia ella, como un hombre en trance.

En tres zancadas Owen irrumpió frente a Thane y utilizó el dorso de la mano para darle una violenta bofetada que le hizo sangrar. Por un instante, sólo un instante, la furia llameó en los ojos de Thane. Luego los bajó, mientras Owen volvía a golpear.

—De rodillas, perro inútil. Te atreves a posar tus ojos en una dama. Serás azotado por este insulto.

Con la cabeza gacha, Thane se puso de rodillas.

—Mis disculpas, mi señor príncipe.

—Si tienes tiempo para pararte a mirar a tus superiores, no debes tener suficiente que hacer. —Owen sacó su fusta y la levantó.

Para desilusión de Aurora, el lobo de sus visiones permanecía humillado como un perro intimidado.

—Príncipe Owen. —Sus rodillas temblaron, y su corazón palpitaba. Cada instinto debía ser negado. No podía ir hacia él, ni hablarle. En cambio debía jugar a la dama consentida. Aunque alimentaba su orgullo, Aurora apoyó el dorso de su mano sobre su frente y pretendió desvanecerse—. No puedo tolerar la violencia —dijo débilmente cuando él se abalanzó para sostenerla—. Me siento… indispuesta.

—Señora, lamento que hayáis tenido que ser testigo de semejante… situación. —Bajó la vista hacia Thane con desdén—. Este palafrenero tiene algo de talento con los caballos, pero demasiado a menudo olvida su posición.

—Por favor, no lo castiguéis por mi culpa. No podría tolerar la sola idea. —Agitó una mano y, tras un momento de confusión, Cyra se adelantó apresuradamente con una botella de sales que colocó bajo la nariz de Aurora.

—Suficiente, suficiente. —Aurora la apartó con suavidad pues las sales le ponían los ojos llorosos—. ¿Podríais ayudarnos, mi señor, a protegernos del sol?

—Perdón, Lady Aurora. Dejadme llevaros dentro y ofreceros un refresco.

—Oh, sí. —Ella se inclinó contra él—. Viajar es tan cansado, ¿verdad?

Ella dejó que él la guiara fuera de los establos. Su corazón estaba fortalecido por haber encontrado finalmente a su lobo, que no tenía colmillos ni garras.

Fingiendo frivolidad se dejó conducir a través de un patio hasta la torre. Y registró cada detalle. El número de guardias y sus armas, la riqueza de los tapices y las baldosas, la ubicación de ventanas y puertas y escaleras.

Notó las caras rígidas y la mirada baja de los sirvientes, y el comportamiento de las otras mujeres, otras damas llevadas como yeguas de cría para su exhibición.

Algunas, le pareció, estarían encantadas de ser consideradas valiosas a los ojos del príncipe Owen. En otras veía el terror acechando en los ojos.

Las mujeres eran objetos bajo el reinado de Lorcan. Propiedades pertenecientes al padre, marido, hermano, o cualquier hombre que pudiera pagarlas. Cualquier sospechosa de practicar brujería era quemada.

En el mundo de Lorcan, le había contado Rohan, las mujeres eran criaturas inferiores. Tanto mejor, pensó ella. Difícilmente sospechará que el Verdadero es una mujer, y que esperará el momento oportuno bajo su techo hasta que pueda cortar su garganta.

Pestañeó y se ruborizó y rogó a Owen que la condujeran a sus aposentos para descansar de las fatigas del viaje.

Una vez a salvo allí, convirtió sus manos en puños.

—Imbécil. Matón. Bastardo. —Tomó una gran bocanada de aire y luchó por controlarse—. Tener que llamarlo príncipe hace que me duela la lengua.

—Fue cruel con ese muchacho —murmuró Rhiann.

—No era un muchacho sino un hombre. Un hombre sin agallas.

Con un siseo de furia se dejó caer en una silla. El hombre de sus sueños no se arrastraría en el fango. Ella no amaría a un hombre que pidiera perdón a un asno.

De modo que debía olvidarlo. Tenía que olvidarlo y olvidar su corazón de mujer, y hacer lo que venía a continuación.

—Ya estamos dentro —dijo a Rhiann—. Escribiré un mensaje para Gwayne. Ocúpate de que sea enviado hoy mismo.