La nieve caía en blancas corrientes heladas. Calaba los huesos, pero ella no la maldijo. Cegaría a quien la persiguiera, y cubriría las huellas. El amargo frío blanco era una bendición.
Su corazón estaba destrozado, y su cuerpo cercano al colapso. Pero no podía darse por vencida y no lo haría. Oyó la voz de Rhys, a modo de susurro en su interior, animándola a ser fuerte.
No lloró por su muerte. Las lágrimas, lágrimas de una mujer por el hombre que ama, se habían congelado dentro de ella. Tampoco lloró por el dolor, aunque el dolor era enorme. Era más que una mujer. Incluso más que una bruja.
Ella era una reina.
Su montura bregaba contra la nieve, con paso seguro y leal. Tan leal, lo sabía, como el hombre que cabalgaba en silencio a su lado. Necesitaría la lealtad del fiel Gwayne, pues sabía lo que se aproximaba, lo que no podía detener. Aunque no había contemplado la muerte de su amado Rhys, supo el instante en que la espada del usurpador lo derribó. De modo que dentro de su frío y agitado corazón estaba preparada para lo que vendría.
Se mordió los labios para ahogar un grito de dolor; su respiración era agitada pero pronto logró controlarla y pudo decirle lo que necesitaba decir al silencioso Gwayne.
—Tú no podrías haberlo salvado. Y yo tampoco. —Las lágrimas le punzaron los ojos pero fueron violentamente reprimidas—. Y yo tampoco… —repitió—. Tú le serviste, y me serviste, al obedecer la última orden que te dio. Lamento… siento haber dificultado que la llevaras a cabo.
—Soy el caballero de la reina, mi señora.
Ella sonrió apenas.
—Y seguirás siéndolo. Tu rey pensó en mí. Aún en el fragor de la batalla, él pensó en mí, y en nuestro mundo. Y en nuestra hija. —Apoyó una mano sobre su pesado vientre, sobre la vida que allí latía—. Pasará el tiempo y cantarán canciones sobre él… —El dolor le arrancó un alarido y la obligó a aflojar las riendas.
—¡Mi señora! —Gwayne tomó las riendas para equilibrar la marcha—. No puede cabalgar.
—Puedo. Lo haré. —Ella dio vuelta la cabeza, y sus ojos eran de un verde orgulloso e iracundo en un rostro pálido como la nieve—. Lorcan no encontrará a mi hijo. No es el momento. Todavía no es el momento. Tiene que haber una luz. —Exhausta, se dejó caer sobre el cuello de su caballo—. Debes estar atento a la luz, y guiarnos hacia ella.
Una luz, pensó Gwayne, mientras recorrían penosamente el bosque. La noche estaba cayendo, y se encontraban a millas de la Ciudad de las Estrellas, a millas de cualquier aldea o pueblo que conociese. Nadie vivía en aquellos bosques salvo hadas y elfos, y de qué servirían para un soldado y una mujer —reina o no— embarazada.
Pero hacia allí, hacia el Bosque Perdido, era adonde ella le había ordenado llevarla. La reina se había resistido, era muy cierto, cuando él obedeció la orden del rey y la arrastró fuera del castillo. No tuvo más opción que colocarla encima del caballo y partir en estampida.
Huyeron de la batalla, del hedor del humo y de la sangre, de los gritos de los moribundos. Orden real o no, se sintió como un cobarde por estar vivo mientras su rey, su gente y sus amigos estaban muertos.
Aun así, protegería a la reina con su espada, con su escudo, con su vida. Cuando ella estuviera a salvo regresaría. Mataría al asesino Lorcan, o moriría en el intento.
Había un murmullo en el viento, pero no era humano, de modo que no le prestó atención. La magia no le preocupaba. Sí le preocupaban los hombres. Quizás hubiera brujería en la emboscada hecha por Lorcan, pero eran hombres los que la habían llevado a cabo. Habían sido tanto las mentiras como los conjuros los que habían abierto las puertas para él, permitiéndole entrar al castillo bajo la bandera de la diplomacia.
Y mientras tanto sus hombres —tan violentos como él, y otros que había reunido de los rincones más alejados del mundo y pagado para luchar en su nombre— se preparaban para la masacre.
No era una guerra, pensó Gwayne sombríamente. No era una guerra cuando los hombres cortaban las gargantas de las mujeres, apuñalaban hombres desarmados por la espalda, mataban e incendiaban por el placer de hacerlo.
Echó un vistazo a la reina. Sus ojos miraban fijo hacia adelante, pero parecían ciegos a la presencia de Gwayne. Como si estuviera en una suerte de trance, pensó. Se preguntó por qué ella no habría visto el engaño, el baño de sangre que se avecinaba. Y es que, aunque él había llegado a caballero de la reina más bien a pesar de sus poderes que a causa de ellos, supuso que ella, al descender de un hechicero, tendría algo de clarividencia.
Tal vez tenía algo que ver con su condición. Por otro lado él tampoco sabía nada acerca de mujeres embarazadas. No estaba casado, y no pretendía hacerlo. Era un soldado, y según su parecer un soldado no tenía ninguna necesidad de formar pareja.
¿Qué haría cuando llegara el bebé? Rogó a todo dios que caminaba o volaba que la reina supiera qué hacer, pues asumía que una mujer debía conocer de estos asuntos.
El heredero de Twylia nacería en un banco de nieve del Bosque Perdido durante una tormenta invernal. No estaba bien. No parecía correcto.
Y eso lo aterraba más que la espada del enemigo.
Pronto deberían detenerse, pues sus monturas estaban prácticamente exhaustas. Haría lo que pudiese para armar un refugio para ella. Encendería un fuego. Luego, si los dioses lo querían, las cosas… progresarían tal como la naturaleza lo dispusiese.
Cuando hubiera terminado, y ellos descansado, los llevaría de alguna manera hasta el Valle de los Secretos, al campamento de las mujeres —algunas de ellas hechiceras— que vivían allí.
La reina y la criatura estarían a salvo, y él regresaría; regresaría y atravesaría con su espada el cuello de Lorcan.
Oyó un sonido; era como música a través del viento incesante. Y mirando al oeste vio un resplandor de luz a través de la oscuridad tormentosa.
—¡Mi señora! Una luz.
—Sí, sí. Apresúrate. No hay tiempo que perder.
Empujó los caballos fuera del sendero, de modo que se vieron forzados a vadear el mar de nieve, bajo copas de árboles cubiertas de nieve, en dirección a ese pequeño parpadeo de luz. El viento le trajo el olor del humo, y sus dedos se deslizaron por la empuñadura de su espada.
Unos fantasmas brotaron de la oscuridad, con arcos preparados.
Contó seis, y su instinto de soldado le advirtió que había más de ellos.
—No tenemos oro —gritó—. No tenemos nada que podáis robar.
—Es una desgracia. —Uno de los fantasmas se aproximó, y vio que era un hombre. Sólo un hombre, pero un Viajero—. ¿Por qué viajáis por aquí, y con semejante noche?
Los Viajeros, Gwayne lo sabía, podían robar por mera diversión. Pero nunca atacarían sin que se los provocara, y su reputación hospitalaria era tan famosa como su amor por el camino.
—Nuestras desgracias son asunto nuestro, y no queremos problemas, sino el calor de vuestro fuego. Llevo conmigo a una dama. Está a punto de dar a luz. Necesita mujeres que la ayuden con el parto.
—Arroja tu espada.
—No lo haré, así como tampoco la levantaré contra ti a menos que intentes dañar a mi señora. Incluso un Viajero debe honrar y respetar a una dama a punto de dar a luz.
El hombre hizo una mueca, y bajo su capucha el rostro era oscuro y duro como una cáscara de nuez.
—Incluso un soldado debe honrar y respetar a un hombre cuyo arco apunta contra su corazón.
—Suficiente. —Gwynn echó atrás su capucha y reunió fuerzas para levantar la voz—. Soy Gwynn, reina de Twylia. ¿No habéis visto los portentos aun a través de la tormenta de nieve? ¿No habéis visto la negra serpiente escurrirse por el cielo esta noche hasta ahogar las estrellas?
—Lo hemos visto, su Majestad. —El hombre y aquellos que lo acompañaban apoyaron una rodilla sobre la nieve—. Mi esposa, la partera, nos dijo que esperáramos, que estuviéramos atentos a vuestra llegada. ¿Qué ha sucedido?
—Lorcan ha tomado la Ciudad de las Estrellas. Ha asesinado a vuestro rey.
El hombre se puso de pie, y llevó un puño a su corazón.
—No somos guerreros, mi señora reina, pero si vos lo pedís, nos armaremos y agruparemos y marcharemos contra la serpiente en vuestro nombre.
—Así será, pero no esta noche, y no en mi nombre sino en nombre del héroe que vendrá. ¿Vuestro nombre, señor?
—Soy Rohan, mi señora.
—Rohan de los Viajeros, te he buscado para una grave tarea, y ahora pido tu ayuda, porque sin ella, todo estará perdido. Esta criatura espera nacer. La sangre de Draco corre por mis venas, y por las de mi bebé. Tú compartes esta sangre. ¿Me ayudarás?
—Mi señora, todos estamos a vuestras órdenes. —Tomó el cabestro de su caballo—. Regresa —gritó a uno de sus hombres—. Dile a Nara y a las mujeres que se preparen para un parto. Un parto real —añadió, enseñando los dientes con su sonrisa—. Damos la bienvenida a un nuevo miembro de la familia. —Apuntó el caballo hacia el campamento—. Y disfrutamos de la pelea. Aunque los Viajeros prestan poca atención al cambiante viento de la política, no encontraréis a ninguno entre nosotros que tenga amor por Lorcan.
—La política no tiene nada que ver en un asesinato cometido bajo la bandera de una tregua. Y tu destino estará atado a lo que ocurra esta noche.
Se volvió para mirarla y reprimió un estremecimiento. Le pareció que sus ojos llameaban en la oscuridad y a través de él.
—Aceptad mis sentimientos por la muerte de vuestro marido.
—Es más que eso. —Ella se inclinó, tomándole la mano con una urgencia tal que sintió hasta sus huesos—. ¿Conoces el Último Conjuro de Draco?
—Todo el mundo lo conoce, mi señora. La canción que lo relata ha pasado de generación en generación. —Y él, un hombre que apenas conocía el miedo, sintió cómo su mano temblaba en la de ella—. ¿Este bebé?
—Sí, este bebé. Esta noche. Es el destino, y no debemos impedir que se cumpla.
El dolor la atenazó, y tuvo un desvanecimiento. Oyó voces, imprecisas y distantes. Miles de voces, según parecía, que se elevaban en una marea. Manos que la tomaban y la bajaban del caballo mientras los dolores del parto arrancaban un alarido de su garganta.
Olió a pino, nieve y humo, sintió que algo frío se apoyaba sobre su frente. Cuando volvió en sí, vio a una joven mujer de clara cabellera rojiza que resplandecía a la luz del fuego.
—Soy Rhiann, hermana de Rohan. Bebed un poco, mi señora. Os ayudará.
Sorbió de la copa que sostenían a la altura de sus labios y vio que se encontraba en un rústico refugio de ramas. Un fuego ardía cerca.
—¿Gwayne?
—Su hombre está afuera, mi señora. —Esto es asunto de mujeres, y los hombres son inútiles aquí, sean guerreros o maestros.
—Mi madre —dijo Rhiann—. Nara.
Gwynn miró a la mujer que se afanaba desgarrando telas.
—Os estoy agradecida.
—Traigamos a este bebé al mundo, como debe ser, luego podréis agradecernos. Pon el agua al fuego. Trae mis hierbas. —Las órdenes fueron lanzadas secamente cuando Gwynn sintió la fuerza de la siguiente contracción.
A través de su visión borrosa veía movimiento, oía conversaciones. Más mujeres. Trabajo de mujeres. El parto era un trabajo de mujeres, y la muerte, al parecer, trabajo de los hombres. Las lágrimas que antes había podido reprimir ahora comenzaban a derramarse.
Más voces le hablaron, dentro de su cabeza, y le dijeron lo que ya sabía. Pero fueron de escaso consuelo mientras luchaba por dar la vida a su criatura.
—Se acerca la medianoche. —Volvió la cabeza hacia el hombro de Rhiann, que la sostenía—. El solsticio. La hora más oscura del día más oscuro.
—Empujad —ordenó Nara—. ¡Empujad!
—Las campanas, las campanas dan la hora.
—No hay campanas aquí, mi señora. —Rhiann observaba cómo el vestido se teñía de sangre. Demasiada sangre.
—En la Ciudad de las Estrellas, Lorcan hace sonar las campanas. Cree que lo celebran a él. Pero tañen por el bebé, por el comienzo. ¡Oh! ¡Ahora!
Volviendo a desplomarse, empujó hasta dar a luz. Oyó los llantos y rió entre sus propios sollozos.
—Ésta es su hora, éste es su momento. La hora encantada entre el día y la noche. Quiero cogerla en brazos.
—Estáis débil, mi señora. —Nara le alcanzó la criatura que chillaba a Rhiann.
—Sabéis tan bien como yo que estoy muriendo. Ni tu habilidad, Nara, ni tus hierbas, ni siquiera tu magia pueden detener mi destino. Dadme a la niña.
Extendió los brazos y sonrió a Rhiann.
—Tienes un corazón amable al sollozar por mí.
—Mi señora.
—Debo hablar con Gwayne. Rápido —dijo mientras Rhiann depositaba el bebé en sus brazos—. Hay poco tiempo. Ah, aquí estás. Aquí estás, mi dulce niña. —Dio un beso sobre la frente de la niña—. Has sanado mi corazón, y ahora vuelve a partirse en dos. Una parte de él se queda aquí contigo, la otra irá con tu padre. Cuánto me duele abandonarte, mi querida. Tendrás sus ojos, y su valor. Y creo que mi boca —murmuró volviendo a besarla— y lo que corre por mis venas. Es tanto lo que depende de ti. Una mano tan pequeña para sostener al mundo.
Sonrió sobre la cabeza del bebé.
—Ella te necesitará —dijo a Nara—. Le enseñarás lo que debe saber una mujer.
—¿Dejaréis a la niña en manos de una mujer desconocida?
—Has oído las campanas.
Nara abrió la boca, luego suspiró.
—Sí, las he oído.
Y había visto, con el corazón atribulado de mujer, lo que pasaría esa noche.
Gwayne irrumpió en el refugio, cayendo de rodillas a su lado.
—Mi señora.
—Ella es Aurora. Ella es tu luz, tu reina, tu carga. ¿Jurarás lealtad a ella?
—Lo haré. Lo juro.
—No puedes abandonarla.
—Mi señora, yo debo…
—No puedes regresar. Debes jurarme que permanecerás junto a ella. La mantendrás a salvo. Debes jurar por mi sangre que la protegerás como me has protegido. —Tomó su mano, y la colocó sobre la niña—. Gwayne, mi halcón blanco. Ahora le perteneces. Júralo.
—Lo juro.
—Tú le enseñarás lo que necesita saber un guerrero. Ella permanecerá con los Viajeros. Oculta en las colinas, y entre las sombras del bosque. Cuando llegue el momento… Tú lo sabrás, y le dirás quién es. —Se volvió hacia la niña de modo que pudo ver su marca de nacimiento, una pálida estrella sobre el muslo derecho del bebé—. Todo lo que es. Hasta entonces, Lorcan no deberá saber de su existencia. La querrá muerta sobre todas las cosas.
—La protegeré con mi vida.
—Ella tiene su halcón, y su dragón observa desde el punto más alto del mundo —murmuró—. Su lobo vendrá cuando lo necesite. Oh, mi corazón, mi bien. —Apretó los labios sobre la mejilla de la niña—. Éste es el motivo por el que nací, por el que amé, por el que muero. Y aun así, me duele dejarte. —Lanzó un suspiro trémulo—. La dejo en tus manos. —Y le dio el bebé a Gwayne.
Luego extendió las manos, con las palmas hacia arriba.
—Todavía queda algo en mí. Ella lo tendrá. —La luz resplandeció sobre sus manos, y en un remolino captó el rojo y el dorado del fuego. Entonces con un destello, lo que yacía sobre las manos de Gwynn se convirtió en una estrella y una luna, ambas claras como el hielo.
—Consérvalas para ella —dijo a Nara.
La diosa reina cerró sus ojos y se desvaneció lentamente. La joven reina lloraba en los brazos de un soldado afligido.