CONCLUSIÓN

¿De dónde sacas esas ideas locas? Bueno, si clasificamos las afirmaciones hechas en las introducciones a estos cuentos, el resultado es éste: artículos de revistas, dos; sugerencias de editores, cuatro; ilustración de una portada, uno; trabajos de otros escritores, dos; el clima, dos; broma personal, uno; experimentos estilísticos, dos; experiencia emocional personal, dos; de ninguna parte, dos[12].

En verdad, pienso que todos surgieron de ninguna parte.

R. A. Lafferty, en mi opinión el escritor más original de ciencia ficción, declara que no existe nada parecido a una idea original, que los escritores que piensan que para llegar a una historia pasan por un proceso racional se engañan a ellos mismos. Afirma que todas las ideas están flotando como una especie de propiedad pública psíquica, y que cada tanto se capta alguna. Eso me suena peligrosamente místico —subversivo— pero creo que es verdad.

¿Cómo concuerda eso con obedecer al jefe de una revista que llama en mitad de la noche para pedir un cuento de cuatro mil palabras sobre la persona que comió la primera alcachofa? Es fácil.

Cuando un escritor se sienta a escribir un cuento enfrenta una infinidad literal de posibilidades. Que le pidan escribir sobre un tema especifico, o una cantidad determinada de palabras, no reduce en verdad el número de cuentos posibles. El efecto es el mismo que el de dividir una infinitud por un número grande pero finito: todavía se tiene la infinitud. Obviamente, el escritor que elabora la idea para un cuento y luego procede a escribirlo está repitiendo este proceso no tan restrictivo. Escribir lo que quiere tal vez le permita escribir un cuento mejor —o tal vez no, si su enamoramiento de la idea obstaculiza su objetividad— pero pienso que cualquier escritor bueno de veras puede aceptar cualquier requerimiento editorial mientras no sea extremadamente estúpido u ofensivo[13], y terminar en un cuento que de cualquier manera habría escrito.

Las ideas son baratas, aún las ideas locas. Todo escritor ha tenido la experiencia de ese amigo o pariente —¡o desconocido!— que le dice: «Tengo una gran idea para un cuento, tú lo escribes y repartimos el dinero mitad y mitad». La respuesta adecuada a esas propuestas depende de la ocupación de esa persona generosa. En el caso de un campeón de box, por ejemplo, uno podría ofrecerse a nombrar unos pocos oponentes potenciales y pedir sólo la mitad de la taquilla. A un editor, desde luego, se lo complace. Ellos rara vez piden tanto como la mitad.

Todo esto no significa que no haya días en que uno descubre, sentado ante la máquina de escribir, que la imaginación se le ha paralizado; no se sabe qué escribir, ninguna idea viene flotando por el éter de Lafferty. Cuando esto ocurre en mitad de una novela es para asustarse. Pero si uno encara un cuento que se niega a arrancar, hay una manera fácil de solucionarlo, un secreto del oficio que me enseñó Gordon R. Dickson diciéndome que no le había fallado en veinte años.

Empieza a escribir. Escribe tu nombre una y otra vez. Escribe listas de animales, flores, jugadores de béisbol, metodistas griegos. Escribe todo lo que le dirás a ese mecánico insolente. Tarde o temprano, tal vez a fuerza de aburrirte, tal vez por ganas de terminar con este ejercicio imbécil, descubras que has empezado un cuento. A mí nunca me llevó más de una página de disparates, y los cuentos que empezaron así no son peores que el de la alcachofa.

Una restricción que la mayoría de los buenos escritores de ciencia ficción acepta sin cuestión es que el contenido científico de sus relatos debe ser lo más preciso posible. ¿Es realmente necesario? Sí, pero no por la obvia razón didáctica. No estamos obligados a (ni calificados para, en la mayoría de los casos) enseñar ciencias a nadie.

Una persona que cree aprender ciencias de la ciencia ficción es como quien cree aprender historia de las novelas históricas, y tiene su merecido. Unos pocos escritores de ciencia ficción, como Gregory Benford y Philip Latham, son científicos profesionales, y buena parte del resto nos hemos graduado en alguna ciencia. Eso no nos califica para escribir con autoridad sobre temas ajenos a nuestra especialidad, pero lo hacemos; la carrera sería corta si uno sólo escribiera sobre magnetohidrodinámica o morfología galáctica. Así que tratamos de ser legos inteligentes en otras especialidades, manteniéndonos al tanto para que los inevitables errores no sean obvios para otros legos.

Todo escritor de ciencia ficción tiene por oficio conservar la ilusión. Como a un mago, la autoridad le dura sólo hasta que comete el primer error[14]. Todo escritor tiene que atender a coherencias mecánicas como asegurarse de que la mujer llamada Marie en el primer capítulo no se transforme en Mary en el capítulo cuatro. También tiene que cuidar detalles rutinarios, e impedir que el sol se ponga en el este (como le pasó a John Wayne en Los boinas verdes) y otros dislates. Si cultiva un género, el peso de los detalles se vuelve más abrumador, pues los lectores, en su mayoría, se consideran expertos. Detalles esotéricos: los espías llaman a la CIA la Compañía, no la Agencia. Un detective privado no tiene que forzar un coche y leer el registro para averiguar quién es el dueño; anota el número de matrícula y envía un formulario al Departamento de Vehículos Automotores. Un vaquero normalmente llevaba cinco balas en su revólver de seis tiros; sólo un tonto dejaría el percutor amartillado sobre una bala.

Una de las razones por la cual la ciencia ficción es más difícil de escribir que otras formas de literatura popular consiste en que su universo de detalles es más vasto, de más difícil acceso, y constantemente cambiante. Me pregunto cuántas novelas que se estaban escribiendo en

1965 habrán volado a un extremo del cuarto cuando los científicos descubrieron que a fin de cuentas Mercurio no miraba siempre al sol con la misma cara. Me pregunto cuántas de las malas se habrán terminado pese a todo.

Nadie puede ser experto en todo desde física de la ablación a zimurgia, y por lo tanto se debe trabajar sobre un principio de exclusión: conocer los límites del conocimiento propio y nunca exponer la propia ignorancia tratando de escribir con autoridad cuando uno realmente no sabe de qué se trata. Este consejo es más fácil de dar que de seguir. Me han sorprendido en errores básicos de genética, tecnología láser, y hasta nomenclatura métrica: en la primera edición de La guerra interminable me referí una y otra vez a una unidad de fuerza llamada ‘el bevavatio’. En realidad quería decir ‘gigavatio’; ‘bev’ solamente significa un voltaje de un billón de electrones, una unidad de energía, no de fuerza. Recibí varias cartas. Vaya si las recibí.

Las cartas son humillantes, y llevan tiempo si uno se siente obligado a contestarlas (yo las contesto, mientras no sean ofensivas o idiotas). Pero la posibilidad de ser pescado en un lapsus no es la razón principal para esmerarse.

Cuando termino de escribir una novela de ciencia ficción tengo una o dos libretas de notas técnicas, ecuaciones, diagramas, gráficos. Hasta un cuento, si es ciencia ficción dura como ‘Tricentenario’, podría generar varias páginas de notas. Ni el uno por ciento de ese material se infiltra en el cuento. Tal vez sea incluso científicamente ingenuo y matemáticamente pobre, pero habrá cumplido su propósito si para mí ha infundido solidez y realidad a un mundo ficticio.

Porque este oficio de la ilusión tiene dos caras. Para que un cuento tenga éxito, el escritor mismo debe estar convencido de que el trasfondo y la situación sobre los cuales construye la historia tiene sentido. Ernest HemingVlBy señaló (aunque creo que Gertrude Stein lo dijo antes) que la prosa de un cuento debía moverse con la gracia serena de un témpano, y por la misma razón que el témpano: siete octavos del volumen están bajo la superficie. El autor debe saber mucho más de lo que ve el lector. Y debe creerlo, al menos mientras dura el trabajo.

Lo cual nos lleva de vuelta al señor Lafferty. Lo que hago realmente con todas esas ecuaciones y gráficos, creo yo, es instalarme en un marco mental adecuadamente receptivo. Otros escritores trazan bosquejos interminables con el mismo propósito, o sacan punta a sus lápices hasta inutilizarlos, o meditan mientras pasean. O beben whisky. Y mediante algún proceso místico —o subconsciente, o subracional—, donde antes había papel en blanco hay una oración. Una página. Una historia. Encontrar las palabras adecuadas no es de ningún modo un proceso místico, sino trabajo creativo. Pero en cambio. las ideas que sirven de andamiaje para las palabras vienen… de ninguna parte, cumplen su misión y regresan.

Joe Haldeman

Florida, 1978