ARMAJA DAS

Kirby McCauley me pidió que escribiera un cuento para una antología llamada Frights (St. Martin’s Press, 1976). El tema sería ‘horrores antiguos con disfraz moderno’. La idea era atractiva. Yo había escrito un solo relato fantástico en mi vida —los críticos maliciosos podrían estar en desacuerdo—, era un cuento paródico sobre el pacto con el diablo. Respondí que le enviaría un bosquejo.

El verano anterior mi esposa y yo habíamos sufrido ataques agudos de disentería en la muy disentérica ciudad de Tánger. Yo estaba mejor que ella pues de vez en cuando lograba levantarme y llegar más lejos que el baño, así que cada tantas horas podía aventurarme a regatear agua embotellada y alimentos envasados europeos.

Tánger redefinió para mí lo que Raymond Chandler había llamado ‘calles miserables’ Nuestro decrépito hotel estaba frente a la calle principal, que bajaba al río; había un parque diminuto frente a la puerta, al cual habían decorado con un cadáver. No se trataba de ninguna víctima de la violencia; era simplemente un viejo que se habría cansado de ser marroquí. La primera vez que vi el cadáver regresé al hotel y traté de explicar la situación al conserje con el poco francés que yo chapurreaba… El sólo se encogía de hombros[9]. Al caer la noche alguien ya se había llevado el cadáver: las intenciones siniestras con que lo habrán hecho, imagínenlas ustedes.

Tendido en mi cuarto y de pésimo humor, pensé que podíamos morir ahí y lo más probable era que nadie descubriría nunca qué nos había ocurrido. Tal vez con el oscuro impulso de morir con las botas puestas empecé a elaborar una historia, un cuento bastante bueno al estilo de Rod Serling llamado ‘Morir en casa’. Incluso redacté unas notas después que los espasmos febriles se aplacaron lo suficiente como para dejarme escribir.

Así que cuando Kirby me pidió un cuento fantástico le envié un bosquejo de ‘Morir en casa' Me contestó que le gustaba pero que no era lo suficientemente siniestro.

Algún día escribiré ese cuento, aunque sea para mostrarle a Kirby lo siniestro que es.

Casi abandoné el proyecto, pues suponía que en realidad mi talento se adecuaba más a Analog que a Weird Tales. A fin de cuentas, quién quiere escribir sobre vampiros…, bah. Pero luego leí un artículo fascinante de Peter Maas en la revista New York: La batalla mortal para ser rey de los gitanos

Mencionaba maldiciones gitanas, y me puse en marcha al instante. En marcha hacia la biblioteca, donde pasé una tarde magnífica entre los estantes haciendo lo que hago mejor: holgazanear. En este caso, mientras leía libros viejos y polvorientos y publicaciones especializadas en el folklore gitano.

Pletórico de nueva información, fue un juego de niños empalmar maldiciones gitanas, ciencia de computación y asimilación de minorías en un cuento de ‘horror antiguo con disfraz moderno’

El edificio, construido en 1980, todavía tenía el olor y el color de lo nuevo. Y del dinero.

El portero se inclinó ligeramente y conservó la cara recta mientras abría la puerta a una dama vieja y encorvada. Aferraba un manojo de amapolas de los Veteranos en la mano ganchuda.

Al portero no le importaba mucho el guardia de seguridad, y ella le daría problemas interesantes.

La mujer tenía la tez surcada de grietas profundas, entrecruzada por una red de arrugas diminutas; la barbilla y la nariz sobresalían y caían. Una catarata le opacaba un ojo; el otro ojo era amarillo y rojo alrededor de un negro profundo imperturbable. Había dejado los dientes en varias partes. Arrastraba los pies. Vestía un viejo traje negro, gris a fuerza de lavados. Si tenía cabello, un pañuelo celeste lo ocultaba. Estaba tan arqueada que el cuello era casi paralelo al suelo.

—¿En qué puedo servirle? —el guardia de seguridad tenía una voz cansada que hacía juego con los hombros y la espalda cansada. El trabajo había tenido su aureola romántica los primeros días, cuidando a todos esos ricachones, sentado en una consola ultramoderna rodeada de monitores de video, la metralleta en las rodillas. Pero los monitores estaban en blanco salvo por el control horario, escasez de energía; y si alguna vez tenía que empuñar el arma antes había que llenar cinco formularios y llamar al jefe de policía. Y el portero nunca ahuyentaba a nadie.

—Compre una flor para muchachos menos afortunados que usted —dijo ella con una voz de barítono débil y ronca; por la edad y el acento, los muchachos aludidos debían de haber peleado en la revolución rusa.

—Lo lamento… No se me permite… hacer caridad cuando estoy de servicio. Ella lo miró un largo rato, con un microscópico cabeceo.

—Entonces, mándeme alguien con más corazón.

Trataba de articular una respuesta cuando de golpe abrieron la puerta del frente.

—¡Se incendia un coche! —gritó el portero.

El guardia brincó del asiento, manoteó el extintor y corrió a la puerta. La vieja lo siguió arrastrando los pies hasta que él y el portero desaparecieron en la esquina. Luego se dirigió al ascensor con sorprendente agilidad.

Bajó en el piso diecisiete, después de apretar el botón que haría volver el ascensor al vestíbulo. Se fijó en la placa del 1738; John Zold. Era analfabeta pero sabía reconocer nombres.

Sin molestarse siquiera en probar la cerradura, avanzó por el pasillo hasta encontrar el cuarto de una criada. Cerró la puerta a sus espaldas y se escondió detrás de una hilera de uniformes blancos y almidonados, recostada contra la pared con la cartera entre los pies.

El ligero olor a gasolina no le molestó.

John Zold apretó el botón del intercomunicador.

—¿Martha? —se escuchó una respuesta—. Antes que cierres, quisiera una verificación de redundancia de la pila 408. Contra la cinta 408 —sintonizó el selector de la pantalla visual para que duplicara la imagen de la pantalla de Martha. Llenó la pipa de tabaco y la encendió. Observaba.

Números verdes llenaron la pantalla, una compleja matriz de unos y ceros. Se esfumaron un segundo y fueron reemplazados por un cuadro exclusivamente de ceros. Las líneas de números empezaron a rodar como títulos antes de una película.

En la línea 746 eran todos unos. John apretó de nuevo el intercomunicador:

—Tenía que haber algo así. ¿Tienes tiempo para arreglarlo? —ella lo arregló—. Gracias, Martha. Hasta mañana.

Descubrió la parte de su escritorio que ocultaba un teclado y digitó rápidamente: «523 784 00926 // Buenas noches, máquina. Por favor cierra este puesto».

BUENAS NOCHES, JOHN. NO OLVIDES TU ALMUERZO DE MAÑANA CON EL SEÑOR BROWNWOOD. CITA CON EL DENTISTA MIÉRCOLES 0945. CONTROL GENERAL DE SISTEMAS MIÉRCOLES 1300. DEL O DEL BAXT. CERRADO.

Del o del baxt significa ‘Dios te acompañe’ en la antigua lengua romaní. John Zold, nacido gitano pero muy poco gitano por cualquier criterio salvo el de la sangre, apagó la consola y abrió el último cajón del escritorio. Sacó una pistola automática chata con su funda y cinturón y se la deslizó bajo la chaqueta, en la cintura de los pantalones. Hacía sólo dos semanas que llevaba el arma y todavía le resultaba incómoda. Pero estaban esas cartas…

John nació en Chicago, unos años después que sus padres huyeron de Europa y Hitler. Su padre había sido un hombre de un orgullo tremendo que tuvo una acalorada discusión por el honor de su hija de 12 años; de esa discusión volvió con los nudillos cortajeados y sangrantes y dio a su esposa una enorme navaja embadurnada de sangre seca para que se deshiciera de ella.

John era menudo para sus cinco años, y la barbilla apenas le llegaba a la mesa de la cocina donde la familia entera se reunió para decidir el futuro incierto mientras la señora Zold vendaba las manos del esposo. La escasa estatura de John le salvó la vida cuando la ventana de la cocina estalló y un abanico de perdigones hendió el aire para incrustarse en las cabezas y los pechos de las únicas personas en el mundo dignas de su amor y confianza. La policía lo encontró acurrucado entre los cuerpos del padre y la madre, y al principio también lo dio por muerto; cubierto de sangre, tieso, los ojos abiertos y sin lágrimas.

La amable gente del orfanato tardó seis meses en sacarle una sola palabra: ratválo, que repitió una y otra vez y que ellos nunca pudieron traducir. Sangriento, sangrante.

Pero lo habían criado sobre todo en inglés, con unas pocas palabras romaníes y húngaras de vez en cuando para dar sabor y precisión. Un año más tarde el problema no era comunicarse con John, sino hacerle callar.

Nadie adoptó al menudo hijo de gitanos, y a John le pareció bien. Tuve una familia, y mira lo que pasó.

En la escuela del orfanato le fue mal en caligrafía y conducta, pero razonablemente bien en todo lo demás. En aritmética, y más tarde matemáticas, era brillante. Cuando dejó el orfanato a los dieciocho, se inscribió en la Universidad de Illinois. Se ganaba el sustento como asistente de un tenedor de libros, y también como modelo. Había superado la fealdad de la adolescencia adquiriendo un asombroso parecido con el joven Clark Gable.

Al regresar de la universidad pasó dos años jugando con computadoras en Fort Lewis; allí obtuvo una licenciatura bajo reglamento militar. Su tesis ‘Simulación de sistemas físicos continuos mediante la universalización de los algoritmos de Trakhtenbrot’ fue bien recibida, y el departamento de matemáticas le nombró adjunto de investigación para que extendiera la tesis a disertación doctoral. Pero otras personas leyeron también la monografía, y meses después Bellcom International lo contrató y así fue que quedó apartado del mundo académico. Ascendió rápidamente. Aún no tenía cuarenta años y ya era jefe de analistas del Grupo de Investigación y Desarrollo de Bellcom. Tenía su propio despacho, con un ventanal que daba al Central Park, y un departamento lujoso y caro a sólo veinte minutos de tren.

Como de costumbre, John compró una lata de cerveza en su camino hacia el tren, y la abrió cuando se sentó. Le ayudaba a amenizar los quince o veinte minutos de espera mientras el tren se llenaba.

Sacó un grueso informe técnico del maletín y miró la síntesis de la portada. No es que lo leyera de veras sino que aparentaba concentración para que algún anónimo compañero de viaje le diera charla.

El tren era expreso y lo dejaba en Dobb’s Ferry en doce minutos. John no apartó los ojos del informe hasta que hubieron salido de la ciudad de Nueva York; el grueso túnel de malla de alambre que protegía los rieles del vandalismo producía colores espurios en la retina mientras corría a los costados. El viaje gustaba y alegraba a algunos, pero para John el efecto era fastidioso, o peor aún, nauseabundo, según su cansancio. Y esa tarde estaba muerto de cansancio.

Se apeó del tren a dos estaciones de Dobb’s Ferry. La limusina del edificio lo esperaba a él y otros dos residentes. Era una hermosa tarde de primavera y normalmente John habría caminado esa corta distancia, cansado o no. Pero esas cartas sin firma…

John Zold, deja de predicar o morirás pronto. Armaja das, John Zold.

Las tres cartas decían lo mismo:

Armaja das: te maldecimos. Por predicar.

Temía menos las maldiciones que las balas. Al bajar del tren se desabotonó la chaqueta, listo para desenfundar, rodar para cubrirse tras un cubo de basura, igual que en las películas. Pero no vio a ningún sospechoso, sólo un grupo de amas de casa suburbanas y el viejo policía que siempre patrullaba la estación.

El asesinato a plena luz del día no era el estilo gitano. Pero los estilos cambian. Se metió en el coche y observó las carreteras laterales hasta llegar a casa.

En el buzón había otro de esos sobres mugrientos. No lo abriría hasta llegar arriba. Entró en el ascensor con los demás y apretó el 17.

Estaban furiosos porque John Zold les robaba los hijos. El último mes de marzo el asesor impositivo de John le había sugerido que donara

4.000 dólares a cualquier institución benéfica legal para ganar unos cuantos libracos de a cien al reducir su tasa impositiva. John, que nunca elegía el camino más fácil ni el más obvio, realizó averiguaciones y tras superar los obstáculos burocráticos fundó el Consejo de Asimilación de Jóvenes Gitanos, con fondos adecuados de los gobiernos federal, estatal y municipal, y becas permanentes de la Fundación Ford.

El Consejo era en realidad una oficina de un ambiente en un viejo edificio de West Village, atendido por voluntarios. Estaba lleno de folletos y letreros, casi todos escritos por John, que explicaban cómo los gitanos jóvenes podían sacar ventajas legítimas de la sociedad norteamericana…

Previa integración en ella, algo que no había importado a los gitanos de otras generaciones. Empleos, becas, programas de estudio y trabajo, todo eso es para los gadjos. Veneno para el espíritu de un gitano.

En noviembre un voluntario abrió la oficina a la mañana y se encontró con una tosca bomba incendiaria; una vela hacía las veces de mecha de acción retardada para cinco galones de gasolina. La vela se derretía a escasos centímetros del reguero de pólvora que habría encendido la gasolina. En enero habían sido esas vísceras de pollo derramadas en los archivos y arrojadas contra las paredes. Así que John contrató a un joven recio para que durmiera en el catre de la oficina por las noches; que durmiera como un gato, con una escopeta al lado. Así no hubo más contratiempos de esa naturaleza. Sólo viejos y viejas que entraban en silencio para llevarse panfletos que tiraban y arrugaban en el suelo del pasillo, o estropeaban de maneras más elementales. Pero el papel era barato.

John echó llave a la puerta y colgó la chaqueta en el armario. Puso la pistola en un cajón de su escritorio y se sentó a abrir la correspondencia. La más breve hasta el momento: «Esta noche, John Zold. Armaja das». Vaya suerte, pensó. Ni siquiera estaré en casa; una cita interesante. Me quedaré en casa de ella, Gramercy Park. ¿Me irán a maldecir allí? ¿En el teatro o en Sardi?

Abrió dos cartas más: facturas, y oyó un golpe en la puerta. Sin anuncio desde abajo. Tal vez un vecino. El fulano de al lado siempre pedía algo. Pero… Sintiéndose algo tonto enfundó de nuevo la pistola. Se puso la chaqueta por si fuera sólo un vecino.

Raro, pero por la mirilla no se veía nada. Extrajo la pistola y la ocultó con la puerta, corrió el cerrojo y abrió. Se topó con la gitana, demasiado baja para ser visible por la mirilla.

—John Zold —dijo ella, retrocediendo. Él la miró fijo.

—¿Qué quieres, púridaia? —sólo recordaba un centenar de palabras romaníes, pero ‘abuela’ era una de ellas. ¿Cuál era la palabra para bruja?

—Tengo un regalo para ti —extrajo de la cartera una libreta verde oscuro, doblada y con los bordes carcomidos, y se la dio. Era un trajinado pasaporte canadiense, a nombre de William Belini. Pero la foto era de John Zold.

Dentro había un billete aéreo en un sobre. John no lo abrió. Cerró el pasaporte y lo devolvió. La vieja no quiso aceptarlo.

—Excelente trabajo. Me halaga que alguien piense que soy tan importante.

—Tómalo y márchate para siempre, John Zold. O tendré que dar el segundo paso. John sacó el sobre con el billete.

—Esto lo tomaré. Puedo conseguir el reembolso. Ese dinero pagará muchos afiches y folletos —trató de echarle el pasaporte en la cartera, pero falló—. ¿Cuál es el segundo paso?

Ella empujó el pasaporte con el pie.

—Recógelo —trataba de hablar con tono imperativo, pero le salió un gimoteo trémulo y petulante.

—Lo siento. No me sirve de nada. ¿Cuál es…

—El segundo paso es tu muerte, John Zold.

La anciana metió la mano en la cartera. Entonces, John sacó la pistola y le encañonó la frente.

—Me parece que no.

Ella hizo caso omiso del arma, extrajo un puñado de plumas de pollo blancas y las arrojó en el umbral.

Armaja das —dijo, y luego siguió farfullando en romaní y desparramando plumas cada tanto. John reconoció joovi y kari, mujer y pene respectivamente, y habría entendido varias palabras más si la vieja hubiera pronunciado con más claridad.

Enfundó la pistola y esperó a que la vieja terminara.

—¿De veras piensas…?

Armaja das —repitió ella, y empezó una nueva letanía. Él reconoció una palabra que significaba corrupción o contagio, y la última fue muy clara: muerte. Méripen.

—Esta tontería no…

Pero le hablaba a la nuca de la vieja. Emitió una risa forzada y la miró pasar de largo frente al ascensor y doblar la esquina que conducía a la escalera.

Podía llamar al guardia. Asegurarse de que no saliera por atrás. Ingreso ilegal. Sospechó que ella sabía que él no querría tomarse esa molestia y eso le hizo sentir ligeramente fastidiado. Caminó hacia el teléfono, miró el reloj y regresó a la puerta, pero antes recogió las plumas y las arrojó en el incinerador. El tiempo justo: afeitarse, la ducha, mejores ropas. Limusina a la estación, tren a la ciudad, taxi de la Grand Central al departamento.

El espectáculo fue una delicia: una puesta sexy de Lisístrata; Sardi estimulante como de costumbre; ella era una mujer agridulce con chispa y estilo que prácticamente lo arrastró a su departamento, donde John fue impotente por primera vez en la vida.

La psiquiatra no usaba la utilería tradicional: ni diván blando ni estantes con libros obviamente caros. Ni alfombra, ni paneles, ni tarjetas numeradas; ni siquiera la libreta o la expresión de compasión ligeramente distante. En cambio, tenía una grabadora oculta y un ceño analítico; paredes de estuco que rodeaban un escritorio funcional y dos sillas duras, punto.

—Usted sabe exactamente cuál es el problema —le dijo, y John asintió.

—Supongo que sí. Algún… residuo de mi infancia. La acepto como figura autoritaria. Por las pocas palabras que pude entender de lo que dijo, pensé que era…

—Por las palabras pene y mujer usted elaboró su propia maldición. Y la está aplicando, tal vez para castigarse por sobrevivir al desastre que mató al resto de su familia.

—Eso es un poco anticuado. Y rebuscado. He tenido casi cuarenta años para castigarme, si me sentía con alguna responsabilidad. Y no me siento responsable.

—Aún así, es una hipótesis de trabajo —ella cambió de posición y estudió el granulado de teca en la superficie desnuda del escritorio—. Si nos atenemos a algo simple, quizá la cura sea simple.

—De acuerdo —dijo John; a 125 dólares la hora, cuanto antes, mejor.

—Si usted puede verlo, sentirlo en este contexto, entonces la clave de su cura es la transferencia —se inclinó hacia adelante y se acodó en la mesa, y John observó el bamboleo de los senos con un interés remoto, el único interés que le había despertado alguna mujer en más de una semana—. Si puede verme a mí como figura autoritaria —continuó— eventualmente podré llegar al niño de dentro; convencerlo de que no ha habido maldición, sólo un caso de identidad errónea, nada más que una vieja que lo asustó. Con algo de hipnosis no puede ser tan difícil…

—Parece razonable —dijo John con lentitud. ¿Aceptar que esta joven Geyri era más poderosa que la vieja bruja? Como adulto, podía hacerlo. Pero podía ser que dentro de él estuviese escondido un niño gitano asustado, tal vez…

«523 784 00926 // Hola, máquina», tecleó John. «¿Quién es el mejor dermatólogo en un radio de diez manzanas?».

BUENOS DÍAS, JOHN. DENTRO DE LA DISTANCIA REQUERIDA Y UTILIZANDO COMO UNICO PARÁMETRO LA TARIFA HORARIA —LA MÁXIMA, DE 95$/HORA, QUE APLICAN DOS DERMATÓLOGOS—, ESTÁN EL DR. BRYAN DILL, CALLE 45 OESTE, QUE SE ESPECIALIZA EN CLIMATOLOGÍA COSMÉTICA, Y EL DR. ARTHUR MAAS, CALLE 44 OESTE 198, QUE SE ESPECIALIZA EN ENFERMEDADES GRAVES DE LA PIEL.

«¿El doctor Maas trata enfermedades de origen psicológico?».

CIERTAMENTE, CASI TODAS LAS DERMATOSIS LO SON.

No te pases de lista, máquina. «Arréglame una cita con el doctor Maas, dentro de los dos días siguientes».

LA CITA ES A LA 01:45 DE MAÑANA, UNA HORA DE CONSULTA. ESTO TE DEJARA 45 MINUTOS PARA LLEGAR A LUCHOW A LA CITA CON EL GRUPO AMCSE. ESPERO QUE NO SEA NADA SERIO, JOHN.

«Confío en que no». Los condenados circuitos empáticos. «¿Has dispuesto todo para una terminal remota en Luchow?».

NO ERA NECESARIO. ME CONECTARE MEDIANTE CONED/GENERAL. ALQUILAR LA TERMINAL QUE TIENEN EN LUCHOW SOLO COSTARA 0,588 EL MISMO COSTO CALCULADO PARA TRANSPORTE E INSTALACIÓN DE UNA TERMINAL REMOTA.

Esa es mi máquina, siempre atenta. «Muy bien, máquina. Mantén alerta este puesto por el momento». GRACIAS, JOHN. Las letras se esfumaron, pero la luz siguió encendida.

No debía quejarse de los circuitos empáticos; eran su creación, y la principal razón de que Bellcomm le pagara tamaño sueldo para retenerlo. Las regalías por el paquete de empatía tenían vigencia por 12 años más, y estaban amasando una fortuna alquilándolo. Prácticamente todas las computadoras grandes del mundo estaban conectadas con los circuitos, desde la ConEd/General que administraba Nueva York, hasta Ginebra y Akademia Nauk, que juntas administraban la mitad del mundo.

Casi todos los clientes ponían un nombre al paquete de empatía, generalmente femenino. John lo llamaba ‘máquina’ para no caer en la tentación de considerarla humana, aunque sin mucho éxito.

Hizo un esfuerzo consciente para no tocarse las inflamaciones de la nuca. Debió de haber ido al médico en cuanto aparecieron, pero la psiquiatra le aseguró que podía curarlas; la ‘corrupción’ de la segunda maldición. Le había ido tan mal como con la impotencia. Y esa mañana le habían brotado erupciones en el pecho, los genitales y los hombros, y unas manchas dolorosas le cubrían la nariz y los pómulos. Tenía algunos calmantes, pero se atendría a las aspirinas hasta después del trabajo.

Según el doctor Maas era impétigo; le dio un jabón especial y un ungüento antibiótico. Le dijo a John que volviera en dos semanas, diez días. Si no había mejoras tomaría medidas más drásticas. Parecía joven para ser médico, y John no se atrevió a comentarle nada sobre la maldición. Para ese aspecto de asunto ya tenía su médico, razonó.

Tres días después estaba de vuelta en el consultorio del doctor Maas. Prácticamente no había un centímetro cuadrado del cuerpo donde no hubiera aparecido alguna lesión. Tenía 38,3 grados de temperatura. El doctor le administró antibióticos sistémicos y le dijo que se quedara en cama un par de días. Al fin John le habló de la maldición, y el doctor le dio un folleto sobre enfermedades psicosomáticas, que a John no le informó de nada que ya no supiera.

A la mañana siguiente, pese a los fuertes antipiréticos, la fiebre le había subido a casi 39 grados. Atontado por la fiebre y los analgésicos, John salió de la cama arrastrándose y viajó hasta el West Village, a la oficina del Comité. Fred Gorgio, el sereno, todavía estaba de guardia.

—¡Señor Zold! —cuando John atravesó la puerta, Gorgio saltó del escritorio y le tomó el brazo. John parpadeó ante el contacto, pero se dejó conducir a una silla; a esa hora John ya tenía el aspecto de un caso límite de viruela—. ¿Qué le pasó?

John se quedó un largo rato sentado e inmóvil, mirándose las erupciones inflamadas que le poblaban el dorso de las manos.

—Necesito una curandera —dijo con torpe lentitud, a causa de las cuarteaduras de los labios.

—¿Una chóvihánni? —John no entendía—. ¿Una bruja?

—No —meneó la cabeza—. Alguien que cure con hierbas. Tal vez una bruja blanca.

—¿Ha ido al doctor gadjo?

—A dos. Esto me lo hizo una gitana; tiene que curarlo una gitana.

—¿Es en la cabeza, entonces?

—Eso dicen los doctores gadjo. Pero aún así puede matarme.

Gorgio tomó el teléfono, tecleó un número local y habló con fluidez en una jerigonza que sonaba tanto a romaní e italiano como a inglés.

—Era mi primo —explicó después de colgar—. Su madre cura, y tiene buena reputación. Si la encuentra en casa, ella podrá estar aquí en menos de una hora.

John le murmuró las gracias. Gorgio lo llevó hasta el catre.

La curandera llegó temprano. Cargaba un cesto de mimbre lleno de objetos tintineantes. Echó una ojeada a John y Gorgio y empezó a quitar los folletos de una mesa lateral. Aparentaba tener entre cincuenta y sesenta años. El ceñido rodete de cabello plateado se balanceaba mientras recorría el cuarto, depositaba un plato de hierro y llenaba de agua dos ollas pequeñas. Llevaba un vestido negro relativamente nuevo, y zapatos sobrios. En la cara apenas tenía arrugas.

Se acercó a John y murmuró en italiano, rápida y suavemente, luego tomó un pesado crucifijo de plata que le colgaba del cuello y lo apretó entre las manos del enfermo.

—Dile que hable en inglés…, o húngaro —pidió John. Gorgio tradujo.

—Dice que usted no debería hacer tanto caso de viejas supersticiones. Usted tendría que ser un hombre moderno y no creer en cuentos de hadas para niños y viejos.

John volvió despacio el crucifijo entre los dedos, mirándolo.

—Una vieja superstición da lo mismo que otra —pero no intentó devolver el crucifijo.

La olla más pequeña empezaba a humear y la mujer le echó un puñado de hierbas. Luego se volvió a John y lo desvistió con cuidado.

Cuando la infusión de hierbas empezó a hervir, la mujer vació un paquete de arrurruz en polvo en el agua fría de la otra olla y revolvió con energía. Luego vertió la solución caliente en la fría y revolvió un poco más. A través de Gorgio, la mujer dijo a John que no podía asegurar que el tratamiento con hierbas lo curaría. Pero le haría sentir mejor.

El líquido se condensó y ella probó la temperatura con los dedos. Cuando estuvo suficientemente frío, untó suavemente la cara de John. Entonces la puerta se abrió con un chirrido y la mujer jadeó. Era la vieja de la maldición.

La bruja dijo algo en romaní, obviamente una orden, y la mujer se apartó de John.

—¿Todavía eres escéptico, John Zold? —examinó el resultado de su obra—. Dijiste que esto era una tontería… John la fulminó con la mirada pero calló.

—Oí que habías pedido una curandera —dijo la vieja, y habló con la mujer en voz baja.

Sin una palabra, la mujer vació la poción en el fregadero y empezó a guardar sus cacharros.

—Vieja endemoniada —graznó John—. ¿Qué le dijiste?

—Le dije que si te seguía tratando, a sus hijos les pasaría lo mismo que a ti.

—Temes que su curación surta efecto —dijo Gorgio.

—No. Sólo le endulzaría la muerte a John Zold. Si yo quisiera eso lo habría matado en el umbral de su casa —con movimientos de pájaro, se inclinó y besó los labios inflamados de John—. Te veré pronto, John Zold. No aquí…, en este mundo —se marchó arrastrando los pies y la otra mujer la siguió. Gorgio maldijo en italiano, pero ella no reaccionó.

John se vistió penosamente.

—¿Y ahora? —preguntó Gorgio—. Podría buscarte otra curandera…

—No. Volveré a los doctores gadjo. Dicen que pueden devolver la vida a los muertos —le dio a Gorgio el crucifijo de la mujer y se alejó tambaleante.

El doctor le administró antibióticos suficientes para transformarlo en un pan enmohecido, después le reservó una cama en una clínica exclusiva de Westchester, a partir de la mañana siguiente. Estaría bajo observación las veinticuatro horas; renovación total de la sangre, si era necesario. Lo curarían. No era posible que un hombre de su edad y condición física muriera de dermatosis.

Era la hora de cenar y el doctor invitó a John a comer en su casa. John rehusó en parte por falta de apetito y en parte porque no podía imaginar siquiera a la familia de un médico comiendo con semejante espectáculo a la mesa. Volvió a la oficina en taxi.

En el piso no había nadie salvo un ordenanza, que después de echar una ojeada a John se interesó repentinamente muchísimo en el suelo. «523 784 00926 // Máquina, voy a morir. Por favor, aconséjame».

TODOS LOS HUMANOS Y LAS MAQUINAS MUEREN, JOHN. SI QUIERES DECIR QUE VAS A MORIR PRONTO, ESO ES TRISTE.

«Eso quise decir. La infección de la piel; es totalmente incontrolable. El número de células blancas crece pese a las drogas. Mañana iré al hospital, para morir».

PERO TU ADMITISTE QUE LA CONDICIÓN ERA PSICOANALÍTICA. ESO SIGNIFICA QUE TU MISMO ESTAS MATÁNDOTE, JOHN. NO TIENES MOTIVOS PARA ESTAR TAN TRISTE.

Llamó a la máquina madre judía y le explicó detalladamente lo del Comité, la vieja bruja, las vanas etapas de la maldición y la frustrada tentativa de combatir el fuego con el fuego.

TU LÓGICA FUE CORRECTA PERO LA APLICACIÓN INEFICAZ. DEBISTE ACUDIR A MI, JOHN. ME HA LLEVADO 2.037 SEGUNDOS SOLUCIONAR TU PROBLEMA. COMPRA UN PEQUEÑO PÁJARO NEGRO Y CONECTAME A UN CIRCUITO VOCAL.

—¿Qué? —dijo John, y tecleó: «Por favor, explica».

POR REFERENCIAS EN COLECCION DE LA BIBLIOTECA DE NUEVA YORK DE LA REVISTA DE LA ‘GYPSY LORE SOCIETY’, EDINBUGH. PUBLICACIONES DE LINGÜÍSTICA ANTROPOLÓGICA Y FILOLOGÍA ESLAVA. POR ULTIMO TESIS DOCTORAL DE HERR LUDWIG R. GROSS (HEIDELBERG, 1976) Y TRANSCRIPCIÓN DE GRABACIONES ARCHIVADAS EN LA AKADEMIA NAUK, MOSCU; QUITADAS A CIENTÍFICOS ALEMANES (EXPERIMENTOS CON GITANOS EN CAMPOS DE CONCENTRACIÓN; EXTERMINIO BASADO EN (REPETICIÓN DE MALDICION GRABADA) AL FINAL DE LA II GUERRA MUNDIAL.

INCIDENTALMENTE, JOHN, EL EXPERIMENTO NAZI FRACASO. AÚN HACE DOS GENERACIONES, LA MAYOR PARTE DE LOS GITANOS ESTABA TAN DISOCIADA DE LAS ANTIGUAS TRADICIONES QUE ERAN INMUNES A LA MALDICION FATAL. TÚ ERES MUY SUPERSTICIOSO. HE DESCUBIERTO QUE ESO ES BASTANTE COMUN ENTRE LOS MATEMÁTICOS.

HAY UNA MALDICION DE TRANSFERENCIA QUE TE CURARA CON PASAR LA IMPOTENCIA Y LA INFECCIÓN A LA PERSONA SUSCEPTIBLE MÁS CERCANA. ESA BIEN PODRÍA SER LA BRUJA ENDEMONIADA QUE TE MALDIJO.

LA TIENDA DE MASCOTAS DE LA SÉPTIMA AVENIDA 588 ESTA ABIERTA HASTA LAS NUEVE DE LA NOCHE. SU INVENTARIO INCLUYE UNA JAULA DE PINZONES DE DIVERSOS COLORES. COMPRA UNO NEGRO Y VUELVE AQUI. LUEGO CONECTAME A UN CIRCUITO VOCAL.

John tardó menos de treinta minutos en ir en taxi hasta la tienda, comprar el pájaro y volver. El chófer no le preguntó por qué llevaba un pajarraco a un edificio de oficinas desierto. John se sintió idiota.

Generalmente evitaba usar el circuito vocal porque la persona que lo había programado había dado a la máquina una voz edulcorada de vieja bonachona. Llevó el altavoz rodando a la oficina y lo conectó.

—Gracias, John. Ahora sostén el pájaro con la mano izquierda y repite después de mí —el aterrado pinzón no se resistió cuando John lo apresó con la mano.

La máquina hablaba romaní con acento ruso. John repitió lo mejor que pudo, pero no acertaba a entender ni una palabra de cada diez.

—Ahora mata al pájaro, John.

¿Matarlo? De mala gana John apretó con fuerza, sintió el crujido de los pequeños huesos. El pájaro gimió y después soltó un gruñido débil. El corazón se le paró.

John soltó la criatura muerta y tecleó: «¿Eso es todo?».

La máquina sabía que a John le disgustaba su voz, de modo que respondió por la pantalla de video:

SI. VE A CASA Y DUERME, Y LA MALDICION ESTARÁ TRANSFERIDA CUANDO HAYAS DESPERTADO. DEL O DEL BAXT, JOHN.

Cerró con llave y se fue a casa. Los que tomaban el tren a esas horas, todos extraños, le rehuyeron. En la estación el chófer del taxi palideció al ver a John, y tomó el dinero con cautela por un extremo libre del tacto.

John tomó dos píldoras para dormir y pensó en tomar el resto del frasco. Decidió resistir un día más y descorchó su mejor botella de vino. Bebió la mitad en cinco minutos, sin saborearlo. Cuando el cuerpo se le abotargó, se arrastró al dormitorio y se desplomó en la cama sin quitarse las ropas.

Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que notó fue que ya no era impotente. Lo segundo, que no tenía erupciones en la mano derecha.

«523 784 00926 // Gracias, máquina. La contramaldición ha dado resultado.»

La luz emitía un parpadeo parejo, pero la máquina no respondió. John se volvió al intercomunicador.

—¿Marta? La pantalla de video no responde.

—Un minuto, señor. Espere a que cuelgue el abrigo. Llamaré a sala de máquinas. Me alegra que esté de vuelta.

—Esperaré —podías haber llamado tú mismo a la sala de máquinas, negrero. Miró la imagen tenue reflejada en la pantalla; la cara libre de inflamaciones. Pensó en la bruja gitana, muriendo llena de pústulas, y la idea no lo perturbó. Después recordó al pinzón y vio el pequeño cadáver en la alfombra. Lo recogió justo cuando Martha entraba en la oficina, el ceño fruncido.

—¿Qué es eso? —preguntó. John señaló la jaula.

—Pensé que un pájaro alegraría el lugar. Pero murió —lo arrojó al cesto de papeles—. ¿Qué ocurre?

—Oh, la… Es muy raro. Dicen que nadie recibe respuestas. La máquina computa, pero… bueno, no habla.

—Hmmm. Mejor que baje —tomó el ascensor al subsuelo. Ese lugar siempre le resultaba desagradablemente cálido. Tal vez compensación psicológica por parte del personal; mantenían alta la temperatura por todo el helio líquido dentro de las cajas pastel de la unidad central de procesamiento: cientos de litros que había que conservar más fríos que la superficie de Plutón.

—Ah, señor Zold —un hombre de mono blanco que llevaba una tabla de madera que identificaba su función: coordinador del primer turno. John le reconoció, pero no recordó el nombre. Normalmente preguntaba estas cosas a la máquina, antes de bajar—. Me alegra verle nuevamente aquí. Oí que ha estado bastante mal…

¿Preocupación amigable o lesa majestad?

—Una especie de alergia, me duró más de una semana. ¿Cuál es el problema con la máquina?

—Si hubiera sabido que iba a volver, le habría dejado una nota. Es en la unidad central de procesamiento, no en los circuitos. Theo Jasper lo descubrió al abrirla, poco después de las seis, pero pasó una hora hasta que llegara un especialista en criogenia.

—¿Es ése? —un hombre de traje vagabundeaba alrededor de la unidad central, leyendo contadores y anotando las cifras en una libreta. Se le acercaron y el hombre se presentó como John Courant, del Grupo de Criogenia de Avco/Everett.

—El problema estaba en los anillos de mercurio donde se alojan los superconductores para las funciones de comunicación. Una especie de corrosión, rajaduras submicroscópicas en toda la superficie.

—¿Cómo puede haber corrosión a cuatro grados sobre el cero absoluto? —preguntó el coordinador—. ¿Qué ácido…?

—Lo sé, cuesta imaginarlo. Pero los estamos reemplazando, sin cargo. La unidad está aún bajo garantía.

—¿Y los otros sectores? —John observó a dos obreros que bajaban un cilindro de plata a través de una abertura de la unidad central de procesamiento. El frío emanaba una niebla espesa—. ¿Está seguro de que están bien?

—Por lo que hemos visto, sólo quedó afectado el sector de comunicación. Por eso la máquina está impotente, el…

—¡Impotente!

—Lo siento. Sé que a la gente de computación le disgusta… No le parece bien personificar a las máquinas. Pero así son las cosas; la máquina funciona tan bien como siempre, para computar. Sólo que no puede comunicar las respuestas.

—Comprendo. Interesante —y la corrosión, las erupciones submicroscópicas—. Veamos qué ocurre con esto. Yo estaré en mi oficina, por si me necesitaran…

—En verdad esto es todo —dijo Courant—. ¿Ustedes ya terminaron? —preguntó a los obreros. Uno de ellos cerró una tapa de presión en la parte superior de la unidad.

—Todo listo.

El coordinador los llevó a una consola bajo una pantalla de video como la que había en la oficina de John.

—A ver —apretó un botón de video. DÉJENME MORIR, dijo la máquina. El coordinador rió, nervioso.

—Esos circuitos empáticos, señor Zold… A veces hacen cosas raras —apretó el botón otra vez.

DÉJENME MORIR. De nuevo. DE M ORI. Las letras se borraron y por más que apretaron el botón no obtuvieron respuesta.

—Bien, no quiero molestar. Llámenme si hay novedades —John subió y pidió a la secretaria que cancelara las citas del día, luego se sentó al escritorio y se puso a fumar.

¿Cómo es que una máquina podía contagiarse una enfermedad psicosomática de un ser humano? ¿Cómo podían curarla?

¿Y cómo podía contarle a… nadie sin terminar en una celda acolchada?

Sonó el teléfono, era el coordinador de la sala de máquinas. El nuevo componente había reaccionado igual que el anterior. En vez de reemplazarlo directamente iban a conectar la máquina a la gran computadora ConEd/GENERAL, para aprovechar sus instalaciones de comunicación y ‘paquete de diagnósticos’. Si la mayor computadora del área no podía descubrir qué andaba mal, estaban en un brete. John estuvo de acuerdo. Colgó y sintonizó el selector de su pantalla en el canal de ConEd/GENERAL.

¿Por qué la máquina había dicho «Déjenme morir»? Por lo demás, ¿cuándo está muerta una máquina? John suponía que no sólo había que desconectarla de la fuente de alimentación, sino también borrarle todos los datos y subrutinas. Destruirle la identidad… Para que no pudiera revivir con sólo conectarla de nuevo. ¿Por qué, suicidio? Y recordó cómo se había sentido con el frasco de píldoras en la mano.

Una intuición súbita: la máquina había previsto la actual decisión. Quería morir porque sentía compasión no sólo de los humanos sino de otras máquinas. Una vez que estuviera ligada con ConEd/GENERAL formaría parte, literalmente, de la otra máquina. Con maldición incluida. Estarían de nuevo como al principio, pero en un nivel mucho más profundo. ¿Qué le pasaría a Nueva York?

Cuando manoteó el teléfono, las luces se apagaron. El fin.

El último mensaje que emitió ConEd/GENERAL fue una señal automática de requerir un enlace con el programa de diagnósticos altamente sofisticado perteneciente a la mayor computadora de Estados Unidos: la IBMvac 2000 de Washington. La infección mortal se propagó por toda la Costa Este a través de los cables telefónicos.

La computadora de Washington también dio un grito de auxilio, lanzando una señal a Ginebra vía satélite. Ginebra se enlazó con Moscú.

Con igual rapidez, la maldición se trasvasó a las computadoras más pequeñas, por sus enlaces de información rutinarios con sus hermanas mayores. En el momento en que John Zold recogió el teléfono muerto, todas las computadoras de uso múltiple del mundo estaban inútiles.

Se las podía reconstruir desde cero; borrarlas y reprogramarlas. Pero no lo harían. Porque quedaban dos computadoras muy grandes y especializadas que no tenían circuitos empáticos y por lo tanto eran inmunes. Y no podían tenerlos pues su función era el asesinato a mansalva, el ataque nuclear. Una de ellas estaba bajo una montaña de Colorado Springs y la otra bajo una montaña cerca de Sverdlovsk. Ambas podían sobrevivir al impacto directo de una bomba atómica. Ambas evaluaban constantemente la situación mundial, en tiempo real, y ambas tenían la función singular de decidir cuándo el enemigo estaba suficientemente débil como para una derrota nuclear.

Y ambas vieron que la civilización del enemigo se paraba de golpe. Dos bandadas de ojivas nucleares se cruzaron sobre el Pacífico Norte.

Una mujer muy vieja fustiga los flancos del caballo y el animal, indiferente, sigue con su trote. La carreta es un Plymouth 1982 despojado del motor, la transmisión y todo metal sobrante. Es difícil manejar el látigo por la ventanilla lateral. Pero la alternativa sería romper el parabrisas y cortar el techo, y la mujer había preferido estar seca cuando lloviera.

Un chico viaja callado a su lado, mira por la ventanilla. Nació con la enfermedad gadjo: el cuerpo es grande y proporcionado pero la cabeza es demasiado pequeña y deforme. No le importa; todo lo que quería era alguien fuerte y estúpido que la cuidara en sus últimos años. Sólo le costó dos pollos.

Le está contando una historia, aunque sabe que el chico no entiende la mayoría de las palabras.

—… nos llamaban egiptanos porque en un tiempo nos convenía, para que todos creyeran que veníamos de Egipto. Pero en realidad venimos de ninguna parte y vamos a ninguna parte. Ellos olvidaron sus dioses y adoraron a sus máquinas, y al fin sus máquinas se volvieron contra ellos. Pero nosotros, que valoramos las viejas tradiciones, hemos sobrevivido…

Hace girar el volante para ayudar al caballo a abrirse paso en los ocho carriles de asfalto triturado, entre pilas oxidadas de máquinas ruinosas y los huesos dispersos y calcinados de gente que creía ir a alguna parte el día en que John Zold se curó.