Fue grato releer este cuento por los recuerdos que me evocó: nunca había escrito un relato en condiciones más placenteras. Aunque llegar a hacerlo fue bastante complicado, sin embargo.
Un domingo por la mañana me llamó Ben Bova, el director de Analog, y me preguntó si podía hacer un cuento para un número especial sobre Immanuel Velikovsky. Dijo que tenía en mente algo sobre el método científico. En ese momento me estaba preparando el desayuno, freía tocino, así que dije: bueno, te haré un cuento sobre Francis Bacon[7]. Casi todo lo que sabía de Bacon era que fue un filósofo notablemente ecléctico y en general se le atribuye la formulación del método científico. Y le sugerí a Ben una especie de cuento donde una persona célebre era un extraterrestre; Bacon se había extraviado para siempre en este planeta apartado y se ganaba la vida del modo que le resultaba más cómodo: siendo superior.
Todavía pienso que la idea es interesante. Si alguien quiere escribirla, me encantaría leerla.
En ese momento yo estaba terminando el último par de capítulos de una novela de aventuras. Mi esposa y yo volábamos a Jamaica el miércoles, y yo estaba empecinado en terminar el libro antes del viaje (que era de treinta minutos). Casi estaba disfrutando del papel de Superescritor, pero necesitaba un breve descanso, de modo que me encaminé a la biblioteca de la Universidad de Iowa entre el hielo y la nieve, pensando que encontraría una biografía de Bacon y un par de trabajos críticos para leer en Jamaica.
Bien, la universidad tenía unos 500 volúmenes de y sobre Francis Bacon, pero 490 estaban en latín, una lengua cuya sonoridad admiro. Del resto, realmente no pude encontrar alguno que luciera como lectura de vacaciones. Abandoné la idea de mala gana (no sin haber hecho una mención del Novum Organum en la novela de aventuras, para no dar por irremediablemente perdida esa mañana).
Se me ocurrió una idea más practicable, llamé a Ben y la aprobó. Entonces empaqué una máquina de escribir portátil junto con mi equipo de buceo.
De modo que escribí este cuento durante varias mañanas en la veranda de un magnífico hotel al norte de la bahía de Montego. El conserje tuvo la consideración de proveerme de una cafetera, y yo me sentaba a la sombra de la mañana, en la brisa fresca de la noche, observando a los extraños lagartos verdes que merodeaban en el linde de la luz, escuchando el oleaje manso, sorbiendo un fuerte café jamaicano, fumando fuertes cigarros jamaicanos, escribiendo con deliciosa tranquilidad. Con esa sensación inefable de un momento perfecto, un lugar perfecto, una ocupación perfecta: frágil, nostálgico, irrepetible e inolvidable.
Escribiendo en el crudo invierno de Iowa, ambienté la novela de aventuras en Key West y Haití. En el clima más benigno de este lado del Edén, escribí un cuento sobre un planeta barrido por tormentas devastadoras.
Hézte Lívro comtará la iztória del Hinséndio, i de porké Kada 80 anios los Onbres tubiéron ke hocultárse del Biénto i’l Mar i’l Ziélo.
I kómo los priméros Onbres fuéron al principio al Nórte par’uyr del Zol Hardiénte,
I de porké Dios despojó al Mnd de Bída kuando la Bída rresién komensáva.
Livrosánto 1, 1, 14
A Lars Martin le habían asignado el impopular puesto de auditor. Estaba sentado bajo un toldo en el muelle, junto a una balanza tomada del mercado. Tenía pilas de bolsas herméticas hechas de vejigas de pescado y una libreta con una nómina de la población de la aldea. Un platillo de la balanza sostenía dos pesas del tamaño de un puño, y en el otro platillo cada familia pesaría las posesiones personales que deseaba llevar en la migración hacia el norte. Las dos pesas que limitaban el equipaje sumaban menos de dieciocho kilos, de modo que los familiares discutían muchísimo entre ellos, y todos discutían con Lars.
Lars era normalmente el tenedor de libros (palabra que allí tenía un sentido muy literal) de la aldea, y tenía una letra muy legible y cierta facilidad para la aritmética, así que era un candidato lógico para el puesto. Pero también era un hombre caritativo, y le dolía ser inflexible con sus amigos. A su lado crecía una pila de tesoros abandonados: muñecas y ropas finas, cuadros y juegos de platos y cubiertos, joyas y hasta monedas. Y libros, que era lo que más le dolía a Lars. Él había escrito la mayor parte de ellos.
—Todavía está liviano, Fred —Fred no tenía familia, por lo que se le permitía llevar más peso—. ¿Por qué no te llevas uno de estos? —Lars había rescatado libros de los descartes, y los había ordenado con prolijidad en su mesa.
—Los he leído casi todos —dijo Fred; recogió el ejemplar de ‘Trabajos metálicos’—. Este lo sé de memoria. Lars revolvió la pila de monedas y lingotes que integraban todas las pertenencias de Fred.
—Cuando regresemos, valdrán más que el oro y la plata.
—A todos les dices lo mismo —rió Fred con desgana—. Sé cómo te sientes. También yo pierdo algunos de mis mejores trabajos.
—Es diferente —dijo Lars, harto de la obtusidad de todo el mundo—. Ya podrás hacerlos de nuevo.
—Tú puedes escribir los libros de nuevo.
—Dos o tres de ellos, sí —admitió—. Pero el resto… Me valdré de tu memoria para los trabajos metálicos, y de la memoria del viejo Johansen para la historia, y así sucesivamente. Y pediré libros prestados a otras aldeas. Cuando haya dinero. Y si tienen libros para prestar.
—Siempre nos hemos arreglado.
—No pienso lo mismo, Fred. Perdemos una cantidad de libros en cada Incendio. Fred se encogió de hombros.
—¿Te parece mal? Sólo perdemos los que nadie ha memorizado. Si sólo sobreviven los mejores, no lo considero una pérdida.
En parte Fred era franco, y Lars lo sabía. Pero también quería divertirse a costa de él. Lars enseñaba números y letras a todos los niños de la ciudad, y sabía que a veces trataba a los adultos como niños, por hábito o distracción, cuando había que explicar algo. Sorprenderlo en esto era considerado una humorada.
Tal vez era humor ‘de fronteras’, pero esa palabra había desaparecido de la lengua mucho tiempo atrás. La exploración era un lujo que la raza no podía costearse cuando una generación de cada cuatro tenía que afrontar un desastre planetario. Y las tres generaciones siguientes, tratar de recuperarse.
Llamaban a su planeta ‘el mundo’, y al sistema estelar doble al cual pertenecía lo llamaban ‘los soles’. La más brillante de ambas estrellas provocaba el Incendio con sus explosiones de cada ochenta y tres años.
Pero sus ancestros remotos, unos dos mil años antes, habían llamado al planeta Hijo del Jueves, cuando llegaron del espacio con tan pocos recursos que los ancianos de la nave habían preparado una lista para el canibalismo sistemático. Desde la órbita, Hijo del Jueves había parecido un milagro increíble: una esfera de cascos escarchados con verdes y pardos cálidos y azules titilantes. Aterrizaron y descubrieron que el suelo recibía bien sus semillas y plantas y una gran variedad de formas de vida pululaban en el mar. Pero los únicos animales terrestres eran unos pocos insectos y gusanos resistentes.
Llegaron a sospechar, aun antes de descender, que el planeta, pese a su aspecto hospitalario, sería un mundo bastante extraño. El astro primario era una estrella doble, y ambas estrellas y el planeta giraban en el mismo plano, tal como la Tierra, su Sol y Júpiter. El eje del planeta era exactamente perpendicular al plano de la eclíptica, de modo que sus estaciones (que eran caliente-templada-caliente-fría) se regulaban por los mutuos eclipses periódicos de las dos estrellas.
Pero ciertas características geológicas, y la aparente imposibilidad de que formas complejas de vida subsistieran en la superficie, instaron a los científicos a examinar más atentamente los soles gemelos. Descubrieron que el mayor de los dos era una nova recurrente. Cada ochenta años estallaría durante un período breve. En el pico de la turbulencia, una luz solar cien veces más intensa arrasaría Hijo de Jueves.
De modo que el primer Incendio no los tomó por sorpresa; habían tenido veinte años para organizarse. Pero no existía ninguna solución mejor para ese problema entre las posibilidades que tenían.
Podían tratar de sobrevivir como aparentemente lo hacían los peces, sumergiéndose en el océano hasta quedar aislados —tanto de la radiación como de las turbulencias meteorológicas— por una gran masa de agua. ¿Pero a qué profundidad era necesario que descendieran? No tenían tiempo ni materiales para sumergir un refugio en una zona realmente profunda. Y en los niveles superiores a la zona de seguridad las aguas presentarían un medio aún más hostil que la tierra. De modo que rechazaron esa alternativa.
Mas las Haguas zólo héran par’akellos del Mnd de’lHagua
Buestros Padrs zavían
I no para l’onbre pekaminózo el zinple Refujio del Mar
Buestros Padrs zavían
Livrosánto 1, 4, 26-29
También rechazaron la idea de enterrarse en el suelo, el recurso que usaban los animales primitivos para tratar de sobrevivir al holocausto. Aun en las mejores condiciones había un alto porcentaje de actividad sísmica.
Los polos eran una respuesta. Especialmente el polo norte, donde un cráter de paredes altas cerca de la cima del mundo constituía una especie de fuerte natural dentro de cuyas murallas nunca caían los rayos de los soles. Era terriblemente frío, desde luego, pero podían afrontar esa dificultad.
El transporte era un problema. El módulo que habían usado para explorar apenas podía llevar algo más que el piloto. Pero tenían herramientas y tiempo y abundaba la madera, así que abrieron varios manuales y aprendieron cómo construir embarcaciones y gobernarlas.
La solución última fue sencilla y audaz, según algunos temeraria. Consistía simplemente en volver la nave estelar a su órbita planetaria para que esperara el final de la tormenta en la quietud del espacio, protegida por la sombra de Hijo de Jueves. Pero los ingenieros no podían asegurar que la nave se elevaría apropiadamente, y mucho menos que realizara maniobras complejas.
Por último se dividieron en dos grupos, y la mayor parte de la colonia se dedicó a construir la flota que los llevaría al norte.
Adbirtiéron a kiénes vuskávan Refújio en los Ziélos
Buestros Pards zavían
Dijéron-Les. Dios no nos púso enste Mnd
Para dejárnos bibir
Buéstros Padrs zavían.
Livrosánto 1, 4, 34-37
El pequeño grupo que había optado por la nave estelar no tuvo mucha suerte. Los motores fallaron a menos de un kilómetro de altura y cayeron al mar. Durante muchos años los restos de la nave estelar fueron visibles en las aguas bajas, pero con el tiempo se transformó en el núcleo de un organismo resistente semejante a un arrecife de coral. Olvidaron dónde estaba, y en pocas generaciones su existencia misma pasó de la memoria a la historia oral, y por último al mito.
Los que habían ido al norte no tuvieron una travesía fácil. Más de la mitad pereció; algunos, de frío, durante el difícil trayecto del mar ártico al cráter, pero casi todos, en el punto culminante de esa tormenta de veinte días cuyos efectos fueron peores que los anticipados por el científico más pesimista. Quizá fue mejor, pues también perdieron más de la mitad de los alimentos y las semillas.
Sabiendo que los mares crecerían, habían trasladado las cosas que no pudieron llevar a los terrenos más altos. El ganado, las semillas y otros elementos imprescindibles fueron embarcados, junto con alimentos para un año, y zarparon rumbo a los hielos del norte. Allí desmantelaron las naves y las transformaron en trineos, y casi todos llegaron al cráter. Las paredes internas del cráter estaban tachonadas de cuevas; los nómades se refugiaron dentro y esperaron.
Pero las cuevas que estaban muy cerca del suelo del cráter —incluidas las que albergaban el ganado— se llenaron de agua hirviendo cuando arreció la tormenta. Habían zarpado con mil doscientas personas y ochocientas cabezas de ganado. Cuando salieron de las cuevas después que bajaron las aguas había quinientas personas, dos gallos y una gallina.
Sin animales de tiro, el regreso al mar fue mucho más lento que la llegada al cráter, aunque la costa estaba a menos de un tercio de distancia que antes de la tormenta. Pusieron ruedas a los trineos y empujaron y trajinaron en un cieno que ya estaba empezando a congelarse otra vez. Luego desmantelaron los trineos y volvieron a darles forma de naves, y regresaron por mares tibios al lugar que habían llamado Primus.
Que Primus estuviera bajo las aguas no sorprendió a nadie. Mucho más desconcertante fue que hubieran desaparecido las montañas y no quedaran rastros de los depósitos de bienes, libros y equipos. Muchos elementos irreemplazables se habían perdido, incluida la biblioteca de la nave y el equipo de clonación que les habría repuesto los rebaños de animales.
Lars Martin y sus contemporáneos no sabían nada de esto. Los únicos textos que habían sobrevivido de los ‘tiempos antiguos’ eran Los Sonetos de Wm. Shekspiir, doce de los cuales habían pasado de padre a hijo como tradición de una familia, y algo que se conocía diversamente como Libro Santo, Livrosanto o Livrosánto, pues la ortografía dependía ahora más de la opinión que de la autoridad. Este volumen era una mezcla de historia legendaria y guía moral, casi toda en versículos enclenques.
Lars había memorizado palabra por palabra el libro de Shekspiir, aunque guardaba un ejemplar como parte de sus escasas pertenencias. Y al Livrosánto lo estudiaba constantemente. No era que buscara allí preceptos morales; ya tenía sus propias ideas, bastante convencionales, y les era razonablemente fiel.
Fred siguió acicateándole.
—Como ese Libro Santo que lees siempre. Supongo que no pensarás que valga realmente más que medio kilo de semilla…
—Habla en serio, Fred.
—Hablo en serio —abrió un ejemplar del libro y hojeó las páginas arrugadas—. Hasta cierto punto. Tal vez es útil para asustar a los niños y mantenerlos a raya. Nada más.
—Te equivocas muchísimo. Es lo más parecido que tenemos a una crónica histórica. Lo demás es sólo lo que alguien contó a alguien.
—¿Siempre el mismo sonsonete? —cerró bruscamente el libro—. Alguien se puso a escribir e inventó todo eso. Algún cura —hacía más de tres generaciones que no había sacerdotes en Villa Samuel, y casi todos los pobladores compartían el desdén de Fred por esa profesión.
—No es exactamente así —empezó Lars, pero Fred le interrumpió con una risotada y un gesto contundente.
—Olvídalo. Hay mucho que hacer para perder el tiempo en discusiones ociosas —dijo, lo cual era cierto, y se alejó.
Meneando la cabeza, Lars guardó los metales preciosos de Fred en una de las bolsas de vejiga de pescado, la cerró y le pegó una etiqueta identificatoria. Asentó el contenido de la bolsa en su libreta y depositó lo registrado en una pila de bolsas similares. Miró de soslayo los soles bajos. Una hora más; luego llevaría las bolsas a la bodega de la nave y se iría a casa.
Pocos días después se habían hecho a la mar; ocho naves impulsadas por velas y también por remos, por si hubiera calma. Cada nave llevaba, repartidos con la mayor exactitud posible, un octavo de los recursos humanos de Villa Samuel. Casi todo el cargamento de la nave consistía en alimentos y semillas. Tenían que ahorrar alimentos para que les duraran un año o más, hasta que las aguas bajaran lo suficiente como para sembrar, y los peces picaran otra vez.
Cuando el viento y las corrientes estaban a favor, sobraba tiempo para ‘discusiones ociosas’. Lars, Fred y la alcalde de la ciudad, llamada Samuel a guisa de título, descansaban a la sombra tras una hora de limpiar pescado. El hedor era molesto, pues juntaban y guardaban las vísceras en una artesa a popa, para usarlas como carnada para otros peces.
Samuel estaba de bastante mal humor. Había sido granjera toda la vida y había trabajado el mismo terreno durante treinta años y dos matrimonios. En pocos meses más sus huertos y viñas estarían bajo cincuenta brazas de agua hirviendo. Si alguna vez volvía a sembrar, tendría que empezar desde los ripios de una cima montañosa y estéril.
Se cruzó de brazos en la barandilla y miró el agua azulada y oscura.
—Hablaste con un cura, ¿verdad?
—El de Villa Carrol —dijo Lars—. Cuando fui a copiar las anotaciones de nuestro Livrosánto.
—¿Te dió alguna respuesta? —la voz era casi un gruñido, aunque en realidad Samuel estaba al borde de las lágrimas—. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué apenas tenemos tiempo de empezar y luego…?
—Tenía todas las respuestas —dijo Fred—. ¿Verdad? Las tienen siempre. Lars se encogió de hombros.
—Tú conoces mi opinión.
—Sí, pero tú estás loco —Fred arrancó una astilla de la cubierta—. Sólo conseguirías medio voto.
—Qué bien si pudiéramos arreglarlo con votos… «Los soles no tendrían que estallar» —proclamó Samuel—. Votad sí o no.
—No se puede desechar lo que dicen los sacerdotes, sólo porque son sacerdotes. Ellos saben cosas…
—El problema de la mayoría de las personas —interrumpió Samuel— no es que no sepan muchas cosas, sino que casi todo lo que saben es erróneo.
—No deberías hablar así de ese hombre —dijo Lars—. Realmente imponía respeto. Pasó toda su vida, ochenta años, estudiando.
—Ahí tienes a Villa Carrol —dijo Fred—. ¿Estudiando qué? Cualquier cosa menos una profesión honesta.
—Tuvo lo que él denominó una llamada.
—Yo también. Dios me dijo en un sueño: «Fred, descansa y toma las cosas con calma. Trabajar en esa maldita fragua te saca una ampolla sobre otra». Nadie me cree, pero es cierto.
—La gente como ésa es inútil —dijo Samuel—. Son como esas cosas absorbentes que a veces encuentras en un pezgrís. Toman y no dan.
—¿Esa es tu opinión de mí, Samuel?
—No. Trabajas duro, lo sé. Una vez tuve seis niños en la casa, todos al mismo tiempo. No alcanzo a entender cómo te las arreglas con diez veces ese número.
—Procuro inspirarles ganas de aprender. Así callan y prestan atención, la mayoría.
—Eso está en la naturaleza de los niños —dijo Fred—, gratificar la curiosidad. Pero casi todos lo superamos con el tiempo. Tu amigo cura era sólo un niño con barba.
—Tal vez, en cierto sentido. Pero haberle conocido fue…, casi lo más importante que me ha ocurrido. Me hizo reflexionar sobre el Livrosánto. Fred rió.
—Entonces merecía que lo arrojaran al mar.
—¿Algo que te dijo? —preguntó Samuel.
—Algo que me mostró —dijo Lars, inclinándose hacia adelante—. ¿Nunca os conté sobre esto?
—A mí sí —dijo Fred. Samuel lo miró a los ojos.
—Creo que no —dijo ella. Para alentarlo.
—Despertadme cuando haya terminado.
—No me lo mostró personalmente —dijo Lars—. Estaba demasiado viejo para la travesía. Pero me dibujó un mapa y me hizo acompañar por un guía.
—¿Hasta dónde?
—Un lugar al sur de Villa Carrol. Una caverna en las montañas. ¿Recuerdas bien el capítulo cuatro del primer Testamento?
—Bien no. Es… sobre el primer Incendio, ¿verdad?
—Correcto —ignoró el bufido de Fred—. Cuenta cómo un grupo trató de escapar del Incendio embarcándose en la nave que los trajo aquí. Ascendieron nuevamente al cielo, pero la nave cayó y murieron todos.
—Lo recuerdo.
—Bueno, el Livrosánto dice que había cincuenta y uno, y dice que el capitán de la nave se llamaba Chu —se levantó—. Te mostraré; deja que te trai…
Samuel lo hizo sentar con un gesto.
—Creeré en tu palabra. Continúa.
—Naves en el cielo —rezongó Fred.
—Había palabras en esa caverna, talladas en la roca. Era difícil leerlas… Tan antiguas, que la roca misma se estaba desmenuzando, a pesar de que era en el interior, protegida del viento y el agua. La escritura era muy extraña, en un estilo que nunca había visto antes. Decía: «En memoria de las primeras víctimas de la nova…». No sé qué significa esa palabra, pero es obvio que se refiere al Incendio. Y después sigue una lista de cincuenta y un nombres. El primero es Chu.
—No prueba nada —dijo Fred abriendo un ojo—. Claro que puede ser antigua. Pero aun si fue escrita por el mismo grupo de curas que escribió el Libro Santo, sigue siendo un cuento de viejas.
—Pero Fred… Hasta tú, Fred, deberías admitir que existe una mínima posibilidad de que la inscripción sea real, de que conmemore algo que sucedió.
Fred le sonrió y cerró nuevamente los ojos.
—Naves en el cielo.
—… y si esa parte del Livrosánto es cierta, tal vez otras también lo serán. Sin duda lo son.
—¿Como lo de venir de otro mundo? —dijo Samuel—. ¿Tras veintiocho años en una nave que volaba a través del aire?
—A través del cielo, no del ‘aire’. Dice que no había aire.
—Eso no lo hace más creíble —dijo ella.
—Bueno, quizás esa parte no sea estrictamente cierta —concedió Lars—. Podría ser el resultado del error de algún copista hace muchos siglos.
—Es la primera idea sensata que se te ha ocurrido en varios minutos —bostezó Fred.
—Pero te diré una cosa. Hasta eso podría defenderse. El hecho de que no haya aire.
—Yo no podría —dijo Fred—. Ni lo haría.
—Cuanto más subes por una montaña, más te cuesta respirar. Parece lógico que si subes demasiado, te quedes absolutamente sin aire.
—Pero…
—¡Y ellos estaban tan alto que les llevó veintiocho años descender!
—Pero si no hay aire…, ¿qué hay? Lars se encogió de hombros.
—Cielo. Solamente cielo.
—No olvides las estrellas —dijo Fred—. Estaría lleno de ellas por todas partes, como bichos de luz…
—Tal vez sí. También es posible que estén demasiado lejos; jamás terminarías de acercarte a ellas.
—Tal vez, tal vez. Tal vez deberías intentarlo… Subir a ese aire poco denso para ver si te despejas.
—Algunos estamos un poco preocupados, Lars —dijo Samuel—. Pasas tanto tiempo estudiando ese Livrosánto… Y todos esos mapas y bocetos y demás.
—Hago mi trabajo.
—Sé que lo haces. Sólo que parece un lamentable desperdicio de tiempo y talento —entre otras cosas, Lars había reinventado la bomba de agua y diseñado un sistema de flotación para los compases—. Necesitamos toda tu inteligencia para la reconstrucción.
—También haré mi trabajo —se recostó contra la baranda—. Pero no os dais cuenta… Nos condenamos a nosotros y a nuestra descendencia a… Aseguramos que la vida no cambiará nunca. ¡Y claro que así jamás cambiará…! A menos que algunos desperdicien su tiempo y su talento en pensar por qué ocurren las cosas.
—Las cosas ocurren —dijo Fred, somnoliento—. Eso es todo.
Abézes mui kaliénte vrylla l’ojo del Ziélo, I amenúdo s’hzoskurese zu haurio zemblante, I toda vellésa halguna bes dekáe…
Shekspiir 18, 5-8
El Incendio Vigésimocuarto no fue ni más ni menos severo que los veintitrés que lo habían precedido. La gente estaba mejor preparada que en los primeros, y rara vez se perdían más que uno de cada cinco hombres y mujeres adultos, aunque los niños y los viejos tenían una tasa de mortalidad más elevada.
El mundo se había preparado igual que durante millones de años. Antes del repentino estallido de la nova, los peces buscaban las aguas frías de las profundidades para estivar. Los insectos se tejían crisálidas de plata, y las semillas de la temporada se arropaban en trajes protectores de fibra dura.
Y en el momento indicado, en un solo día, el resplandor de un sol se intensificaba cien veces y soltaba una tormenta de fuego que recorría el mundo de polo a polo con el alba. Se consumían los fuegos y el mar empezaba a humear, después a hervir. Un brutal viento de ozono y vapor recalentado dispersaba las cenizas del mundo. El mar crecía y se derramaba bullente en las llanuras estériles. Cuando la nova se apagaba empezaba a llover.
En la precaria seguridad de las cavernas, los hombres y mujeres se agazapaban alrededor de lámparas fluctuantes, sin poder dormir ni hablar a causa del gemido maniático del viento; un viento que en un par de días estamparía su efecto erosivo sobre el hielo polar; un viento que arrastraba grandes peñascos como copos de granizo; un viento que arrancaba las carnes de los huesos y luego las desperdigaba en medio mundo.
La primera lluvia hirviendo cayó y se evaporó en el cielo. (El planeta que había lucido tan verde y hospitalario fulguraba con una blancura pareja y siniestra). Después de un tiempo parte del agua bajó del cielo y la tormenta planetaria se redujo a un mero huracán. Llovió, con fuerza y en abundancia.
Cuando salieron de los refugios, la lluvia era apenas una niebla tibia. Cuando organizaron la caravana, un cielo profundo y azul asomaba a veces entre las nubes, y los soles despuntaron varias veces por día en su trayecto a lo largo del horizonte. El lodo empezó a congelarse y dejaron el cráter polar el día de la primera nevisca.
Regresaron a las islas que habían sido las colinas que rodeaban Villa Samuel. Sólo habían perdido 178 personas, y otras noventa habían logrado sobrevivir también a la tormenta, pero la embarcación donde viajaban desapareció misteriosamente una noche.
Lars descubrió la colina donde había enterrado un cofre lleno de libros y otros artículos de valor. La había señalado sujetando una cadena larga a una manija del cofre y dejando sobresalir un tramo del suelo.
Nunca encontraron la cadena.
Echaron abono en la ladera de la colina y plantaron arroz y cebada; luego remaron hacia las otras colinas e hicieron lo mismo, y esperaron que las aguas abandonaran los campos.
Pasarían quince años antes de la primera cosecha abundante.
Samuel y Lars fueron amigos a través de los años; por un período breve y embarazoso hasta fueron amantes. Pero las burlas de Fred hacia Lars fueron cada vez más ácidas a medida que aumentaba la convicción de Lars sobre su teoría de que el Livrosánto era una verdad oculta y literal. Casi todos los pobladores de Villa Samuel pensaban que Lars era un hombre valioso, aunque algo excéntrico, pero Fred encabezaba una minoría que retiró a los hijos de la escuela para que no les enseñaran mentiras. Lo cual divirtió al resto de la población. Las historias de Lars eran delirantes, pero esas fábulas captaban la atención de los niños y les daban algo de qué hablar. La vida ya era bastante amarga, ¿por qué privar a los niños de una pequeña chispa de fantasía, por tonta que fuera?
Lars había terminado de ordenar las tablillas aritméticas y estaba escribiendo los nombres de los niños en la pizarra, por orden de calificación. Tal vez Fulano se empeñaría más si viese su nombre al pie de la lista. Se volvió al oír un carraspeo.
Un extraño con aire tímido esperaba a la puerta, y al verlo Lars casi dejó caer la tablilla que tenía en la mano. Hacía quince años que no veía a nadie que no conociera;
—Eh… ¿En qué puedo servirte?
—Eres el tenedor de libros de la aldea —el hombre era doblemente extraño por ser rubio, un rasgo tan raro en la reserva genética de Villa Samuel que ni un solo individuo de la generación de Lars lo compartía.
—Así es.
—Bueno, yo también. De mi propia aldea, quiero decir. Al Sudeste de aquí: Fredrik. Lars la había oído nombrar.
—Ven, siéntate —se acercó a los pupitres que ocupaban los niños más grandes—. ¿Estás de viaje?
—Copiando, ante todo. Perdimos demasiados libros en el último Incendio.
—Quién no. ¿Puedes pagar? El rubio meneó la cabeza.
—No. Pero puedo ofrecerte algo a cambio…, si te interesa alguno de los treinta y pico de libros que poseo —y abrió una bolsa de cuero curtido.
Lars rebuscó entre los libros mientras el extraño echaba una ojeada a la pequeña biblioteca de Villa Samuel. Lars decidió que copiaría ‘Costura’ y ‘Construcción de molinos’, y a cambio cedió el derecho de copiar ‘Trabajo metálico’ y ‘Computación’.
El hombre, que se llamaba Brian, se quedó un mes para copiar con Lars. Se hicieron buenos amigos; compartían las comidas (con la mayor parte de los hombres y mujeres solteros de la aldea) en casa de Samuel; bebían vino dulce ante el hogar e intercambiaban ideas hasta horas tardías. Cuando se llamaba a Lars para que ayudara a cortar en lonjas un gran pez, Brian se encargaba de la escuela por un día, y enseñaba a los niños rimas y canciones.
Pero cuando el mes pasó, Brian tuvo que mudarse a la otra aldea. Y entonces pidió a Lars que lo acompañara hasta el río.
A esa hora de la mañana no había nadie más a orillas del río, pues los botes pesqueros se hacían a la mar con las primeras luces. Era un día fresco y ventoso, y el nuevo bosque del otro lado del río entonaba una música suave cuando el viento atravesaba los tallos altos y huecos de los árboles jóvenes, parecidos a bambúes.
Era un modo grato de iniciar un viaje, y un ambiente más que apropiado para una despedida. Pero Brian depositó sus cosas en el puente-balsa de poleas y luego lo abordó en silencio como si se dispusiera a partir sin una palabra, sin un apretón de manos. Se volvió hacia Lars con un semblante más triste que el que la ocasión sugería, y dijo, de pronto:
—Lars, te diré algo que nunca he dicho a nadie, y que nunca repetiré. No debes hacerme una sola pregunta; nunca debes contar a nadie lo que voy a decirte.
—¿Qué…?
Brian se apresuró a continuar.
—Todo lo que piensas sobre el Livrosánto es verdad. Lo sé muy bien, pues yo… Yo no he nacido en este mundo. Soy un observador, el último de muchos, de Tiurra. Que no es un mito sino un mundo que de veras existe en el cielo. El mundo del cual vinieron todos los hombres.
—¿De veras…?
—No puedes contar a nadie esta verdad por la misma razón que yo no puedo. Alentaría esperanzas falsas. Hace cincuenta años redescubrimos este mundo, e inmediatamente iniciamos los preparativos para trasladaros de este mundo… inclemente, a Tiurra, o si queréis, a otro mundo, similar a éste pero más benigno. Podemos construir una flota de naves celestiales con capacidad para todos… Y se está construyendo. Pero eso lleva tiempo. Muchas generaciones.
—Creo que entiendo —dijo Lars, pensativo.
—Habrá dos Incendios más antes que se pueda llevar a cabo el rescate. Tú conoces la naturaleza humana, Lars.
—Para esa época… No os saludarían como salvadores —convino Lars—. El recuerdo se enturbiaría y seríais acusados de negarles la libertad, en vez de que os la agradezcan.
—Exacto.
Se miraron fijamente un largo instante.
—Entonces —dijo Lars con lentitud—, lo que quieres de mí es que deje de enseñar la verdad, ahora que sé que es la verdad.
—Temo que sí. Por el bien de las generaciones futuras —el emisario esperó con paciencia mientras Lars cavilaba el asunto.
—De acuerdo —dijo apretando los dientes—. Lo prometo.
—Sé lo que eso significa. Adiós, Lars.
—Adiós —se volvió abruptamente para ahorrarle a un joven el espectáculo de un viejo lagrimeante, y desanduvo pesaroso el camino a la escuela. Hoy, alumnos, estudiaréis división, el uso de la coma, y alfarería. Y mentiras.
Brian observó como el viejo se alejaba y luego cruzó al otro lado del río. Echó a andar hacia Villa Carrol y no le sorprendió encontrar un hombre esperándole en el primer recodo.
—Hola, Fred.
Fred se levantó, sacudiéndose los pantalones.
—¿Cómo te fue?
—Creyó hasta la última palabra. No tendrás más problemas.
Fred le entregó un saco de monedas de oro. Brian lo sopesó en la palma y lo echó en su bolsa sin contarlas.
—El viejo me simpatizaba —dijo—. Me siento como un pezgrís.
—Fue necesario.
—Fue cruel.
—Estás a tiempo de devolverme el oro.
—Estoy a tiempo —Brian se echó la bolsa al hombro y enfiló hacia el sur, hacia la aldea donde había nacido.