Este cuento empezó con una pluma estilográfica que perdía, siguió con un viaje imaginario a la luna, y terminó con mi hermano. Mientras volaba en un jet sin demasiada presión, leí un cuento en The New Yorker. El cuento era mediocre —ni siquiera recuerdo el nombre del autor— pero manejaba eficazmente una triquiñuela con el punto de vista y pensé que algún día podría servirme. Encontré un papel e hice una nota. La nota era un embrollo, igual que mi bolsillo, pues la falta de presión en la cabina había dado a mi pluma una nueva sensación de libertad. Perdí la nota, tal vez antes de bajar del avión, pero recordé que la había tomado.
La segunda escena es quizás un año después, cuando pasé por el despacho de Analog para fastidiar a Ben Bova, que me estaba esperando: En una gran colonia lunar —preguntó—, ¿qué harían con todos los cadáveres? Dije que los reciclarían, la respuesta convencional; los triturarían y dispersarían en los cuarenta grados de latitud norte. No —dijo—, los elementos de un cuerpo humano son una fracción insignificante de la biomasa total necesaria para una colonia grande, así que podrían hacer lo que se les antojara con los cuerpos. Sugirió que mucha gente optaría por ser ‘sepultada en el espacio’ en una cápsula funeraria. También sugirió que le escribiera un cuento con el tema. Y le dije que sí, algún día, ahora tenía mucho que hacer.
Mi hermano Jack también es escritor, y de los buenos. Ben llamó para decir que le compraría un cuento a Jack, así que necesitaba uno mío para el mismo número pues de lo contrario los lectores se confundirían. Tuve que rendirme ante su lógica.
De todos modos había estado pensando un cuento sobre el viaje en el tiempo. Las lenguas naturales, se dice, no pueden encarar directamente el viaje temporal porque sus estructuras temporales están adaptadas al tiempo como una calle de un solo sentido. No estaba dispuesto a fabricar un nuevo conjunto de tiempos verbales para acomodarlos al viaje en el tiempo pues resultarían incomprensibles para todos los lectores, incluso yo mismo. Pero sí, veía un modo de adoptar esa triquiñuela del New Yorker y retorcerla como una cinta de Moebius, al menos para sugerir la complejidad de la situación.
Hasta había un modo de incluir las cápsulas funerarias de Ben, y también de rendir un homenaje a dos de mis cuentos de ciencia ficción favoritos: El hombre que vendió la luna y Todos ustedes, zombies, ambos de Robert Heinlein.
El Hombre Que Posee La Luna, le llamaban mientras vivía, y El Hombre Que Poseía La Luna después, durante un tiempo. D. Thorne Harrison: Nacido en 1990 en una mísera localidad de Arkansas. Educación formal terminada en 2005, cuando se fugó de un reformatorio estatal. Diez años de ocupaciones varias dentro y fuera de la ley. Ambición y poder crecientes; a los treinta y cinco años, billonario y presidente de una corporación diversificada, en su mayor parte, legal. Suerte, lo llamaba él.
Nuestro planeta no le bastaba. Una semana antes de cumplir cuarenta, Harrison despidió al directorio y liquidó una fortuna formidable. Gastó hasta el último céntimo en el desarrollo y explotación de la propulsión Adams-Beeson. Puso el viaje espacial al alcance de todos los que pudieran costeárselo. Compró un terreno en la Luna para darles un sitio adonde ir. Cúpulas de placer, ciudades de recreo, safaris para ricachones ahítos. Hizo cuanto pudo por comprar los votos para iniciar la transformación de Marte.
Cuando el primer hilillo de agua se arrastró por la Gran Grieta, Harrison yacía en un hospital geriátrico de su propiedad, en Ciudad Copérnico, con ciento veinte años de edad. Tal vez la excitación le aceleró la muerte.
—¡Adelante adelante adelante!
Por el largo corredor blanco dos enfermeros empujaban el carro macizo dando largos brincos en la gravedad lunar. El carro estaba atiborrado de máquinas que rodeaban el vestigio frágil de un cuerpo humano: el ciborg muerto del doctor Thorne Harrison. Por las venas laxas circulaba fluorocarbono oxigenado para hacer pensar al cerebro que todavía vivía.
Entrada en la sección de criónica, camilla frenada de golpe junto a la cámara fría, tubos y alambres desprendidos y cadáver deslizado sin ceremonias. Cámara cerrada, bombeada, activada: cuerpo transformado en cuarzo frío.
—Buen trabajo —y sin la fútil esperanza de una futura resurrección. Los chiflados tuvieron un gran día.
Harrison había encerrado su cuerpo congelado en una cápsula de espacio/tiempo para ser lanzado hacia el centro de la Galaxia. En la cápsula había también pilas de cristales con films (junto con un visor) que describían detalladamente la naturaleza y logros de la humanidad y varios objetos pequeños de arte.
Una clase de lunáticos pensaba que Harrison había traicionado a la humanidad por haber suministrado un mapa para rastrear la Tierra a las hordas conquistadoras de extraterrestres. Los detalles de lo que nos harían, y el porqué brindaban una refracción interesante de las chifladuras individuales de cada lunático.
Una especie más moderada asumió a priori que una raza capaz de descifrar el mensaje y venir a visitarnos por fuerza tenía que estar más allá de la agresión y otras pasiones degradantes; observarían, tal vez ayudarían.
Ambos grupos suministraron material para ensayos solemnes, fáciles tesis de licenciatura y religiones evanescentes. Otras opiniones:
«Me alegra que el viejo loco haya podido gastar el dinero a su antojo».
«Inexcusable despilfarro de recursos artísticos irreemplazables».
«Pudo haber usado el dinero para alimentar a la gente».
«Un gesto quijotesco; la escala temporal es demasiado vasta».
«Habremos muerto mucho antes que alguien lea el maldito mensaje».
«Tengo cosas más importantes de qué ocuparme».
Nada de lo anterior es cierto.
Presuntamente el conversor Adams-Beeson en miniatura aceleraría la cápsula muy lentamente durante un siglo, hasta que ya sin combustible la nave habría alcanzado una pequeña fracción de la velocidad de la luz. Atravesaría las inmediaciones de Antares en cinco mil años.
La cápsula tenía un generador de señales preprogramado, alimentado por la luz estelar. Acumularía energía durante diez años consecutivos, luego enviaría un mensaje en la longitud de onda de 21 centímetros. El mensaje duraba noventa minutos y se repetía tres veces; cualquier idiota con un enorme radiotelescopio y los correspondientes prejuicios ontológicos podía decodificarlo: «Soy el artefacto de una raza inteligente. Mi curso es tal y cual. Agárrenme si pueden».
Lamentablemente la nave arrastraba un campo magnético bastante potente y respondió con exactitud a las ecuaciones de Maxwell. El curso la llevó a través de una nube de plasma tenue pero muy extensa y con los años viró paulatinamente a la derecha mientras perdía aceleración. Cuando salió de la nube apuntaba otra vez hacia la Tierra y se desplazaba a modesta velocidad.
En veinte mil años pasó por donde había estado la Tierra (pues el Sol había seguido sus vagabundeos naturales) y siguió arrastrándose rumbo al frío abismo intergaláctico. Todavía enviaba sus señales cada década, pero hacía ya mucho tiempo que nadie les prestaba atención.
Desperté con un gran dolor que se aplacó enseguida.
—¿Cómo se siente? —me preguntó una enfermera joven y bonita con uniforme verde y almidonado. No respondí inmediatamente; había algo raro: en ella, el cuarto del hospital, la cama… Los bordes eran raros, demasiado marcados, como un…
—¿Cómo se siente? —preguntó una enfermera fea y madura con uniforme verde y almidonado. No había visto el cambio—. ¿Está mejor así? Le dije que no importaba demasiado. Mi cuerpo, mi cuerpo tenía cien años menos. La mente despejada, los brazos y piernas poblados de músculos tensos. No sentía órganos desfallecientes. Estoy muerto, le pregunté; le dije.
—En verdad no —dijo ella, y la pesqué en un cambio: un centelleo y un clic. Ahora un médico de cabello blanco con aire académico—. Ahora no. Estuvo muerto, mucho tiempo. Lo hemos reconstruido.
Le pedí que él/ella adoptara una forma y la conservara. ¿Me habían sacado de una cápsula, congelado?
—Sí. Las cosas resultaron más o menos como usted las planeó. Le pregunté qué quería decir más o menos.
—La cápsula viró y perdió velocidad. Pasó mucho tiempo antes que lo detectáramos.
Me senté en la cama y lo miré fijo. Si yo no parpadeaba él no cambiaría. Cuánto tiempo, le pregunté.
—Casi un millón de años. 874.896 desde el momento del lanzamiento. Bajé de la cama y mis pies tocaron arena caliente.
—Lo siento —baldosa fría.
Le pregunté por qué no me mostraba su forma verdadera. Soy demasiado viejo para que me asusten los cucos. Adoptó su forma verdadera y le pedí que adoptara una de las anteriores. No sabía a cuál de los extremos hablarle.
Mientras se transformaba de nuevo en doctor, el cuarto se disolvió y estábamos en una vasta llanura de arena oscura y parda, entre dunas regulares. La vaga sombra frente a mí se alargó mientras observaba; me volví a tiempo para ver la Vía Láctea, bastante brillante, que se deslizaba hacia el horizonte. No había estrellas.
—Sí —dijo el doctor—, estamos en el confín de su Galaxia —una especie de sol despuntó en el horizonte opuesto; rojo pálido y enorme, con bordes nebulosos. Una gigante infrarroja, me dijo mi memoria.
Le dije que agradecía la reconstrucción y pregunté si podía serles útil. ¿Instruirlos sobre el pasado remoto?
—No, hemos aprendido de usted todo lo posible mientras lo restaurábamos —sonrió—. Por el contrario, nosotros estamos en deuda con usted. ¿Podemos devolverlo a la Tierra? Este planeta es adecuado para nosotros, pero temo que usted lo encuentre aburrido…
Le dije que me gustaría mucho volver a la Tierra, pero que antes quería conocer un poco ese mundo.
—Todo mi mundo es como esto —dijo—. Vivo aquí por la falta de variedad. Otros de mi especie viven en sitios similares. Le pregunté si podía conocer a alguno de los otros.
—Me parece que sería imposible. Se negarían a verlo, aunque yo deseara llevarlo —tras una pausa añadió—: Política, si usted quiere. Déme —me tomó la mano y nos elevamos, y su estrella se redujo a una mota pálida y desapareció. La Galaxia se agigantó y de pronto nos engulló y las estrellas corrían alrededor.
Le pregunté si era teleportación.
—No, es sólo una máquina. Como una nave espacial, pero más rápida, más eficiente. Menos eficiente en un sentido.
Iba a preguntarle cómo podíamos respirar y hablar, pero su cara de fatiga me interrumpió. Parecía fluctuar como para cambiar otra vez de forma. Pero no cambió.
—Esto debería interesarme —dijo cuando una estrella amarilla resplandeció más y luego se hinchó hasta transformarse en el viejo Sol—. Hace diez, doce mil años que no pasaba por aquí —la esfera azul y verde de la Tierra estuvo de golpe bajo nosotros, y nos detuvimos un momento— es un viaje corto, pero no salgo muy seguido —dijo, disculpándose.
Mientras descendíamos a la superficie, caía el sol en África. La forma de la costa occidental no se notaba demasiado diferente.
El Atlántico pasó debajo de nosotros como un borrón y aterrizamos en alguna parte del noreste de Estados Unidos. Nos posamos en un campo de pastoreo. La alambrada, contra toda probabilidad, parecía del mismo duramyl lustroso que yo recordaba de mi niñez.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
Dijo que estábamos al norte de Canaan, Nueva York. Pocos kilómetros al oeste había una autopista; yo podía encontrar un autobús y abordarlo. Ahora fluctuaba muy rápidamente, y aun cuando era visible, podía ver la hierba a través de él.
—¿De qué está hablando? —dije—. No pueden tener, no tienen paradas de autobuses y autopistas un millón de años en el futuro.
Me observó con borroso desdén y dijo que estábamos a sólo cinco o diez años en mi futuro; es decir, después del año de mi nacimiento. A lo sumo veinte. ¿No sabía nada de relatividad?
Y desapareció.
Un granjero caminaba hacia mí empuñando una guadaña de aspecto perturbador. En ese campo no tenía ninguna aplicación, salvo en mi persona.
—Buenos días —le dije, entonces vi que era de tarde.
Llegó a un metro de mí y se plantó con cara de pocos amigos. Ladeó el cuerpo para mirar a mis espaldas.
—¿Dónde está el otro?
—¿Quién? —casi le dije que yo me preguntaba lo mismo—. ¿Qué otro? —miré por encima del hombro. Se frotó los ojos.
—Malditas lentes de contacto. Entonces, ¿qué hace usted en mi propiedad?
—Me perdí.
—¿No sabe lo que es una alambrada?
—Sí, señor. Lo siento. Iba a casa para preguntar hacia dónde queda Canaan.
—¿Por qué va por ahí con ese disfraz encima? —yo vestía un duplicado del sobrio traje de ejecutivo con que habían amortajado a Harrison.
—Es la moda, señor. En la ciudad. Meneó la cabeza.
—Esta juventud. Vea, cruce aquella alambrada —señaló— y siga derecho hasta llegar a la carretera. Ponga atención, no toque la alambrada y cuidado con mis legumbres. Al llegar a la carretera tendrá Canaan a la izquierda.
—Gracias señor —se había vuelto y caminaba a las zancadas hacia la casa. En la parada de autobuses el calendario rezaba 1995.
No es fácil quedarse sin un céntimo en la ciudad de Nueva York, sobre todo con un cuerpo de veinte años y más de un siglo de experiencia en separar lo más posible a la gente de su dinero.
A la semana, el hombre que había sido Harrison estaba viviendo en un departamento de primera tras la protección del muro del East Village, con suficientes ahorros para comprar tiempo para pensar.
No quería ser Harrison de nuevo, de eso estaba seguro. Además del tedio de vivir otra vez la misma vida, a los cincuenta años había comprendido (como Harrison) que su existencia no era especialmente feliz, físicamente consagrada a acumular riquezas y poder, sin confiar en nadie y sin nadie que confiara en él.
Además Harrison era un niño de cinco años en Arkansas, y apenas empezaba las dos décadas de mala suerte que precederían un siglo de viento en popa.
Sintió un escozor repentino y frío.
Fue a la biblioteca y buscó microfilms de los Forbes y Bizweek de los últimos años. Y averiguó quién era él, por omisión.
Por menos de mil dólares se compró un pasado. Unos pocos documentos acordes con las falsificaciones insertas en los bancos de datos del gobierno. Luego unas pocas inversiones aparentemente ilógicas que lo hicieron millonario en menos de un año. Después compró una empresa electrónica obsolescente y le puso su nombre: Electrónica Lassiter.
Se dejó una barba que sabía que pronto iba a encanecer.
La firma prosperó. Compró una fábrica de plásticos y la re-bautizó Industrias Lassiter. Luego la mayor imprenta de Pennsylvania. Después una flota pesquera.
En 2010 hizo lo posible por asistir a una partida de dados en Galveston, donde perdió una suma enorme con un joven de mirada dura que sabía tirar los dados. Lassiter era mejor, pero jugó para perder. Dos días antes Harrison había cumplido veinte años, y fue su primer golpe de suerte.
Un banco pequeño, luego uno grande. Una firma aeroespacial. Textiles. Una sección de una fábrica orbital: microcomponentes y cristales de datos. Ahora, llamada Lassiter Ltda.
En 2018, todavía empeñado en fraguar su destino, contrató al joven D. Thorne Harrison como analista de tiempo y movimiento, sabiendo que todas sus credenciales eran falsas. Permitiría a Harrison obtener información valiosa.
En 2021 era secretario del vicepresidente a cargo de la producción. En 2022, vicepresidente; el miembro más joven del directorio, y sabía cosas interesantes sobre otros miembros.
En 2024 Harrison presentó a Lassiter documentos según los cuales controlaba el cincuenta y uno por ciento de los votos de Lassiter Ltda. Venía dispuesto a pelear. En cambio, Lassiter se conformó con una suma en efectivo asombrosamente pequeña y se perdió de vista.
Con media vida por delante y dinero suficiente para mucho más, Lassiter se compró viviendas confortables en París, Key West y Colorado, y variaba según el clima y la estación. Dedicó unos años a un apacible viaje alrededor del mundo. Encauzó sus considerables energías mentales al mundo del arte y no a las finanzas. Se transformó en un consumado clavicordista, y fue célebre en la vanguardia por sus composiciones neopuntillistas: esculturas de luz congelada, cuidadosos estallidos láser apresados en un cubo de gelatina fotosensitiva. Ese hombre tan capaz en dos campos aparentemente antagónicos fascinó a mujeres hermosas.
Siguió de cerca las peripecias de Harrison: la liquidación de 2030, la compra del conversor Adams-Beeson (que para muchos observadores fue un desatino), la inversión de una fortuna en la Luna que luego se centuplicó.
Y mientras los catalizadores ecológicos se sembraban en Marte y Harrison envejecía, Lassiter agonizaba en Key West:
En la brisa salobre de una veranda abierta, firme en la negativa de entorpecer el final con tubos intravenosos y asistentes apresurados y aire frígido y esterilizado, había encomendado a su enfermera un encargo que le llevaría mucho tiempo, pronunciando las últimas palabras con calma y seguridad, ocultando el dolor que le punzaba el pecho. Abajo la casa estaba llena de admiradores que lo lloraban, amigos que no había comprado, y mientras el azul pálido se volvía rojo oscuro, se consideró un hombre muy feliz y se preguntó cómo lo haría la próxima vez, en el supuesto de que él fuera el titiritero…, pese a que Alguien daría el último tirón.