LA GUERRA PRIVADA DEL SOLDADO JACOB

Este es el cuento más corto de todos los que he escrito, aunque podría escribir un libro sobre su origen y significación. En cambio, permítanme citarles la observación de un amigo mío sobre Trampa 22:

Nadie que no haya estado en el ejército puede entender el libro de veras. Creen que es ficción.

Con cada paso el talón de tu bota rechina en el polvo reseco y tu pie titubea, se hunde en unos centímetros de talco rojo, y después lo levantas con otro crujido. Cincuenta hombres que marchan en fila por este desierto… Suenan como un gran cuenco de cereal para el desayuno.

Jacob sostuvo el proyector láser con la mano izquierda y se frotó la derecha en el polvo. Luego lo cambió de mano y se frotó la izquierda en el polvo. Las manijas de plástico se ponían muy resbalosas después de transpirarlas el día entero, y no convenía perder el maldito artefacto cuando rodabas, tropezabas y repatabas hacia el enemigo, y la correa no podías usarla más que en los desfiles; un técnico imbécil dedujo dónde ponerla, demasiado alto, quítate esa cosa si puedes. Y también te quitas el casco… Igual era más seguro llevarlo puesto. Así decían. Y eran muy estrictos, especialmente con los cascos.

—Pon buena cara, Jacob —el sargento Melford siempre era todo sonrisas y ademanes antes de una batalla. También durante una batalla. Le sonreía a la maraña de alambre y bromeaba con sus hombres mientras se abrían paso— si vas demasiado rápido te atoras y si vas demasiado lento te incineran —y sonreía tristemente cuando anulaban a uno de los suyos y soltaba un alarido feliz cuando veían primero al enemigo y se alegraba cuando anulaban a un enemigo y nada más que sonrisas sonrisas sonrisas durante todo ese condenado desbarajuste.

—Si dejara de sonreír tan sólo una vez —le dijo una vez a Jacob el joven-viejo Addison, hace mucho—. Si sólo una vez llorara o pusiera cara larga, habría cincuenta fulanos esperando la primera oportunidad para anular a ese hijo de puta. Mira bien dentro de ti mismo —explicó— la próxima vez que sigas a ese loco hijo de puta al infierno y vuelvas y dime qué fue lo que sentías por él.

Jacob no era idiota, y ese día y éste vigiló atentamente lo que sucedía debajo de su casco. El efecto que le causaba el viejo sargento Melford era principalmente alegrarlo de no estar loco como él, y por difíciles que fueran las cosas al menos Jacob no se divertía como ese chiflado sargento Melford con su sonrisa burlona.

Quería decírselo a Addison y preguntarle por qué a veces sentías miedo o ganas de vomitar y mirabas a Melford y lo veías desternillándose de risa, de pie sobre un cuerpo asado y humeante, y también sonreías, estabas loco de remate o qué diablos. Addison tal vez le habría dicho algo a Jacob, pero el caso es que recibió una descarga baja que le hirió las dos piernas y las ingles y tardó mucho en recobrar el conocimiento y entonces ya no era joven-viejo sino simplemente viejo. Y ya no decía demasiado.

Con las dos manos firmes y sucias, para aferrar bien las manijas de plástico, Jacob se sintió más seguro y le devolvió la sonrisa al sargento Melford.

—Tendremos un buen baile, sargento —no servía de nada hacer otro comentario como: ha sido una larga marcha y por qué no descansamos un poco antes de atacar, o estoy cagado de miedo y si voy a morir quiero que sea al principio, sargento. No. El loco Melford se te acuclillaba al lado y te daba un par de puñetazos amistosos y bromeaba y te mostraba esos dientes blancos hasta que querías gritar o correr pero en cambio terminabas diciendo «Sí, sargento, tendremos un buen baile».

Casi todos nos figurábamos que era tan loco porque había estado demasiado tiempo en esa guerra loca, más de lo que cualquiera recordara que alguien hubiera dicho que recordaba; y nunca lo herían mientras le anulaban pelotón tras pelotón de a uno y de a dos y de a patrullas enteras. Nunca lo hirieron y tal vez eso le molestaba, pero claro que nadie le tenía lástima a ese loco hijo de puta.

Wesley trató de explicarlo así: «El sargento Melford es un locus de improbabilidad». Después trató de explicar qué era un locus y Jacob no lo pescó, y trató de explicarle qué era una improbabilidad y eso parecía bastante simple pero Jacob no entendía qué diablos tenía que ver ese asunto con las matemáticas. Wesley hablaba bien, eso sí, y tal vez un día se lo habría podido aclarar… Pero trató de atravesar corriendo la maraña de cables, ni a un civil se le ocurriría semejante bobada, y cayó de bruces y los bichitos de metal le comieron la cara.

Fue veinte o veinticinco batallas más tarde, quién iba a contarlas, cuando Jacob notó que al sargento Melford no sólo no lo herían nunca, sino que tampoco él nunca mataba a ningún enemigo. Correteaba de un lado a otro cantando órdenes loco de contento y de vez en cuando disparaba el proyector pero siempre lo hacía alto o bajo o el haz era demasiado ancho. A Jacob le intrigó pero para entonces ya tenía más miedo, en cierto modo, del sargento que del enemigo, así que cerró el pico y esperó a que algún otro comentara el asunto.

Al fin Cromwell, que había entrado en el pelotón sólo dos semanas después de Jacob, notó que el sargento Melford nunca anulaba a nadie y salió con la teoría de que tal vez el loco hijo de puta era un espía del otro bando. Se divirtieron hablando un rato del asunto, y después Jacob les contó la vieja teoría del locus improbable o como se dijera, y uno de los nuevos dijo claro que es un loco imperturbable, y todos se desternillaron de risa, y fue buena porque el sargento Melford pasaba por allí y se quedó después que Jacob le dijo de qué se reían, no lo del locus sino ese viejo chiste de cómo joder a una hormona. Cromwell rió como si fuera la última vez en su vida y vaya si no lo fue, porque cruzó el perímetro para ir a cagar y quedó atrapado en una matriz trituradora.

La batalla siguiente fue la primera vez que el enemigo usó el campo de drenaje, y claro que los proyectores no funcionaron y lo último que aprendieron muchos de los nuestros fue que la culata de plástico liviano no era muy útil contra un machete, y el enemigo tenía muchos machetes. Jacob sobrevivió porque pudo atizar un buen golpe, apuntó a la entrepierna pero acertó en las rodillas, y mientras el tipo se bamboleaba para mantener el equilibrio soltó el machete y Jacob lo recogió y le abrió un orificio nuevo, veinte centímetros de ancho y justo debajo del ombligo.

El pelotón sufrió muchas anulaciones y tuvo que retirarse, y lo hicieron muy pronto porque la maraña de alambre tampoco funcionaba en el campo de drenaje. Dejaron atrás a Addison, sentado contra una caja, las manos en el regazo y una sonrisa ancha y roja aunque no en la cara.

Con la muerte de Addison, ningún otro tenía tantas horas de combate como Jacob. Cuando volvieron a la zona neutral, el sargento Melford llevó a Jacob aparte y por cierto no sonreía cuando le dijo:

—Jacob, ya sabes que ahora si algo me pasa a mí tú tomas el mando del pelotón. Haz que se desplieguen, haz que avancen, y ante todo, hazlos felices.

—Sargento —dijo Jacob—, puedo decirles que se desplieguen y creo que lo harán, y todos ellos saben cómo darle duro, pero cómo hacerlos felices cuando yo mismo me desanimo tanto si usted no está cerca…

La sonrisa se ensanchó y se transformó en risa. Loco hijo de puta, pensó Jacob, y como no pudo contenerse también rió.

—No te preocupes por eso —dijo el sargento Melford—. Eso viene solo cuando llega el momento.

El pelotón practicó más y más con machetes y garrotes y cómo usar las manos y los pies, pero todavía había que llevar los proyectores en combate porque claro, el enemigo podía desconectar el campo de drenaje cuando se le antojara. Jacob recibió un par de rasguños y le arrancaron un pedazo de nariz, pero el médico le puso una crema y le creció de nuevo. El enemigo empezó a usar arcos y flechas y el pelotón tuvo que llevar escudos, pero las cosas no anduvieron tan mal después que diseñaron uno que calzaba justo en el proyector, sostenido de costado. Un grupo aprendió a usar arcos y flechas para atacar al enemigo y las cosas volvieron prácticamente a la normalidad.

Jacob nunca supo en cuántas batallas había peleado como soldado raso, pero habían sido exactamente cuarenta y una. Y en verdad, hacia el final de la cuarenta y una no era soldado raso.

Como tenían el grupo de arqueros, el sargento Melford se había acostumbrado a quedarse con ellos, riendo y gritando órdenes al pelotón y de vez en cuando lanzando alguna flecha que siempre aterrizaba en un terrón desolado. Pero en esta batalla (la número cuarenta y uno de Jacob) les había ido bastante mal; habían logrado frenarles el avance inicial y tuvieron que retroceder casi hasta los arqueros; y después una nueva fuerza enemiga apareció del otro flanco de los arqueros.

El grupo de Jacob maniobró entre los arqueros y los nuevos soldados enemigos y Jacob peleaba justo al lado del sargento Melford, peleaba muy en serio mientras el viejo Melford se moría de risa, loco hijo de puta. Jacob tuvo una de esas corazonadas repentinas y se agachó y un garrote pesado le pasó justo encima de la cabeza y partió el casco del sargento y se lo arrancó limpito como la punta de un huevo pasado por agua. Jacob cayó de rodillas y observó cómo el casco lleno de seso caía rodando detrás de los arqueros y se preguntó por qué había bolitas y cubos de vidrio en esa sustancia gelatinosa y gris azulada estriada de sangre y de golpe todo se borró

Dentro de una montaña de cristal bajo una montaña de roca, un diminuto interruptor piezoeléctrico, sesenta y cuatro moléculas en un cubo, pasó a la posición de APAGADO y la siguiente transacción ocurrió casi a la velocidad de la luz:

UNIDAD 10011001011MELFORD DESACTIVADA ACCIDENTALMENTE. CONECTAR UNIDAD 1101011100JACOB EN ESTADO CATALÍTICO. (CONEXIÓN REALIZADA).

ACTIVAR E INSTRUIR UNIDAD 1101011100JACOB.

y reapareció en cosa de un segundo. Jacob se levantó y miró alrededor. La llanura reseca de siempre, pero todo parecía muerto menos él. Luego echó una ojeada y los que no estaban obviamente anulados todavía respiraban un poco.

Y pensándolo bien, él sabía por qué. Rió para sus adentros.

Caminó encima de los arqueros caídos y recogió la tapa de los sesos de Melford. Insertó la hoja de un machete entre el casco y el pelo, buscando el tractor de inducción que adhería el casco a la cabeza y servía para recibir y emitir señales. Tirando el casco al suelo, llevó cuidadosamente ese cuenco calvo y repulsivo hasta el retrete del enemigo. Sabiendo dónde mirar, pescó todos los fragmentos y piezas de cristal y los arrojó al agujero hediondo. Luego llevó el cerebro limpio de vuelta al casco y lo dejó como lo había encontrado. Regresó a su posición junto al cuerpo de Melford.

Los hombres caídos empezaron a moverse y algunos de los más recios se apoyaron en las manos y las rodillas. Jacob echó la cabeza hacia atrás y rió y rió y rió.