TODO EL UNIVERSO EN UNA BOTELLA

Este es un cuento divertido que escribí para distraerme después de terminar una novela. El hecho de que la ciencia ficción humorística siempre sea vendible no tuvo nada que ver.

Me gustan los humoristas con color local de fines del siglo diecinueve y principios del veinte, y se me ocurrió que nunca había visto un cuento de ciencia ficción con color local. Tal vez porque la idea era básicamente tonta. De cualquier modo, estaba varado en otro crudo invierno de Iowa, añorando Florida, y escribí esto.

Envié una copia a un amigo que es poeta sensible con muchos títulos y un acento que se podría cortar en tajadas y servir con salsa regional, para preguntarle si el dialecto sonaba convincente. Me contestó que pensaba que mi familia debe de haber tenido algún sureño no declarado. No estoy muy seguro de que la respuesta sea afirmativa, o negativa, o ambigua.

New Homestead, Florida: 1990. John Taylor Taylor, profesor jubilado de matemáticas, vivía a dos kilómetros de la ciudad, en un módulo de tres habitaciones levantado en un extremo aislado de un bosquecillo de cítricos. Libros, muebles viejos y ningún vecino, que era como le gustaba a John. Le quedaban pocos años en este mundo y prefería pasarlos con su amigo más viejo y entrañable: él mismo.

Pero esta historia no es sobre John Taylor Taylor. Es sobre su proveedor ilegal de whisky, Lester Gilbert. Y unos cinco billones más.

Ese día el tiempo era agradable, de modo que el profesor tomó su bastón y caminó hasta la ciudad para recoger la correspondencia de la semana. Había un grueso cilindro de revistas y cartas atorado en su casilla; tuvo que pedir al empleado que las sacara desde el lado contrario. Entonces se caló el correo bajo el brazo sin mirarlo y se dirigió al bar de al lado.

—Qué tal, profesor.

—Buenas tardes, Leroy —él y el tabernero eran los únicos en el lugar, nada extraño a esa altura del mes—. Hoy tomaré un whisky con cerveza, por favor —se abrió paso en un laberinto de tiras de papel cazamoscas y se instaló en una mesa de plástico cuarteado y sucio.

Ordenó el correo en cuatro pilas: basura, facturas, cartas y revistas. Bastante basura, dos facturas, una carta que resultó ser otra factura, y tres revistas: Nature, Communications, de la American Society of Mathematics, y una recopilación de ponencias presentadas en un simposio de la ASM sobre topología. Examinó las listas de colaboradores y, como de costumbre, no encontró a ninguno de sus excolegas.

—Aquí tiene —Leroy plantó una cerveza fría y un vaso de whisky entre Communications y la factura del teléfono. John le pagó con una moneda de cinco y encendió la pipa cuidadosamente antes de beber un sorbo. Plegó Nature en la columna de cartas y se puso a leer.

La puerta de vaivén se cerró estrepitosamente tras un hombre corpulento con ropas de trabajo limpias y arrugadas. John lo saludó con un cabeceo; el recién llegado le hizo una V con la mano izquierda y se encaramó en un taburete del mostrador.

—¿Me haces un red-eye, Leroy? —mezcla de cerveza y zumo de tomates con un chorro de Louisiana, remedio contra la resaca alcohólica. Leroy lo preparó.

—¿Mala noche, Isaac?

—Vaya, ni te imaginas —vació medio brebaje de un trago, tiritó, se volvió hacia John—. Eh, profesor. ¿Qué sabe usted de platillos voladores?

—Hace unos años hubo toda una invasión —dijo John, cauteloso—. Personalmente, nunca he visto ninguno.

—Yo tampoco. Para mí eran todos cuentos. Hasta anoche —empinó el red-eye y se enjugó la boca.

—¿Qué…? ¿Viste uno? —preguntó el tabernero.

—Vi uno. Claro que sí —deslizó el vaso casi vacío por el mostrador—. ¿Me echas un chorro de cerveza encima de eso? Gracias. Estábamos por el lado de la carretera. ¿Conoces la casa nueva de Eric Olsen?

—Creo que no.

—El nuevo, el que compró la propiedad de Jarmin.

—Ah, sí. Nunca viene aquí, pero he oído nombrarle.

—Yo tampoco andaría rondando los bares si tuviera una bonita… En fin. El caso es que estaba instalando uno de esos establos nuevos de estasis, ¿los conoces?

—Sí, nada de bichos. Te conserva la mercadería por la eternidad. Mi suegro tiene uno.

—Bien, eligió uno bastante grande para su cosecha de aguacates. La retendrá hasta que suban los precios en el norte… Digamos, enero. Ninguna ganancia hasta el año que viene, para la amortización.

—Sí, pero que tiene que ver eso con el platillo…

—Ya voy llegando.

John se inclinó para escuchar. La historia pintaba interesante.

—De todos modos íbamos a levantar el galpón a la antigua… La señora Olsen compró un cerdo para hacerlo a la brasa, las otras mujeres trajeron los condimentos. Eric preparó dos bañeras de vino con especias y las puso en hielo hasta que hubiésemos terminado el galpón. Tardamos cinco, seis horas; las instrucciones no eran claras. La tarde estaba calurosa, y al final nos echamos sobre ese vino que era cosa de ver. Supongo que estábamos medio muertos…, terminamos el vino antes que el cerdo estuviera listo. Eric llamó a la tienda de Samson y pidió que mandaran dos barriles de cerveza Bud.

—Tengo que conocer a ese chico —dijo Leroy.

—Qué te parece. Bueno, la emprendimos con el cerdo y en veinte minutos lo pelamos hasta los huesos. Caray, el mejor cerdo que jamás haya visto, te juro. Para que el fuego no se apagara, fuimos a buscar madera. Trajimos unas cuantas ramitas y un par de buenos leños. Terminamos esa cerveza alrededor de la fogata. Jommy Parker se fue a buscar el violín y se llevó a Midnight Jackson para que trajera el banjo. La señora Olsen tenía una guitarra sueca. Sabrá Dios cuántas cuerdas tiene pero…, ¡qué bien la tocaba! Así nos bajamos ese segundo barril mientras el sol caía, y Lester Gilbert… ¿Conoces a Lester?

Leroy sonrió.

—Vaya si lo conozco. ¿Tuvo miedo de que la cerveza no alcanzara y fue a buscar whisky?

John recordó que debía estar de vuelta en casa a las cuatro. Era miércoles; Lester pasaría con su provisión semanal.

—Nos llevamos bien —estaba diciendo el tabernero—. Figúrate que nuestras clientelas no se superponen tanto…

—Seguro —dijo Isaac—. Algunos clientes de Lester se superponen con regularidad… De cualquier modo, te decía, oscureció rápido. Tú sabes qué despejado estaba anoche. Eh, sírveme otra. Cerveza sola.

Leroy llenó el vaso y cortó la espuma.

—Tan despejado como para ver un platillo volador, ¿eh?

—Ya voy llegando. Gracias —la sorbió y se concentró unos minutos para echar tabaco en un papel para cigarrillo—. Ya te dije que oscureció rápido; estábamos alrededor del fuego, cantábamos si conocíamos la letra, y si no, bebíamos…

—Sospecho que tú no conocías muchas de las canciones…

—Nunca he sido capaz de retener las letras en la cabeza. De cualquier modo, el fuego calentaba demasiado, así que di vuelta la silla y me instalé mirando hacia el este, con el fuego a mis espaldas, observando cómo se levantaba la luna sobre ese bosque del gobierno…

—Vamos. La luna no sale hasta después de medianoche.

—¡Ni más ni menos! Eso no era la luna.

John sintió un estremecimiento aunque lo había visto venir. Isaac tenía fama de buen narrador.

—¿Alguien más lo vio? —preguntó John.

—Todos. Todos los que estaban allí… Y uno que no estaba. Ya llegaremos a eso. Vi esa cosa y derramé la cerveza al levantarme, casi tropecé y me caí en el pozo de las brasas. ‘¡Miren esa cosa!’ grité, y me puse a saltar y señalaba y, como digo, todos lo vieron.

”Era un poco más grande que la luna y no tan redondo, con forma de huevo. Más blanco que la luna, y si lo mirabas bien veías unos relámpagos verdes y azules alrededor del borde. No hacía ningún ruido que se pudiera oír, y se movía despacio de veras. Lo vimos por lo menos un minuto. Después bajó detrás de los árboles.

—¿Qué habrá sido? —dijo el tabernero—. ¿Seguro que no estaban todos borrachos y veían cosas raras?

—Palabra que no. Me conoces, Leroy; puedo pescarme una turca de vez en cuando, pero nunca llego a tanto. ¡Y puedes estar seguro de que no me emborracharía así con cerveza y vino!

—Y Lester, ¿todavía no había vuelto con el licor?

—No… Y esa es la otra parte de la historia —Isaac se tomó su tiempo para encender el cigarrillo, bebió un sorbo de cerveza—. Te diré, después de eso estábamos todos un poco asustados. Nos juntamos alrededor del fuego mirando hacia atrás por encima del hombro. Eric fue a llamar al sheriff, pero no atendió nadie. Nos quedamos un buen rato así, especulando. Nos olvidamos de Lester, que ya tenía que estar de vuelta con el whisky. De pronto oímos un ruido entre los árboles. Jommy corre a la camioneta y saca la escopeta. Pero era solamente Lester. Venía corriendo como si lo persiguieran los perros del infierno.

”Traía una caja de madera con media docena de botellas de whisky, y a tres metros olía como en sábado a la noche. No dijo una palabra; deja la caja en el suelo, sin mucha delicadeza, y se echa sobre Jommy y le arranca el arma de las manos y la apunta hacia el bosque y aprieta los dos gatillos sin más vueltas: una perdigonada de calibre 20 y detrás una bala de rifle calibre 30.

”Imagínate cómo se puso Jommy. Le quita el arma a Lester y le da un porrazo en el hombro, lo sigue y le da otro mientras todo el tiempo le pregunta, sin demasiada cortesía, si no sabe que está demasiado borracho para manejar un arma, si no sabe que nos puede meter entre rejas a todos por disparar contra un terreno del gobierno, y por último le pregunta, en general, qué mierda le pasa —hizo una pausa para encender otra vez el cigarrillo y echarse un trago, y agrega—:

—Pero Lester se la aguantó sin decir palabra… ¿Qué te parece?

—Raro —admitió Leroy. Isaac cabeceó.

—Lester será buen muchacho pero tiene un temperamento de los mil demonios. De cualquier modo, al fin Lester se sienta junto a la caja, destapa una llena; había una sin tapa pero parece que estaba vacía, y se la empina para beber un buen sorbo. Tose y empieza a hablar.

—Me extraña que pudiese hablar, siquiera —convino John; siempre mezclaba el whisky de Lester con una buena medida de otra cosa.

Y escuchen, que ese chico está sobrio como un párroco. Dice, despacio y con calma, que ha visto la misma cosa que vimos nosotros. La describe, tal como les he contado a ustedes. Pero él la vio en el suelo, no en el aire —corre el vaso hasta donde lo alcanza Leroy, que se lo llena sin más—. Venía atravesando el terreno del gobierno para evitar la carretera; además, quería satisfacer una necesidad fisiológica, y siempre era mejor en tierras del gobierno… Hizo un alto para atender ese asunto y echarse un trago, cuando de pronto vio esa luz, que era el platillo volador que bajaba en un claro, pero él no está enterado; se imagina que es el helicóptero del sheriff con las luces encendidas, y ni se mosquea pues el sheriff es uno de sus mejores clientes.

—¿De veras?

—No digas que te lo he contado. De todos modos él pensó que el sheriff quería un poco de mercadería, así que caminó hacia la luz, que está del otro lado de un montículo; aunque no hay matorrales, tarda unos minutos en llegar.

”Trepa al montículo y se encuentra con el platillo… Más grande que un helicóptero privado, dice. Se queda de una pieza. Bebe un sorbo y lo estudia un rato. Piensa que quizás es algún experimento del gobierno. Lo estudia, recostado contra un árbol, y de pronto cae en la cuenta de que no está solo —le da una última chupada al cigarrillo y menea la cabeza—. Supongo que no me creen, yo mismo no sé qué pensar, pero eso no puedo evitarlo. Es tal cual me lo contó Lester.

”Oye algo del otro lado del árbol donde está reclinado, echa una ojeada y… Allí está la cosa.

”Dice que tiene ojos como de gato, de león, sólo que más grandes. Y es un animalote enorme, del tamaño de un león, pero sin pelo, sólo un pellejo arrugado como el de un rinoceronte. Tiene unas zarpas grandes y lustrosas con las que está arañando el árbol, y una dentadura enorme que le muestra a Lester con un gruñido.

”Pues bien. Lester no tiene más armas que una botella de su mejor producto… Así que la vacía en la cara del monstruo para enceguecerlo y… patitas para qué te quiero. Vuelve a su caja de whisky, se para un segundo y mira hacia atrás. Puede ver a la criatura contra la luz del platillo. Se apoya en las patas traseras mientras ruge y da zarpazos. Parece que el alcohol ha hecho su trabajo pues Lester alcanza a recoger su caja de municiones… Pero en ese momento la luz del platillo se apaga.

”Lester sabe muy bien que la maldita cosa puede ver en la oscuridad, con tamaños ojos. Y entonces Les alcanza a ver nuestra fogata, hacia el oeste, y echa a correr para salvar el pellejo sin soltar esa bendita caja. Así llega al terreno de Eric y agarra el arma y pasa todo lo que conté. Nos pasamos el whisky de mano en mano y lo bajamos con un buen trago de cerveza fría. Al fin el alcohol nos armó del coraje necesario para ir en busca de la cosa.

”Conseguimos varias linternas, pero las únicas armas eran la escopeta de Jommy y un par de antiguas pistolas de chispa que Eric heredó del viejo. Eric las cargó y nos dio una a mí y otra a Midnight. Como sabrás, Midnight fue sargento en la guerra del Asia, y se puso al mando. En cuanto a Eric, pensé que no podría dispararle a un animal, sucio granjero, pero buen muchacho.

—¿No pudieron comunicarse con el sheriff? ¿Y la Guardia?

—Bueno, no. Para ser franco, todo el mundo, incluso Lester, estaba medio convencido de que no habíamos visto nada, nada real. Eric terminó contándonos lo que había echado en ese vino, bastante raro, y la teoría general era que había fabricado una especie de ala, alo…

—Alucinógeno —completó John.

—Eso mismo. Como esa cosa transparente que toman los viejos… Sin ofender, profesor.

—Nunca la he probado.

—De cualquier modo, nos figurábamos que quizá tuviéramos visiones, pero por si acaso decidimos investigar. Juntamos unos cuantos cuchillos de cocina y herramientas, y también llevamos a las mujeres.

”Midnight y Lester fueron al frente, el resto en fila, y seguimos los rastros de Lester hasta donde él había visto la criatura —bebió un largo sorbo y calló un momento, el entrecejo arrugado en gesto reflexivo—. Bueno, demonios. Nos llevó derecho a ese árbol y soy ciego si es que no había unos tajos enormes en la corteza. El lugar apestaba a whisky de Lester.

”Midnight apuntó una linterna adonde Lester había dicho que estaba el platillo, y por cierto que la hierba estaba bien chata en ese lugar. Bajó para mirar más de cerca…, todos estábamos un poco asustados, y maldito sea si no fue que se dio un topetazo contra la cosa. Ese platillo estaba ahí pero no se lo veía. Midnight pegó un alarido de los mil diablos y le descerrajó un pistoletazo a quemarropa. Rebotó, se pudo oír la vibración de la bala. Subió la cuesta como un gato con la cola quemada; cuando se salió de en medio yo le aticé un tiro a la cosa esa, y luego Jommy le disparó cuatro, seis veces. Después se levantó como un viento y se fue.

Hubo un largo silencio.

—No me estás mintiendo —dijo Leroy—. Esto no es cuento, ¿verdad?

—No. Esto no es cuento.

John vio que el hombretón estaba pálido bajo la tez bronceada. Leroy, tranquilizado, le dijo a Isaac:

—Entonces, déjame que te sirva un buen trago.

—No, tengo que estar sobrio. Esta tarde vendrán unos muchachos de la prensa. ¿Cómo está el café hoy?

—Acabo de limpiar la cafetera.

John se quedó para beber otra cerveza y después echó a andar hacia su casa. Hacía calor, y se paró a mitad de camino para descansar bajo un sauce grande y leer unos artículos del Nature; el que trataba de la sonda de Ceres era fascinante; lo releyó después, al reanudar la marcha.

Así que tenía la mente a trescientos millones de kilómetros de distancia cuando atravesó el sendero hasta la puerta y la notó ligeramente entornada.

Al principio se sobresaltó, después recordó que era el día de entrega de Lester. Siempre dejaba la casa abierta (había merodeadores, pero no se interesaban por libros viejos), tal vez el distribuidor de licor había dejado la mercadería dentro.

Miró la hora mientras entraba; todavía no eran las tres. Raro. Lester por lo general se retrasaba.

Ninguna botella a la vista. Y en la biblioteca un ruido sofocado. El año anterior algún animal —tal vez un oso, había dicho el sheriff— se le había metido en la casa y había armado un desquicio. Abrió el cajón de la mesa y sacó la Walther P-38 que medio siglo atrás le había quitado al cadáver de un oficial alemán. Mientras avanzaba hacia la biblioteca pensó que ese proyectil de cincuenta años tal vez estuviera inútil.

Tenía aproximadamente el tamaño de un oso, un oso grande. La piel era gris como un guijarro, con matas de pelo corto. Tenía dos brazos, dos piernas y una cola rígida en la que se apoyaba. La cola tenía un borde dentado en la punta que parecía filoso como una navaja. Los pies y las manos terminaban en zarpas negras y puntiagudas. La cabeza evocaba un saurio; demasiados dientes y demasiado grandes.

Mientras él observaba, la criatura arrancó una página del Computational Methods of Linear Álgebra de Fadeeva, se la metió en la boca y masticó. La escupió. Se volvió para ver a John de pie en la puerta.

Tal vez no sea exagerado afirmar que cualquier otro residente de New Homestead enfrentado con esta situación habría salido disparado ante la aparición, o se habría desmayado. Pero John Taylor Taylor era ante todo un hombre sereno y racional, y además adicto desde siempre a la literatura fantástica. De manera que sopesó lo que le quedaba de vida contra la posibilidad de que este monstruo horrible fuera inteligente y amistoso. Dejó el arma en un escritorio y extendió las palmas para mostrarle a la criatura las manos vacías.

La criatura lo miró un minuto. Abrió la boca de incontables dientes y la cerró. Los párpados traslúcidos descubrieron los ojos enormes y amarillos y se cerraron. Después dejó el libro de Fadeeva en su sitio e imitó el gesto de John.

En varias historias que John había leído, los humanos se comunicaban con razas alienígenas mediante las matemáticas, un lenguaje puro y presuntamente universal. Por suerte, en la biblioteca tenía una pizarra.

—Permíteme demostrarte el Teorema de Pitágoras —dijo con voz ligeramente trémula mientras se dirigía a la pizarra; los ojos de la criatura lo siguieron, parpadeando—. Un punto de partida lógico. Tal vez. Tan bueno como cualquier otro —dijo, con un balbuceo dubitativo.

Trazó un triángulo recto en la pizarra, y luego trazó sendos cuadrados desde los lados del ángulo recto. Después le alcanzó la tiza a la criatura, que soltó un bufido vagamente afirmativo y se acercó a la pizarra, contoneándose. Retrajo las zarpas de una mano y tomó la tiza.

Mordisqueó experimentalmente un extremo de la tiza y lo escupió. Luego extendió la mano y bosquejó distraídamente el contorno que representaba el cuadrado de la hipotenusa. En medio del triángulo dibujó lo que obviamente era un signo igual:

John no cabía en sí. Pidió la tiza al alienígena y repitió el trazo sinuoso. Señaló a la criatura. Se señaló a sí mismo: iguales. La criatura asintió con entusiasmo y tomó la tiza. Trazó una línea oblicua sobre el signo de John. No eran iguales.

Fijó la mirada en la pizarra y la golpeteó con la tiza; un gesto universal. Luego, con un chirrido en cada renglón, escribió rápidamente:

John estudió el mensaje. ¿Una especie de diagrama arbóreo? Tal vez un sistema de cómputos. O quizá no tenía ninguna relación con las matemáticas. Miró a la criatura y se encogió de hombros. La criatura se asustó del movimiento brusco y retrocedió con un gruñido.

—No, no —John tendió nuevamente las palmas—. Amigos.

La criatura arrastró lentamente los pies hasta la pizarra y señaló lo que acababa de escribir. Luego abrió la bocaza y se la señaló. Repitió dos veces los mismos ademanes.

—Oh —comer el libro de Fadeeva y la tiza—. ¿Tienes hambre?

La criatura repitió el gesto con más énfasis. John le indicó que lo siguiera y se dirigió a la cocina. El alienígena lo siguió con paso pesado, balanceando la cola para sustentarse.

Abrió la nevera y sacó una col, un paquete de bagres, un aguacate, un poco de queso, un huevo y un desagradable plato de guisantes ligeramente secos. Alineó todo sobre la mesa y demostró que eran alimentos comiendo ostentosamente un trozo de queso.

La criatura olisqueó cada objeto. Cuando llegó al huevo miró a John un largo rato. Probó una arveja pero la escupió. Caminó en círculos por la cocina, luego se detuvo y gruñó un par de veces.

Suspiró y entró en la sala. John lo siguió. Salió por la puerta del frente y caminó alrededor del módulo. Suspiró de nuevo y desapareció de los pies para arriba.

John notó que donde la criatura había desaparecido había un gran círculo de hierba aplastada. Condecía con el testimonio de Isaac: había entrado en su platillo volador invisible.

El alienígena regresó con un medallón gárrulo colgado del cuello. Parecía hecho de diamantes de fantasía y plástico brillante color fucsia. Gruñó y una voz susurró dentro del cerebro de John:

—¿Hola? ¿Hola? ¿Me oyes?

—Eh, sí. Te oigo.

—Muy bien. Esto me traerá problemas —suspiró—. El traductor no debe ser usado con una cultura Clase 6 a menos que haya una emergencia muy seria. Pero me muero de hambre. Si no como pronto, los fuegos dentro de mí se apagarán. Tendré que llenar muchísimos formularios, maldito sea.

—Bueno, si puedo ayudarte en algo…

—Sí —pasó junto a él dirigido hacia la puerta del frente—. Un elemento químico simple es la base de toda mi alimentación. Lo he diagramado. John siguió al alienígena de vuelta a la biblioteca. El extraño ser prosiguió con su explicación.

—Esto es difícil —estudió el diagrama—. Para el traductor es difícil, fuera de palabras básicas. Esta marca de arriba es el número ‘uno’. Significa un gas que se quema en el aire.

—¿Hidrógeno?

—Tal vez. Creo que sí. La tercera marca es el número ‘ocho’ y significa una roca negra que también arde, pero con más fuerza. La marca en el medio significa que en lo muy pequeño pueden unirse.

—¿Una concatenación de hidrógeno y carbono?

—Para mí eso es solamente ruido.

Se oye el portazo de un coche en el camino de tierra.

—Oh, oh. Alguien viene. Espera aquí —dijo John; abrió la puerta apenas y vio a Lester, que se acercaba por el sendero.

—¡Eh, profesor! No va a creer lo que…

—Lo sé, Les. Isaac me lo contó en el bar de Leroy —había abierto la puerta doce centímetros. Lester se paró en el felpudo, trataba de atisbar adentro.

—¿Pasa algo aquí?

—Eh, difícil de explicar. Tengo compañía.

Lester cerró la boca y le guiñó el ojo con énfasis.

—Sabía que andaba en algo, profe —le pasó la botella a John—. Vea, vendré más tarde… De veras me interesa su opinión.

—De acuerdo, quedamos así. Te prepararé un… Una mano con garras le arrebató la botella a John. Lester se puso blanco y retrocedió.

—¡Quieto, profe! Traeré el arma.

—No, espera. Es amigo.

—Comida —gruñó la criatura—. Sí, amigo —la tapa de rosca le resultó extraña pero la dificultad fue sólo momentánea. La criatura hizo girar la muñeca y la cortó con vidrio y todo. Vació el cuarto de whisky—. Ah, bien. Muy bueno. Tres partes de alimento, una parte de agua. Extraño sabor, muy bueno —empujó a John a un lado y salió a la puerta—. ¿Tienes más alimento bueno?

Lester retrocedió.

—¿Me habla a mí?

—Sí. Sí. ¿Tiene más de eso que tu mente llama ‘whisky’?

—Demonios —Lester sacudió la cabeza maravillado—. Eres el bicho más feo que jamás haya visto.

—Esto es humor, sí. En mi mundo, comedor de huevos, estarías en jaula. Para asustar niños y divertirlos —miró a ambos costados y señaló la zarandeada camioneta Pinto de Lester—. ¿Más whisky en ese animal?

—Claro —miró de soslayo a la criatura—. ¿Tienes con qué pagar?

—¿Pagar? ¿Qué es ese ruido? Lester se volvió hacia John.

—¿Dijo lo que pienso que dijo?

—Traeré mi chequera —dijo John, riendo—. Dale todo lo que desee.

Cuando John regresó, Lester estaba reclinado en la camioneta, bebiendo de una botella y hablando con el alienígena. La criatura estaba apoyada sobre la cola y consumía alimento a un promedio de dos botellas por minuto. Lester le había enseñado a destapar las botellas.

—No miento —decía la criatura—. Es el mejor alimento que he probado en mi vida.

—Es lo que digo a todo el mundo —replicó Lester, radiante—. Y no se consigue en ninguna tienda.

—Anoche apenas probé. Pero bastó para darme cuenta. Te estuve buscando.

Era obvio que el alienígena pensaba empinarse las tres cajas. 36 botellas, a 25 dólares cada una, calculó John.

—Eh, Les. Temo que tendré que deberte parte del dinero.

—Está bien, profe. Que lo beba todo. La criatura dejó de beber.

—Ahora empiezo a entender, creo. Tú, dueño de este alimento. El profe te da un escrito de valor equivalente.

—Correcto —dijo John.

—Tú, él Les, piensa en cosas de valor para ti. Debe haber simetría… Yo debo tener algo de valor para ti —Lester frunció el ceño para pensar—. Ah, hay una cosa, sí. Iré —el alienígena regresó a su nave.

—Cielos. Es cosa de no creer —dijo Lester.

(Con el alienígena viajaba su mascota treblig. La lleva porque siempre emana felicidad. Además es una criatura radiactiva capaz de excretar cualquier elemento. El alienígena le da una orden telepática, y con un esfuerzo que distorsiona la recepción televisiva en ochenta kilómetros a la redonda, el treblig suelta una pepita de oro que pesa poco menos de un kilogramo).

El alienígena volvió y entregó la pepita a Lester.

—¿Podría llevar un poco de tu whisky a mi mundo, sí? ¿Esto suficiente?

El alienígena tuvo que esperar unos días a que Lester terminara de preparar brebaje suficiente para llenar los estanques auxiliares de la nave. Declinó una invitación para ir a Washington, pero no se opuso a conversar con los reporteros.

La humanidad supo que el universo bullía de vida inteligente. En esta zona de la Galaxia había una organización llamada Comunidad: no un gobierno de verdad, sino un club. A los socios del club se les concedía herramientas útiles como el viaje ultralumínico y la inmortalidad.

Todas las razas eran invitadas a suscribirse en la Comunidad una vez sobrepasado cierto nivel de su evolución moral. La humanidad, desde luego, era sólo Clase 6. Algunos individuos llegaban tan alto como 5 o tan bajo como 7 (equivalente al estado moral de un objeto inanimado), pero lo que contaba era el promedio.

Después de un período de transición bastante espinoso, los ciudadanos de la Tierra decidieron sentar cabeza y ser buenos para tratar de alcanzar la Clase 3, el nivel mágico. Llevaría muy pocas generaciones. Porque la humanidad recordaba constantemente el paraíso que le esperaba en la Tierra mientras nave tras nave descendía del cielo para posarse junto a una destilería de una pequeña granja cerca de New Homestead, Florida: para varias razas, la capital de la exquisitez del Sector Sirio.