UNA MENTE PROPIA

A veces se escriben cuentos por catarsis, y pueden ser una terapia eficaz para el autor, pero la mayoría no debería aparecer nunca en letras de molde porque la actitud narrativa y el juicio estilístico del autor están subordinados a priori a su necesidad emocional. Generalmente son leídos como gritos de auxilio.

Dicho esto, confesaré que el cuento siguiente fue escrito por catarsis y para peor es un cuento sobre la autocompasión. Pero no lo habría incluido en esta recopilación si lo considerara malo.

Al protagonista del cuento le faltan un pie y una pierna, y en verdad no recuerdo si elegí conscientemente esa incapacidad, pero es adecuada. Hace unos años yo yacía en un atestado hospital de la jungla de Vietnam, sin recuperarme aún de los efectos de haber estado demasiado cerca de una trampa cazabobos cuando un bobo la activó. Yo era una verdadera enciclopedia de esquirlas y heridas —era una trampa cazabobos para una compañía entera— pero las únicas importantes estaban en la pierna izquierda, bastante destrozada y desgarrada, y el pie derecho, que tenía un agujero en el talón, donde se gastan los calcetines. En la primera intervención quirúrgica no había piel suficiente para coser las heridas, de modo que me envolvieron la pierna en un enorme rollo de vendas empapadas en sangre, para protegerla. Las moscas se encariñaron tanto con ella que ignoraban mis manotazos, y también sitiaron la herida del pie, que no tenía vendas, y que en verdad los cirujanos habían pasado por alto. El calor y la humedad eran inhumanos.

Pasó un médico con aire consternado, se paró ante mi cama, me avisó que podía perder la pierna y después se fue (siempre me pregunto por qué habrá creído que tenía que decírmelo).

Al menos conseguí que un enfermero me vendara el pie para protegerlo de las moscas. Pero no le puso ningún antiséptico y al día siguiente lucía espantoso y olía mal, ya podía imaginar qué aspecto tendría mi pierna bajo toda esa tela. Ni siquiera el hecho de que perder la pierna sin duda me alejaría de la guerra contribuía a animarme demasiado.

Pero todo está bien cuando termina, y un brillante y anónimo cirujano —tal vez el mismo que me asustó tanto— pudo componer la pierna y el pie, y varias partes más, y al cabo de sólo cuatro meses de dolorosa terapia física pude ser nuevamente un soldado, y después un civil.

Diantres, otra historia de guerra, dirán ustedes. Pero no, ése no era el demonio que quería aplacar aquí, aunque la guerra sí suministró muchos de los detalles. La verdadera experiencia que quería exorcizar es más sutil; la de alzar la mano un día cualquiera y descubrir que uno ha perdido la aureola. Tuve un amigo que de golpe quedó gravemente incapacitado y reaccionó como es humano: desbarrancado en la amargura atacaba a quienes le rodeaban, ahuyentaba a su familia, luego a sus amigos, hasta que un día también yo lo abandoné aun sabiendo cómo se sentía. El santo de yeso abandona la escena.

Lo que necesitamos es una tecnología de la conducta (…). Si no fuera por la generalización sin fundamento según la cual todo control es erróneo, manejaríamos el medio social tan simplemente como manejamos el no social.

B. F. Skinner

Leonard Shays regresó a Tampa del conflicto libanés con varias medallas en el pecho —lo cual no era ninguna distinción—, la mente ligeramente fracturada, una licencia médica y dos prótesis bastante eficaces que le reemplazaban el pie izquierdo y la pierna derecha de la rodilla para abajo.

La trampa cazabobos láser que había activado mientras patrullaba los suburbios de Beirut estaba emplazada para disparar al pecho, para matar. Pero Leonard, cauto por experiencia, había arrojado una granada de un microtón antes de entrar en el cobertizo, de modo que la explosión destruyó el emplazamiento de la trampa y la dejó apuntando oblicuamente hacia abajo a través de la puerta. Al principio casi no le dolió, después le dolió mucho, y ahora tenía la sensación de que los dedos de su pie inexistente estaban agarrotados en una parálisis espástica. Le costaba caminar pero la Administración de Veteranos le estaba dando terapia. Y no podía conseguir trabajo, ni siquiera con su doctorado en matemáticas, pero la Administración de Veteranos también le pasaba un cheque el primero de cada mes.

—Buen día, doctor Shays —su terapeuta favorito, Bennet, cerró silenciosamente la puerta del baño—. ¿Listo para el tratamiento?

—Nunca lo estoy. Pero… bueno, sea, para terminar con esto de una vez por todas —Bennet recogió a Leonard torpemente y lo sacó del baño de masaje. Lo apoyó en el borde de una mesa de fórmica y le dio una toalla almidonada.

Estudió profesionalmente los muñones.

—¿Cómo está su mujer?

—Mejor ni hablar —dijo Shays mientras se enjugaba el sudor del pelo—. El viernes tuvimos una larga charla. Nuestro contrato vence en el ’98. Ha decidido que no lo renovará.

Bennet apagó el motor y sacó el enchufe.

—Es su derecho —dijo—. Perra.

—No son las piernas. O la falta de piernas. Me lo explicó con lujo de detalles. No son las piernas.

—Mire, si prefiere no…

—No es porque yo no consiga trabajo y tengamos que mudarnos a Ybor City y ella tenga que llevar un fusil para ir de compras. Bennet gruñó y ordenó una pila de toallas.

Leonard hurgó entre sus ropas, sacó un cigarrillo, lo encendió.

—No debería fumar aquí dentro.

—Me voy enseguida —se echó una bata gris sobre los hombros—. Ayúdeme con esta cosa, ¿quiere? Bennet le ayudó a ponerse la bata y lo instaló en una silla de ruedas.

—Tampoco puede fumar en Terapia.

Leonard se puso las ropas en el regazo e hizo girar la silla 180 grados sobre una rueda sola, hinchando los bíceps hipertrofiados.

—Entonces no vayamos directamente a Terapia. Necesito un poco de aire.

—Tomará frío.

Leonard rodó hacia la puerta y la abrió.

—No, hace calor. Mucho calor.

Eran las únicas personas en el porche. Bennet tomó un cigarrillo y lo apuntó hacia una de las palmeras.

—¿Sabe qué edad tiene ésa?

—Ella dijo que no era por el piano.

—Claro, usted no debió vender el piano.

—No podía usar bien los pedales.

—Algún día usted…

—De un modo u otro no lo iba a vender; lo iba a canjear, hasta por guitarra clásica o laúd, si encontraba a alguien.

—¿Y?

—Fui a todas las agencias de transferencia. A todas, aquí y en St. Pete. Hasta una en Sarasota, especializada en música. No pude encontrar un guitarrista que tocara bien. No Bach. Si no puedo tocar Bach prefiero escuchar.

—Pudo haber conseguido a alguien que tocara bien otras cosas. Y aprender Bach por cuenta propia.

—Demonios, Bennet, tardaría años. Nunca aprendí tanto con el piano, tampoco. No tengo facilidad.

—Ante todo, ¿usted compró el piano? Leonard asintió.

—Una de las primeras transferencias de capacidades en Florida. Un viejo conservatorio de Gainsville. Pensaba que iba a morir y quería pasarlo bien. Le pagué cincuenta mil, en el ’90 eso era plata.

—Todavía lo es.

—Le curaron el cáncer y un año después se suicidó —arrojó el cigarrillo por encima del borde y lo miró caer tres pisos.

—Tiene exactamente mi edad. Cincuenta y un años, me dijo el jardinero —dijo Bennet—. Supongo que es bastante para un árbol.

—Una palmera, de cualquier modo —Leonard encendió otro cigarrillo y fumaron en silencio.

—No lo habría vendido pero se me estropeó el coche. Las paletas de la turbina se cristalizaron cuando estaba atascado el tráfico. Tuve que comprarle un motor nuevo, una transmisión nueva. Trate de andar sin coche por esta ciudad.

—Le cuesta la vida —convino Bennet. Leonard arrojó de nuevo el cigarrillo.

—Bien, vámonos.

Siempre estaba cansado después de la terapia pero siempre bajaba al portón y cruzaba hasta el bar para beber una cerveza de pie antes de regresar al estacionamiento. Había descubierto que si no caminaba un kilómetro después de la terapia al día siguiente apenas podía levantarse de la cama, por el entumecimiento.

Fue a casa y se sorprendió de encontrar allí a su esposa.

—Buenas tardes, Scottie —él entró tambaleante, cargado con dos bolsas de alimentos.

—Déjame ayudarte.

—No —dejó las bolsas en la mesa de la cocina, empezó a guardar en la nevera las cosas que había comprado.

—¿No me preguntarás qué diablos hago aquí? Él no la miró.

—No. Hoy estoy calmo —primero llevó los alimentos congelados, trabó la puerta con el codo—. Hoy tuve terapia.

—¿Te fue bien?

—Además, la casa es tan tuya como mía.

—Hasta enero. Pero no lo siento así.

—Me fue bastante bien —ordenó cosas en la nevera para dejarle lugar a un pollo raquítico, el único lujo que se había permitido.

—Has hecho arreglar el coche.

—Sólo costó dinero.

—¿Has tratado de vender el piano? El instrumento, digo.

—No.

—¿Eso significa —con cautela— que algún día podrías comprar de nuevo el talento?

—¿Con qué?

—Bueno, tú…

—Necesito dinero para vivir y el piano puedes venderlo o conservarlo o pintarlo o hacer lo que quieras con él.

—No te gusta tenerlo aquí porque…

Me importa un… Me da lo mismo que se vaya o se quede. En cierta forma me gusta. Da gusto limpiarle el polvo. Impide que el lugar salga volando cuando arrecia el viento. Tiene cierto…

—¡Leonard!

—No grites.

—No es mío; lo compré para ti.

—Correcto.

—De veras.

—De veras. Hiciste muchas cosas por mí. Gracias. Ahora, la pregunta —cerró la nevera y se reclinó en la puerta, tamborileando con los dedos y mirando la pared—: ¿qué diablos haces aquí?

—Volví —dijo ella sin alterarse— para tratar de meterte alguna idea sensata en la cabeza.

—Magnífico.

—Henry Beaumont dijo que también le hablaste de vender tus matemáticas.

—Exacto. Después que se vaya el dinero. No me sirve de nada.

—Trabajaste nueve años por ese título. Largos años, ¿recuerdas? Los compartí casi todos.

—Cinco, para ser precisos. Cinco años para el doctorado. Primero el bachillerato y luego…

—Si vendes tus matemáticas pierdes todo hasta la escuela primaria.

—Es verdad. Cuéntame otra historia vieja.

—No te pongas difícil. Mírame —pero no la miró—. Papá…

—Esa es demasiado vieja. No quiero oírla.

—Todavía tratando de hacerte el héroe. Tu coraje es una inspiración para todos nosotros.

—Oh, por el amor de Dios —se sentó a la mesa de la cocina dándole la espalda—. Tú fuiste quien quiso largarse. No yo.

—Len, si pudieras verte…, en qué te has convertido…

Cada vez que alguien empieza una frase con tu nombre, pensó Leonard, es que tratan de venderte algo.

—Esta mañana papá dijo que si fueras a ver al doctor Verden…

—El impresor que lo trata a él.

—El mejor terapeuta de superposición del estado, Len.

Los primeros intentos de terapia de superposición se llamaban ‘impresión de personalidad’. El nombre tenía una mala connotación.

—El principio es el mismo, por bueno que sea —la miró de frente por primera vez—. Tal vez sea un pobre infeliz, pero soy yo. Quiero seguir siéndolo.

—Eso suena bastante…

—Bastante estúpido en un hombre que acaba de vender una tajada del cerebro y habla de vender otra, ¿verdad?

—Casi.

—Mentira. Hay una diferencia básica entre la transferencia de capacidades y la terap…

—No, ninguna. Son exactamente lo…

Pues —casi gritando— puedo distribuir capacidades mientras sienta que ya no me sirven, en cambio ese curandero simplemente se fija en un condenado libraco y encuentra una personali…

—Te equivocas y lo sabes. De lo contrario…

—No, Scottie. Te has dejado engatusar por tu padre. Esos…

—¡Hace quince años que papá consulta al doctor Verden!

—¿Y ves el resultado? —ya no la miraba, pero podía verle ese viejo ademán enumerativo.

—Dinero. Prestigio. Satisfacción personal…

—¿Y a quién satisface? Cada vez que veo al viejo, espero que sea Simbad el Marino o Jack Kennedy o cualquier cosa rara. Hace cincuenta años lo habrían encerrado y habrían dejado perderse las llaves.

—Actúas como si estuviera…

—¡Lo está! Probadamente.

Oyó que la puerta se abría —«¡Ya veremos!»— y cerraba suavemente, y dedujo que esa era una ventaja sobre la vieja casa de Bel Air. Una puerta eléctrica no cierra de golpe.

Al día siguiente Leonard se levantó entumecido pese a sus ejercicios. Se habría quedado una hora más en la cama pero despreciaba la imagen patética de un lisiado desnudo y mutilado echado allí como un inútil. Decidió ahorrarse los traspiés de una ducha, se pegó las almohadillas a los muñones, se sujetó las prótesis y se puso un par de pantalones abolsados.

Hacía un calor de perros, por lo que decidió mandar al demonio la economía y encender el acondicionador. Mientras se calentaba el café desplegó el último ASM Journal y lo dejó, junto con una libreta gruesa y un lápiz, cerca de la silla que estaba debajo del conducto del acondicionador. El calentador de microondas campanilleó; tomó el café y se sentó a leer el primer artículo.

Sonó el timbre de la puerta cuando iba por el segundo artículo y la segunda taza de café. Estuvo a punto de no atender; las noticias nunca eran buenas. Volvió a sonar, con insistencia y entonces se levantó y abrió la puerta.

Era un hombre menudo, negro, de aspecto suave, con un maletín de cuero bajo el brazo. Debe ser un vendedor, pensó Leonard con fatiga.

—¿Leonard Shays? Tanto gusto. Soy el doctor Félix Verden, usted…

Leonard se quedó mirándole. Apretó el botón pero Verden tenía puesto un pie en la jamba de la puerta, la cual se deslizó hasta la mitad del trayecto y luego se abrió de nuevo.

—La señora Dorothy Scott Shays es pariente de usted…

—Era. Ya no lo es.

—Comprendo sus sentimientos, doctor Shays, pero legalmente ella todavía es su pariente más cercano. ¿Me permite entrar?

—No tenemos nada de que hablar. El hombre abrió el maletín.

—Aquí tengo una orden judicial que me autoriza…

Leonard tendió el brazo y manoteó la camisa del hombre. Pero un uniformado salió del lugar de donde había estado oculto, junto a la pared del lado de la puerta, y mostró a Leonard la vara paralizante.

—De acuerdo. Déjenme llevar mi libro.

El consultorio del doctor Verden era confortable y ligeramente anacrónico. Paneles de roble claro y muebles de la misma madera combinados con acero azulado y cuero artificial negro. Se filtraba un tenue olor a hospital.

—Ha de saber que la terapia será mucho más efectiva si usted colabora…

—No quiero que sea efectiva. Obedeceré la ley y le entregaré mi cuerpo para el tratamiento. Sólo mi cuerpo. El resto deberá peleármelo.

—Tal vez termine peor que antes.

—Según su criterio. Tal vez mejor, según el mío.

El doctor revolvía ruidosamente los papeles ignorando el comentario.

—Usted está familiarizado con el procedimiento…

—Más de lo que quisiera. Es como una transferencia de capacidades, pero en vez de sustraer o añadir una cierta habilidad, usted trabaja en un nivel más básico…, la personalidad.

—Correcto. Extirpamos o injertamos ciertos rasgos conductuales básicos, otorgamos al paciente un conjunto de reacciones más aptas para los problemas de la vida.

—Un conjunto de reacciones diferentes.

—De acuerdo.

—Es diabólico.

—De ninguna manera. Es un proceso de crecimiento acelerado.

—Es jugar a Dios, hacer un hombre a su propia imagen. O a cualquier imagen que esté de moda o sea recono…

—¿Cree que no he oído todo eso antes, Leonard?

—Estoy seguro de que lo ha oído, estoy seguro de que lo ignora. Será capaz de comprender que es diferente ser el paciente en vez del…

—Yo he sido paciente, Leonard, usted debería saberlo. He tenido que sufrir una superposición completa antes de llegar a obtener mi licencia. Y lo celebro.

—Es usted mejor persona…

—Desde luego.

—¿Sabe que eso podría ser parte de la superposición? Tal vez lo hayan transformado en un imbécil poderoso y al mismo tiempo lo hayan convencido de que era mejor.

—No se les permitiría. La terapia de superposición es controlada aún con más rigor que la transferencia de capacidades. Y usted debería saber hasta qué punto se controla esta última.

—Usted no me convencerá y yo no le convenceré a usted. ¿Por qué no empezamos de una vez?

—Excelente idea —se puso de pie—. Sígame.

El doctor Verden lo condujo a un cuarto pequeño y blanco con olor a antiséptico. Dentro había una cama rodante de aspecto llamativo y una enfermera joven y poco atractiva que se puso de pie cuando entraron.

—¿Necesita ayuda para desvestirse? —preguntó, solícita.

Leonard respondió que no y el doctor Verden despidió a la enfermera y dio a Leonard un blusón de espalda abierta. Luego se fue.

Verden y la enfermera regresaron minutos después que Leonard hubo terminado de cambiarse. Estaba sentado en la cama y se sentía muy vulnerable; las prótesis eran un revoltijo de articulaciones en el suelo. Y otra vez más se preguntaba qué había ocurrido con su pie y su pierna originales.

—Por favor, señor Shays —la enfermera tenía una voz brillante y agradable—; recuéstese de bruces, mirando hacia aquí.

—Doctor Shays —le corrigió Verden.

Leonard iba a decir que no tenía importancia, pero entendió que eso tampoco la tenía. La mujer le ofreció un vaso de agua y dos píldoras y Leonard se preguntó por qué no se las habría dado cuando estaba erguido.

—Sufrirá un poco, doctor Shays —dijo ella, aún con su sonrisa alentadora.

—Lo sé —dijo él, sin moverse para tomar las píldoras.

—No lo transformarán en un zombie… Todavía podrá resistir —dijo el doctor Verden.

—Pero no creo que como antes. Verden refunfuñó.

—De acuerdo. Lo cual sólo significa que sufrirá el proceso una docena de veces en lugar de dos o tres.

—Lo sé.

—Y si lograra resistirlo perfectamente, se podría pasar el resto de la vida volviendo aquí. Aunque nadie lo haya hecho. Leonard no hizo comentarios, adoptó una posición ligeramente más cómoda.

—Usted no tiene idea de la cantidad de incomodidades a las que se está condenando.

—No me amenace, doctor; no es lo adecuado. Verden empezó a sujetarlo.

—No le amenazo —dijo con serenidad—. Trato de aconsejarle. A fin de cuentas soy su agente, y hago esto por su propio bien…

—Eso no es lo que pude interpretar de la orden judicial —dijo Leonard—. ¡Ouch! No tiene por qué apretar tanto… No saldré a caminar.

—Tenemos que dejarlo absolutamente quieto. Puntos de referencia biométrica.

Resistirse a la superposición de personalidades no es conceptualmente difícil. Todo especialista conoce la técnica, e igualmente la mayoría de los legos: primero fue descrita en el bestseller Sueños de dolor, luego en decenas de imitaciones, en un par de películas sensacionalistas, después, y por último en la telenovela de las tardes. ¡Lárguense de mi mente!

La persona sujeta a la mesa no tiene por qué interesarse en los procesos (inductivo-quirúrgico / molecular-biológico / cibernético) en funcionamiento, como tampoco tiene que pensar cómo le funciona el cerebro para afrontar un problema cotidiano. Porque cuando el terapeuta intenta alterar alguna faceta de la personalidad del paciente, la acción se manifiesta al paciente como un problema en sueños. Más a menudo, como pesadilla.

El sueño es muy convincente y ofrece dos o tres posibilidades al soñador. Si elige la correcta, su propia voluntad favorece la meta del terapeuta y contribuye a la permanencia de los cambios celulares deseados.

Si elige la incorrecta —la ilógica o dolorosa— favorece la tendencia de sus células cerebrales a regresar a su configuración original; es como un bollo de papel que forcejeara para volver a ser liso.

A veces los sueños tienen una relación metafórica con el problema que está abordando el terapeuta. Pero con más frecuencia, no: Leonard está sentado en casa de unos buenos amigos, una pareja joven que acaba de tener su primer hijo.

—Es fantástico cómo crece —dice la mujer, mientras alcanza a Leonard una cerveza fría—. No podrás creerlo.

Leonard bebe la cerveza fría mientras la mujer va en busca del niño y la parte de él que percibe que esto es sólo un sueño se maravilla ante la solidez de la ilusión.

—Tómalo —dice ella cuando le ofrece el bebé a Leonard con una sonrisa animosa—. Es un sinvergüenza. El bebé tiene un metro de estatura pero la cabeza no es mayor que el pulgar de Leonard.

—Siempre hace lo mismo —dice el esposo desde el otro lado del cuarto—. Es todo un comediante. ¡Estrújale el pecho y verás qué pasa! Leonard estruja el pecho del bebé y, naturalmente, la cabeza se agranda y el cuerpo se encoge hasta que el bebé llega a tener proporciones normales. Lo estruja más fuertemente y la cabeza se hincha aún más y se balancea sobre el torso encogido, un embrión gigante desprendido del útero.

El esposo se desternilla de risa hasta lagrimear. Una arruga de preocupación cruza la frente de la mujer.

—No aprietes con demasiada fuerza, Leonard… Por favor, no… Le harás daño…

La cabeza del bebé estalla, una pulpa rojiza veteada de una viscosidad gris y azul, que empapa el pecho y el regazo de Leonard.

—¿Por qué hiciste eso?

Leonard tiene ambas piernas y viste pantalones verdes y moteados de camuflaje. Guía con cautela a su grupo por la Calle de la Redención en Beirut, en los suburbios, entre los vahos de una tarde de verano. Avanzan de espalda contra la pared por una acera llena de escombros. Enfrente, ligeramente detrás, avanza otra patrulla: la del teniente Shanker.

Llegan al número 43.

Dios, no.

—Este es el lugar, teniente —grita Leonard.

—Bien, Shays. ¿Quiere entrar primero? ¿O atacamos desde este ángulo?

—Si yo… eh, si yo entro primero perderé la pierna.

—Vaya, vaya —dice afablemente el teniente—. Nadie quiere que le ocurra eso. Espere un…

—No se preocupe —Leonard desengancha del correaje una granada de un microtón y la arroja por la puerta abierta. Todos se tiran al suelo para cubrirse. Antes que se hubiera disipado el polvo, Leonard entra por la puerta. Con el rabillo del ojo alcanza a ver el casco negro y polvoriento del generador láser; un fogonazo brillante y un dolor agudo, él retrocede dos pasos pisando con los tobillos y cae, ya sin dolor.

Leonard está pescando en un bote de remos en la desemboca dura del Crystal River con uno de sus mejores amigos, Norm Provoost, el director de juegos.

Un camarón se ensarta en el anzuelo y Leonard tira de la línea. Inmediatamente siente un tirón ligero; forcejea y arrastra al pez.

—¿Qué agarraste, Len?

—No parece muy grande —lo sube al bote; es una trucha moteada, una especie protegida, menor que su mano, y el anzuelo le traspasa el labio sin consecuencias graves.

—Por el tamaño no vale la pena conservarla —dice Norm mientras Leonard le quita el anzuelo—. Por cierto que son criaturas bonitas… Leonard aferra el pez por la cola y le parte la cabeza contra el flanco del bote.

—¡Cielo santo, Shays!

Él se encoge de hombros.

—Quizá más tarde necesitemos carnada.

Un aula grande. El profesor favorito de Leonard, el doctor Van Wyck, acaba de llenar una tercera pizarra con ecuaciones y se dirige hacia una cuarta con su andar ligero de costumbre.

En la primera pizarra se equivocó en un signo. En la segunda esta equivocación provocó un error en doble integración, pues dos integrandos han sido erróneamente consolidados. La tercera pizarra es, pues, un galimatías. Y la cuarta es aún más ininteligible. Van Wyck se detiene.

—Aquí hay algún embrollo —dice; una franja de tiza amarilla le mancha la frente. Mira la pizarra varios minutos y pregunta—: ¿Alguien pesca el error?

Un murmullo negativo entre los alumnos. Cabecean, miran sus anotaciones y miran la pizarra. Leonard sonríe tontamente.

—Señor Shays: su tesis de licenciatura fue sobre este tópico. ¿No ve usted el error? Leonard sonríe mientras niega con un meneo de cabeza.

Leonard despertó atenazado por un dolor sordo, más fuerte en la nuca y debajo de las correas que lo sujetan. Su cabeza se ha ladeado penosamente, y ve que ya no está atado; sólo la fatiga lo mantenía retenido en esa posición. Tenía unas marcas brillantes en los brazos.

Recuerdos vagos y perturbadores: ecuaciones, pesca, Beirut, el bebé… Leonard se pregunta si habrá resistido con la mente con tanta obstinación como con el cuerpo. No se encontraba muy diferente, sólo débil y dolorido.

Apareció una enfermera con una pequeña hipodérmica.

—¿Eh? —tenía la garganta demasiado seca para hablar. Tragó, nada.

—Hipnótico —dijo ella.

—Ah —trató de volverse, pero no tenía fuerzas ni para levantar el hombro. Ella lo retuvo con suavidad, le frotó una parte del brazo con algo frío.

—Quiere ponerse bien, ¿verdad? Es sólo para que el doctor pueda… —un pinchazo agudo y oscuridad.

La segunda vez que despertó se sentía mejor. El doctor Verden le alcanzó un vaso de agua. Bebió la mitad con avidez, se contuvo ante la sospecha de que estuviera drogada, pero luego bebió el resto sin darle importancia.

—Fue toda una actuación, Leonard —dijo el doctor Verden mientras llenaba otra vez el vaso.

—¿Usted sabe lo que soñé?

—Sabemos lo que usted recuerda haber soñado. Y recuerda bastante, bajo hipnosis.

—Leonard trató de levantarse, se sentía débil, se acostó otra vez.

¿Yo… sigo…?

El doctor Verden dejó la jarra, hojeó unas páginas sujetas a una tablilla.

—Sí. En esencia tiene el mismo perfil conductual que cuando llegó aquí.

—Bueno.

El doctor Verden se encogió de hombros.

—Es sólo cuestión de tiempo. Creo que estaba empezando a responder a la terapia, hacia el final. Los supervisores estatales recomendaron que interrumpiera antes… En verdad, tuve que darles la razón. No está usted en muy buena forma, Leonard.

—Lo sé. Asimétrica.

—Bromas de mal gusto aparte, eso significa que tendrá más sesiones de menor duración; estará más tiempo aquí. A menos que decida cooperar.

Leonard miró el cielo raso.

—Mejor acostúmbrese a mi compañía.

Acababan de servir ensalada en una cena formal y Leonard la está comiendo con el tenedor equivocado. La joven dama que tiene enfrente lo advierte y se apresura a desviar la mirada con una sonrisa esquiva. Leonard deja el tenedor y termina de comer la ensalada con los dedos.

Leonard y Scottie, recién casados, caminan por el campus de la Universidad de Florida en un hermoso día de primavera. Ella suelta un sonido inarticulado.

—Es sólo una serpiente, Scottie.

—No es sólo una serpiente. Es una serpiente coral —y de veras lo es; rojo-y-amarillo-estás-mordido—. ¡Leonard!

—No le haré daño —Leonard la persigue y con cierta dificultad la recoge por la cola. La serpiente arquea el cuerpo y empieza a morder la muñeca de Leonard. Scottie chilla mientras Leonard observa la lenta pulsación del veneno. Se contiene estoicamente pese al dolor.

Se repite el sueño de Beirut en casi todos los detalles, pero esta vez Leonard trata de no mirar la trampa cazabobos antes de activar el láser.

—Se está debilitando, doctor Shays. ¿Por qué no cede y coopera? —le dijo el doctor Verden a su tablilla, esta vez con más páginas, y luego clavó en el paciente una mirada fría.

Leonard emitió un ostentoso bostezo.

—Esta mañana pensaba que no tendré que resistir indefinidamente. Sólo hasta que el padre de Scottie se canse de pagar.

—Ha pagado por adelantado, por contrato —dice Verden sin titubear.

—Es usted bueno para mentir, doctor. Lo hace con soltura.

—Y usted es un paciente insoportable, doctor. Pero interesante.

Scottie entró unos minutos y se quedó al pie de la cama mientras Leonard le espetaba un monólogo interminable, lleno de amarguras pero asombrosamente libre de insultos, sobre su fracaso como esposa y como ser humano. Durante su permanencia Scottie sólo dijo «Hola, Leonard» y «Adiós».

El doctor no regresó después que se fue Scottie. Leonard se incorporó y trató de meditar fríamente todo el asunto.

Si Scottie lo abandonaba, el viejo sin duda lo haría también. Sólo faltaba un mes para que venciera el contrato de matrimonio. Si Scottie no lo renovaba, sin duda le darían inmediatamente el alta. Resolvió ser aún más crudo con ella cuando le visitara de nuevo.

¿Pero podría durar un mes? Pese a lo que había dicho Verden, durante esta sesión se había sentido tan controlado como antes. Y le parecía menor el dolor. En cuanto a si podría durar una docena de sesiones más… En fin, realmente era imprevisible.

Leonard nunca veía telenovelas y en principio se negaba a leer best-sellers. Sólo tenía una idea imprecisa, de segunda mano, de lo que la gente pensaba que sucedía en la cabeza de un paciente durante la terapia de superposición. Presuntamente, se resistía con la ‘voluntad’ —un término que a Leonard le parecía razonablemente exacto pero trivial— y así una persona muy voluntariosa podía defender su identidad mejor que una persona débil. Pero había límites, decía la sabiduría popular, límites oscuros de agotamiento que vencían al más obstinado.

En la ficción, la gente a menudo escapaba a la terapia negándose a regresar de alguno de los sueños inducidos —siempre surgía un sueño agradable justo en el momento oportuno— mediante una aplicación de machismo existencial que nunca se explicaba del todo. Patrañas, desde luego. Leonard siempre sabía qué ocurría durante una escenificación y podía controlar los sucesos hasta cierto punto, pero cuando llegaba el momento crucial tenía que actuar (y no actuar era también una decisión) y después el sueño se esfumaba, reemplazado por el siguiente. Decidir quedarse en un sueño tenía tanto sentido como resolver quedarse en una escalera mecánica en movimiento, por fuerza de voluntad, una vez terminado el ascenso.

Como escapar de la clínica era imposible, parecía que la única esperanza de Leonard era seguir aguantando. Los supervisores impedían que Verden agotara o drogara a Leonard; esas medidas sólo podían tomarse para rehabilitar a un delincuente o un paciente ‘peligrosamente violento’. Leonard se había opuesto a la idea de los supervisores —oh ironía— cuando la ley federal creó esa función para la protección de los

‘derechos civiles mentales’. Había parecido un soborno para apaciguar a un electorado histérico después de Sueños de dolor. Pero quizás el gobierno por una vez había tenido razón.

¿Fingir una cura? Imposible, salvo que fuera un actor consumado y experto en psicometría. Y Verden controlaba el perfil conductual bajo hipnosis.

Por unos momentos Leonard consideró la posibilidad de que Verden y Scottie tuvieran razón, que en verdad estuviera perdiendo el seso. Y concluyó en que aunque fuera cierto no era un abordaje productivo.

Supuso que podría sobornar a algún técnico —tal vez al mismísimo Verden—, pero el dinero que había recibido por el piano estaba fuera de su alcance y quizá de cualquier modo era insuficiente.

Lo mejor sería aguantar.

Leonard está sentado ante una consola complicada, viste un uniforme poco familiar. Tiene frente a él un mapa iluminado del mundo, que abarca una pared; Norteamérica y Europa cubiertas de puntos azules y Asia cubierta de puntos rojos. En el centro de la consola hay una cerradura prominente, la llave cuelga de una cadenilla que rodea el cuello de Leonard, y se balancea ligeramente. Junto a la axila izquierda tiene una pesada pistola en una funda. Una placa en la consola pestañea cada treinta segundos: NO ATACAR. Hay una consola idéntica a su derecha, con otro hombre idénticamente vestido que parece estar enfrascado en la lectura de un libro.

De modo que ellos son los dos hombres que desatarán la venganza del Mundo Libre en caso de ataque enemigo. O de una decisión ejecutiva adversa.

La placa pestañea de modo estroboscópico, en rojo: ATACAR. A espaldas de ambos empieza a teclear un teletipo. El otro hombre toma su llave y titubea, mira a Leonard. Dice una sola palabra.

¿Cuál es el modo erróneo de actuar? Leonard vacila. Si mata al hombre, salva a la mitad del mundo. Si ambos insertan las llaves, los enemigos de la democracia morirán. Pero tal vez deben morir, según la lógica del sueño.

Leonard se quita la llave del cuello y la inserta en la cerradura, la hace girar en el sentido del reloj. El otro hace lo mismo. La placa deja de pestañear.

Leonard desenfunda la pistola y le dispara al otro hombre al pecho, a la cabeza. Luego, mientras se esfuma, se dispara a sí mismo, como medida preventiva.

Luego hay cuatro sueños que sucesivamente van ofreciendo menos opciones claramente entendibles. Por último, Leonard está sentado a solas frente al hogar, y lee un libro. Lee veinte páginas sobre la influencia de los toltecas en la cultura maya, y mientras tanto nada ocurre.

Deja de leer un rato y mira el fuego. Nada ocurre. Arranca páginas del libro y las quema. Quema la sobrecubierta y las tapas. Nada. Se sienta, se quita una pierna y la arroja al fuego. Luego arroja el pie ortopédico. Observa cómo se derriten sin arder.

A las dos horas se duerme.

El doctor Verden no fue a verlo después de esa sesión. Leonard despertó, la enfermera le dio un hipnótico, más tarde despertó de nuevo. Luego pasó el día hojeando revistas, viendo televisión, intrigado.

¿De algún modo Verden intentaba embaucarlo? ¿O la ambigüedad de los sueños significaba que la terapia estaba dando resultados? La enfermera no sabía nada, o no quería hablar.

El autoanálisis le dejaba ver, en la medida en que le era posible, que no estaba muy diferente. Seguía furioso con Scottie y Verden, y todavía estaba dispuesto a vender sus matemáticas cuando se quedara sin dinero —y no lamentaba haber vendido el piano—, y seguía con la idea de que imprimir a una persona de probada cordura era una injustificada violación de la privacidad y los derechos civiles.

Leonard tiene otra sesión, de siete sueños. En los tres primeros el resultado de sus actos es ambiguo. En los dos siguientes, es trivial. En el sexto es oscuro. En el séptimo, Leonard es un catatónico que yace inmóvil, durante largo tiempo, en un pabellón de hospital lleno de catatónicos inmóviles.

Esta vez Verden apareció sin blusón blanco ni tablilla. Leonard se sorprendió de que fuera tan diferente en traje de calle y despojado de símbolos de autoridad. Pensó que era una farsa deliberada.

—Las dos últimas sesiones han sido muy alarmantes —dijo Verden con las manos sobre la espalda mientras se hamacaba sobre los talones.

—Aburridas, de un modo u otro.

—Seré franco con usted —Leonard razonó que ésa era una de las frases menos convincentes del idioma. Sin duda el doctor lo sabía. Y tratando de deducir por qué la habría dicho, Leonard casi se perdió la franqueza.

—¿Qué?

—Por favor, preste atención. Esto es muy importante. Le decía que corre usted el serio peligro de dañarse la mente para siempre.

—Por resistirme a los esfuerzos de usted.

—Por resistirse a la terapia con demasiado… éxito, si usted quiere. Es un síndrome extraño que yo no tengo identificado, pero uno de los supervisores…

—Tuvo un paciente igual a mí, allá por el ’93.

—No. Recordó un artículo en una publicación —Verden extrajo un fajo de papel plegado de un bolsillo interior y se lo alcanzó a Leonard—. Lea esto y dígame si no describe lo que a usted le está pasando.

Lucía muy convincente, una fotocopia de un artículo del número de julio de 2017 de The American Journal of Behavior Modification Techniques. El título era: ‘La defensa circular paranoide: un análogo cibernético’. Estaba plagado de jerga, diagramas y la clase imprecisa de matemáticas que los especialistas en ciencias sociales admiran.

Leonard se la devolvió.

—Con esto y doscientos dólares conseguirá los servicios de un linotipista, doctor. No está mal.

—Usted piensa… —Verden meneó la cabeza lentamente, pasó el dedo por la arruga del papel y se lo guardó en el bolsillo—. Claro que usted piensa que le estoy mintiendo —sonrió—. Concuerda con el síndrome.

Extrajo el papel de nuevo y lo dejó en la mesita, junto a la cama de Leonard.

—Tal vez quiera leerlo, aunque sea para entretenerse —al salir se paró en la puerta, teatral—: Quizá le interese saber que desde mañana habrá un supervisor más. Un representante del Directorio de Ética Médica de Florida. Me dará permiso para acelerarle el tratamiento con drogas.

—Entonces mañana trataré de cooperar —le sonrió a la espalda del doctor y luego se echó a reír; había esperado algo así, pero le sorprendía que Verden no hubiera sido más sutil.

—Con triquiñuelas a un experto —dijo en voz alta mientras plegaba el papel en cuatro, ocho, dieciséis partes. Lo tiró en la chata y encendió el televisor.

Era la primera vez que disfrutaba de un programa de preguntas y respuestas.

Mientras Leonard se somete a la anestesia se siente muy feliz. Tiene un plan.

Colaborará con el doctor, elegirá las opciones correctas, se dejará curar. Pero sólo de modo provisorio.

Una vez en libertad, irá a una agencia de transferencia de capacidades y venderá sus matemáticas. Le llevará el dinero al doctor Verden, que tiene registrada su personalidad original, y… Se comprará a sí mismo. ¡Audaz!

Espera el primer sueño con suficiencia y calma.

Leonard se somete a la anestesia, muy feliz porque tiene un plan. Colaborará con el doctor, elegirá todas las opciones correctas y se dejará curar, pero sólo de modo provisorio. Una vez en libertad venderá sus matemáticas en una agencia de transferencia de capacidades y le llevará el dinero a Verden, que tiene registrada su personalidad original, y se comprará a sí mismo. Con audacia, suficiencia y calma espera el primer sueño.

Sometiéndose felizmente a la anestesia porque tiene un plan para curarse de modo provisorio y vender sus matemáticas para conseguir dinero para comprarse a sí mismo, Leonard espera soñar.

Feliz somete plan cura sí mismo calma soñar.