Sé con exactitud cómo se originó este cuento. Una noche estaba con el buen amigo Jack Dann hablando de antologías. Él quería dirigir una antología temática —libros del tipo Grandes Cuentos de la Ciencia Ficción sobre los Tubérculos— y comentábamos acerca de varios temas que aún no habían sido tratados, o al menos no recientemente, y fueran vendibles. Le sugerí que hiciera una antología de ciencia ficción judía, ya que él es muy judío (traten ustedes de imaginar una criatura cruza de Isaac Bashevis Singer y Henry Youngman) y escribe ciencia ficción. Hasta hicimos una lista de varios cuentos que tal vez pudiera usar.
Créase o no, la vendió. Me escribió para pedirme un cuento de ciencia ficción judía, pero a tres centavos la palabra. Le contesté: Jack, mi amistad no conoce límites, pero mi tarifa por cuentos originales sí los conoce.
Cinco centavos la palabra. No me respondió.
Un año después vendió otra antología, esta vez con cuentos sobre viaje ultralumínico. De nuevo, tres centavos la palabra. De nuevo rehusé.
De nuevo se negó a rogarme.
Y luego otra vez más: cuentos de ciencia ficción sobre el poder político. Tarifa, tres centavos la palabra.
Tampoco esta vez me rogó.
Por último, me escribe que está preparando otra antología de ciencia ficción con judíos. Empiezo a sentirme como el doctor Frankenstein; tres centavos, tómalo o déjalo.
Así que me pongo a escribir la revolución de Mazel Tov: un cuento judío sobre el efecto del viaje ultralumínico en el poder político. Se lo vendo a Analog. A cinco centavos la palabra.
Moraleja: podré prostituir mi arte, pero al menos no soy una puta barata.
Esta es la historia del venerado/… despreciado/… Chaim Itzkhov (marque donde corresponda). Y de mí. Y de cómo salvamos 238 mundos para la democracia/… armamos una tremolina de los mil diablos/… (idem). Con veinte resmas de papel y una vieja roca. Sé que ustedes pensarán que la historia es conocida. Pero no la conocen, ni por aproximación: las cosas como el soborno y el intento de homicidio, aunque se hagan con elegancia, tienden a escabullirse de los libros de historia. De modo que…, a seguir leyendo, ¿comprendido?
Todo empezó, al menos para mí, cuando quedé varado en Lejana hace un cuarto de siglo. Tal vez están pensando que a ustedes no les importaría quedarse varados en Lejana, ¿no es cierto? La ciudad-jardín de la Confederación, la segunda capital de la humanidad, un monumento a la ingeniería humana y todo eso, terraformada hasta la última molécula. Cuento a los jóvenes cómo era en el año ’09 y sacuden la cabeza.
En ese entonces Lejana era uno de los lugares donde se ven turistas de vez en cuando, por la simple razón de que era uno de esos lugares adonde los turistas no van. Era uno de los últimos puestos de avanzada del frustrado Segundo Imperio de Jorge, y apenas se había mantenido con la exportación de cosas como plomo y cadmio. Metales pesados y ponzoñosos cuyos óxidos cubrían el planeta en vez de la hierba. Había que trasladarse en un traje de amianto con un acondicionador de aire en la espalda, pues estaba endemoniadamente cerca de Rigel.
Todavía está endemoniadamente cerca, pero me cuentan que han opacado tanto la atmósfera superior que Rigel es apenas una esfera celeste que ofrece unos crepúsculos espectaculares. Nunca estuve muy tentado de ir a verlo, después de haber trabajado bajo ese resplandor azul en los viejos tiempos; ¿cuánto habría tardado en quedarme estéril pese a la ropa interior de plomo, sintiendo la proliferación de cánceres de piel en la radiación de onda corta?
Conocí al viejo Chaim en el Club de la Universidad, un bar venido a menos de tiempos del Imperio. Cómo llegué a ese lugar dejado de la mano de Dios es otra historia —no puedo contarla pues el esposo todavía vive— pero allá estaba, sin un céntimo ni billete de regreso, liquidado a los treinta años.
Estaba solo en el Club de la Universidad, ignorante del camarero, sorbiendo mi cerveza de la mañana y desesperándome, cuando entró el viejo Chaim. Tenía unos setenta años pero se notaba más viejo, todo canoso y lleno de arrugas, y empecé a inventar una excusa por si se proponía endilgarme una historia lacrimógena.
Pero pidió una taza de café auténtico y cuando pagó le eché una ojeada a su tarjeta de créditos. El número era tres dígitos más largo que el mío. Como no tengo prejuicios contra los millonarios, trabé conversación con él.
En Lejana había una sola variante del gambito en la apertura de la conversación; el tiempo no cambiaba nunca y no había política digna de comentario: ¿Qué demonios hace usted aquí?
—Es lo que está más cerca del sitio adonde quiero llegar —dijo, lo cual era ridículo. Luego me preguntó lo mismo, y yo le respondí. Pasamos unos minutos quejándonos de los caprichos del bello sexo, y por último le pude preguntar adónde se proponía llegar, exactamente.
—Es interesante —dijo; otras dos personas habían entrado en el bar, él las miró de soslayo—. ¿Por qué no cambiamos de mesa?
Llamó al camarero y le pidió otra taza de café, y debe de haberme visto la cara —la tarifa de dos tazas de café bastaba para embriagarme una semana— pues pidió una jarra grande de cerveza para mí. Las llevamos a una mesa y encendió el amortiguador de sonidos, que era de los que funcionan en ambas direcciones.
—¿Puedo confiarle un secreto? —sorbió el café con cautela.
—Claro. Uno más no me hará daño.
—¿Le interesaría un negocio de un par de millones de créditos? —dijo, después de mirarme un largo rato. Un billete de regreso valía cien mil.
—Depende de lo que tenga que hacer —por ejemplo, no habría saltado de lo alto de un edificio a una batea de plomo hirviendo. Tal vez, de agua hirviendo…
—No puedo decirle con exactitud, porque en verdad no lo sé. Es probable que haya riesgos, o no. Sin duda, unas semanas de incomodidad.
—Ya he aguantado varias aquí.
—¿Todavía tiene licencia de piloto? —dijo señalándome con la cabeza las insignias de mi chaqueta descolorida.
—Técnicamente.
—¿Abonado?
—No. Como ya le conté, tuve que escurrirme. Mi abono está en el Mundo de Perrin. No me atrevo…
—No se preocupe. Este es un trabajo dentro del sistema —se necesita un abono para un vuelo interestelar, pero el viaje de un planeta a otro del mismo sistema no importa tanto dinero.
—¿Un trabajo en el sistema? ¿Aquí? No sabía que Rigel tenía otro…
—Rigel tiene otro planeta, catalogado como Biarritz. Nunca figuró en los mapas ni fue bautizado oficialmente porque allí no hay nada.
—Excepto lo que usted busca.
—Tal vez lo que mucha gente busca.
Pero se negó a contarme más. Seguimos hablando hasta el mediodía. Chaim me sondeó para ver si podía confiar en mí, si yo era el socio que buscaba. Había muchos pilotos varados en Lejana; más tarde descubrí que antes había conversado con varios más.
Estábamos hablando de bueyes perdidos cuando de pronto se irguió en el asiento y dijo:
—De acuerdo. Creo que usted será mi piloto.
—Bueno… Ahora, qué…
—Todavía no, todavía no tiene por qué saberlo. ¿Cuál es su número de crédito? Se lo di y tecleó una secuencia en su tarjeta.
—Este es su adelanto —dijo; yo verifiqué mi tarjeta y, vaya, era cincuenta mil créditos más rico—. Recibirá una cantidad similar más tarde, si lo de Biarritz no conduce a nada. Pero si obtenemos algo, tendrá además un porcentaje. De eso hablaremos más tarde.
Yo me conformaba con los otros cincuenta mil: para volver a la civilización y contratar un apoderado que fuera a Perrin y rescatara mi abono. Entonces volvería a mi oficio.
—Ahora bien, ante todo deberá conseguir una nave. Yo me encargaré de la financiación —salimos del bar y visitamos al único estenógrafo público (o privado) de Lejana, y él me extendió una carta de crédito.
—Cualquier tipo de nave servirá —dijo mientras yo lo acompañaba de regreso a su hotel—. Desde un yate a un acorazado. Simplemente tenemos que llegar allá. Y volver.
En cualquier mundo civilizado, yo podría haberme metido en una cabina y llamar a Hartford, luego dirigirme al puerto más cercano y elegir una nave: local, interplanetaria o, en posesión de mi abono y tras un par de días de espera, interestelar. Pero Lejana era Lejana, así que las cosas se complicaban un poco.
Haré una disgresión por si ustedes nacieron hace menos de veinte años y se dormían en la clase de historia.
En esos tiempos teníamos dos gobiernos: la Confederación que todos conocemos y amamos y Alquileres de Transporte Nueva Hartford, Ltda. No había ningún papel que relacionara a la Confederación con Hartford, pero de hecho estaban tan entrelazadas como las rayas de una manta escocesa.
Alquileres de Transporte Nueva Hartford Ltda., poseía prácticamente todas las patentes básicas necesarias para el viaje interestelar, y también todas las naves interestelares, incluso las cuatro antiguallas que habían quedado del desastroso experimento imperialista de Jorge VIII.
Si alguien estaba cansado de su planeta, si buscaba libertad religiosa, aventura, un cambio de aires, si quería huir de los acreedores, bastaba juntar gente y Hartford alquilaba una nave por una suma astronómica pero en cuotas muy benévolas. De hecho, las dos primeras generaciones apenas alcanzaban a pagar algo (mientras el interés seguía acumulándose), pero luego…
¡Después háblenme de olvidar los pecados de los padres! En cuanto la colonia empezaba su negocio, Hartford estaba autorizada a cobrar un impuesto de hasta el cincuenta por ciento sobre cada transacción comercial. Y Hartford se cuidaba de mantener los impuestos en un nivel en el cual se pagara solamente el interés sobre el préstamo, y dejara el resto intacto para suministrar a Hartford ingresos a perpetuidad. Era un juego endiablado (respaldado por la Confederación), y todos lo sabían. Pero era el único juego que había.
Hartford tenía un representante en cada planeta, y lo mantenía lubricado con dinero suficiente para que siempre fuera el ciudadano más rico, y por lo general el más influyente del planeta. Si algún gobierno planetario intentaba ingeniárselas para escabullirse del capitalismo rapaz que garantizaba a Hartford una ganancia suculenta sobre sus inversiones, el representante tenía poder suficiente para encarrilarlo.
Había trampas y tecnicismos. La mayoría de los planetas no cobraba directamente el impuesto de Hartford, sino que se usaba un impuesto a los réditos flexible que empobrecía a los ricos, y a los pobres —Dios los bendiga— les permitía ir a casa para producir más contribuyentes en vez de disturbios callejeros.
Si alguna vez se han dignado visitar esas tabernas de mala muerte donde beben pilotos y otros sujetos de dudosa reputación, tal vez hayan oído cantar aquella antigua balada: ‘Mi corazón pertenece a mi madre, pero mi culo es de Hartford’.
Hartford también era poseedor de esa parte fundamental de la anatomía de todos en Lejana. Pero eso no significaba que hubiera construido en Lejana un bonito puerto espacial moderno y erizado de naves de toda clase y tamaño…, no. Solamente el navío que venía de Steiner cada dos semanas y descargaba provisiones y recogía cadmio.
Admito que no había muchas razones para que Lejana contara con una nave interplanetaria simple, vieja y de corto alcance. ¿De qué serviría? A lo sumo para ponerse en órbita —y ya era bastante malo el aspecto de Lejana, aquí abajo— o irse de paseo a Biarritz. Y había maneras mucho más divertidas que despilfarrar el dinero, aun en Lejana.
Resultó que sí, había una nave interplanetaria en Lejana, pero era una pieza de museo. Hacía doscientos años que no levantaba vuelo, la Bonne Chance, la nave que la misma Biarritz había usado para explorar la escoria, que conservaba su apellido por negligencia. La retenían allí por los impuestos, y nos la dieron por un número de seis cifras.
Después empezaron los dolores de cabeza. Todo estaba en francés: las indicaciones del instrumental, el manual de instrucciones, la bitácora. Conseguí un diccionario y recorrimos la nave para marcar todo de nuevo con un lápiz indeleble; Chaim y yo pasamos las tardes y las noches de una semana traduciendo el manual.
El motor de fusión estaba en forma —ninguna parte móvil mayor que una molécula— pero el resto de la nave estaba bastante vapuleada. Lejana no tenía mucha atmósfera, pero era prácticamente oxígeno puro, y caliente. El casco estaba abollado y necesitaba una reparación. Los componentes electrónicos habían sufrido doscientos años de radiación ionizadora, suficiente para mutar un par de moscas en un rebaño de ganado púrpura. Había que reparar o reemplazar casi todos los artefactos de dirección y comunicaciones.
Tuvimos ocupados más de una semana a la mitad de los desocupados de Lejana —algunos eran desocupados con un alto grado de especialización, claro—, martillando ese vejestorio para darle forma de algo. La volé sólo un par de órbitas y decidí que podía llevar veinte unidades astronómicas ida y vuelta sin mayores desastres.
Chaim todavía jugaba al misterioso. Me dio una lista de provisiones, pero no encontré ninguna pista de lo que haríamos al llegar a Biarritz: sólo aire, agua, comida, café y alcohol suficiente para que dos hombres aguanten unos meses. Y además, una cabina geodésica prefabricada donde vivir.
Por último, Chaim dijo que estaba listo para partir y entonces encendí el conteo automático, unas dos horas de revisión de sistemas que presuntamente me garantizarían que la máquina no se vaporizaría en la pista cuando apretara el botón de arranque. Le dirigí una oración pagana a Norbert Wiener y bajé al Club de la Universidad para una o seis últimas rondas. Con cincuenta mil créditos en mi haber podía costearme bares más lujosos, pero no estaba de ánimos para codearme con las clases pudientes.
Regresé a la nave media hora antes que terminara el conteo, y Chaim estaba allí, observando cómo los peones cargaban una gran caja a bordo del Bonne Chance.
—¿Qué diablos es eso? —le pregunté.
—Los papeles de Mazel Tov —dijo, sin dejar de mirar a los peones.
—¿Mazel Tov?
—Significa buena suerte, tal vez adiós. No es tan fácil de traducir. Si lo dice así… —y pronunció las palabras con una inflexión sarcástica—, puede significar «de buena me libré» o «no te servirá de mucho». ¿Entendido?
—No.
—Perfecto —terminaron de cargar la caja y cerraron la compuerta de la bodega—. Déme una mano con esto —era una caja de metal gris que, según Chaim, contenía un flamante transceptor de taquiones.
Si ustedes son tan jóvenes que ven el proceso fásico de taquiones como cosa de todos los días, se meten en una cabina y llaman a Sirio sin mosquearse, les recordaré que cuando Chaim y yo nos conocimos hacía poco más de un año que se había inventado el aparatito. Antes de eso, si uno quería comunicarse con alguien a años-luz de distancia había que escribir el mensaje y despacharlo en una nave de Hartford, y luego esperar semanas, tal vez meses, mientras pasaba de planeta en planeta (a conveniencia de Hartford) hasta que al fin llegaba a la persona indicada.
Dentro, aseguré la caja y llamé a las autoridades de la pista para preguntarles nuestra masa final. Me dieron la lectura y pasé la información a la computadora de vuelo. Luego nos sujetamos las correas.
Por último relampagueó la luz verde. Apreté el botón de arranque hasta que quedó trabado y segundos después el motor despertó con su característico ronroneo; la nave se sacudió como la veterana achacosa que era, y trepó el cielo dejando una estela de lo que sin duda fue la nube de escape más contaminante en la historia del transporte: plomo caliente ionizado, ligeramente radiactivo.
La vieja Bonne Chance sabía cómo economizar con la masa de reacción.
Yo había programado una ruta directa, una G y media todo el viaje, un viraje en el medio. Aún así nos llevaría dos semanas. Chaim pudo matar el tiempo contándome de qué se trataba, pero en cambio se sentó a leer —Guerra y Paz y una cinta de cuentos folklóricos rusos de la Edad Media— y de vez en cuando ojeaba la pared y cloqueaba.
Después supe apreciar esa discreción rayana en el fetichismo (aunque Dios sabe cuántos conocían ya el secreto). Sin mencionar que pude haber caído en la tentación de estafarlo. Pero hablar de un par de millones era como invitar a alguien a la Fiesta del Té de Boston preguntándole si le gustaría ponerse un taparrabos para participar en una broma pesada.
Así pasé dos semanas enfrascado en mis propias lecturas, y me gané la paga apretando un botón cada dos horas para que el sistema de control funcionara constantemente. Pude haber programado el botón para que se apretara solo, pero qué diablos…
Al cabo de dos semanas tuve que trabajar en serio. Observé cómo la lectura de la ‘velocidad relativa al destino’ bajaba a cero, y miré por el ojo de buey. Nada.
El radar no tardó en descubrir el pequeño planeta. Habíamos errado por nueve mil kilómetros y pico; si hubiésemos sabido adónde mirar, el disco gris azulado era bien visible.
El aterrizaje de una nave como la Bonne Chance es juego de niños en un planeta pesado. Todo es automático salvo la elección de la franja de tierra que quieres quemar (las autoridades del puerto ponen el grito en el cielo si no das en la pista). Pero una bola de mugre como Biarritz, ligera como una pluma, es harina de otro costal: apenas hay gravedad, y los servomecanismos no responden con suficiente rapidez. Procuran descender en el centro de la masa de la roca, que en este caso estaba a cuarenta y nueve kilómetros de basalto sólido.
Así que hay que arreglárselas por cuenta propia, una combinación de radar y cálculo a ciegas… Más que un aterrizaje, una maniobra de atracamiento. Realmente.
Y entonces me estrellé. Le pasa a cualquiera.
Al principio estaba realmente orgulloso de ese aterrizaje. Hasta el viejo Chaim me felicitó. Tocamos la superficie a menos de un centímetro por segundo, y las tres patas se posaron simultáneamente. Ni siquiera rebotamos.
Chaim y yo ya nos habíamos puesto los trajes y habíamos evacuado todo el aire de la nave; un procedimiento rutinario para reducir los daños al mínimo si algo fallaba. Pero el aterrizaje parecía perfecto, así que nos preparamos para descargar.
Lo que en Biarritz pasa por gravedad apenas llega a un octavo de G. Uno arroja un zapato y tarda cinco segundos en llegar al suelo. Así que medio caminamos y medio flotamos para bajar a la bodega, torpes después de una semana de entumecimiento en un G y medio.
Abría la escotilla de la bodega cuando oímos un gemido grave y tenue que subía del suelo por las patas de aterrizaje. Chaim preguntó si era el suelo que se asentaba; yo nunca había oído nada semejante, pero dije que tal vez. Y teníamos razón.
Abrí la compuerta y miré afuera. Biarritz tenía el aspecto que yo había esperado: una roca, un fragmento de roca inútil picada de viruela. El único alivio en la aplastante monotonía del paisaje era la mancha plateada de plomo congelado directamente debajo de nosotros.
Estábamos inclinados, al parecer. Creí que era una ilusión óptica: si la nave no hubiera estado derecha al descender, la pantalla de posición lo habría registrado. Luego la brillante mancha de plomo empezó a moverse, a arrastrarse bajo la nave. Tardé un segundo en reaccionar.
Solté un grito poco original y me encaramé a la escalerilla de la sala de control. Un breve bufido del motor principal y estaríamos a salvo. No llegué a tiempo.
La situación fue bastante fácil de reconstruir, después. Habíamos aterrizado en una saliente rocosa que no pudo aguantar el peso de la Bonne Chance. El sonido que habíamos oído era el de la saliente al quebrarse y asentarse metros más abajo, haciendo inclinar a la nave unos diez grados. La fuerza de fricción entre nuestras patas de aterrizaje y el basalto era casi inexistente con una gravedad tan escasa, así que nos deslizamos cuesta abajo hasta tocar el fondo, y luego nos tumbamos grácilmente.
Cuando pude llegar a la sala de controles, después de unos cuantos rebotes en cámara lenta, vi todo de costado. Los controles estaban muertos, muertos, muertos.
Chaim estaba vivito y coleando, a juzgar por sus gritos y rezongos. Estaba enterrado bajo una pila de cajas en la bodega, pues apenas había tenido tiempo de desatarlas antes que la nave se derrumbara. Le expliqué la situación mientras le ayudaba a levantarse.
—¿Hemos varado, verdad?
—Todavía no lo sé. Tengo que investigar.
—No importa. Un contratiempo, pero no importa. Seremos tan ricos que mañana por la mañana podríamos tener aquí una flota de rescate.
—Tal vez —dije, sabiendo que no era así, que aunque hubiese una nave en Lejana le sería imposible realizar el viaje en menos de diez días—. Pero lo primero que tenemos que hacer es levantar esa cúpula.
Nuestros trajes no eran de los que reciclan el aire; y pasaron diez horas antes que empezara nuestro aprendizaje de cómo respirar anhídrido carbónico.
Hurgamos en ese caos y encontramos los diversos componentes de la cúpula geodésica. La extendí en una franja de terreno suficientemente plana y tiré del cordel. Se infló que era una maravilla. Chaim se puso a descargar la nave mientras yo conectaba el sistema de sustento vital.
Él se divertía bastante pateando cajas y viéndolas bajar flotando un par de metros hasta el suelo. La única que se rompió contenía botellas de whisky, maldito sea; estallaron levantando una nube de cristales parduscos que se dispersaron lentamente. Biarritz pasó a ser así el único planeta del universo con una atmósfera de bourbon condensado.
En cambio, cuando Chaim hubo encontrado su licor —una caja de gin— la bajó a mano.
Ordenamos nuestras pertenencias mientras la cúpula se calentaba. Todavía estaba abriendo cajas cuando la campanilla tintineó para anunciar que había oxígeno y calor suficiente para existir. Chaim debía de confiar más que yo en los sistemas automáticos, pues se quitó el casco inmediatamente y se desembarazó del traje. Yo me quité el casco para ser sociable, pero seguí mi trabajo con la última caja, la que según Chaim contenía ‘los papeles de Mazel Tov’.
Levanté la tapa y eché un vistazo adentro. En efecto, estaba repleta de papeles amontonados en fajos. Recogí un fajo y lo revisé.
—¿Formularios de inmigración?
Chaim estaba sentado en una pila de cajas de alimentos, y se bajaba la cremallera del traje.
—Correcto. Nuestra fortuna.
—‘Oficina de Inmigración de Mazel Tov’ —leí en una de las hojas—. ¿Quién…?
—Usted es una mitad. Yo soy la otra. Mazel Tov es el planeta que tiene bajo los pies —se levantó de la caja—. ¿Dónde guardó las ropas?
—¿Qué?
—El suelo está frío.
—Eh, allá en la cocina —seguí su espalda desnuda y arrugada a través de la cúpula—. Escuche, usted no puede… bautizar un planeta como si tal cosa…
—¿Conque no puedo, eh? —rebuscó en el armario y encontró unos pantalones rojos, que se puso—. ¿Quién dice que no?
—¡La Confederación! ¡Hartford! Necesita una cédula.
Encontró una túnica y chillona y se la calzó por encima de la cabeza. Y dijo, sofocadamente:
—Pues conseguiré una cédula.
—Así como así…
Empezó a atarse las botas y me miró con aire divertido. —No, «así como así», no —llenó dos tazas de agua y las puso en el calentador—. Prepararemos un poco de café…
—No se puede autorizar un peñasco con dos personas encima.
—Tiene usted razón. Absolutamente —el reloj del calentador sonó—. ¿Cortado?
—Mire… no, negro. ¿Me está diciendo que imprimió esos documentos falsos…?
—Caliente —me alcanzó una taza—. Siéntese. Relájese. Le explicaré.
Todavía llevaba el traje puesto, menos el casco. De modo que sentado estaría tan incómodo como de pie. Pero me senté. Me miró por encima del borde de la taza, a través de un velo de vapor que subía con asombrosa celeridad.
—Gané mi primer millón cuando tenía la edad de usted.
—Por algo se empieza.
—Correcto. Gané un millón y pagué el ochenta y cinco por ciento al gobierno de Nueva Argentina, que separó una parte y se la pasó a Alquileres de Transporte Nueva Hartford, Ltda.
—Le habrá dolido.
—Me indignó. Me hizo pensar. Y llegué al germen de una idea —sorbió el café.
—Continúe.
—Supongo que nunca habrá oído hablar de la Agencia de Embarques Itzkhov.
—No… Creo que me acordaría.
—Muy poca gente la conoce. Es una empresa pequeña, en apariencia. Cuatro naves interplanetarias, todas más pequeñas que la Bonne Chance. Pero se dedican al comercio interestelar.
—Las estrellas deben de estar muy cerca.
—No… Empezaron hace veinte años. El viaje más corto está a medio camino. A otra le queda un siglo de travesía.
—No tiene sentido.
—Claro que sí. Tiene sentido en dos niveles —dejó la taza y entrelazó los dedos—. Hay ciertos objetos cuyo valor sube casi obligadamente con el transcurso del tiempo. Joyas, antigüedades, obras de arte… Es el único cargamento que embarco. Oficialmente.
—Entiendo. Creo.
—Usted ve la mitad del asunto. Compro esos objetos en planetas relativamente pobres y los embarco hacia planetas relativamente opulentos. No me costó mucho conseguir accionistas. Creo que a Hartford no le gustó.
—¿Qué hicieron?
Chaim se encogió de hombros.
—Me iniciaron un pleito. Pero yo había estudiado la ley antes de empezar con Itzkhov. No me presionaron demasiado, pues mi compañía no alcanzaba a una diezmilésima de las ganancias anuales de Hartford… Y gané.
—Se alzó con un par de créditos.
—Unos tres billones, ganancia legítima. Pero lo importante es que dejé sentado un precedente legal concreto cuando antes no existía ninguno.
—Me está confundiendo de nuevo. ¿Esto tiene alguna relación con…?
—Muchísima. Paciencia. Con este dinero, y dinero de otras fuentes, empecé a armar una flota. A través de una serie de corporaciones-títere… Compré naves viejas y construí nuevas. Poseo o alquilo un total de dos mil naves. Casi todas están cargadas y esperando en la pista.
—Un momento, espere —la economía nunca ha sido mi fuerte, pero esto era obvio—. Bajará usted sus propios precios. No puede existir un mercado tan grande para pinturas antiguas y para…
—Correcto, precisamente. Pero la mayoría de esas naves no transporta cargamento tan especializado. La más cercana, por ejemplo, está en Tánger, con destino a Lejana. Tiene casi mil metros cúbicos de agua.
—Agua…
—Una vieja nave de pasajeros, la inundé. Dejé solamente un poco de lugar para la expansión del hielo, por si el calentamiento…
—Porque en Lejana…
—… en Lejana no hay ni una sola molécula de agua que no haya sido llevada por los hombres. Se recicla hasta la última gota, pero se pierde alrededor del uno por ciento anual.
—Esta noche o mañana llamaré a Lejana y ofreceré en venta 897.000 kilogramos de agua. Al costo. A entregar en seis años. Es mucho tiempo de espera, pero la conseguirán a un centésimo del costo normal, lo que cobra Hartford.
—Y usted perderá un fajo.
—Depende de cómo lo mire. Casi todo mi capital está encerrado en naves pequeñas y lentas; tengo ciertos intereses en tres cuartos de la existencia de navíos interplanetarios. Si mi plan funciona, casi todos duplicarán su valor de golpe y porrazo.
”En cambio Hartford perderá más de un fajo. Hay otros 237 planetas, entre 298, en una posición similar a la de Lejana. Dependen de Hartford para el agua, la semilla, los suministros médicos o cualquier otra cosa necesaria para la vida.
—Y usted ha concertado arreglos…
—Por todas esas mercancías, correcto. Pero mi tarifa es por lo menos el diez por ciento menor que la de Hartford —bebió de un trago el resto del café.
—¿Y qué impedirá a Hartford pedir menos que usted?
—Absolutamente nada —se levantó y se puso a preparar otra taza—. Tal vez lo intenten, aquí y allá. No creo que muchos gobiernos se interesen.
”Tome por ejemplo a Lejana. Están en mejor posición que la mayoría de los planetas, en lo que concierne a la deuda con Hartford, porque el Segundo Imperio les financió el comienzo de la colonización. Aun así deben a Hartford más de diez billones de créditos… El pago anual de intereses asciende a varios cientos de millones.
”Lo siguen pagando, no porque sientan alguna obligación abstracta hacia Hartford. Los gobiernos no tienen conciencia. Si dejaran de pagar, claro, se quedarían sin blanca y morirían en una generación. Hasta ahora no han tenido otra alternativa.
—De modo que lo que usted hace es dar a todos esos planetas la oportunidad de sacar partido de sus deudas.
—¿Le molesta? —se sentó otra vez, se apoyó la taza en la rodilla.
—Un poco. No amo a Hartford más que…
—Mírelo de este modo. Mi modo. Considere a Hartford como un brazo del gobierno, la Confederación.
—Siempre pensé que era a la inversa.
—En la práctica, sí. Pero de cualquier forma, un gobierno destaca gente para colonizar tierras vírgenes. Al principio les otorga subsidios; una vez que la bola se echa a rodar, cosecha fidelidad e impuestos.
”La ‘deuda’ con Hartford es sólo una ficción conveniente para justificar la recolección de esos impuestos.
—Pero se brindan servicios. Necesarios para la subsistencia.
—Se brindan y se pagan, por separado. Demostraré a las ‘colonias’ que pueden brindarse esos servicios mutuamente. Será mucho más fácil cuando Hartford vaya a la quiebra. No existirá el monopolio de naves estelares. Ninguna Confederación que proteja las patentes.
—La anarquía, pues.
—Palabra interesante. Yo prefiero llamarla revolución. Pero sí, las cosas se embrollarán bastante por un tiempo.
—De acuerdo. Pero si usted quería orquestar una revolución, ¿por qué no eligió un planeta más cómodo para dirigirla? ¿O simplemente se está escondiendo?
—En parte. Pero ante todo quería actuar legalmente. Para eso necesitaba un planeta muy pequeño sin cédula de colonización.
—De nuevo me confunde —me preparé otra taza de café y lamenté la falta de bourbon. Tal vez si salía y respiraba una bocanada de atmósfera…
—¿Sabe usted qué se requiere para autorizar un planeta? —me preguntó Chaim.
—Ignoro las cifras. Cierta densidad de población y un producto planetario bruto bastante elevado.
—Las cifras no son importantes. En los papeles lucen bastante modestas. Pero el funcionamiento garantiza que para cuando un planeta tenga suficiente población y prosperidad para independizarse, quede inevitablemente en deuda con Hartford.
”De ahí todos esos formularios de inmigración. La mitad de esos fajos son formularios de inmigración y la otra mitad poderes legales restringidos. Reclamaré este planeta, lo llamaré Mazel Tov y aceptaré mi propia solicitud de ciudadanía para 4.783 inmigrantes. Luego llamaré a mi abogado —mencionó una empresa legal interplanetaria con base en la Tierra, tan conocida que hasta yo la había oído nombrar—. Ellos llamarán a un centenar de estos inmigrantes, y cada uno de ellos llamará a diez más, y así sucesivamente. Todo arreglado de antemano. Luego cada cual me pagará su tarifa de inmigración.
—¿Cuánto es eso?
—Mínimo, diez millones de créditos.
—¡Cielos!
—Es una ganga. Cada nuevo ciudadano consigue una acción en la Confederación Mazel Tov por cada millón que pone. En treinta minutos la CMT contaría con un capital casi tan grande como el de Hartford.
—¿Y dónde pudo encontrar usted cuatro mil…?
—Veinte años de persuasión. De coordinación. He tratado de acercarme a todos los ricos cuyas fortunas no estuvieran comprometidas con Hartford ni la Confederación. Les expuse mi plan, especialmente las medidas que lo hacen poco riesgoso y muy remunerativo, y todos lo suscribieron.
—¿Ninguna traición?
—No… ¿Qué podrían ofrecer a cambio Hartford o la Confederación? ¿Fortuna? ¿Poder? Estos hombres ya tienen eso en abundancia. Por otra parte, les ofrezco un don invalorable: la independencia. Y de paso, nada de impuestos, nunca. Ese es el primer artículo de la cédula.
Me lo dejó digerir un minuto.
—Es demasiado fácil —dije—. Si el plan da resultado, la Confederación y Hartford se las verán negras… Pero mire usted lo que conseguiremos a cambio. Cuatro mil y pico de ricachones independientes dirigiendo el espectáculo. ¿Es un aliciente?
—Quién sabe. Pero así son las revoluciones: echar a la vieja pandilla de bastardos para instaurar la pandilla propia. Al menos será diferente. Es hora de cambiar.
Me levanté.
—Mire, esto es demasiado, y demasiado rápido. Tengo que pensarlo, asimilarlo. Además tengo que revisar la nave. Chaim me acompañó casi hasta la cámara de presión.
—Bueno, bueno. Empezaré con mis llamadas —palmeó el tranceptor con verdadero afecto—. Qué bueno que esta criatura haya nacido cuando nació. Habría sido difícil coordinar este asunto despachando notas. Tal vez imposible.
No parecía nada fácil aun con la ayuda de esos minúsculos y veloces taquiones. No dije nada.
Fue un alivio volver a mi propio elemento, fuera de las miasmas ponzoñosas de las altas finanzas y la revolución. Pero no duró demasiado. Todo empezó al pelo. El panel de control no funcionaba porque el cable que lo conectaba con las baterías de alimentación se había zafado. Lo enchufé de nuevo y organicé un control de sistemas. El control de sistemas funcionó dos segundos y se detuvo. El problema de la nave era el número IV-A-1-a y me llevó media hora encontrar el manual, que se había deslizado hacia proa y estaba detrás del lavabo.
‘IV’ era fuente de energía y fusión. ‘IV-A’ era generación de campo magnético para contener la fuente. ‘IV-A-1’ era disfunción del generador de campo magnético. Y ‘IV-A-1-a’ era, desde luego, disfunción permanente. Había una lista de tipos recomendados de generadores de reemplazo.
Bueno, ir a la tienda y comprar un generador me era imposible. Y no se puede producir un espejo de fusión de varios millones de gauss frotando dos ramitas. Así que pateé el libro de Mlle. Bonne Chance al otro lado del cuarto y regresé a la cúpula.
Chaim estaba agachado sobre el tranceptor, hablando con alguno mientras estudiaba las notas que había garrapateado en una libreta.
—Estamos varados aquí —dije.
Asintió con un gesto y siguió conversando.
—Correcto. Ciento veinte mil litros, irradiados, por quinientos mil créditos. ¿Y qué? Que es un regalo. Está garantizado. Entrega en unos siete años, le enviaré los detalles… Correcto, bien. Ha sido un placer. Gracias, señor.
Cortó la comunicación y se recostó riendo.
—¡Todos piensan que estoy chiflado!
—Estamos varados aquí —repetí.
—No se preocupe por eso, no se preocupe —dijo, señalando una tarjeta de créditos tamaño gigante incorporada al tranceptor. Exhibía una cifra enorme que cambiaba constantemente, en ascenso—. Ese es el haber total de la Corporación Mazel Tov —se echó a reír otra vez.
—¿En minis?
—No, en créditos redondos. Conté los ceros.
—¿Ciento veintiocho billones… de créditos?
—Así es, así es. ¿Quiere ir a Lejana? La haremos remolcar hasta aquí.
—¿Ciento veintiocho billones? —de veras costaba asimilarlo.
—¡Beba un trago…! ¡Celebre! —en el suelo había un cuenco de hielo y una botella de gin. Dios, odio el gin.
—Creo que me prepararé un té —y cuando terminé de beber el té, limpiarme y cambiarme el traje, Chaim ya había concluido sus llamadas. El número de la tarjeta de créditos había llegado a 239.605.967.000 y seguía lentamente en ascenso.
Chaim se llevó la botella, el vaso y el hielo a su cucheta y me pidió que empezara a disponer y organizar la misión de rescate.
Llamé a la jefatura de Hartford en la Tierra. Seis personas me remitieron a sus superiores y terminé hablando con el Coordinador de Tránsito Interestelar en persona. Descubrí que las malas noticias llegan pronto.
—¿Mazel Tov? —dijo la voz de estaño—. Oí mencionar algo. ¿Un nuevo planeta cerca de Rigel? ¿Cerca de Lejana?
—Correcto. Necesitamos un transporte y podemos pagarlo.
—Oh, ese no es el problema. En este momento no hay naves disponibles. No las habrá en varios meses. Quizás un año.
—¿Qué? ¡Sólo nos quedan tres meses de aire! —Chaim ya estaba de pie a mis espaldas, echándome su aliento de gin en la oreja.
—Lo lamento muchísimo. Pero pensé que cuando un planeta obtiene su cédula ya tenía que autoabastecerse de manera razonable.
—¡Eso es homicidio! —gritó Chaim.
—No, señor —dijo la voz—. Sólo un plan infortunado. Usted no debió solicitar… —Chaim soltó la mano por encima de mi hombro y cortó la comunicación de un palmetazo. Volvió a su cucheta con pasos firmes, lo cual es difícil de lograr casi sin gravedad, se sentó y se echó un sorbo de gin en el vaso. Lo miró y lo dejó en el suelo.
—¿A quién podemos sobornar? —pregunté. Siguió mirando el vaso.
—A nadie. Podemos intentarlo, pero dudo que valga la pena. Y mucho menos cuando Hartford está luchando por su vida. Es vida organizada.
—Sé de muchos pilotos a los cuales podríamos conseguir, barato.
—Pilotos —dijo Chaim sin demasiado respeto. Ignoré la insinuación.
—Sí. Hartford programa el salto principal. Nadie conseguiría un salto a Rigel.
Nos quedamos un rato en silencio, el piloto absolutamente sobrio y el judío ruso-marciano que era la persona más rica en la historia de la humanidad. No tan sobrio.
—Supongo que no habrá más naves en Lejana.
—Seguro que no —dije—. Me llevó medio día encontrar a alguien que se acordara de la Bonne Chance. Lo pensó un minuto.
—¿Qué se necesita para construir una nave interplanetaria? Además de dinero…
—¿Se refiere a que podrían construir una en Lejana?
—Correcto.
—Déjeme pensar —tal vez—. Se necesita un motor. Cabina y equipo de sustento vital. Propulsores direccionales o giróscopos. Equipo de orientación y comunicación.
—¿Y bien?
—No sé. La parte difícil sería el motor. La industria pesada de Lejana no está tan desarrollada…
—No cuesta nada averiguarlo.
Llamé a Lejana. Hablé con el alcalde. Era un viejo piloto (elegido por votación popular) y por fin lo encontré en el Club de la Universidad, donde estaba rodeado por otros viejos pilotos. Le hablé de asuntos técnicos. Chaim le habló de dinero. Chaim le gritó y lloriqueó de dinero. Cerramos un trato.
Como Lejana tenía abundancia de metales pesados, el generador principal de la ciudad, la única colonia del planeta, era un antiguo generador de fisión. Fraguamos un método para utilizarlo.
Tras muchos regateos y juramentos, los ciudadanos de Lejana convinieron en armar un vehículo de rescate. A cambio recibirían el control del cuarenta y nueve por ciento de las acciones de la Corporación Mazel Tov.
Chaim estuvo un rato hecho una furia, pero al cabo recobró el sentido del humor. Teníamos que matar dos meses de tiempo con seis libros ya leídos y una caja de gin de cincuenta botellas. Leí dos veces Guerra y paz; la segunda vez hice una lista de los personajes, armé crucigramas con los nombres, aprendí a beber gin, aunque no a saborearlo. Sentía que enloquecía poco a poco, y cuando la buena nave Qué tal apareció supe que me faltaba un tornillo.
El Qué tal era una hilera de catorce edificios sujetos a lo largo de un enrejado de vigas sacadas de cualquier parte; un descomunal reactor atómico la empujaba desde popa. Los edificios habían sido arrancados de raíz, con el equipo de sustento vital y todo, del área del puerto espacial de Lejana. El primer edificio, la sala de control, era el Club de la Universidad transplantada, con el decorado inglés medieval intacto. Había treinta pares de ruedas a lo largo de un flanco del ‘navío’, una ruina ambulante.
Luego supimos que habían traído un tercio de la población del planeta, pues la mayor parte de los edificios de Lejana no tenían energía y por lo tanto eran inhabitables. La cosa (todavía me cuesta llamarla nave) tuvo que ser montada sobre ruedas porque no había manera de erguirla para el lanzamiento. La empujaron hasta el borde de un precipicio y la remontaron con los retropropulsores. El piloto dijo que había sido bastante perturbador, y después que apenas sobrevivimos al aterrizaje me maravilló la parquedad del comentario.
La nave revoloteó sobre Mazel Tov con sus propulsores laterales y nos bajaron una escalerilla. Toda una hazaña. Con frecuencia me he preguntado si el piloto podría haberlo logrado sin necesidad de emborracharse.
El resto, según dicen, es historia. Y hechos corrientes. Como Chaim había previsto, Hartford quebró, y la CMT recibió las partes quebradas. Echamos a todos los viejos bastardos y pusimos a los que elegimos nosotros.
No me puedo quejar. Todavía hago lo único que siempre quise hacer. Piloto una nave estelar; viajo, hago cosas. Y soy moderadamente rico con mi décima parte de las acciones de la CMT.
Pero la cosa sería mucho más fácil de sobrellevar si todos esos muertos de hambre de Lejana no tuvieran ahora cien veces más. No he vuelto allá desde que pintaron de bronce el Club de la Universidad y lo pusieron en un pedestal.