Este cuento fue sin duda un hijo problemático. Harry Harrison me encargó un relato para una antología de ciencia ficción ambientada un millón de años en el futuro. Corrí a casa y escribí las tres primeras páginas de Proyecto Aniversario, y luego me paré en seco. Empecé de nuevo, interrumpí de nuevo.
Tras media docena de intentos ya había escrito cuatro páginas, y esas cuatro páginas me gustaban de veras, pero tuve que renunciar a seguir perdiendo el tiempo. Le escribí a Harry para que siguiera adelante, sin mí.
Varios años después releí el fragmento y el error fue inmediatamente obvio. Dolorosamente obvio, y también la solución.
Había partido de la premisa básica de que la «gente» de un millón de años en el futuro habría evolucionado hasta convertirse en algo totalmente extraño, y había logrado mi propósito con creces; eran las criaturas extrañas más convincentes que había inventado jamás. Pero le faltaban ciertos atributos interesantes: amor, odio, temor, nacimiento, muerte, sexo, pasiones, intereses. En la práctica sólo tenían ciertas diferencias de opinión en cuestiones ontológicas. Árido, por cierto.
Sin embargo pensé que me había embarcado en algo importante. La mayoría de las criaturas extrañas de la ciencia ficción no son extrañas de veras, y no porque los escritores carezcan de imaginación sino porque el propósito de una criatura extraña en un cuento consiste generalmente en mostrar una distorsión significativa de la naturaleza humana. Mi finalidad no había llegado a ser tan elevada; mis criaturas cumplían la función de vehículos involuntarios de humor absurdo. Todo lo que necesitaba el cuento era un par de humanos azorados que sirvieran de contraste a una naturaleza extraña. En cuanto lo hube advertido, el cuento se escribió prácticamente solo.
Se llama Tres-fases y es calvo y rugoso, un poco más de un metro de estatura, ojos grandes, sin dientes, todo piel y huesos, una piel floja y pálida veteada de tracerías delicadamente azules y rojas. Lo consideraban muy bello pero casi toda su belleza está en las manos y se debe a su extrema juventud. Tiene más de doscientos y está aprendiendo a hablar. Maneja con razonable fluidez sesenta y tres lenguas muertas, y sólo le faltan diez.
El libro que está leyendo es un facsímil de una edición primitiva del Fausto de Goethe. Las góticas Fraktur, nerviosas y angulares, desfilan marcialmente por páginas de platino delgado como papel.
El Fausto se imprimió electrolíticamente y se guardó, con varios miles de libros de valor similar, en una cámara llena de argón que fue cuidadosamente perdida el año 2012 después de Cristo; el legado de un hombre muy rico al futuro distante.
En el 2012 después de Cristo Polaris era la estrella polar. Con el tiempo los hombres llegaron a Polaris y construyeron una pequeña ciudad en un planeta escarchado del sistema. Para entonces ya no se fechaba según los nacimientos de los profetas, pero habría sido aproximadamente el 4900 después de Cristo. Entonces la estrella polar, a causa de la precesión de los equinoccios, era un astro pálido en un tiempo llamado Gamma Cephei. El polo celestial siguió rotando, pasó Deneb y Vega y atravesó parajes de cielo yermo alrededor de Hércules y Draco, un reloj paciente pero no el más lento, y cuando regresó a la región de Polaris habían pasado 26.000 años y los hombres habían vuelto a las estrellas para quedarse, y la cámara atiborrada de libros se había desplazado 130 metros en el lecho del Pacífico, se había despeñado en una hondonada poco profunda, y al fin la sepultó un sismo submarino.
En el trigesimoséptimo tic tac de este lento reloj, los hombres habían desplazado el Pacífico, no porque fuera necesario, y encontrado la cámara. La abrieron, identificaron los libros y los sellaron cuidadosamente otra vez. Entonces había cosas más importantes para los hombres que la acumulación de conocimientos: en media rotación más de los polos se cumpliría el millonésimo aniversario de la palabra escrita. Podían esperar unos pocos milenios.
Cuando se acercó el aniversario, según los cálculos más precisos posibles, hicieron nacer dos individuos: Nueve-rondas (nominalmente femenino) y Tres-fases (nominalmente masculino). Tres-fases nació para aprender a leer y hablar. Era el primer ser humano que estudiaba estas aptitudes en más de un cuarto de millón de años.
Tres-fases había leído la primera mitad del Fausto hacia adelante y para divertirse y ejercitarse está leyendo la segunda mitad hacia atrás. Canta mientras lee, ceceando.
—Fain’ Looee w’mun… wif all’r die-mun ringf…[3] —no se ha puesto la dentadura porque le hace doler las encías.
Como es un niño de doscientos años, es cortés cuando el padre le interrumpe la lectura y el canto. La ‘voz’ del padre es una combinación de lógica y estética que aparece en la mente de Tres-fases. En la traducción verbal se pierden los matices:
—Tres-fases mi atavismo filial de dientes y cuerdas vocales —con sarcasmo y tono reverencial—, ¿podrías apartarte de objetos de símbolo manifiesto y dignarte compartir/ayudar/instruir a mí?
—¿? —responde él, queriendo decir: «¿qué/en qué/sobre qué?».
—Respecto de ti —en tono contenido—: pasado, futuro.
Tres-fases cierra el libro sin señalar la página. Nunca se le ocurriría señalarla porque recuerda perfectamente en qué página ha dejado de leer, y también cada precedente, y también cada acontecimiento, por trivial que haya sido, que ha observado desde la edad exacta de un año. En este aspecto, al menos, es normal.
Tres-fases va pensando en las coordenadas adecuadas mientras pasa a través de un microsegundo de negrura, de su tabla moviente a la tabla moviente de su padre, a unos cuatro mil kilómetros en línea recta a través de la corteza y las capas de la tierra.
—Como siempre, padre —en tono ritual. El símbolo que usa para «padre» es deliberadamente equívoco, reprobatorio. Cruda connotación biológica.
El padre tiene un aspecto cadavérico y de hecho ha muerto dos veces. Pregunta, en el tono de las charlas menudas de los niños:
—¿De qué groseros farfulleos he apartado tu interés?
—La fábula llamada Fausto, acerca de un hombre de ese nombre, nunca satisfecho con el (símbolo para el crecimiento lento pero continuo) de su conocimiento y poder; escrita en la lengua de Prusia.
—¿También dependía/iente de esa extraña palabra de inmediatez, esa lengua prusiana?
—Como la mayoría, sí. La palabra correspondiente a ‘ser’: sein. Una ilusión muy importante en esa lengua/cultura y otras relacionadas con ella; que los acontecimientos suceden en el ‘momento’ de la percepción, un intersticio infinitesimal entre el pasado y el futuro.
—Una ilusión conveniente pero retrógrada.
—Como hemos comentado hace 129 años, sí —Tres-fases está impaciente por volver a su lectura, pero agrega—:
Obviamente la ilusión de ser…
… pertenece al mismo orden que la ilusión de la tridimensionalidad del mundo externo.
… se impone al observador por la limitación geométrica de grados sinápticos de libertad.
—Siempre los defiendes.
—Siento gran respeto por lo que lograron con facultades limitadas y vidas tan breves.
—Basta de rodeos y al grano, papá. Tempus fugit, ocho para la barra. ¿El señor Handy Moves-datman-around-by-her-apron-strings[4], poeta norteamericano del siglo XX, intentó una traducción cultural de Lisístrata? En tal caso, inepta. Leyendas africanas de hombres-bestias, sí.
—Tu padre estuvo con Nueve-rondas toda la mañana —con tono contenido (esquivo).
—…, —irradia Tres-fases— ¿y bien?
—La máquina funciona, pero no en forma adecuada, tal vez. El joven políglota intenta comunicar paciencia y calma.
—Detalles percibo que te faltan; la idea sin embargo te entusiasma. Nunca estás satisfecho con tus conocimientos, tampoco tú. ¿Qué acontece-ió al hombre de tu libro prusiano?
—Vive-ió cien años y muere-ió sabiendo que un hombre nunca puede alcanzar la verdadera felicidad pese a la apariencia de éxito.
—Para un infante, una percepción razonable.
—Cien años hacían de Fausto alguien muy viejo, tratándose de un hombre del Alba —en tono respetuoso de reprobación.
—A mi entender —el mismo tono, menos respetuoso—, un infante de todos modos —intercambian callados símbolos de risa.
Tras un cortés intervalo de diez segundos, Tres-fases utiliza el tono de interrogación causal:
—¿La máquina de Nueve-rondas…?
—Empieza a funcionar, pero aún no de manera óptima
—No es ninguna novedad.
—Como antes, pues —con moderada impaciencia—. Trae solamente rocas y tierra y agua y plantas, ¿verdad?
—Negativo, amado atavismo —sin énfasis—: Esta mañana atrapó dos animales con el aspecto que quizás alguna vez tuvo el hombre.
—¡! —con impaciencia—: ¿Voy?. —Su padre termina la conversación justo dos segundos después que la hubo empezado. Tres-fases se detiene para recoger la dentadura, luego va directamente adonde Nueve-rondas. Un rápido intercambio de signos de saludo y Nueve-rondas presenta sus trofeos.
—Pienso que tengo dos especies diferentes —declara; incertidumbre, interrogación. Tres-fases se divierte.
—Negativo, pescadora en el tiempo. El sexo masculino y el femenino cobraban formas muy disímiles en tiempos del Alba —toca uno de los ejemplares—. Estos órganos redondeados servían-iendo para alimentar infantes, en los seres femeninos.
El ejemplar femenino chilla.
—Ahora manipula símbolos hablados —observa Nueve-rondas.
Antes que la mujer haya terminado su aullido de sobresalto, Tres-fases explica:
—No manipula símbolos concretos; en verdad se comunica de un modo llamado ‘no-verbal’. El uso de tal comunicación contamina incluso el lenguaje —y adoptando el tono pedante—: Mi lectura indica que ese ruido estridente se produce
por un estímulo
bajo condiciones
que genera dolor
de gran agitación
aunque no se la nota dolorida, de modo que
ha de tener miedo de mí o de ti o de ambos.
—O de la máquina —añade Nueve-rondas.
Símbolo de continuación. —No tenemos símbolo para ello, pero en los días del Alba casi todos los humanos experimentaban ‘xenofobia’, reaccionaban con miedo en vez de placer ante lo extraño. Somos tan raros para ellos como ellos para nosotros, por eso registran miedo. En sus tiempos esta actitud favorecía la supervivencia.
»Nuestro silencio debe parecerles extraño, así como nuestro aspecto y la velocidad con que nos movemos. Intentaré hablarles para que sepan que no hay nada que temer.
Bob y Sarah Graham lo estaban pasando desesperadamente bien. Era setiembre de 1951 y los diarios estaban plagados de noticias sobre el brillante desembarco de infantes de marina norteamericanos en Inchon. Bob era un infante de marina al que le quedaban dos días de la licencia de treinta que le habían dado, entre el campo de instrucción y el viaje a Corea. Hacía tres semanas que Sarah era la señora de Graham.
Sarah vertió un poco más de bourbon en la Coca-Cola. Se limpió la arena del pulgar y tapó la botella.
—¿Y si no te presentas? —dijo en voz baja.
Bob estaba mirando hacia el océano y el estruendo de las rompientes tapó en parte las palabras de Sarah.
—¿Y si no… qué?
—Si no te presentas —ella bebió un sorbo y le ofreció la botella—. Simplemente te quedas conmigo. Con nosotros —Sarah tenía un presentimiento muy claro de estar embarazada. Pero era muy pronto para saberlo; tenía un atraso, pero podía deberse a muchas causas.
Él le devolvió la botella de Coca y bebió directamente de la botella de bourbon.
—Supongo que podrían seguir sin mí. Y yo todavía seguiría preso cuando volvieran.
—No si…
—Dulzura, no hables así. Es una causa justa. Ella recogió una conchilla y la arrojó al agua.
—Además, ayer leíste el Examiner.
—Tengo frío. Volvamos.
Ella se levantó y se desperezó y se sacudió la arena con delicadeza. Bob admiraba el esbelto cuerpo desnudo de bailarina. Después, sacudió la manta y la puso sobre los hombros de Sarah.
—Todo habrá terminado cuando yo llegue allá. Echaremos a esos bastardos…
—No hablemos de Corea. No hablemos.
Él la rodeó con el brazo y echaron a andar hacia la cabaña. A mitad de camino ella se detuvo y envolvió el cuerpo de Bob con la manta, estrechándolo contra el suyo. Él siempre cerraba los ojos cuando la besaba, pero ella los mantenía abiertos. Ella lo vio: el aire se iluminaba, el paisaje marino se desvanecía reemplazado por paredes de metal desnudo, la arena endurecida.
Ante el jadeo entrecortado de Sarah, Bob abre los ojos. Ve un enano grotesco, los ojos y el cráneo enormes, el cuerpo menudo y rugoso. Se miran una fracción de segundo. Luego el enano se vuelve y atraviesa rápidamente la habitación hasta llegar a lo que parece un cuadrado negro pintado en el suelo. Cuando llega allí desaparece.
—¿Qué demonios…? —susurra Bob roncamente.
Sarah se vuelve apenas demasiado tarde para ver al padre de Tres-fases. Sí ve a Nueve-rondas antes que Bob. La pescadora en el tiempo nominalmente femenina es puro movimiento, sentada ante la consola de su red temporal, moviendo interruptores y ajustando perillas. Todos sus movimientos son innecesarios, y también la consola. Fue construida por sugerencia de Tres-fases, pues los humanos de la época donde podrían pescar se sentirían más tranquilos en presencia de una máquina parecida a una máquina. La verdadera red temporal tenía aproximadamente el tamaño y la forma de un espárrago, era controlada totalmente mediante el pensamiento, y no tenía partes móviles. Ya no existe, pero todavía se la puede usar, una vez que se la entiende. Nueve-rondas ha sido entrenada desde el nacimiento para entenderla.
Sarah codea a Bob y señala a Nueve-rondas. No atina a decir una palabra; Bob mira boquiabierto.
En pocos segundos aparece Tres-fases. Mira a Nueve-rondas un momento, luego regresa hacia la pareja del Alba y extiende el brazo para tocar el pezón izquierdo de Sarah Su temperatura corporal es mucho más alta que la de ella, y esa humedad tibia e imprevista, además de la rapidez del movimiento, hace que Sarah brinque y chille.
Tres-fases clasificó a los dos individuos del Alba como caucásicos, lo cual es correcto, de modo que presume que hablarán alguna lengua indoeuropea.
—GutenTagsprechensieDeutsch? —dice con rápida voz de soprano.
—¿Qué? —dice Bob.
—Guten-Tag-sprechen-sie-Deutsch? —Tres-fases se aclara la garganta y modula la voz en el contralto que usa para cantar aquello de la mujer de St. Louis—. Guten Tag —dice, contando hasta cien entre una palabra y otra—. Sprechen sie Deutsch?
—Habla en nazi —dice Bob, cuya cultura proviene de historietas chauvinistas—. No me diga que usted es…
Tres-fases analiza las primeras cinco palabras y así se entera de que Bob es un norteamericano del período 1935-55.
—Sí, sí… Y no, no… En verdad, qué inteligente de parte de usted haber identificado esta frase como procedente de la lengua de Prusia, Alemania, como dice usted; pero no, yo no soy una persona alemana; al menos no pertenezco a la nacionalidad alemana más que a ninguna otra, pero supongo que no me estoy explicando con suficiente claridad y debiera elucidar plenamente los particulares de la situación de ustedes en este… Como dicen ustedes, en este… ‘tiempo’, y ‘lugar’ —el último autor de lengua inglesa que había estudiado Tres-fases era Henry James.
—¿Qué? —repite Bob.
—Ah. Debería simplificar —piensa medio segundo, y luego baja la voz otro tercio—. Sí, es sencillo. Oye, viejo. Para empezar, quiero que me cantes tu nombre. Y el de la fulana.
—Bueno… Yo soy Bob Graham. Esta es mi esposa, Sara Graham.
—Gusto de conocerte, Bob. También a ti, Sarah. Llamadme, eh… George —es la única nominación en el lenguaje del siglo veinte en el cual el nombre de Tres-fases tiene sentido en el cálculo proposicional—. George Boole.
»Y discúlpame por manosearte, Sarah. Esa chica que está en el rincón no sabe qué es una teta, así que me tomé la libertad de usar una de las tuyas para mostrarle. Falta de perspectiva cultural, dijérase. Debí pensarlo antes.
Sarah se siente algo mareada, menea la cabeza lentamente.
—Está bien. Sé que no tenías malas intenciones.
—Estoy soñando —dice Bob—. No debí…
—Te equivocas —dice Tres-fases, ajustando nuevamente la dicción—. Estás en el futuro. Casi un millón de años. Perdón —se dirige a la tabla moviente, desaparece un segundo, reaparece con una sábana y se la alcanza a Bob—. Lo siento, no usamos ropas. Esto es lo mejor que pude conseguir por el momento —la sábana es demasiado pequeña para que Bob la use como Sarah está usando la manta. La pliega y se la ciñe a la cintura como una falda.
—¿Por qué nosotros? —pregunta.
—Fuisteis elegidos al azar. Hemos estado pescando en el tiempo —consulta a Nueve-rondas— durante veintidós años, y nunca antes habíamos pescado un ser humano. Menos aún dos. Debíais de estar en estrecho contacto recíproco cuando os cruzasteis con el haz temporal. Presumo que estaríais copulando.
—¿Copu-qué? —dice Bob.
—¡No, de ningún modo! —dice Sarah, indignada.
—Ah, muy bien —Tres-fases no insiste en el tema. Sabe que los humanos de esta cultura eran reticentes en cuanto a su actividad sexual. Pero por la literatura del momento sabe que pasaban el «tiempo» pensando en, preparándose para, disfrutando con y recuperándose de… una variedad de contactos sexuales.
—Entonces aquella debe ser una máquina del tiempo —dice Bob, que señala la consola falsa.
—En cierto sentido, sí —Tres-fases decide ser parcialmente franco—. Pero la verdadera máquina ya no existe. Hace un cuarto de millón de años se viajaba mucho por el tiempo. Se embrolló la historia. Hubo que corregirla. El hecho de que la máquina haya existido una vez… bueno, eso nos permite utilizarla, ¿me entiendes?
—Eh, no. No entiendo —claro que no, con sinapsis limitadas a tres grados de libertad.
—Bien, olvídalo. En realidad, no tiene importancia —prevé la pregunta siguiente—. Regresaréis…, no sé exactamente cuándo. Depende de muchas cosas. Veréis, el tiempo es como una banda elástica —no, no lo es—. O un resorte —tampoco—. De cualquier modo, en unos días, semanas, a lo sumo, dejaréis este presente y regresaréis al momento que estabais experimentando cuando el haz temporal os recogió.
—He leído historias así —dice Sarah—. ¿Recordaremos el futuro al volver?
—Tal vez no —dice Tres-fases caritativamente— tal vez cuando vuestros cerebros hayan evolucionado. Pero podéis hacernos un gran favor. —Bob se encoge de hombros.
—Claro, mientras estemos aquí. En todo caso, tú nos has hecho un favor a nosotros —rodea a Sarah con el brazo—. Tengo que dejar a Sarah en un par de días, no sé por cuánto tiempo. Y así nos das más tiempo para estar juntos…
—Lo recordemos o no —dice Sarah.
—Bien, magnífico. Venid conmigo.
Siguen a Tres-fases hasta la tabla moviente, donde les toma las manos y los transporta hasta su casa. Está tan desnuda como el cuarto de la máquina, salvo por la biblioteca de una pared y un atril bajo donde descansa el volumen de Fausto. Todos los libros tienen una encuadernación uniforme en metal brilloso con letras góticas y chatas en los lomos.
Bob mira en torno.
—¿Ustedes nunca se sientan?
—Oh —dice Tres-fases—. Cuánta desconsideración de mi parte —con su mente cambia el cuarto del tono utilitario al tono confortable. Y ahora cuelgan de las paredes tapices intrincados, también hay desperdigados en un desorden acogedor algunos cojines blandos que lucen como seda. Una música cascabeleante no muy estridente revolotea en el mismo borde de la audibilidad, y se percibe un olor tenue de algo parecido al jazmín. El suelo de metal se ha transformado en una especie de cuero blando, y de algún modo el cuarto ha perdido los rincones.
—¿Cómo fue que ocurrió… eso? —pregunta Sarah.
—No sé —Tres-fases trata de imitar el encogimiento de hombros de Bob, pero sólo le sale una convulsión espasmódica—. Siempre lo hago así…
Bob se sienta en un cojín y tantea el suelo experimentalmente.
—¿Qué quieres que hagamos?
Tres-fases se instala en otro cojín con un movimiento lento, y le señala otro a Sarah.
—Es muy simple, en verdad. Lo más importante es que ya estáis aquí. Pronto celebraremos el millonésimo aniversario de la palabra escrita —¿cómo expresarlo?—. Casi todos están interesados en este aniversario, pero… Ya nadie más lee.
Bob cabecea, comprensivo.
—Pues me pasa igual. Nunca tengo tiempo.
—Sí, eh… ¿Pero sabes leer, verdad?
—Claro que sí —afirma Sarah—. Es perezoso, nada más.
—Bueno, sí —Bob se mueve con embarazo en el cojín—. Sarah es la más indicada. Yo… bueno, prefiero escuchar la radio.
—Yo leo constantemente —dice Sarah con cierto orgullo—. Policiales, casi siempre. Pero a veces también leo buenos libros.
—Bueno, bueno —en verdad que ha sido una suerte encontrar a este par, piensa Tres-fases. Habían usado mal el metal de los libros antiguos para ‘sintonizar’ la red temporal, de modo que los sujetos potenciales quedaran limitados a los que vivían unos ochenta años antes y después del 2012. Las evidencias internas de los libros indicaban que casi toda la población terráquea era analfabeta en ese período—. Me explicaré. Cualquiera de nosotros puede aprender a leer. Pero para nosotros es como un código, un modo poco natural de comunicarse. Pues todos somos telépatas por naturaleza. Podemos leer las mentes de los demás a partir del año de edad.
—¡Caray! —dice Sarah—. ¿Leer mentes?
Y Tres-fases ve en la mente de ella un anhelo borroso, que en buena medida es amor por Bob y frustración porque sólo le conoce parcialmente. Sondea la mente de Bob y descubre cosas que a Sarah más le vale no conocer.
—Eso es. Por lo tanto queremos que leáis algunos de estos libros y al mismo tiempo nos permitáis entrar en vuestras mentes. Así podremos recobrar una experiencia que la raza ha olvidado por más de medio millón de años.
—No sé —dice Bob lentamente—. ¿Tendremos tiempo para otras cosas? Es decir, el mundo debe de ser bastante raro. Me gustaría conocerlo un poco.
—Desde luego, seguro. Pero el resto del mundo se parece muchísimo a mi casa. Nadie sale. No hay aire —no quiere contarles cómo fue que se perdió el aire pues podría inquietarles, aunque parece que ellos aceptaran el hecho como parte del futuro distante.
—Eh, George —dice Sarah, sonrojándose—. También nos gustaría… bueno, tener un tiempo para nosotros. Sin que nadie entre… en nuestras mentes.
—Sí, ya comprendo. Tendréis vuestro propio cuarto, y tiempo en abundancia —Tres-fases omite decir que en una sociedad telepática la intimidad no existe.
Pero el sexo es otra experiencia desaparecida. Y les despierta casi tanta curiosidad como los libros.
Así los bondadosos hombres del futuro dieron a Bob y Sarah Graham tiempo en abundancia para estar solos: Bob y Sarah les devolvieron la cortesía. A través de los ojos y cerebros de la pareja del Alba, la humanidad compartió nuevamente las visiones de Fielding, Melville, Dickens, Shakespeare y varios más. Y en cuanto al noventa y ocho por ciento restante, lo que no tuvieron tiempo de leer o estaba en idiomas foráneos, Tres-fases captó las claves del asunto. Luego pasaría milenios entreteniendo a quienes se divertían con esa ilusión central de la literatura: que podía existir un orden, que podía haber principios y finales y soluciones lógicas en el medio; que se podía confiar en que el tercer acto o el último capítulo redondearían las cosas. Sabía cuán profunda era esa ilusión porque cada uno de ellos conocía a los otros seres humanos vivientes con una hondura y precisión muy superiores a las que el mismo Shakespeare pudo haber dedicado al estudio de su misma persona. Y en cuanto a Sarah y Bob:
La ansiedad puede afectar los ritmos ováricos. En esa playa de California, Sarah no estaba más encinta que Bob. Pero allá en el futuro alguna tensión somática hubo de alcanzar al fin el punto culminante y un huevo se deslizó por la trompa de Falopio izquierda para encontrarse con un intruso caracoleante a mitad de camino; juntos fueron la primera manifestación del organismo que nueve meses después, o un millón de años antes, sería bautizado Douglas MacArthur Graham.
Esto planteó un problema para el tiempo, o el Tiempo, que no es como una banda elástica ni como un resorte, ni siquiera como un río o una onda conductora, pero que como todas esas cosas puede deformarse ante ciertas tensiones. Por ejemplo, cuando dos personas viajan al futuro y vuelven tres en el mismo haz.
En una etapa más temprana, cuando el viaje temporal era más común, los pescadores de tiempo se habrían cerciorado de que el niño, o al menos el embrión abortado, se quedara en el futuro cuando la madre regresara a su presente. O podían disponer que la madre se quedara en el futuro. Pero estas sutilezas ya se habían olvidado cuando Nueve-rondas reaprendió ese arte muerto. De modo que Sarah regresó al presente con un intruso, un polizón, adherido con firmeza al interior de su vientre. Y la penumbrosa vitalidad de ese intruso provocó una especie de remolino en el fluir del tiempo, y Sarah tuvo que compartirlo.
La explicación matemática es sutil e incomprensible para quienes tenemos menos de cuatro grados sinápticos de libertad. Pero el efecto final es claro: Sarah tuvo que experimentar toda su vida al revés, hasta llegar a ese abrazo en la playa. Algunos de los momentos culminantes fueron:
En 1992, al morir lentamente de cáncer en un hospital de neuropsiquiatría.
En 1979, al ver cómo Bob al fin lograba suicidarse por culpa del Plan Norteamericano, y no alcanzaba a terminar su 9.527ava botella de alcohol.
En 1970, cuando le devolvieron a su único hijo en un féretro sellado desde un país que nunca había oído nombrar.
En la década de 1960, cuando observaba impotente a su hijo que se volvía más y más neurótico por una causa que nadie sabía nombrar.
En 1953, cuando Bob volvió a casa con un solo pie, pues había perdido el otro por congelación, sin haber disparado un solo tiro.
En 1952, el doloroso parto de nalgas.
Como el hijo, Sarah no recordaría ningún detalle del viaje hacia atrás por su vida. Pero las cicatrices de la travesía la rondarían por siempre. Se estaban besando en la playa.
Sarah soltó la manta e hizo un ruidito. Rompió a llorar y abofeteó a Bob con todas sus fuerzas, luego corrió sola hacia la cabaña.
Bob la observó subir la cuesta, aturdido. Bebió un saludable sorbo de la botella de bourbon para darse una excusa para enjugarse los propios ojos.
Podía ir a sentarse en la playa y terminar la botella; que ella se calmara sola. O podía ir a consolarla.
Arrojó la botella a un lado y el gesto inmediatamente lo hizo sentir estúpido. Después la siguió. Más tarde esa noche ella se disculpó diciendo que no sabía qué cosa se le había metido en la cabeza.