La buena gente que accedió a publicar este libro me pidió un breve comentario sobre cada cuento: dónde se originó, por qué se escribió. En el oficio llamamos a esto el síndrome de «¿De dónde sacas esas ideas locas?».
Siempre me gustó la respuesta de Roger Zelazny. Dice que todas las noches deja un cuenco de leche y unas galletas en la escalinata del fondo; por la mañana la leche y las galletas han desaparecido, pero junto al cuenco vacío hay una pila de ideas locas.
Tal vez corresponde una disculpa para el significativo número de lectores que piensan que un cuento tendría que hablar por sí mismo y todo lo demás es cháchara irrelevante. Sin embargo a mí me gusta esa cháchara, y creo que también a la mayoría de los lectores. Los demás pueden saltársela sin mayor perjuicio: está impresa en un tipo diferente.
El cuento que sigue es importante para mí porque es el primero que escribí después de enterarme de que algún día podría ser escritor. Antes había vendido algunos cuentos, pero siempre lo había considerado una actividad marginal, una afición que se costeaba sola y me dejaba dinero para unas cervezas. Supe que podía ser más en junio de 1970.
Durante veinte años la ciencia ficción ha celebrado un rito anual de primavera llamado la Conferencia Milford. Para algunos es también un rito de iniciación. Milford se celebra en Milford, Pennsylvania, en casa de su fundador, Damon Knight (la ubicación geográfica cambia con las mudanzas de Damon, pero todavía se la llama ‘Milford’). Damon invita a una serie de escritores consagrados y recién llegados para una semana de mesas redondas de crítica intensiva: los manuscritos pasan de mano en mano y a veces se los elogia, otras se los hace trizas literalmente.
Sentarme junto a gente como Bova, Dickson, Ellison, Knight, Laumer, Wilhelm me hizo sentir un verdadero privilegiado, pero cuando llegó el momento de evaluar mi cuento tenía los nervios de punta. A otro neófito lo habían hecho llorar refiriéndose a su original como «esta bazofia» y tirándolo al suelo. Cuando me llegó el turno yo sabía que mi cuento era imbécil, infraliterario, un insulto para la inteligencia de todo el mundo, y para colmo estaba mal fotocopiado.
Pero gustó a la mayoría, y gustó mucho a algunas personas cuyas opiniones eran importantes para mí[2]. Después de eso pude relajarme y hablar con los célebres sobre asuntos prácticos como agentes y editores, y asuntos importantes como el modo de llenar una página en blanco y cómo retomar un cuento muerto. Descubrí que no éramos tan diferentes y que si lo deseaba de veras podía llegar a ganarme la vida como escritor (me llevó unos seis años, mucho menos de lo que había previsto).
Cuando volví a casa después de la conferencia escribí este cuento y empecé mi primera novela, y a la larga vendí los dos. En la sección ‘ideas locas’ todo lo que quiero decir, para no quitar interés al cuento, es que en general sigue la estructura de un mito griego. Los seguidores del doctor Jung se alegrarán de saber que cuando escribí el cuento nunca había oído hablar del mito.
Michael Tobias Kidd nació en New Rochelle, N. Y., exactamente a las 8:03:47 del 12 de abril de 1943. Fue un nacimiento tan cómodo como el de cualquier hijo de millonario.
Roger William Wellings nació en Nueva Orleans, Luisiana, exactamente a las 8:03:47 del 12 de abril de 1943. Su madre prostituta murió al dar a luz, y el padre pudo ser cualquiera de los empresarios a los que había prestado sus servicios siete meses antes, durante una convención sobre material de guerra.
La madre de Michael se consideraba progresista. Alternaba el pecho con un biberón esterilizado. Un ejército de sirvientes cuidaba la mansión mientras ella prodigaba tiempo y afecto a su único hijo.
La nodriza de Roger, una negra contratada por el orfanato, despreciaba a ese bebé flacucho, rosado y prematuro, y deseaba que muriera. Pese a todo vivió.
Los dos niños fueron destetados el mismo día. Michael comió carne y verduras frescas laboriosamente picadas y machacadas y trituradas por un hábil dietista. Roger se alimentó con Gerber’s de la época de la guerra, que el orfanato compraba en envases que quedaban abiertos demasiado tiempo.
En un soleado cuarto de juegos, una gloriosa mañana del 16 de marzo de 1944 Michael dijo ‘Mamá’, su primera palabra. En Nueva Orleans llovía y hacía un frío excesivo. Aquella era una palabra que Roger no aprendería por un tiempo. Pero en el mismo instante abrió la boca y dijo ‘No’ a una cucharada de zanahorias machacadas; el asistente no sabía que era la primera palabra de Roger, y como no le gustaba hacerse de rogar Roger pasó hambre el resto de la mañana.
Y la guerra seguía. El pobre Michael tuvo que pasar semanas seguidas sin el padre, que viajaba a Washington o San Francisco o incluso Nueva Orleans para conferenciar con hombres poderosos. En esas ocasiones la señora Kidd redoblaba su afecto y trataba de animar al pequeño regalándole juguetes o golosinas. El niño amaba al padre y lo extrañaba, pero aprendió con astucia a sacar partido de sus ausencias.
El orfanato de Nueva Orleans cedió hombres a las fuerzas armadas y las mujeres más fuertes fueron a remachar y soldar y pintarrajear de gris para la guerra. La familia de Roger se redujo a un puñado de ancianas y resentidos rechazados por el ejército. Todos los meses morían niños por negligencia o simple falta de cuidados. Ensuciaban los pañales y quedaban sucios casi todo el día. Probaban trementina o raticida y trataban de superar la situación sin supervisión de los adultos. Roger vivió, aunque no con muy buena salud.
Los niños tenían dos años cuando Japón se rindió. Michael estaba en un garden party en New Rochelle y observaba cómo sus padres y los amigos de sus padres bebían champagne y se besaban y reían y se enjugaban las lágrimas. Roger no pudo pegar los ojos en toda la noche por culpa del alboroto en la habitación contigua, y dos veces observó con infantil curiosidad cómo parejas vestidas de blanco se escabullían en el cuarto y se besuqueaban atolondradamente junto a su cuna.
Un mes de septiembre, después que Michael cumplió cuatro años, su compungida madre lo dejó en compañía de diez niños más y una dama amable de modo profesional, para que pasara la mitad de cada día enfrentado a los enigmas de las galletas con leche, los lápices y las pinturas. Su padre se hizo instalar un tablero de corcho en el estudio, y allí exhibía las últimas creaciones de Michael. Los amigos del señor Kidd comentaban admirados los progresos del niño.
El orfanato celebró el cuarto cumpleaños de Roger como celebraba el de todo el mundo. Lo pusieron a trabajar. Todas las mañanas después del desayuno iba a la cocina, donde el cocinero le daba una bolsa de papel llena de patatas y un mondador. Roger sacaba las patatas de la bolsa y las mondaba una por una cuidando de que todas las cáscaras cayeran en la bolsa. Luego llevaba la bolsa con las cáscaras al incinerador, donde el ordenanza negro le daba las gracias con mucha solemnidad. Regresaba para lavar las patatas después de fregarse bien las manos. Esto le llevaba casi toda la mañana: había aprendido pronto que la prisa sólo acarreaba tajos en los dedos, y que si había la menor mancha en una patata el cocinero le obligaba a revisarlas todas de nuevo.
El jardín de infantes preparó muy bien a Michael para la escuela primaria. Descollaba en todas las materias, menos aritmética. El señor Kidd contrató una serie de preceptores que a fuerza de zalamerías y adulaciones y repeticiones lograron enseñar a Michael primero la suma, después la resta, luego la multiplicación y por último la división y quebrados. Cuando entró en la escuela secundaria Michael tenía mejor formación matemática que el resto de sus compañeros. Pero en realidad no la entendía: los preceptores le habían brindado una agilidad superficial con los números con la esperanza de que así sorteara los obstáculos.
Roger asistió a la escuela primaria del orfanato, donde le fue mal en casi todas las materias. Excepto matemáticas. El único maestro que conocía el término pensó que Roger tal vez fuera un idiot savant (pero se equivocaba). En segundo curso era capaz de sumar una columna de cifras en segundos, sin anotaciones. En tercer curso podía multiplicar números grandes con sólo mirarlos. En cuarto descubrió los números primos por su cuenta y resolvía divisiones oralmente, sin ver los números. En quinto alguien le explicó qué era una raíz cuadrada y él extendió el concepto a las raíces cúbicas y realizaba ambas operaciones sin lápiz ni papel. Cuando llegó a la secundaria ya dominaba los programas de álgebra y geometría. Y quería aprender más.
Corría el año 1955, y los jóvenes estaban empezando a adquirir el aspecto que los caracterizaría en la vida adulta. Michael era la viva imagen de su padre; alto, delgado, con rasgos ligeramente arrogantes e imperiosos. Roger parecía uno de los menores esfuerzos de la naturaleza. Era bajo y moreno, parecido a la madre, con el vientre redondeado a fuerza de alimentarse de féculas toda la vida, una nariz permanentemente rota, y una oreja más grande que la otra. No se parecía al padre en absoluto.
La primera experiencia de Michael con una muchacha fue a los doce años. Su profesora de equitación, una hembra despampanante de dieciocho, facilitó a Michael un condón y le indicó cómo usarlo, en una parva de heno detrás de las cuadras, una hermosa tarde de mayo.
Esa misma tarde Roger practicaba una desapasionada fellatio con un profesor de matemáticas ligeramente más feo que él, ya que éste fue el precio que hubieron acordado tácitamente por la iniciación en los misterios del cálculo integral. La experiencia no llegó a contrariar a Roger de algún modo especial; criado en un orfanato, ya había acumulado más experiencias sexuales de las que Michael iría a tener en toda su vida.
En la escuela secundaria Michael fue elegido presidente de su clase por dos años consecutivos. Una chica feúcha le preparaba los deberes de álgebra y le explicaba pacientemente, lo cual le permitía aprobar los exámenes. Pese a su desempeño mediocre en esa materia, Michael se graduó con honores y lo aceptaron en Harvard.
Roger pasó la secundaria cultivando su amor por las matemáticas, y en las otras materias hacía apenas lo suficiente para evitarse el fastidio de repetirlas. Se postuló para varios colegios sólo para quitarse de encima a su asesor, pero pese a su puntaje excepcional no encontró vacantes. Se empleó con un contable y se contentó con pasar los días manipulando cifras con la mitad de la mente, mientras la otra mitad elaboraba una teoría de grupos abelianos que en su opinión un día inauguraría el álgebra moderna.
Al principio Harvard fue un reto para Michael, pero pronto sintió la ansiedad por salir al ‘mundo real’ para ayudar al señor Kidd a administrar las extensas y sutiles inversiones de la familia. Se graduó cum laude, pero rehusó trabajar en su especialidad para transformarse en asesor financiero del padre.
Roger seguía trabajando en sus libros y su teoría, y eventualmente logró publicarla en el Joumal de la SIAM por el simple recurso de añadir un título académico a su nombre. Lo descubrieron, pero no le importó.
En Harvard, Michael se había unido al Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva y se había licenciado con grado de oficial de reserva de infantería, a requerimiento del padre. Había guerra en Vietnam, y el padre, tal vez lamentando haber sido demasiado joven para la Primera Guerra Mundial y demasiado viejo para la segunda, urgió al hijo a participar en la tercera.
Roger se había postulado para la escuela de Candidatos a Oficiales a los veinte años, y lo rechazaron (nunca supo que fue por «extrema fealdad facial»). A los veintidós lo reclutaron y el Ejército, demostrando una perspicacia inusual, detectó su extraordinaria habilidad con los números y lo envió a la escuela de artillería. Allí aprendió a traducir órdenes crípticas como ‘Restar 50’ y ‘Sumar 50’ en ejercicios de geometría analítica que eventualmente permitían a una bomba caer con precisión donde lo deseaba el observador. Le gustaba juguetear con cifras y gritar órdenes a los artilleros, que a su vez agradecían esta habilidad, pues les reducía el trabajo: nunca hubo que repetir un disparo por un error de Roger. ¿A quién le importaría que fuera feo como el cuñado del diablo? El hombre sabe su oficio.
Michael llegó a comandante de la compañía, y tenía a sus órdenes setenta infantes que patrullaban las verdes colinas y valles de las tierras altas centrales. Cada cual maldecía, mataba y trataba de sobrellevar con bien el año de milicia. Al principio odiaba su puesto; se asustaba y descorazonaba cuando enviaba a sus hombres a una misión con la certeza absoluta de que algunos volverían muertos y ya pudriéndose, y otros chillando o gimiendo con miembros u órganos destrozados, y otros grises de espanto, boquiabiertos, lloriqueando. Pero se curtió y los hombres llegaron a respetarlo y el 9 de junio de 1966 tuvo que admitir que había llegado a gustarle, siquiera un poco.
Roger no se defraudó cuando lo enviaron a Vietnam y le alivió descubrir, una vez allí, que le dejarían hacer lo que más le gustaba: recibir esas órdenes radiales y traducirlas en instrucciones de tiro para sus artilleros, un grupo a cargo de un obús de 155 milímetros. En las tierras altas centrales.
Los hombres de Michael habían aceptado una rutina cómoda las últimas semanas. Caminaban un día y se atrincheraban, y Michael los dejaba descansar un día mientras preparaban emboscadas caprichosas en las que nadie caía. Casi todos pensaban que el enemigo había abandonado el área y se estaban tomando un descanso bien merecido. Michael incluso tuvo tiempo para jugar al póker con sus hombres (cuidándose de mantener bajas las apuestas), aunque estaba estrictamente prohibido por el reglamento. Aumentó muchísimo su popularidad, pues también se cuidaba de perder sistemáticamente. Era el 9 de junio de 1966 y hacía cinco meses que estaba en Vietnam.
Era el 9 de junio de 1966 y hacía seis meses que Roger estaba con sus artilleros. Al principio les cayó bien porque era tan eficaz. Pero ahora lo rehuían un poco: se pasaba el tiempo libre garrapateando símbolos extraños en una libreta gorda, nunca aprovechaba las licencias para ir a Pleiku y montarse a las rameras chinas, y las pocas veces que lo habían invitado a jugar al póker o los dados ponía esa cara de despiste que lo caracterizaba y los esquilmaba, despacio y como a regañadientes. Casi todos pensaban que era marica, y aunque decía que nunca había ido a la universidad todos sabían que era mentira.
Era el 9 de junio de 1966 y Michael estaba dando una mano de póker cuando oyó un tableteo de ametralladoras en el perímetro sur. Su oído educado analizó los sonidos y antes de soltar las cartas ya sabía que era una M-16 contra dos AK-47 chinas. Salió de la casamata a cuya sombra jugaban a las cartas y corrió en dirección del tiroteo. A mitad de camino estallaron disparos en los cuadrantes oeste y norte. Se detuvo y regresó a la casamata.
Roger mataba el tiempo aplicando la topología al análisis de fatiga de estructuras de cemento cuando la radio se puso a graznar: «Uno-uno, habla Tigre-dos. Nos están zarandeando y necesitamos una veintena de rondas. Cambio». Roger dejó la libreta y llevó la radio a sus artilleros. No pudo evitar una sonrisa: Tigre-dos era el capitán Kidd, vaya un nombre curioso. Respondió mientras corría:
—Tigre dos, habla Uno-uno. Tenemos registradas sus coordenadas de esta mañana y lanzaremos una ronda de humo junto a ustedes. Corrija trayectoria, ¿de acuerdo? Cambio.
Michael respondió con un «Afirmativo»; observaría y escucharía las inofensivas salvas de humo y le diría cuánto restar o añadir.
El tiroteo en el sur se había intensificado bastante. Michael estaba seguro de que por allí avanzaría el enemigo. La ronda de humo llegó gimiendo y estalló a cien metros del perímetro.
—Reste setenta y cinco, un alto explosivo —le aulló Michael a la radio.
Roger había trabajado antes con el capitán Kidd y lo encontraba notablemente conservador. Lo cual implicaba un desperdicio de municiones mientras él orientaba poco a poco la artillería hacia el radio de acción. De modo que Roger aulló las cifras para una salva de cien metros en vez de setenta y cinco. Los artilleros ajustaron los verniers y la carga y tiraron del gancho que envió la ronda de explosivos canturreando rumbo a la posición de Michael.
Estalló justo en el perímetro, en una empalizada de bambúes cerca de una casamata donde tableteaba una ametralladora. Los dos hombres de la casamata murieron instantáneamente, y la onda expansiva atontó a otros dos en una casamata cercana. Los bambúes estallaron en un revuelo de esquirlas de madera.
Antes que Michael pudiera reaccionar, una astilla de bambú de seis pulgadas se le incrustó con la velocidad de una bala encima de la ceja izquierda y le traspasó la corteza cerebral. Soltó los binoculares, se llevó una mano a la cabeza y se desplomó con un shock tetánico agudo; los músculos en una contorsión espástica, las piernas pataleando lentamente, la boca abierta y callada.
Un médico se lanzó hacia el capitán y se sorprendió al descubrir que la única herida era un rasguño en la frente. Luego le quitó el casco y vio media pulgada de bambú sobresaliendo de la parte trasera de la cabeza. Dijo a un soldado que dijera al teniente que tomara el mando.
El teniente llamó por radio y preguntó quién diablos había disparado esa ronda… Perdimos por lo menos dos hombres, estalló justo en el perímetro. Sigan disparando pero ¡carajo!, que sumen cincuenta.
Los artilleros lo oyeron y Roger los tranquilizó diciendo que él se responsabilizaría. Luego dio las cifras adecuadas y enviaron seis rondas de explosivos que providencialmente estallaron justo en el medio de la fuerza enemiga que se agrupaba para atacar. Después lanzó andanadas al oeste y al norte que dispersaron a las patrullas de distracción, y cuando llegó el apoyo aéreo no quedaban blancos enemigos por destruir. Roger obtuvo una mención.
Michael fue evacuado por helicóptero a Banmethout, donde nada se pudo hacer por él. Lo trasladaron a Bienhoa; un neurocirujano trató de extraerle la astilla de bambú pero tuvo que desistir tras una hora de cautelosas exploraciones. Lo despacharon a Japón, donde un cirujano más apto, o por lo menos más seguro de sí y de sus medios quirúrgicos, extrajo el proyectil.
Se organizó una junta de investigación donde Roger declaró que sus hombres no podrían haber cometido un error tan elemental y tras demostrar su notable talento personal sugirió las posibilidades de que los proyectiles hubieran sido defectuosos o que el capitán hubiera cometido un error en la corrección. La junta quedó impresionada y como el capitán no podía dar testimonio se dio por terminado el asunto.
Pocos meses después Michael pudo articular unas palabras. El cuerpo parecía ya acostumbrado a los tubos que lo alimentaban y vaciaban. De modo que lo trasladaron de Japón a Walter Reed, donde varios expertos tratarían de transformarlo nuevamente en una criatura racional.
La reputación de Roger había crecido en el resto de la batería, y especialmente entre sus propios artilleros. Habría podido cargarles la responsabilidad y lavarse las manos, pero en cambio se había enfrentado personalmente a la junta de investigación.
Michael estaba ciego del ojo derecho, pero con el izquierdo podía distinguir los colores complementarios y diferenciar un círculo de un cuadrado. Los psiquiatras lo sabían porque la pupila se le dilataba ligeramente ante el cambio, pese a que la intensidad de la luz permanecía constante. Una compañía de tropas regulares de Vietnam del Norte tomó por sorpresa la base de Roger y en medio del furioso combate cuerpo a cuerpo vio a dos zapadores enemigos que se escurrían en la casamata donde almacenaban municiones para armas de gran calibre. La casamata también contenía la libreta de Roger, y la perspectiva de perder ocho meses de teorización matemática concienzudamente razonada incitó a Roger a tomar la bayoneta, atravesar una cortina de fuego graneado, zambullirse en la casamata y liquidar a los dos zapadores antes que hicieran detonar su carga. Durante la acción recibió un balazo de rifle en la pantorrilla y un pistoletazo en el tríceps izquierdo. Un mayor que estaba de visita y se había refugiado en una casamata cercana fue testigo de todo, y Roger consiguió una licencia médica, la Medalla de Honor del Congreso y una pensión por incapacidad del cincuenta por ciento. Las heridas estuvieron suficientemente curadas al cabo de seis meses, pero Roger siguió gozando de la pensión.
Michael había aprendido a decir «Mamá» nuevamente, pero su madre no estaba segura de que él pudiera reconocerla en sus visitas, que se volvieron menos frecuentes a medida que el cáncer le fue invadiendo el cuerpo. El 9 de junio de 1967 murió del cáncer cervical que le habían descubierto exactamente un año antes. Nadie le contó a Michael.
El 9 de junio de 1967 Roger había terminado su primer semestre en la Universidad de Chicago y estaba en el despacho del jefe del departamento de matemáticas, bebiendo té y discutiendo la monografía que había preparado, la cual ampliaba su nuevo sistema de morfología algebraica. El jefe del departamento había tomado a Roger bajo su protección, y con frecuencia pasaban tardes así: la agudeza del joven y la gran experiencia del profesor se fecundaban mutuamente.
En mayo de 1970 Michael había aprendido a levantar el índice izquierdo cuando lo llamaban por su nombre.
Roger se graduó summa cum laude el 30 de mayo de 1970 y entre gran cantidad de ofrecimientos aceptó una adjuntía en el Instituto Tecnológico de California.
Contra las instrucciones del médico, el señor Kidd fue a esquiar a los Alpes Suizos. En una lomada el esquí tropezó con una raíz expuesta y mientras rodaba plácidamente cuesta abajo el padre de Michael chocó contra una prominencia rocosa que le fracturó la columna vertebral. Era junio de 1973 y nunca más volvería a esquiar ni caminar.
En ese mismo instante, en el otro lado del mundo, Roger terminaba la brillante defensa de su tesis de doctorado, una asombrosa redefinición del Axioma de Peano. La tesis fue aprobada por unanimidad.
El 12 de abril de 1975, el día del cumpleaños de Michael, su padre, operando a través de un panel de teléfonos junto a su cama motorizada, liquidó el noventa por ciento de los bienes familiares y organizó un fondo libre de impuestos para el cuidado de su único hijo. Luego ingirió diez sedantes potentes con el zumo de naranja del desayuno y otros veinte con sorbos de agua, y descubrió que morir así no era tan placentero como había creído.
También Roger tenía treinta y dos años, y festejó apaciblemente en casa en compañía de su nueva esposa, una exalumna doce años menor deslumbrada por su genio. Pasaba sin esfuerzo del papel de ama de casa servicial al de amante apasionada y al de secretaria puntillosa, y Roger conocía el amor por primera vez en su vida. Además era el adjunto de matemáticas más joven del Tecnológico de California.
El 4 de enero de 1980 Michael dejó de reaccionar cuando lo llamaban por el nombre. El tiempo hacía efecto erosivo en las salvaguardias antiinflación de su fondo, por lo que tuvo que ser trasladado desde la clínica privada exclusiva a un cuartucho del Hospital General de San Francisco.
Ese mismo día, gracias a una pasmosa cantidad de obras publicadas y un carisma personal que fascinaba por igual a estudiantes y docentes, Roger fue promovido a profesor con dedicación exclusiva, el más joven en la historia del departamento de matemáticas. El anticuado pelo largo y la barba le tapaban las orejas ridículas y la «extrema fealdad facial», y la gente familiarizada con la historia de la ciencia lo comparaba afectuosamente con Steinmetz.
Nadie se encargaba de los análisis, pero en caso contrario habrían descubierto que el 12 de abril de 1983 el iris de Michael ya no diferenciaba entre un círculo y un cuadrado.
Al cumplir cuarenta años Roger tuvo la satisfacción de enterarse de que su libro Redefinición del Algebra Moderna había agotado cinco ediciones y se consideraba lectura obligatoria para casi todos los graduados en matemáticas del país.
El 17 de junio de 1985 Michael dejó de respirar; una luz roja parpadeó en la consola del asistente, que le administró respiración boca a boca hasta que trajeron un pulmotor electrónico y fue instalado en él. Como no estaba en el piso de enfermedades respiratorias, el pulmotor fue enchufado a un tomacorriente normal y no a la línea especial de seguridad.
Roger estaba exultante. Le habían ofrecido la jefatura del departamento de matemáticas de Penn State, y dijo que aceptaría en cuanto terminara de dictar su seminario de verano sobre morfología algebraica.
El día más caluroso del año fue el 19 de agosto de 1985. A las 14:45:20 los acondicionadores consumían demasiada corriente y en algún lugar de Central Valley un banco de barras colectoras se puso rojo cereza y estalló en una lluvia de cobre fundido.
Todas las luces del piso y la consola del asistente se apagaron, el pulmotor electrónico se paró, y mientras el asistente llamaba pidiendo ayuda con frenesí, a las 14:45:25 para ser exactos, Michael Tobias Kidd pasó a mejor vida.
Las luces del aula donde Roger dictaba el seminario palidecieron y temblequearon. Roger se levantó para abrir las persianas venecianas, se quitó las gafas con un ademán característico, y estaba por articular un comentario procaz cuando, a las 14:45:25, sintió un ligero hormigueo en la cabeza causado por la ruptura de un vaso sanguíneo y sin ningún dolor se reunió con su hermano.