—¿Están ya apagadas las luces, Anne? —dijo Donald Parkson. Después miró el reloj y se abrochó la chaqueta del uniforme—. ¿Qué transportamos? ¿Una liga benéfica en viaje de placer?
—No —dijo la azafata riéndose y cerrando la puerta de la cabina—. Sólo se trata de unos congresistas que vuelven a sus casas. Todos son iguales: en general les ha costado un trabajo inmenso subir la escalera de la pasarela y más de la mitad están ya roncando. Al llegar les contarán a sus mujeres que han tenido una travesía muy mala y que no han conseguido pegar ojo en toda la noche.
—De todas formas voy a dar una vuelta. Mañana por la mañana tal vez no tenga tiempo —dijo Parkson.
Se puso la gorra bajo el brazo y entró en la larga cabina del avión Nueva York-Londres.
Le gustaba saludar a los pasajeros antes de que hicieran sus preparativos para pasar la noche, pero sus ocupaciones se lo impedían casi siempre. Atravesó el recinto, iluminado muy tenuemente, y llegó hasta la cola del aparato. La mitad de los asientos estaban vacíos y todos los pasajeros, salvo uno, habían apagado ya su lámpara individual. Parecían dormidos o, por lo menos, amodorrados.
—No se ve una sola luz. ¿Dónde estamos? —rezongó un individuo menudo y calvo al verle pasar.
—Encima del Océano. Como el tiempo es bueno, volamos en línea recta hacia Europa.
—¡Muy bien! La compañía arriesga nuestro pellejo para economizar un desayuno —dijo el pasajero refunfuñando.
—No. De todas formas tendrá usted su desayuno —contestó Parkson con una sonrisa sin saber si el pasajero hablaba en serio o en broma.
—Estoy de acuerdo con usted, Anne. Le espera una noche muy tranquila —dijo Parkson unos minutos más tarde, mientras sustituía su chaqueta blanca por una cazadora de cremallera.
—Sí —contestó la azafata, que en aquel momento preparaba varias tazas en una bandeja.
El copiloto asomó la cabeza por la puerta de la minúscula cocina.
—¿Hay café, duquesa Anne?
—Lo habrá dentro de cinco minutos, Tom. La cabeza desapareció.
—¿Por qué todos la llaman duquesa Anne?
—Tal vez porque sé guardar las distancias con los pasajeros, sin dejar de ser amable. ¿Y a usted? ¿Por qué le llaman Lucky [3]?
—¿Qué le parece a usted?
—Porque tiene suerte, supongo. Y en ese caso, ¿por qué no voy a ser yo duquesa? —dijo la azafata riéndose—. Don, siento mucho que ésta sea su última travesía.
—Yo también, pero en cambio conozco alguien que está muy contenta.
—¿Peggy? Sí, lo comprendo. Yo nunca me casaría con un piloto.
—Y ningún piloto podría permitirse semejante lujo, duquesa Anne —interrumpió el ingeniero-mecánico vaciando en su bolsillo el contenido de un pequeño azucarero—. Fuera del uniforme de la compañía, lo único que le sienta a usted bien es un abrigo de visón. ¿Verdaderamente no va a volar nunca más, Parkson?
—En efecto, Al. Ya he sobrepasado el límite de edad.
—¿Cuántas veces ha hecho este recorrido?
—Hoy, precisamente, se cumple mi travesía mil uno.
—¿Y cuántas veces ha estado cerca de la muerte?
—Ninguna, aunque le parezca imposible.
—No me lo parece en las compañías civiles. Pero ¿y durante la guerra?
—Ahí gané mi apodo. Llevo veinticinco años volando, primero en la RAF y después en las compañías comerciales, por todos los rincones del mundo. Pues bien: jamás he tenido el menor incidente.
Sonó un timbrazo prolongado y en el tablero de control de Anne se encendió una luz roja.
—El 21. Es el viejo preocupado por la falta de luces. Le he dicho que volábamos sobre el Océano y ahora estará seguramente inquieto porque empiezan a verse. Vaya a explicarle que aún quedan barcos por estos parajes. Yo me ocuparé de la bandeja —dijo Parkson poniéndola sobre la mesa.
El ingeniero-mecánico, sentado frente a sus mandos, leía una novela policíaca. Los cuatro motores llevaban una hora girando a velocidad de crucero. Ronroneaban con regularidad y dejaban una estela de gases azules en la helada oscuridad de la atmósfera. Hasta dos horas después, cuando fuera preciso conectar los motores suplementarios, no tenía nada que hacer, excepto echar de vez en cuando un vistazo a los cuadrantes de control para asegurarse de cosas sobradamente conocidas. Porque sus oídos advertían siempre cualquier irregularidad antes de que las agujas empezaran a temblar.
El copiloto, en su rincón, trazaba una línea con lápiz azul sobre un mapa. Una línea que cubría exactamente otra trazada anteriormente a tinta.
El radiotelegrafista, sentado enfrente de él, escribía en un bloc de notas.
—¿Cómo va el tiempo? —preguntó Parkson sirviéndose una taza de café.
—Bien. Hay algunas formaciones de nubes a proa, pero nada inquietante.
—Gracias —dijo con una sonrisa el copiloto al ver la bandeja.
—¿Todo marcha bien?
—Todo marcha bien, Don —contestó Walker dando vueltas a la cucharilla en el interior de la taza, mientras el piloto automático hacia girar suavemente la palanca entre sus rodillas—. ¿No va a dormir un poco?
—Esta noche no, John. Es mi último vuelo y pronto tendré tiempo de sobra para descansar, mientras almuerzo con hombres de negocios o dicto inutilidades a cualquier secretaria en un despacho.
—Eso es, exactamente, lo que mi mujer sueña para mí. Verme salir por las mañanas con un sombrero longo, un paraguas y el tiempo justo para coger el tren de las ocho y dieciséis.
—Sí, conozco el paño. Pero cuando usted llegue a eso, yo estaré ya en la penúltima etapa, en la de la jubilación, y todos los días daré un paseo hasta el bistrot de la esquina. Mientras tanto, nuestros jóvenes pilotarán en la línea bi-diaria Marte-Tierra y Venus-Tierra.
Vació la taza de café y le tendió la bandeja a Anne. Después se desperezó, se encaramó a su asiento, apretó el cinturón de seguridad alrededor de sus hombros y se puso un viejo gorro de lana. Por fin se colocó los auriculares del teléfono interior.
Miró uno tras otro los cronómetros, el compás y los setenta cuadrantes dispuestos encima, delante y debajo de él. Luego se instaló confortablemente.
—John, puede ir a dormir. Ya le avisaré si tengo necesidad de usted.
—No, gracias, Don. Voy a echar unas cuantas cabezadas aquí mismo, si no le molesta —dijo Walker enrollándose alrededor del cuello una bufanda de cachemira.
El comandante Donald Parkson, más conocido con el nombre de Lucky, rara vez reposaba durante el vuelo. Sólo tenía, en este sentido, una costumbre: la de irse a dormir una hora cuando se encontraban lejos de tierra y fuera de los itinerarios frecuentados por las líneas aéreas, siempre que no hiciera mal tiempo. Pero al alba, cuando toda la tripulación estaba fatigada, se sentaba invariablemente ante los mandos. Además, nunca permitía que su copiloto efectuara los despegues y los aterrizajes, a no ser que se tratara de un vuelo de entrenamiento. Y esto no por desconfianza —sabía que Walker era tan serio y competente como él—, sino porque consideraba esta dedicación, a todas luces excesiva, como un deber profesional.
Era increíble que su proverbial buena suerte no se hubiera visto desmentida ni una sola vez de cuatro años de guerra y de veinte de vuelos civiles. En realidad, más que de suerte, se trataba de una carencia absoluta de mala suerte. Sólo había tenido que atacar nueve veces y todas sus restantes misiones militares habían sido tranquilas. Y durante esas nueve batallas, por si fuera poco, los aviones enemigos jamás se habían acercado lo suficiente a él como para poder apuntarle con su ametrallador.
Su hermano Bill y él eran conocidos con el apodo de «hermanos Lucky». Pero la buena suerte de Bill, mientras duró, no reunía las mismas características que la de Don.
Cierto día, por ejemplo, el Spitfire de Bill regresó seriamente mutilado y con un ala ardiendo. Después de atravesar varios setos, el aparato se hundió en el barro lo justo para apagar el incendio, sin que el ocupante del aparato sufriera el menor percance.
En otra ocasión, tras ser derribado encima del Paso de Calais, cayó sobre una red que un pescador de Grimsby estaba recogiendo en aquel preciso instante —un pescador que no tenía autorización para navegar por aquellos parajes— y aterrizó dando gritos en una cala repleta de pescado.
A los dos hermanos les gustaba volar juntos. A Don, durante el despegue y el vuelo, le bastaba con mirar por encima del hombro para que Bill le hiciera un gesto muy característico con la cabeza y un ostensible guiño. Gesto y guiño, por otra parte, que jamás dejaba de dirigirle cuando no había otro remedio que romper la formación.
Varias veces, ya en vuelo, Donald había advertido a Bill de que le seguían. «Gracias, querido hermano», respondía éste a través de la radio y, con un nuevo y aún más ostensible guiño, se dejaba caer bruscamente o cambiaba el rumbo para desorientar al adversario.
Donald estaba seguro de que si la suerte de Bill hubiera continuado, ninguno de los dos habría llegado a casarse con Peggy.
La conocieron juntos en un baile local y juntos le hicieron la corte, sin que ella consiguiera averiguar a cuál de los dos prefería. Ambos, por lo demás, estaban al tanto de los sentimientos del otro, pero nunca intentaron llevar las cosas más allá de un simple flirt.
Lucky Parson solía pensar con frecuencia en aquel bello amanecer de otoño, cuando presenció cómo la buena suerte de Bill rendía definitivas cuentas al destino y se inclinaba ante el ángel de la muerte. El cockpit de plexiglás del aparato de Bill se había teñido repentinamente de amarillo bajo la capa de aceite que lo cubría.
—¿Sucede algo, Bill? —gritó Donald con la boca pegada al micrófono.
—Sí. Lo siento, viejo —fue la tranquila respuesta de su hermano.
Después le vio empujar su cockpit y, tras un último guiño, entrar en picado. El aparato se precipitó envuelto en llamas hacia un bosque, dejando una estela dorada y roja en la bruma matinal, y Donald voló largo tiempo alrededor de la espesa columna de humo que subía de un embudo ennegrecido.
Cuando por fin puso proa al oeste, en dirección a Inglaterra, todos sus compañeros habían desaparecido y ante él se extendía un ilimitado horizonte de cielo vacío. Estaba casi sin gasolina y se vio obligado a hacer un aterrizaje forzoso en la cima de unos acantilados.
Más tarde, mucho más tarde, se casó con Peggy. De esta forma se inició un matrimonio dichoso. Andando el tiempo tuvieron dos hijos, de los cuales tanto él como ella se sentían orgullosos. Pero no siempre resultaba agradable ser la mujer de un piloto. Dónald sabía que Peggy, aunque jamás le había dicho nada, sería mucho más feliz cuando él dejara de volar.
—¿Alguien quiere más café? —preguntó Anne.
—No, gracias —dijo Parkson con una sonrisa. Walker, recostado junto a él, roncaba ligeramente.
El parabrisas se tiñó de gris. Era imposible que estuviera amaneciendo ya. Poco después innumerables gotas empezaron a recorrerlo en todos los sentidos y Parkson pensó que habían alcanzado la zona de depresión antes de lo previsto.
Comprobó todos los instrumentos y alzó de nuevo los ojos. Ante él se divisaba algo blanco. ¿Una nube? Conectó los potentes limpiaparabrisas del avión, porque siempre le asustaba no ver nada delante de él, aun cuando nada hubiera que ver, y de nuevo vio brillar algo blanco.
Se frotó los ojos, apagó la luz de la cabina y llevó a cabo un minucioso examen del tablero de control, cuyos cuadrantes despedían un suave resplandor azulado. Levantó otra vez la vista hasta el lugar donde los limpiaparabrisas barrían el cristal. Y una vez más comprobó la presencia de aquel extraño objeto blanco.
Entonces deslizó los pies en los mandos y tocó a Walker en el hombro. Aquello no podía ser una nube. Se inclinó para coger los gemelos y le pareció ver, a través de ellos, una especie de enorme pájaro, cuyas alas subían y bajaban con regularidad, como si se dedicara a volar delante del avión, a la misma altura y con el mismo rumbo.
Aunque comprendía lo ridículo de aquel gesto, dejó los gemelos y acercó la mano izquierda al interruptor que ponía en funcionamiento el proyector de vuelo. En cuanto lo hiciera girar, una lluvia diamantina se precipitaría hacia él en forma de gotas centelleantes. Titubeó, sin embargo, antes de hacerlo, porque sabía que durante algunos segundos le sería imposible ver en la oscuridad. Por fin se inclinó hacia delante, con el interruptor entre el pulgar y el índice, esperó algunos segundos y encendió.
Entre los millones de gotas había, efectivamente, un gigantesco pájaro blanco.
Aquello era, completamente imposible. No poseía grandes conocimientos de ornitología, pero aun admitiendo que existiera un pájaro capaz de sobrevolar el Atlántico a tanta altura, ningún ser vivo podría desplazarse a semejante velocidad. Por lo demás, la cosa carecía de importancia: dentro de un instante, antes de poder observarlo más de cerca, el avión despedazaría y dejaría atrás a aquella extraña ave.
Miró nuevamente hacia ella. No cabía la menor duda. Un pájaro blanco volaba en línea recta y con una potencia extraordinaria delante del avión.
—¡Walker!
Cogió los mandos y apretó el botón que desconectaba el piloto automático.
—¿Qué pasa? —dijo Walker, incorporándose sobresaltado. Inmediatamente se ajustó los auriculares e intentó seguir la mirada de Parkson.
—¡El pájaro! ¡Mire!
—¿Dónde? ¡Dios mío! —susurró Walker al ver que el animal descendía bruscamente y que Parkson, rígido como una estatua, empujaba con lentitud y firmeza la palanca de mando con la evidente intención de seguir al pájaro en su caída.
—¡Eh! —gritó.
Cogió la palanca y la enderezó violentamente.
—¿Se ha vuelto loco, Don?
El aparato giró sobre su costado. Y en aquel mismo instante, algo se estrelló violentamente contra la cola y pareció desgarrarla.
Provocando una especie de balanceo que hacía derivar el aparato hacia estribor, Parkson, sólidamente instalado en su asiento, accionaba la palanca de dirección sin perder la calma. Varios objetos se habían roto tras ellos. El ingeniero mecánico, apoyado con las dos manos sobre el tablero de control, vigilaba con mirada ansiosa la marcha de sus cuatro protegidos, los motores, que funcionaban a la perfección.
—¿Quiere que me ponga a la escucha, comandante? —preguntó el radio levantándose trabajosamente.
—Sí, pero no llame a nadie hasta que yo se lo diga.
—Muy bien.
—Walker, dese una vuelta para ver lo que pasa. Algo ha chocado contra la cola. Y dígale a Anne que se prepare por si hay que hacer un amarre forzoso.
Encendió el anuncio luminoso de la cabina de viajeros, donde podía leerse: «Apaguen sus cigarros. Pónganse los cinturones de seguridad».
—¿Comandante?
—Sí —dijo Parkson por el micrófono.
—Estoy en contacto con el aparato de flete X-uno-uno-tres dirección oeste. Al parecer acaban de rozar a un avión de pasajeros, que ha conseguido evitar la colisión gracias a un picado.
—¿Han sufrido desperfectos?
—Creen que no. Nos han hecho la misma pregunta.
—Contésteles negativamente, pero pídales que describan uno o dos círculos a velocidad reducida. Nosotros haremos otro tanto. Comuníqueles de paso nuestra altitud: diecinueve mil pies. Y asegúrese de que ellos están, como mínimo, a quinientos por encima o por debajo de nosotros. Nos hemos salvado por los pelos y no nos va a ser posible subir de nuevo.
Un minuto más tarde, Lucky Parkson distinguió las luces del avión de flete.
—Por lo menos, si tenemos que amarrar, no estaremos completamente solos —le dijo a Walker, señalando con el dedo hacia abajo.
—No hay averías visibles, Don. Y entre los pasajeros, por ahora, la cosa va bien, Anne es dueña de la situación. Ha amenazado con unos azotes a un viejo que no quería quitarse los zapatos, y todos se han tranquilizado bastante.
—¿Ningún herido?
—Solamente Anne. Un corte en la nariz.
—¿Alguna novedad? —preguntó al ingeniero por el micrófono.
—No, comandante.
—¿Dónde estamos?
—Setecientas millas al oeste de Shannon.
—¿Radio? ¿Todo marcha bien en el otro avión?
—Sí.
—Bien. Entonces dígales que seguimos nuestra ruta, si no tienen inconveniente. Después relate el incidente a Shannon y pídales que prevengan la pista para un aterrizaje forzoso dentro de una hora o de tres cuartos, si las cosas siguen como hasta ahora.
Los pasajeros sólo pudieron sacarle a Anne que habían atravesado una bolsa de aire y que se habían producido unos desperfectos sin importancia. No, no se habían estrellado contra la cúspide de una montaña. Sí, habían hecho un picado repentino. Sí, se dirigirían a Londres después de una simple comprobación. Desgraciadamente, llegarían con algo de retraso. No, no más de una hora. Sí, el desayuno iba a distribuirse inmediatamente.
Los tripulantes, en lugar de dispersarse tras las formalidades de rigor, condujeron a Lucky Parkson a un despacho de la compañía, donde una veintena de personas, agrupadas alrededor de varias botellas de champagne, se disponían a festejar su último vuelo como piloto en jefe y a felicitarle una vez más —los pocos que estaban al corriente de lo sucedido— por su buena suerte.
—Dígame, Don —preguntó el joven Walker encendiendo un cigarrillo—, ¿por qué se le ocurrió picar tan a tiempo? Acababa de despertarme un segundo antes y me pareció ver una especie de pájaro… Después… Después había cosas más importantes que hacer.
—También yo creí ver ese pájaro.
—¡Déjese de bromas y encuentre una explicación más convincente!
—Bueno… En ese caso tendré que recurrir a mi famosa suerte —dijo Parkson con una tímida sonrisa.
Tres horas más tarde, el ex piloto tocaba la bocina de su coche deportivo en la carretera que bordeaba la costa. Sus hijos, chico y chica, salieron del chalet para abrirle la puerta y la volvieron a cerrar cuando el coche se introdujo en el pequeño garaje situado junto a la cocina.
Después del té los niños se fueron a casa de unos amigos y Don se instaló en su butaca favorita, encendió una pipa, echó un vistazo al mar, inundado de sol y de crestas blancas y lejanas, y dijo, entre bocanada y bocanada:
—¿Sabes, Peggy? Esta vez por poco no lo cuento. Hemos pasado un mal trago allí arriba.
—¡Oh, Don! ¿Qué ha sucedido? Creí que tu retraso se debía al tiempo. Al menos eso me dijeron por teléfono.
—Ya lo sé. En realidad, hemos estado a punto de chocar con un avión de flete y el timón de atrás se ha estropeado un poco.
—¿De verdad?
—Sí. Y gracias a que se me ocurrió picar… Si no, habríamos chocado de frente. ¿Pero de dónde diablos ha salido ese pájaro?
—¡Qué extraño! Llevaba dos días sin verle. Durante la última semana ha venido todas las noches y los niños le han dado de comer. El coronel Brandham dice que es un albatros.
—¿Un albatros?
—Sí. Los niños le llaman Bill. Supongo que no te importa… Hubiera podido prohibírselo.
—No seas tonta, Peggy. Sabes de sobra que me tiene sin cuidado.
Entonces se levantó de la butaca y avanzó lentamente hacia el enorme pájaro blanco, que inclinó la cabeza hacia un lado, le guiñó uno de sus ojos amarillentos y levantó el vuelo batiendo exageradamente las alas.