El zorro se protegió la cabeza con las patas, pero sus enormes y luminosos ojos hablaron al hombre que acababa de pararse ante su jaula.

El zorro sabía que era capaz de comprenderle. Se dio cuenta de ello cuando sus miradas se cruzaron, un instante después de que el hombre, abandonando la playa superpoblada, se detuviera bruscamente delante del viejo remolque, antaño rojo, de la vieja gitana, antaño guapa, y de la vieja jaula, antaño robusto y bien proporcionado baúl.

En la otra mitad de aquella jaula improvisada, un mono de ojos negros y muy inteligentes, de ojos casi humanos, se rascaba pensativamente. Un zorro cautivo puede vivir en un espacio muy restringido. El mono, al rascarse, sacudía la jaula, pero el zorro no parecía molestarse por ello. Toda su atención se centraba en aquel hombre. Y el hombre vio en los ojos del zorro, viento, árboles, campos, costas y lagos, que eran otros tantos símbolos de libertad.

—Enséñeme la mano —dijo de repente la gitana, inclinándose por encima de la jaula.

—No, gracias —contestó el hombre.

—Enséñeme la mano. No le diré la buenaventura ni le pediré dinero. Usted es hombre de animales y me gustaría ver una cosa.

Tenía razón. Él era «hombre de animales», y no sólo porque los adoraba, sino también porque los comprendía y se hacía comprender por ellos. Durante su infancia, cuando aún existían numerosos vehículos de tracción animal, siempre conseguía que los caballos caídos en un camino deslizante se levantaran. Sabía encontrar las palabras más adecuadas y decirlas con la suavidad necesaria para borrar el espanto de sus ojos y detener la agitación de sus miembros.

—¿Cómo lo sabe? ¿También es usted mujer de animales?

—Evidentemente. Si no, ¿cómo iba a haberle reconocido y a leer en sus pensamientos?

—¿En qué pensamientos?

—En los relativos a ese zorro. Y ahora, enséñeme su mano.

—¿Qué quiere saber?

—Algo que presiento, pero que aún no me explico —dijo la vieja gitana.

Le cogió la mano y la atrajo hacia sí, con la palma vuelta al aire, subiéndola casi a la altura de la barbilla. Aparentemente sólo le echó una mirada. Después la dejó caer, tirando al mismo tiempo su colilla.

—¿Se lo explica ya?

—Sí. Usted ha matado a su perro.

—Estaba enfermo y sufría mucho.

—No lo ha matado por eso.

—Tal vez. ¿Y qué?

—Nada. Simplemente resulta doloroso, porque usted es hombre de animales y no había razón alguna para ese asesinato.

—¡No fue un asesinato!

—Llámelo como quiera. ¡Un asesinato en su mano es un asesinato en su corazón!

¿Era un asesinato dormir para siempre a un viejo perro lleno de achaques? Para un «hombre de animales», tal vez. Pero también contaba Angela, la rubia y frágil Angela, que no dejaba de quejarse y de repetir hasta la saciedad que no podía vivir en una casa llena de pelos de perro. El médico, por otra parte, había sido categórico: nada de gatos o perros, nada de animales con pelo. Una recaída sería fatal. Y cuando se llevaron a Angela al hospital, él se fue a la biblioteca pública y pidió varios libros sobre el asma y sus causas.

La pobre Angela había pasado una mala racha. Una noche, incluso, él había tenido que levantarse y durante un par de horas temió lo peor. Al día siguiente, ella, aún muy débil, le sonrió y le apretó la mano al oír de sus labios que el veterinario había dormido al viejo Tom para siempre. La cosa fue bastante dura. Tom comprendió que el veterinario iba a matarlo, pero se dejó extinguir dulcemente en los brazos de su dueño, puesto que eso era lo que se esperaba de él.

Aquella misma tarde le avisaron urgentemente del hospital. La muerte, sin embargo llegó antes. Angela estaba un poco más pálida y parecía haber empequeñecido, pero él jamás había visto en su cara tal expresión de felicidad. Lloró como un niño. La enfermera le sacó dulcemente de la habitación e intentó consolarle. De haber adivinado que aquellas lágrimas estarían dedicadas a Tom, su viejo perro, su actitud habría sido seguramente muy distinta.

—¿Cómo puede saber tantas cosas? —preguntó por fin, levantando los ojos hacia el rostro arrugado de la gitana.

—El diablo siempre sabe dónde está el mal.

—Eso no quiere decir nada. Usted, por otra parte, no es el diablo.

—¿Está seguro de que el Maligno es varón? Ustedes, los hombres, tienen un orgullo tan desmesurado que incluso quieren llevarse la palma en la maldad. ¿Cómo puede saber que yo no estoy aquí para tentarle?

—¿De qué manera?

La gitana le miró un instante antes de responder.

—Haciendo un pacto, naturalmente. Dándole otra oportunidad, a cambio de su alma.

—¿Qué quiere decir «otra oportunidad»?

—Usted pensaba, hace un momento, en darle otra oportunidad a mi zorro, ¿no?

—Tal vez.

—Él no la necesita. Tiene varias. Usted, no. Usted no tiene ninguna, pero piensa que, de tenerla, actuaría de manera muy distinta. Yo le ofrezco esa oportunidad, a cambio de su alma.

—Lo siento, pero no creo en el diablo.

—¡Perfecto! Eso facilita el trato. Le doy otra oportunidad y usted cree que no me da nada a cambio.

—¿Y cómo puedo saber que verdaderamente es así?

—No se preocupe por eso. Si no se la doy, nuestro contrato queda automáticamente roto.

La miró un buen rato sin decir nada. Ella encendió un nuevo cigarrillo y lo fumó con la nariz en vez de con la boca.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Aunque sólo sea para reírnos un poco. Dígame dónde debo firmar.

—Venga por aquí —dijo la gitana abriendo la puerta trasera de su carromato. Después subió a él, sin volverse para ver si su cliente la seguía.

Apenas quedaba sitio entre la mesa plegable, la estufa y la gran cama. La gitana hurgó con sus uñas ganchudas en una cesta con botones, pelotas de lana y algo que parecía un esqueleto de tortuga, y sacó por fin una pluma de ave y una navaja de hoja mellada para afilarla y cortarla.

—Firme aquí —dijo después de tenderle la pluma. Sostenía un rollo de pergamino, abierto por la parte de abajo, que seguramente había sacado del bolsillo del delantal.

—¿Con qué tinta?

La gitana se encogió de hombros y extrajo una larga aguja del pañuelo de seda roja que llevaba en la cabeza. Con un gesto perverso, la clavó profunda, casi cruelmente, en la punta del pulgar izquierdo del individuo. Éste se sobresaltó y reprimió un grito al ver brotar la sangre. Se sentía furioso y ridículo, pero a pesar de ello mojó la pluma en su propia sangre para firmar.

—¿Está usted bautizado? —preguntó ella.

—No. ¿Ve usted? Nada puede salvarme… Sonrió con malicia y añadió:

—¿Y ahora?

—Nada. Vuelva a su hotel y recomience desde cero.

—¿Qué debo recomenzar?

—Váyase. No tardará en comprenderlo —dijo la gitana abriendo la puerta.

Él saltó al suelo. Al alejarse, se dio cuenta de que el zorro, repentinamente inmóvil, parecía sonreírle. Se fue a grandes zancadas.

Tom y Angela llevaban muertos tres meses. Él había pensado varias veces en solicitar un traslado, pero nunca tuvo fuerzas suficientes para abandonar su pequeño apartamento parisino. Y cuando llegó el momento de marcharse de vacaciones, se limitó a trasladarse en coche hasta la recoleta playa bretona donde los tres habían pasado sus vacaciones durante los últimos cinco años. Incluso se dirigió al mismo hotel y pidió la misma habitación, la 37. Y el dueño, sin fijarse en su corbata negra, le preguntó:

—¿Se reunirá la señora con usted? Él no supo qué contestar…

El mismo día de su llegada salió a dar un paseo después de la cena y entonces descubrió lo que verdaderamente le había llevado hasta allí. Era Tom. Hubiera debido suponerlo. Tom, cuyo feliz fantasma veía trotar ante él.

Echaba más en falta al perro que a Angela. Al regresar al hotel la primera noche, echó una ojeada a la cama de ésta, mientras se deslizaba en la suya, situada debajo de la ventana. No sintió ninguna emoción especial. Pero al ver la alfombra extendida entre ambas, los ojos se le llenaron de lágrimas. Sobre aquella alfombra había dormido y roncado Tom, tras sus infatigables correteos por la playa.

—No está la llave, señor —le dijo el portero cuando regresó después de su encuentro con la gitana.

—¡Vaya!… Seguramente la habré dejado en la cerradura —contestó dirigiéndose hacia el ascensor.

Al llegar al pasillo del segundo piso, cerca ya de su habitación, oyó jadear. Aquello le trajo a la memoria los impacientes resoplidos que Tom le enviaba por debajo de la puerta cuando oía sus pasos.

La llave no estaba en la cerradura, pero del cuarto llegaban gemidos y exasperados arañazos. Blanco como la pared, empuñó el picaporte y abrió la puerta. En ese mismo instante, con entrecortados ladridos y frenéticos movimientos, Tom saltó sobre él.

¡Tom!… ¡Tom! —dijo con una voz que no parecía la suya, mientras se dejaba caer en un sillón.

—¡Oh! ¡John! ¡No le dejes! Te hace polvo el traje.

—¡Angela!

—¿Pero qué te pasa? No me mires de esa forma. Parece como si estuvieras viendo un fantasma. Antes, dime porque no has venido a buscarme a Saint-Malo. He tenido que coger un taxi y me ha costado una fortuna.

—Pero Angela, querida…

—¡John! ¡Suelta al perro! Me pones enferma. Y deja que te mire un poco. ¿No habrás bebido? ¿De dónde has sacado esa corbata negra? Es de pesadilla. ¿Y qué te ha pasado en la mano? Mira, tu pañuelo está lleno de sangre.

—Naturalmente… No, quiero decir que no tiene importancia. ¿La corbata? Será que no he encontrado otra…

Tom saltó de nuevo a los brazos de su dueño.

—¡Y ese perro! Acabo de hacerte la cama. Debías saber que en cuanto vuelves la espalda salta encima. El edredón está lleno de pelos suyos. ¿Adónde has ido sin Tom?

—¿Eh?… A dar un pequeño paseo… Dime, Angela, ¿cómo va tu asma?

—¿Mi qué? ¿De qué hablas? Sabes perfectamente que es el hígado lo que tengo enfermo… aparte del corazón fatigado. ¿De dónde has sacado que tengo asma?

—Perdona, querida. Pero me inquieté tanto cuando te llevaron al hospital…

—¡Eso fue hace seis años, con la operación de apendicitis, y no recuerdo que estuvieras tan inquieto! En realidad, sólo te preocupabas de que Tom empezaba a rascarse. ¿Ya sabes muy bien por qué, no? Habéis vivido los dos como sardinas en lata.

Él no contestó, limitándose a contemplar fijamente y esforzándose en comprender. Jamás había tenido alucinaciones. Todo aquello era, lisa y llanamente, imposible. Se dio cuenta de que estaba mirando a los ojos de Tom. Sí, Tom sabía y comprendía; no le quedaba la menor duda. Repentinamente sintió unas ganas irresistibles de irse con él a cualquier parte. A cualquier parte donde pudieran estar solos. Un instante despues contemplaba con estupefacción la larga correa de cuero que había encontrado en el bolsillo de su impermeable.

—Anda, vete a dar una vuelta con Tom hasta la playa. Voy a deshacer las maletas y a cambiarme. Luego me reuniré contigo.

—Muy bien.

Le volvió la espalda, abrió el ropero y sacó su pasaporte del bolsillo de otro traje. Acababa de recordar los documentos oficiales que unos meses antes había metido entre las páginas del pasaporte. Gracias a ellos no tardaría en saber si estaba loco.

Con el cuello empapado en sudor desplegó el certificado de defunción de Angela y la factura del hospital. Ambos papeles llevaban la fecha del trece de abril. Y en aquel momento estaban, sin posible error, a dieciocho de julio.

Durante un buen rato se resistió a pensar en su pacto con la gitana, pero finalmente no tuvo más remedio que hacerlo. Era preciso admitir que su aventura sobrepasaba ya los límites de la broma. Y era preciso admitir que… ¡Señor! No quería pensar en ello. Antes de nada tenía que volver a verla. Se guardó los papeles y salió del hotel con paso ligero.

El amplio terreno yermo cercano a la playa estaba vacío. En el lugar que un poco antes ocupaba el carromato, se veían ahora unos metros cuadrados de hierba aplastada. Tom gruñó, mientras husmeaba un espacio circular donde la hierba parecía quemada.

Tras unos segundos de vacilación, John fue hasta la playa y se sentó en la arena, viendo cómo su perro correteaba por la orilla. El animal, al darse cuenta de que su dueño no le seguía, regresó junto a él, hizo unas cuantas cabriolas, se sacudió y finalmente colocó la cabeza sobre sus rodillas.

—¿Adónde has ido? —le dijo Angela cuando volvieron, un poco más tarde—. De sobra sé que tu perro es lo primero del mundo, pero a pesar de todo…

—Lo siento, querida. No pensé que…

—Nunca piensas en los demás —le interrumpió ella encendiendo un cigarrillo.

John, en lugar de responder, se dedicó a reflexionar largamente sobre lo que su mujer acababa de decirle. No era la primera vez. Él, generalmente, negaba que Tom pesara tanto en su vida, aunque sabía que ella sólo hablaba así por despecho. En esta ocasión, al parecer. Angela no había dado importancia a su falta de respuesta. Evidentemente, el silencio no bastaba. Si le habían dado otra oportunidad, era ineludible cambiar de línea. De otro modo, terminaría por consentir nuevamente en el sacrificio del perro.

—Tienes razón, Angela —dijo por fin.

—Como siempre… ¿Pero razón en qué?

—En lo de Tom. Tienes razón. Es lo que más me importa en el mundo… Más que tú.

—¡Ves! ¿Entonces siempre he tenido razón?

—Sí.

—No eres más que un bruto.

—Era un bruto… Ya he dejado de serlo.

Y se puso a acariciar el perro, mientras Angela, tras aplastar el cigarrillo, salía violentamente de la habitación.

Cuando aquella noche regresó al hotel, su mujer se estaba vistiendo para la cena. Como de costumbre, fingió ignorar por completo su presencia y él comprendió inmediatamente que se hallaba en la primera fase de una «tormenta sin truenos», expresión que sólo una larga y penosa experiencia le había sugerido. Tales tormentas duraban, por lo general, dos o tres días y terminaban con una discusión terrible. Pero esta vez John no se esforzó en ser amable ni intentó hablar como si nada hubiera pasado, método con el que esporádicamente lograba despejar tan penosas situaciones. Se limitó a actuar como si Angela no estuviera allí.

Ésta tardó mucho en pintarse y peinarse. Después esperó junto a la puerta a que él instalara a Tom a los pies de la cama, porque la dirección no autorizaba la entrada de animales en el comedor. Una vez fuera, Angela compuso sabiamente su encantadora e irresistibie sonrisa, de tal modo que ambos parecieran formar una joven pareja feliz y enamorada. John intentó hacer lo mismo y adoptar un aire de indiferencia, aunque se daba perfecta cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos.

No habían hecho más que sentarse en su mesa habitual, cerca de una ventana con vistas al mar, cuando una amiga de Angela se acercó a ellos.

—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Angela! —dijo con voz chillona.

Dirigió a John un leve saludo con la cabeza y prosiguió:

—Ayer vi a tu marido, pero estaba segura de que no podría resistir mucho tiempo sin ti. Parece terriblemente desgraciado cuando no está contigo.

—¡Todo lo contrario! Los hombres se lo pasan muy bien sin nosotras, como tú debes saber. Y además tenía a su perro. Ya ves… yo acabo de regresar, después de pasar tres meses en casa de mi madre, y aún no estoy completamente segura de que se haya alegrado de verme —explicó Angela obsequiando a su marido con una atractiva sonrisa. Sonrisa que ya no podía engañarle. John conocía perfectamente su significado durante las tormentas sin truenos.

—¿Y cómo está tu madre? —preguntó la amiga de Angela.

—Viva, por desgracia —intervino John.

—¡Oh! ¡John! No digas barbaridades —contestó Angela con otra sonrisa.

Pero él, sin necesidad de mirarla, comprendió que estaba furiosa.

Cuando encendió la pipa después de cenar, Angela cogió delicadamente su bolso y su pañuelo de cabeza, le dirigió una última sonrisa, llena esta vez de ternura, y salió a buen paso del comedor.

Cinco minutos después, John se encaminó a la cocina para recoger la taza de sopa y la carne que constituían el cotidiano alimento de Tom. Pero el perro había desaparecido de la habitación. Al principio no reaccionó, esforzándose en adivinar lo que había podido sucederle. Finalmente tiró la comida al suelo y bajó corriendo. Sí, el conserje había visto salir a la señora con el perro un poco antes. «Continúa la farsa», pensó. Todo el mundo debía enterarse de que el perro era inaguantable, pero también de que ella le cuidaba hasta la exageración, en primer lugar porque adoraba a los animales y en segundo porque se trataba del perro de su querido esposo.

Furioso, llenó otra pipa, la encendió y esperó sobre los escalones del hotel. Al cabo de cierto tiempo apareció Angela por el extremo de la calle. Venía sola, corriendo sobre sus zapatos de tacones ridículamente altos…

Tom… ¡Se ha caído por el acantilado!

Sin una palabra, sin comprobar siquiera si ella le seguía, John echó a correr en dirección a la costa, Cuando llegó al final de la playa, casi sin aliento, empezó a escalar las rocas. Estaba cayendo la noche. Pronto la oscuridad sería total.

Por fin encontró a Tom tirado en un trozo de arena. En cuanto a él, tenía el pantalón empapado y se había hecho sangre en una rodilla. El perro, tendido de costado, parecía dormir, pero al levantarlo vio una gota de sangre en su hocico… Exactamente como tres meses antes en casa del veterinario, cuando el animal dio su último suspiro.

Regresó al hotel con el cuerpo de Tom, frío y pesado, entre los brazos.

—¡Oh, John! ¿Está…?

—Sí. Está muerto —dijo colocando el cadáver encima del mostrador, a pesar de la escandalizada expresión del conserje—. Hágalo poner en cualquier caja, por favor. Yo mismo le enterraré.

—Muy bien, señor —contestó el conserje.

—¡John! No me toques… Estás lleno de sangre y de barro, y cubierto de pelos de perro…

—¡Bueno, bueno! Pero ahora vas a decirme todo lo que ha pasado.

La llevó de la muñeca hasta el coche. Después abrió la portezuela sin decir una palabra, la hizo subir y arrancó. Atravesó el pueblo lentamente, pero al llegar a la carretera que sube, serpenteando, hacia los acantilados, aceleró.

Frenó, sacó a Angela del coche y la obligó a descender por el sendero casi corriendo. Varias personas se paseaban por él, aprovechando la frescura nocturna y el espectáculo de las luces que parpadeaban en la costa.

—¿Dónde fue? Enséñame el sitio —dijo con voz tranquila.

—Allí, al final del camino.

—¿Dónde?

—Aquí —dijo Angela avanzando hasta el borde de una plataforma y enseñándole una pendiente herbosa que se cortaba a los tres metros bruscamente.

—¿Qué sucedió?

—No lo sé… Tom corría delante de mí y debió acercarse demasiado al borde, ahí precisamente… Supongo que resbaló y…

—¿Por qué no le sujetabas, Angela?

—Porque tiraba de mí en todas direcciones, como de costumbre.

—¿Dónde le soltaste?

—Un poco antes de llegar a la zona de aparcamiento, encima del acantilado.

—¿Y qué hiciste con la correa?

—No… no lo sé. Debí perderla después… Estaba tan trastornada…

—Mientes.

—¡John! ¿Cómo te atreves…?

—La correa aún estaba atada al collar de Tom cuando lo recogí. Además, su cadáver estaba al otro lado de las rocas. No puede haber caído por este lado.

—Sin embargo, cayó por aquí… ¡Y ya está bien! ¡Me vuelvo al hotel!

—No. No vas a volver así como así —dijo John en voz baja cogiéndola del brazo—. Angela, has matado a Tom, has asesinado al pobre animal.

—¡John! ¡Me haces daño!

—¡Lo cogiste en brazos donde el sendero se estrecha y lo tiraste por el precipicio!

—¡John! ¡Estás loco! ¡Pero si eso te causa algún placer, sí, sí, he tirado a tu sucio perro por el acantilado! ¡Y ahora déjame en paz!

John no contestó. Le retorció con fuerza el brazo, la levantó por encima de la barandilla, a pesar de sus gritos, y la dejó rodar por la pendiente…

Uno tras otro, los cinco testigos que paseaban en aquel momento por el sendero, contaron a la policía que el señor inglés había empujado violentamente a su mujer por el sitio donde la pendiente era más escarpada, que ella había resbalado hacia abajo sin dejar de gritar y que por fin se había precipitado en el vacío. «¡Era una asesina!», fueron las únicas palabras que el acusado dirigió a los paralizados transeúntes. Después volvió sin prisa al hotel, para lo cual utilizó su coche y una hora más tarde fue detenido en su habitación.

—Mi querido señor: no intente explicar a un jurado francés que es usted el asesino de un fantasma —exclamó el diminuto abogado recorriendo a grandes zancadas el frío locutorio de la prisión provincial, donde flotaba un penetrante olor a moho—. Nosotros podemos probar que su mujer murió hace tres meses. Se lo concedo. Pero no vamos a hacerlo. En lugar de ello le diremos al jurado que la muerta era su amante, que la amaba, que estaba celosa, que ella había dejado de quererle y que se iba a marchar con otro. Todo lo que quiera dentro de esa línea… Le aseguro que será escuchado con indulgencia. Desde luego, la sala querrá saber las razones que ella tenía para hacerse pasar por su mujer y cómo se las arregló para la obtención de un pasaporte donde figuraba como su legítima esposa. Aunque no será fácil, conseguiremos arreglarlo. Pero si se empeña en contarles que ha matado a una persona ya muerta y enterrada, creerán que quiere reírse de ellos.

—No me importa. Que piensen lo que les dé la gana —contestó su cliente aceptando un cigarrillo—. ¿Y la gitana? ¿Ha conseguido encontrar sus huellas?

—No. De todas formas, sólo serviría para agravar su caso. ¡Y, señor mío, por el amor de Dios, no mezcle al perro en esta historia! Las consecuencias serían desastrosas.

Alrededor de año y medio más tarde —el procedimiento criminal francés es lento, tal vez de los más lentos del mundo—, en un amanecer de noviembre frío y húmedo, el sacerdote, el abogado y el cónsul de Inglaterra, que había llegado expresamente de Brest la víspera, salían de la prisión provincial. Aquella misma mañana, en el patio central de la cárcel, acababa de ser guillotinado un hombre.

Mientras bajaban la calle, silenciosa a aquella hora, los tres hombres no cambiaron una sola palabra. El sacerdote llevaba todavía en la mano el pequeño crucifijo de madera que le había dado a besar al prisionero.

—Excúsenme —dijo despidiéndose de sus dos compañeros—. Tengo que ir a pagar la ronda del diablo, como dicen los ingleses.

Atravesó la calle y se dirigió hacia una vieja gitana apoyada contra la pared de una casa. Estaba fumando un cigarrillo hundido en uno de los agujeros de su nariz.

—Viene a ver si pesca alguna noticia del inglés, ¿no es cierto? —dijo el sacerdote parándose delante de ella—. Ha muerto valientemente.

—No es eso lo que me interesa y usted está al cabo de la calle. ¿Qué ha sacado de él?

—Le bauticé esta mañana.

—¡El tramposo! —rezongó la vieja entre dientes. Después tiró el cigarrillo con un gesto de rabia y se alejó.

Las paredes destilaban humedad y en la calzada había dos palmos de fango. Pero el lugar que hasta un momento antes había ocupado la gitana, estaba completamente seco y, junto a él, el sacerdote descubrió un montoncito de cenizas… Las cenizas, por ejemplo, que podría dejar un trozo de pergamino quemado.