¡La caída, la vertiginosa e interminable caída de mi pesadilla! Sé que es un sueño, pero esta certidumbre puramente abstracta no atenúa el horror y la angustia de mi descenso en el vacío. Estoy dormido, lo sé, y sólo podré despertarme tras la desasosegante lentitud y la brusca detención, que me dejará sin aliento, perdido bajo las mantas, atenazado por un nuevo e incomprensible terror y luchando como un loco para escapar de él. Esos postreros instantes de pánico son, seguramente, aún más descorazonadores y terribles que la caída del sueño, porque no sólo lo olvido todo durante ellos, sino que me quedo vacío de todo conocimiento… De todo conocimiento, excepto de la conciencia de mi propio miedo, un miedo profundo, negro y devastador, que parece venido del fondo de los siglos. Mi instinto de conservación es entonces tan potente, que a veces llego a desgarrar la espesa manta de lana en la que estoy enredado.

También sé que los psiquiatras llaman a esto una «Pesadilla recidiva». Cuando era niño, me asaltaba con más frecuencia; mi pobre madre, despertada a menudo por mis gritos ahogados, tenía que sacarme de mi devastada cama y volver a dormirme en sus brazos. Sé muy bien lo que mi médico diría de todo esto y, tras mis lecturas de Freud, Adler, Jung y otros, no puedo decidirme a consultar un psiquiatra, al cual engañaría desde la primera sesión. Acaso mi sueño es, efectivamente, un recuerdo de la infancia, pero también algo más: un momentáneo fin de todo conocimiento de las cosas, conocimiento que recupero al saltar del lecho, pero que algún día podría no recuperar. Si mi corazón prosiguiera una sola vez su desenfrenada carrera, yo quedaría convertido en una especie de larva móvil y apenas consciente.

A la edad de quince años, mi pesadilla perdió gran parte de su agudeza y empezó a visitarme con menos frecuencia. Cuando me casé con Edna, llegó a desaparecer completamente. Después vino la guerra y mi primer salto en paracaídas, donde encontré de nuevo mi pesadilla, esta vez hecha realidad. Aquel despiadado y vertiginoso descenso, entre el viento de las hélices, me amordazaba, me envolvía la cabeza, me ahogaba, de igual modo que las sábanas de la cama durante mi niñez. Entonces gritaba, hasta que la sacudida de los correajes me impedía respirar, pero después, ya en el suelo, conocía de nuevo la aterradora sensación de ignorarlo todo, de ser sólo consciente de mi propia nada. Mis reflejos, sin embargo, debían funcionar normalmente, porque los instructores nunca me hicieron la menor observación y yo continué con regularidad los entrenamientos. Pero cada salto suponía un retorno de la pesadilla.

Sólo después de la guerra, después de nuestra segunda luna de miel —¡nadie puede imaginarse el espanto de una segunda luna de miel!—, reapareció mi pesadilla. Desde entonces no ha vuelto a abandonarme y en la actualidad me asalta casi todas las noches. Desde hace algún tiempo, sin embargo, lo hace acompañada de una angustia suplementaria, algo de lo que no consigo acordarme y que ninguna relación guarda con la pesadilla en sí, pero que —en mi opinión— podría ponerle fin. Se trata de un detalle referente a la muerte de Edna.

Durante todo el proceso, he intentado vanamente recordarlo. Sí, no cabe la menor duda de que he matado a Edna, pero no consigo reconstruir los hechos. Y este olvido nada tiene de agradable, porque soy inocente. Creo, por otra parte, que algún miembro del jurado lo ha comprendido así (alguien, supongo, casado con una mujer como Edna). En cuanto a los otros… bastaba con ver sus caras al escuchar la cinta magnetofónica.

Ellos, la policía, el juez, los picapleitos, los miembros del jurado, sólo podían hacer eso: escuchar. En cuanto a mí, no necesitaba más que cerrar los ojos para reconstruirlo todo, el escenario, el ambiente, la luz, el calor del fuego, nuestros más imperceptibles movimientos, el resplandor del enigmático y pálido rostro de Edna, cuando —fríamente— intentaba hacerme repetir mi amenaza, mi estribillo relativo a Florence. Sí, todo volvía a mí: el brillo metálico de sus ojos color verde oscuro, el humo de su cigarrillo que ascendía en capas azules, como esas nubes demasiado alargadas e inmóviles de los cielos de estío, en capas que yo desbarataba perversamente cada vez que escupía una respuesta. ¡Pero hay algo que los jurados ignoran, que la policía ignora, que todo el mundo ignora y de lo que yo, forzosamente, debo acordarme! ¡Me han hecho tantas preguntas…! Decenas, centenares de preguntas sobre Edna y su pasado, mi pasado, nuestro pasado… Nadie, sin embargo, ha dicho nada que me sirva de hilo conductor para dar con mi pequeño secreto, con el hecho minúsculo e indiscutible que habría puesto fin al proceso en unos minutos.

En contra de la opinión, bastante evidente, de mis defensores, que no veían en ello paliativo alguno, me he negado a declararme culpable. Es cierto que todo, hasta mis propias palabras, me condena. Sí, yo mismo demuestro mi crimen y lo explico detalladamente en esa maldita cinta magnetofónica. Pero mis explicaciones estaban dirigidas a Edna y no a una corte de magistrados y a doce imbéciles. He aquí la única diferencia importante y en ella, precisamente, me falla la memoria. Les he puesto en guardia, explicándoles todo esto y asegurándoles que, tarde o temprano, terminaré por acordarme. Mis abogados lo han enredado todo, sirviéndose de mi declaración para hacerme pasar por loco. Pero su tesis no ha sido admitida, de lo cual, en realidad, me alegro, porque no hay en mí el menor síntoma de locura. Varios médicos han prestado declaración y se muestran, en este punto, de perfecto acuerdo. Sólo uno de ellos ha tenido el valor de declarar que verdaderamente, en su opinión, la memoria me estaba jugando una mala pasada. Se le veía persuadido de la importancia de este punto y sinceramente compadecido de mí. ¿Pero qué peso podía tener la expresión de una simple duda en la implacable balanza de la justicia, sobre todo cuando en el otro platillo se encontraba la explicación tajante, clara y detallada de los hechos, salida de la propia boca del acusado? He matado a Edna y soy, a pesar de ello, inocente. Se trata, al fin y al cabo, del más perfecto de los crímenes, porque hay autor y no culpa. Es, como fácilmente puede verse, el non plus ultra del asesinato.

Naturalmente, me impresioné algo cuando vi que el juez se ponía su capucha negra para condenarme a muerte, pero no me sentía inquieto porque estaba convencido de que recuperaría la memoria con antelación suficiente para evitar el error judicial. Pedí permiso para escuchar de nuevo la famosa cinta magnetofónica y me fue denegado. El hecho, por lo demás, carece de importancia; la he oído dos veces en el curso del proceso y puedo repetirla casi de carrerilla. Mis abogados pretendieron que elevara una protesta por el empleo del magnetófono, pero no les hice ningún caso. Eso produciría mala impresión en los jueces. Debo preparar muy bien el terreno, demostrando de todas las formas posibles que nada temo. Un inocente no tiene por qué sentir miedo de la justicia, y esto constituirá un tanto a mi favor cuando por fin me halle en condiciones de aportar la prueba de mi inocencia.

Aunque la mayor parte de los condenados se ponen tan nerviosos que no pueden comer ni conciliar el sueño sin ayuda de drogas, yo tengo un excelente apetito y duermo a pierna suelta, sobre todo si percibo la vecindad de mi pesadilla. Cuando ésta me asaltó por primera vez, los guardias —que ejercen sobre mí una implacable vigilancia durante todas las horas del día y de la noche— se asustaron un poco y me despertaron sin miramientos. Pero ahora ya saben que así tengo más posibilidades de recordar el detalle insignificante o el hecho minúsculo que les haría correr a la Dirección, portadores de la noticia de que puedo demostrar mi inocencia, y me dejan tranquilo.

Al principio estaba convencido de que Edna era un gato reencarnado, pero se trataba sólo de un juego o, más bien, de un engaño por su parte. Los ojos, que abría de par en par por la noche para subrayar su extraño brillo, la especial manera de sonreír, la estudiada flexibilidad, la ligereza felina —sus padres habían querido que se dedicara al baile—, la soltura con que podía deslizarse por una puerta apenas entreabierta y brincar luego por encima del respaldo del sofá para terminar enroscándose sobre la alfombra, delante del fuego… En todo aquello, repito, no existía la menor autenticidad. ¡Y pensar que esos trucos eran precisamente los que me habían encantado, aturdido y, por fin, aprisionado! Sin la guerra, habría terminado por acostumbrarme. Pero nuestra segunda luna de miel fue la causa de su perdición, porque Edna cometió la suprema torpeza de recomenzarlo todo; como si yo no conociera sobradamente su verdadera personalidad de falsa intelectual y de sempiterna cultivadora del descuido y la indolencia, con la única finalidad de enmascarar una pereza que en ocasiones llegaba a sobrepasar los límites habitualmente impuestos por la higiene.

Edna estaba persuadida, con toda justicia, de su poder de fascinación y, de haberle sido posible, no habría vacilado en ronronear. Posteriormente continuó jugando al gato sólo porque había descubierto que esa actitud me irritaba, y aquí residió, sin duda, su único parecido con el detestable animal. Del mismo modo que un gato juega con un ratón, ella se mostraba progresivamente tranquila, sonriente y altanera, a medida que yo me exasperaba más y más. En realidad no le gustaban los gatos ni ningún otro animal. Cuando aún no llevábamos casados un mes, durante nuestra primera luna de miel, me impuso la elección entre mi perro y su persona. ¡Qué tonto fui! ¡Qué maravillosa ocasión desperdicié! ¡Mi única excusa es que entonces aún estaba locamente enamorado… no de ella, puesto que intuía ya su verdadera naturaleza, sino del papel que representaba!

La primera vez que mi pesadilla volvió, después de la guerra, Edna se levantó, cogió el edredón y pasó el resto de la noche en el diván del cuarto de estar. Al día siguiente, cuando regresé de la oficina, había sustituido nuestra amplia cama de matrimonio por dos lechos gemelos. Supongo que habría podido obtener el divorcio por eso, pero a costa de hablar con un montón de gente, explicándoles mi sueño y —lo que aún era peor— el procedimiento que Edna empleaba para librarme de él. Cada vez que, perdido bajo las mantas, comenzaba a aullar y a debatirme para salir de ellas, mi mujer extraía un enorme látigo de debajo de su almohada y, sin molestarse siquiera en ponerse de pie, desde su cama, me azotaba con todas sus fuerzas hasta que dejaba de gritar.

El principio del fin llegó el día en que Edna instaló las nuevas cortinas en la habitación del fondo. Le gustaba mucho tomar impulso y saltar sobre el escabel como un gato, de un solo brinco, sin que sus dedos ni sus pies parecieran tocar los escalones. Pero como no era un verdadero gato —ni siquiera un gato reencarnado—, aquella vez resbaló y cayó pesadamente sobre una cómoda. Vejada, se levantó inmediatamente, pero como parecía tener algunas dificultades para respirar, yo, feliz de poderle probar por fin que no tenía la agilidad ni la ligereza de un gato, me apresuré a telefonear al médico más cercano. Así conocimos a Barnley, joven doctor recién salido de los hospitales y lleno de entusiasmo, que se dejó embaucar muy de prisa por las «gaterías» de mi mujer, por sus ojos inundados de luz, por su sonrisa triangular, por su forma de sentarse sobre la alfombra del salón y después, a medida que su salud mejoraba, por la silenciosa suavidad de sus movimientos. A partir de aquel momento, al hacer Edna su número para otro, yo pasé repentinamente a encontrarme en la situación del maquinista que ve entre bastidores todos los trucos y puntos débiles del oficio, tal como su encantadora manera de extender ambas manos, de plano, sobre las rodillas, o de aplastar, con un golpe hacia atrás de la cabeza, los rizos rebeldes, o de pasarse los dedos por encima de la oreja, acariciando el pelo con un movimiento circular que recordaba exactamente al de los gatos. Edna jamás comía, lisa y llanamente, un bizcocho. Lo deglutía poco a poco entre deliciosos mohines y, cuando tomaba el té, daba la impresión de acribillarlo con diminutos y sucesivos golpes de su lengua rosada y puntiaguda. Naturalmente, no teníamos la costumbre de registrar con el magnetófono nuestras peleas y escenas, en el curso de las cuales sus palabras eran siempre ásperas, venenosas, llenas de sobreentendidos y de amenazas veladas y sus argumentos falsos e injustos. Pero en aquella ocasión mi mujer perseguía una finalidad concreta y tenía que representar su papel. A mí ya no era capaz de engañarme. El doctor Barnley poseía una casa muy bonita, en medio de un inmenso jardín, y vivía allí, en compañía de su madre, vieja e impedida. Tenía también dos soberbios perros, pero estoy seguro de que, llegado el momento, los habría sacrificado gustosamente a la felicidad de Edna. Ésta se guardó muy bien de mencionar sus alteraciones cardíacas o sus afecciones de hígado. Quería aparecer ante sus ojos como un perfecto ejemplo de salud y vitalidad, animada siempre por su irresistible belleza felina y su acogedora sonrisa. Para atraerle a nuestra casa, no encontró excusa mejor que la de interesarle por mí.

Incluso tuvo la desfachatez de mencionar mi pesadilla. Barnley, a pesar de todo, debía ser un hombre íntegro, porque —a despecho de cuanto ella le dijo con la intención de hacerme entrar en un sanatorio— afirmó repetidas veces que no me encontraba ningún síntoma grave. Por otra parte, yo me sentía bien y relativamente feliz, mucho más feliz que en el curso de los últimos años, porque al fin había descubierto mi odio por Edna. En ella lo odiaba todo, hasta la más escondida de sus entrañas. Y había encontrado, para entretener mis viajes en metro hacia la oficina o de regreso a casa, un estribillo que se adaptaba perfectamente al traqueteo de las ruedas sobre los raíles y que tarareaba incesantemente por lo bajo: «¡De-tes-to-tus-tri-pas-de-ga-to! ¡De-tes-to-tus-tri-pas-de-ga-to! ¡De-tes-to-tus-tripas-de-ga-to!».

¡Pero esta caída! ¡Esta espantosa caída en la nada! ¿Por qué jamás consigo despertarme antes de su descorazonador final y por qué, una vez despierto, sólo puedo aullar como una fiera hasta que consigo sacar la cabeza de debajo de las sábanas?

¿Dónde estaba? En el proceso, sin duda.

Durante él, desde luego, no mencioné al doctor Barnley, aunque si Edna y yo, cada uno por su lado, nos decidimos a considerar definitivamente fracasada nuestra unión, fue por su culpa (gracias a él, debería decir). La idea del magnetófono se le ocurrió a la propia Edna o, tal vez, a Barnley. Yo había pensado en una solución muy distinta, seguramente porque experimentaba una vaga simpatía y una decidida compasión hacia el doctor Barnley. El azar quiso que nuestros proyectos coincidieran en el tiempo.

Edna debió preparar la farsa en el transcurso de la tarde y supongo que puso en marcha el magnetófono aprovechando cualquiera de nuestras interminables peleas, probablemente cuando se dio una vuelta por la habitación para apagar todas las luces, excepto la de la chimenea, ante la cual se levantó con un movimiento brusco, aunque no por ello menos ligero.

—Digas lo que digas, James Faller, siempre tendré paciencia contigo.

Edna había adquirido la costumbre de llamarme por el nombre y el apellido durante los primeros tiempos de nuestra vida en común, cuando todavía se mostraba orgullosa de mí, al menos delante de los demás.

Poco a poco, sin embargo, esta inicial expresión de afecto fue convirtiéndose en muestra de desdén, y sirvió por añadidura, en el caso del magnetófono, para que los jueces no pudieran albergar la menor duda sobre la identidad de su interlocutor. «Digas lo que digas», eran las primeras palabras registradas, pero lo que los miembros del jurado no pudieron escuchar fue precisamente lo que yo quería decir y lo que ya había dicho.

Naturalmente, hubiera podido repetirlo, pero se trataba de algo tan desprovisto de importancia que aún no he conseguido acordarme.

—Sí, paciente como un gato —respondí yo agriamente. Y me bastó observar el movimiento de cabeza de los miembros del jurado para comprender que Edna se había anotado el primer tanto.

—¿Es cierto que me detestas. James?

—Hasta la náusea, Edna.

—¿Y harías cuanto estuviera en tu mano para librarte de mí?

—Desde luego, querida.

—¡No! No te vayas. Es preciso que terminemos de una vez para siempre.

—Sólo voy a buscar el té.

Ante el tribunal, hubiera debido explicar que yo tenía la inveterada costumbre de hacer té todas las noches, antes de irnos a la cama. También hubiera podido añadir que la bonita escena de «terminar de una vez para siempre» era casi cotidiana, pero al fin y al cabo se trataba de aclaraciones sin importancia. Edna no detuvo el magnetófono a pesar de mi ausencia, porque en la grabación, durante tres o cuatro minutos, sólo se oye el vago ruido del carbón en el fuego y, por fin, el de la puerta, al volver yo con la bandeja del té.

—¿Y esa mujer, esa… Florence? ¿Continúas decidido, James?

—¿Qué quieres decir?

—Lo sabes demasiado bien. Te pasas el día diciéndome que vas a abandonarme para irte a vivir con ella. Estoy harta y te prevengo que no puedo seguir así indefinidamente.

Por supuesto, el tribunal había querido saber quién era Florence. Y también la policía, que removió cielo y tierra sin dar con ella. Yo, a lo largo de todo el juicio oral, me negué a declarar sobre este asunto. Aunque les hubiera dicho la verdad —que Florence no existía ni había existido nunca, que era un personaje imaginario inventado por mí para fomentar la relación, cada vez más patente, entre Edna y el doctor Barnley—, nadie me habría creído.

—Me casaré con ella y así, en lugar de una gata, tendré por fin una auténtica mujer.

—¿Vas a pedir el divorcio para casarte con esa… esa persona? ¿Es eso?

—No, Edna.

—¿Entonces cómo diablos va a convertirse en tu mujer?

—Calla y bebe el té.

Después, mucho más tarde, descubrí el micrófono bajo el cojín en el que Edna había hecho la gata delante del fuego. Así se explica la cristalina limpieza del ruido de la taza sobre el plato.

—¡Puah! ¿Has puesto azúcar?

—Perdona. Se me ha olvidado. Ten, sírvete tú misma.

—James, ¿por qué no has contestado a mi pregunta?

—Cierra un poco la boca y bébete el té, Edna. Estás embriagadora.

—Es el té más repugnante que jamás he bebido. ¿Cómo lo has hecho?

—Dulce gatita: dame tu taza. Gracias. En cuanto a la mía, mira… ¡Al fuego!

El crepitar de mi té, arrojado a la chimenea, se oía con gran nitidez por el altavoz del magnetófono.

—¡Jim!… Me das miedo.

—¿De verdad? Tanto mejor. Ahora ya puedo contestar a tu pregunta, gatita.

—¿A mi pregunta sobre… sobre tu amante?

—De repente te has vuelto muy educada. Por lo general empleas otros calificativos. Sí, se trata de Florence. Dentro de un mes o dos, estaremos casados.

—¿Crees que podrás obtener el divorcio tan rápidamente?

—Nadie se divorcia de una gata muerta, Edna.

—¡Estás loco! ¿Por qué no te vas, simplemente, a vivir con tu… Florence?

—Imposible, gatita. Eso estaría muy mal visto después de tu entierro.

—¿De mi entierro?

—Sí. Además, Florence y yo, casados como Dios manda, podremos vivir aquí. Florence adora los perros. Al contrario que tú. Veamos… Un gato tiene siete vidas ¿no? ¡Es igual! He puesto una dosis suficiente para matar a cincuenta personas, es decir, a más de siete gatos.

—James Faller, compórtate seriamente, por favor. ¿De qué estás hablando?

—De un veneno, Edna. De un antiguo y eficaz veneno. Sí, lo sé, empiezas a sentirlo, te quema dentro del estómago, en tus entrañas, en tus tripas de gato. Sí, querida… Ya conoces la razón de que no me haya bebido esa tacita de té bien amargo y de que, en cuanto tu corta agonía haya terminado, piense fregar las tazas y la tetera con especial detenimiento.

—Jim… ¡NO!

El grito de Edna era perfecto. Las dos veces causó el mismo efecto en los miembros del jurado. Sus rostros se endurecieron como la piedra, y adquirieron, consecuentemente, el terroso tinte de la piedra.

—Sí, Edna… Un veneno magnífico, que no deja la menor huella, pero que mata con rapidez… Un poco cruel, acaso, pero yo sé que los gatos soportan el dolor físico mucho mejor que el resto de los animales. Tú, por lo tanto, sufrirás menos que si fueras un ser humano. ¿No crees, Edna?

El grito que brotó de su garganta, nuestra corta lucha, cómo la arrojé sobre el diván, mientras intentaba alcanzar la mesa y el teléfono… Todo era perfectamente audible, igual que si lo hubiéramos montado para una emisión de radio. Hasta sus últimas palabras, cuando se dejó caer al suelo, sin duda para quedar más cerca del micrófono, fueron recogidas por el aparato con increíble claridad.

—¡James Faller… mi marido… me ha… me ha envenenado! —gimió.

Su largo y quejumbroso grito, que terminaba con un estertor, puso punto final a la escena. Antes de que el tribunal escuchara la grabación por segunda vez, yo sabía ya que mi única esperanza, mi única posibilidad de sobrevivir, estaba en acordarme de la prueba de mi inocencia… Porque soy inocente.

El doctor Barnley habría podido acusarme. En lugar de ello, evitó toda alusión a mi persona y no mencionó el hecho de que Edna le hubiera consultado sobre mi salud. Cuando le llamaron a la barra de los testigos, se limitó a declarar que aquella noche fue avisado por mí a una hora bastante avanzada y que cuando llegó a casa, unos minutos más tarde, encontró a Edna tirada, y muerta, delante de la chimenea. Describió bastante bien su mueca de terror y explicó cómo, puesto en guardia, descubrió inmediatamente el magnetófono, lo encontró, en efecto, muy de prisa, tanto que aún no he conseguido apartar de mí la certidumbre de que él y Edna lo habían combinado todo juntos, con la intención de justificar un divorcio, aunque no, desde luego, con la de registrar hasta los más mínimos detalles de la muerte de la mujer-gato. AI fin y al cabo, se les debía haber ocurrido que yo también era capaz de tomar alguna iniciativa.

Naturalmente, los miembros del jurado me encontraron culpable, y nada les puedo echar en cara. Ellos carecían de motivos para sospechar que yo no había envenenado a Edna. Sí, es cierto que soy el autor de su muerte, pero de una manera legal. Y ahora siento que voy a despertarme, enredado entre las mantas. Es terrible, porque en cuanto me despierto, ya no consigo acordarme de nada…

Tal vez si cierro los ojos con fuerza y tengo cuidado de no moverme en la cama, consiga prolongar unos segundos la caída, antes de despertarme gritando. Un poco más… un poco más… Desgraciadamente, siento que mi corazón late cada vez más de prisa y eso es un signo inequívoco de que muy pronto volveré a la realidad.

¡Mi corazón… el corazón de Edna! Soy yo, no puedo negarlo, quien lo ha paralizado, pero tirándome un farol… y ella picó el anzuelo. Se creyó todo lo relativo al misterioso veneno. Basta una cucharada de mostaza en una taza de té para que éste adquiera un sabor detestable. Pero Edna se creyó, a pie juntillas, envenenada y en peligro de muerte. Otra andaría por ahí tan fresca… Ella, no; ella tenía una imaginación demasiado poderosa… Su corazón, por otra parte, le ayudó bastante, porque era cardíaca. ¿Cómo podría probarlo? Citando al especialista de Harley Street. ¡Ya está! ¡Por fin he conseguido acordarme!

Dentro de un instante haré llamar al director de la prisión. Acude siempre que un condenado a muerte le reclama. Una nueva autopsia probará terminantemente que no he inventado nada, que mi mujer murió a consecuencia de una crisis cardíaca. Lo sé… Lo sé… La han despedazado hasta convertirla en trozos no mayores que mi dedo meñique, pero nadie ha pensado en su corazón. Los forenses se han limitado a husmear en sus vísceras, en sus sucias tripas de gato, y no han encontrado la menor huella de veneno. ¡Naturalmente! ¡Y cuánto se han esforzado en hacerme confesar el nombre del producto utilizado! Incluso han llegado a sugerirme nombres de venenos. Ninguno, sin duda, me habría creído si les hubiera explicado que mi famosa pócima era un poco de mostaza y un mucho de persuasión. ¡Ahora, sin embargo, desenterrarán a Edna —no les queda otro remedio— y descubrirán que sólo el miedo, el miedo azul de la muerte, provocó la parálisis o el estallido de su corazón!… Parálisis, estallido no lo sé a ciencia cierta… en fin, lo que le pase a un corazón cuando su poseedor fallezca de miedo. ¡Y después seré libre! ¡No se puede ahorcar a un hombre porque su mujer, repentinamente, haya decidido morirse de miedo!

Por fin lo he encontrado. Ahora puede terminar el sueño. Voy a fijarme bien y a no dejar de repetir la palabra «mostaza». Sería espantoso que dentro de un instante, al despertarme, lo haya olvidado todo y sea, una vez más, incapaz de demostrar mi inocencia. Estoy seguro de que los forenses descubrirán que Edna tenía un corazón ridículamente pequeño, un corazón de gata, casi negro y muy duro, como suele ser el de estos animales.

¡Oh, el agobiador fin de esta caída…! Decididamente, no conseguiré acostumbrarme jamás…

Al otro lado de la calle, un centenar de personas esperaban en silencio. Veinte de ellas, arrodilladas sobre la húmeda acera, empezaron a rezar un Padrenuestro. En ese momento se abrió la pequeña puerta lateral y un funcionario de prisiones salió por ella, con la cabeza descubierta, para clavar en la pared la habitual nota mecanografiada, donde se anuncia que James Faller acababa de ser ahorcado y que el médico de la prisión, el doctor Barnley, había certificado su muerte a las nueve y doce minutos.