Con las manos bien hundidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza echada hacia atrás, el señor Darbon se balanceaba un poco sobre la punta de los pies y hablaba animadamente. A pesar de ello, y no sin cierta tristeza, se dio cuenta de que la encantadora y sonriente señora Gassade, a despecho de todos sus esfuerzos, continuaba mirándole desde arriba, mientras paladeaba su café. ¡Si por lo menos se sentara! ¡Le sería entonces tan fácil utilizar su personalidad e incluso imponérsela! El señor Darbon se imaginaba inclinado sobre ella, rozándole el hombro con la punta del dedo y sonriendo, también él; la señora Gassade, para mirarle, tendría que levantar sus ojos azules… Aquellos ojos, ligeramente desorbitados, que a veces llegaban a resultar demasiado bellos y que siempre traían a la memoria del señor Darbon un conocido retrato de la Pompadour… Hasta cierto punto solamente, porque Hèléne Gassade no tenía las delicadas y mórbidas redondeces de la marquesa.
—Y créalo o no —prosiguió con su estudiada sonrisa de sorpresa (que ponía de manifiesto la cegadora blancura de sus dientes, una blancura que resaltaba siempre de forma inesperada sobre el negro sedoso de su perilla)—, créalo o no, la primera jirafa que vino a París, subió en triunfo los Campos Elíseos, precedida por la banda de la Guardia Imperial y acompañada por un escuadrón de caballería ligera. De esta forma atravesó el Bosque de Bolonia y siguió hasta el castillo de Saint-Cloud, donde el Emperador y la corte la recibieron con los honores habitualmente reservados a los embajadores.
—¡No! ¡Es increíble! ¿Has oído, Marcel? —exclamó la señora Gassade.
—Sí —dijo Marcel apartándose de su balcón, desde el que se dominaba el Bosque de Vincennes—. Y se me ocurre una buena idea: llevemos a nuestros amigos al zoo. La señora Darbon acaba de decir que nunca lo ha visto.
Marcel Gassade era aún más alto que su mujer, pero en él, evidentemente, la cosa tenía mucha menos importancia. De un profesor de gimnasia, todo el mundo espera que sea alto y ancho de hombros. Y también que reciba a sus amigos en pantalón deportivo y camisa de cuello abierto, a pesar de ser domingo por la tarde. El señor Darbon no conseguía imaginarse vestido así, porque estaba acostumbrado a llevar cuello duro y corbata desde las siete de la mañana en días laborables y desde las ocho en festivos. Lo exiguo de su estatura resultaba deplorable desde muchos puntos de vista, aunque no era completamente incompatible con su profesión. El señor Darbon podía recitar una asombrosa lista de hombres bajos y célebres, como Napoleón, que apenas se preocupaba, y como Luis XIV, que se preocupaba mucho y llevaba tacones altos y una desmesurada peluca. Entre el Rey Sol y el profesor Louis Darbon existía además cierto parecido: los dos tenían el mismo nombre de pila, los dos se habían enamorado siempre de mujeres muy altas, los dos detestaban verse obligados a permanecer de pie ante ellas y los dos eran de la misma talla. Louis Darbon, más discreto, no llevaba peluca, pero jamás permitía que el peluquero le pusiera fijador. Y aunque no había adoptado la costumbre de los tacones altos, se compraba siempre zapatos de suela muy gruesa, con lo que su marcha adquiría una curiosa elasticidad. Por esta razón sus alumnos le conocían con el sobrenombre de «Tapón de Champagne». En el liceo «Luis el Grande» también se le llamaba «Luis el pequeño».
Al señor Darbon no le entusiasmaba la idea de dar un paseo por el zoo. Detestaba el sombrero en forma de chimenea que llevaba su mujer, porque la hacía parecer aún más alta de lo que era. Cuanto más meditaba sobre ello, menos comprendía que se hubiera casado con una mujer tan desgarbada. La señora Gassade era, seguramente, igual de voluminosa, o casi igual, pero estaba llena de encanto y sabía escuchar con un hechizador interés.
«Tal vez sea una persona fácil de hipnotizar», pensó el señor Darbon mientras se ponía cuidadosamente, calibrando al milímetro la inclinación, su panamá blanco de alta copa, que todos los veranos llevaba desde el 1.° de junio hasta el 15 de septiembre. Unos meses antes había comprado una Historia de París de ocasión, en ocho tomos, el séptimo de los cuales narraba la vida de los más célebres magos e hipnotizadores: Nicolás Flamel, Ruggieri, Cagliostro, el conde de Saint-Germain, etcétera… A partir de ese momento, Louis Darbon no consiguió apartar de su mente la extraña potencia que puede conferir el hipnotismo. Compró otras obras sobre el tema y por la noche, en la soledad de su desacho, llevó a cabo cierto número de experiencias, legando a la conclusión de que no bastaba la voluntad para convertirse en un buen hipnotizador. La mirada, su mayor o menor grado de imperiosidad y determinación, era el factor principal. El señor Darbon, contrayendo las cejas, adquiría un aspecto realmente impresionante y, tras ejercitarse un poco ante el espejo, descubrió que podía mantenerse así durante mucho tiempo, sin necesidad de pestañear. Una mañana intentó ejercer sus poderes sobre la señora Darbon, pero nadie puede imponerse por este procedimiento a la voluntad de una mujer con la que se lleva veinte años viviendo. El sujeto de su experiencia se limitó a preguntar al cabo de un instante: «¿Te duelen las muelas?», y el señor Darbon comprendió que era preferible empezar con un sujeto fácil, con una persona sencilla y emotiva. Reflexionó largamente sobre el particular y continuó sus ensayos ante el espejo, llegando a la conclusión de que, por lo menos al principio, para no asustar al sujeto, sería aconsejable esbozar una sonrisa no muy marcada, pero dulce, que corrigiera la turbadora seriedad de su mirada.
Una vez en la calle, el señor Darbon le ofreció ceremoniosamente el brazo a la señora Gassade. Aunque caminaba erguido hasta la exageración, el hombro de Hèléne sobrepasaba en varios centímetros al suyo. Era una lástima, porque se trataba de una mujer realmente atractiva, en muchos aspectos, e incluso bella… Y que además sabía escuchar muy bien. No como su mujer, que se había parado al borde de la acera y ayudaba al señor Gassade a encender la pipa, haciéndole pantalla con las manos.
—¿Cree usted en el hipnotismo? —preguntó el señor Darbon, levantando el sombrero e inclinándose discretamente al paso de una dama que había saludado a la señora Gassade con una sonrisa.
—No. ¿Por qué?
—En la vida existen afinidades extrañas, e incluso misteriosas, y usted parece ser una persona refinada y sensible, una buena médium, en una palabra —terminó el señor Darbon en voz baja, esperando que su compañera le preguntara entonces si él sabía hipnotizar. Por eso se sintió sorprendido al oír que la señora Gassade le decía:
—¿Y qué utilidad tiene hipnotizar a una persona?
—¡Hombre!… Actualmente la medicina se sirve de ella… y en las enfermedades mentales…
—Ya comprendo… Es para hacer creer a la gente que está curada de alguna cosa… ¿Y se curan de verdad?
—En cierto modo, sí… Se les hace comprender lo que no pueden ver o lo que, por cualquier motivo, se niegan a aceptar.
—¿Los psiquiatras también lo utilizan?
—Sí… O al menos, eso creo —dijo el señor Darbon con una ligera sonrisa.
Y empezó a soñar que la esposa de su colega se encontraba bajo su poder. Él la obligaría a enfrentarse consigo misma y le demostraría que estaba hecha para vivir junto a un intelectual refinado y suave, aunque lleno de firmeza, y no junto a un bípedo carnoso, junto a un torpe manojo de músculos, que manifestaba una acusada tendencia a dormirse delante de cualquiera en cuanto la conversación cobraba algún interés.
Murmurando unas palabras de excusa, el señor Darbon se adelantó a sacar cuatro billetes. Su mujer, que continuaba al lado del señor Gassade, se acercó y le dingió una mirada muy expresiva. Una mirada que, tras veinte años de experiencia matrimonial, el señor Darbon interpretó sin ninguna dificultad: ella quería hablarle en privado. ¿Tal vez estaba disgustada por su manera de ofrecerle el brazo a la señora Gassade? Pero mientras le tendía el billete, ella se apoyó en su hombro para quitarse una china incrustada en la suela de su zapato y le dijo al oído:
—No vayas a proponer consumiciones ahí dentro. Ya has pagado más de la cuenta.
Fastidiado, aunque más tranquilo, el señor Darbon la miró pasar el torniquete y la pescó dirigiendo una descomunal sonrisa al señor Gassade, que en aquel momento encendía otra vez su pipa. La sonrisa de la señora Darbon se trocó en mueca un instante después, cuando un camello cargado de niños pasó por su lado, rozándola. «Si por lo menos se le ocurriera devorar su sombrero», pensó el señor Darbon.
—¡Cuidado! —gritó un guardia.
Pero el aviso llegó tarde, porque el camello, sin detenerse, había vuelto la cabeza y había atrapado con sus largos dientes, amarillentos y húmedos de baba, el sombrero de la señora Darbon.
—¿No podía usted estar al tanto? ¿Por qué no le ponen un bozal? —gritó el señor Gassade dando un vigoroso puñetazo en el hocico del animal para obligarle a soltar su presa.
La señora Darbon, un poco asustada, contempló con aire melancólico los restos de su sombrero:
—No se preocupe. Era muy viejo y en realidad nunca me había gustado —dijo sonriendo sin ganas.
Después tiró lo que quedaba de él a una papelera y miró disimuladamente a su marido. Pero éste no sonreía e incluso parecía desolado, como pudo comprobar la señora Darbon no sin cierto placer.
Confundía, sin embargo, la desolación con la preocupación. Porque el señor Darbon, efectivamente, estaba preocupado, y se preguntaba si era posible una coincidencia tan asombrosa o si…
Cuando llegaron ante los leones, ya no le cabía la menor duda: las fieras, por alguna razón misteriosa, le obedecían. Le bastaba con pensar cualquier cosa, incluso sin necesidad de poner su voluntad en juego, y el animal al que en aquel momento estuviera mirando, fuera del género que fuera, ejecutaba inmediatamente su pensamiento. Así, sin el menor esfuerzo, hizo que una foca dejara de nadar y de sumergirse, empujándola hasta el borde de cemento que rodeaba el estanque y obligándola a ladrar «casi como un perro». Unos metros más allá, despertó con la fuerza de su mirada a un aturdido hipopótamo y le ordenó que, siquiera por una vez, se levantara y sostuviera su pesado cuerpo sobre sus cortas y carnosas patas. Obedeciendo a sus deseos, el animal pataleó en el agua y dio un enorme bostezo, como generalmente se ve en los documentales de la fauna africana. El señor Darbon descubrió unos instantes más tarde, sin poder evitar un estremecimiento de satisfacción, que tenía el mismo poder sobre las aves. Al llegar a la pajarera, un guacamayo azul, oro y púrpura, empezó a dar chillidos y a batir las alas. Después abandonó de un salto su percha. De no habérselo impedido la cadena unida a su pata, se habría colocado en el hombro de Gassade —el señor Darbon estaba seguro de ello— y le habría quitado la pipa de la boca.
Lleno de asombro, el señor Darbon se disponía a mencionar sus recién adquiridos poderes, cuando se le pasó por la cabeza la idea de que, al fin y al cabo, todos aquellos animales se habían limitado a realizar gestos que les eran familiares y que, por extraño que pareciera, todo podía reducirse a una serie de coincidencias. ¿Estaba, por ejemplo, seguro de no hallarse en presencia de un simple fenómeno de transmisión del pensamiento? ¿No se habrían limitado los animales a sugerirle lo que iban a hacer? Necesitaba una prueba más convincente, que no dejara lugar a dudas y la mejor manera de obtenerla era obligar a una de aquellas fieras a hacer algo inhabitual e incluso contrario a su instinto. Y unos instantes más tarde, mientras contemplaba a un grizzly de América, erguido sobre sus patas traseras y mendigando como sólo un oso puede hacerlo, se le ocurrió algo que constituiría una demostración irrefutable. Puesto que los osos siempre mendigaban de pie, haría que éste lo hiciera cabeza abajo.
«Pero es mucho pedir», se dijo, dando media vuelta para alcanzar a su mujer y a sus amigos, que seguían ya su paseo.
—¡Mamá, mira! —gritó una niña.
Las personas paradas ante el estanque de los osos se echaron a reír. El señor Darbon, reprimiendo a duras penas un ligero temblor, volvió corriendo y se asomó al foso. ¡El oso pardo realizaba desesperados esfuerzos para hacer el pino!
El zoo de Vincennes, cuya concepción es notable por muchos motivos, apenas tiene jaulas ni barrotes. Profundas fosas separan al público de los anímale salvajes, que de esta forma viven al aire libre y en un marco que les recuerda el de su país de origen. Los leones pueden retozar a su antojo entre rocas y árboles, y en el recinto contiguo, separados de ellos por un muro vertical y del público por un ancho y profundo foso, se encuentran los tigres. En aquella ocasión, dos soberbios ejemplares, de gigantesco tamaño, se pavoneaban al sol.
—¿Nunca intentan saltar la fosa? —preguntó la señora Darbon.
—No podrían dar un salto así y lo saben —dijo el señor Gassade—. Son animales inteligentes, que calculan bien el tiempo y las distancias.
—¡Inteligentes! —refunfuñó Louis Darbon para sus adentros, regodeándose con la idea que acababa de ocurrírsele. «¡Una sola prueba más!», murmuró luego en voz baja, mirando a uno de los tigres acostados a menos de quince metros. «Venga, ponte de pie», pensó. Y al ver que el animal se alzaba lentamente, con sus dos ojos amarillentos clavados en él, ordenó: «Ahora, retrocede, toma impulso y salta».
El señor Darbon se sintió algo decepcionado, porque el animal, a juzgar por las apariencias, no se disponía a obedecerle. Se limitó a avanzar lentamente hasta el borde del foso, sin apartar la mirada del diminuto profesor. Después se aclaró la garganta con un profundo gruñido, dio media vuelta y regresó paso a paso al roquedal donde su compañero se desperezaba. Sólo entonces se volvió, haciendo bruscos remolinos con la cola, y corrió en dirección al foso sin forzar la marcha al principio, pero aumentando progresivamente la velocidad.
—¡Dios mío! —gritó Marcel Gassade.
Con un potente impulso, el tigre saltó a bastante altura y cayó en el interior del foso, gruñendo. Le habían faltado por lo menos tres metros para alcanzar el parapeto. Una mujer lanzó un grito de terror.
—¿Decía usted que los tigres saben medir las distancias? —dijo el señor Darbon sin apartar los ojos del fondo de la sima, donde el tigre, como un gato gigante, se elevó de un salto hasta la mitad del muro de cemento y consiguió, con ayuda de las garras, trepar dos metros, para después caer rugiendo. El profesor de historia, por si acaso, se echó hacia atrás prudentemente.
—Me gustaría saber por qué ha hecho eso —dije Hèléne en un tono que no era interrogador.
Y en aquel momento tenía las uñas clavadas en el brazo del señor Darbon.
—Ha sido culpa mía y le pido perdón por haberla asustado —dijo éste, estirándose cuanto pudo y sonriendo, pero sin dejar de observar atentamente la expresión de la señora Gassade.
Y al ver que su interlocutora no decía nada, limitándose a mirarle con sorpresa, añadió, mientras le daba golpecitos cariñosos en la mano:
—Ejerzo una especie de poder hipnótico sobre los animales.
—Louis, no digas tonterías —dijo la señora Darbon con risa estrangulada—. ¡Ni siquiera podrías hacer que un asno rebuznara!
En aquel momento Louis descubrió un carricoche para niños tirado por un burro.
—¿Qué decías, querida? —repuso con una sonrisa de superioridad, cuando los potentes rebuznos del animal les hicieron volverse.
—¡Es increíble! —exclamó Marcel Gassade, riendo a mandíbula batiente.
—Una simple coincidencia. El pobre animal ha debido reconocerte.
Pero su risa, esta vez, era un poco destemplada e histérica.
—No. Creo que su marido se halla de verdad en posesión de un extraño poder —intervino Hèléne Gassade, siempre colgada del brazo del profesor.
—Me gustaría creerlo —dijo el señor Gassade—. Pero entonces, ¿por qué no obliga a ese tigre a subir y a intentar el salto por segunda vez?
—Ya está trepando por esas rocas y de nada le serviría saltar. Podría estarlo haciendo durante toda su vida —dijo el señor Darbon con una sonrisa irónica.
—Sí, seguramente tiene usted razón —contestó Gassade, golpeando la pipa contra el tacón de su zapato—. Entonces, pruebe con otra cosa… Di tú con qué, Hèléne.
—Hágale mover la cola como un perro y rascarse la oreja —dijo Hèléne riendo tontamente.
—¿Cuál de las dos? —preguntó el profesor, recurriendo nuevamente a su sonrisa de sorpresa.
—Las dos, una después de otra —replicó el señor Gassade.
El profesor dio un paso hacia delante con los brazos cruzados y miró al tigre, que avanzó hasta el borde del foso, se sacudió y se sentó lentamente sobre sus cuartos traseros. «Ahora», pensó el señor Darbon, intentando cruzar su mirada con la del tigre. Pero cuando finalmente lo consiguió, el animal, en lugar de mover la cola o de rascarse la oreja, se agazapó, bufó y rugió en dirección a él.
—Creo que la ha tomado con su perilla —dijo el señor Gassade rascando una cerilla en la suela de su zapato.
El señor Darbon se puso rojo como una amapola.
¡Nunca su iletrado colega (que sólo era, a fin de cuentas, un asistente encargado de hacer jugar a los alumnos y en modo alguno un verdadero «profesor»), se había permitido tales familiaridades con él ni con ningún otro catedrático del liceo «Luis el Grande»! ¿Por quién le tornaba? Haciendo caso omiso de la risa estúpida y cacareante de su mujer, Darbon apretó los dientes y se concentró. ¡Iba a enseñarles!
—Ráscate —musitó con los labios apretados, intentando fulminar a la fiera con la más cruel de sus miradas.
Pero el tigre, que continuaba agazapado, agitó la cola y volvió a rugir.
—¡Miren, mueve la cola! —dijo Hèléne Gassade con excitación.
Louis Darbon, sin embargo, sabía que aquel movimiento de cola no guardaba relación alguna con su mandato. «¡Ráscate!», pensó de nuevo.
—Tengo la impresión de que, si pudiera alcanzarle, se lo tragaría de un solo bocado —dijo el señor Gassade expulsando una bocanada de humo con un gesto de satisfacción.
—Podría alcanzarme, si supiera cómo llegar hasta aquí —contestó el profesor con un nuevo gesto de superioridad.
—Lo ha intentado, ¿no?
—Sí, pero esos ensayos demuestran su total falta de inteligencia. Si tuviera una mínima porción de ella, habría encontrado hace tiempo el procedimiento para saltar esa fosa.
—Louis, estás haciendo el ridículo. Todo el mundo te mira —dijo la señora Darbon.
—¿Pero de verdad conoce usted un sistema que le permitiría salir de ahí? —insistió el señor Gassade.
—Sí. Si ese tigre corriera a lo largo del foso y saltara sobre el extremo del muro con un ángulo de noventa grados, podría utilizar éste como trampolín, para decirlo de alguna forma, y aterrizaría fácilmente entre nosotros. No me cabe la menor duda…
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando comprendió lo que pasaba… El tigre podía leer sus pensamientos. «Vámonos», murmuró con la cara lívida al ver que el animal se levantaba, medía el foso con la mirada y clavaba después los ojos en el muro.
—Vamos —repitió el señor Darbon.
Y ante la sorpresa de sus amigos, echó a correr. Pero sabía que era ya demasiado tarde.
El tigre, al otro lado de la barrera, empezó a trotar en dirección opuesta, aumentando poco a poco la velocidad. Los asistentes, divertidos, lo contemplaban. Todos, sin embargo, se sorprendieron cuando el animal saltó, muy alto y derecho, sobre el muro de cemento perpendicular al foso. Un instante después, el tigre, con las cuatro patas por delante, tocó la pared y envió, en un impulso formidable, su masa rugiente de furor hacia el parapeto, que sobrepasó con amplio margen. Alguien gritó y todo el mundo echó a correr. El señor Darbon hizo frente a la fiera por última vez, con la energía de la desesperación. Tuvo el tiempo justo para mirarle a los ojos amarillos y desorbitados, antes de que una acerada pata le desgarrara el brazo, desde el hombro hasta el codo, y lo lanzara de cabeza hacia el carricoche cargado de niños, que gritaban de espanto.
Se oyeron varios silbidos y dos guardias, armados de fusiles, llegaron corriendo. Pero un agente de policía se les había adelantado. Un agente que, desenfundado su revólver, corrió hacia el tigre y le metió una bala en la cabeza, precisamente cuando se disponía a saltar, otra vez al foso, con el cuerpo del señor Darbon en la boca. Éste, por desgracia, había dejado de existir.