—¡Señorita Aline, son las seis menos cuarto!

—¿Cómo?… ¡Ah, sí! Gracias, doctor. ¿Todo va bien?

El doctor Pierre Martinaud colgó el auricular, bostezó discretamente, se desperezó, se rascó la espesa y azulada barba, escudriñó su paquete de «Gauloises» y extrajo de él un último y ajado cigarrillo. En el lado opuesto de la habitación, una vaga luminosidad, filtrándose alrededor de las persianas, anunciaba la llegada del día. Los cuadrantes de la mesa de control emitían un resplandor verdoso. Todas las agujas blancas señalaban hacia la palabra «normal» y bastaba que una de ellas se alterara dos grados, para que su cuadrante pasara del verde al amarillo. Martinaud, sin embargo, las comprobó una vez más: pulso, temperatura del cuerpo, tensión, presión manual, reacciones visuales, presión del pie izquierdo y del pie derecho… Todo, efectivamente, iba bien.

Había otros muchos cuadrantes, casi tantos como en el cockpit de un correo a reacción, pero era el ingeniero-jefe, sentado junto a él, quien los tenía a su cargo. Si uno solo de aquellos cuadrantes indicara más de diez, bastaría con apretar el botón correspondiente, que pondría en marcha una máquina o que haría funcionar otro instrumento. El joven médico se habría sentido mucho mejor si también él, como el ingeniero, hubiera tenido la posibilidad de corregir los eventuales desfallecimientos de los órganos de Yvon con la simple presión de un dedo.

Dos días antes se había sobresaltado al ver, a través de los cristales de doble pared del cockpit experimental, que Yvon tenía los ojos semicerrados. Xavier Massel había respondido inmediatamente a su llamada.

—¡Profesor!… ¡Yvon Darnier se está durmiendo!

—¿Qué le hace pensar eso, doctor?

—Sus ojos… Se cierran progresivamente, profesor.

—Deme el pulso.

—Setenta y uno.

—La respiración…

—Dieciséis.

—La presión manual…

—Normal… Un quilo trescientos gramos.

—No está más dormido de lo que pueda estarlo usted, doctor… Y espero que no sea mucho… Darnier se limita a parpadear. Buenas noches.

Martinaud pensó que era un imbécil. ¡Hubiera debido saberlo! Un hombre cuya circulación sanguínea marcha a una velocidad sesenta veces menor que la normal, parece a punto de dormirse cuando parpadea.

Dentro de dos horas, Yvon Darnier recuperaría la normalidad, tras dos días y medio pasados en el cockpit experimental. O, lo que era lo mismo, sesenta horas, que para él sólo habrían durado sesenta minutos.

Aline Barenne, pimpante y fresca en su uniforme azul y blanco, entró en la sala de control.

—El pobre debe de estar muy fatigado —dijo echando una ojeada por encima del hombro de Martinaud.

—A no ser que el profesor se haya equivocado en toda la línea, saldrá fresco como una rosa, después de estos tres días de test, que para él sólo habrán sido sesenta minutos…

—Entonces… ¿Yvon es ahora dos días más joven? —preguntó la enfermera mientras abría un armario de metal, lleno de instrumentos quirúrgicos.

—No… En realidad, no —dijo el ingeniero—. Nosotros tenemos tres días más e Yvon una hora más que cuando empezó el experimento.

—¿Y qué he dicho yo? —preguntó Aline alzándose ligeramente de hombros, sin abandonar la preparación de una jeringa hipodérmica, que después colocó sobre una bandeja—. ¿Qué sucedería si el profesor lo tuviera encerrado mucho tiempo?

—Entonces nosotros envejeceríamos y él seguiría siendo joven —dijo Martinaud con una risita, alargando la mano para coger uno de los cigarrillos del ingeniero.

—No puedo creerlo —dijo Aline—. ¿Qué hora es?

Rompió una ampolla.

—Las seis menos cuarto.

—Hay que esperar a la llegada del profesor.

—Dijo que estaría aquí a esa hora, pero ya lo conoce… Todo su trabajo se refiere al tiempo, la única cosa que jamás tiene en cuenta… —dijo Martinaud volviendo a sentarse ante sus cuadrantes—. Prepárelo todo. Yvon tiene que recibir su inyección a las seis en punto.

—¿Para qué sirve esta inyección? ¿Lo sabe usted? —preguntó Aline mientras llenaba la jeringa.

—Para poner en marcha el proceso de aceleración que lo devolverá a la normalidad. ¿Dispuesta? Puede usted entrar; la presión atmosférica es igual allí que aquí.

El ingeniero se levantó para hacer girar la gran rueda que cerraba herméticamente la puerta ovalada, en el otro extremo de la cabina experimental.

—Gracias —dijo Aline pasando suavemente por la abertura, con la bandeja del instrumental posada en la mano.

Yvon estaba sentado, sin hacer un solo gesto y sin apartar los ojos del gráfico situado frente a él. Su mano derecha apretaba la empuñadura de goma de la palanca de mando, pero su brazo izquierdo estaba colocado, con la mano vuelta hacia arriba, sobre un reclinatorio especial. Sobre el gráfico, en letras rojas, Aline leyó: «Minuto 57: tienda el brazo izquierdo para una inyección. No se inquiete si no siente el pinchazo o si tiene una visión turbia del doctor». Y debajo, en letras negras: «Minuto 58. Aún dos minutos. Estírese y afloje la tensión para preparar su regreso, pero mantenga cerca de la mano el bloc y la estilográfica por si fuera preciso tomar alguna nota».

El altavoz gruñó y Aline escuchó la voz de Martinaud:

—Venga, póngale la inyección. El jefe viene ahora. Acabo de telefonear a su casa.

Aline se inclinó sobre el brazo de Yvon, lo remangó y no pudo evitar un estremecimiento al percibir la frialdad de su piel. Con aparente tranquilidad profesional, frotó el lugar elegido para la inyección con un algodón empapado en alcohol y hundió hábilmente la aguja. Después subió el émbolo, para asegurarse de que todo estaba en orden y, tras ver la gota de sangre que coloreó el interior de la jeringa, hundió ésta un poco más e inyectó el líquido.

Acababa de abandonar la cabina, y el ingeniero cerraba la puerta a sus espaldas, cuando Martinaud levantó los ojos y dio un grito. Yvon había abierto la boca y su rostro se congestionaba por momentos. Media docena de cuadrantes se llenaron al mismo tiempo de un resplandor amarillento y sus agujas se agitaron en todos los sentidos.

—Regule los mandos para ritmo normal; creo que vuelve en sí —dijo el ingeniero contemplando la escena por encima del hombro del doctor.

Martinaud pulsó unos cuantos botones y los cuadrantes recuperaron, uno a uno, la luz verde. Todos, menos dos, sobre los cuales se inclinó el doctor.

—Temperatura del cuerpo, 50°56 centígrados, y pulso, 140 —exclamó levantando los ojos hacia Yvon, que se retorcía sobre su silla, con un poco de espuma en las comisuras de la boca—. ¡Pronto! ¡Una camilla! ¡Abra todo y sáquele de ahí! —ordenó secamente. Después conectó el altavoz de la cabina y dijo con voz suave, acercando mucho la boca al micrófono—: ¡Yvon! ¿Me oye? ¡Intente no moverse!

Finalmente se precipitó hacia la puerta y ayudó al ingeniero a abrirla.

—¡De prisa, por los clavos de Cristo! ¡Está a punto de morir! —dijo con ira mal contenida.

—¡De prisa! —repitió Aline en un susurro, al ver la nube de vapor que parecía salir del cuerpo de Yvon.

Los cuadrantes del tablero de control empezaron a indicar «Peligro» y Aline dio un grito cuando Yvon, un instante más tarde, se agitó como esos soufflés de queso que se deshinchan progresivamente.

Martinaud y el ingeniero consiguieron abrir la puerta y se apartaron vacilantes al recibir la bocanada de aire a alta temperatura que salió por ella. Aline perdió el equilibrio y fue proyectada contra una camilla sujeta a la pared. Todos los cristales de la habitación temblaron.

—¿Dónde está usted, Yvon? —gritó el ingeniero, entrando en la cabina experimental. Y después, dirigiéndose a Aline que en aquel momento se levantaba de la camilla con lentitud, añadió—: ¿Lo ha visto pasar?

—No… no le he visto.

—Ha tenido que salir por esa puerta —dijo Martinaud.

Cogió el teléfono y apretó un botón rojo en el centro del tablero de control. Inmediatamente se encendieron luces por todas partes y el ruido penetrante de las sirenas resonó en el interior y exterior del edificio. Las puertas blindadas, que separaban el laboratorio de investigaciones de la central nuclear, se cerraron lentamente, mientras los vigilantes armados, los bomberos y las unidades encargadas de la descontaminación se ponían en estado de alarma. Martinaud, al cabo de un instante, apretó el botón situado bajo la inscripción de «Aviso colectivo». Su voz se oyó en todos los corredores, laboratorios, salas, vestuarios y despachos particulares: «¡Llamada al subteniente Yvon Darnier para que regrese inmediatamente al laboratorio de investigaciones!. Toda persona que lo encuentre, debe conducirlo hasta aquí de grado o por fuerza. Se halla todavía bajo los efectos de una experiencia difícil y peligrosa. Acaba de abandonar el laboratorio y no puede haber ido muy lejos. Las patrullas comenzarán ahora mismo la búsqueda y vigilarán las salidas. Gracias».

El profesor Massel, que ya venía molesto por su retraso, encontró cerrada la verja de la entrada principal y se vio obligado a salir del coche y a telefonear a Martinaud para que le dejaran pasar. Cuando llegó al laboratorio y vio que el general Calovat, comandante en jefe y director general de la estación, recorría a grandes zancadas la sala de control, adivinó que algo grave había sucedido.

—¿También los animales acostumbran a huir después de sus experiencias, profesor? —dijo el general al verle.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Massel dirigiéndose hacia el sitio donde Martinaud, sin preocuparse de la presencia del general, hurgaba en sus papeles.

—Yvon Darnier ha desaparecido después de la inyección de las seis.

—A partir de este momento —dijo el general viniendo hacia ellos— me hago cargo del mando aquí… Ustedes deben…

—Y usted debe dejarme tranquilo para que pueda terminar mi experimento, si es que tiene algún interés en volver a ver a Yvon Darnier —contestó el profesor sin perder la calma. Se había vuelto hacia el general y se secaba cuidadosamente las gafas.

—No antes de que usted me diga dónde está Darnier. Los hombres no son cobayas, profesor. Son…

—¡Cobayas humanos, cobayas voluntarios! Ahora salga y déjeme trabajar. En caso contrario, soy yo el que va a salir —dijo el diminuto profesor volviendo a ponerse las gafas.

—¡Está usted prevenido, Massel! Suya es la responsabilidad de lo que ocurra…

—Haga escribir a máquina eso si le parece, y se lo firmaré con mucho gusto. Entretanto, soy yo quien manda aquí y quiero ser obedecido, mi general. Salga, por favor.

Paso a paso, el general se dirigió hacia la puerta. Massel la cerró suavemente detrás de él y empezó nuevamente a secar las gafas.

—Y ahora, doctor, explíqueme lo que ha pasado.

—La… señorita Barenne acababa de ponerle al subteniente su… su primera…

—¿Funcionaban normalmente todos los aparatos registradores? ¿Las películas, los cilindros…?

—Sí. Los resultados de las diferentes tomas de temperatura, pulso y reacciones generales se encuentran sobre mi mesa. En cuanto a las películas, naturalmente, será necesario revelarlas.

—Bien. Perdone que le haya interrumpido y continúe, por favor.

—Poco después, las reacciones de Darnier se hicieron héticas. Al comprobar que volvía en sí más de prisa de lo previsto, puse todos los aparatos a funcionamiento «normal». Pero esta situación no se mantuvo más de diez segundos. En seguida, los aparatos registraron una subida vertiginosa de la temperatura y un pulso desbocado. A través de la compuerta vi que Darnier empezaba a ahogarse y abrí la espita del oxígeno. Luego, mientras intentábamos abrir la puerta, Yvon se fue congestionando, pareció hincharse y… de repente todo se llenó de… de bruma.

—¿De bruma?

—Sí. Es difícil de explicar. Yvon, entonces, se desdibujó… como una proyección mal enfocada. Cómo abandonó la cabina, es algo que no le puedo decir. Cuando conseguimos abrir la puerta, por ella salió un golpe de viento, un verdadero torbellino, pero ni el ingeniero ni yo vimos pasar a Yvon.

—¿Tampoco le vieron levantarse de su silla? —preguntó el profesor, mientras anotaba algunos datos de los aparatos registradores con un trozo de lápiz rojo que había sacado del bolsillo de su chaleco.

—No.

—Gracias, doctor. ¿Y usted, señorita? ¿Tampoco se dio cuenta de nada?

—No, profesor. La versión del doctor Martinaud coincide con la mía.

—A pesar de eso, me gustaría oír la suya también. ¿Cómo estaba el subteniente cuando entró usted en la cabina para ponerle la inyección?

—No… no lo sé… ¡Oh, Yvon! ¿Qué me ha hecho usted darle para que huyera de esa forma? —dijo la muchacha estallando en sollozos.

—¡Señorita Barenne, por favor! —dijo secamente el doctor Martinaud.

—No, no… déjela —intervino el profesor, dando suaves palmadas en el hombro de la enfermera—. ¡Ánimo! Intente decirnos lo que sepa… ¿Cuando usted entró, por ejemplo, le tendió Yvon el brazo o no?

—Sí.

—¿Estaba duro o blando? ¿Frío o caliente?

—Frío, muy frío, pero duro… no, me parece que no. Le puse la inyección sin dificultad.

—¿No notó usted nada? ¿No hizo Yvon ningún gesto ni se movió durante la inyección o inmediatamente después?

—No. Era como si el brazo perteneciera a una persona anestesiada.

—Doctor Martinaud, por favor. ¿Qué temperatura señalaba el aparato registrador cuando le pusieron la inyección?

—En el minuto 58, espere… Aquí está. 37'1° a velocidad lenta y temperatura real. Es decir, 1'2° a velocidad normal.

—Perfecto. Su cuerpo debía hallarse justo por encima del punto de congelación.

Martinaud descolgó el teléfono, que había empezado a sonar.

—Sí, de acuerdo. Tráiganlos.

—¿A quiénes? —preguntó Aline.

—Los vigilantes están seguros de que nadie ha franqueado la puerta principal y han pensado en utilizar dos perros policía —explicó Martinaud encendiendo un nuevo cigarrillo.

Al poco rato, una furgoneta frenó en el exterior del edificio y un hombre, que sujetaba a dos enormes perros, saltó a tierra y entró en el laboratorio. Martinaud le condujo hasta la cabina experimental. Hicieron oler a los sabuesos la silla donde Darnier había pasado los dos últimos días. Los animales pegaron la nariz al suelo y empezaron a trazar círculos cada vez más grandes, desde la cabina hasta la sala de control. Uno de ellos se puso a husmear en la puerta. El otro alzó la cabeza y dio un penetrante aullido.

—No lo comprendo —dijo el vigilante—. Es la primera vez que se portan así.

—¿No lo haría mejor el perro del subteniente? —sugirió Aline.

—¿Tenía un perro? ¿De qué raza? —preguntó el profesor muy de prisa.

Cocker. El subteniente me pidió que lo guardara y que me ocupara de él durante la experiencia. Está arriba, en mi habitación.

—Es una idea excelente. ¿Quiere ir a buscarlo, señorita?

Cuando la enfermera reapareció con el perro de Darnier sujeto por la correa, el profesor Massel, en mangas de camisa, preparaba una inyección.

—¡No!… Profesor, ¿no irá usted a…? Es el perro de Yvon y no puede… —dijo Aline con voz conmovida. Al hablar, intentaba mantener quieto al pequeño cocker de ojos oscuros, que saltaba continuamente en torno a ella. Tenía las patas cortas y la piel negra y sedosa.

—Sé muy bien lo que piensa y lo que siente, señorita, pero, créame, tengo razones muy poderosas para hacer esto —dijo el profesor—. Entre todos los perros del mundo, no existe ninguno tan apropiado como éste para la experiencia que me propongo realizar.

—Lo siento, profesor. El subteniente Darnier me confió su perro y no permitiré…

—Hija mía, la vida del subteniente Darnier puede hallarse en peligro y, si queremos ayudarle, necesitamos saber, antes de nada, lo que le ha pasado… Por otra parte, hay nueve posibilidades sobre diez de que al perro no le ocurra nada malo… Pero mi mano tiembla y las venas de estos animales son bastante difíciles de encontrar.

—Tal vez yo lo consiga —dijo el doctor Martinaud. Cogió al perro en brazos y lo colocó sobre una larga mesa esmaltada. El animal hizo desesperados esfuerzos para saltar a tierra, hasta que Aline le puso la mano en el cuello.

—No te enfades, Jyp… Es para que encuentres a tu… ¿Pero no cree usted, profesor, que Jyp podría…?

—¡Por favor, señorita! Estamos perdiendo un tiempo mucho más precioso de lo que se imagina —dijo.

Cortó con cuidado un mechón de pelo en la pata del perro.

—Con eso basta, gracias —dijo Martinaud, tanteando con la punta del dedo para encontrar la vena. Después le pidió a Aline que sujetara al perro, le estiró a éste la pata y clavó la aguja en ella. Jyp jadeó un poco, pero no se movió mientras Martinaud inyectaba el líquido preparado por el profesor.

Permanecieron alrededor del perro, que se sentó sobre sus cuartos traseros y se rascó detrás de una de sus largas orejas. Después se levantó y se sacudió vigorosamente. Por fin empezó a ladrar. Aline, obedeciendo a una seña del profesor, soltó entonces al animal.

—¡Jyp no ladra como antes! ¡Parece un fox-terrier! ¡Oh, Jyp! ¡Mírenle!

—Lo único que hace es dar vueltas detrás de su cola —dijo el ingeniero.

—¡No! ¡Miren! ¡Cuidado! —gritó Martinaud. Jyp parecía girar cada vez más de prisa…

—¡Jyp! —gritó Aline.

Pero el perro se había convertido en una masa confusa, que pareció saltar bruscamente de la mesa y desaparecer. En el lugar que había ocupado hasta entonces, surgió una delgada columna de humo azul, como si proviniera de un cigarrillo, que empezó a ascender lentamente.

—¡Dios mío! Igual que pasó con Yvon —dijo Martinaud.

—Y el mismo olor a quemado —añadió el ingeniero, mientras Aline se sentaba sollozando.

Martinaud fue hasta la puerta y regresó sin prisa. Estaba seguro de que el perro no había tenido tiempo de abandonar la habitación antes… antes de algo que también le había sucedido al subteniente Yvon Darnier.

El profesor, al ver que Aline se levantaba de su silla, se disponía a rogarle que siguiera en la habitación, cuando a sus espaldas se oyó una ensordecedora detonación y la muchacha cayó de bruces. Casi al mismo tiempo, alguien arrojó un revólver sobre la mesa esmaltada que el perro acababa de abandonar.

Martinaud, reprimiendo un juramento, se precipitó a recoger a la enfermera, que estaba intentando levantarse.

—¿No está herida, Aline? ¿Qué significa esto, profesor? —gritó mientras palpaba los miembros de la muchacha para asegurarse de que ninguna bala los había alcanzado.

—No soy yo el autor de ese disparo, sino su objeto… —dijo Xavier Massel secándose las gafas.

—Profesor, yo no puedo afirmar que le haya visto disparar, pero no había nadie más cerca de usted —hizo notar el ingeniero en tono seco.

—¡Señores! Conserven la sangre fría, por favor. No me he vuelto loco y en mi vida he tenido un revólver en las manos. Estoy seguro, por otra parte, de que ninguno de ustedes se encontraba lo suficientemente cerca de mí para disparar. La enfermera, menos aún. ¿No comprenden que sólo existe una explicación posible?

—¿Qué explicación? ¿Acaso se trataba de un juego de manos para divertirnos? —dijo Martinaud.

Después recogió la automática y extrajo delicadamente algo que sobresalía del cañón. Era un rollo de papel con los bordes carbonizados. Martinaud lo examinó un instante y después levantó los ojos.

—No creo que haya aquí nadie capaz de gastar una broma de este género, pero les doy mi palabra de que si, efectivamente, se trata de una broma, su autor lo va a pagar caro —dijo con una voz extrañamente tranquila, mientras le tendía el papel al profesor, que lo leyó lentamente.

—¿Está usted seguro de que este mensaje se encontraba en el cañón del revólver? —preguntó doblándolo cuidadosamente y metiéndoselo en el bolsillo.

—¿No me ha visto usted sacarlo? —replicó Martinaud.

—¿Y no podía estar ahí en el momento de disparar?

—Evidentemente, no. Por otra parte, estoy seguro de que tampoco estaba cuando el revólver cayó sobre la mesa.

—¿Reconoce usted la letra del subteniente Darnier?

—Sí, aunque no comprendo nada.

—Creo que yo puedo darle una explicación, doctor. Este papel fue metido en el cañón del revólver después del disparo, inmediatamente después… Puesto que ninguno de nosotros lo metió, algún otro tuvo que hacerlo.

—¿Pero quién? Es ridículo —gruñó el ingeniero.

—¿Quiere aclarárnoslo, profesor?… ¡Es una locura!

—Tal vez, o por lo menos lo parece —dijo Xavier Massel secándose nuevamente las gafas—. En cualquier caso, tenemos muy poco tiempo para actuar.

—¿Qué podemos hacer?

—¿Se han vuelto locos los dos o soy yo el loco? —preguntó el ingeniero—. ¿Se dan cuenta de lo que dicen?

—Sí. Hablamos de la desaparición del subteniente Darnier y de las posibilidades que tenemos de salvarlo. Ahora, si no les molesta, mantengan la calma y déjenme reflexionar.

Varios minutos transcurrieron con desesperante lentitud. El profesor, que se secaba las gafas cada cierto tiempo, los consumió recorriendo una y otra vez la habitación bajo la mirada ansiosa de Martinaud. Aline estaba sentada y no había vuelto a moverse desde que el ingeniero, encogiéndose de hombros, se había inhibido del asunto.

—Sólo queda una esperanza —dijo por fin Massel, sin interrumpir sus idas y venidas.

Se detuvo ante Aline, que le miró con ojos espantados, y le preguntó:

—¿Cree usted que el subteniente Darnier sería capaz de ponerse a sí mismo una inyección intravenosa?

—No lo sé. Me sorprendería bastante… ¿Por qué lo dice?

—Existe una posibilidad muy débil de recuperarlo vivo, pero como no podemos llegar a él, sería necesario que se pusiera él mismo la inyección.

—Creo que no le entiendo, profesor —dijo Martinaud con un gesto de cansancio.

—¿No? Pero es igual. Eso ahora carece de importancia. Señorita Barenne, ¿quiere preparar tres jeringas y poner en cada una de ellas tres centímetros cúbicos de la fórmula H./C?

—Es la fórmula de hibernación consciente con la Que usted ha…

—¿Por qué no termina la frase, doctor? Con la que yo he matado a Darnier. Ya discutiremos eso más arde. Pero no tema. No la voy a utilizar sobre ninguna otra persona. De prisa, señorita. Temo… Sé que cada segundo cuenta —dijo el profesor, sentándose ante la mesa de Martinaud.

Sacó una vieja estilográfica del bolsillo de la chaqueta, le quitó el capuchón y empezó a escribir. No le llevó mucho tiempo. Cuando Aline avanzó hacia él con una bandeja metálica, sobre la cual podían verse tres jeringas llenas de un líquido amarillento, ya había terminado.

—Traiga aquí la camilla, señorita, y póngala cerca de la mesa —dijo cogiendo la bandeja con las manos.

—¿Qué va a hacer usted? ¿Otro disparo? —preguntó el ingeniero.

Massel le indicó, con un gesto, que se apartara a un rincón, y se puso a esperar, reloj en mano.

—¿Qué es lo que ha escrito? ¿Una fórmula mágica?

—Tenga un poco de paciencia —dijo Massel—. Darnier regresará a nosotros, más o menos, del mismo modo que se fue… O, en caso contrario, sabremos con toda seguridad que no se puede hacer nada por él.

—Creo que ya hemos esperado bastante —le interrumpió Martinaud.

—Le pido cinco minutos más. Cinco insignificantes minutos. Si no me equivoco, eso equivale a un mes para Darnier. Tal vez haya ido a alguna parte, pero si no está aquí en el plazo de un mes, es que algo le ha sucedido. En ese caso encontraremos su cuerpo…

Martinaud y Aline cambiaron una mirada y se volvieron hacia el ingeniero, que inclinó lentamente la cabeza y se tocó la sien con el dedo.

—¡Miren! —gritó Aline.

—¿El qué? ¿Está usted…?

—¡Miren! ¡Sólo queda una jeringa… y en estos momentos desaparece!

La camilla, colocada al lado de la mesa, crujió. Todos permanecieron inmóviles, con los ojos clavados en una masa amorfa que apareció sobre ella y empezó a agitarse. Cada vez parecía ocupar un espacio mayor y adquirir una forma más definida.

—¡Dios mío! —dijo Aline con voz entrecortada, señalando hacia la camilla.

Sobre ella acababa de aparecer el cuerpo semidesnudo y maltrecho de un hombre, que intentaba sentarse.

—Parece cosa de brujería —dijo Martinaud—. ¿Quién es…?

—¡Silencio! —interrumpió el profesor en voz baja. Después dio un paso hacia delante y continuó—: Enfermera: llame a una ambulancia y avise a la enfermería de que les enviamos a un hombre con quemaduras graves. ¡De prisa, no pierda un segundo!

—¡Jyp! ¿Dónde está Jyp? —preguntó el hombre de la camilla.

Aline, al reconocer la voz de Yvon, echó a correr.

—Más tarde nos ocuparemos de eso, amigo mío —repuso el profesor Massel—. Antes tenemos que cuidarnos de usted. ¿Le duele mucho?

—No. ¿Dónde… donde está Aline? ¡Buenos días, Martinaud! He… he escrito… un informe completo… Está sobre la mesa…, en la cabina experimental —dijo gimiendo y cayendo nuevamente desvanecido.

Cuando el profesor y el doctor Martinaud volvieron de la enfermería, encontraron al ingeniero absorto en la lectura del informe de Yvon Darnier. Sin hacerle ninguna pregunta, se sentaron a su lado y se pusieron a leer.

* * *

Aunque sólo sea para demostrar que mi memoria está intacta, voy a empezar por el principio. Tengo la impresión de que todo esto ha sucedido hace años. Se trataba de una experiencia de «hibernación consciente», como diría el profesor Massel. Su droga fue empleada varias veces con éxito sobre distintos animales y parecía desprovista de contraindicaciones. Digo «parecía» porque los animales, aunque eran «disminuidos» alrededor de sesenta veces y daban la impresión de ser relativamente conscientes, no podían comunicarnos sus sensaciones; por lo demás, como estaba previsto, sus reflejos condicionados «disminuían» en la misma proporción. ¿Por qué me ofrecí voluntario para la primera experiencia a realizar sobre un sujeto humano? Simplemente porque yo era uno de los cinco primeros pilotos franceses que seguían un curso de entrenamiento con miras a un viaje a Marte; un viaje que debía durar muchos días y durante los cuales nos veríamos obligados a vivir con poco aire, poco espacio y poco alimento. Un estado de «hibernación consciente», o algo similar, parecía la mejor solución al problema.

Una primera prueba, muy corta, de una hora de duración —que para mí supuso un solo minuto o, todo lo más, dos—, constituyó un éxito rotundo. Y cuando el profesor Massel anunció que la experiencia siguiente duraría sesenta horas —es decir, una para el sujeto—, volví a ofrecerme voluntario.

En la cabina se habían instalado los mandos ordinarios de un avión. Para comprobar mis reacciones y reflejos, me dieron un mapa y una ruta que debía seguir en P.S.V.[2].

Cuando el doctor Martinaud terminó de aplicar instrumentos de control a diversas partes de mi cuerpo, me puse el traje de vuelo y entré en la cabina, seguido por el profesor Massel y por Aline.

No se inquiete si no ve demasiado bien a Martinaud a través del cristal de la escotilla. Piense que él vivirá sesenta horas mientras usted vive una.

El doctor es una persona tan lenta, que seguramente lo veré —contesté yo riendo, mientras Aline bajaba la cremallera de mi manga y me preparaba el brazo para la inyección.

—¿Todo dispuesto? Entonces buena suerte, subteniente. No se olvide del bloc que tiene sobre las rodillas ni de la pluma estilográfica, y procure anotar todas sus reacciones, ideas, sentimientos, etc

Cuente conmigo, profesor. Haré cuanto esté en mi mano.

Aline apretó el tubo de caucho alrededor de mi brazo, hundió en mi vena la brillante aguja de una jeringa, la empujó, aflojó después el tubo y, a un signo del profesor, inyectó lentamente un líquido de color ambarino.

Buena suerte, Yvon. Estaré allí todo el tiempo… —murmuró Aline.

No haga tonterías. La cosa, para usted, va a durar sesenta horas. Si no me promete que descansará todo lo necesario, anularé la experiencia.

Demasiado tarde —dijo Aline con una sonrisa, enrojeciendo al ver que el profesor Massel daba un paso hacia atrás con la intención de escuchar mis palabras.

Un segundo más tarde, el vértigo me obligó a cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos, Aline ya no estaba allí y sólo tuve, a través de la ventana de la cabina, una confusa visión de Martinaud. Le hice una mueca y una señal con la mano, y a continuación cogí los mandos y comencé a seguir mi itinerario de ciego. Rápidamente, la normalidad volvió a mí. La borrosa imagen que me llegaba de la gente a través de la escotilla, era, desde luego, molesta, pero ya estaba prevenido contra ella. Tardé menos de una hora en «robar» cincuenta y cuatro minutos, según el cronómetro de la cabina. La ruta que debía seguir era fácil y creo, a la luz de mis escasos conocimientos, que reaccioné normalmente a los incidentes del vuelo provocados desde fuera. Una o dos veces pregunté si todo se desarrollaba conforme a lo previsto, pero no recibí respuesta alguna. Pensando que no me oían por alguna razón técnica, cogí el bloc y anoté el incidente. Debieron enterarse de mi pregunta por la cámara de televisión instalada sobre mi cabeza, porque cuando arranqué la hoja para apoyarla contra el cristal, descubrí una nota pegada al otro lado, que decía:

«¡Comprendido! Le quedan veintiocho horas, es decir, veintiocho minutos. Buena suerte».

Siguiendo las instrucciones del gráfico colocado junto a los mandos, al cumplirse los 57 minutos y 30 segundos de vuelo, me desabroché la manga izquierda y extendí el brazo para recibir la inyección que debía devolverme al tiempo terrestre. Al cabo de unos instantes, percibí una violenta corriente de aire, pero no pude ver a Aline ni sentí él pinchazo. Tuve, sin embargo, clara conciencia de la jeringa y de las manos de Aline. Después de la inyección, el vértigo se apoderó nuevamente de mí y, durante un segundo, me tendí, oprimido con la extraña sensación de que me estaban catapultando. Noté perfectamente la aceleración de la sangre y un desagradable hormiguillo en la nariz, que me obligó a apretar las mandíbulas para no perder el sentido. Oía ruidos sordos en el interior de la cabeza y desde alguna parte llegó hasta mí una especie de cacareo agudo… parecido a una lección de chino registrada en una cinta magnetofónica y reproducida al revés. Esta comparación me hizo reír débilmente.

Por fin di un largo suspiro, eché una ojeada alrededor y me sentí nuevamente bien. A través de la ventana, pude ver al doctor Martinaud. En su mirada brillaba una extraña fijeza. Debía estar borracho de cansancio. Le hice una seña, que no me devolvió, y cuando hablé sobre el teléfono interior, tampoco recibí respuesta. Entonces me acordé de que el sistema de comunicación estaba estropeado. Hice un gesto de burla con el dedo pulgar sobre la nariz, me levanté y en ese momento invadió la cabina una ola de calor. Me hubiera creído en pleno verano. «¡Vaya! También el sistema de aire acondicionado tiene avería», me dije mientras intentaba alcanzar la puerta. Me costó bastante trabajo abrirla, pero finalmente, apoyando los pies en la pared, lo conseguí. Al franquearla, me di de bruces contra una capa de aire caliente, tan caliente que la nariz, la garganta y los pulmones empezaron a dolerme. Convencido de que aquel aumento de temperatura se debía a un accidente, tal vez a un incendio, miré alrededor de mí. Las lámparas emitían destellos rojos, pero todo estaba silencioso, incluso demasiado silencioso… ¡Entonces los vi!

Aún tardé algún tiempo en comprender que todos habían fallecido al mismo tiempo, en pleno trabajo, sorprendidos en sus pensamientos y actitudes más familiares. Tal vez había estallado una nueva bomba atómica, una bomba de potencia gigantesca, cuyo calor aún era perceptible. Sí, la explosión de una bomba, evidentemente, podía explicar la elevada temperatura, el insólito espesor del aire y el inmenso trabajo que me costaba respirar. La cabina experimental me había protegido de aquel rayo paralizante, pero mi muerte, de todos modos, no podía tardar. Antes, sin embargo, me propuse encontrar a Aline. No tuve que ir muy lejos. Estaba de pie en la puerta de la enfermería, con la boca entreabierta. Al parecer, la petrificación la había pillado hablando. No cabía la menor duda. Mi hipótesis era acertada. Alguien había hecho estallar una nueva bomba, que mataba en una fracción de segundo, tal vez en una milésima. Me pregunté cuál sería su radio de destrucción y cuánto tiempo transcurriría antes de la llegada de las tropas invasoras, de algún superviviente o de los grupos de descontaminación. Por mi parte, debía continuar vivo el mayor tiempo posible y anotar todos los datos que consiguiera recoger.

Lo más aconsejable era no tocar nada, pero no podía dejar a Aline en aquella posición. Parecía una estatua y cuando un instante más tarde la cogí en brazos para transportarla hasta la camilla más próxima, me dio la impresión de estar completamente acartonada. Su expresión y su boca entreabierta le daban un aspecto extraño, pero tan vivo, al mismo tiempo, que le tomé el pulso y le desgarré la blusa para aplicar el oído a su pecho. Sin embargo, no quedaba la menor esperanza: el corazón había dejado de funcionar.

Le quité de las manos una toalla, que sujetaba fuertemente, y la anudé alrededor de mi cara. Gracias a eso pude respirar con más facilidad. A las otras personas no les toqué. En seguida me di cuenta de que los objetos quemaban, pero también de que tomando la precaución de manejarlos con lentitud, su calor resultaba tolerable. El pensamiento de que todo aquello podía deberse a un simple accidente del laboratorio y de que tal vez la vida continuara en el exterior, me llevó hasta la puerta. La abrí con alguna dificultad y durante un buen rato me quedé contemplando estúpidamente a uno de los vigilantes del Centro de Investigaciones, al que la muerte había sorprendido sobre su bicicleta, cuando se disponía a doblar la esquina de la avenida que conduce al laboratorio del profesor Massel. Pero mi asombro sobrepasó todos los límites cuando comprobé que estaba inclinado hacia la izquierda y que, a pesar de su inmovilidad, no se había caído. En aquel momento me puse a reír como un imbécil, acordándome de una historia de ciencia-ficción leída en mi infancia, en la cual un grupo de exploradores descubría un planeta tan frío, que todas las fuerzas, sin excluir la de la gravedad, estaban congeladas.

Me senté y me sequé el sudor de la frente. Me ardían la nariz y los ojos, y tenía la lengua estropajosa. ¿Por qué razón yo había salido ileso? ¿Se debía todo aquello a la explosión de un arma nueva, a un accidente imprevisible o a una calamidad universal? ¿Descubriría alguna vez lo que había pasado? La sed me devoraba y regresé al laboratorio. Busqué una taza y la puse debajo de un grifo, pero no sucedió nada. ¡Al parecer, tampoco había agua! Tal vez fuera mejor así… La idea de arrastrarme durante horas, días o incluso semanas, a través de aquel mundo muerto, me daba náuseas. ¿Existía alguna posibilidad científica de que el universo se hubiera detenido bruscamente? Pero, suponiendo que fuera así, ¿no habrían sido proyectados los seres vivos al espacio por una fuerza desconocida, en lugar de quedar petrificados para toda la eternidad? La primera hipótesis me parecía infinitamente más probable. En cualquier caso, el problema seguía en pie: si se había producido una calamidad de proporciones tan gigantescas, ¿cómo diablos me había librado yo solo de la destrucción? ¿O acaso existían otros compañeros de infortunio?

Dirigiendo una última mirada a la taza vacía, cerré el grifo y en ese momento vi el agua, que brillaba y parecía flotar en el aire. ¡El agua! ¡Salía poco a poco del grifo bajo forma sólida! La toqué con prudencia. ¡Estaba fresca, maravillosamente fresca! Encogiéndome de hombros ante la idea de que probablemente se trataba de una sustancia fuertemente radioactiva y peligrosa, me incliné y la emprendí a dentelladas con ella… ¡Con aquel agua que pendía del grifo como una varilla de cristal en trance de solidificación! Y al entrar en contacto con el calor de mi boca, se licuaba. Tras saciar de tan extraña forma mi sed, reflexioné sobre la conducta a seguir. Si existían otras personas en mi caso, no debía retrasar mi toma de contacto con ellas y, por lo demás, tampoco podía retrasar la redacción de un informe completo para provecho de esos mismos hipotéticos supervivientes o… de los invasores, alternativa que seguramente jamás llegaría a dilucidar. Salí afuera. El ciclista continuaba allí, milagrosamente inclinado sin caer al suelo. Poco a poco, porque el aire era tan espeso que me veía obligado a desplazarme como un buzo debajo del agua, me dirigí hacia la verja de la entrada principal. Estaba abierta de par en par y un coche se disponía a atravesarla. En el asiento de atrás reconocí al profesor Massel, sorprendido por la petrificación cuando, inclinado hacia delante, encendía un cigarrillo con el mechero. Avancé hacia el automóvil y abrí la portezuela con precaución. Estupefacto, comprobé que la llama del encendedor también estaba petrificada. Su inmovilidad me recordó la de las velas eléctricas de los árboles de Navidad… La toqué con la punta del dedo y no pude evitar un grito de dolor: ¡me había quemado! Algunos cuerpos, por lo tanto, conservaban sus propiedades. El agua, aunque solidificada, servía para apagar la sed, y el fuego continuaba quemando. Pero aun debía hacer un gran número de descubrimientos, antes de encontrarme cara a cara con la aterradora verdad

Rodeé los edificios para llegar a la estación de aparcamiento. Allí todo parecía intacto. Me instalé en mi pequeño Simca y di un suspiro de alivio al ver que las luces se encendían al dar al contacto. Pero cuando tiré de la puesta en marcha, no se produjo el menor ruido. Cubierto de sudor, me apeé y comencé a andar hacia la casa del portero, hasta que la imagen de una niña, petrificada cuando saltaba, me hizo pararme en seco. A juzgar por los pliegues de su falda, acababa de darse la vuelta para seguir corriendo. Entonces, levantando los ojos, descubrí su pelota, una pelota de colores, que flotaba en el aire a dos metros de su dueña y que, sin duda, acababa de rebotar contra la pared. La cogí y noté su peso, pero cuando la alcé, no percibí resistencia alguna. La impulsé suavemente hacia delante y vi con asombro que se detenía en el aire.

«¡Es imposible!», pensé mirando otra vez hacia la niña muerta… Sus ojos permanecían clavados en el lugar donde un momento antes se encontraba la pelota. Preguntándome si aquellas nuevas leyes de la naturaleza tendrían validez también para mí, me llevé febrilmente la mano al bolsillo, saqué un puñado de monedas y las tiré al aire. Se separaron y permanecieron así, suspendidas a la altura de mi cabeza. Furioso, las fui cogiendo una a una y descubrí que quemaban.

Entonces consulté mi reloj de pulsera, que me había distraído bastante durante aquella dichosa «hibernación consciente», a la cual, por lo menos momentáneamente, debía la vida. Mientras estuve dentro de la cabina, la aguja del segundero tardaba un segundo en dar la vuelta a su esfera y la del minutero, un minuto, en darla a la suya. En aquel momento, sin embargo, el reloj estaba parado a las seis y dos minutos. ¿Se habría producido la catástrofe a aquella hora? Tal vez por sólo dos minutos de diferencia —que equivalían a dos horas de tiempo real— yo no había sido petrificado como todos esos seres, antaño vivos, que ahora me rodeaban, y como, presumiblemente, el resto de la creación.

Vi una bicicleta apoyada contra la pared. Parecía en buen uso, pero cuando empecé a pedalear camino de París, me dio la impresión de estar oxidada. Pasé junto a una vaca petrificada y después junto a un coche al que, evidentemente, la catástrofe había pillado en plena marcha. Los gases de su tubo de escape estaban suspendidos en el aire como si fueran vilanos. Finalmente llegué a la carretera principal, sobre la cual había una docena larga de coches inmovilizados de la misma forma. Los cadáveres de sus ocupantes tenían posturas muy variadas, pero en ningún rostro se reflejaba sorpresa. Todos los indicios parecían demostrar que el desastre se había producido instantáneamente.

No hay mucha distancia desde el Centro de Investigaciones al Puente de Sévres y a la avenida que conduce a la Puerta de Saint-Cloud. Yo, yendo en bicicleta, hubiera cubierto normalmente esa distancia en diez o doce minutos, pero el aire era tan cálido y denso, que me veía obligado a avanzar con mucha lentitud… Incluso tuve que pedalear cuando descendía por la inclinada pendiente del Sena. Y, casi al final de la cuesta, uno de los neumáticos estalló y la bicicleta hizo algunos zigzags. A pesar de ello, pude echar pie a tierra sin el menor esfuerzo y casi «al ralentí», como suele suceder en los sueños. El neumático había desaparecido casi por completo; se había desvanecido en el aire, por efecto de una extraña ebullición.

En las proximidades del puente, descubrí un autobús lleno de obreros, al que la petrificación había sorprendido en el momento de separarse de la acera. La flecha móvil situada a la izquierda del conductor estaba levantada y, aunque inmóvil, la luz anaranjada de su interior continuaba encendida. Lo cual parecía indicar que por lo menos la electricidad se había salvado de la quema.

En un mundo donde todo, excepto la luz, estaba paralizado.

Crucé a pie el Puente de Sévres y pasé por delante de uno de los accesos de la Fábrica Renault. Tuve que abrirme paso a través de un camino donde centenares de obreros habían muerto cuando se dirigían a su trabajo. Imaginé, con un estremecimiento de horror, el apocalíptico espectáculo que ofrecería ese lugar al cabo de unos días, cuando todos aquellos cuerpos empezaran a pudrirse y millones, acaso miles de millones, de moscas empezaran a zumbar en torno a ellos. ¿Pero acaso se habían librado las moscas de la petrificación? Hasta el momento no había visto ninguna.

El Sena, estático, parecía una inmensa superficie de cristal esmerilado, y el humo que salía de las grandes fábricas daba la impresión de estar tallado en tiza. Con o sin moscas, el sol matinal que se alzaba sobre París, proyectando gigantescas sombras y dando a los muertos una apariencia aún más espantosa, no tardaría en provocar la putrefacción, a menos que… ¡a menos que también el sol se hubiera inmovilizado!

Descubrí otra bicicleta apoyada contra un árbol y me apoderé de ella, tras echar una mirada alrededor, como si fuera un ladrón. Después me alejé, siempre a través de aquel aire cálido y pastoso, en dirección a la Puerta de Saint-Cloud. Creía que, de haber supervivientes, sería más fácil dar con ellos en París que en el campo. Me costó bastante trabajo abrirme paso a través de la circulación paralizada, pero encontré un ligero consuelo: aunque no existía nadie para manejar las luces del tráfico, éstas seguían siendo rojas, verdes o anaranjadas. En alguna parte, por lo tanto, tenían que continuar girando las turbinas. Era preciso localizar el emplazamiento de las centrales eléctricas en la región parisina. Continué pedaleando laboriosamente y me sobresalté al ver escrita la palabra «Teléfono» en el saledizo de un café. El corazón me latía apresuradamente ante la simple idea de poder hablar con alguien. Salté de la bicicleta, rodeé delicadamente a un risueño anciano, petrificado al echar en el buzón una carta que no llegaría a ninguna parte, y penetre en el interior del café. Al lado del mostrador había una muchacha bastante guapa, fulminada cuando se disponía a mojar un croissant en una enorme taza de café, cuya sola visión me abrió el apetito… Naturalmente, estaría frío… A pesar de ello, diciéndome que su dueña jamás volvería a tener necesidad de él, me lleve la taza a los labios y la dejé instantáneamente sobre el mostrador con un juramento. ¡El café estaba aún hirviendo! El camarero, en el otro extremo del mostrador, acababa de servir un vaso de vino tinto. Me lo bebí o, más bien, lo mastiqué… Dentro de la boca, como había sucedido con el agua, se licuó y me dio la impresión de ser Beaujolais. Cogí un sandwich y fui hacia la cabina telefónica. Ya en su interior, descolgué el aparato y lo acerqué al oído. No percibí el característico zumbido. La línea estaba sin vida. Intenté marcar, a pesar de todo, el número 17, que era el de la Policía. No lo conseguí. Después de marcar el 1, el disco giratorio se quedó quieto, sin regresar a su posición normal.

Sin dejar de masticar el sandwich, regresé a la calle, sumergida en un silencio absoluto, y empecé a gritar en todas direcciones. Pero los gritos salían apagados de la garganta, como si me rodeara un universo de algodón. Me miré las manos e intenté dar palmadas. Inútilmente también. Hasta mis oídos sólo llegó una especie de explosión ahogada, algo así como un suspiro. Seguramente había aumentado la densidad de la atmósfera o cambiado la presión, y los sonidos ya no se propagaban según la misma longitud de onda. Cerca de mí había una llamada de incendios, una de esas cajas recias y pintadas de color rojo que tanto abundan en París. Rompí el cristal con el codo y aparté con el reverso del brazo los trozos de vidrio suspendidos en el aire.

—¿Oiga? ¿Hay alguien por ahí? —vociferé ante la abertura cuadrangular:

Dominando el pánico y las ganas de gritar, me esforcé en utilizar la cabeza. ¿Cuánto tiempo sería capaz de vivir en semejantes condiciones? No tenía la menor idea, pero suponía que la putrefacción de miles de cadáveres alrededor mío me llevaría antes o después al suicidio, si es que para entonces aún no había muerto. De todos modos, me sentía moralmente obligado a escribir un informe lo más minucioso posible de mi aventura. No me costaría mucho trabajo encontrar un escondite seguro, donde los sabios pudieran descubrirlo algún día. ¿Y qué debería incluir en ese informe? El hecho de que se había producido el fin del mundo, resultaba una verdad de Perogrullo. Finalmente, llegué a la conclusión de que sólo poseía dos datos de verdadero interés científico: la electricidad continuaba llegando a la ciudad (lo cual parecía indicar que las fuentes de energía seguían funcionando en alguna parte) y el sonido, aunque profundamente transformado, se propagaba aún a través de la atmósfera.

Recuperé la bicicleta y la solté con un nuevo juramentó. ¡El manillar estaba ardiendo y los neumáticos habían vuelto a reventar! Al otro lado de la calle había un comercio de bicicletas. Cogí una silla metálica en la terraza del café y me serví de ella para romper el cristal del escaparate, porque la tienda estaba cerrada. Después de apartar con cuidado las esquirlas de cristal que se habían quedado flotando en el aire, entré en el establecimiento y toqué una de las flamantes bicicletas. Estaba fría. Me encontraba, pues, ante un nuevo problema científico que debería resolver. ¿Era yo quien irradiaba calor o bastaba con tocar un objeto para que se calentara progresivamente? ¿Por qué aquel café, que lógicamente hubiera debido estar frío, me había abrasado los labios? Y si yo era la fuente de calor, ¿por qué el vino había conservado su temperatura normal? ¿Y todos aquellos millones de hombres petrificados? ¿Estaban fríos o calientes? Aline me había dado sensación de tibieza, pero eso no tenía nada de particular puesto que la misteriosa catástrofe se había producido sólo unos segundos antes de que yo abandonara la cabina experimental. Convencido de que no viviría el tiempo suficiente para estudiar y resolver ni siquiera una mínima parte de aquellos problemas, me limité a escoger una bicicleta de sólida apariencia y a salir de la tienda.

La inesperada presencia de un agente de policía, petrificado cuando mataba el tiempo intentando recorrer sin caerse el borde de la acera, me impresionó mucho. Finalmente, me acerqué a él y lo toqué. Su brazo, a través de la manga del uniforme, parecía conservar la temperatura normal de un hombre vivo. Después llevé la mano hasta su cara con idéntico resultado. Entre su piel y la mía no se apreciaban grandes diferencias. Sin embargo, el aire se espesaba por momentos y cada vez estaba más caliente. Pero tanto si este fenómeno se debía a su completa inmovilidad, como a un aumento de densidad, las variaciones de temperatura de ciertos objetos sólo se producían en circunstancias excepcionales. Me subí a mi nueva bicicleta y casi instantáneamente eché pie a tierra. Me acerqué otra vez al agente de policía y le saqué la pistola de la funda colgada en su cintura. Aquel arma ya no le era de ninguna utilidad. A mí, en cambio, podría servirme para poner fin a una situación que, con toda seguridad, Pronto se haría insostenible.

Al llegar a la Puerta de Saint-Cloud, me di cuenta de que la piel de mis zapatos estaba seca y arrugada y de que las perneras del pantalón se habían chamuscado. No me costaría mucho trabajo encontrar otro traje, pero la idea de verme obligado a hacer todos mis desplazamientos a pie me desmoralizó bastante. Abandoné la bicicleta junto a una acera y me adentré con precaución a través de una multitud sorprendida por la muerte cuando salía de una estación de metro, cuyas luces aún seguían encendidas. ¡El metro! ¡Sí, era una, idea genial! Puesto que me veía obligado a andar, ¿por qué no utilizar los túneles del metro, seguramente mucho más frescos que unas calles a las que el sol enviaría rayos cada vez más ardientes a medida que avanzara la mañana? Di media vuelta y rodeé los cadáveres. Quise saltar varios escalones de una vez y, durante un momento, creí que la petrificación me acababa de alcanzar y que había sonado mi última hora… ¡Me quedé suspendido en el aire y por más que pataleaba no conseguía volver a tocar tierra firme! Por fin se me ocurrió la idea de agarrarme a la balaustrada de hierro y de servirme de los brazos. Tras esta nueva experiencia, concluí que también la gravedad había sido modificada y que, sin la ayuda de aquella barandilla, me habría quedado allí, dando inútiles patadas al aire, hasta morir de hambre y de sed.

Tuve que realizar un enorme esfuerzo para llegar al nivel de los andenes, porque durante el descenso experimenté las mismas dificultades que si estuviera buceando. Había mucha gente petrificada sobre una escalera automática, y como el «portillón» estaba cerrado, no me quedó otro remedio que pasar por encima de la verja, poniendo los cinco sentidos en no soltarme de ella. Recorrí el andén y empecé a andar por el túnel en dirección a la Alcaldía de Montreuil, que llevaba hasta el mismo centro de París. El aire era aún más denso que fuera, pero hacía mucho menos calor. Los raíles electrificados del metro se encuentran siempre entre las vías y si continuaba pegado a la pared, no correría riesgo alguno.

Cuando me encontraba cerca de la primera estación —Exelmans—, se apagaron todas las luces y, durante el espacio de un segundo, me dejé dominar por el pánico. ¿Significaba ese apagón que la muerte por parálisis seguía avanzando y acababa de adueñarse de una central eléctrica? Preguntándome lo que iba a pasar, reemprendí la marcha con más lentitud. Por fin encontré los escalones que llevaban al andén de la estación y vi al otro extremo un débil resplandor azulado. «La luz del día», me dije, mientras avanzaba a tientas por el andén, lleno de cadáveres petrificados. En aquel momento las luces parpadearon y recuperaron paulatinamente su intensidad normal. Experimenté un verdadero ataque de alegría, porque aquello sólo podía tener un significado: ¡yo no era el único superviviente! Alguien, en un lugar desconocido, había conectado de nuevo la corriente. Si consiguiera encontrar a esa persona, o a ese grupo de personas, mis posibilidades… nuestras posibilidades de seguir vivos se verían considerablemente aumentadas. Mientras tanto, y ya que había vuelto la luz, decidí proseguir mi camino a través del túnel. Pero cuando dejé atrás la estación siguiente, Michel-Angel-Molitor, y me adentré de nuevo en la vía, la luz volvió a apagarse. Estaba en una curva y seguí por ella a tientas. Unos metros más allá vislumbré una especie de reguero de luz y me aproximé a él lentamente, inquieto por su posible origen. Al descubrir éste, sentí que mis cabellos se erizaban. Había estado a punto de chocar contra un hombre petrificado, que llevaba en la mano un farol. Sin duda, se dedicaba a inspeccionar el estado de las vías, cuando la muerte se abatió inesperadamente sobre él. Sostenía el farol en alto, sin cerrar los dedos en torno al asa, y para apropiármelo me bastó con alzarlo suavemente. Aunque las luces se encendieron por segunda vez, conservé el farol y ya no volví a separarme de él. En seguida tuve ocasión de comprobar la sensatez de esta medida, porque la luz volvió a apagarse. Así, con estas alternativas de claridad y tinieblas, proseguí penosamente mi camino de estación en estación. Cada kilómetro, aproximadamente, me cruzaba con trenes repletos de trabajadores matinales, silenciosos y petrificados, que jamás llegarían a saber lo que les había sucedido. Algunos leían el periódico, pero la mayor parte se dedicaban a soñar o tenían los ojos clavados en el vacío… En un vacío lleno ya de eternidad.

Tras dos horas largas de caminata, según mis cálculos, llegué a la estación Havre-Caumartin, cerca de la Ópera, y empecé a sentir hambre y cansancio. El sol debía haber alcanzado ya su cénit sobre la silenciosa capital, con lo cual el calor sería aún más insoportable que antes, pero no tenía más remedio que salir en busca de alimentos. Un poco aturdido, ascendí lentamente hacia la calle. ¿Qué iba a encontrar en ella? ¿Las primeras tropas de ocupación? ¿Robots? ¿Quién sería el autor de aquel ataque por sorpresa?

Al otro lado del Bulevar Haussmann, enfrente de «Printemps» —los grandes almacenes que ya no volverían a abrir—, había un café abierto con varios cadáveres de pie a lo largo del mostrador. Entré en él y alcé la mirada hacia el reloj. A duras penas, a través de una columna de vapor semitransparente, pero sólido, petrificado sobre la válvula de escape de la cafetera, pude ver la hora. Eran las seis y tres minutos. Nada parecía haberse movido desde el advenimiento de la catástrofe y, sin embargo, yo debía llevar casi cuatro horas danzando de un lado a otro. El café de las tazas estaba tan caliente como si acabara de salir de la cafetera. Me bebí una de ellas y cogí varios croissants. Al llegar a la esquina de la calle Auber, torcí hacia la Ópera y pasé por delante de los escaparates de «American Express». Estaban aún cerrados, pero una petrificada vendedora de periódicos ofrecía ante su puerta los periódicos de la mañana. Sí, era la última edición y no volvería a haber otras, me dije mientras echaba un rápido vistazo al Fígaro, con la esperanza de encontrar alguna advertencia, algún suceso desacostumbrado que me pudiera dar una pista… Pero, no. Nada. Ninguna observación de interés en la columna científica. Y ni siquiera el rimbombante y habitual artículo de la página tercera sobre la tensión internacional o sobre la amenaza de guerra en tal o cual parte del mundo.

Puesto que todos los relojes de cuerda se habían parado, era necesario encontrar uno de sol. En París existen docenas de ellos, que yo mismo había visto en mil ocasiones, pero por más esfuerzos que hice, no conseguí acordarme del emplazamiento de ninguno. Desde luego, siempre me quedaba el recurso de fabricar uno en el lugar que eligiera para instalarme. Lo más importante en aquellos momentos era llegar pronto a la oficina de correos de la Bolsa, abierta día y noche, donde podría poner conferencias telefónicas a otras localidades. Atravesé la plaza de la Ópera y desemboqué en la calle del 4 de Septiembre. Seguí por ella, con el sol de cara, pero repentinamente me paré en seco y noté que me faltaban las fuerzas. ¡El sol estaba muy bajo en el cielo! ¡Incluso parecía no haberse movido desde que lo miré por primera vez en la Puerta de Saint-Cloud, varias horas antes! Sólo pude encontrar una explicación a ese misterio: la Tierra había dejado de girar. Y, si era así, a los otros planetas y al propio sol les tenía que haber sucedido lo mismo. Toda nuestra galaxia, en una palabra, debía estar paralizada. En cuanto a mí, que nunca llegaría a saber por qué había sobrevivido, podía formular ya ciertas profecías sobre mi más inmediato porvenir: en relativamente poco tiempo, algunas horas todo lo más, la mitad de nuestro planeta que hubiera quedado en la oscuridad, se enfriaría rápidamente, mientras la otra, que se hallaba expuesta a los rayos del sol, se calentaría en progresión geométrica. De no mediar algún error en mis cálculos, me quedaba muy poco tiempo de vida. ¡Morir de calor! Evidentemente, este razonamiento era falso por completo, pero cualquiera habría cometido la misma equivocación.

Aún sobrecogido por este nuevo descubrimiento, entré en otro café y tomé asiento junto a un hombre joven, petrificado cuando expulsaba una bocanada de humo de su cigarrillo. A juzgar por su smoking, su arrugada corbata y el visible cansancio de su cara sin afeitar, aquel individuo no había pasado la noche en la cama. «En sus ojos brilla cierta desesperación», me dije examinándolo de cerca, como si se tratara de un cuadro. ¿Alguna estúpida pena de amor o tal vez un problema de más envergadura? En cualquier caso, fuera cual fuese el origen de su desesperación, ya había encontrado la felicidad… Este pensamiento me impresionó mucho y empecé a llorar, completamente abatido, como podía haberlo hecho un niño en el regazo de su madre.

Cuando recobré la calma, me soné y entré por detrás del mostrador en una cocina sombría, donde tuve la suerte de encontrar jamón, huevos y patatas cocidas (y ya frías). Tampoco faltaban bebidas y en unos pocos minutos ingerí mi almuerzo con buen apetito. Después cogí un cigarrillo del paquete colocado junto a la mano del joven triste. Lo apreté contra el extremo, aún encendido, del suyo, e instantáneamente lo tiré al suelo, ahogando una exclamación. El pitillo había quedado reducido a cenizas y yo me había quemado los labios con la llama que repentinamente brotó de él. «Una nueva experiencia y un nuevo misterio que desentrañar», pensé mientras salía del café en dirección a la oficina de correos de la Bolsa.

Delante de la centralita, en una habitación del sótano que no me costó demasiado trabajo encontrar, descubrí a siete empleados con aire de cansancio. El equipo nocturno, sin duda. Naturalmente, estaban petrificados sobre sus asientos. Uno de ellos leía una novela de ciencia-ficción, trágica ironía que no pudo por menos de hacerme sonreír. Otro se cortaba las uñas. Levanté con precaución los auriculares colocados en la cabeza de uno de los empleados. Su mano derecha estaba a punto de meter una clavija en un agujero, debajo del cual podía leerse la palabra «Dublín» y sobre el que brillaba una luz blanca. Le quité la clavija de las manos, la inserté en el agujero y escuché conteniendo la respiración, pero no pude oír nada. Probé después con otros agujeros y apreté docenas de botones, pero aunque la luz de Dublín continuaba encendida, no logré captar un solo sonido.

En la habitación contigua encontré los descriptores trasatlánticos, paralizados en plena acción. Junto a dos de ellos se veían cables de negocios y cartas urgentes, pero por ninguna parte aparecía un signo de temor, de sorpresa o de miedo. Cada vez parecía más evidente qué, en todos los confines de la tierra, centenares de millones de hombres y miles de millones de animales grandes y pequeños, de insectos y tal vez de microbios, habían dejado repentinamente de existir… Y yo, por sabe Dios qué cadena de azares, era el único superviviente, la inexplicable excepción. Desde luego, no quedaba la menor esperanza de que aquellos seres pudieran volver a la vida, porque en cuanto las fuerzas de la naturaleza recuperaban su función, suponiendo que fuera a suceder así, por todas partes se iniciaría una putrefacción a gran escala… Una putrefacción que tal vez —no tal vez, sino con seguridad— originaría una nueva forma de vida, emparentada con la de los insectos, y devoraría la basura y carroña del planeta. Después, cuando esos insectos hubieran terminado con todo, empezarían a devorarse unos a otros, y poco a poco, si Darwin no se había equivocado, se iniciaría una nueva evolución, que acaso produjera al cabo de varios millones de años un animal inteligente, incluso parecido físicamente al hombre… Y, puestos a jugar a las adivinanzas, tal vez este animal inteligente descubriera algún día las huellas de una civilización extinguida, cuyo último superviviente… ¿Superviviente durante cuánto tiempo? Jamás llegaría a saberlo, puesto que no contaba con medio alguno de medirlo.

Cansado, salí de la oficina de correos con una desagradable sensación de suciedad e impotencia. Si por lo menos la catástrofe se hubiera producido a las once o a las doce del día, en lugar de a las seis de la mañana, cuando sólo había unos pocos cafés abiertos… Rodeé la Bolsa y bajé por la calle de Richelieu, que estaba al abrigo del sol. Delante de mí se alzaba un semáforo con luz roja. Y cuando un instante después lo vi pasar bruscamente a verde, sentí que la sangre se me helaba en las venas. Pero los dos coches que aguardaban ante él, no iniciaron movimiento alguno. El chófer del que se encontraba más cerca de la acera, precisamente, había sido alcanzado por la muerte cuando se inclinaba hacia delante para vigilar el cambio de luces. Esperé unos minutos, pero nada varió. La luz verde permaneció obstinadamente bajo su alero, sin ceder el paso a la roja. ¡Un misterio más!

Al final de la calle Richelieu, enfrente del Théátre Frangais, se encontraba mi librería favorita, visiblemente cerrada. Unos metros más allá me crucé con un viajero madrugador, que había sido petrificado cuando salía del hotel del Louvre e introducía su maleta en un taxi. ¡Un hotel, naturalmente! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Los hoteles están abiertos toda la noche y en ellos podría encontrar cuanto necesitaba. Entré, pues, en el que tenía delante, pasé al lado del conserje nocturno, que aún contemplaba la propina depositada en su mano por el viajero madrugador, rodeé el mostrador y escogí una de las veinte o más llaves colgadas en el casillero. Si las llaves estaban allí, eso significaba que las habitaciones correspondientes carecían de inquilino o que éste había salido. Me decidí por la habitación 27 —era mi cifra-talismán—, subí al segundo piso, y allí, siguiendo las numerosas flechas doradas que alguien había pintado sobre placas de mármol, llegué a mi nueva residencia. Tuve suerte, porque era de las ocupadas… De las ocupadas cuyo ocupante había salido para siempre. Eché un vistazo a las maletas abiertas, a la cama, cuidadosamente hecha, y al pijama, que la doncella debía haber desplegado la noche anterior. En el cuarto de baño encontré su neceser. Era el de un hombre. Abrí los grifos y aunque nada salió por ellos, los dejé abiertos, porque la experiencia me había enseñado que el agua brotaría lentamente y bajo apariencia sólida. Hice girar el interruptor de la luz y la lámpara de encima del lavabo se encendió, poniendo de manifiesto una máquina eléctrica de afeitar, colocada sobre la repisa de cristal. La enchufé, pero no se puso en marcha. ¿Por qué las bombillas funcionaban y los otros instrumentos no? ¿O tal vez esa máquina estaba estropeada? No era del todo improbable, sobre todo teniendo en cuenta que después encontré hojas de afeitar y una maquinilla mecánica en un estuche aparte. Como el agua continuaba sin salir, registré las dependencias del hotel y volví al cuarto de baño con una botella de agua mineral. Sin embargo, no conseguí derramar el líquido y me vi obligado a romper la botella, a apartar las esquirlas de cristal y a colocar el agua en el interior del lavabo como si fuera una especie de flan transparente. Pude humedecerme la cara sin excesivas dificultades, pero en cambio no conseguí hacer ninguna espuma con el jabón de afeitar y la brocha que había encontrado en el neceser. Fue, por consiguiente, un afeitado particularmente doloroso, pero salí del paso sin nuevos conflictos. La luz se apagó dos veces y volvió a encenderse otras tantas. Mi corazón latió en ambas ocasiones más de prisa de lo normal, conmovido por el pensamiento de que en alguna parte otros hombres luchaban para mantener una central eléctrica en funcionamiento.

En la guía telefónica encontré numerosas direcciones de compañías de material eléctrico, pero nada relativo a las centrales. Repentinamente me acordé de una especie de sub-estación, que estaba en la calle Caumartin, cerca de las oficinas del New York Times. Allí tal vez pudiera recoger algunos informes útiles y, en cualquier caso, no era lejos.

Al aire libre todo seguía igual. El sol parecía clavado en el cielo y al remontar la Avenida de la Ópera, creí estar contemplando una de las fotografías estereoscópicas de mi infancia. Los transeúntes, absolutamente inmóviles, fijados en un gesto, recordaban bastante a aquellas imágenes amarillentas. ¿Cuánto tiempo tardaría la muerte en dejar su huella sobre ellos?, me pregunté. ¿O ni siquiera la propia muerte se había librado de aquella total parálisis?

La sub-estación continuaba en el mismo sitio, pero en su interior sólo encontré silencio y oscuridad. Abatido, me dirigí lentamente hacia la calle Auber. Estaba al borde del agotamiento. Tal vez eso era el primer signo de que mi fin se avecinaba. La idea no me conmovió demasiado. ¿Qué más daba morir estúpida y gratuitamente, después de haber sobrevivido a aquel increíble cataclismo? Me acordé del Grand Hotel y al llegar a la calle Scribe, doblé por ella. Para coger una llave, tuve que pasar de perfil tras el portero petrificado. La habitación 123 estaba libre. Corrí las pesadas cortinas, me desnudé, abrí la cama y me deslicé en ella. Unos segundos después dormía a pierna suelta. Probablemente se trataba de una pesadilla, pero puedo jurar que oí voces, ruido de tráfico y música. Me senté de un salto en la cama, sólo para volver a sumergirme en el espantoso silencio de un universo petrificado. Algo, sin embargo, una campana, tal vez un gong, había llegado hasta mí a través del sueño y me había despertado. Aparté las mantas, me levanté y abrí la puerta con suavidad para escuchar. Sólo oí los violentos latidos de mi propio corazón. Regresé a la habitación, descorrí las cortinas y contemplé el paralizado tráfico mañanero bajo los rayos oblicuos del sol. Un despertador, sobre la mesilla de noche, marcaba las seis y tres minutos. Este dato me hizo comprender que había regresado al mundo intemporal, al mundo horrible y silencioso de los seres petrificados. «He debido dormir bastante», pensé al ver en un espejo la espesa barba que me cubría la cara. A juzgar por mi aspecto, llevaba cerca de veinticuatro horas sin afeitarme. Entré en el cuarto de baño, abrí los grifos y un agua de aspecto gelatinoso salió por ellos lentamente. La aplasté sobre las manos y la cara y de esta forma conseguí lavarme un poco, malamente, porque no pude sacar la menor espuma del jabón. Tendría que encontrar una máquina de afeitar o que dejarme la barba. Si por lo menos pudiera medir el tiempo… Puesto que todo el universo se había paralizado, el tiempo ya sólo existía para mí, que estaba vivo, que comía, pensaba, dormía y actuaba, aunque los relojes continuaran marcando indefinidamente las seis de la mañana. En realidad, había perdido ya el sentido del tiempo. ¿Cuánto había transcurrido desde que abandoné la cabina experimental? ¿Veinticuatro, treinta y seis o cuarenta y ocho horas? ¿O más? Me había afeitado una vez y necesitaba urgentemente volver a nacerlo… ¡Eureka! ¡Había encontrado un procedimiento para medir el tiempo! Buscaría un calendario y anotaría el número de mis afeitados: cada afeitado, un día. De esta forma, a menos que también se hubiera modificado la velocidad de crecimiento de mi barba, podría seguir el paso del tiempo. Era preciso, por tanto, que encontrara una máquina de afeitar lo más pronto posible. Lo cual, por otra parte, no debía presentar grandes dificultades en un hotel.

«¡Pobre Einstein!», pensé mientras me vestía rápidamente. ¿Qué le hubiera parecido mi idea en un universo donde hasta el tiempo ha dejado de existir? Seguramente habría intentado explicarme que en realidad nunca había existido, que era sólo un concepto relativo… Corté en seco el hilo de mis pensamientos, porque hasta mí llegó, claro y distinto, el sonoro ruido de un gong. Me lancé como un loco a través de los corredores silenciosos. ¡Nada! ¡Nadie! Después volví corriendo a la habitación, porque me parecía que el ruido había sonado cerca de ella. No encontré por ninguna parte un gong ni nada que se le pareciera. Probé nuevamente a descolgar el teléfono y apreté los timbres de todas las habitaciones, pero sin ningún resultado audible. En el cuarto contiguo al mío, cuya puerta no estaba cerrada, encontré a un hombre, sorprendido por la muerte cuando consultaba su reloj con cara de sueño. El reloj marcaba las seis en punto. Entré en su cuarto de baño y descubrí, en el fondo de una maleta de piel negra, un neceser muy lujoso, que me puse bajo el brazo. Tenía hambre y decidí dejar el afeitado para más tarde. Bajé a la cocina y me di de manos a boca con un pinche petrificado delante del hornillo de gas y a punto de transferir los huevos de una sartén a un plato. Busqué otro plato, preguntándome si los huevos estarían fríos o calientes, y los puse en él. Estaban calientes y un par de minutos después se encontraban ya en el interior de mi estómago, en compañía de una loncha de jamón y de un poco de pan con mantequilla, sin olvidar el contenido de un jarro lleno de café.

Al menos, pensé mientras me afeitaba en un cuarto de baño contiguo a la cocina, podía afirmar algo con seguridad: no me moriría de hambre. Y, por otra parte, ya no tardaría en saber si la putrefacción, como fenómeno científico, había dejado de existir. En ese caso, salvo que ocurriera un accidente imprevisible, podría sobrevivir años y años, como un nuevo Robinson Crusoe, abandonado en el corazón de París y rodeado por millones de personas… pero a pesar de ello completamente solo en el mundo, sin ni siquiera un papagayo, una cabra o, por lo menos, un microbio que me ayudara a caer enfermo y a morir. ¿Cuánto tiempo sería capaz de soportar el espantoso silencio de aquel gigantesco museo Grévin? Preferí no pensar en ello y dedicarme por completo a lo que podía y debía hacer. Hasta aquel momento, en realidad, no había llevado a cabo ningún esfuerzo serio, tendente a encontrar otros seres vivos. Por otra parte, mi deber hacia la humanidad, un deber insoslayable, me obligaba a redactar un informe sobre todo lo que había visto y a depositarlo en un lugar absolutamente seguro. Tanto si existían supervivientes en alguna parte o si se producía, millones de años después, una nueva civilización, como si nos visitaban seres racionales nacidos en otros planetas, era necesario que nuestros herederos pudieran tener conocimiento de lo sucedido. Tal vez ésa era la única razón de que el cataclismo me hubiera respetado.

Salí una vez más a la calle y me hundí en la atmósfera sofocante de la mañana. Intenté ponerme en el lugar de un futuro explorador y me pregunté adonde se dirigiría éste para empezar y qué es lo primero que atraería su atención. Todo dependía, naturalmente, de su situación con respecto a París o, por decirlo de alguna forma, de su experiencia personal. Un explorador que conociera la ciudad a fondo, podría dirigirse a la Prefectura de Policía, al Ministerio del Interior o al Observatorio, con la esperanza de encontrar en alguno de estos sitios indicios significativos. Otro, sin embargo, tal vez se sintiera atraído en primer lugar por los monumentos más célebres como la Torre Eiffel o el Arco de Triunfo.

Finalmente elegí cuatro puntos cardinales: el Obelisco de la Plaza de la Concordia, el último piso de la Torre Eiffel, el altar mayor de Notre-Dame y una estación cualquiera del metro. En cada uno de esos lugares, y encerrado en una sólida caja, colocaría un ejemplar de mi informe. Por otra parte, dejaría en sitios visibles varias series de explicaciones relativas al contenido y a la situación exacta de las cuatro cajas mencionadas.

Rodeé la Ópera por la parte de atrás y desemboqué enfrente de las «Galerías Lafayette». Allí podría encontrar todo lo que necesitaba para iniciar la redacción de mi informe: cajas, papel, máquina de escribir, hojas de calco, etc… La idea de introducirme en el almacén forzando la puerta no me hacía mucha gracia. Afortunadamente, terminé por encontrar una puerta lateral donde varias mujeres de la limpieza habían sido petrificadas en el momento de entrar. Sintiéndome una especie de Ali Baba en la caverna de los cuarenta ladrones, fui de sección en sección, sin rumbo fijo. En el departamento de confecciones masculinas, me puse un pantalón de whipcord, una camisa fresca, unas sandalias y un sombrero de paja de ala ancha. Después de cambiarme, atravesé la sección de material escolar y llegué a la de objetos de escritorio, donde elegí una máquina de escribir. Cargado con ella, regresé a la primera planta, donde había descubierto un confortable despacho. Desgraciadamente, la máquina de escribir no me sirvió para nada. Las teclas se enganchaban, el espaciador no corría bien y el papel se desgarraba al ser introducido en el rodillo. Probé otras máquinas con el mismo resultado. Este contratiempo me desanimó bastante, porque me obligaba a escribir todo el informe a mano. Por otra parte, los bolígrafos no funcionaban y las plumas estilográficas se revelaron igualmente inútiles. Finalmente, pude escribir con un simple lápiz, que perforaba a menudo el papel, pero que, manejado con lentitud, dejaba una huella legible.

El calambre de los escritores y los retortijones de estómago me hicieron detenerme. Recogí las hojas, escritas con mi caligrafía escolar, fea pero clara, y descendí a la sección de artículos de cuero, en el entresuelo. Allí escogí una cartera de aspecto sólido, donde metí las hojas, y una correa con la que sujeté la cartera a mi hombro.

Nuevamente en la calle, titubeé entre dirigirme a la estación de Saint-Lazare, donde hay un buffet permanente, o a Les Halles, donde nunca faltan restaurantes abiertos. En Les Halles dispondría de un menú más variado. Sin abandonar nunca la acera de la sombra, llegué a la calle del Louvre, doblé hacia la calle Coquillére y terminé por encontrar lo que buscaba: un filete con patatas fritas de buen aspecto, colocado sobre una mesa, delante de un carnicero que evidentemente acababa de terminar su trabajo nocturno. En el exterior resultaba difícil moverse sin chocar contra los millares de personas paralizadas que se apretaban en la calle. Cogí el plato y lo llevé hasta el mostrador. Al otro lado de éste, la cajera, con la cabeza levantada para toda la eternidad, se reía hasta el fin del tiempo de la broma de un cliente, petrificado cuando le tendía un billete de mil francos. Devoré con ansia la comida robada, que aún estaba caliente. Y allí, en medio de aquellas hieráticas personas, que no podían verme ni oírme, que jamás sabrían nada de la inmovilidad del universo ni de su propia existencia, cobré repentina conciencia del peso de mi soledad. Después empujé el plato vacío, di media vuelta y choqué contra una camarera que llevaba varios bocks de cerveza en una bandeja. El empujón había sido lo suficientemente fuerte como para hacerla perder el equilibrio, pero no cayó. Pasé un brazo alrededor de su cintura, con la intención de enderezarla, y me estremecí, porque aquella mujer estaba tan tibia y viva como yo, hasta el punto de que puse el oído sobre su pecho. Inútilmente. Su corazón llevaba mucho tiempo inactivo.

Cansado, decidí permanecer en la vecindad de Les Halles, cerca del hotel donde me había afeitado, la primera vez. Además, justo enfrente, se encontraban los «Grandes Almacenes del Louvre». Allí podría trabajar en mi informe. Penetré en el gigantesco establecimiento, como en las «Galerías Lafayette», por una puerta de servicio. En el último piso descubrí un despacho desocupado, al cual llevé una agenda encuadernada en piel que previamente había escogido en la sección de objetos de escritorio. La abrí y taché dos días con el lápiz, puesto que me había afeitado dos veces desde el fin del mundo… y tal vez desde el fin del tiempo, en cuyo caso estaba contando algo que ya no era real. Después trabajé algunas horas en mi informe y por fin me levanté y salí a la calle, con la intención de dirigirme al Hotel del Louvre para dormir un poco. Al llegar ante su puerta no pude evitar un escalofrío: ¡el viajero matinal, sorprendido por la muerte cuando deslizaba su maleta en el interior de un taxi, había desaparecido!

—¡Dios todopoderoso! —dije en voz alta sin poder dominar mi asombro. En el sitio del taxi se veía ahora un coche conducido por una mujer, tan muerta y petrificada como todos los seres humanos a los que hasta entonces había puesto la vista encima.

Intrigado y vagamente asustado, empujé la puerta giratoria del hotel… y tropecé con la segunda sorpresa del día. El conserje, que la víspera se encontraba al lado de la puerta, contemplando fijamente la propina del viajero, estaba detrás del mostrador, con la mano apoyada en el teléfono. No cabía la menor duda: algo o alguien había modificado su postura inicial.

Dominándome, fui hasta el mostrador, me acodé en él y examiné de cerca al conserje. Su rostro era el de una estatua, pero el de una estatua viva. Lo toqué y sentí su tibieza. Lentamente levanté un dedo y lo acerqué a su ojo, poco a poco, sin una vacilación… ¡Estaba húmedo! Temblando de miedo y de rabia, cogí al conserje por las solapas y lo zarandeé, mientras gritaba:

¡Despiértate, puerco! ¡Despiértate! ¡Quieres engañarme! ¡No estás muerto!

Bruscamente, ciego de furor, lo solté y cogí una pluma con la intención de hundírsela en la pupila… Pero en aquel momento se oyó el ruido de un gong, del mismo gong del Grand Hotel, y empecé a gritar de miedo.

Esta vez busqué por todas partes. No descubrí el menor rastro del gong. El ruido sólo estaba en mi cabeza, y yo me había vuelto loco, tenía alucinaciones. Evidentemente, el esfuerzo «sobrehumano» realizado hasta entonces empezaba a destruirme. Pero tenía un sagrado deber —el informe—, y por ello, sobreponiéndome, subí las escaleras de cuatro en cuatro, me encerré en la habitación y me desnudé. Un poco de reposo, una «buena noche», me sentarían mejor que ninguna otra cosa.

Cuando me desperté, tras lo que me habían parecido varias horas de sueño, me sentía fresco y decidido a continuar mi labor. ¿El viajero? ¿El gong? Pesadillas, sin duda alguna. El problema del conserje, por lo demás, carecía de importancia. El hombre de detrás del mostrador no se encontraba allí la víspera. Alguien, por consiguiente, había tenido que moverle. Sí, ésa era la explicación. ¡Alguien había tenido que moverle! ¡Lo cual quería decir que ya no estaba solo, que existían otros supervivientes y que, tarde o temprano, daría con ellos! El motivo que les había impulsado a cambiar a los muertos de lugar, me pareció una cuestión insoluble y la aparté de mi pensamiento.

Me afeité, me lavé mejor que la víspera —me iba acostumbrando ya a la solidez del agua— y, tras comprobar el funcionamiento del revólver, me dirigí al corredor del primer piso. Una vez allí, avancé de puntillas hasta la barandilla de cobre e inspeccioné el vestíbulo de la planta baja. El conserje continuaba en su puesto, pero tenía el teléfono en la oreja.

—¡Eh! —grité mientras bajaba la escalera a toda velocidad, con el revólver en la mano.

Nada se movió y nada tampoco, aparte de la posición del portero, se había movido. Encima de la mesa, ante él, continuaba la pluma que había estado a punto de hundirle en el ojo el día anterior. ¡Y el plumín seguía húmedo!

En la calle todo me pareció igual. ¡No! El coche que había sustituido al taxi, el coche conducido por una mujer, ya no se encontraba allí. Corrí a lo largo de la acera y di con él cinco o seis metros más allá. ¿Me habría impedido el cansancio mental de la víspera fijarme en la posición exacta del vehículo? Pero ¿y el teléfono del hotel? Era preciso que me armara de valor y examinara al condenado conserje por todas partes y desde todas las posiciones. ¡Si por lo menos tuviera el estetoscopio del doctor Martinaud…! Repentinamente me acordé de que había visto allí cerca un almacén especializado en accesorios médicos. Me dirigí a él tan de prisa como pude, agobiado por la densidad y ardor del aire. Se encontraba en la esquina de la calle Montpensier. Sí, no me había equivocado: el estetoscopio estaba en el escaparate. Rompí el cristal con la culata del revólver y me apoderé de él.

De regreso al hotel, me deslicé tras el conserje, lo toqué y, tras algunos titubeos, le desabroché el chaleco, le quité la camisa y le apliqué en la espalda el estetoscopio. Escuché durante largo rato, con los ojos cerrados para no distraerme, pero la duda era imposible: allí no se oía ningún latido, ningún rumor de respiración o de cualquier otra cosa. Y, sin embargo, aquel buen hombre parecía vivo, tan vivo como la camarera del restaurante Les Halles. «¿La habrán movido a ella también?», me pregunté. E inmediatamente me puse en camino para conocer la respuesta.

Tras abrirme paso entre los innumerables compradores petrificados, llegué al restaurante. Donde el día anterior estaba la camarera, se encontraba ahora una opulenta anciana, vestida con un abrigo de piel sucia y muy deteriorada. Miré alrededor y vi a la camarera, que al parecer intentaba abrir la puerta de la cocina con el hombro. Me acerqué a ella. Estaba tan cálida y viva como la primera vez. Sobre su brazo desnudo había cuatro huellas rojas… Las huellas dejadas por mis dedos cuando la agarré para impedir que cayera. Lo inspeccioné todo con cuidado intentando acordarme de la posición de la gente el día anterior. ¡Sí, la cajera! Continuaba detrás de la caja, con la cabeza levantada, pero el billete de mil francos que le tendía un cliente… ¡lo tenía ella!

Regresé junto a la camarera y le toqué un brazo. Su carne era tibia y dulce. Con la desagradable sensación de que el repentino silencio del restaurante se debía a mí y de que, al volver la espalda, todo el mundo se había puesto a mirarme, desabroché, ruborizado como un colegial, la blusa de la camarera y apliqué el estetoscopio sobre su suave y tierno pecho. Permanecí así bastante tiempo, pero en vano. El silencio era total y retrocedí desesperado. Evidentemente, no podía escuchar nada, porque el corazón de aquella muchacha había dejado de latir a las seis de la mañana, tres o cuatro días antes o al menos el equivalente aproximado de tres o cuatro días. Disponía ya de un nuevo misterio sobre el que cavilar. Sin la menor duda, algunos muertos continuaban moviéndose, de igual forma que las gallinas pueden correr un segundo o dos con el cuello cercenado. Estos movimientos, sin embargo, se producían varios días después… ¿Después de qué? ¿Estaban aquellos individuos verdaderamente muertos? ¿No sería todo fruto de mi imaginación? ¿No iría a despertarme lloriqueando tontamente en la celda acolchada de un manicomio? ¿O tal vez era yo el único muerto?

Aturdido, caminando con paso incierto, salí del restaurante. Al llegar a la calle, choqué con la gente petrificada. Esos choques no podían ser producto de mi fantasía… Se trataba de cuerpos reales, muy reales… ¿O eran simplemente enfermeras que intentaban cogerme con dulzura y a las que mi enloquecido cerebro convertía en cadáveres petrificados? Durante largo tiempo erré por las calles, intentando pensar y razonar a partir de hechos imposibles. Naturalmente, todas las ideas, todas las hipótesis, me parecían igualmente ridículas. Varias veces recordé el consejo de mi anciano profesor de ciencias, cuando nos explicaba que la mejor manera de abordar un problema nuevo consistía en rechazar las soluciones fáciles y en examinarlo minuciosamente desde todos los ángulos posibles para «recoger los hechos y tomar nota de sus aspectos».

Incapaz de regresar al hotel, donde volvería a ver aquel horrible cadáver viviente de la planta baja —y eso sin contar los que podrían entrar en mi habitación mientras dormía—, me encaminé a los «Grandes Almacenes del Louvre». Allí, en el cuarto piso, en la sección de muebles, me tendí sobre una de las numerosas camas expuestas y terminé por dormirme.

Durante dos semanas trabajé sin descanso. Redacté varios informes, tomé notas y llevé mi calendario con gran meticulosidad… Un calendario donde la cuenta de los días se basaba en el afeitado. Y, desde luego, no volví al restaurante de Les Halles. Me daba demasiado miedo que la camarera se hubiera vuelto a mover y, por lo demás, en ese barrio había muchos restaurantes abiertos a las seis de la mañana. Sus despensas me suministraban todo el alimento necesario. Intentaba no mirar a las personas petrificadas, limitándome a coger lo indispensable para la subsistencia y marchándome en seguida a trabajar.

Todo fue bien hasta que cierta mañana —siempre era mañana para mí después de un largo sueño—, abrí los ojos y vi a uno de los barrenderos del almacén de pie en lo alto de la escalera, a menos de cinco metros de distancia de la cama donde había dormido. Tenía bastantes años y llevaba un mono azul, una escoba y un cubo de agua. Pero lo más sorprendente era su mirada. Una mirada de profundo asombro, con la boca entreabierta, como si estuviera a punto de gritar algo. Aquel individuo, de continuar vivo, no habría puesto una expresión diferente al descubrir un hombre dormido en la sección de muebles de unos grandes almacenes.

Ese mismo día me mudé y fui a instalarme en un pequeño hotel por delante del cual había pasado muchas veces al dirigirme a Les Halles. Se trataba de un establecimiento modesto, pero limpio. Llegué a él por la tarde (que empezaba, para mí, cuando me sentía cansado y, tras cenar, me iba a la cama) y no encontré a nadie en la planta baja. Inspeccioné ligeramente los cajones del conserje hasta que di con una llave maestra. Entonces me dediqué a recorrer las diversas habitaciones. Ocho de ellas estaban ocupadas. Pero todos los inquilinos, excepto uno, habían sido petrificados mientras dormían, lo cual me garantizaba —al menos ésa era mi opinión— que no iniciarían movimiento alguno. El octavo había sido sorprendido por la petrificación cuando se afeitaba ante su espejo. Al salir, eché la llave a todas las puertas y, antes de meterme en la cama, cerré también la mía con doble vuelta y la atranqué sólidamente.

Como una pesadilla de repetición, el ruido del misterioso gong me despertó sobresaltado algunas horas más tarde. Me incorporé, empapado en sudor y temblando como una hoja. Sonaba más lejos que las otras veces, pero no cabía la menor duda de su existencia. ¿De dónde diablos vendría ese ruido, el único que hasta el momento había conseguido escuchar, fuera de los que yo mismo producía? ¿Acaso era un aviso de mi destino? Diez o quince minutos después, cuando aún continuaba sentado en la cama, llegó hasta mí de nuevo. Tenía un extraño parecido con el Big Ben de Londres… Con el Big Ben tal como se oiría en una noche de niebla. Esta vez había sonado con toda evidencia en alguna parte de la planta baja. Sin embargo, sabía que era inútil buscar el instrumento emisor y me tendí nuevamente, decidido a no pensar más en ello. Pero aquella noche (el sueño era siempre noche para mí) no pude, como vulgarmente se dice, pegar un ojo. ¡El gong sonó por lo menos veinte veces!

La cosa llegó a convertirse en una verdadera obsesión. El misterioso tañido me seguía por todas partes y yo llevaba a cabo denodados esfuerzos para librarme de él, aunque nunca lo conseguía por completo. Finalmente, y casi sin querer, descubrí que si me quedaba en el mismo lugar después de oírlo una vez, podía escucharlo otras muchas, con intervalos bastante largos. A veces sonaba muy cerca de mí, pero jamás pude localizarlo ni ponerle la mano encima.

Un buen día, al tachar el correspondiente número del calendario, comprobé que había treinta cifras tachadas. Según mis antiguas normas, y aun contando con los errores de mi rudimentario sistema de medir el tiempo, eso equivalía, poco más o menos, a un mes real. Lo más misterioso, al menos para mí, era que el mundo no hubiera variado de temperatura al dejar de moverse y que, sin haber aparecido una sola nube y a pesar de la sequedad general provocada por la catástrofe, nada pareciera agotarse. La atmósfera, evidentemente, había aumentado de densidad en el momento del cataclismo y esta importante modificación de la naturaleza no había producido efectos secundarios. Hasta yo había conseguido vivir. Pero al lado de todo esto, había tenido que cambiar tres o cuatro veces de traje y de calzado en el espacio, relativamente corto, de un mes. La piel de mis zapatos parecía secarse y arrugarse, mientras los trajes se chamuscaban y terminaban cayéndose a pedazos.

Así pasó bastante tiempo. Trabajando sin descanso en mis informes, comiendo cuando tenía hambre, durmiendo cuando me vencía el cansancio, afeitándome regularmente y tachando un día de la agenda cada vez que mi barba alcanzaba cierto grado de dureza… Pero en el fondo de mi subconsciente continuaba alentando un gran terror, un terror que esporádicamente afloraba a la superficie en forma de pequeñas burbujas o remolinos, y siempre durante el sueño. Las burbujas y los remolinos solían degenerar en pesadillas tan violentas que me despertaba dando gritos. Se trataba de algo que me negaba a considerar de frente… De una especie de sentimiento que no debía transformarse en idea, porque entonces la pesadilla se convertiría en realidad y yo me vería obligado al suicidio o a algo aún más terrible. Efectivamente, pensaba a menudo en el suicidio y estaba, debo confesarlo, prácticamente decidido a recurrir a él en cuanto terminara aquel ruido fantasma del gong, que me perseguía por todas partes y que guardaba —de lo cual yo era consciente— cierta relación con mis terrores nocturnos.

Terminé por acostumbrarme a caminar entre todas aquellas pobres gentes petrificadas, aunque de vez en cuando me detenía para examinar a alguno, sabiendo de antemano que estaría caliente y parecería vivo. Un día me crucé, junto a una estación de metro, con una mujer y una niña. Iban muy juntas y la niña estaba riéndose. Su boca, por lo tanto, continuaba abierta y me senté al lado de ella, sobre la acera, para examinarla a placer. Como su madre miraba en otra dirección (en caso contrario nunca hubiera tenido suficiente valor), le metí el dedo meñique en la boca. ¡Estaba caliente, suave y llena de saliva! Una vez más se insinuó en mí el pavoroso sentimiento de una terrible verdad, y sólo pude levantarme y salir corriendo.

Finalmente, esta verdad terminó por serme revelada cierto día, al pasar por delante de la estación de Lyon y levantar los ojos hacia su gran reloj. Mi primera reacción fue la de pensar que debía ir adelantado cuando se produjo el cataclismo, pero comprendí que ni yo mismo lo creía. A continuación entré en un café y tuve la mala suerte de ver un reloj péndulo encima del mostrador. Marcaba las seis y veinticinco; es decir, cinco minutos más que el reloj de la estación. Este margen obedecía a una precaución muy generalizada entre los patrones de café y los hoteleros de los alrededores de las estaciones. Mientras regresaba a pie hacia mi barrio favorito, el Louvre y Les Halles, vi por lo menos cincuenta relojes más y todos, con la excepción de uno que debía estar verdaderamente averiado, marcaban las seis y veinte o las seis y veintidós.

Esto supuso para mí un duro golpe y una terrible confirmación. Al fin sabía, de manera tajante, que el mundo no se había detenido, sino que yo había sido expulsado de él por la sencilla razón de que mi tiempo y mi ritmo funcionaban de forma distinta al de la totalidad del género humano. La creación no estaba paralizada; era yo quien estaba… lo contrario. Por lo tanto, sólo existía un verdadero cadáver: el mío. Me encontraba proyectado fuera del tiempo y mis congéneres ni siquiera podían verme. Pero no me encontraba, sin embargo, proyectado fuera del espacio. Esto era, desde mi punto de vista, lo más extraño. Aunque supongo que Einstein lo habría comprendido.

El terror oculto en mi subconsciente salió por fin a la superficie y, como suele suceder en tales casos, me sentí aliviado. Tenía aún que conseguir una prueba definitiva, algo que me convenciera de haber puesto el dedo en la llaga, pero la cosa no parecía difícil. Si todas aquellas personas continuaban vivas, debían moverse, cambiar de lugar y —exceptuando las que estuvieran sentadas o de pie, pero inmóviles— proseguir las acciones iniciadas. Para demostrarlo, cogí un trozo de tiza del carro de mano de una mujer —petrificada cuando conducía una carga de coliflores— y tracé un círculo alrededor de sus pies. Después hice lo mismo con otras cincuenta personas, más o menos, que a juzgar por su aspecto se desplazaban en distintas direcciones. Y delante de la rueda del carro de mano coloqué un grano de uva que había encontrado en la acequia. Después me senté en una carretilla y esperé. Durante una hora permanecí inmóvil, vigilando las marcas. Cuando por fin me levanté, no quedaba, un solo pie dentro del círculo. Ninguno, desde luego, se había movido más de unos centímetros, pero todos habían avanzado, y la rueda del carro aplastaba, lenta y segura, el grano de uva colocado bajo ella. Nada, por tanto, había sucedido en el universo. El tiempo continuaba transcurriendo normalmente para los demás. ¡El tiempo! Sólo yo, por relación a él, había tenido que cambiar mi velocidad, mi régimen interno, mi forma de vida. Aquello explicaba muchas cosas, pero también planteaba nuevos problemas. ¿Por qué nadie se daba cuenta de mi presencia? La gravitación continuaba existiendo; en realidad, nunca se había modificado. Como yo me encontraba fuera del tiempo, las cosas parecían flotar en el aire cuando verdaderamente caían, aunque con tanta lentitud que hasta entonces no lo había notado. Sus movimientos debían ser tan rápidos con relación al ritmo normal de la vida, que el ojo humano no podía verlos. Sin embargo, yo había llevado a cabo un elevado número de acciones que hubieran debido dejar alguna huella. En aquel escaparate, por ejemplo, que rompí para apoderarme del estetoscopio. Había pasado varias veces por delante y había visto los cristales rotos sobre la acera. De repente me acordé de la camarera a la que había desabrochado la blusa y me dirigí al restaurante donde trabajaba. El cliente del billete de mil francos continuaba hablando con la cajera, pero ésta había dejado de reír y se inclinaba hacia la izquierda para poner unas monedas sobre un platillo que le tendía el camarero. La camarera había desaparecido de la sala, pero la encontré fácilmente en un rincón de la cocina, con la cara encendida y expresión furiosa, abrochándose un botón de la blusa. La huella de mis dedos en su brazo se había transformado en una ligera contusión.

Un viejo despertador, colocado sobre una estantería repleta de vajilla, marcaba las seis y veintiún minutos. Por inimaginable que pareciera, llevaba fuera del tiempo media hora, como máximo. Y sin embargo me había afeitado cerca de cien veces, a juzgar por los datos de mi agenda. Es decir: creía haber vivido tres meses, tres verdaderos meses. Repentinamente, apreté los puños y sentí una especie de náusea al pensar que tal vez mi cuerpo se hubiera quedado en la cabina experimental del laboratorio de Sévres y que acaso el doctor Martinaud y Aline estuvieran intentando reanimarme desesperadamente… Todo eso suponiendo que no me encontrara ya sobre una camilla, camino del depósito. ¡La camilla! ¡La camilla sobre la cual había acostado a Aline para no dejarla petrificada en su absurda postura anterior! ¡Y el ridículo informe que pretendía colocar en varias cajas, distribuidas por todo París, para beneficio de los sabios del porvenir! ¡Todo aquel trabajo inútil, en el que había consumido semanas y meses, equivalía a menos de veinte minutos de tiempo humano!

Sólo podía hacer una cosa: regresar al laboratorio, de donde nunca hubiera debido salir. Allí, al menos, podría enviar un mensaje —o intentarlo— a Martinaud y al profesor Massel. Y si no quedaba posibilidad alguna de devolverme a la vida —lo cual parecía muy probable—, siempre tendría el recurso de poner definitivamente fin a los días de Yvon Darnier con el revólver del agente de policía, que continuaba llevando en el bolsillo.

Tras romper todos mis papeles, los tiré a una alcantarilla y me puse en marcha hacia Sévres. Tendría que dividir el camino en varias etapas, porque durante los últimos tiempos me costaba un trabajo ímprobo desplazarme a través del aire ardiente y gelatinoso. Optando nuevamente por la relativa frescura del metro, reemprendí en sentido inverso el itinerario que me había conducido hasta allí unos meses… unos minutos antes. Atravesé otra vez los andenes del metro, atestado de trabajadores matinales, y vi cómo las luces volvían a apagarse y encenderse alternativamente… La razón de lo cual, dicho sea de paso, no acababa de entender.

Dudando de que verdaderamente hubiera roto una llamada de incendios, salí del metro en la Puerta de Saint-Cloud y continué por el exterior. Desde lejos, vi un grupo de gente alrededor de un bombero de mejillas sonrosadas, que hubiera podido salir del Museo Grévin. Estaba colocando un nuevo cristal en la abertura cuadrangular de la llamada. Al otro lado de la calle, delante de la tienda de bicicletas, había un grupo parecido, todo el mundo miraba fijamente el escaparate roto. «Conque realmente lo hice», me dije, vagamente reconfortado, mientras continuaba la marcha.

En el sitio donde había visto un ciclista inclinado hacia delante sin caerse, se encontraban ahora dos guardias. De esta forma llegué hasta el laboratorio, donde nada había cambiado, y me detuve en seco. Todos los presentes se encontraban alrededor de mi perro Jyp. El animal estaba de pie sobre la mesa y parecía ladrar; a su lado, también de pie y con los ojos clavados en él, Aline se mordía los labios. La puerta de la cabina experimental estaba abierta y respiré más tranquilo al comprobar que mi cadáver no estaba en ella. «¿Lo habrán llevado al depósito?», me pregunté al cabo de un instante. Pero, en ese caso, no estarían todos alrededor de Jyp, mi viejo amigo Jyp, cuyos grandes y húmedos ojos parecían mirarme.

Me acerqué y pude comprobar la existencia de magulladuras en los brazos y en el cuello de Aline. Se las había producido yo, naturalmente, al instalarla sobre la camilla. Entonces descubrí la jeringa en las manos de Martinaud, las tijeras en las del profesor Massel y, unidas a ellas, un mechón de pelo de la pata de Jyp. Todo, repentinamente, quedó explicado. Pero ¿por qué iban a ponerle esa inyección a Jyp? Desde luego, no para… No, Aline no lo hubiera permitido. Miré de nuevo al perro y vi sus grandes y húmedos ojos clavados en mí.

¡Jyp! ¡Mi viejo Jyp! —dije acariciándole la cabeza y retrocediendo al sentirle temblar bajo mis dedos.

Lentamente, como en una película a cámara lenta, el perro volvió la cabeza y su cola empezó a moverse. Grité:

¡Jyp!

Y no pude evitar que las lágrimas corrieran sobre mis mejillas y entorpecieran mi visión. El animal cada vez se movía más de prisa. Bruscamente, con un extraño y profundo ladrido, saltó hacia mí y… se quedó en el aire, tembloroso y asustado. Un segundo después estaba en mis brazos, debatiéndose, gruñendo y lamiéndose la cara.

Antes de nada, debía convencerme de que era dueño de mi propio cuerpo y de que éste no había sido conducido al depósito. Dejé a Jyp en el suelo y salí de la sala de control. El animal intentó correr delante de mí por el aire caliente y espeso. Con un alegre gruñido, saltó de nuevo y se volvió a quedar en el aire. Me reí y lo puse sobre la acera. En la casita, que ya otras veces se había utilizado como depósito de cadáveres, no había nada. Repentinamente fatigado y hambriento —la fatiga y el hambre siempre se abatían repentinamente sobre mí— me dirigí hacia la cantina. Estaba cerrada, pero no me costó mucho trabajo entrar. Sólo encontré pan y mantequilla, que comí con excelente apetito. Sabía que en aquel mismo piso había una sala de reposo con varias butacas y uno o dos divanes. Até a Jyp con la cuerda de una persiana a mi muñeca, temiendo verle desvanecerse con tanta brusquedad como había aparecido.

Me desperté sobresaltado —lo cuál era habitual—, y con la sensación de no haber descansado. Y tuve la repentina intuición de que el profesor Massel había «empujado fuera del tiempo», utilizando su expresión favorita, a Jyp con la finalidad de llegar de algún modo hasta mí. «¿Habrá adivinado?», me dije arrastrando a Jyp hasta el laboratorio, donde todos continuaban agrupados alrededor de la mesa en que el perro había sido «empujado hasta mi tiempo». Jyp había salido ya de su campo de visión y, puesto que todos miraban hacia el lugar donde se había evaporado, llegué a la inclusión de que para ellos sólo habían transcurrido uno o dos segundos, mientras nosotros habíamos vivido varias horas, tal vez cinco o seis. ¡Con tal de que le hiciera comprender al profesor Massel lo sucedido! Me quedaba, naturalmente, el recurso de cambiar de sitio o de levantar del suelo a cualquiera de los presentes, pero ¿bastaría con eso? ¡La pistola! ¡Sí, la pistola serviría! Tendrían que oír la detonación y además la verían sobre la mesa después del disparo. En ese mismo momento, antes de que pudieran cogerla, intentaría meter un mensaje dentro del cañón.

Saqué el arma y apreté el gatillo. Durante un segundo no se produjo detonación alguna, y ya me disponía a comprobar si estaba bien cargada, cuando la culata se movió en mi mano como si alguien pretendiera arrebatarme la pistola. Entonces apareció la bala por la boca del cañón, en medio de una explosión sorda, extrañamente amortiguada, y de una llama amarillenta parecida a la del soplete. El proyectil, como una mosca de cobre, avanzó lentamente, a una velocidad que no debía ser superior a algunos centímetros por segundo. Lo observé, fascinado, preguntándome cuánto tiempo tardaría en alcanzar… Repentinamente me di cuenta de que se dirigía hacia la blusa de Aline. Rodeé al profesor Massel y atrapé la bala al vuelo, pero descubrí con consternación que no podía detenerla ni modificar su trayectoria. Quemaba tanto que me vi obligado a soltarla y cuando, desesperado, me coloqué ante ella para que chocara contra mi espalda, me desgarró la camisa y me abrasó nuevamente. Sin embargo, me sabía capaz de desplazar a la gente de su sitio. Fui hacia Aline y me apoyé sobre ella, de la manera más delicada posible, con objeto de no magullarla, empujándola lentamente fuera de la trayectoria del proyectil. A pesar de ello, terminó por perder el equilibrio y yo lo acompañé en su caída, procurando protegerla con mi cuerpo.

La bala continuó lentamente su vuelo y por fin se incrustó en la pared opuesta. Jyp, que no comprendía nada de todo aquello, correteaba entre las «petrificadas» personas de la habitación y me vi obligado a sujetarle para que no las mordisqueara con objeto de atraer su atención.

Nunca es fácil calcular el tiempo y en semejantes condiciones lo era mucho menos. De todas formas, calculo que por lo menos transcurrieron quince o veinte minutos antes de poder comprobar alguna reacción facial a mi disparo. Finalmente, los ojos de Martinaud parecieron salirse de sus órbitas y la boca de Aline se abrió poco a poco, mientras en su cara comenzaba a reflejarse el miedo. Entonces me dirigí a una de las mesas y escribí lentamente a lápiz:

«Estoy aquí con Jyp, pero ustedes no pueden vernos. No vivimos en su tiempo y les vemos como si fueran estatuas. Un segundo de "ahí" equivale a tres o cuatro horas de "aquí". ¿Podrían hacer algo por nosotros? Sea lo que sea, dense prisa».

Yvon.

Enrollé el papel y lo metí en el cañón de la pistola. Después coloqué ésta sobre la mesa. Todos se volvieron a mirarla con asombro.

A partir de aquel momento, tuve que pasar largas horas de paciente espera. Poco a poco les vi reaccionar ante el disparo. El primero en descubrir el arma fue Martinaud. Jyp se había dormido y yo, cuando el doctor se inclinó para recoger el arma, le imité. Entretanto el profesor se había estado volviendo hacia la boquiabierta Aline, que se encontraba en la misma ridícula postura de un boxeador groggy intentando levantarse.

Ya no pude ver más. Estaba dando cabezadas y se me cerraban los ojos. Cuando algunas horas más tarde me desperté, con todo el cuerpo dolorido, el profesor ayudaba a Aline a levantarse y la mano de Martinaud acababa de levantar la pistola de la mesa. Por fuerza tenía que ver el papel metido en su cañón, pero pasarían horas, tal vez días, antes de que llegara hasta mí una respuesta. Me levanté, desperté a Jyp y nos fuimos los dos a la cantina para reponer las fuerzas y buscar un sitio confortable donde dormir.

Al despertarme, volví al laboratorio. Martinaud había desenrollado mi mensaje y se dedicaba a leerlo. El profesor Massel, que seguía sujetando a Aline por el brazo, miraba hacia el doctor con la boca torcida, como si estuviera hablando.

El resto ya lo conocen. Transcurrió por lo menos un mes antes de que al profesor Massel se le ocurriera la idea de la inyección intravenosa y me comunicara su plan por escrito. Debido a ello, tuve tiempo sobrado para escribir este informe, que voy a depositar en la cabina experimental por si el procedimiento del profesor resulta… malo.

* * *

Aquella noche, cuando Yvon Darnier volvió en sí, se encontraba en la enfermería, con Aline, inclinada hacia él, sonriéndole.

—¿Cómo se siente? —le preguntó en voz baja.

—No muy bien. Me duele por todas partes. ¿Pero dónde…? ¡Dios mío! ¡Jyp! ¿Lo ha traído también el viejo?

—El doctor Martinaud y el profesor vendrán de un momento a otro, Yvon. Ellos le dirán… No haga esfuerzos inútiles.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? ¿A qué vienen todas estas vendas?

—Está usted lleno de quemaduras…

—¿Quemaduras? ¿Cuándo y cómo me las he hecho? ¡Ah! ¡Profesor! ¿Qué ha pasado?

—Algo muy desagradable, Yvon —dijo Xavier Massel sentándose al lado de la cama—. No resulta fácil de explicar. Hace tres días, usted se puso voluntariamente en estado de hibernación consciente…

—Todo eso ya lo sé, profesor. ¿Y después?

—Al dar por terminada la experiencia, le pusimos una inyección que debía devolverle al ritmo normal, pero la cosa no funcionó bien… En lugar de recuperar ese ritmo, lo sobrepasó con mucho, acelerándose… qué sé yo… cien o doscientas veces más de lo normal.

—Entonces mis hipótesis eran acertadas. Mientras ustedes vivían una fracción de segundo, yo vivía una hora o más. ¿Dónde está Jyp? ¿Ha conseguido recuperarlo?

—Sí. No se preocupe por él, subteniente.

—¿Pero cómo…?

—Ya se lo contaré después… —dijo el profesor levantándose—. Ahora enséñeme las quemaduras.

—¿Cómo me las produje?

—¿Le costaba bastante trabajo moverse, no? Y seguramente tenía mucho calor…

—Sí. El aire era espeso y pegajoso… Una especie de jarabe de malvavisco. ¿Cómo lo sabe usted?

—La velocidad de sus movimientos, la respiración… Todo eso debió provocar una violenta fricción del aire. Incluso estoy sorprendido de que no se quemara mucho antes, como un meteoro.

—¿Como un meteoro?

—Sí, subteniente. Hágase cargo de que se movía a tal velocidad que el ojo humano no podía verle.

—Por eso mis vestidos estaban siempre chamuscados y con desgarrones… Recuerdo haber utilizado varias bicicletas, pero los neumáticos reventaban en seguida. ¿Y esos gongs que oía con tanta frecuencia? ¿A qué los atribuye?

—No, desde luego, a su imaginación. La explicación es bastante sencilla. Probablemente se trataba de llamadas telefónicas. Lo que para nosotros constituye un sonido continuo, para usted se convertía en una serie de sonidos aislados, separados entre sí por largos períodos de silencio. Y si estos sonidos parecían provenir de un gong, es porque las ondas acústicas, como todo lo demás, se transmitían con mucha lentitud dentro de su tiempo. Al reducir la velocidad de un disco, se oyen sonidos progresivamente más graves.

—Pero ¿por qué podía oír el timbre del teléfono y los otros sonidos no?

—No lo sé con exactitud. Seguramente, el umbral de percepción de su oído era muy inferior al normal… Quiero decir que sólo podía percibir una amplitud muy débil de vibraciones. Por lo que toca a las luces, está bastante claro. En los sitios donde había corriente alterna —el metro, por ejemplo— usted tenía la impresión de apagones… La corriente alterna va y viene cincuenta veces por segundo. Aquí mismo tenemos ese tipo de electricidad: mire la bombilla que hay encima de su cama con los ojos entornados y verá cómo la luz parece vacilar. Con cada una de esas vacilaciones se iniciaba para usted un período de oscuridad, que duraba, o parecía durar, varios minutos. Si hubiera dispuesto de un método más preciso para medir el tiempo, ahora podríamos calcular la velocidad a la que ha vivido durante una hora.

—Cuatro o cinco meses, creo.

—Tal vez. Es difícil de decir, subteniente. Vivir a ese ritmo desgasta al organismo mucho antes de lo normal… El cuerpo humano no está hecho para aguantar esas velocidades y…

—Y yo he envejecido mucho, ¿no?

—No… no lo sé. Biológicamente ha debido envejecer varios años. Todo depende de lo que sienta…

El doctor Martinaud y Aline entraron en la habitación y miraron al profesor, que les hizo una seña.

—Sí, se lo he dicho y… creo que comprende.

—Efectivamente. Comprendo. ¿Querría traerme un espejo, Aline?

—No me parece… —tartamudeó la enfermera, mirando al profesor con aire desesperado.

—¿Y si esperara un poco, Yvon? —dijo Martinaud—. Ahora está lleno de quemaduras y su aspecto no es muy agradable. Pero eso pasará. Espere a volver… a la normalidad…

—¿Tan grave es la cosa? Aline, por favor, estoy seguro de que en su bolso hay un espejo.

Cuando la enfermera volvió algunos minutos más tarde, sacando del bolso el espejo que Yvon le había pedido, el doctor Martinaud estaba cerrando los ojos de un individuo muy viejo, que acababa de morir. Los ojos de Aline se llenaron de lágrimas, mientras guardaba el espejo, ya inútil, en el bolsillo de la blusa.

—Está…

—Sí —contestó el profesor Massel—. Envejecía muy rápidamente.

—¿Qué edad tenía ahora, según sus cálculos?

—Cualquiera lo sabe —dijo Martinaud levantándose—. En mi opinión, su cuerpo es el de un hombre que tuviera más de cien años.

—Su perro ha vuelto —dijo el profesor secándose las gafas—. Está debajo de la cama.

Martinaud se inclinó y sacó el cadáver de un cocker muy viejo, que había perdido casi todo su pelo.

—No estaba ahí a la hora de comer. ¿Cómo se las ha arreglado para entrar?

—Estaba, sin la menor duda. Sólo que usted no podía verlo —dijo el profesor saliendo de la habitación.