En alguna parte, a lo lejos, el silbido de la locomotora desgarró la noche; un instante más tarde, el martilleo de las ruedas sobre el cambio de agujas de la estación puso fin al tac-tac elástico y rítmico de los raíles.

Hundido en su rincón y con la frente apoyada en el cristal, el señor Jadant se esforzó vanamente en traspasar con la mirada el negro velo de la noche. Un segundo silbido, una curva y, mientras la fuerza centrífuga aplastaba la nariz del señor Jadant contra el vidrio, repentinamente iluminado, la pequeña estación surgió de improviso ante sus ojos. Un individuo provisto de un farol, un agrio tañido de campana y nuevamente la oscuridad de la noche, seguida por otro cambio de agujas, que sacudió brutalmente las caderas y las piernas de los soñolientos viajeros… Después, la subida silenciosa. ¡Sí, sin la menor duda, el vagón subía, subía…!

—¡Ya está aquí! —dijo el señor Jadant en voz alta, alzando las rodillas hasta la cara y apoyando en ellas la frente, con el tiempo justo para… salir despedido hacia delante como una bala de cañón.

La chiquilla sentada frente a él, que no había sabido contener un estallido de risa cuando le vio ponerse las zapatillas y colocar los zapatos en la red portaequipajes, no se dio cuenta de nada y no tuvo reflejo alguno. El señor Jadant sintió que sus rodillas se hundían en el cuerpo pequeño y blando de la niña, mientras su calva cabeza se estrellaba dolorosamente contra la cara de la criatura, cuyos huesos crujieron con el mismo ruido seco de los bizcochos que un momento antes se había comido.

Después de cada golpe, sin aflojar los dientes y permaneciendo siempre en aquella postura de pelota, el señor Jadant resoplaba y gruñía como un viejo boxeador. Y hubo centenares, millares de choques y sacudidas, que se sucedieron hasta la desesperación. Durante veintiséis años, el tiempo que llevaba de viajante (más de la mitad del cual había transcurrido en trenes), el señor Jadant había pensado infinidad de veces en aquel momento preciso. Durante veintiséis años había evitado cuidadosamente los vagones de cabeza y de cola, siempre los más peligrosos en caso de catástrofe. Durante veintiséis años lo había pensado, calculado y previsto todo. Y ésta era la razón de que al primer signo de alarma, como un soldado perfectamente adiestrado, hubiera levantado las piernas y hubiera adoptado aquella forma de bola, la mejor sin duda para salir bien librado del accidente. Pero lo que el señor Jadant no había previsto, era la duración. ¡Jamás hubiera creído que un maldito descarrilamiento podía durar tanto! Ni que todo fuera a suceder con tan escaso ruido. Se habían escuchado, desde luego, crujidos, golpes sordos, desgarrones, roturas de cristales y chasquidos de vigas, pero nada comparable, por ejemplo, al infernal estrépito con que suelen rodearse semejantes escenas en las pantallas de cine.

Un nuevo golpe, seguido del rechinamiento ronco y desagradable de una plancha metálica; un haz de chispas y, bajo su codo izquierdo, bruscamente levantado, el señor Jadant sintió que una especie de abrasadora serpiente desgarraba sus ropas y le aplastaba las costillas. Una última serie de sacudidas, un lento balanceo y, por fin, la inmovilidad en medio de un extraño silencio.

Muy cerca, procedente de un compartimento vecino, se elevó un vago cuchicheo, igual que cuando un tren se detiene durante la noche en pleno campo. Después se oyeron pasos apresurados a lo largo de la vía, un niño se puso a llorar y, casi al mismo tiempo, se oyó un grito femenino, un grito inhumano y monstruoso, como sólo puede darlo una mujer que acaba de descubrir la pérdida de sus piernas.

El señor Jadant se hallaba sujeto a tantas y tan variadas presiones, que no conseguía hacerse una idea exacta de cuál era su posición en medio de los escombros. Ya no tenía forma de pelota: su brazo derecho estaba torcido bajo él, pero podía mover la mano en un espacio vacío y pensó que aquello era una buena señal. Su codo izquierdo se encontraba a la altura de la cabeza y con los dedos de la mano izquierda podía rozar un pie descalzo que parecía balancearse en el vacío. Un objeto irreconocible pero de singular dureza, le obligaba a mantener el cuello inclinado, aplastándole la cabeza contra el hombro derecho.

Sin demasiadas dificultades, el señor Jadant consiguió llevarse la mano izquierda a la cabeza y, al tocar, comprobó que el objeto en cuestión era una enorme maleta. Le pareció que si se las arreglaba para empujarla un poco hacia la derecha, podría liberar el cuello. Lentamente, centímetro a centímetro, luchando contra toda clase de resistencias, el señor Jadant consiguió apartar la maleta, pero apenas había empezado a mover su dolorida cabeza, cuando una mole blanda, húmeda y caliente se abatió sobre ella. «Nom de Dieu!», gruñó mientras intentaba desembarazarse de aquel nuevo obstáculo. «Nom de Dieu!», repitió un momento más tarde, cuando sus dedos se hundieron en la masa viscosa de un cráneo aplastado.

Por todas partes, en torno a él, se oían ya gentes removiéndose entre juramentos o quejas. La mujer del grito estaba ahora callada, pero algo más allá podían escucharse los infernales bramidos de un hombre.

—¡Las piernas!… ¡No siento las piernas! —balbuceó el señor Jadant, repentinamente enloquecido.

Pero estaban allí, con él, extendidas, casi derechas. Las dobló dulcemente, con precaución, y después buscó un punto de apoyo que le sirviera para levantarse un poco y liberarse.

Cuando, finalmente, lo encontró, oyó un grito bajo él.

—¡El pie! ¡Quite el pie! —dijo una voz femenina.

—¡No puedo, nom de Dieu! —respondió el señor Jadant, apoyándose con todas sus fuerzas en la mujer, que empezó a aullar. Pero en lugar de subir, como había esperado, el señor Jadant notó que se hundía un poco más en el cuerpo situado a sus pies.

En aquel momento sonaron pasos en el sendero paralelo a la vía y el señor Jadant comenzó a pedir socorro sin darse cuenta de que otras muchas voces, en torno a él, lo pedían también.

Hasta bastante tiempo después no percibió movimiento alguno sobre él. Debía haberse adormilado un poco o, en cualquier caso, tenía los ojos cerrados, porque la oscuridad anterior había sido sustituida por una especie de lívido resplandor, que surgía del hueco existente bajo su brazo y cuyo foco difusor permanecía fuera de su visión.

—¡Socorro! —gritó con una voz que ni él mismo reconocía.

—Por aquí hay alguien vivo —dijo una voz muy cercana—. Me parece que está ahí. Páseme el gato.

Varias personas se movían encima de él.

—Es una niña…, pero está muerta.

—Debajo… Hay un hombre… Puedo ver su brazo. ¡Con suavidad!

De repente, la cegadora luz del día y una bocanada de aire frío espabilaron completamente al señor Jadant.

—¡Ánimo, que ya llegamos! —dijo un hombre inclinado sobre él, mientras otro levantaba una por una las maletas y, a continuación, el asiento destripado, bajo el cual apareció el individuo cuyo pie descalzo había tocado el señor Jadant, y que yacía inmóvil, con el cuello roto y la cabeza apoyada en la red portaequipajes, como en una cruz.

Un tercer individuo, con la camisa manchada de sangre, se deslizó hasta el señor Jadant, tocándole el cuerpo con las manos.

—Hay algo que le presiona… ¿Le hace daño?

—No… No lo sé.

—Páseme una jeringa —dijo el individuo en cuestión a alguien inclinado tras él. Después, dejando el brazo del señor Jadant al descubierto, le puso una inyección.

—Ya no será largo… —añadió.

—¡Eso espero! ¡Me las pagarán! —gruñó el señor Jadant, que sentía unas repentinas ganas de vomitar.

Durante bastante tiempo los hombres continuaron afanándose en torno a él, que aguardaba con los ojos cerrados, porque de esta forma sus náuseas eran menos apremiantes. A pesar de ello, pudo ver bajo sus pies, muy cerca, el chorro de fuego de un soplete.

—¡Con cuidado! —gimió el señor Jadant cuando finalmente, unas sólidas manos se deslizaron bajo sus axilas.

—No, no tire. Hay un raíl que le ha atravesado la ropa bajo el brazo. Deme unas tijeras para cortar todo esto.

El señor Jadant se sintió, por fin, izado a plena luz y transportado por dos docenas de manos hasta una camilla de hule, donde alguien vestido con una bata blanca le puso una nueva inyección antes de envolverlo en una enorme manta gris.

Cuatro hombres levantaron las parihuelas con precaución y avanzaron entre dos hileras de cabezas inclinadas. Algunas torcían el gesto.

—No, no es él —dijo una mujer al verle pasar. Y un momento más tarde, como si de repente se diera cuenta—: ¡Oh! ¡El pobre!

«Debo tener un aspecto horrible», pensó el señor Jadant, que no se sabía teñido por la sangre de la chiquilla contra la que había sido proyectado.

Por fin colocaron la camilla en la ambulancia, debajo de otra pesadamente cargada, de la cual se escurrían gotas de sangre. Se oyó el chasquido de la puerta, tosió el motor y, mientras la mujer de arriba gritaba a cada sacudida del coche, el señor Jadant se limitaba a repetir: «¡Me las pagarán! ¡Todo esto les va a costar muy caro!».

—No hay que llorar, señora, sobre todo delante de su marido —dijo la Hermana.

—¿Cómo está el pobrecillo? —preguntó la señora Jadant, jadeando y estirándose inútilmente la chaqueta de su traje sastre negro, que adivinaba completamente arrugado por el largo viaje nocturno.

Cuando el tren llegó a la estación, apenas había luz. Con su pequeña maleta en la mano y tiritando tras el calor del compartimento, la señora Jadant atravesó las calles estrechas y todavía desiertas de la minúscula ciudad provinciana, deteniéndose en una sola ocasión para preguntar por el camino del hospital. Después, ante las cerradas y silenciosas puertas de éste, titubeó un instante; por fin, tras colocar su maleta en el porche para remeter debajo de su pequeño sombrero las largas mechas grises que asomaban por él, sacudió la gruesa empuñadura de cobre de la campanilla.

—Está muy bien y lleno de ánimo. Sor Cécile la llevará a su lado, señora. Pero no podrá quedarse mucho tiempo, porque no es hora de visitas.

—Sí, lo comprendo, hermana. ¿Podría ver al doctor hoy mismo?

—Desde luego. Vuelva aquí y ya me cuidaré yo de presentárselo cuando venga para la consulta de las nueve.

La señora Jadant vio desde lejos a su marido, instalado al fondo de una sala donde dos monjas distribuían las tazas de café colocadas sobre un carrito que avanzaba lentamente entre las camas.

—¡Mi pobre Louis! —dijo cuando llegaba junto a él, abriendo desmesuradamente los ojos al distinguir un rosario entre sus dedos, piadosamente cruzados sobre la blanca sábana.

—Es la voluntad de Dios, querida —repuso el señor Jadant, mientras su mujer se inclinaba sobre él para besarle.

Y, como la cara de Sor Cécile quedó momentáneamente oculta tras ella, subrayó sus palabras con un prolongado guiño.

—¿Te duele… mucho? —preguntó la señora Jadant, visiblemente desconcertada.

—No… Es decir: ahora no. No siento nada, absolutamente nada en las piernas. Igual que si no las tuviera.

—¡Dios mío!… ¿Y cómo has llegado a eso?

—No lo sé. Tenía un peso enorme en la espalda y estuve horas y horas aguantándolo en forma de arco para no aumentar los sufrimientos de una pobre mujer que estaba debajo y a la que la presión de los escombros hacía gritar incesantemente. Tal vez, como consecuencia, mi columna vertebral… En fin, sólo se trata de una suposición…

—Es muy valiente y reza mucho. Un verdadero santo… —dijo Sor Cécile un poco más tarde, mientras conducía a la señora Jadant hacia la puerta de salida.

—¿Usted cree? —contestó ésta con aire preocupado, preguntándose si aquella parálisis de las piernas no se debería a un golpe en la cabeza.

Sólo dos días después, coincidiendo con su última visita antes de volver a casa, la señora Jadant reunió suficiente valor para preguntar:

—¿Pero qué va a ser de nosotros, mi pobre Louis, si tu parálisis no tiene cura?

—Dios proveerá, querida —respondió su marido, al ver que Sor Cécile se aproximaba por el corredor. Y después, bajando la voz—: Para empezar, está el seguro; y luego el ferrocarril, que también aflojará la mosca… Una parálisis de las dos piernas tiene su precio —añadió en tono aún más bajo, guiñándole un ojo a su mujer. Y al comprobar que Sor Cécile se inclinaba sobre la cama vecina, terminó en voz alta—: Con la ayuda de Dios, aprenderé en seguida otro oficio. Descuida, que alguna utilidad sabré encontrarle a mis diez dedos.

—¿Tú crees? —contestó la señora Jadant, acordándose del único cuadro que su marido había intentado colgar en su vida y cuyo cristal había roto al caérsele el martillo de las manos.

La compañía de ferrocarriles hizo bien las cosas. No sólo el señor Jadant fue conducido hasta su casa en una ambulancia de lujo, sino que la semana anterior unos señores habían ido a medir la anchura del pasillo y la altura de los escalones de la cocina, para que los obreros pudieran transformar éstos, de acuerdo con sus datos, en un largo plano inclinado hasta el jardín. Finalmente, la víspera del gran día, una soberbia silla de ruedas completamente nueva, de esmalte negro con bordes dorados, asiento y respaldo de cuero amarillo, fue introducida en el domicilio de los Jadant con gran pompa. Los vecinos acudieron a admirar los diversos accesorios que la completaban: mesita inclinada para la lectura, gran mesa giratoria para la comida o el trabajo y, en una palabra, cuanto podía desearse para la comodidad y bienestar de un paralítico.

Pero el asombro de los vecinos alcanzó su grado máximo cuando la ambulancia se detuvo ante la puerta de la casa y la señora Jadant salió de ella para recibir a su marido. En lugar del enfermo, del hombre pálido y desfallecido que esperaban, del despojo viviente al que los camilleros tendrían que transportar con especial dulzura, los inquilinos de las casas próximas vieron salir del coche a un señor Jadant fresco y sonriente, de mirada alegre, que se balanceaba muy erguido sobre unas magníficas muletas cromadas y que sólo aceptó ayuda para subir la gran escalinata central. Al pie de ella, dos enfermeros se hicieron cargo de las muletas y le llevaron en volandas hasta el interior de la casa.

Por fin, el señor Jadant fue depositado en su espléndida silla de ruedas y los camilleros le dejaron dándose aires de superioridad en el centro de su nuevo cuarto, el saloncito de la planta baja, donde la señora Jadant había hecho instalar una cama, tras desembarazar la habitación de varios veladores, de tres sillas doradas y de la gigantesca planta que languidecía, aprisionada en su tiesto, al lado de la ventana. Sin la redonda mesa, escondida bajo el paño de terciopelo color de albaricoque, bordeado por una cinta dorada, que servía de soporte al inmenso costurero tapizado de conchas de caracoles sobre el que podía leerse «Recuerdo de Cabourg», la habitación resultaba casi confortable.

Y fue allí donde los vecinos, una vez que la ambulancia partió, fueron introducidos, uno por uno o en pequeños grupos, para que estrecharan la mano del infortunado señor Jadant. Todos esperaban oír de su boca la descripción detallada de la catástrofe, de aquella terrible noche cuyos detalles conocían perfectamente a través de unos periódicos que habían conservado con singular celo (no todos los días se tiene la oportunidad de conocer a una víctima de carne y hueso); pero el señor Jadant se limitó a hablar, una y otra vez, de Dios, de su prodigiosa misericordia y de Su infinita bondad. Algunos vecinos, visiblemente molestos, no supieron qué decir y se limitaron a cambiar miradas de tapadillo con la señora Jadant; otros aprobaron con un suspiro o una inclinación de cabeza.

—Está como una cabra —dijo el bodeguero, ya de regreso a su mostrador, llevándose el dedo índice a la sien.

—Ese buen hombre ha tenido un pie en la tumba —puntualizó el carnicero. Y en cuanto le sirvieron su habitual vino blanco, añadió—: Hay que haber pasado por una cosa así para poder hablar como él lo hace.

—Y ahora cierra las persianas y la verja del jardín. Quiero enseñarte una cosa —ordenó el señor Jadant a su mujer, cuando el último visitante desapareció.

—Pero va a estropearse la comida, Louis… Te había hecho un pollo estupendo…

—Haz lo que te digo —insistió el señor Jadant.

—Como quieras —dijo ella encogiéndose de hombros y yendo a cerrar la verja.

Cuando, después de echar las persianas y de correr cuidadosamente las cortinas de terciopelo verde ciruela, la señora Jadant se volvió hacia su marido… y le vio en pie, más derecho que un huso, al lado de su silla de ruedas, sólo pudo balbucir: «¡Eso era!».

El señor Jadant, sonriendo ligeramente, con las manos en las caderas, la espalda recta y el estómago hundido, se elevó sobre la punta de sus pies y descendió lentamente, sin inclinar el busto y separando las rodillas.

—¿Qué te parece? —dijo, con la cara encendida, pero lleno de orgullo, tras una tercera y última flexión.

—¿Entonces te han curado?

—¡Pero querida, qué tonta eres a veces! Claro que no me han curado. Ya sabes que soy incurable. Tengo una doble rotura de… de no sé qué diablos. Todo viene explicado en el diagnóstico del profesor, del gran jefe como ellos le llamaban, que la compañía de ferrocarriles envió expresamente desde Burdeos. ¿Te das cuenta?

—Pero, entonces… ¿te has curado tú solo?

—¿Yo? ¿Curarme solo? ¡De ningún modo! Ya te he dicho que soy incurable. Y lo seguiré siendo hasta que el ferrocarril me pague. Después, si me curo, será por obra y gracia del buen Dios. ¡Por una vez, servirá para algo!

—Explícate, Louis. No te comprendo. ¿Qué quieres hacer? Tengo el presentimiento de que todo esto sólo nos va a traer complicaciones —dijo la señora Jadant, al borde del llanto.

—¡Las mujeres sois siempre igual! ¡No lloraste al verme paralítico y ahora, que sabes que no lo estoy, te pones a gimotear! ¿No comprendes que los he engañado a todos, a pesar de sus títulos? ¡A los médicos, a los profesores, a los expertos y al resto de la pandilla que se dedicó a mirarme, a apretarme, a palparme y a pincharme durante las veinticuatro horas del día! ¡He ganado, ya te lo he dicho! Sólo falta esperar que suelten la guita… y te aseguro que no tardarán mucho.

Efectivamente, no tardaron. El señor Jadant rechazó varias veces la tentadora pensión mensual que le ofrecía la administración del ferrocarril. Parecía lógico que un hombre mutilado, incapaz de trabajar, prefiriera la seguridad de una suma periódica y fija, no muy alta sin duda, pero que al menos le garantizara el sustento. Sin embargo, el señor Jadant no cedió en este punto y sólo se avino a firmar el trato cuando le ofrecieron una cantidad global de cinco millones en pago de toda la deuda. Entonces movió la cabeza afirmativamente y al día siguiente se firmaba el acuerdo.

—Ya lo has conseguido —dijo su mujer, contemplando el cheque que los representantes de la Compañía acababan de dejar sobre la mesa—. ¿Y qué piensas hacer ahora con ese dinero? No puedes tocarlo, porque en cuanto sepan que andas, te obligarán a devolverlo.

—¿Sí? ¿Tú crees? ¡Bueno, ya te convencerás! Con esos cinco millones, de entrada, voy a comprarme un coche.

—¿Para qué?

—Para seguir con las representaciones, naturalmente. Se ha terminado eso de perder la vida en los trenes. Con un buen coche, podré ultimar muchos más tratos que antes. Soy muy conocido y…

—Estás loco, Louis. Te quitarán el coche. ¡Y suerte tendrás si no te envían a la cárcel!

—¡No hables tan fuerte, nom d’un chien! Mira a ver quién acaba de llamar a la puerta del jardín —dijo el señor Jadant, sentándose en su silla de ruedas.

—Es el cura…

—Perfecto. Hazlo entrar. Espera: pásame antes el rosario. Está allí, en el bolsillo de la chaqueta. ¡Venga, vete a abrir ahora!

El cura volvió a menudo. Sentía una sincera admiración por aquel hombre, cruelmente golpeado en la flor de su edad, que reencontraba a Dios y casi llegaba a agradecerle su parálisis. El cura se las había visto, a lo largo de su vida, con enfermos de todas clases; los había conocido lastimeros, tranquilos, resignados, Pero nunca tan alegres y aparentemente felices como el señor Jadant. Junto a él, en conversaciones salpicadas de risas, había estudiado las ocupaciones posibles para un hombre que ha perdido el uso de sus extremidades inferiores.

Vivía en el pueblo una joven paralítica, que había comprado una máquina de tricotar y que hacía chalecos de punto, jerseys y chales. Poco a poco había conseguido hacerse una clientela entre las merceras del barrio. El cura, convencido de que la risa abierta del señor Jadant llenaría de ánimo a la pequeña Raymonde, propuso al antiguo viajante que fuera a visitarla. Ella también era valiente, pero con un valor excesivamente resignado; la muchacha carecía de aquel calor interno, de aquella ardiente confianza que brillaba en la mirada del señor Jadant.

La primera salida de éste se vio rodeada de gran solemnidad. El cura vino a buscarle y empujó personalmente el hermoso sillón de ruedas, mientras la señora Jadant, vestida con su traje de chaqueta negro, caminaba a su lado. Por todas partes la gente se volvía al verlos pasar e incluso los jugadores de tute dejaron sus cartas sobre la mesa cuando la comitiva cruzó por delante del Casino.

—Ya les había dicho que el pobre Jadant estaba completamente chalado —dijo el patrón golpeándose la frente con el dedo.

—Ya hemos llegado. Es la casa de la esquina, aquélla de allí abajo —dijo el sacerdote—. Y mire, ahí tenemos a la propia Raymonde, que nos espera detrás de su ventana.

—¿Cuál es?

—La del primer piso… La primera a la izquierda, encima de la tienda de pinturas.

El señor Jadant vio el rostro pálido y de niña triste de Raymonde y, con una ancha sonrisa, le dedicó un ampuloso sombrerazo.

El sillón de ruedas se reveló excesivamente voluminoso para la estrecha escalera, pero el comerciante de pinturas se apresuró a traer una silla, y gracias a la colaboración de su dependiente y del propio cura, que resoplaba como una ballena, el señor Jadant fue finalmente depositado junto a la joven paralítica. Ésta contempló con una especie de pasmo la entrada en su habitación de aquel hombre, que hablaba en voz muy alta y que se reía de los esfuerzos de sus portadores, dándoles las gracias por todo.

—No se da cuenta. Se diría que no sabe lo que esto significa —dijo dulcemente Raymonde tras la marcha, igualmente pintoresca, de su visitante.

—¡Pero es una locura, Louis! No vas a gastarte casi trescientos mil francos en una máquina de tricotar que nunca va a servirte para nada —dijo la señora Jadant después de cerrar herméticamente las persianas.

El señor Jadant aguardó en silencio a que su mujer corriera las cortinas y luego, quitándose los zapatos nuevos —era preciso que las suelas se conservaran limpias y relucientes—, se enderezó sobre la punta de sus pies, se puso las manos en las caderas y llevó a cabo media docena de flexiones. Después se dedicó a saltar sin moverse del sitio, como había visto hacer a los boxeadores durante sus horas de entrenamiento. Necesitaba llevar a cabo operaciones de ese tipo porque se notaba excesivamente anquilosado.

—¿Vas a comprar de verdad esa máquina? —insistió su mujer.

—Sí, e incluso voy a aprender a servirme de ella y a hacer chales que tú llevarás a una dirección que me ha dado la pequeña Raymonde. No hay que dejar nada al azar ni descuidar ningún detalle. No me gustaría que se les pasara por la cabeza la idea de recuperar este dinero.

—¿Pero hasta dónde pretendes llegar, Louis? ¿Vas a decírmelo de una vez?

—En realidad, no hay motivo alguno para ocultártelo. Puedes hablar de ello por todas partes, con los vecinos, en las tiendas, como si se tratara de un proyecto más o menos vago para el porvenir. Sí, no estará de más que yo mismo parezca convencido de que la idea viene de ti.

—¿Pero qué idea?

—Vamos a hacer, los dos juntos, un pequeño viaje o, más bien, una peregrinación. Saldremos en cuanto empiece el buen tiempo.

—¿Adónde quieres ir? ¿Crees que la gente no va a enterarse de dónde estás?

—Claro que se enterará. No pienso hacer misterios. Iremos a Lourdes y lo proclamaremos a los cuatro vientos. Cuando lleguemos allí, sanaré. ¡Un milagro, querida!

Bien abrigado y confortablemente sentado, sobre su silla de ruedas, en un soleado rincón del jardín del hotel de primera categoría donde se habían instalado la víspera, el señor Jadant se sentía contento. Le dolían algo los brazos, porque el día anterior y aquella misma mañana había considerado oportuno imitar a los fieles que oraban en la Gruta con los brazos en cruz. Y aunque él, naturalmente, lo hizo desde su cómodo sillón, el truco no por ello dejó de causar cierto efecto, puesto que un sacerdote vino a arrodillarse a su lado.

Por enésima vez, el señor Jadant pasó revista a los acontecimientos de los últimos meses. A pesar de sus esfuerzos, no conseguía encontrar el menor fallo; nada, absolutamente nada, ni en sus palabras ni en sus actos, podía sembrar la sospecha de que su parálisis no fuera auténtica. La señora Jadant había hablado tanto de una peregrinación a Lourdes, que por fin el propio cura vino personalmente a pedirle que consintiera en ese viaje, aunque sólo lo hiciera por dar gusto a su mujer.

—Si yo no me quejo de mi suerte, padre —respondió el señor Jadant, con los ojos clavados en su máquina de tricotar—. Dios lo ha querido así y ahora empiezo a ganarme un poco la vida gracias a esta máquina. La semana pasada vendí mis primeros chales. Este viaje sólo le traería una decepción a mi pobre mujer, porque no veo ni el motivo ni la posibilidad de un milagro en favor mío. No, no hay motivo alguno —añadió sonriendo.

Pero el buen clérigo, sin dudar sobre la verdadera explicación de aquella sonrisa, se creyó obligado a protestar:

—¡Hijo mío, no tiene usted ningún derecho a hablar así!

La víspera de su partida, el señor Jadant decidió, sin previo aviso, hacer una nueva visita a la muchacha Paralítica.

—Rezaré también por usted y le traeré un poco de agua de la Gruta, señorita Raymonde —dijo en el momento de hacerse bajar hasta el entresuelo.

—Gracias, señor Jadant. Yo también rezaré por usted. Precisamente ahora estoy ahorrando y espero nacer mi peregrinación a Lourdes de aquí a dos o tres años.

—¿Te das cuenta? —le había explicado luego a su mujer—. Cuando vuelva podré regalarle mi silla de ruedas, al fin y al cabo no me ha costado nada, y, de paso, le venderé la máquina de tricotar a buen precio para que me la pague poco a poco.

El viaje pertenecía ya al pasado. No había sido empresa fácil meterle en el tren y, una vez en él, apenas había podido dormir por culpa de las piernas, pero después todo había marchado de maravilla. Dos camilleros tan benévolos como experimentados le habían sacado sin dificultad del compartimento, mientras su sillón de ruedas era extraído del furgón de equipajes.

El número de peregrinos aún no era muy elevado. El señor Jadant prefería un pequeño milagro, tranquilo y casi solitario, en vez de protagonizar un gran prodigio en medio de una enorme peregrinación, donde se arriesgaba a las miradas impertinentes de los curiosos… de los periodistas e incluso de los fotógrafos. Por otra parte, había renunciado a la idea de dejarse «milagrear» durante la misa matinal, porque en ella también corría el peligro de llamar la atención más de la cuenta. El señor Jadant había leído que los sacerdotes de la Gruta se habían visto obligados en varias ocasiones a luchar con uñas y dientes contra las masas de fieles delirantes, que querían acercarse para ver y tocar al sujeto del milagro. No, era necesario que todo transcurriera de la forma más tranquila posible, aunque desde luego en presencia de varios testigos y de, por lo menos, un sacerdote. Las últimas horas de la mañana parecían las más indicadas, pero marcándose un compás de espera de uno o dos días. No tenía la menor prisa. La señora Jadant, por su parte, estaba cada vez más inquieta.

Y el día elegido para la farsa intentó nuevamente disuadir a su marido.

—¿No crees que harías mejor en sanar después? Muchos sólo se curan al regresar a sus casas.

—¡No, no y no! Esto tiene que suceder sin trampa ni cartón. Es preciso un milagro, acaso incomprensible, pero de una evidencia tal que nadie pueda poner en duda. Vamos… Hace buen tiempo y, si no hay demasiada gente, en la Gruta va a producirse hoy una pequeña demostración de la misericordia divina.

—Louis, tengo miedo…

—¡Ah, no! ¡No es el momento de eso! Por lo demás, tú no tienes que hacer nada y unas lagrimitas, incluso, no le extrañarán a nadie. Recuerda: yo no voy a levantarme y a caminar de primera intención. Si ves que nadie me mira en el momento de ponerme de pie, gritas un poco para llamar la atención. Después, déjame actuar a mí y no tengas miedo cuando me veas caer al suelo. Es lo lógico… Un paralítico beneficiado por un milagro no se va a poner a correr de golpe y porrazo. ¡Vamos!

Temblorosa como una hoja, la señora Jadant empujó a su marido hasta la verja de la Gruta.

—Ya está bien… Déjame… —cuchicheó él.

La gente, alrededor de ellos, iba y venía. Otros rezaban; algunos, incluso, en voz alta. Sin ocuparse de nadie, el señor Jadant dijo y redijo su rosario; después oró largamente con los brazos en cruz.

Todo sucedió exactamente como estaba previsto y siquiera la pálida y vacilante señora Jadant tuvo demasiado miedo al ver que su esposo se erguía lentamente, siempre con los brazos extendidos. Cuando se disponía a gritar, un soldado se volvió hacia ellos con la boca abierta.

—¡Puede andar! ¡Puede andar! —gritó una mujer arrodillada al darse cuenta de que el señor Jadant daba tres pasos titubeantes hacia la reja.

—¡Milagro! ¡Milagro! —vociferó al mismo tiempo una voz masculina, mientras un sacerdote se lanzaba hacia el señor Jadant, que acababa de derrumbarse ante la verja.

—¡Otra vez puedo andar! —tartamudeó éste, al ver que el soldado y el sacerdote hacían ademán de levantarlo—. ¡Déjenme, ya les he dicho que puedo andar!

Y se derrumbó de nuevo.

La señora Jadant no comprendió la terrible verdad hasta mucho más tarde, en la enfermería, cuando oyó jurar y blasfemar a su marido mientras un médico le examinaba.

—¡Rece! ¡Rece! —casi gritaba el sacerdote—. ¡No es posible que el milagro no se reproduzca!

Impotente, el médico se encogió de hombros, mientras el señor Jadant, echando espumarajos por la boca y con la cara cubierta de lágrimas, repetía una y otra vez:

—¡Hagan cualquier cosa, nom de Dieu! ¡Les digo que podía andar!

Fue un verdadero pingajo humano lo que los camilleros sacaron de la ambulancia que condujo al señor Jadant hasta su casa.

Y mientras ayudaban a la señora Jadant a instalar de nuevo a su marido en el sillón de ruedas, al lado de su flamante máquina de tricotar, el cura llamaba a la puerta de Raymonde, que le había mandado avisar.

—Hay algo que quiero decirle, padre —dijo la muchacha fijando en el sacerdote sus grandes y claros ojos.

—Le escucho, hija mía —repuso el cura mientras acercaba una silla al viejo butacón donde estaba la enferma.

—Sé que no va a creerme, pero escúcheme hasta el final, si no le sirve de molestia.

—Le escucho, Raymonde.

La aludida, mirando con fijeza sus pequeñas manos blancas, nerviosamente crispadas sobre la vieja manta que abrigaba sus piernas, contó entonces su historia.

—La cosa pasó anteayer por la mañana. Yo estaba sola aquí; mamá había ido a hacer la compra. Acababa de terminar un chaleco y me dedicaba a soñar un poco, mirando a la gente pasar por la calle. De golpe, tuve la impresión de que la habitación se oscurecía detrás de mí y, cuando eché un vistazo por encima del hombro, sentí miedo, porque era verdad. Al fondo, junto a la cama y el armario, todo estaba negro. Y en aquel momento, en la esquina, pero a mayor altura que el techo, vi la figura luminosa de la Virgen. ¡Sí, no diga nada, sé que era ella! Me dijo algo muy extraño… Confieso que parece una tontería, pero así fue. Me dijo: «Raymonde, acabo de recuperar un par de piernas inútiles y te las traigo». Yo la miré sin abrir la boca y ella añadió: «¡Vamos, levántate y anda!». Entonces, cuando iba hacia ella, desapareció sonriendo.

—¿Era un sueño?

—No, padre. Mire. Es usted el primero en verlo —dijo Raymonde, apartando la vieja manta y levantándose poco a poco. Durante un segundo permaneció inmóvil; después rechazó con suavidad la mano extendida del sacerdote y dio lentamente, muy lentamente, la vuelta a la habitación.