Escalar una pared de tres metros de altura en plena noche hace latir el corazón mucho más de prisa de lo que lo haría un esfuerzo mayor a la luz del día. Y cuando se está más cerca de la cuarentena que de la treintena y lo que está al otro lado de la pared es un cementerio, bien se pueden tolerar algunos fallos a esa impresionable víscera.
Lewis Armeigh se sentía ridículo, sin aliento y asustado. Titubeó un instante antes de dejarse caer sobre un montón de hojas muertas o de algo que a primera vista lo parecía. Por fin aterrizó con un ruido ahogado sobre la fresca tierra y se estremeció al descubrir que, de haber saltado treinta centímetros más allá, habría caído en una fosa recién abierta.
Se había atado a la pierna —costumbre adquirida en sus tiempos de paracaidista— una palanca corta y un sólido destornillador, y sentía, en el bolsillo del impermeable, la llave envuelta en un pañuelo y la linterna eléctrica. Estiró el cuello y avanzó con precaución, franqueando dos o tres tumbas, hasta llegar a la avenida que debía conducirle al monumento erigido a los caídos en la Primera Guerra Mundial. En cuanto llegara a él, podría hacer las cosas con los ojos cerrados: rodear el monumento, coger el segundo paseo a la derecha, contar cinco tumbas y detenerse ante una hilera de panteones. Alcanzó por fin los árboles de la avenida principal y vio, o mejor adivinó, recortándose contra el cielo nocturno de París —teñido de rojo en la lejanía—, la figura de piedra encapuchada con un poilu[1] de bronce entre los brazos. Un poilu que de año en año adquiría un tinte más verdoso.
Escuchó atentamente unos segundos y después se dirigió con paso rápido hacia el monumento. Casi lo había dejado atrás, cuando su pie tropezó en algo y, con un estrepitoso ruido de hojalata, una regadera rodó sobre el pavimento. Con el corazón a punto de desfallecer, Lewis Armeigh se guareció tras el árbol que había alcanzado en dos saltos, y se quedó quieto. Delante del cementerio había varias casas, pero en ninguna de ellas apareció luz alguna. Aparte del lejano traqueteo de un tren al cambiar de vía y del ruido de los coches en la carretera general, nada turbó el silencio. Lewis, a pesar de ello, esperó un poco. Si se dejaba prender, los representantes de la autoridad no tardarían en descubrir que formaba parte del personal de la embajada inglesa en París. E inmediatamente, pensó con una sonrisa, el Quai d’Orsay empezaría a hervir como una colmena y la Subdivisión de Vigilancia del Territorio, organismo dependiente de la Dirección General de Seguridad, pondría manos a la obra con rapaz alegría. En ese caso, por desgracia, a Lewis no le quedaba la menor duda de que su jefe, el Excelentísimo Señor Embajador, tomaría la cosa muy mal, y de que el Ministerio de Asuntos Exteriores de Londres la tomaría aún peor.
Lewis Armeigh reemprendió finalmente su camino y llegó a la avenida que buscaba. Contó los panteones silenciosamente y se detuvo ante el cuarto. Entonces, sacando la llave de su bolsillo, la introdujo en la cerradura de la puerta metálica que vedaba el paso a la minúscula capilla de estilo gótico. La llave giró sin ruido —Penny parecía haber cumplido su promesa de engrasar la cerradura— pero en cambio la cancela rechinó con un ruido siniestro. Lewis entró jadeando y cerró centímetro a centímetro sin que el rechinamiento se hiciera más dulce. Después se desabrochó el impermeable y se levantó el chaleco para sacar el trozo de tela negra que Penny le había dado. Encontró a tientas los ganchos, situados a ambos lados de la puerta y los clavó en la tela, que luego aplicó cuidadosamente contra la mirilla de cristal de la puerta. Así nadie podría ver el resplandor de la linterna desde el exterior. A pesar de ello la rodeó con el pañuelo antes de encender. Penny había cumplido todas sus promesas. En la pequeña capilla no quedaba ningún florero y el altar estaba desnudo. Lewis leyó los nombres grabados sobre él:
Antoine Tournon |
Marie-Jeanne Tournon |
1887 - 1946 |
(nacida Falbert) |
1888 - 1953 |
|
Robert Tournon |
|
1921 - 1961 |
A la derecha quedaba un espacio vacío. Un espacio reservado para Penny, en su papel de señora Tournon, si Robert no hubiera muerto en aquel estúpido accidente de automóvil. «¡Pobre Robert! Si pudiera verme, encontraría todo esto terriblemente cómico», pensó Lewis. Después, colocando la linterna en un rincón, se quitó el impermeable, lo dobló cuidadosamente, desató la correa que envolvía sus herramientas y dejó éstas, sin hacer ruido, sobre el suelo del panteón. Finalmente se puso a cuatro patas y examinó la losa central a la luz de la linterna. «A Dios gracias no está montada sobre cemento», murmuró. La subió un poco con la palanca hasta que pudo deslizar los dedos bajo ella. Entonces la alzó completamente y la puso de canto, apoyada contra la pared. La linterna iluminó el interior del panteón… Había cuatro nichos parecidos a literas de ferrocarril y distribuidos dos a dos. En tres de ello se veía un ataúd. El más reciente era, sin la menor duda, el de la parte inferior izquierda. Enfrente se encontraba el nicho vacío que inicialmente había sido adjudicado a Penny. Lewis no pudo impedir un estremecimiento ante aquella idea. En general, el recinto parecía bastante seco y aunque husmeó el aire con cierta aprensión, solo percibió el olor frío y húmedo característico de las bodegas.
Al sentarse al borde de la concavidad, vio que algo brillaba bajo el haz luminoso de la linterna. «Una llave», pensó. Pero se trataba de un tornillo de gran tamaño, oxidado por varios sitios. Le bastó con inclinarse un poco e iluminar el ataúd de Robert para descubrir el agujero de donde provenía el tornillo. Lewis, ligeramente asustado, empujó la tapa del ataúd, que no le ofreció la menor resistencia. Entonces, tras unos segundos de titubeo, la desplazó a un costado. El féretro, fuera de una gruesa y peluda araña, que se replegó sobre sus largas patas, dispuesta a defender su vida, estaba vacío.
Lewis volvió a colocar la tapa con un estremecimiento y subió a la capilla. Allí desgarró su improvisada cortina, envolvió en él las herramientas y las lanzó a la fosa antes de cegar el acceso a ésta y dejarlo todo como estaba.
Diez minutos más tarde, un coche deportivo de marca inglesa se dirigía hacia la carretera general, situada a menos de un quilómetro del cementerio, camino de París.
Lo normal, pensó Lewis mientras imprimía un brusco giro al volante para evitar el choque con un gigantesco camión cargado de verdura, era avisar a las autoridades francesas, pero antes de hacerlo se imponía una conversación con Penny, en la que ella le dijera todo, absolutamente todo. Tal vez su historia no era tan fantástica como parecía, pero Lewis debía actuar en nombre de evidencias y no de suposiciones. Desde luego, Penny sabía lo del ataúd vacío y todo aquello sonaba a tomadura de pelo. Esta sensación le encolerizó.
Al día siguiente, a la hora de costumbre, Amélie entró en su habitación para traerle el desayuno. Lewis, también como de costumbre, se volvió en la cama al oírla y percibió unas intensas agujetas en la espalda y en los hombros. Ante eso no pudo menos de pensar que seis horas de sueño suplementario no le vendrían nada mal.
—¿Ha visto el señor su traje? —preguntó Amélie acercando la bandeja al borde de la cama. Después cogió del suelo un zapato y lo sostuvo con el brazo extendido, signo indiscutible de descontento.
—No… No, por lo menos, desde que me acosté —dijo Lewis bostezando.
—Lo traje ayer del tinte, señor. Y hoy está hecho unos verdaderos zorros. ¿Se ha dedicado a hacer gimnasia con él?
—Lo siento.
—¡Y no le digo nada del impermeable! El bolsillo está completamente desgarrado.
—Perdone, Amélie. ¿No habrá encontrado algún cigarrillo dentro? Fumar ahora me vendría de perlas…
Amélie era una de esas personas que carecen de edad. Tenía las cejas pobladas, algo del bigote de un coronel retirado y no mucho más pelo. Y antes de convertirse en lo que Lewis llamaba Madame le Dictateur, había servido largo tiempo en casa de un cura, fallecido —según las malas lenguas— tanto por culpa de su excelente cocina como de vejez.
Lewis se sirvió una taza de café solo, se la bebió de un trago y encendió uno de los cigarrillos que la anciana criada acababa de traerle sobre una bandeja, en compañía de una caja de cerillas entreabierta. Despues se desperezó y trató de reflexionar.
Si Robert no hubiera muerto unos meses antes, Penny Spencer sería ahora la señora Tournon. Y, al mismo tiempo, si Robert no hubiera sido su mejor amigo, ella muy bien hubiera podido convertirse en la señora Armeigh. Después de todo, ninguno había conseguido distanciar al otro en la conquista. Los dos estaban juntos cuando conocieron a Penny en una recepción de la embajada. Era la única hija de un diplomático americano. Hablaba muy bien el francés, con una inesperada y divertida brizna de acento alsaciano y, a diferencia de las americanas que hasta aquel momento habían conocido, no parecía reducir a los hombres al papel de porteros o mayordomos ni se dedicaba a bailar con ellos, mejilla contra mejilla, un instante después de haberlos conocido. Además era muy guapa y en su contagiosa manera de reír se percibía la frescura de la alegría infantil. En seguida se hizo amiga de ellos, pero Lewis, al descubrir que Robert estaba tan enamorado como él, decidió pasar sus vacaciones en Inglaterra, renunciando a acompañar a su amigo a Saint-Tropez. Allí, muy poco tiempo después, se anunció la boda.
La muerte de Robert supuso un golpe muy duro para ella. Pero como no se trataba del tipo de chica aficionada a inventar historias macabras, Lewis, cuando una semana más tarde recibió su visita y le oyó decir que Robert no estaba muerto, aunque por el momento le era imposible demostrarlo, se sobresaltó visiblemente y la interrumpió, entre toses y tartamudeos:
—¡Penny! ¿No pretenderás qué…?
—Ya sé lo que vas a decir, Lewis. Que le vimos en el hospital después del accidente y que los dos fuimos a su entierro, pero… No era su accidente, Lewis.
—Penny…
—¿Has visto su cadáver? No. Yo tampoco… y sé que vive todavía. No puedo decirte por qué, pero estoy segura de ello.
—¿Tienes alguna prueba?
Penny, evidentemente, esperaba la pregunta, y en cuanto dijo que la presencia de otro cadáver en el ataúd de Robert constituiría una prueba irrefutable, Lewis comprendió lo que iba a pedirle. Por otra parte, la muchacha parecía tan segura de sus palabras, que le hizo vacilar en sus convicciones.
¿Y si tenía razón? De todos modos, aquellos ojos suplicantes, a un tiempo oscuros y dorados, hubieran hecho franquear murallas mucho más altas a cualquier nombre durante todos los días de la semana, sin excluir el domingo.
Desenchufando la máquina de afeitar, que utilizaba en la cama todas las mañanas —una pésima costumbre, según Amélie—, Lewis pasó al cuarto de baño. Una vez allí, abrió el grifo del agua fría (lo cual en opinión de Madame le Dictateur, constituía también otra mala costumbre; para ella, un baño era algo donde intervenía activamente una cantidad más o menos grande de agua caliente, y Lewis estaba seguro de que su predecesor había debido vivir cada mañana el último cuarto de hora de un bogavante escaldado, a menos que también prefiriera la ducha fría).
Eran casi las nueve cuando se puso el reloj alrededor de la muñeca y marcó el número de teléfono de Penny.
—¿Penny? ¿Te he despertado?… ¡Pero chica, ya levantada! ¿Puedes comer conmigo?
—No y lo siento, Lewis. ¿Qué te traes entre manos?
—Poca cosa… He hecho tu sucia faena anoche y…
—¡Oh, Lewis! ¿Y cómo… cómo ha ido la cosa?
—No ha habido cosa. He encontrado lo que tú sabías que iba a encontrar: nada.
Hubo una exclamación ahogada al otro extremo de hilo. Lewis se interrumpió:
—¡Penny!… ¿Estás ahí?
—Sí.
—Bueno. Es necesario que nos veamos. No son temas para tratar por teléfono…
—De acuerdo. Mira: hoy como con mis padres en SHAPE, pero puedes recogerme en cuanto termine. ¿Está disponible el coche?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Y no tienes nada que hacer en todo el día?
—Podría arreglarlo.
—Supongo que vas a pedirme explicaciones, ¿no?
—Evidentemente.
—En ese caso, podré enseñarte una prueba de que Robert no está muerto.
—¿Dónde?
—En Rouen.
—¿Y por qué no en Zanzíbar? Muy bien. Estaré en la entrada principal de SHAPE a las dos y media.
—¿Qué ocurre en Rouen? —preguntó Lewis unas horas más tarde, poniendo su vehículo en marcha tras recoger a Penny en la puerta de SHAPE.
—Dime lo que has encontrado, Lewis.
—Nada, ya te lo he dicho.
—¿Quieres decir… que su ataúd estaba vacío?
—Sí, Penny, vacío. Y ahora, si me dices lo que sabes, todo lo que sabes, naturalmente, y me explicas el motivo de este viaje a Rouen…
—A veces me parecía estar imaginando cosas absolutamente fantásticas, pero ahora ya sé que llevaba razón. ¿Cuánto tiempo necesitaremos para llegar a Rouen?
—Dos horas, o incluso menos si urge mucho. ¿Pero me vas a hacer el favor de empezar por el principio, sí o no? —preguntó Lewis traspasando la línea amarilla para adelantar a varios camiones.
—Lewis, ¿jugaste alguna vez al ajedrez con Robert?
Sin contestar, frenó, apartó el coche a un costado de la carretera, cortó el contacto y encendió un cigarrillo.
—Escúchame bien, Penny. Soy muy amigo tuyo… Haría cualquier cosa por ti y, además, te lo he demostrado, pero no pienso mover un dedo antes de oírte hablar con sensatez. ¿Qué significa toda esta historia?
—¿Puedes darme un cigarrillo, por favor? —suplicó la muchacha con un hilo de voz.
Y, después de encenderlo, empezó a hablar con tanta tranquilidad como pudo del jugador de ajedrez automático que había visto y que era, sin ningún género de duda, su prometido.
—Penny, ¿no estarás hablando en serio? —preguntó Lewis, aunque desde el principio se había dado cuenta de que la chica no bromeaba—. ¡Dios mío! Me has hecho violar un sepulcro porque un autómata te había recordado…
—Y él no estaba en su ataúd —dijo Penny con resignación.
—¿Por qué no me dices la verdad? Esa historia es un auténtico engañabobos… Penny, ¿tienes o no tienes confianza en mí? ¿Cuál es la auténtica explicación?
—Ésta, Lewis. Te lo juro.
—Penny, sé razonable, por favor. Ni tú misma puedes creer que Robert haya podido presentarse a una farsa tan macabra. No, no… El hecho de que su ataúd estuviera vacío no tiene nada que ver con semejantes chismes. ¿Por qué te niegas a decirme la verdad?
—Lewis, por favor, créeme —dijo Penny con los ojos llenos de lágrimas.
—Pero Penny, querida… Y en todo caso, ¿qué diablos pinta Rouen en esto?
—El autómata da esta tarde una demostración allí. Tú mismo podrás ver a Robert.
—Muy bien… Para ti la perra gorda —dijo Lewis volviendo a poner el contacto.
Durante el resto del camino, Penny —con las manos en las rodillas— se dedicó a contemplar con obstinada fijeza la carretera, mientras Lewis conducía rápido y seguro. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta llegar a la cima de la colina que sigue a Pontoise. Entonces Lewis dijo:
—¿Podrías contarme todo lo que sabes sobre ese autómata?
—Le vi por primera vez en una fiesta.
—¿En qué clase de fiesta?
—En una de las recepciones ultraelegantes de la duquesa de Delombelle. El jugador era presentado como autómata y su dueño se hacía llamar conde de Saint-Germain.
—¿Conde de Saint-Germain? Pero ése era el nombre de un charlatán de las clases bajas que…
—Que se llamaba Cagliostro y que pretendía haber vivido varios siglos. Ya lo sé. Pero no creo que este autómata lo sea en realidad y estoy convencida de que Robert tiene algo que ver en el asunto.
—¿Es el autómata quien se parece a él?
—No. El autómata es un individuo bajo, vestido como un príncipe oriental y sentado a lo moro sobre una caja oblonga.
—Eso recuerda, punto por punto, la descripción del autómata de Van Kempelen, que Edgar Alian Poe describe en uno de sus ensayos y que fue destruido en un incendio. Poe lo vio jugar y dedujo, con razón, que había un hombre dentro.
—Sí, he leído todo eso. Ese autómata dio la vuelta al mundo.
—¿Y sospechas que Robert está escondido en el interior de su versión moderna?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por su forma de jugar al ajedrez.
—¿Jugabas frecuentemente con Robert, Penny?
—No. Yo no sé jugar. Pero a menudo jugaba con papá y yo les miraba. Y ese… ese autómata maneja las piezas exactamente como Robert. Tenía una manera muy especial de coger la pieza que iba a mover y de hacerla girar entre los dedos antes de colocarla… A mí me divertía mucho, porque papá se exasperaba…
—Sí, se trata de una manía deplorable, pero muy extendida entre los aficionados al ajedrez, como seguramente sabes.
—Pero papá, que se considera casi un campeón, jugó una partida con ese autómata y dijo que era extraño… no sólo por el manoseo de las piezas, sino porque utilizaba una de las aperturas favoritas de Robert.
—Millares de jugadores de ajedrez utilizan aperturas que son, por otra parte, clásicas, querida. ¿Qué más?
—Na… nada.
—¿Eso basta para convencerte?
—No.
—¿Entonces…?
—No lo sé. No sabría explicarlo, Lewis, pero tengo la corazonada de que es Robert en persona quien juega. Y después de tu visita al cementerio, ya no me queda la menor duda. Estoy segura de que comprenderás lo que quiero decir cuando veas a ese autómata y juegues una partida con él.
—Ya veremos si me decido… En otros tiempos fui un jugador mediano, pero nunca oí hablar a Robert de su afición por ese juego. Por cierto, ¿el autómata gana siempre?
—Ganó a papá y a otra persona, pero perdió contra un individuo bastante joven llamado Dupont… Dupont y algo más.
—Si quieres decir Dupont-Tillac, estás hablando del actual campeón de Francia.
Tardaron algún tiempo en encontrar el café donde iba a ser presentado el autómata. Sí, era allí, explicó el patrón. La exhibición se celebraría en el salón del primer piso, que era el local social del club de ajedrez de la localidad. No, lo sentía, pero la puerta estaba cerrada con llave y no se podía ver al autómata antes del espectáculo, que empezaría a las nueve en punto.
Las horas transcurrieron lentamente para Lewis y Penny, que erraron sin rumbo fijo por el muelle y terminaron por cenar en una vieja posada cercana a la plaza del mercado.
Ambos se encontraban entre los primeros curiosos que llegaron al café.
—¿Cuántas veces le has visto jugar? —preguntó Lewis.
—Sólo dos.
—¿Crees que podrá reconocerte el presentador?
—No lo sé, pero cae dentro de lo posible. Mira, aquí viene.
Un individuo bajo y rechoncho, envuelto en una amplia capa forrada de seda roja, pero vestido muy pobremente, atravesó el local y subió al primer piso tras cambiar unas palabras con el propietario.
Cinco minutos más tarde apareció en lo alto de la escalera y anunció con una reverencia que todo estaba dispuesto. La gente que esperaba se levantó y se agolpó al pie de las escaleras. Lewis y Penny hicieron lo mismo y, tras pagar una pequeña cantidad en una mesa colocada a la entrada, se encontraron en una habitación rectangular con varias filas de sillas dispuestas frente al autómata.
En ellas se instalaron treinta o cuarenta personas y, cuando pareció evidente que no iba a venir nadie más, el diminuto charlatán, siempre envuelto en su capa de seda roja, se colocó junto al autómata, en el espacio iluminado por un pequeño foco que acababa de encender.
—Señoras y caballeros —dijo con una nueva reverencia—. Permítanme que antes que nada les presente a mi autómata. Casi todos ustedes son apasionados del ajedrez y algunos habrán leído la historia del célebre jugador de Van Kempelen. Como probablemente saben, en realidad había un hombre de carne y hueso escondido en la máquina. La mía, que aparentemente reproduce con fidelidad la forma de aquel autómata, es verdadera. Quiero decir que en su interior no hay ningún ser vivo. Lo que hace un siglo parecía absolutamente imposible, hoy ha dejado de serlo gracias al enorme progreso de la ciencia. Supongo que todos ustedes se hacen cargo de las poderosas razones que me impiden revelar el funcionamiento de mi robot, pero voy a demostrarles que no hay nadie dentro. No sólo pondré al descubierto el interior de la máquina, sino que dos espectadores voluntarios podrán subir al estrado y verla de cerca, para convencerse de que no se trata de un truco de espejos ni de nada por el estilo.
Sin titubear, Lewis se levantó y avanzó hacia el autómata. Los asistentes le contemplaron con curiosidad, preguntándose si era o no un compinche del presentador. Éste hizo una tercera reverencia.
—Otro voluntario, por favor.
Un joven se adelantó lentamente, mientras el supuesto conde enseñaba a la concurrencia que el soporte del autómata iba montado sobre ruedas. Después lo hizo girar y lo desplazó de un lado a otro para demostrar que no tocaba el suelo y que no existía ningún punto de contacto entre él y el aparato. Finalmente abrió cuatro puertas habilitadas en los costados de la caja.
—Vean, señoras y caballeros, que no cierro estas puertas antes de abrir las que existen en el pecho y en la espalda de mi autómata. Eso hace completamente imposible que un hombre, o un enano, escondido en el cuerpo pueda deslizarse al interior de la caja mientras enseño aquél o viceversa, como sucedía en el caso de mi ilustre predecesor. Miren cuanto quieran: todo está abierto de par en par. Hay mecanismos, evidentemente, y son mecanismos secretos, pero pueden ver cómo mi mano los atraviesa. Por último, para probarles que no se trata de ninguna ilusión óptica, voy a pedir a uno de estos señores que introduzca este bastón en el interior del artificio, con suavidad, naturalmente, pero por el sitio que prefiera.
Lewis cogió el bastón que le tendía el charlatán y lo deslizó con cuidado a través de las diversas partes del maniquí y de su soporte, encima del cual se veía un gran tablero de ajedrez. Pudo ver una gran cantidad de tubos, hilos y condensadores muy parecidos a los de un aparato de radio o de televisión. Había también diversas piezas mecánicas, ejes, ruedas, muelles, palancas, piñones, pequeñas cadenas, cables y tubos de cristal más o menos llenos de un líquido verdoso.
—Señoras y caballeros: ahora que están convencidos de la autenticidad de mi autómata, quiero demostrarles que funciona realmente, y para ello voy a ponerlo en marcha antes de cerrar las puertas y las diversas aberturas. Sacó un hilo del interior del artefacto, lo introdujo en un enchufe ordinario y apretó un botón colocado en una de las caras de la caja. Entonces, las ruedas empezaron a girar con un ronroneo de motor eléctrico, las luces se encendieron y el líquido verdoso de los tubos se llenó de burbujas.
Lewis regresó a su asiento, convencido de que los tubos, las ruedas y las luces eran un simple bluff, pero también de que no había nadie en el interior del maniquí ni de la caja.
El conde, tras cerrar todas las puertas del autómata, preguntó si había sido designado algún jugador y un hombrecillo barbudo y sonriente se levantó con timidez. El charlatán abrió una caja llena de piezas Staunton de gran valor y, eligiendo un peón blanco y uno negro, se llevó ambas manos a la espalda durante unos segundos y tendió sus dos puños cerrados.
—Todo esto es muy raro —murmuró Lewis al oído de Penny, que no le quitaba ojo al maniquí—. La máquina de Van Kempelen siempre jugaba con las blancas.
El jugador local sacó, precisamente, las blancas, y fue invitado a sentarse al otro extremo de la caja, enfrente del maniquí. En cuanto lo hubo hecho, el conde le pidió que colocara sus fichas mientras él mismo se ocupaba de las del autómata.
—No olvide que debe respetar todas las reglas —recordó—. Pieza tocada, pieza movida, y pieza colocada, pieza jugada.
Apretó otro botón, que agudizó el ronroneo de la máquina, y añadió:
—Las blancas empiezan, señor. Cuando usted quiera.
El jugador del club local cogió delicadamente el peón-dama y lo adelantó dos casillas. Casi instantáneamente la mano del autómata se levantó sobre la parte derecha del tablero, descendió en su centro y movió la misma pieza. Después, mientras el brazo mecánico volvía a colocarse a la derecha del tablero, alzó los párpados con lentitud y despidió un breve e intenso fulgor por los ojos. Los asistentes estallaron en una risa nerviosa.
—Supongo que siempre hace lo mismo…
—Sí —murmuró Penny—. Sus primeros movimientos parecen mecánicos. Es más tarde cuando empieza a jugar como una persona… como Robert.
—Ya veremos. Entretanto puedo afirmar una cosa: no había nadie en esa caja.
El autómata jugaba con rapidez y a Lewis le pareció que los gestos de su brazo eran puramente mecánicos. Su superioridad, por otra parte, saltaba a la vista. El jugador local, dominado por un comprensible nerviosismo, cometió un error de bulto y dejó una torre a merced de un peón. Casi todos los espectadores familiarizados con el ajedrez se dieron cuenta de la equivocación y cuchichearon en voz baja, como si temieran ser oídos por la máquina. Y en ese momento, Lewis dio un respingo en su silla. Porque el autómata, durante un segundo o dos, se condujo como lo habría hecho un verdadero jugador de ajedrez. En lugar de comerse la torre, pareció titubear y preguntarse si no se trataría de un sacrificio voluntario por parte de su rival para tenderle una trampa. Y cuando por fin su mano articulada se apoderó del peón, lo levantó, lo hizo girar ligeramente entre el pulgar y el índice y titubeó nuevamente antes de colocarlo en la casilla de la torre blanca.
—¿Has visto? —murmuró Penny apretando el brazo de su amigo, mientras el charlatán recogía con cuidado la torre comida y la dejaba a un costado del tablero.
—Sí. Alguien lo hace marchar a distancia —contestó Lewis en voz baja.
—¡Oh, Lewis, es Robert! ¡Estoy segura! ¡Le he visto hacer ese gesto tantas veces! Y ahora que sabemos…
—¡Calla! —murmuró Lewis cogiéndole la mano—. El que maneja al autómata, está lejos. Te aseguro que en su interior no hay nadie.
—¡Sí lo hay, Lewis! Robert está dentro… Lo… lo siento. Sigue mirando —dijo Penny con una voz tan sofocada que varias personas se volvieron a mirarla.
—Ven conmigo. Se me ha ocurrido algo —dijo Lewis, que no quería llamar la atención del presentador.
Nuevamente abajo, en la sala del café, obligó a sentarse a Penny y pidió dos coñacs.
—Escucha, Penny. Una cosa es segura: el robot está vacío. Sabemos, además, que no puede tratarse de una simple máquina. En consecuencia, puesto que no es el conde de Saint-Germain quien juega, es forzoso que lo haga algún otro, alguien que probablemente se encuentra en la habitación.
—¿Qué quieres decir?
—Espera un momento. Quédate aquí.
Volvió a subir la escalera, pasó con el mayor disimulo posible por delante de la puerta de la habitación, donde el autómata parecía seguir jugando, subió al segundo y último piso y se encontró ante tres puertas. Titubeó un instante y por fin, encogiéndose de hombros, abrió la primera. Buscó a tientas el interruptor de la luz, la encendió y ante él apareció una habitación absolutamente vulgar, que debía servir de dormitorio al propietario del café. Apagó, cerró con suavidad y abrió la siguiente puerta, que daba a un cuarto donde sólo había un secreter, dos sillas y un par de docenas de botellas vacías, apiladas en un rincón. La tercera puerta se abría a un mugriento y reducido cuarto de baño.
—¿Adónde has ido? —le preguntó Penny a su regreso.
—A explorar la casa.
—¿Has encontrado algo?
—No —contestó Lewis, tendiendo un billete de mil francos al camarero y diciéndole que podía quedarse con el cambio.
—Es demasiado, señor. Sólo me debe ciento ochenta…
—Ya lo sé, pero quiero pedirle un favor suplementario. Se trata de algo relativo al autómata…
—Lo siento, señor, pero no tengo la menor idea de su funcionamiento.
—No es eso lo que quiero saber. ¿Ha venido solo su dueño?
—Creo que sí.
—¿Está seguro?
—Yo mismo le vi instalar el robot esta mañana y le ayudé a transportar la caja y el maniquí.
—¿Tardó mucho en la instalación?
—No. Se limitó a enchufar para ver si todo iba bien y luego se fue a comer. Ya no volvió a aparecer hasta un poco antes del comienzo de la función.
—¿También solo?
—Sí.
—¿No sabría usted, por casualidad, dónde suele alojarse? .
—No, señor. Le oí decir que pensaba irse hoy mismo, en coche, después de la representación.
—Ya… Muchas gracias.
—¿Ves, Lewis? Tenía razón. Robert está en esa horrible máquina. Vamos a avisar a la policía —dijo Penny con voz suplicante.
—Él u otro jugador, sí. Pero no en el interior de la máquina. Sería una locura avisar sin más ni más a la policía. No, Penny, podemos hacer algo infinitamente mejor.
—¿El qué?
—Esperar fuera y ver lo que hace al marcharse.
Estaba lloviendo, pero el aparcamiento no se encontraba lejos. Lewis ayudó a Penny a subir en su minúsculo automóvil, que apenas sobresalía de las ruedas, y se empeñó en echarle sobre las rodillas una manta de viaje, que sacó de debajo del asiento.
—Hace frío y el aire está lleno de humedad. Probablemente tendremos que esperar un buen rato.
Cuando detuvo el vehículo en la esquina de una calleja, enfrente del café, la gente salía ya por la puerta de éste.
—Desde aquí veremos todo —dijo Lewis apagando las luces de posición—. A propósito: ¿cómo sabías que el robot iba a presentarse aquí esta tarde?
—Conozco a un amigo del conde, que me habla de sus «tournées».
—Mira… Ahí sale, a pie. No te muevas de aquí, Penny. Voy a seguirle —dijo Lewis saliendo del coche. Fue rápidamente hasta la esquina de la calle por donde había visto desaparecer al charlatán y regresó un instante después.
—Está en el aparcamiento, recogiendo una especie de furgoneta. Ya viene… Espera. Quiero echar un vistazo dentro.
La camioneta pasó cerca de ellos, dio media vuelta y se detuvo delante del café. Lewis atravesó la calle y abrió la portezuela trasera. En el interior del vehículo no había nada.
—¿Qué pensabas encontrar? —dijo Penny encendiendo un cigarrillo.
—Desde luego, no a Robert. Pero no me habría sorprendido ver una emisora de onda corta.
El camarero y el conde aparecieron por la puerta del establecimiento. Transportaban la caja, sin el maniquí, y la introdujeron en la furgoneta. El conde la dejó abierta, regresó corriendo a la casa y reapareció en seguida con el autómata, que colocó al lado de la caja. Cerró, dio una propina al camarero, se instaló en el asiento delantero y arrancó.
Lewis tiró el cigarrillo, puso en marcha el coche y salió en su persecución.
—¿Y ahora? —dijo Penny.
—Debe tener un compinche en alguna parte y no me extrañaría que fuera a recogerlo.
—¿Y si te equivocas?
—Por lo menos nos enteraremos de dónde guarda el robot.
—Tiene docenas de ellos… Una casa llena, en Enghien. Cerca del lago.
—Penny, ¿por qué no me lo habías…? ¿Qué clase de robots?
—De todas clases. Pájaros que cantan, un perro que ladra cuando alguien llama a la puerta, un muchacho que toca la flauta, un tamborilero y muchos más.
—¿Cómo conociste al conde de Saint-Germain, Penny?
—Robert lo conocía. Debieron presentárselo en su club de ajedrez.
—Por lo tanto había un robot que jugaba al ajedrez antes…
—¿Antes de la desaparición de…? No lo sé, pero me sorprendería bastante, porque Robert rara vez dejaba de contarme algo.
—A menos que… No, es imposible —se interrumpió, clavando los ojos en las luces posteriores de la furgoneta, que parecía atravesar la ciudad en dirección a la carretera de París.
Eran cerca de las dos de la madrugada cuando Lewis, tras depositar a Penny en la puerta de su casa, volvió a acostarse. Había adelantado al charlatán sin hacerse notar, tras convencerse de que no se detenía en ninguna parte de Rouen ni de sus alrededores. O su compinche se había quedado en Rouen o… pero de todas formas era una idea ridícula… Un joven abogado de brillante porvenir, como Robert Tournon, no pertenecía en absoluto al género de hombre que se hace pasar por muerto y que abandona su profesión, su prometida, sus compañeros y sus amigos, para marcharse en compañía de un charlatán de baja estofa.
Lewis agitó la cadena de la vieja campana, colgada junto a la puerta, y un perro se puso a ladrar furiosamente en el interior de una caseta. El individuo que se hacía llamar conde de Saint-Germain, levantó los ojos del rosal que en aquellos momentos podaba, fue hasta la caseta, hizo callar al perro y finalmente se acercó a la verja.
—Buenos días… ¿Me… me reconoce? —dijo Lewis, sintiendo que un par de ojos entornados y apenas visibles bajo la ancha ala de aquel sombrero de faena le examinaban detenidamente.
—Sí. Estaba usted en Rouen el otro día. Y es también el que luego me siguió por la carretera… Reconozco su coche —dijo echando un vistazo hacia el camino, pero sin decidirse a abrir la puerta.
—He venido a verle por…
—¿Por mi autómata-jugador de ajedrez? Otros le han precedido, señor, pero no está en venta… y el secreto de fabricación, mucho menos.
—No quiero comprarlo y su secreto sólo me interesa indirectamente.
El conde le dirigió una última mirada y abrió la verja lentamente, como si lo hiciera contra su voluntad.
—Entre. Puesto que quiere hablar de mi oficio, voy a tomarme la libertad de recibirle en el taller —dijo mientras conducía a su visitante detrás de la casa, hasta una cochera desde la cual se divisaban, al otro lado del lago de Enghien, los blancos edificios del Casino.
En el taller —el más extraño que Lewis podía recordar— se veía una inmensa estantería repleta de herramientas, varias butacas, un diván y un piano de cola con una muchacha sentada ante él, que al parecer no les había oído entrar.
—Excúseme, pero quería hablarle en privado… —dijo tímidamente Lewis.
—Estamos solos —repuso el conde con una sonrisa. Después fue hasta la pianista y ante la sorpresa de su visitante, tiró hacia abajo de la cremallera colocada sobre su espalda. Tras ella solo se escondía un bastidor metálico con un mecanismo parecido al que Lewis había visto en el cuerpo del jugador de ajedrez.
—Mi enhorabuena, conde.
—Aún no va todo tan bien como yo quisiera, pero ya llegará, ya llegará —dijo el hombrecillo—. Y ahora, si me hace el favor, ¿a qué debo su visita?
—Verá… Estoy convencido de que, a diferencia del robot de Van Kempelen, en el interior del suyo no se esconde ningún hombre. Pero debe haber un jugador de carne y hueso en alguna parte, por la sencilla razón de que es imposible realizar un autómata que juegue correctamente al ajedrez.
—¿Y eso por qué, señor…?
—Lewis Armeigh. Perdóneme. Los dos sabemos que un robot sólo puede escoger entre un número de posibilidades fijadas de antemano, instaladas, insertas, por decirlo así, en su memoria o en el cerebro electrónico, como usted, seguramente, lo llamaría.
—Hasta ahí, estoy de acuerdo. Pero continúe, por favor —dijo el conde quitándose el sombrero de paja.
—Puesto que usted juega al ajedrez, debe saber que las combinaciones prácticamente infinitas de las piezas no podrían ser «inoculadas» en un robot por un solo hombre ni por una multitud de hombres, aunque consagraran la vida entera a esta labor. Además, como constructor de autómatas, debe saber también que si ese robot llegara a crearse, dejaría de ser una máquina y se convertiría en un auténtico hombre o al menos en un cerebro artificial.
—Y como consecuencia de ello —concluyó el conde— mi jugador de ajedrez es un timo y yo tengo un compinche escondido en alguna parte.
—Sí, a menos que lo haga marchar usted mismo por un procedimiento que desconozco.
—Señor Armeigh, sólo puedo decirle que no sé hacer ninguna de las cosas que hacen mis robots, ni jugar a ninguno de sus juegos, y que carezco de compinches. En todo esto no hay el menor engaño, créame. La cosa es muy sencilla: he creado un robot que juega al ajedrez.
—¿Se ofende si le digo que resulta demasiado increíble para ser verdad?
—De ningún modo e incluso lo tomo como un cumplido —dijo el hombrecillo con una inclinación—. Pero espero llegar a más. Mire usted esa pianista. En estos momentos no funciona, pero ya sabe tocar varias melodías al piano… No sólo en el que tiene delante, sino en cualquiera. Lo cual prueba, de paso, que no se trata de un piano mecánico. Precisamente ahora estoy trabajando con ella y confío en que muy pronto tocará cualquier música que le pongan en el atril, escrita, claro está, en papel pautado.
—Sería maravilloso, pero me parece teóricamente posible. Supongo que la mayor parte de la gente lo encontrará más espectacular que un jugador de ajedrez, pero repito que teóricamente cabe la posibilidad de un robot pianista… No cabe, en cambio, la de uno que juegue al ajedrez.
—Eso es ya una realidad innegable, señor —afirmó el conde.
—¿Sería posible enfrentarse a su robot sin que usted se encuentre delante?
—Desde luego, pero no puedo correr semejante riesgo. Lo haría, si estuviera seguro de que el contrincante elegido no iba a husmear en su interior. Pero se hará cargo de que tengo motivos de peso para no permitírselo a cualquiera.
—Evidentemente. Sin embargo, nosotros tenemos un club de ajedrez en la Embajada —dijo Lewis tendiéndole su tarjeta— y podríamos darle todas las garantías que pidiera, incluyendo una lista previa de los asistentes. ¿Resultaría muy… muy caro?
—¿Le parece cien mil…?
—De acuerdo, conde. A propósito: ¿por qué ha adoptado el seudónimo de Saint-Germain en lugar del de Van Kempelen?
—No se trata de ningún nombre falso, señor Armeigh, sino del auténtico.
—En ese caso, le… le ruego que me excuse —dijo Lewis enrojeciendo y haciendo ademán de marcharse.
—Una última pregunta, por favor. ¿Qué busca usted?
—El nombre de su compinche.
—Ya le he dicho anteriormente que no hay compinche.
—Sí, lo he oído. Hasta pronto, conde.
Durante las dos semanas siguientes, hasta la tarde escogida para la demostración, Lewis se preocupó activamente de recoger todas las informaciones posibles sobre la manera que Robert tenía de jugar al ajedrez. En el club de la Bastilla, por ejemplo, descubrió que su amigo había sido una vez campeón de París y que en tres o cuatro ocasiones había competido para el título nacional. Sostuvo largas entrevistas con los miembros del círculo que habían conocido personalmente a Robert. Casi todos le confirmaron que éste tenía la costumbre de hacer girar las piezas entre el pulgar y el índice antes de colocarlas, y que ésa era particularmente aguda cuando no veía clara la jugada o cuando, por cualquier causa, estaba enfadado. Por lo general, sus antiguos compañeros le consideraban un jugador agresivo, a pesar de que su apertura favorita era la Giuoco piano y de que, siempre que las circunstancias se lo permitían, sacaba a relucir la variante Greco. Al mismo tiempo sentía una gran aversión por la defensa Alekhine, a la cual nunca se dejaba arrastrar y jamás rechazaba un gambito de rey, testarudez muy característica suya y que en numerosas ocasiones le hizo perder partidas que tenía ganadas.
El conde de Saint-Germain se trasladó, como había prometido, a una habitación vecina después de presentar su máquina a los amigos citados por Lewis para aquella demostración privada. Un joven agregado naval, que jugaba bastante bien al ajedrez, se ofreció para enfrentarse al autómata. Lewis le había puesto al tanto de sus intenciones y el agregado había convenido en jugar el gambito de rey si le tocaban las blancas. Si, por el contrario, le tocaban las negras y la máquina jugaba el peón e2-e4, él utilizaría la defensa Alekhine. Fue esta segunda variante la que se convirtió en realidad, y Lewis tuvo motivos para asombrarse de la rapidez y seguridad con que el autómata desarrollaba su juego, en lugar de avanzar el peón-rey para acosar al caballo negro. El agregado naval llevó bien la partida, pero a pesar de ello no duró mucho. Lewis, tras el mate, tomó su puesto sin dudarlo.
El autómata ganó de nuevo la salida y volvió a jugar el peón e2-e4. Lewis, fingiendo ser uno de esos jugadores que conocen las aperturas por temperamento, pero que no llegan a comprenderlas, se dejó conducir voluntariamente a una Giuoco piano y cayó en la trampa de la variante Greco al noveno movimiento. Tras titubear durante largo rato, como si realmente estuviera confundido, aceptó el sacrificio de la torre. El autómata jugó entonces los diez movimientos siguientes sin necesidad de pensar y dio jaque mate.
—Penny, la cosa se complica. Ese robot no sólo tiene las mismas manías de Robert, sino que juega de la misma forma que él, con una marcada desconfianza por ciertas aperturas y una visible predilección por otras —dijo Lewis mientras la muchacha le servía una taza de té.
—¿Conque ésa es la razón de que no te haya visto durante tanto tiempo? Ni siquiera me has telefoneado.
—En efecto, Penny. Hice una visita al conde en su chalet de Enghien.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo?
—Estaba allí —dijo Penny tendiéndole el azúcar.
—Pero si le encontré trabajando en el jardín —repuso Lewis con evidente malhumor— y no había ningún otro visitante.
—También lo sé, porque te vi desde la casa.
—¿Y puede saberse qué hacías allí?
—Tocaba el piano, registrando ciertas melodías para nuestro común amigo, que ahora trabaja en un nuevo robot… Una pianista.
—Sí, me la enseñó, pero…
—¿Pero qué, Lewis? —preguntó Penny levantando los ojos.
Al hacerlo, sonreía.
—Nada… Pensaba en voz alta…
—¿Por qué no me preguntas cómo pude introducirme allí?
—Excúsame, Penny. ¿Cómo te las arreglaste? Supongo que no creerás haber engañado al conde.
—¡Lewis!
—¿Crees verdaderamente que no te reconoció?
—Sin la menor duda.
—A mí, en cambio, me reconoció desde el primer momento. Pero dejemos eso. Por lo que sé de ese nuevo robot, al cual he visto, y por lo poco que él me dijo, creo que tus grabaciones no servirán para nada. Ese autómata tocará cualquier música escrita que le pongan delante. ¿Tú eres buena pianista, Peggy?
—Dos años en el Conservatorio de París y un primer premio.
—Ya… Penny, hay algo que no comprendo y que no me gusta en nuestro amigo… Preferiría que no tuvieras ninguna relación con él. ¿Sabe quién eres?
—Sí. Pero… ignora todo lo de Robert y yo… Ahora puedo entrar en su cubil y abrir los ojos… y a veces también las puertas.
—¿Has descubierto algo?
—Nada por el momento. Pero si, efectivamente, sabe algo de Robert, me enteraré tarde o temprano. El otro día lo mencioné de pasada, haciendo como si le hubiera conocido vagamente y dando a entender que no había muerto… Pero el conde no se inmutó lo más mínimo.
—Lo cual no impide, Penny, que la cosa cada vez me guste menos.
Lewis renunció a la idea de ponerlo todo en conocimiento de la policía. Ésta, sin la menor duda, se reiría de él. O en el mejor de los casos, suponiendo que le tomara en serio, se limitaría a abrir el panteón familiar de los Tournon, pero no admitiría relación alguna entre la desaparición de su cadáver y el robot de un charlatán, que se dedicaba a exhibir su creación delante de propios y extraños. Estaba ya seguro de que Robert, muerto o vivo, tenía algo que ver con el autómata, pero no conseguía pasar de ahí. Si su amigo viviera, podía estar en contacto con el robot por radio. O a lo mejor había una cámara de televisión escondida en el maniquí. A una persona situada al otro extremo del aparato le sería posible accionar sus manos por medio de cualquier mando a larga distancia. De ser así —por increíble que pudiera parecer— un mensaje tabaleado con los dedos, según el sistema Morse, en el tablero del ajedrez, tal vez produjera reacciones insospechadas.
Lewis habría permanecido largo tiempo absorto en este sueño consciente si una llamada telefónica de la madre de Penny no le hubiera sacado bruscamente de él.
—Señor Armeigh, siento molestarle, pero estoy muy inquieta por Penny. No la hemos visto desde ayer. Había quedado en tomar el té con nosotros. ¿Sabe por casualidad dónde está?
—Pero… No, no he visto a Penny ayer, señora Spencer.
—¿Cómo?… Ella me había dicho… Pero… ¿Dónde se habrá metido?
—¿Qué fue lo que le dijo, señora?
—Que casi todas las tardes toma el té con usted. Y yo sé que son ustedes muy amigos. ¿No tiene la menor idea de dónde puede encontrarse?
—Penny, efectivamente, toma el té conmigo a menudo —mintió Lewis— pero… ayer no vino. Seguramente estará en casa de algunos amigos.
—¿De quién? ¿Tal vez de alguien que usted conozca? —dijo la señora Spencer con voz repentinamente cargada de desconfianza.
—No sé. Voy a ponerme en comunicación con todas las personas que recuerde… y estoy seguro de que daré con Penny, señora Spencer. Volveré a llamarla en cuanto me entere de algo. Tal vez haya ido a pasar uno o dos días a casa de cualquier amiga —sugirió Lewis sin conceder ningún crédito a sus palabras.
—¿Usted cree? Penny, efectivamente, se fue una vez al carnaval de Niza sin avisarnos, pero su padre le echó tal sermón que no debieron quedarle ganas de hacerlo otra vez. Yo también le avisaré si me entero de algo.
—Gracias, señora Spencer. La llamaré esta noche.
Colgó, arrancó materialmente su abrigo de la percha y se precipitó a la calle sin sombrero. Un instante después, su coche deportivo se introducía en el tráfico del Faubourg Saint-Honoré y media hora más tarde frenaba en seco delante del chalet del conde. Sin pensar en lo que iba a decir, Lewis tiró de la campana y el perro se puso a ladrar como la primera vez. Por detrás de la casa apareció una criada, que se inclinó para tocar algo junto a la perrera. Lewis comprendió que dentro no había un verdadero animal, sino un robot.
—Lo siento, señor, pero el conde de Saint-Germain no está ahora en casa.
—¿No sabe cuándo podré encontrarlo?
—A finales de semana, como muy pronto, señor.
—¿Y no podría decirme dónde ha ido?
—El señor conde está en Suiza, pero no ha dejado ninguna dirección.
—¿Se ha llevado su jugador de ajedrez?
—No, señor. Sólo una maleta.
—¿Entonces el jugador de ajedrez está aquí?
—Sí, señor, pero no puedo permitir que nadie lo vea en ausencia de…
—No quiero verlo. ¿Sabe usted si la muchacha que venía a tocar el piano se ha ido a Suiza con su señor?
—No, no lo sé, pero me extrañaría. Ella… no ha aparecido por aquí ni ayer ni hoy.
—Muchas gracias —dijo Lewis, volviendo a subir al coche y poniéndolo en marcha.
Que la criada le hubiera dicho o no la verdad, poco importaba. Pero Lewis había visto moverse el visillo de una de las ventanas del entresuelo y poco después una persiana del primer piso se había entreabierto ligeramente. ¿Estaba Penny tras ella?
Cuando entró en su apartamento, ya había tomado una decisión.
—Hoy ceno fuera, Amélie —le dijo a su anciana criada.
A cualquier hora del día o de la noche que Lewis volviera a casa, encontraba a Amélie aguardando para pasarle revista, como si esperara verlo completamente borracho o acompañado de una «mujer de mala vida», expresión con la que solía calificar a todas las visitantes que fumaban o no traían sombrero.
—¡Pero no me ha avisado y he hecho cocido!
—Puede comérselo todo, Amélie, a no ser que prefiera invitar al cartero.
—¡Señor! —dijo Amélie, asombrada y ofendida.
—Lo siento. ¿Me perdona?
—Sí. Supongo que querrá darse un baño…
—¿Cómo lo ha adivinado?
—Porque el señor tiene esa manía. No es sano estar a remojo durante tanto tiempo y salir a la calle después.
—Es una costumbre inglesa, Amélie, que no puedo dominar —contestó Lewis con una sonrisa.
Se puso a hurgar en un cajón, tratando de encontrar los gemelos de la camisa.
—Claro está que compensa la humedad a fuerza de alcohol —dijo la criada arrastrando los pies en dirección al cuarto de baño.
Mientras Amélie dejaba correr el agua, Lewis telefoneó a un amigo.
—Bertie, ¿puedes prestarme el coche esta tarde?
—¿Tienes estropeado el tuyo? —dijo una voz fatigada al otro extremo del hilo.
—No. Pero está demasiado visto en el sitio que quiero visitar.
—¿Qué te traes entre manos, Lewis?
—Asuntos privados, Bertie. ¿Puedo pasar por el coche?
—Con la condición de que me dejes acompañarte. No tengo nada que hacer y lo tuyo promete ser interesante.
—De acuerdo —asintió Lewis de muy mala gana—. Ponte un smoking y ven a buscarme en cuanto estés listo.
—¿Lleno el depósito de gasolina?
—Sería conveniente… Y si tienes un revólver y unos zapatos con suelas de crepé, traételos.
—¿Zapatos de alpinista? No van a ir muy bien con el smoking, pero presiento que voy a divertirme.
—Así lo espero. Hasta ahora… —dijo Lewis colgando.
Después de todo, Bertie era un amigo fiel, dueño de una envidiable sangre fría y capaz, en caso de necesidad, de utilizar eficazmente sus manos, de apariencia casi femenina.
—¿No te habrás aficionado al juego de repente? —preguntó Bertie cuando se detuvieron delante del Casino de Enghien, menos famoso que el de Montecarlo, pero donde también se jugaban cantidades respetables. Tenía, por añadidura, la ventaja de estar muy cerca de París.
—No, no puedo permitirme esos lujos —contestó Lewis riendo—, pero en cambio sí puedo invitarte a cenar. Me han dicho que el restaurante es muy bueno.
La cena, servida sobre una terraza que dominaba el lago, resultó excelente, y el negro terciopelo del agua, animada por los reflejos de las guirnaldas de bombillas colgadas a lo largo del viejo paseo, constituía un decorado muy agradable.
—¿Cuándo empiezan las diversiones? —preguntó Bertie mientras elegía un puro con aire de experto en la materia.
—¿Ves esos barcos, allá abajo?
—¿No pretenderás que rodee el lago remando?
—Sólo que lo atravieses… Y haciendo el menor ruido posible.
—¿Y después?
—Después haremos una visita sorpresa… e ilegal.
—¡Formidable! Nunca he entrado en una casa por allanamiento de morada.
—Te equivocas. Entraste así en una confitería, hace ya veinticinco o treinta años. ¿No te acuerdas?
—Sí. Pero espero que hoy la cosa vaya en serio y que nos veamos atacados por feroces lebreles.
—Siento decepcionarte. Sólo encontrarás un perro de cartón-piedra, incapaz de correr. A cambio, tal vez consigamos que disparen sobre nosotros. ¿No te asusta la perspectiva?
—¿Cuándo empezamos?
—Aún conviene esperar un poco —dijo Lewis mirando su reloj.
—Bueno. ¿Quieres que te enseñe un procedimiento para ganarte la vida fácilmente a la ruleta?
Era más de medianoche cuando Lewis arrastró a Bertie fuera de la sala de juego.
—¿No íbamos a practicar el deporte del remo? —dijo Bertie al ver que su amigo se encaminaba hacia el lugar donde habían dejado aparcado el coche.
—Ahora mismo —murmuró Lewis mientras le daba una propina al encargado y se instalaba al volante.
Un par de minutos después, frenó en una calleja, cerró el coche con llave y regresó a pie, seguido por Bertie, al Casino.
—¿Cómo vamos a pasar delante del portero con estos zapatos?
—No vamos a pasar delante de él, Bertie. He visto una barca en un rincón donde no corremos el riesgo de que nos descubran. ¿Ves ese seto al lado del casino?
—¿No querrás que lo salte?
—Por supuesto que sí. Venga, ahora es el momento… No hay nadie por los alrededores.
Un instante después, los dos hombres atravesaban el lago remando silenciosamente.
La barca se deslizó bajo unos árboles y se detuvo, sin un solo cabeceo, junto a un talud herboso. Lewis saltó a tierra y la remolcó hasta un sauce llorón, que la ocultaba por completo.
—Éste no es el jardín que busco, pero tal vez nos sirva —murmuró Lewis ayudando a su amigo a bajar de la barca.
Atravesaron un seto y Lewis reconoció la villa del conde. Un poco más lejos se distinguía claramente la cochera transformada por el fabricante de autómatas en taller. Bordeando la valla para no ser vistos, consiguieron llegar a la puerta de la cochera, que estaba cerrada con llave. Pero junto a ella había un ventano, que no resistió la presión de una palanca.
—Aguarda un instante. Antes de entrar, me gustaría echar un vistazo a ese perro de cartón-piedra. Espera aquí y si el perro se pone a ladrar, no te muevas.
Al abrigo de los árboles y sin salirse del césped, Lewis llegó a la perrera. Tuvo buen cuidado de no pasar ante ella y, tanteando la pared lateral, encontró el botón debajo del techo. Pero en lugar de apretarlo (¿quién sabe si el perro se hubiera puesto a ladrar?), buscó los hilos eléctricos y los arrancó.
—Ya no hay nada que temer por ese lado —dijo en voz baja al regresar junto a la ventana abierta—. Será mejor que vaya yo delante.
Pasaron la pierna por la ventana y se dejaron caer al otro lado. Lewis envolvió la linterna en el impermeable y paseó lentamente el foco luminoso por los alrededores hasta que Bertie le tocó en el brazo.
—Hay alguien sentado en aquel rincón.
—No te preocupes. Es una dama metálica que toca el piano —dijo Lewis tranquilizado. Se quitó el impermeable y lo colgó delante de la ventana para impedir que se viera luz a través de ella.
Después añadió:
—Ahora podemos encender sin peligro. Creo que el trabajo más duro nos espera dentro de la casa, pero antes me gustaría comprobar unas cuantas cosas aquí.
Atravesó la habitación y levantó una sábana, bajo la cual apareció la rechoncha figura del jugador de ajedrez, siempre sentado sobre su caja.
—Bertie, debe haber un enchufe por ahí cerca. Búscalo y conecta este hilo.
—¿Qué va a pasar?
—Seguramente nada, puesto que no hay compinche.
—¿Cómo? Aquí está el enchufe —dijo Bertie poniéndose de rodillas.
Sin molestarse en contestar, Lewis empezó a colocar las piezas de ajedrez que había encontrado en el interior de un cajón sobre el tablero situado frente al autómata.
—¡Lewis! ¿No me habrás traído aquí para ponerte a jugar al…?
—¡Calla y escucha!
—Oigo una especie de ronroneo.
—Sí, en el interior del robot. Vamos a ver si marcha —dijo Lewis avanzando un peón—. ¡Dios mío! ¡Funciona! —murmuró un instante después, al ver que la mano derecha del autómata se alzaba por encima del tablero para coger una pieza—. ¡Parece imposible!
—Hablas como mi sobrino cuando vio a su abuelo en taparrabos —observó Bertie.
—Ningún robot puede jugar al ajedrez… Te aseguro que científicamente no hay la menor posibilidad de…
—Pues lo hace bastante bien.
—Espera… Busca por ahí un papel —dijo Lewis quitando todas las piezas del tablero.
—Aquí hay un trozo de cartón. ¿Servirá?
—¡Sí, rápido!
Lewis arrebató el cartón de manos de su amigo, lo puso sobre el tablero y escribió en letras mayúsculas: «¿PUEDE LEER?» Después hizo girar el mensaje para que los ojos del robot pudieran verlo.
—¿Puede leer? —repitió Bertie irónicamente. Pero se inmovilizó al ver que el brazo del autómata se elevaba lentamente y se desplazaba sobre el tablero, como disponiéndose a mover un peón. El pulgar y el índice se abrieron y cogieron la estilográfica de Lewis. Entonces, sin apoyar el plumín sobre el cartón y con movimientos muy torpes, la mano empezó a agitarse. Lewis levantó el cartón y lo puso en contacto con la pluma.
Ambos se quedaron petrificados cuando la mano del robot, con un gesto brusco, hizo un agujero en el cartón y se detuvo, suspendida en el aire.
—Se ha parado —dijo Lewis.
—Sí. Se diría que lo has estropeado, viejo. Lewis se inclinó y tocó el enchufe.
—No hay corriente. Alguien la ha cortado.
—Mala suerte. Pero mira… Estaba escribiendo algo…
—¡Déjamelo ver! —gritó Lewis levantándose de un salto.
Cogió el trozo de cartón sobre el que una mano temblorosa había trazado torpemente las letras «LI-GROLABO».
—Eso no significa nada —dijo Bertie.
—Acuérdate de que levanté el papel cuando el autómata ya había empezado a escribir en el aire… Seguramente las letras que faltan son la P y la E.
—¿P y E? ¡Claro! ¡Peligro! ¿Pero y el resto? ¿LABO? ¿Qué diablos quiere decir eso?
—Cortaron la corriente antes de que terminara y es preciso adivinar el resto… ¡Ya está! ¡La bodega! ¡La bodega!
—¿Qué bodega?
—No lo sé, pero no vamos a tardar en averiguarlo —dijo Lewis apagando la linterna por donde había entrado, seguido por su amigo.
La villa, situada a unos treinta metros y envuelta en la oscuridad, apenas se veía.
—Lewis, todo esto no me gusta un pelo —dijo Bertie en voz baja—. El que ha cortado la corriente debe andar por ahí con un trabuco o un arcabuz. Vámonos a escape.
—A lo mejor sólo hemos fundido un plomo al poner en funcionamiento su sucio robot…
Y corrió hasta un árbol lindante con la esquina del edificio, sin esperar a ver si Bertie le seguía.
—Date una vuelta por ahí —dijo cuando lo descubrió a su lado—. A ver si puedes encontrar una puerta o una ventana fácil de abrir. Yo iré por la otra parte.
—¿Y si…?
—Silba si te crees vigilado y grita si te ponen la mano encima. ¡Vamos!
Bertie miró cómo su amigo se alejaba hacia el chalet y empezó a andar de mala gana en dirección contraria.
—Hay persianas metálicas por todas partes —explicó Lewis cuando se encontraron al otro lado de la casa—. He visto una puerta bajo la escalinata, pero es también metálica y está cerrada con llave. ¿Tú has encontrado algo?
—Una puerta de cocina con un tragaluz encima, que tal vez se pudiera forzar… Pero me ha parecido ver una ventana abierta en el primer piso.
—¿Hay que volar para alcanzarla o basta con un salto?
—A unos sesenta centímetros de ella corre un canal de desagüe… pero no sé si será lo suficientemente sólido como para sostenerte.
—¿Y si efectivamente no lo es?
—Te atrapo al vuelo y te llevo hasta la barca —contestó Bertie riendo.
—Da a la parte superior de la escalera o a un descansillo —opinó Lewis un instante después, contemplando la ventana, que no tenía más de medio metro de anchura, pero que parecía fácil de alcanzar por el canalón. Finalmente concluyó:
—No hay más remedio.
Trepó sin dificultad y Bertie, antes de seguirle, le vio hacer una flexión, poner el pie en el repecho de la ventana y saltar al interior de la casa.
—Es un cuarto de baño —le dijo Lewis cuando se reunió con él—. Hay dos puertas, que deben dar a dormitorios. No te muevas.
Hizo girar con precaución el picaporte de la más cercana, pero sólo oyó el tic-tac de un reloj. Entonces abrió un poco más y vio una cama. Escuchó aún unos segundos y se decidió a encender la linterna. La habitación estaba vacía y la cama sin deshacer.
—Empiezo a pensar que no hay un alma —dijo volviendo al cuarto de baño—. Vamos a ver qué sorpresa nos depara la otra puerta.
Atravesaron un pequeño cuarto ropero y desembocaron a un descansillo.
—Bueno. Habrá que bajar.
Puso el pie en el primer escalón y se paró en seco. Del piso superior llegó una especie de quejido grave, una especie de gorgoteo. «Seguramente un criado que tiene malos sueños», murmuró sin soltar la barandilla. Pero sintió que sus cabellos se erizaban cuando el gemido se transformó en agudo grito.
—¡Al diablo la bodega! —gritó Bertie dando media vuelta y precipitándose hacia el piso de arriba.
Seguido de cerca por Lewis, se dirigió hacia una puerta bajo la cual se filtraba una delgada raya luminosa… La abrió de un empujón y ante ellos apareció una sala pintada de blanco y absolutamente vacía, exceptuando una estrecha cama de hospital sobre la que Penny agitaba la cabeza de derecha a izquierda.
—¡Penny! —gritó Lewis corriendo hacia ella—. ¡Penny! ¿Te pasa algo? Penny… ¡Contéstame!
—Si quieres saber mi opinión, esta jovencita delira —dijo Bertie colocándose al otro lado de la cama.
—¡O se encuentra bajo el efecto de alguna droga satánica! ¡Busca su ropa! Hay que sacarla de aquí.
—¿Y si está grave? Ten calma y reflexionemos.
—¡Busca su ropa te digo! ¡Y si no, déjalo! Vamos a envolverla en estas mantas. ¡Vaya! ¡Está atada a la cama! Sabe Dios a qué maniobras se habrá entregado ese puerco, pero le van a costar caras, dijo apretando las mandíbulas mientras se esforzaba en aflojar las correas. ¿Penny, me oyes? ¡Mírame!
Los ojos de la muchacha se abrieron y de su boca salió un gemido infantil. En aquel momento la luz disminuyó perceptiblemente y Penny dijo con voz entrecortada:
—¡La Dama!… ¡La Dama llega!… ¡Lewis! ¡Escóndeme! ¡Me mira todo el tiempo!
—No tengas miedo, Penny. No vas a estar aquí mucho tiempo.
—¡La Dama de blanco! Lewis, mira… ¡Cuidado! Ella… viene en cuanto se apaga la luz —repitió Penny llorando sobre la cama, mientras Bertie soltaba la última correa de sus tobillos.
—No tengas miedo, Penny. Estamos contigo… Todo irá bien ahora.
—¡Lewis! Ahí… cerca de la puerta… cuando la luz se quede encendida fuera… Ella está ya fuera, dispuesta a mirar dentro. Es… es terrible…
Con un sollozo desgarrador, la muchacha escondió la cara entre los brazos de Lewis.
De repente se apagó la luz y la habitación se vio envuelta durante un par de segundos en una oscuridad total. Después se encendió otra luz detrás de una puerta, situada enfrente de la cama, y en ella se abrió lentamente una ventanilla parecida a las que existen en las cárceles.
Lewis cubrió instintivamente la cara de Penny con la mano y Bertie, al ver que por el hueco aparecía un velo de enfermera, dejó escapar un grito. En ese mismo instante, los dos hombres pudieron ver bajo el velo, un cráneo sin nariz y casi sin carne, alrededor del cual se balanceaban dos extraños bucles negros. El ojo derecho del monstruo, un ojo sin párpado del que brotaba un hilo de sangre, los miró fijamente, y una peluda araña salió de la órbita sanguinolenta del izquierdo. También la araña pareció mirarlos; después descendió por los huesos de la mandíbula y desapareció tras la nuca.
Sonó una detonación y Penny dio un nuevo grito de pánico. La cabeza pareció estallar en la ventanilla, con un ruido de cristales rotos, y se deshizo en mil pedazos.
—Lo siento… No he podido impedirlo —dijo Bertie. De la automática que sostenía en la mano se elevaba un hilo de humo. Tras un ligero titubeo, añadió:
—Ahora voy a marearme…
—Sólo has matado a un robot, Bernie —dijo Lewis. Luego fue hasta la puerta y empujó la ventanilla, que se abrió bruscamente poniendo de manifiesto un armario con el mecanismo roto del monstruo y un raíl sobre el que éste se deslizaba al aumentar de intensidad la luz situada encima de él.
—Ahora vámonos de aquí. Seguramente tendremos que abrirnos paso. Ten, coge la linterna para que yo pueda llevar a Penny.
—Espera. Sube otro robot.
—Muy bien.
Envolvió a Penny en las mantas de la cama y la cogió en brazos. Después se colocó detrás de la puerta abierta.
—Ponte al otro lado, pero dispara sólo en caso de necesidad.
—Es un hombre de blanco —musitó Bertie, asomándose por el hueco de la escalera.
Los pasos se acercaron rápidamente y en el quicio de la puerta apareció el conde de Saint-Germain, que murmuró un Nom de D… interrumpido a su mitad y entró en la habitación. Bertie, con un solo golpe de la culata del revólver, le dejó sin sentido.
—¡Lástima que no lo haya matado! Esto no era un robot —dijo Bertie inclinándose sobre el cuerpo desplomado del conde.
—No te preocupes por eso. Empújalo debajo de la cama y vámonos sin perder más tiempo. Mira a ver si puedes cerrar la puerta con llave y pasa delante. Seguramente aún no ha acabado el baile.
Llegaron sin dificultad a la planta baja. Todas las puertas estaban cerradas, pero prescindieron de ellas y saltaron al exterior por una de las ventanas del salón.
—Tenemos que alcanzar la barca lo antes posible —dijo Bertie cuando llegaron al seto situado junto al taller del conde.
—No, Bertie. Tengo una idea mejor. Vete tú solo haciendo todo el ruido que puedas, pero no te dejes atrapar. Atraviesa el lago, coge el coche y ven a recogernos aquí.
—¿Y cómo vas a franquear la verja con esa carga?
—Observación improcedente, Bertie. Mira: la cancela de la casa de al lado está de par en par. Hasta pronto.
Lewis atravesó el seto con Penny a cuestas y Bertie echó a correr a través del césped del conde. Apenas había desaparecido, cuando una silueta blanca, con una linterna en la mano, salió de la casa en su persecución.
Lewis se vio obligado a subir ocho pisos para encontrar la habitación de Amélie y a golpear violentamente en su puerta para que la vieja criada se decidiera a abrir. Por fin lo hizo, con un paraguas en la mano a guisa de garrote, y se quedó contemplando a su señor, estupefacta.
—Amélie, ¿podría venir al apartamento, si hace el favor? Hay un enfermo en mi cama. Bertie… quiero decir uno de mis amigos, ha salido en busca de un médico y necesitamos sus servicios.
—Si el señor está borracho, a partir de este momento me considero despedida.
—No, Amélie, no he bebido una sola gota, pero hay una chica muy enferma en mi cama…
—¡Señor! ¡Cómo se atreve…!
—¡No, Amélie, no! Una chica de costumbres respetables. Si usted se niega a venir, la dejará sin carabina.
—Voy, señor. Voy inmediatamente, pero le prevengo de que si se trata de una mujer de mala vida…
El doctor llegó al poco rato y fue introducido en la alcoba donde Amélie, como un general en el punto álgido de la batalla, se encontraba ya al frente de las operaciones. Bertie y Lewis esperaban fuera. El médico salió por fin, hablando con Amélie:
—Café solo y muy cargado, en cantidades masivas… A la hora de desayunar estará de pie.
—¿Recuperada?
—Sí. ¿Pero qué le ha ocurrido? Esa pobre chica estaba drogada.
—Aún no lo sabemos —explicó Bertie acompañando al médico hasta el ascensor.
Más tarde, al amanecer, Amélie informó a Lewis de que la «señorita» quería verle, pero le aconsejó que no la cansara demasiado. Dijo también que no escucharía la conversación, pero que se negaba a salir de la habitación mientras el señor estuviera en ella. Lewis consintió débilmente.
—¡Oh, Lewis! —dijo Penny, muy pálida pero extraordinariamente favorecida por uno de aquellos herméticos camisones de Amélie, cerrado alrededor del cuello, de las muñecas y seguramente, pensó Lewis, también de los tobillos—. ¿Qué me ha pasado? ¿Cómo he salido de aquella… aque…?
—Ya es agua pasada, Penny. No pienses más en ello.
—¿Cuánto tiempo he estado…? ¿Has avisado a mis padres?
—Sí. He telefoneado a tu padre y le he metido una trola de campeonato. Le he dicho que subiste a tomar una copa al yate de unos amigos, en el Sena, y que te llevaron a hacer un pequeño crucero hasta el Havre.
—Pero Lewis… no conozco a nadie que…
—También está arreglado, Penny. Un primo mío, casado, tiene un yate. Se fue de París anteayer. Pero he conseguido localizarle por teléfono y le he explicado que, para todos los efectos, tú te habías ido con ellos… Y como resbalaste sobre el puente y te caíste en un dock un poco sucio, enviaron a su chófer a tu casa en busca de ropa limpia… Estará aquí de un momento a otro.
—Lewis, eres maravilloso.
—También le he dicho a tu padre que volverías hoy o mañana. Lo harás en cuanto te sientas completamente bien. Amélie cuidará de ti (la aludida, aunque no había comprendido una sola palabra, hizo un gesto afirmativo con la cabeza). Y ahora, Penny, cuéntame lo que ha pasado.
—No lo sé exactamente. Anteayer… ¿o ayer? Sí, debió ser ayer…
—Era anteayer, Penny, pero da lo mismo. Sigue.
—Anteayer, entonces, registré unas melodías, como de costumbre, y el conde ordenó que me sirvieran unas pastas y un vaso de vino… Ya te lo puedes suponer: me desperté atada a la cama y enferma. Él entró en la habitación y me dijo cosas que no escuché muy bien. En una visita posterior, me explicó que pronto sería un autómata, pero que necesitaba uno o dos días para prepararme… No estoy muy segura de todo esto, Lewis. Tal vez lo he soñado.
—Intenta acordarte, Penny. De los sueños y de la realidad.
—Seguramente dormí durante mucho tiempo y tuve infinidad de pesadillas. Había también una enfermera y yo soñaba continuamente que era un cadáver disfrazado…
—Sí, ya lo sé. ¿Pero qué te dijo el conde de Saint-Germain? Por favor, Penny, haz todo lo posible por acordarte. Es importante.
—Una de las veces, al verme despierta, me sonrió: dulcemente y me dijo que ya siempre sería feliz. También me habló de que no tendría necesidad de preocuparme nunca más de la comida ni de la ropa, y añadió que mi único placer sería tocar el piano. Pero todo esto no tiene ningún sentido…
—¡Ojalá no hubiera pasado! Reflexiona… ¿Te dijo algo con relación a… a Robert?
—No. Creo que se refirió a otros robots. ¿Cuánto tiempo estuve así, Lewis?
—Sólo dos días. Ahora tengo que salir, Penny. Prométeme que beberás mucho café. El doctor volverá en seguida a ver cómo va la cosa.
—Lo intentaré. Y gracias… por lo que has hecho.
Al entrar en el pequeño despacho que utilizaba como salón, Lewis encontró a su amigo tumbado en el diván, roncando a más y mejor.
—¡Vamos! —dijo sacudiéndole sin contemplaciones.
—¿Qué… qué hora es? —farfulló Bertie, incorporándose bruscamente y contemplando con expresión de horror una copia de Picasso, colgada en la pared de enfrente.
—Vamos a hacerle otra visita a nuestro amigo de Enghien. O al menos voy a hacerlo yo, si tú no quieres acompañarme.
—¡Pero, Lewis! ¿No crees que sería mejor avisar a la policía y contárselo todo? No me gustan las emociones de este tipo.
—Ponte los zapatos y reúnete conmigo en el sótano —dijo Lewis saliendo de la habitación con una sonrisa.
Delante del chalet del conde de Saint-Germain había un grupo de gente y varios coches de bomberos. Pasaron lentamente ante él en coche y comprobaron que no quedaba gran cosa en pie. Aparcaron unos metros más allá y regresaron andando, pero al llegar a la verja fueron detenidos por un agente.
—Ya ves… No se puede entrar —dijo Bertie cogiendo a su amigo de la manga—. Ahora, dime lo que quieres hacer en esas ruinas y tus deseos serán cumplidos.
—¿Cómo?
—Déjalo de mi cuenta. ¿Qué quieres saber?
—¡Echar un vistazo a la bodega, naturalmente!
—Muy bien. Conserva la cabeza en su sitio y no le quites ojo al viejo Bertie. Si queda alguna bodega, estaré dentro de ella antes de cinco minutos. Aguarda y verás.
Rodeó la muchedumbre, se acercó al agente como si acabara de llegar y le dijo al oído:
—Todo derecho, señor —contestó el representante de la autoridad llevándose la manó a la gorra.
Bertie, con la sonrisa en los labios, se alejó hacia las ruinas humeantes del chalet.
—Antes de nada, dime cómo te las has arreglado para entrar —preguntó Lewis diez minutos más tarde, ya instalado en el interior del coche.
—No me costó ningún trabajo. Mi caradura, mi sombrero hongo, mi acento y las palabras mágicas «inspector de los Seguros Lloyds» son el sésamo que da acceso a todas las catástrofes, pequeñas o grandes, de este país.
—¿Qué había en la bodega?
—Nada… salvo los restos retorcidos de una especie de mesa de operaciones, una tonelada de cristales rotos, hollín para parar un tren y cenizas.
—¿Y el taller?
—No queda absolutamente nada. Otro montón de cenizas.
—¿Y nuestro amigo?
—Los bomberos andaban buscándole, pero temo que no lo van a encontrar. Mi impresión es que ha visto venir las cosas mal, tú sabrás cuáles, pero no te las pregunto, le ha prendido fuego a todo antes de tomar las de Villadiego.
—Seguramente tienes razón, Bertie. Pero aún queda otra cosa y voy a tenerla esta noche.
—¡Lewis, sé razonable una vez en tu vida!
—El conde se olvidó de destruir su perro ladrador. Y yo voy a apropiármelo.
—Pero, Lewis… Puedes tener con toda facilidad un verdadero perro, un perro de carne y hueso. La Sociedad…
—El que yo quiero es ése.
—Entonces ve a buscarlo solo. Estoy hasta la coronilla de este asunto.
Pero cuando aquella noche detuvieron el coche cerca de los restos calcinados del chalet, Bertie seguía al lado de su amigo. No había nadie y los bomberos, al marcharse, se habían dejado la cancela abierta. El chucho era pequeño y no les costó ningún trabajo llevarlo hasta el portaequipajes del automóvil de Bertie.
Algunos meses más tarde, cuando Penny y Lewis volvieron de su viaje de bodas, Bertie se reunió con ellos para cenar y, de repente, preguntó:
—¿Qué fue de aquel perro de cartón-piedra? ¿Conseguiste hacerlo ladrar?
—No. Me libré de él… ¿Otra copa? —propuso Lewis frunciendo las cejas.
—Está bien, máscara de hierro —dijo Bertie tendiéndole el vaso.
Lewis, sin embargo, había dicho la verdad. El perro, efectivamente, ya no se encontraba en su poder, pero antes de tirarlo, lo había desmontado completamente. En su interior encontró un mecanismo análogo al que había visto en el cuerpo del jugador de ajedrez, con las mismas probetas llenas de un líquido verdoso. Una red de tubos más estrechos atravesaba dos pequeñas cajas metálicas, de las cuales salían treinta cables eléctricos. Abrió las cajas y en una de ellas descubrió una masa grisácea, viscosa y maloliente. En la otra había, al parecer, unos trozos de carne y de hueso colocados en una especie de marco. Tras cortar todos los contactos y desenchufar las conexiones, Lewis llevó ambas cajas a un médico amigo suyo, que examinó su contenido y dijo sonriendo:
—¿Te creías mezclado en una historia de crímenes, Lewis? Esto es el cerebro de un perro, o tal vez de un cordero, y si no me equivoco, en la otra caja hay una parte de la garganta de un animal. Mira, ahí tienes las cuerdas vocales.
—Ya veo, gracias —replicó Lewis, sintiendo la acuciante necesidad de un trago.