20

Cada detalle de la figura de Chapman aparecía en relieve a la luz del sol. La figura de corta talla, maciza, vestida con un traje azul oscuro. El pelo rubio, el cutis fresco, los ojos curiosamente pálidos. Una mano sostenía su hongo, y la otra jugaba con su corbata. Había inclinado la cabeza hacia un lado, como tratando de eludir algo.

—¿Qué dijo usted? —preguntó con una voz ligeramente estridente.

—Le dije que entre, Mr. Chapman —repuso el doctor Fell—. ¿O debo decir, mejor dicho, Mr. Campbell? Su verdadero nombre es Campbell, ¿no?

—¿De qué diablos está hablando? ¡No lo comprendo!

—Hace dos días —dijo el doctor Fell—, cuando lo vi por primera vez, estaba usted aproximadamente en el mismo lugar de la sala que ahora. Yo estaba junto a esa ventana. ¿Recuerda? Estaba haciendo un estudio detenido de una fotografía tomada de frente de Angus Campbell.

»No nos habían presentado. Levanté los ojos, luego de estudiar la fotografía, y me hallé frente a un parecido familiar tan asombroso que le pregunté: «¿Cuál de los Campbell es usted?».

Alan lo recordó.

En su imaginación la figura baja y maciza de Chapman se transformó en la figura baja y maciza de Colin o de Angus Campbell. El pelo rubio y los ojos desteñidos se transformaron, por fin, en el pelo rubio y los ojos pálidos de aquella fotografía de Robert Campbell en el álbum familiar. Todo ello se agitaba y cambiaba y se deformaba como las imágenes en el agua, pero por fin se unió para formar un todo complejo, personificado por el hombre que estaba frente a ellos.

—¿Le recuerda a alguien ahora, Mr. Duncan? —preguntó el doctor Fell.

El abogado se sentó en una silla, anonadado. O mejor dicho, sus miembros largos y delgados se dejaron caer como una percha flexible cuando buscó a tientas y encontró los brazos de un sillón.

—Rabbie Campbell —dijo. No fue una exclamación, ni una pregunta, ni ninguna forma de expresión relacionada con las emociones. Fue más bien la expresión de un hecho—. Usted es el hijo de Rabbie Campbell —dijo.

—Insisto en que… —comenzó a decir el supuesto Chapman, pero el doctor Fell lo interrumpió.

—La súbita yuxtaposición de la fotografía de Angus y del rostro de este hombre —prosiguió el doctor— ha traído consigo una sugerencia que quizá algunos de ustedes no han advertido. Permítanme refrescarles la memoria respecto a otro punto.

Mirando a Alan y a Kathryn, prosiguió:

—Elspat dijo, según creo, que Angus Campbell tenía una habilidad extraordinaria para descubrir semejanzas familiares, al punto de que sabía identificar a cualquier miembro de su familia aunque se tiznase la cara y hablase en un idioma extranjero. Esta misma habilidad era un don de Elspat, aunque en grado menor que en Angus.

En ese punto el doctor Fell miró a Duncan.

—En vista de ello —agregó— hallé sumamente curioso e interesante que, según sus propias palabras, Chapman se mantuviese invariablemente alejado de Elspat y en ninguna circunstancia se acercase a ella. Consideré que valía la pena investigar este punto.

»La policía escocesa no puede utilizar los recursos de Scotland Yard. Yo, en cambio, por intermedio de mi amigo el Inspector Hadley puedo hacerlo. Fueron necesarias sólo unas pocas horas para establecer la verdad sobre Mr. Walter Chapman, aunque la llamada telefónica transoceánica, y por supuesto oficial, que Hadley realizó más tarde, no tuvo una respuesta hasta las primeras horas de esta mañana.

El doctor Fell sacó de su bolsillo un sobre garabateado, parpadeó y luego se acomodó las gafas para mirar a Chapman.

—Su verdadero nombre es Walter Chapman Campbell. Tiene, o bien tenía, el pasaporte número 609348 de la Unión Sudafricana. Hace ocho años llegó a Inglaterra desde Port Elizabeth, donde su padre, Robert Campbell, vive aún, aunque muy enfermo e incapacitado. Suprimió el apellido Campbell de su nombre porque el apellido de su padre tenía asociaciones ingratas para la Compañía de Seguros Hércules, en la cual trabajaba.

»Hace dos meses, como según me informan, usted mismo manifestó, que lo trasladaron desde Londres para encabezar una de las sucursales de su firma, la de Glasgow. Allí, naturalmente, Angus Campbell lo identificó.

Walter Chapman se humedeció los labios.

En su rostro se reflejaba una sonrisa rígida y escéptica. A pesar de ello, sus ojos se dirigieron rápidamente hacia Duncan, como si se preguntasen qué opinaba el abogado de todo ello; luego desviaron nuevamente su mirada.

—Esto es absurdo —dijo.

—¿Niega usted estos hechos?

—Acepto —dijo el otro, cuyo cuello pareció estar inusitadamente apretado—, acepto que por razones privadas haya usado sólo parte de mi nombre, pero ¿de qué diablos me acusan?

Al decir esto se levantó agresivamente sobre los talones, gesto que recordó a todos la figura de Colin.

—Quisiera saber asimismo, doctor Fell —continuó—, por qué usted y dos oficiales del Ejército me despertaron en el hotel de Dunoon anoche, simplemente para hacerme unas preguntas sin sentido relacionadas con los seguros. Pero dejemos eso. Repito. ¿De qué diablos me acusan?

—Ayudó a Angus Campbell a planear su suicidio —repuso el doctor Fell—. Intentó asesinar a Colin Campbell, y asesinó a Alec Forbes.

El rostro de Chapman palideció.

—Es absurdo.

—¿Conocía a Alec Forbes?

—Por supuesto que no.

—¿Nunca estuvo cerca de su casa junto a la Cascada de Glencoe?

—Nunca.

El doctor Fell cerró los ojos.

—En ese caso —dijo— no tendrá inconveniente en que le diga lo que supongo que usted hizo. Como usted mismo manifestó, Angus fue a visitarlo a su oficina de Glasgow cuando hizo su última póliza de seguros. Mi opinión es que lo había visto a usted con anterioridad, que lo acusó de ser hijo de su hermano, que usted lo negó, pero que, finalmente, se vio obligado a admitirlo. Esto, naturalmente, proporcionó a Angus la seguridad que necesitaba para llevar a cabo sus planes. Angus no dejó nada al azar. Sabía que su padre era una mala persona, y era un juez suficientemente sutil para reconocer en usted, su sobrino, a otra mala persona. Así, pues, cuando hizo esa última póliza, enteramente innecesaria, como excusa para frecuentar su trato, le explicó exactamente qué pensaba hacer. Usted iría a investigar una muerte curiosa. Si se producía el menor error, cualquiera que fuese, usted podría disimularlo y señalar que la muerte era un asesinato, porque usted sabía en realidad qué había sucedido.

»Usted tenía justificados motivos para ayudar a Angus. Él podía señalarle que con ello no hacía usted más que ayudar a su propia familia; que, una vez muerto él, sólo su hermano Colin, de sesenta y cinco años, se interponía entre una herencia de casi dieciocho mil libras y su propio padre. Y, naturalmente, con el correr del tiempo, usted sería el heredero. Podía apelar a su lealtad a la familia, que era el único objeto de ciega adoración de Angus. En cambio, no lo era para usted, Mr. Chapman Campbell. De pronto vio usted cómo podría realizar su propio juego. Con Angus muerto, y Colin muerto también…

El doctor Fell hizo una pausa.

Verán —agregó, dirigiéndose a los otros—. La frustrada tentativa de matar a Colin hizo que tuviese la certeza de que este hombre era el culpable. ¿No recuerdan que fue Mr. Chapman, y nadie más que él, quien empujó a Colin a dormir en la torre?

Alistair Duncan se puso de pie y en seguida volvió a sentarse.

La habitación estaba caldeada, y una diminuta gota de sudor apareció en la frente de Chapman.

—Piense retrospectivamente —continuó el doctor Fell—, por favor, en dos conversaciones. Una tuvo lugar en la habitación de la torre el lunes por la noche; me informé de ella. La otra se realizó en esta sala el martes por la tarde, en mi presencia.

»¿Quién fue el primero en introducir el término «sobrenatural» en este asunto? Esta palabra actúa siempre sobre Colin como la capa del torero sobre el toro. Fue Mr. Chapman, como recordarán ustedes. El lunes por la noche, en la torre, Chapman la introdujo en la conversación deliberadamente y sin que viniese al caso, en circunstancias en que nadie había insinuado nada semejante hasta entonces.

»Colin juró que no había tal fantasma. En vista de ello, nuestro ingenioso amigo debió proporcionarle uno. Me he preguntado con anterioridad cuál era el motivo de la personificación del fantasma vestido de montañés, con su rostro carcomido, en la habitación de la torre, el lunes por la noche. La respuesta es simple. Debía actuar como acicate definitivo sobre Colin Campbell.

»No fue difícil llevar a cabo la estratagema. La torre se encuentra en una parte aislada de la casa. Tiene una entrada en la planta baja que da al patio exterior, de modo que un extraño puede entrar y salir de ella a voluntad. Dicha entrada está habitualmente abierta, y cuando no lo está, cualquier llave de candado sirve para abrirla. Con la ayuda de un tartán escocés, una gorra, un poco de cera y pintura teatral, el fantasma pudo «aparecérsele» a Jock Fleming. Si Jock no hubiese estado allí, cualquier otra persona habría sido igual.

—¿Y entonces?…

—A primera hora del miércoles —prosiguió Fell—, Mr. Chapman tuvo todo dispuesto. La historia del fantasma había circulado entre los miembros de la casa. Vino, pues, aquí, y… ¿acaso no lo recuerdan?… empujó al pobre Colin al punto que deseaba mediante sus comentarios sobre el tema de los fantasmas.

»¿Cuál fue el comentario que hizo decidirse a Colin? ¿Cuál fue el comentario que obligó a Colin a declarar que eso lo decidía, y qué lo llevó luego a jurar solemnemente que dormiría en la torre? Fueron las observaciones veladas y astutas de Mr. Chapman, que terminaron con las palabras siguientes: «Éste es un país extraño y ésta una casa extraña. Yo no dormiría una noche en esa habitación».

En la memoria de Alan la escena se reprodujo nítidamente.

La expresión de Chapman era muy semejante a la que había tenido entonces, sólo que ahora se ocultaba en ella algo desesperado.

—Era absolutamente necesario —prosiguió el doctor Fell— conseguir que Colin durmiese en la habitación de la torre. Es verdad que la estratagema del hielo artificial habría dado resultados en cualquier parte, pero no podría haber sido utilizada en cualquier parte por Chapman.

»Chapman no podía merodear en el interior de esta casa. Era necesario hacer las cosas en esa torre aislada, con una entrada independiente por la cual podía entrar y salir. Poco antes de que Colin nos diese las buenas noches a gritos y subiese trastabillando por esa escalera, Chapman colocaría el cajón con el hielo seco y saldría nuevamente.

»Haré ahora una recapitulación de los hechos. Hasta ahora, naturalmente, Chapman no podía fingir, ni de pasada, que tenía la menor idea de la forma en que había muerto Angus. Debía fingir, por el contrario, estar perplejo como el resto de nosotros. Era imprescindible que expresase su convicción de que se trataba de un suicidio. La verdad es que demostró ser un excelente actor.

»Como es natural, por el momento no debía surgir la menor sospecha de la existencia del hielo artificial. Aún no era el momento oportuno. De otro modo todo se descubriría y Chapman no podría inducir a Colin a dormir en la torre mediante sus alusiones al fantasma. Por consiguiente, manifestó reiteradamente que Angus debía de haberse suicidado, que se habría arrojado por la ventana por motivos ignorados. Recordemos que nuestro amigo insistió en ello repetidamente y con cierto detalle, y que algo horrible y de explicación sobrenatural pudo haber sido el motivo.

»Tal fue su juego hasta que se deshizo de Colin. A partir de entonces, todo cambió.

»Entonces la verdad palpable aparecería en forma indiscutible. Encontrarían a Colin muerto por envenenamiento de dióxido de carbono. Se recordaría el hielo artificial. Si nadie lo hacía, nuestro ingenioso amigo estaba preparado para recordarlo él mismo. Golpeándose la frente, afirmaría que, naturalmente, se trataba de un asesinato, y, por supuesto, el seguro sería pagado. Después preguntaría dónde estaba ese monstruo, Alec Forbes, que sin duda alguna era el autor de los crímenes.

»Por consiguiente, era necesario deshacerse de Alec Forbes la misma noche en que se deshiciera de Colin.

La pipa del doctor Fell se había apagado. La guardó en su bolsillo, hundió los pulgares en los bolsillos del chaleco y examinó a Chapman con frío detenimiento.

Alistair tragó saliva una o dos veces, y su nuez se movió de arriba abajo en su delgado cuello.

—¿Puede… puede probar todo esto? —preguntó el abogado con voz muy débil.

—No tengo que probarlo —dijo el doctor Fell—, puesto que puedo probar el asesinato de Forbes. Colgar del cuello hasta morir, y Dios tenga piedad de su alma, es tan eficaz por un asesinato como por dos, ¿no es verdad, Mr. Chapman?

Chapman retrocedió.

—Es posible… es posible que… haya hablado con Forbes en una o dos oportunidades —dijo en voz baja y con toda imprudencia.

—¡Hablado con él! —dijo el doctor Fell—. Usted entabló estrecha amistad con Forbes. ¿Es verdad o no? Hasta llegó a advertirle que no interviniese. Luego fue demasiado tarde.

»Hasta aquel momento el plan había sido triplemente seguro, pues, como han visto, Angus Campbell en realidad se suicidó. Cuando se llegó a pensar en un asesinato, la única persona de quien nadie podía sospechar era usted, porque no era culpable. Puedo apostar que para la noche de la muerte de Angus usted tiene una coartada que se destaca y brilla en toda su perfección.

»En cambio usted cometió un grave error al no permanecer aquí para asegurarse de que Colin estaba muerto después de haber caído de la torre el martes por la noche. Cometió otro error más grave aún cuando, posteriormente, subió a su automóvil y se dirigió a Glencoe para celebrar su última entrevista con Alec Forbes. ¿Cuál es la matrícula de su automóvil, Mr. Chapman?

Chapman parpadeó dos veces; aquellos extraños ojos claros eran el rasgo más sobresaliente de su rostro.

—¿Eh?

—¿Cuál es la matrícula de su automóvil? Es… —dijo consultando el revés de un sobre— MGM 1911.

—No… no lo sé. Sí, creo que sí.

—Un automóvil con la matrícula número MGM 1911 fue visto estacionado a un lado de la carretera frente a la casa de Forbes entre las dos y las tres de la madrugada. Fue visto por un miembro de la Guardia Territorial, quien está dispuesto a declarar bajo juramento. Debió recordar, Chapman, que las carreteras ahora no están solitarias durante la noche. Debió recordar que las patrullan a horas avanzadas de la noche.

El rostro de Alistair Duncan había palidecido más aún.

—¿De modo que ese es el conjunto de sus pruebas? —preguntó.

—¡No, no! Esto es solamente el principio.

Arrugando la nariz, contempló un rincón del cielo raso.

—Pasemos a ocuparnos ahora del problema del asesinato de Forbes —prosiguió— y de la manera en que el asesino consiguió salir de una habitación cerrada por dentro. Mr. Duncan, ¿sabe algo de geometría?

—¿Geometría?

—Me apresuro a aclarar —dijo el doctor Fell— que recuerdo muy poco de lo que en una época me obligaron a aprender, y que quisiera saber menos aún. Todo ello se oculta en el limbo de mis años escolares, junto con el álgebra, la economía y otros temas igualmente fatigosos. Fuera de no haber conseguido olvidar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, tengo la dicha de haber limpiado de mi mente esas complicaciones.

»Al mismo tiempo sería de utilidad, por esta vez al menos, que considerase la casa de Forbes desde el punto de vista de su forma geométrica.

Fell sacó un lápiz del bolsillo y trazó un esquema en el aire.

—La casa es cuadrada —explicó— y tiene cuatro metros de lado. Imaginemos, en la mitad de la pared que usted está mirando, la puerta. Imaginemos, en la mitad de la pared a su derecha, la ventana.

»Estuve en la casa ayer, y me devané los sesos pensando en esa misteriosa y perturbadora ventana.

»¿Por qué había sido necesario retirar la cortina de oscurecimiento? No podía ser, como señalé hace unos minutos, porque el asesino había conseguido de alguna manera pasar con su cuerpo físico a través del enrejado. Esto, como dicen tan a menudo los geómetras, y a mi juicio, con un despliegue de descortesía, es un absurdo.

»La única explicación alternativa era que la ventana debió ser utilizada de alguna manera. Había examinado detenidamente el enrejado de tejido de alambre. ¿Recuerda? —dijo el doctor dirigiéndose a Alan.

—Lo recuerdo.

—A fin de probar su solidez, introduje el dedo por uno de los agujeros del tejido y lo sacudí. A pesar de ello no apareció ni un rayo de comprensión en medio de la espesa niebla de lana y tinieblas que me enceguecía. Permanecí perplejo y desconcertado hasta que usted —en este punto el doctor Fell se volvió hacia Kathryn— me proporcionó un dato que incluso para un tonto como yo no podía menos que brindarle una sugerencia y una idea.

—¿Hice yo eso? —exclamó Kathryn.

—Sí. Usted dijo que la propietaria del Hotel Glencoe le había dicho que Forbes solía ir allí a menudo a pescar.

El doctor Fell hizo un gesto amplio con las manos. Su voz de trueno tenía un tono de disculpa.

—Naturalmente, todas las pruebas estaban allí. La casa, por así decir, apestaba a aficionado a la pesca. El hilo de Forbes estaba allí; estaban también sus moscas y las botas de goma. Sin embargo, fue sólo entonces cuando se me ocurrió que en esa casa no había visto el menor rastro de una caña de pescar.

»No había una caña semejante a ésta, por ejemplo.

El doctor Fell se puso de pie trabajosamente con ayuda de su bastón y extendió una mano hacia el espacio detrás del sofá, del cual sacó una maleta grande y la abrió.

En el interior estaban las secciones desarmadas de una caña de pescar, de metal negro con un mango de níquel y corcho en el cual estaban grabadas las iniciales «A. M. F.». No había, en cambio, hilo alguno arrollado a la rueda. En lugar de ello, en el orificio de metal que formaba la punta de la caña de pescar una vez armada, habían atado fuertemente con alambre un pequeño anzuelo.

»He aquí un instrumento ingenioso —dijo el doctor Fell.

»El asesino estranguló a Forbes atacándolo por la espalda. Luego lo colgó y añadió esos toques artísticos que indicaban un suicidio. Apagó la lámpara y derramó el aceite, para que las apariencias indicasen que se había agotado al arder. Luego retiró la cortina de oscurecimiento.

»Seguidamente tomó su caña de pescar y salió de la casa por la puerta, que cerró, dejando el pestillo del cerrojo vuelto hacia arriba.

»Se encaminó hacia la ventana. Empujó la caña de pescar a través de uno de los agujeros del tejido de alambre, para lo cual había espacio suficiente, puesto que yo mismo pude introducir mi dedo índice, extendió la caña en sentido diagonal, y llegó así desde la ventana a la puerta.

»Con este anzuelo atado a la punta de la caña enganchó el pestillo del cerrojo y tiró hacia sí. Era un cerrojo pulido y flamante, ¿recuerdan?, de modo que al brillar a la luz de la luna podía verlo perfectamente. De este modo, con la mayor facilidad y sencillez, empujó el pestillo del cerrojo hacia sí y cerró la puerta.

El doctor Fell depositó cuidadosamente la maleta sobre el sofá.

—Naturalmente —prosiguió—, había debido retirar la cortina de oscurecimiento de la ventana, y no podía colocarla nuevamente. Además, era fundamental llevarse consigo la caña de pescar. El mango y la rueda giratoria de la misma no pasarían a través del enrejado en ninguna circunstancia, y si se limitaba a arrojar a través de los agujeros del enrejado los sectores más delgados de la caña, su juego resultaría evidente para el primer observador que llegase y los viese.

»Abandonó, pues, el lugar. Lo vieron y lo identificaron al subir a su automóvil…

Chapman dejó escapar un grito ahogado.

—Lo identificó el mismo miembro de la Guardia Territorial cuya curiosidad había sido despertada en primer lugar por el automóvil. Durante el trayecto de regreso, desarmó la caña y arrojó las piezas, con ciertos intervalos, entre la maleza. Pensamos que era mucho pedir recobrar toda la caña, pero, a solicitud del Inspector Donaldson, de la policía de Argyllshire, la unidad local de la Guardia Territorial organizó una búsqueda.

El doctor Fell miró a Chapman.

—Esas piezas de la caña están cubiertas de impresiones digitales suyas —dijo—, como seguramente recordará. Cuando lo visité en su hotel en mitad de la noche, con el objeto de obtener sus impresiones digitales sobre una cigarrera, lo identificaron al mismo tiempo como el hombre que habían visto alejarse de la casa de Forbes poco después de la hora del asesinato. ¿Sabe lo que le espera, mi amigo? Lo colgarán.

Walter Chapman Campbell seguía de pie, retorciendo su corbata entre los dedos. Su expresión era la de un niño a quien han sorprendido con la mano dentro del frasco de mermelada.

Sus dedos ascendieron, palparon su cuello, y el hombre se estremeció. En aquella habitación caldeada, el sudor corría por sus mejillas como largas patillas.

—Habla al azar —dijo luego de aclararse la voz, pero sin lograr serenarla—. ¡Nada de eso es verdad, y trata de intimidarme!

—Sabe perfectamente que no hablo al azar. Su crimen, lo reconozco, era digno del miembro más inteligente de la familia. Con Angus y Colin muertos y Forbes declarado culpable, usted podía regresar tranquilamente a Port Elizabeth. Su padre está enfermo e inválido. No habría durado mucho como heredero de casi dieciocho mil libras. Entonces usted las habría reclamado, sin necesidad de volver a Inglaterra o Escocia ni de que alguien lo identificase.

»La verdad es que ahora no podrá reclamar el dinero, muchacho. ¿Cree usted que tiene la más lejana probabilidad de escapar a la horca?

Las manos de Walter Chapman cubrieron su rostro.

—No tuve mala intención —dijo—, ¡Dios mío, no tuve mala intención! —su voz se quebró—. No me entregará a la policía, ¿no?

—No —dijo el doctor Fell tranquilamente—, siempre que firme el documento que tengo la intención de dictarle.

Las manos de Chapman se apartaron rápidamente de su rostro. Con una expresión esperanzada, miró al doctor Fell. En este punto intervino Alistair Duncan.

—¿Puede explicarme, señor, qué significa todo esto? —preguntó ásperamente.

El doctor Fell golpeó el brazo del sofá con la mano abierta.

—El significado y objeto de todo esto —dijo— es permitir a Elspat que pase tranquila sus últimos años de vida y que muera en paz, sin la convicción de que el alma de Angus está consumiéndose en el infierno. El objeto es proporcionar a Elspat y a Colin medios de subsistencia hasta el fin de sus días, tal como era la intención de Angus. Eso es todo.

»Usted copiará este documento, Chapman —dijo el doctor Fell tomando varias hojas de papel de su bolsillo—, o bien escribirá lo que voy a dictarle. Se trata de una confesión. Declarará que mató deliberadamente a Angus Campbell.

¿Qué?

—Que intentó asesinar a Colin y que asesinó a Alec Forbes. Esto, con las pruebas que presentaré, será suficiente para dar satisfacción a las compañías de seguros, y el dinero será pagado. No, ya sé que no mató a Angus. De todos modos, deberá decir que lo mató, aparte de que tiene todos los motivos para haberlo hecho.

»No puedo encubrirlo, aun cuando quisiera hacerlo. La verdad es que ni quiero, ni tengo la intención de encubrirlo. En cambio, puedo hacer lo siguiente: ocultar la confesión a la policía durante cuarenta y ocho horas, el tiempo suficiente para que usted desaparezca. En circunstancias ordinarias, necesitaría usted un permiso de salida para abandonar el país. Pero estamos próximos a Clydeside, y creo que hallará un patrón de barco comedido que lo reciba a bordo en un barco que esté por zarpar. Si usted hace esto, tenga la seguridad de que en estos días tan graves para todos no tratarán de traerlo.

»Si usted accede, le acordaré el plazo prometido. Si se niega, mis pruebas estarán en manos de la policía en menos de media hora. ¿Qué decide usted?

El otro lo miró fijamente.

El terror, la confusión y la incertidumbre se fundieron en un escepticismo lleno de suspicacia.

—¡No lo creo! —dijo con voz estridente—. ¿Cómo sé que no tomará esta confesión y me entregará a la policía inmediatamente?

—Si fuera tan tonto como para hacerlo, usted podría malograrlo todo diciendo la verdad sobre la muerte de Angus. Usted podría privar a esos dos viejos del dinero y contar a Elspat qué hizo en realidad su amado Angus. Podría impedir asimismo que yo consiguiese lo que estoy tratando de conseguir. Si, por otra parte, confía en mí, tenga presente que a mi vez debo confiar en usted.

Una vez más, Chapman retorció su corbata. El doctor Fell sacó un reloj de oro de gran tamaño y consultó la hora.

—Esto —dijo Alistair Duncan con voz ronca— es lo más ilegal y fraudulento y…

—Exactamente —dijo Chapman—. ¡De cualquier manera, no permitirá que huya! ¡Es una trampa! ¡Si usted tiene las pruebas y retiene mi confesión, lo acusarán de encubrimiento del hecho!

—Creo que no —dijo el doctor Fell tranquilamente—. Si usted consulta a Mr. Alistair Duncan, le dirá que en la ley escocesa no existe tal delito.

Duncan abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Tenga la seguridad —prosiguió el doctor Fell— de que he considerado todos los aspectos de mi terrible fraude. Además, quiero proponer que la verdad de este asunto nunca salga de esta habitación ni de los presentes aquí en este momento. Propongo que ahora mismo juremos guardar el secreto hasta el fin de nuestros días. ¿Están de acuerdo?

—¡Yo sí! —exclamó Kathryn.

—¡Yo también! —dijo Alan.

Duncan estaba de pie en medio de la sala y agitaba sus manos. Si fuera posible, pensó Alan, imaginar un tartamudeo que no fuese jocoso, ni siquiera ridículo, sino simplemente angustioso y casi de agonía, ese era el que atacó a Duncan en aquel momento.

—¡Le ruego, doctor Fell —dijo—, le ruego, antes de que sea demasiado tarde, que se detenga a considerar lo que propone! ¡Está más allá de todos los límites! ¿Puedo yo, un profesional honorable, sancionar o aun escuchar semejante cosa?

El doctor Fell estaba aparentemente inmutable.

—Espero que sí —repuso con serenidad—, porque es precisamente lo que tengo intención de hacer. Espero que usted, Mr. Duncan, no malogre una situación que ha contribuido a sostener durante tanto tiempo y con tanta paciencia y lealtad hacia la familia Campbell. ¿No es posible persuadirlo, como escocés, de que tenga un poco de sentido común? ¿Acaso deberá aprender a actuar con el espíritu práctico de un inglés?

Duncan se lamentó quedamente.

—En ese caso —dijo el doctor Fell— considero como aceptado que usted renunciará por ahora a sus ideas románticas sobre la justicia legal, y se embarcará con nosotros. La cuestión de vida o muerte depende ahora enteramente de Mr. Walter Chapman Campbell. No pienso repetir esta proposición durante todo el día, mi amigo. Pues bien, ¿qué dice usted? ¿Confesará haber cometido los dos asesinatos, a fin de poder huir? ¿O bien negará los dos crímenes y se dejará ahorcar por uno de ellos?

Chapman cerró los ojos y los abrió lentamente.

Miró a su alrededor como si viese la habitación por primera vez. Miró por las ventanas en dirección a las aguas resplandecientes del lago. Miró todo aquel dominio terrestre que amenazaba deslizarse fuera de su alcance. Al mismo tiempo, miró una casa que estaba limpia y en paz.

—Lo haré —dijo.

El tren de las nueve y quince de Glasgow a Euston llegó con sólo cuatro horas de retraso, en una mañana dorada de sol que iluminaba hasta el hollín cavernoso de la estación.

Con un suspiro henchido de vapor, aminoró la marcha y se detuvo. Las puertas se golpearon. Un encargado introdujo la cabeza en un compartimento de primera clase, y una ola de depresión lo invadió al ver allí a dos personas de las más formales, respetables y seguramente amigas de dar poca propina que había visto en su vida.

Una era una mujer joven, de labios apretados en un gesto severo y de expresión altiva, que usaba gafas con armazón de carey. La otra era un hombre con el aspecto de un profesor, cuya expresión era más altiva aún.

—¿Señorita? ¿Señor?

—Sí, por favor —dijo ella, interrumpiendo brevemente su diálogo para mirarlo—. Permíteme —siguió diciendo—. Sin duda es evidente para ti, doctor Campbell, que el memorándum del Conde de Danby, dirigido al rey de Francia y con el agregado «Apruebo esto, C. R.» de puño y letra del rey en persona, no pudo haber sido inspirado por consideraciones patrióticas como las que sugiere tu lamentable interpretación de tory.

—¿Esta escopeta no es suya, verdad, señorita? ¿Ni de usted, señor?

El hombre lo miró distraídamente.

—¡Ah… sí! —dijo—. Queremos alejar esta prueba del alcance de las autoridades en balística.

—¿Señor?

Pero el señor no escuchaba.

—Si te dignas recordar el discurso pronunciado por Danby en la Cámara de los Comunes, en diciembre de 1680, creo que ciertas consideraciones sobre razones que aparecen en él penetrarán a través de la nube de prejuicios en la cual pareces haberte envuelto. Por ejemplo…

Cargado de equipaje, un mozo de cuerda avanzó melancólicamente por el andén detrás de la pareja. ¡Floreat scientia! La rueda había dado otra vuelta más.

— FIN —