Alan Campbell abrió un ojo.
De algún modo sumamente lejano, amortiguado su movimiento y oculto a la vista y al sonido, su alma se introdujo nuevamente en su cuerpo, dificultosamente y por corredores subterráneos. Al final lo llevó al convencimiento de que estaba contemplando un álbum de fotografías familiares, desde el cual lo miraba fijamente un rostro que había visto, en alguna parte, hoy mismo…
Entonces se despertó.
El proceso de abrir el primer ojo fue bastante doloroso. Pero cuando abrió el segundo, un torrente de angustia invadió su cerebro de tal manera, que inmediatamente comprendió qué le ocurría, y recordó al mismo tiempo que otra vez le había sucedido lo mismo.
Tendido en la cama, contempló unas rasgaduras en el cielo raso. La habitación estaba iluminada por la luz del sol.
Tenía un violento dolor de cabeza, y la garganta reseca. Pero con una sensación de asombro se le ocurrió de pronto que no se sentía tan mal como la primera vez. Este pensamiento trajo consigo otro mucho más desagradable. ¿Acaso ese whisky infernal se hacía un hábito? ¿Era acaso, como decían los tratados sobre la temperancia, un veneno insidioso cuyos efectos parecían decrecer día tras día?
A continuación otro sentimiento, alentador o bien desalentador, según cómo se lo considerase, se apoderó de él.
Al examinar su memoria, no pudo recordar nada, salvo escenas borrosas en las que parecía dominar el sonido estridente de la gaita, y una visión de la tía Elspat meciéndose beatíficamente en medio de todo aquello.
Sin embargo, no lo oprimía ninguna sensación de pecado, ni tampoco de culpabilidad o de haber cometido enormidades. Sabía que su conducta había sido la que corresponde a un caballero, aun cuando calzase zapatillas. Era una convicción extraña, pero real. Cuando Kathryn entró en la habitación no se inmutó.
Por el contrario, aquella mañana era Kathryn quien tenía una expresión culpable y perseguida. Sobre la bandeja traía, no una taza de café negro, sino dos. Depositó la bandeja sobre la mesilla de noche y miró a Alan.
—Hubieras debido ser tú quien llevase a mi habitación una bandeja como ésta… —dijo después de toser con aire confuso—. Pero sabía que serías descomedido y dormirías hasta el mediodía. Supongo que tampoco recuerdas nada de anoche.
Alan intentó incorporarse en la cama para que disminuyesen los latidos de su cráneo.
—Pues… no. Te diré… ¿estaba…?
—No, no lo estabas. Alan Campbell, nunca he visto un hombre más fatuo y satisfecho de sí mismo. Te quedaste sentado, inmóvil, toda la noche, sonriendo como si fueses dueño del mundo. Pero además insistías en recitar poesías. Cuando comenzaste con Tennyson, temí lo peor. Recitaste el poema La Princesa y casi todo el poema Maud. Pero cuando tuviste la osadía de recitar ese trozo que dice algo semejante a «Pon tu dulce mano sobre la mía y confía en mí», mientras acariciabas mi mano, ¡fue el colmo, verdaderamente!
Desviando los ojos, Alan extendió una mano hacia la taza de café.
—No sabía que conocía tantos poemas de Tennyson.
—La verdad es que no los conoces. Cuando no recordabas un trozo, reflexionabas un instante y luego decías «tumtumtum, tumtum» y proseguías.
—No importa. Por lo menos, ¿no hicimos nada malo?
Kathryn bajó la taza que había levantado hasta sus labios. La taza golpeó violentamente el platito.
—¿Nada malo? —repitió con los ojos muy abiertos—. ¿Nada malo cuando ese pobre Swan está probablemente en el hospital en este momento?
Alan sintió que su cabeza palpitaba dolorosamente.
—Pero, no lo…
—No, tú no. Tío Colin.
—¡Dios mío! ¡No lo atacó nuevamente, espero! ¿Acaso no son grandes camaradas? ¡No pudo atacar nuevamente a Swan! ¿Qué sucedió?
—Bueno, todo marchó bien hasta que tío Colin bebió su decimoquinta ración de la «Ruina». Y Swan, que estaba lo que él denomina «en conserva» y un tanto excesivamente seguro de sí mismo, sacó el artículo que escribió ayer. Había traído el diario oculto, en la eventualidad de que no nos agradara.
—¿Y…?
—En realidad, no era terrible. Lo reconozco. Todo marchó bien hasta que Swan describió cómo Colin había decidido dormir en la habitación de la torre.
—¿Y…?
—La versión de Swan sobre el incidente era más o menos la siguiente (recordarás que estaba merodeando fuera, cerca de las ventanas de la sala). Según su artículo, el doctor Colin Campbell, un hombre profundamente religioso, colocó su mano sobre la Biblia y juró que no volvería a pisar la iglesia hasta que el fantasma familiar dejase de vagar por el tétrico Castillo de Shira. Durante unos diez segundos, Colin se limitó a mirarlo. Luego señaló la puerta y le dijo solamente: «Fuera». Swan no comprendió hasta que tío Colin se puso casi apoplético y le dijo: «Fuera, y quédese allí». Luego, Colin tomó su escopeta y…
—¡No! ¿Lo…?
—En ese momento, no. Pero cuando Swan huyó corriendo escaleras abajo, Colin dijo: «Apaguen la luz y retiren la cortina de oscurecimiento. Quiero alcanzarlo desde la ventana cuando llegue a la carretera».
—¡No querrás decir que Colin disparó contra las posaderas de Swan mientras huía hacia Inveraray!
—No —repuso Kathryn—. Colin no fue. Fui yo.
Su voz se convirtió en un gemido.
—¡Alan querido, tenemos que alejarnos de este país traicionero! ¡Primero tú, y ahora yo! No sé qué me ocurre. ¡Verdaderamente no lo sé!
El dolor de cabeza de Alan se había intensificado.
—Pero, espera un minuto. ¿Dónde estaba yo? ¿Acaso no intervine?
—Ni siquiera advertiste nada. Estabas recitando Sir Galahad a Elspat. La lluvia había cesado, eran las cuatro de la mañana, y la luna había salido. Estaba furiosa con Swan, como bien sabes. Y allí estaba él en medio de la carretera.
»Seguramente oyó cuando abríamos la ventana, y vio la luz de la luna reflejada en la escopeta. Miró una sola vez, y salió corriendo con la velocidad de un rayo. Dije: «Colin, déjame tirar una vez». Colin repuso: «Muy bien, pero déjalo que se aleje un trecho. No debemos hacerle daño». En general, tengo miedo a las armas de fuego y no soy capaz de hacer blanco ni en una puerta de establo. Pero ese maldito whisky hizo que cambiase. Disparé a ciegas, e hice blanco con el segundo cañón.
»Alan, ¿crees que me arrestarán? ¡No te rías!
—«Pompilia, ¿dejarás que me asesinen?» —recitó Alan a media voz. Terminó de beber el café, se sentó en la cama y trató de inmovilizar un mundo que giraba a su alrededor—. No te preocupes —dijo—. Iré a calmarlo.
—Pero, supón que…
Alan estudió la fisonomía desolada de Kathryn.
—No pudiste hacerle mucho daño, a esa distancia, con un arma del calibre 20 y una carga ligera. No se cayó, ¿no?
—No. Sólo corrió más rápidamente.
—En ese caso, no tiene importancia.
—Pero ¿qué haré?
—«Pon tu dulce mano sobre la mía y confía en mí».
—¡Alan Campbell!
—Pues, ¿acaso no es eso lo que corresponde?
Kathryn suspiró. Luego se acercó a la ventana y contempló el lago. El agua estaba serena, y la superficie resplandecía al sol.
—Y eso —dijo ella al cabo de una pausa— no es todo.
—No, más…
—¡No, no, no! No tuvimos más dificultades de esa clase, de todos modos. Esta mañana recibí la carta, Alan. Me llaman.
—¿Te llaman?
—Sí, dan por terminadas mis vacaciones. El colegio. Patrullaje antiaéreo. Asimismo leí el Daily Express escocés. Parece que ha comenzado la guerra aérea propiamente dicha.
El sol era tan brillante, las colinas tan doradas y purpúreas como siempre. Alan sacó un paquete de cigarrillos de la mesilla de noche. Encendió uno e inhaló profundamente. A pesar de sentir que su cabeza daba vueltas, se quedó inmóvil contemplando el lago y fumando sin interrupción.
—De modo que nuestras vacaciones —dijo— han sido una especie de entreacto.
—Sí —dijo Kathryn sin volverse—. Alan, ¿me quieres de verdad?
—Bien sabes que sí.
—En ese caso, ¿qué importancia tiene?
—Es verdad.
Reinó el silencio.
—¿Cuándo tienes que partir? —preguntó él al cabo de un rato.
—Esta noche, me temo. Es lo que dice la carta.
—En ese caso —dijo él apresuradamente—, no podemos perder más tiempo. Cuanto más pronto haga mis maletas, tanto mejor. Espero que nos den compartimentos contiguos en el tren. De todos modos, aquí hemos hecho todo lo que podíamos hacer, que no era mucho para empezar. El caso, oficialmente por lo menos, ha terminado. De todos modos… me hubiera gustado ver el verdadero desenlace, si es que lo habrá.
—Puede que lo veas aún —le dijo Kathryn, y se alejó de la ventana.
—¿Qué quieres decir?
Kathryn arrugó la frente, y su actitud nerviosa no se debía enteramente a sus temores respecto a lo sucedido la noche anterior.
—No sé si sabes —dijo— que el doctor Fell está aquí. Cuando le dije que debía regresar esta noche, contestó que tenía todos los motivos para creer que también él regresaría con nosotros. Le pregunté qué sucedería con el asunto en cuestión, y me respondió que el asunto en cuestión se resolvería por sí solo. Pero dijo esto con un tono extraño, lo cual me hizo pensar que sucede algo más. Algo… digamos… terrible. No regresó hasta el amanecer de hoy. Además, quiere verte.
—Estaré vestido en pocos minutos. ¿Y dónde está el resto de la gente esta mañana?
—Colin duerme aún. Elspat y Kirstie han salido. No hay nadie, salvo tú, el doctor Fell y yo. Alan, no es la borrachera, ni es Swan, ni son nervios. La verdad es que… estoy asustada. Te ruego que bajes lo más pronto posible.
Mientras se afeitaba, y cuando se cortó la cara, Alan se dijo que se debía a las actividades de la noche anterior. Se dijo asimismo que sus propias aprensiones eran debidas al estómago revuelto y a los infortunios de Swan.
Shira estaba intensamente silencioso. El sol inundaba todo. Al abrir un grifo o cerrarlo, se oían ecos sonoros en toda la casa, que se desvanecían paulatinamente. Cuando Alan bajó a desayunar, vio que el doctor Fell estaba en la sala.
El doctor Fell, con un viejo traje de alpaca y una corbata tejida, ocupaba todo el sofá. Estaba sentado bajo los rayos tibios y dorados del sol, la pipa de espuma de mar entre los dientes, y tenía una expresión lejana. Su actitud era la de un hombre que medita sobre un asunto peligroso y no está aún seguro de la conducta a seguir. Los pliegues formados en su chaleco por el abdomen subían y bajaban cada vez que resoplaba, lenta y suavemente. Una abundante cabellera canosa caía en mechones sobre sus ojos.
Alan y Kathryn pidieron tostadas con mantequilla y más café. No hablaron mucho. Ninguno de los dos sabía exactamente qué hacer. Era una sensación semejante a la de no saber si los habían llamado o no a comparecer en el despacho del director.
Pero no les tocó decidir la cuestión.
—¡Buenos días! —saludó una voz.
Ambos salieron al vestíbulo.
Alistair Duncan, vestido con un traje castaño, muy atildado y casi de gusto primaveral, estaba de pie junto a la puerta principal. Tenía un sombrero blando y llevaba su cartera portadocumentos. Levantó una mano hacia el llamador sobre la puerta abierta, como para ilustrar sus palabras.
—Al parecer, no hay nadie —dijo. Su tono, que había deseado fuese agradable, tenía, no obstante, una leve sugerencia de irritación.
Alan miró a su derecha. A través de la puerta abierta de la sala alcanzaba a ver al doctor Fell, que en aquel momento se movió, gruñó algo y levantó la cabeza como si lo hubiesen despertado de un sueño. Alan volvió los ojos hacia la figura alta y encorvada del abogado, sobre un fondo de lago resplandeciente.
—¿Puedo entrar? —dijo Duncan suavemente.
—Entre, por favor —repuso Kathryn.
—Gracias.
Duncan avanzó cuidadosamente, y se quitó el sombrero. Se dirigió hacia la puerta de la sala, miró el interior de la habitación y, al ver al doctor Fell, lanzó una exclamación que tanto podría haber sido de satisfacción como de contrariedad.
—Entre, se lo ruego —le dijo el doctor Fell—. Entren todos, por favor. Y cierren la puerta.
El olor familiar a hule húmedo, a madera vieja y a piedra se intensificaba con el sol que bañaba la habitación cerrada. La fotografía de Angus, envuelta aún en crespón, los observaba desde la repisa de la chimenea. El sol daba tonos chillones a los sombríos y feos cuadros de marcos dorados, y destacaban los puntos gastados de la alfombra.
—Estimado doctor Fell —dijo el abogado depositando su cartera y su sombrero sobre la mesa en la cual estaba la Biblia. Pronunció aquellas palabras como si fuese a dictar una carta.
—Siéntese, por favor —le dijo el doctor Fell.
Una leve arruga surcó el cráneo elevado y casi calvo de Duncan.
—He acudido respondiendo a su llamada telefónica —dijo—. Aquí estoy —Duncan hizo un gesto humorístico—. Al mismo tiempo, quisiera señalar, doctor Fell, que soy un hombre ocupado. He estado en esta casa, por uno u otro motivo, casi todos los días durante la semana pasada. Y grave como ha sido el problema que me ha traído a ella, puesto que ahora está aclarado…
—No está aclarado —dijo el doctor Fell.
—¡Pero!…
—Tomen asiento —dijo el doctor Fell.
Con estas palabras, sopló una película de cenizas que cubría su pipa, la llevó nuevamente a la boca y aspiró profundamente. Las cenizas cayeron sobre su chaleco, pero el doctor no se las quitó. Se quedó mirándolas durante largo rato, hasta que la aprensión de Alan se intensificó, llegando al temor.
—Señores, Miss Campbell —prosiguió el doctor Fell, respirando ruidosamente por la nariz—. Ayer por la tarde, como recordarán, hablé de una probabilidad entre un millón. No me atrevía a abrigar muchas esperanzas de que esa probabilidad se produjera. A pesar de ello, se había cumplido en el caso de Angus, y por lo tanto esperaba que volviese a cumplirse en el de Forbes. La verdad es que así ha sucedido.
Se detuvo, y luego añadió con tono más sereno:
—Ahora tengo el instrumento que, en cierto sentido, sirvió para asesinar a Alec Forbes.
El silencio mortal de la habitación, mientras el humo del tabaco se levantaba en caprichosas volutas a través de las cortinas de encaje almidonado y de los rayos del sol, duró solamente unos pocos segundos.
—¿Para asesinarlo, dice? —estalló el abogado.
—Exactamente.
—Perdone que insinúe que…
—Señor —interrumpió el doctor Fell, retirando su pipa de la boca—, en lo más profundo de su corazón sabe que Alec Forbes fue asesinado, exactamente como sabe que Angus Campbell se suicidó. ¿Es verdad o no?
Duncan miró rápidamente a su alrededor.
—No se preocupe —lo tranquilizó el doctor Fell—. Sólo estamos enterados los cuatro, por ahora. Me he cuidado muy bien de ello. Tiene libertad de hablar sin reservas.
—No tengo intención de hacerlo, esté en libertad o no —repuso Duncan lacónicamente—. ¿Me ha obligado usted a venir hasta aquí para decirme solamente eso? ¡Su insinuación es absurda!
El doctor Fell suspiró.
—Me pregunto si pensará que es tan absurda —dijo— una vez que oiga la proposición que pienso hacerle.
—¿Proposición?
—Trato, si usted prefiere. Convenio.
—No se trata de hacer convenios, señor mío. Usted mismo me dijo que éste es un caso inequívoco, un caso evidente. La policía lo considera así. Esta mañana hablé con el Procurador Fiscal, Mr. MacIntyre.
—Sí. Eso es una parte del convenio que propongo.
Duncan estaba casi al borde de perder la serenidad.
—¿Quiere hacer el favor de decirme, doctor, qué pretende usted de mí, si acaso pretende algo? Y especialmente, ¿de dónde sacó esa idea extraña y en verdad peligrosa de que Alec Forbes fue asesinado?
La expresión del doctor Fell era intensamente abstraída.
—La saqué, en primer término —dijo hinchando los carrillos—, de un trozo de material de cortina de oscurecimiento, papel encerado adherido a un marco de madera, que debía haber estado colocado en la ventana de la casa de Forbes, pero que no lo estaba.
»La cortina había estado puesta contra la ventana durante la noche, pues de lo contrario la Guardia Territorial habría visto la lámpara. Y la lámpara, como recordará, según las pruebas, había estado ardiendo. Sin embargo, por alguna razón fue necesario apagar la lámpara y retirar la cortina de la ventana.
»¿Por qué? En ello residía el problema. Como alguien sugirió en aquel momento, ¿por qué el asesino no dejó simplemente la lámpara ardiendo y la cortina en su sitio cuando salió de la casa? A primera vista estábamos frente a un problema formidable.
»La línea de ataque evidente era decir que el asesino había debido retirar la cortina para huir. Y una vez que había salido, no podía colocar nuevamente la cortina. Esta línea es muy sugestiva, si siguen mi razonamiento. ¿Podía él, por ejemplo, haber pasado a través de un enrejado de alambre de acero, y de algún modo haberlo colocado nuevamente, una vez fuera de la casa?
Duncan murmuró algo con lo cual pretendía expresar su incredulidad.
—¿Con ese enrejado clavado desde el interior? —dijo.
El doctor Fell asintió gravemente.
—Sí. Clavado. Así, pues, el asesino no pudo haber hecho eso.
Duncan se puso de pie.
—Lamento mucho, doctor, no poder quedarme para seguir escuchando estas absurdas especulaciones. Doctor, me sorprende usted. La sola idea de que Forbes…
—¿No quiere usted saber cuál es mi proposición? —preguntó el doctor Fell—. Le conviene escucharla —añadió—. Le conviene muchísimo.
En la mitad del acto de tomar su sombrero y su cartera de la pequeña mesa, Duncan dejó caer las manos y se irguió. Miró fijamente al doctor Fell. Su rostro estaba intensamente pálido.
—¡Cielos! —murmuró—. ¡No pretenderá usted insinuar que… que soy el asesino!
—No, no —repuso el doctor Fell—. ¡Vamos, vamos! Sin duda que no.
Alan respiró con mayor calma.
Era la misma idea que se le había ocurrido a él mismo, y le resultaba tanto más siniestra por las inflexiones del tono del doctor Fell. Duncan pasó un dedo por el interior de su holgado cuello.
—Me alegro —dijo con una débil tentativa de seco humorismo—. Me alegro, por lo menos, de saber eso. ¡Vamos, señor! Pongamos las cartas sobre la mesa. ¿Qué clase de proposición puede hacerme que pueda interesarme de modo alguno?
—Se trata de una proposición relacionada con el bienestar de sus clientes. En resumen, de la familia Campbell —por segunda vez el doctor Fell sopló la película de cenizas de la superficie de su pipa—. Verá. Estoy en la posición de poder probar que Alec Forbes fue asesinado.
Duncan dejó caer el sombrero y la cartera sobre la mesa como si ambas cosas le hubiesen quemado los dedos.
—¿Probarlo? ¿Cómo?
—Conozco el instrumento que se utilizó, en cierto modo, para asesinarlo.
—¡Pero Forbes se ahorcó con el cordón de su propia bata!
—Mr. Duncan, si estudia las obras de las mejores autoridades en criminología, hallará que están de acuerdo en una cosa. Nada es más difícil de determinar que si un hombre ha sido ahorcado o si ha sido estrangulado y luego colgado para simular que se ha ahorcado. Esto último es lo que le sucedió a Forbes.
»Forbes fue atacado por la espalda y estrangulado. Con qué; lo ignoro. Con una corbata, con una bufanda, quizá. Seguidamente se dispusieron esos toques artísticos. El autor de estos toques fue un asesino que conocía bien su trabajo. Cuando estas cosas se efectúan con cuidado, no es posible diferenciar un asesinato de un suicidio verdadero. El asesino cometió solamente un error, un error inevitable. Ese error fue fatal.
»Pregúntese una vez más, en relación con esa ventana enrejada…
Duncan extendió las manos en un gesto suplicante.
—Pero ¿en qué consiste esta prueba misteriosa? ¿Y quién es el asesino misterioso? —sus ojos adquirieron una expresión de profundo interés—. ¿Sabe quién es?
—¡Desde luego! —repuso el doctor Fell.
—¿Pero no está en condiciones —dijo el abogado golpeando la mesa con los nudillos— de probar que Angus Campbell se suicidó?
—No. Sin embargo, si la muerte de Forbes es un asesinato, indudablemente quitará validez a la falsa confesión que se le atribuyó. Una confesión convenientemente escrita a máquina, que podría haber sido escrita por cualquiera y que en realidad fue escrita por el asesino. ¿Qué pensará entonces la policía?
—¿Qué me propone, concretamente?
—¿Está, pues, dispuesto a escuchar mi proposición?
—Estoy dispuesto a escuchar cualquier cosa —repuso el abogado mientras acercaba una silla para sentarse; sus manos, de nudillos huesudos, estaban fuertemente entrelazadas—, siempre que me proporcione algunos indicios. ¿Quién es ese asesino?
El doctor Fell lo miró.
—¿No tiene la menor idea?
—¡Ninguna, se lo juro! Y… y… aún me reservo el derecho de no dar crédito a las afirmaciones que usted haga. ¿Quién es ese asesino?
—En realidad —dijo el doctor Fell— creo que el asesino está en la casa en este momento, y no tardará en estar entre nosotros.
Kathryn miró a Alan con expresión azorada.
Hacía mucho calor en la habitación. Una mosca tardía zumbó contra un vidrio reluciente detrás de las cortinas almidonadas. En medio del silencio oyeron claramente un ruido de pasos, cuando alguien se aproximó por el vestíbulo hacia la fachada de la casa.
—Debe de ser nuestro amigo —prosiguió el doctor Fell con el mismo tono sereno—. ¡Estamos en la sala. Venga a hacernos compañía! —exclamó a continuación.
Los pasos vacilaron, se volvieron y se acercaron hacia la puerta de la habitación.
Duncan se puso de pie bruscamente. Sus manos se crisparon sin separarse la una de la otra, y Alan oyó el ruido de las articulaciones cuando el abogado las apretó con fuerza.
Entre el momento en que oyeron por primera vez los pasos y el momento en que el picaporte giró y la puerta se abrió habían transcurrido cinco o seis segundos. Desde entonces, Alan recuerda siempre este período como el intervalo más largo de su vida. Cada tabla de la habitación tenía aparentemente una clase diferente de chirrido o crujido. Todo parecía haber adquirido vida y estar alerta e insistente como el zumbido de la mosca contra el vidrio de la ventana. La puerta se abrió, y cierta persona entró en la sala.
—He aquí el asesino —dijo el doctor Fell.
Estaba señalando a Mr. Walter Chapman, de la Compañía de Seguros Hércules.