—Alan —inquirió Kathryn—, en realidad Alec Forbes no se suicidó.
Eran altas horas de esa misma noche, y estaba lloviendo. Habían acercado sus sillones al alegre fuego de leños que ardía en la chimenea de la sala de Shira.
Alan estaba hojeando las páginas de un álbum de familia con tapas gruesas y acolchadas y cantos dorados. Kathryn había permanecido silenciosa durante largo rato, un codo apoyado en el brazo del sillón y el mentón en la mano, contemplando el fuego fijamente. Formuló la pregunta inopinadamente, sin rodeos, según su costumbre.
—¿Por qué —dijo Alan a su vez— las fotografías tomadas hace algunos años son siempre tan irresistiblemente cómicas? Es posible mirar cualquier álbum familiar e invariablemente desternillarse de risa. Y si por casualidad contiene retratos de gente conocida, el efecto es más pronunciado aún. ¿Por qué? ¿Acaso serán las ropas, las expresiones o qué? Espero que no hayamos sido tan ridículos.
Sin mirar a Kathryn, volvió una o dos páginas.
—Las mujeres, generalmente, salen mejor que los hombres. Aquí hay un retrato de Colin durante su juventud, en el que tiene aspecto de haber bebido más de un litro de la «Ruina» de los Campbell antes de dirigir esa sonrisa obscena al fotógrafo. Tía Elspat, en cambio, era una hermosa mujer. Era una morena de ojos atrevidos, con algo de Mrs. Siddons. Aquí está vistiendo traje de montañés: boina, pluma, tartán y demás.
—¡Alan Campbell!
—Angus, por otra parte, siempre trataba de adoptar una actitud tan digna y pensativa, que…
—Alan querido.
Alan se irguió bruscamente. La lluvia golpeaba contra las ventanas.
—¿Qué dijiste? —preguntó.
—Lo dije en un sentido figurado —repuso ella levantando orgullosamente el mentón—. O por lo menos… de todos modos, tenía que llamarte la atención de algún modo. Alec Forbes en realidad no se suicidó.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Lo adivino por tu expresión —dijo Kathryn.
Alan tuvo entonces una desagradable sensación de que ella siempre sería capaz de adivinar lo que él pensaba, hecho que en el futuro podría acarrearle complicaciones.
—Además —prosiguió Kathryn, mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie los oía, y bajando la voz—, ¿por qué habría de haberse matado? Sin duda no podía ser él quien intentó matar al pobre Colin.
De muy mala gana Alan cerró el álbum.
El recuerdo del día transcurrido recorrió su memoria. La comida en el Hotel Glencoe, la incesante repetición por parte de Alistair Duncan de la forma en que Alec Forbes había cometido sus crímenes para ahorcarse luego, mientras el doctor Fell callaba todo el tiempo, y Kathryn cavilaba, y Swan enviaba al Daily Floodlight una historia que describió al director del diario como «colosal».
—Porque no podía saber que Colin dormiría en la habitación de la torre.
De modo que Kathryn había advertido ese punto.
—¿No oíste lo que dijo la dueña del hotel? —insistió Kathryn—. Forbes estuvo en el bar del hotel hasta la hora de cerrar, ayer por la tarde. Bueno, Colin hizo en la tarde de ayer, temprano, su solemne juramento de dormir en la habitación de la torre. ¿Cómo podía estar Forbes enterado de ello? Fue una decisión súbita que tomó Colin, obedeciendo a un impulso del momento, y que nadie podía conocer fuera de la gente de la casa.
Alan titubeó antes de hablar.
Kathryn bajó la voz aún más.
—¡No, no pienso divulgarlo! —exclamó—. Alan, sé qué piensa el doctor Fell. Como nos dijo al ir allí en automóvil, cree que Angus se suicidó, lo cual es horrible. A pesar de ello, yo también lo creo así. Y lo creo tanto más ahora que estamos enterados del asunto del hielo artificial.
Kathryn se estremeció.
—Por lo menos sabemos ahora que… que no es algo sobrenatural —prosiguió—. Cuando estábamos pensando en víboras, arañas, fantasmas y cosas semejantes, te digo que me sentí muy asustada. ¡Y no había sido más que un trozo de hielo seco!
—La mayoría de los terrores son igualmente infundados.
—¿Crees tú? Pero en ese caso ¿quién representó el papel de fantasma? ¿Y quién mató a Forbes?
Alan se quedó pensativo.
—Si Forbes fue asesinado —dijo, reconociendo, a medias y por primera vez, esta posibilidad—, el motivo del asesinato es obvio. Fue para probar que la muerte de Angus fue un asesinato en definitiva, como la tentativa contra Colin. En otros términos, echar la culpa de ambos crímenes sobre Forbes, y luego quedarse con todo.
—¿Todo el dinero de los seguros?
—Las apariencias son esas.
La lluvia seguía cayendo sin cesar. Kathryn miró rápidamente por la puerta en dirección al vestíbulo.
—¡Pero, Alan! En ese caso…
—Sí. Ya sé qué estás pensando.
—Y de cualquier manera, ¿cómo era posible asesinar a Forbes?
—Tú puedes adivinarlo tanto como yo. El doctor Fell cree que el asesino entró por la ventana. ¡Sí, ya sé que la ventana estaba cubierta por un tejido de alambre intacto! Pero también estaba intacto el cajón para perros, como recordarás. Hace veinticuatro horas habría jurado que no era posible que hubiese pasado nada a través del cajón para perros. A pesar de ello, algo pudo salir de él.
Al oír pasos en el vestíbulo se interrumpió y adoptó una actitud despreocupada, mientras dirigía una mirada de advertencia a Kathryn. Estaba hojeando nuevamente el álbum cuando Swan entró en la habitación.
Swan estaba casi tan mojado como cuando la tía Elspat le había arrojado los dos baldes de agua. Golpeando el suelo con los pies se acercó a la chimenea y dejó que sus manos se secaran junto al fuego.
—Si no me atrapo una pulmonía por una causa u otra, antes de que termine este asunto —dijo, apoyándose sucesivamente en uno y otro pie—, no será por falta de mala suerte. He estado obedeciendo órdenes y tratando de permanecer constantemente junto al doctor Fell. Ustedes seguramente creerán que esto resulta fácil, ¿no?
—Sí…
El rostro de Swan estaba lleno de amargura.
—Pues no lo es. Hoy se ha escabullido dos veces. Está haciendo algo relacionado con la Guardia Territorial. O por lo menos, lo estaba antes de que comenzara a llover. Pero de qué se trata no he podido establecerlo, y creo que ni Sherlock Holmes lo descubriría. ¿Hay novedades?
—No. Estábamos mirando estas fotografías de familia —dijo Alan pasando las páginas del álbum. Miró una fotografía, comenzó a pasar la página, y de pronto, con súbito interés volvió a la fotografía en cuestión—. ¡Un momento! —exclamó—. Yo he visto esa cara en alguna parte.
Era una fotografía tomada de frente, de un hombre rubio con un espeso bigote claro curvado hacia abajo, que databa aproximadamente de 1906. Era un rostro bien parecido, con ojos muy claros. Esta última impresión surgía quizá del tono pardo desteñido de la fotografía. Sobre la esquina derecha inferior estaba escrita con tinta, muy pálida ya, con abundantes floreos y rúbricas, la frase: ¡Buena suerte!
—Desde luego la has visto —dijo Kathryn—. Es un Campbell. Hay una semejanza, mayor o menor, en todos los miembros de nuestra familia.
—No, no. Quiero decir…
Alan sacó la fotografía de las cuatro ranuras de la página de cartulina y la dio la vuelta. Allí estaba escrito, con la misma letra: Robert Campbell, julio de 1905.
—¡De modo que ese es Robert, la lumbrera de la familia!
Swan, que había estado mirando por encima del hombro de Alan, estaba evidentemente interesado en otra cosa.
—¡Espere un minuto! —dijo, colocando rápidamente la fotografía de Robert en su sitio y pasando una de las páginas—. ¡Qué belleza! ¿Quién es esa mujer tan bonita?
—Es tía Elspat.
—¿Quién?
—Tía Elspat. Elspat Campbell.
Swan guiñó un ojo.
—¡No puede ser la vieja arpía que… que…! —al faltarle palabras, calló y sus manos palparon su traje nuevo, mientras su rostro se deformaba de indignación.
—La misma que lo bautizó. Mire este otro retrato de ella, en traje típico escocés, donde se ven sus piernas. Si puedo mencionarlo al pasar, diré que son hermosas piernas, aunque quizá un poco musculosas y gruesas para el gusto imperante en nuestros días.
Kathryn no pudo contenerse.
—Sin duda —dijo desdeñosamente— no son comparables a las piernas de tu adorada Duquesa de Cleveland.
Swan intervino en este punto.
—Miren —dijo con tono solemne—. No quiero pecar de curioso, pero… —aquí su voz adquirió un tono de intensa vehemencia—, ¿quién es esta señora de Cleveland? ¿Quién es Charles? ¿Quién es Russell? ¿Y qué tienen que ver ustedes con ellos? Comprendo que no debería preguntarlo, pero la verdad es que paso noches sin dormir pensando en ello.
—La Duquesa de Cleveland —dijo Alan— era la amante de Charles.
—Sí, así lo comprendí. Pero ¿es también su amante, Campbell?
—No. Además, no era de Cleveland, Ohio, pues hace años que murió, más de doscientos años.
Swan se quedó mirándolo.
—¡Usted bromea! —dijo.
—No, no bromeo. Estábamos discutiendo una cuestión de interés histórico, y…
—¡Repito que usted está bromeando! —dijo Swan con algo semejante a horror e incredulidad en la voz—. ¡Tiene que haber una mujer de carne y hueso y nativa de Cleveland! Como dije al hablar de ustedes en mi primer artículo para el Daily Floodlight.
De pronto calló. Abrió la boca, y la cerró bruscamente. Aparentemente, sentía que había cometido un error en algún punto, lo cual era verdad. En medio de un silencio amenazador dos pares de ojos se clavaron en él.
—¿Y qué? —dijo Kathryn con suma lentitud—. ¿Qué escribió usted sobre nosotros en su primer artículo para el Daily Floodlight?
—Nada, absolutamente nada. ¡Palabra de honor, no escribí nada! Simplemente una pequeña anécdota humorística, nada calumniosa, desde luego…
—Alan —murmuró Kathryn, con los ojos fijos en un rincón del cielo raso—, ¿no crees que convendría bajar las espadas nuevamente?
Swan se había alejado instintivamente de ellos hasta quedar su espalda protegida contra la pared. Cuando habló, lo hizo con un tono de gran seriedad.
—¡Después de todo, ustedes van a casarse! Yo mismo oí decir al doctor Fell que era mejor que se casaran. ¿Qué tiene de malo, pues? No tuve mala intención —lo cual, según pensó Alan, evidentemente era la pura verdad—. Sólo dije que…
—Es una lástima —dijo Kathryn con los ojos siempre fijos en el cielo raso—. Una verdadera lástima que Colin no pueda utilizar sus piernas. Pero entiendo que es bastante diestro en el uso de la escopeta. Y como las ventanas de su dormitorio dan sobre la carretera…
En este punto se detuvo, murmurando pensativamente al mismo tiempo que Kirstie McTavish abría la puerta.
—Colin Campbell desea verlos —dijo con su voz dulce y suave.
Swan cambió de color.
—¿A quién quiere ver?
—Quiere ver a todos.
—Pero no le permiten recibir visitas —exclamó Kathryn.
—No lo sé. De todos modos, está en cama bebiendo whisky.
—Bueno, Mr. Swan —dijo Kathryn y se cruzó de brazos—. Después de habernos hecho una promesa solemne, que no tardó en romper y que siempre tuvo intención de romper, después de haber aceptado hospitalidad en esta casa bajo una falsa bandera, después de haber recibido en fuente de plata el único artículo bueno que probablemente ha obtenido usted en toda su vida, y con la esperanza de obtener más material, ¿tendrá la osadía de subir y mirar cara a cara a Colin?
—¡Pero debe considerar mi propio punto de vista, Miss Campbell!
—¿Sí?
—¡Colin Campbell comprenderá! ¡Es un hombre excelente! Me… —en aquel momento se le ocurrió una idea, pues se dirigió a la criada—. Escuche. No está borracho, ¿no?
—¿Qué?
—Ebrio. Borracho. Bebido —dijo Swan aprensivamente—. Lleno de whisky.
Kirstie comprendió por fin. Le aseguró que Colin no estaba lleno. Sin embargo, la exactitud de su afirmación estaba influida hasta cierto punto por la creencia de Kirstie de que un hombre no está lleno de whisky hasta que es capaz de rodar por dos tramos de escalera sin sufrir daño. Swan ignoraba esto, de modo que se conformó con la respuesta de Kirstie.
—Le plantearé la situación —dijo con gran empeño—. Entretanto, quiero plantearla frente a ustedes. Llego aquí, y ¿qué me sucede?
—Nada —repuso Kathryn— comparado con lo que va a sucederle. Pero prosiga.
Swan no la oyó.
—Me persiguen por una carretera —prosiguió—, y me causan una seria lesión que pudo haberme provocado una infección. Muy bien. Vuelvo al día siguiente, con un traje flamante que me costó diez guineas en Austin Reed’s, y esa vieja loca vacía dos baldes de agua sobre mí. No un balde; piensen en esto: dos baldes.
—Alan Campbell —dijo Kathryn furiosamente—, ¿encuentras algo digno de risa en todo eso?
Alan no había podido contenerse. Echado hacia atrás en su sillón, se reía a carcajadas.
—¡Alan Campbell!
—No puedo evitarlo —dijo Alan enjugando las lágrimas de sus ojos—. Se me acaba de ocurrir que tendrás que casarte conmigo después de todo.
—¿Puedo anunciar esa noticia? —preguntó Swan inmediatamente.
—Alan Campbell, ¿qué quieres decir? ¡No pienso casarme contigo! ¡Qué absurdo!
—No puedes evitarlo, muchacha. Es la única solución para nuestras dificultades. Todavía no he leído el Daily Floodlight, pero sospecho las insinuaciones que habrán publicado sobre nosotros.
Swan aprovechó este comentario.
—Sabía que no se enojarían —dijo, y su rostro se iluminó—. ¡No hay nada que ustedes puedan hallar ofensivo, se lo juro! No dije ni una palabra sobre el hecho de que usted frecuenta tanto las casas de mala fama. De cualquier manera, habría significado una calumnia…
—¿Qué es esto —dijo Kathryn, interrumpiéndolo con cierta animosidad— de que tú frecuentas casas de mala fama, Alan?
—Lamento haberlo mencionado —dijo Swan con igual rapidez—. No lo habría dicho por nada del mundo en su presencia, Miss Campbell, sólo que se me escapó. De todos modos no es verdad, seguramente, y no piense más en ello. Todo lo que quiero manifestar es que tengo que actuar con sinceridad tanto frente a ustedes como frente al público.
—¿Vienen ustedes? —preguntó Kirstie, que aguardaba aún pacientemente en la puerta.
Swan se arregló la corbata.
—Sí, ahora mismo. Y estoy seguro de que Colin Campbell, que es el hombre más bueno del mundo, comprenderá mi posición.
—Espero que la comprenda —susurró Kathryn—. ¡Le aseguro que así lo espero! ¿Dijo que había whisky allí arriba, Kirstie?
En cierto modo era innecesario responder a aquella pregunta. Mientras los tres seguían a Kirstie escaleras arriba, y a lo largo del vestíbulo en dirección al fondo de la casa, Colin en persona les dio la respuesta. Las puertas de Shira eran gruesas y sólidas, y pocos sonidos podrían haber pasado a través de ellas. La voz que oyeron, pues, no era muy fuerte, pero resonó con toda claridad al llegar ellos al final de la escalera.
Amo a una niña, una niña muy bonita,
Pura como el lirio del valle
Dulce como el brezo, el brezo purpúreo…
El canto cesó bruscamente cuando Kirstie abrió la puerta.
En un espacioso dormitorio situado en la parte posterior de la casa, y amueblado con piezas de roble, Colin Campbell yacía en lo que se suponía debía ser, y seguramente era, su lecho de dolor. A pesar de ello nunca se hubiera adivinado semejante cosa a juzgar por la actitud del recio viejo.
Tenía el cuerpo vendado de la cintura hacia abajo, y una pierna sostenida por encima del nivel de la cama mediante una jaula portátil de hierro y los correspondientes sostenes. En cambio, su espalda estaba hundida en las almohadas de tal modo que apenas podía levantar la cabeza.
Aunque le habían recortado el pelo, la barba y los bigotes, su aspecto recordaba más que nunca al de un oso. Los ojos relucientes y fieramente afables miraban desde el rostro congestionado. La habitación, herméticamente cerrada, olía como una destilería.
Colin había insistido, en su calidad de inválido, en tener abundante iluminación, y la araña resplandecía, llena de bombillas. El resplandor iluminaba su sonrisa picaresca, la parte superior de su pijama de colores chillones y el desordenado conjunto de artículos sobre la mesilla de noche. Habían arrimado su cama a una de las ventanas cubierta por una cortina de oscurecimiento.
—¡Entren! —vociferó—. Entren y hagan compañía a este viejo bandido. Mala situación, la mía. Kirstie, ve a traer tres vasos más y otro botellón. ¡Vamos! ¡Acerquen sus sillones! Aquí, donde pueda verlos bien. No tengo otra cosa que hacer que no sea esto.
Su atención estaba dividida entre el botellón, medio vacío, y una ligera escopeta del calibre 20, que trataba de limpiar y engrasar.