Alan movió la cabeza negativamente.
—No tengo ninguna. Supongo que el elemento «extra» que afectaba a Colin, y que tanto intrigó al doctor Grant, era su envenenamiento con dióxido de carbono.
El doctor Fell asintió. Luego extrajo una vez más su pipa de espuma de mar, la llenó y la encendió.
—Y con ello —manifestó, hablando entre bocanadas de humo como el Espíritu del Volcán— entramos a toda vela en un mar de dificultades. No podemos culpar a Angus de ello. El cajón mortífero no pudo haberse cargado nuevamente con hielo artificial.
»Alguien, alguien que sabía que Colin dormiría en la habitación de la torre, dispuso la trampa que estaba convenientemente situada debajo de la cama. Alguien que conocía los movimientos de Colin, pudo subir a la torre y prepararlo todo. Colin estaba ebrio y no iba a molestarse en examinar el cajón. Lo que salvó su vida fue el hecho de que dormía con la ventana abierta y que despertó a tiempo. La pregunta es, pues, ¿quién hizo eso, y por qué?
Alan siguió moviendo la cabeza con aire perplejo.
—¿Aún no está convencido de que la muerte de Forbes fue un asesinato, muchacho?
—Francamente, no. Todavía no veo por qué Forbes no pudo haber matado a los dos, o bien suponer que los había matado, y luego suicidarse.
—¿Es esto lógica, o bien expresión de un deseo?
Alan era sincero.
—Un poco de cada cosa, quizá —dijo—. Aparte de la cuestión del dinero, no quisiera creer que Angus fuese tan sinvergüenza como para tramar la muerte de un hombre inocente.
—Angus —dijo el doctor Fell— no era ni un sinvergüenza ni tampoco un honrado caballero. Era un realista que veía solamente una forma de proteger a sus seres queridos. No defiendo su posición. Pero usted ¿se atreve a afirmar que no la comprende?
—No es eso. Tampoco puedo comprender por qué retiró la cortina de oscurecimiento de la ventana si quería estar seguro de asfixiarse con el…
Alan calló, porque la súbita expresión que apareció en el rostro del doctor Fell era notable por su estupidez absoluta. Se quedó mirando fijamente, y luego, entornó los ojos como un loco. La pipa por poco no cayó de sus labios.
—¡Ah, Señor! ¡Ah, dioses! ¡Es extraordinario! —murmuró—. ¡Oscurecimiento!
—¿Qué quiere usted decir?
—He aquí el primer error del asesino —dijo el doctor—. Acompáñeme.
Apresuradamente se volvió y regresó a la casa. Alan lo siguió, no sin esfuerzo. El doctor Fell comenzó a buscar rápidamente algo en la única habitación. Con una exclamación de triunfo levantó del suelo, cerca de la cama, un trozo de papel impermeable clavado a un ligero marco de madera. Cuando colocó el marco contra la ventana, comprobó que se adaptaba perfectamente.
—Nosotros podemos testimoniar —dijo con extraordinaria vehemencia— que cuando llegamos no había cortina de oscurecimiento en esa ventana. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—A pesar de ello la lámpara —dijo señalándola— evidentemente había estado ardiendo durante largo rato, hasta horas avanzadas de la noche. Aún podemos percibir el olor de la parafina quemada, ¿no es verdad?
—Sí.
El doctor Fell fijó los ojos en el espacio.
—Cada centímetro de este paraje es patrullado todas las noches por la Guardia Territorial. Una lámpara de tubo da una luz intensa. No había siquiera una cortina, por no referirme a una de oscurecimiento, en esta ventana cuando llegamos. ¿Cómo puede ser que nadie advirtiese la luz?
Se produjo un silencio.
—Puede ser que nadie la viese.
—¡Estimado Campbell! El más tenue destello de luz en estas colinas sería suficiente para atraer a toda la Guardia Territorial destacada en millas a la redonda. ¡No, no, no! Esa teoría es insostenible.
—Bueno, puede que Forbes, antes de ahorcarse, haya apagado la lámpara y retirado la cortina de oscurecimiento. La ventana está abierta, como hemos visto. A pesar de ello, no veo por qué hizo eso.
Nuevamente el doctor Fell agitó la cabeza con aire categórico.
—Quiero señalarle una vez más los hábitos de los suicidas. Un suicida nunca se quitará la vida en la oscuridad mientras cuente con medios para alumbrarse. No pretendo analizar esta psicología, sino que simplemente menciono el hecho. Además, Forbes no habría podido realizar sus preparativos a oscuras. ¡No, no, no! ¡Es absurdo!
—¿Qué alternativa propone usted en ese caso?
El doctor Fell se llevó las manos a la frente. Durante un rato se quedó inmóvil, resoplando suavemente.
—Diría —dijo al cabo de unos segundos, bajando las manos— que una vez que Forbes fue asesinado y colgado, el mismo asesino apagó la lámpara. Luego derramó el aceite que quedaba en ella a fin de que más tarde las apariencias indicasen que se había agotado mientras la lámpara ardía. Por último retiró la cortina de oscurecimiento.
—¿Pero por qué demonios había de molestarse en hacer todo eso? ¿Por qué no dejar la cortina donde estaba, irse, y esperar que la lámpara ardiese hasta que agotase el aceite?
—Evidentemente, porque necesitaba utilizar la ventana para huir.
Aquello fue insoportable para Alan.
—¡Por favor! —dijo con aire de impaciencia apenas contenida, y se acercó al doctor Fell—. ¡Mire esa maldita ventana! ¡Está cubierta por un tejido de alambre de acero sólidamente clavado por dentro! ¿Puede indicarme una manera, cualquiera que sea, mediante la cual el asesino haya podido atravesarlo?
—Pues… no. Por el momento, no. Sin embargo, lo hizo.
Ambos hombres se miraron.
A cierta distancia oyeron el rumor de una voz que llamaba insistentemente y algo así como fragmentos confusos de una conversación. Se acercaron rápidamente a la puerta.
Charles Swan y Alistair Duncan se aproximaban a la casa. El abogado, cubierto con un impermeable y un hongo, tenía un aspecto más cadavérico que nunca, pero su persona parecía irradiar una especie de triunfo contenido.
—Considero que ha sido usted un mal amigo —acusó Swan a Alan—, al huir de esa manera después de haberme prometido todos los datos que descubriese. Si no hubiese tenido mi automóvil me habría perdido.
Duncan lo hizo callar. La boca del abogado se curvó levemente en una sonrisa severa pero a la vez satisfecha. Se dirigió al doctor Fell y le hizo una reverencia.
—Señores —dijo adoptando la actitud característica de un maestro de escuela—, acabamos de enterarnos por boca del doctor Grant de que Colin sufre los efectos de una intoxicación por gas de ácido carbónico.
—Es exacto —dijo el doctor Fell.
—Administrado probablemente mediante un trozo de hielo artificial robado del laboratorio de Angus Campbell.
Nuevamente el doctor Fell hizo un gesto afirmativo.
—¿Podemos, en consecuencia —expresó Duncan juntando las manos y frotándolas suavemente—, abrigar duda alguna sobre la forma en que murió Angus? ¿O bien de quién le administró el gas?
—No podemos, en efecto. Si tiene la bondad de examinar esta casa —dijo el doctor Fell, señalándola con un gesto—, verá la prueba definitiva que completa el caso.
Duncan avanzó rápidamente hacia la puerta, pero con la misma rapidez retrocedió. Swan, más decidido, o quizá más habituado a espectáculos de esa clase, lanzó una exclamación y entró.
Hubo un largo silencio mientras el abogado trataba, al parecer, de reunir fuerzas para entrar. La nuez se movía en su larga y delgada garganta, encima del cuello demasiado holgado. Se quitó el sombrero y se enjugó la frente con un pañuelo. Luego, cubriéndose y echando los hombros hacia atrás, se obligó a sí mismo a seguir a Swan al interior de la casa.
Ambos reaparecieron huyendo apresuradamente y dando pocas muestras de dignidad, seguidos por una serie de gruñidos salvajes que no tardaron en convertirse en aullidos feroces. El perro, con ojos enrojecidos, se quedó observándolos desde el umbral.
—¡Perrito bonito! —le dijo zalameramente Duncan con una sonrisa de tan flagrante hipocresía que el perro ladró otra vez.
—No debió tocarlo —le dijo Swan—. Es natural que el perro se haya enojado. Necesito un teléfono. ¡Qué primicia!
Duncan recobró su dignidad levemente herida.
—De modo que fue Alec Forbes —dijo.
El doctor Fell inclinó la cabeza.
—Estimado doctor Fell —prosiguió el abogado acercándose para estrechar la mano del doctor con cierta animación—. Nosotros… ¡no sabemos cómo agradecerle lo que ha hecho! Me atrevo a afirmar que usted adivinó, a través de las revistas técnicas y las facturas que revisó en la habitación de Angus, de qué se valieron para matarlo.
—Efectivamente.
—No puedo imaginar —dijo Duncan— cómo no fue evidente para nosotros, desde un principio. Es verdad, no obstante, que los efectos del gas se habían disipado cuando hallaron su cuerpo. ¡Ahora se explica que las cerraduras de la maleta estuvieran cerradas! Cuando pienso que pensamos en víboras, arañas y quién sabe qué otros agentes absurdos, casi siento ganas de reír. Todo el asunto es tan extraordinariamente simple, una vez que captamos la trama oculta detrás, que…
—Estoy de acuerdo con usted —convino el doctor Fell—. ¡Estoy enteramente de acuerdo con usted!
—¿Descubrió usted la… la nota del suicida?
—Sí.
Duncan hizo un gesto de satisfacción.
—Las Compañías de Seguros tendrán que retractarse de lo manifestado hasta ahora. No hay la menor duda de que deberán pagar el total de las pólizas.
Sin embargo, en este punto Duncan vaciló. Era evidente que la honradez lo obligaba a preocuparse por otro punto.
—Hay sólo otro punto más, sin embargo, que no puedo comprender. Si Forbes colocó el cajón para perros debajo de la cama antes de que lo expulsaran, como este señor —dijo Duncan señalando a Alan— insinuó con tanta perspicacia el lunes, ¿cómo se explica que Elspat y Kirstie no lo vieran al examinar la habitación?
—¡Creo que usted olvida una cosa! —dijo el doctor Fell—. Ella lo vio, en realidad, como ha manifestado posteriormente. La mentalidad de Miss Elspat Campbell tiene una precisión germana. Ustedes le preguntaron si había una maleta allí. Ella dijo que no. Eso es todo.
No sería exacto afirmar que la preocupación desapareció totalmente del rostro de Duncan. Sin embargo, se animó, aunque al mismo tiempo dirigió una mirada curiosa al doctor Fell.
—¿Cree que las Compañías de Seguros aceptarán esa rectificación en el testimonio de Miss Campbell?
—Tengo la seguridad de que la policía lo aceptará. Las Compañía de Seguros no tendrán, pues, otra alternativa que aceptarlo, les agrade o no.
—¿Es un caso evidente?
—Es un caso evidente.
—Así lo veo yo —dijo Duncan, y cobró mayor animación aún—. Bueno, debemos dar por terminado este triste asunto lo más pronto posible. ¿Han informado a la policía sobre… esto?
—Miss Kathryn Campbell fue a hacer la denuncia telefónicamente. Debe regresar en cualquier momento. Tuvimos que forzar la puerta, como ve, pero no hemos tocado nada más. Después de todo, no queremos que nos detengan por complicidad en la ocultación posterior del hecho.
Duncan se echó a reír.
—De ninguna manera podrían detenerlos por ese motivo. En la ley escocesa no existe ese delito.
—¿No? ¡Qué interesante! —murmuró el doctor Fell. Sacó su pipa del bolsillo y añadió inesperadamente—: Mr. Duncan, ¿conoció en una época a Robert Campbell?
Había algo tan sugestivo, aunque misterioso, en las palabras del doctor Fell, que todos se volvieron para mirarlo. El lejano trueno de las Cascadas de Coe pareció cobrar volumen en medio del silencio que siguió.
—¿Robert? —repitió Duncan—, ¿el tercero de los hermanos?
—Sí.
Una expresión de desagrado lleno de intransigencia apareció fugazmente en el rostro del abogado.
—La verdad es, doctor, que revolver escándalos pasados…
—¿Lo conoció usted? —insistió Fell.
—Sí.
—¿Qué puede decirme sobre él? Todo lo que he podido averiguar hasta ahora es que tuvo dificultades y debió abandonar el país. ¿Qué hizo? ¿Dónde fue? Sobre todo, ¿cómo era?
Duncan consideró estas preguntas con evidente mala gana.
—Lo conocí cuando era joven —dijo lanzando una rápida mirada al doctor Fell—. Robert, debo decirle, era sin duda el más inteligente y listo de la familia. Sin embargo, tenía una tendencia a la maldad, que afortunadamente estaba ausente tanto de Angus como de Colin. Tuvo dificultades en un banco en el cual trabajaba y a continuación hubo una pelea a tiros por culpa de una camarera de un bar.
»Dónde se encuentra actualmente, no puedo decirlo. Se fue al extranjero, a las colonias, o a Estados Unidos, no lo sé exactamente, pues tomó un barco de carga en Glasgow. Sin duda no considera esto una cuestión de importancia en este momento, ¿no?
—No; quizá no.
En aquel momento su atención se distrajo, atraída por Kathryn Campbell, quien bajó por la orilla, cruzó el arroyo y se aproximó hasta ellos.
—Hablé con la policía —dijo sin aliento, luego de mirar suspicazmente a Duncan y a Swan—. Hay un hotel, el Hotel Glencoe, en el pueblo de Glencoe, a dos millas de aquí. El número del teléfono es Ballachulich, pronunciado «Balajulich», 45.
—¿Habló con el Inspector Donaldson?
—Sí. Dijo que siempre había estado seguro de que Alec Forbes haría algo como esto. Dijo que no es necesario que esperemos aquí, si no tenemos ganas de quedarnos.
Los ojos de Kathryn se dirigieron hacia la pequeña casa y se desviaron aprensivamente.
—Por favor —suplicó—. ¿Es imprescindible que permanezcamos aquí? ¿No podríamos ir al hotel y comer algo? Digo esto porque la propietaria conocía muy bien a Mr. Forbes.
El doctor Fell hizo un gesto de interés.
—¿Sí?
—Sí. Dice que era un ciclista experto, y que era capaz de cubrir distancias increíbles a una velocidad igualmente increíble, a pesar de lo mucho que bebía.
Duncan exclamó algo en voz baja. Con un gesto intencionado dirigido a los otros, se dirigió a un lado de la casa, e instintivamente los otros lo siguieron. Detrás de la casa había un retrete, contra el cual estaba apoyada una bicicleta de carrera con un portaequipajes adherido a la parte posterior. Duncan lo señaló.
—El último eslabón, señores. Nos explica cómo Forbes pudo ir de aquí a Inveraray y regresar cuantas veces se le ocurriese. ¿Dijo algo más su informante, Miss Campbell?
—No mucho. Dijo que Forbes venía aquí para beber, pescar y trabajar en unos estudios sobre movimiento perpetuo o algo semejante. La última vez que ella lo vio fue ayer, en el bar del hotel. Fue necesario expulsarlo casi por la fuerza a la hora de cerrar, por la tarde. Según la mujer, era un hombre malo, que odiaba todo y a todos, excepto a los animales.
El doctor Fell se aproximó lentamente a la bicicleta y palpó el manillar. Con cierta sensación aprensiva Alan advirtió que nuevamente su rostro adquiría aquella expresión de intenso asombro, seguida por la de vacía idiotez, que había visto en él en una ocasión anterior. En ésta, empero, era más profunda y asimismo la expresión de sus emociones fue más explosiva.
—¡Señor! —exclamó el doctor Fell, volviéndose como si hubiese recibido una corriente eléctrica—. ¡Qué tonto he sido! ¡Qué asno increíble! ¡Qué ciego sin remedio!
—Aunque por mi parte —observó Duncan— no comparta su opinión sobre su persona, quisiera preguntarle por qué afirma eso.
El doctor Fell se volvió hacia Kathryn.
—Tiene usted razón —dijo gravemente, luego de reflexionar unos instantes—. Debemos ir a ese hotel. Y no sólo para nutrir el animal que todos tenemos dentro, aunque a decir verdad, estoy hambriento. Necesito utilizar el teléfono, inmediatamente. Las probabilidades son una contra un millón contrarias a mi teoría, desde luego, pero esa única probabilidad se cumplió una vez, y el fenómeno puede repetirse.
—¿A qué probabilidad se refiere? —preguntó Duncan con tono exasperado—. ¿A quién piensa telefonear?
—Al comandante local de la Guardia Territorial —repuso el doctor Fell, y se dirigió pesadamente en dirección a la casa, mientras su amplia capa volaba detrás de él.