—Supongo —dijo Alan en voz baja— que se trata de Alec Forbes.
El doctor Fell señaló con su bastón el catre de campaña situado contra una de las paredes. Sobre él había una maleta abierta, llena de ropa interior sucia. La maleta tenía pintadas las iniciales «A. G. F.». A continuación, el doctor se acercó al cadáver, para examinar su rostro. Alan no lo imitó.
—La descripción también concuerda. Tiene la barba crecida de una semana. Y probablemente tenía diez años de angustia en el corazón.
Se dirigió luego a la puerta, para cortarle la entrada a Kathryn, que estaba pálida e inmóvil, bajo el cielo nublado, a pocos pasos de distancia.
—Debe de haber un teléfono en alguna parte. Si mal no recuerdo, según el mapa hay una aldea con un albergue a una o dos millas de aquí. Miss Campbell, llame por teléfono al Inspector Donaldson, de la policía de Dunoon, y dígale que Mr. Forbes se ha ahorcado. ¿Puede hacerlo?
Kathryn asintió con un gesto rápido y tembloroso.
—¿Se mató realmente? —preguntó con una voz que era poco más que un murmullo—. ¿No será… otra cosa?
El doctor Fell no contestó. Con otro gesto de asentimiento, Kathryn dio media vuelta y se alejó.
La casa tenía unos cuatro metros de lado y paredes gruesas, con una chimenea primitiva y suelo de piedra. No era la vivienda de un campesino de la región, sino que evidentemente había sido utilizada por Forbes como una especie de refugio. Su moblaje consistía en el catre de campaña, la mesa, dos sillas de cocina, una cómoda con una jarra y una vasija para lavarse, y una pequeña librería llena de libros mohosos.
El perro había dejado de gemir, por lo cual Alan se sentía aliviado. El animal se había acurrucado junto al muerto y levantaba los ojos llenos de adoración hacia el rostro alterado del que había sido su amo. De vez en cuando, un temblor recorría el cuerpo del animal.
—Por mi parte quiero preguntar lo mismo que preguntó Kathryn —dijo Alan—. ¿Es un suicidio, o no?
El doctor Fell avanzó unos pasos y tocó el brazo de Forbes. El perro se puso rígido. Un gruñido amenazador comenzó en su garganta y estremeció su cuerpo.
—¡Vamos, viejo, vamos! —dijo el doctor—. ¡Quédate quieto!
Retrocedió luego unos pasos y se detuvo. Sacó su reloj y lo examinó. Murmurando y resoplando quedamente, se acercó a la mesa, en cuyo borde había una lámpara de tubo con un gancho y una cadena con la cual era posible colgarla del techo. Con la punta de los dedos la levantó y la agitó. Junto a la lámpara había una lata de aceite.
—Vacía —murmuró—; agotada, pero evidentemente fue usada.
Señalando el cuerpo, añadió:
—La rigidez no es total. Sin duda esto sucedió durante las primeras horas de la madrugada. Las dos o las tres de la mañana, quizá. Es la hora de los suicidios. Mire esto ahora.
El doctor estaba señalando el cordón de la bata alrededor del cuello del muerto.
—Es muy curioso —dijo frunciendo el ceño—. Los verdaderos suicidas invariablemente tratan de adoptar las mayores precauciones contra el dolor. Cuando un suicida se ahorca, por ejemplo, nunca utiliza un alambre ni una cadena, u otro artículo que lastime su cuello. Si utiliza una soga, generalmente la acolcha con algo para que no lo lastime. ¡Observe esto! Alec Forbes utilizó un cordón suave, y además lo acolchó con pañuelos. Es el toque auténtico del suicida, o de lo contrario…
—¿Qué?
—… de un verdadero genio del asesinato —dijo el doctor Fell.
Se inclinó a examinar el barrilito de whisky. Se acercó a la única ventana. Introduciendo un dedo en la malla del tejido de alambre, lo agitó y comprobó que estaba sólidamente clavado por dentro. Nuevamente volvió junto a la puerta, y con gestos de exagerada atención estudió cuidadosamente el cerrojo, sin tocarlo.
Por fin miró la habitación a su alrededor, mientras golpeaba acompasadamente el suelo con un pie. Su voz adquirió un tono hueco, semejante al del viento al soplar por un túnel de subterráneo.
—¡Demonios! —dijo—. Esto es un suicidio. ¡Tiene que ser un suicidio! El barril tiene la altura necesaria para haberle permitido apartarlo de un puntapié, y está a la distancia correcta. Nadie pudo entrar o salir por esa ventana clavada ni por la puerta cerrada con cerrojo.
Con una expresión algo ansiosa, miró a Alan y añadió:
—Debo confesarle con cierta vergüenza que conozco algo sobre los procedimientos para forzar puertas o ventanas. La verdad es que… siempre me han fascinado y perseguido esos problemas.
»A pesar de ello —echó hacia atrás su sombrero, semejante al de un cura— no logro imaginar cómo es posible forzar una puerta cuando no hay cerradura y la puerta encaja tan bien en el marco que el borde inferior raspa el suelo. Como esta puerta, por ejemplo.
Al mismo tiempo señaló el borde inferior de la puerta.
—Tampoco conozco ningún procedimiento para abrir una ventana —prosiguió— cuando tiene un tejido de alambre de acero clavado por la parte interior. Como es el caso de esta ventana. Si Alec Forbes… ¡Hola!
La librería estaba esquinada en el rincón junto a la chimenea. El doctor Fell lo descubrió al disponerse a examinar la chimenea. Comprobó con gran desilusión que el tubo era demasiado estrecho y estaba demasiado recubierto de hollín para permitir el paso de una persona. Limpiándose los dedos, se volvió hacia la pequeña biblioteca.
Sobre el estante superior de libros había una máquina de escribir portátil, sin su tapa, con una hoja de papel insertada en el rodillo. Sobre el papel había unas cuantas palabras escritas a máquina con tinta de color azul pálido:
A cualquier chacal que encuentre esto:
Yo maté a Angus y a Colin Campbell con lo mismo que utilizaron para estafarme. ¿Qué piensan hacer ahora?
—Como ve —dijo enfáticamente el doctor Fell—, tenemos hasta esto. La nota dejada por el suicida. El toque final. El toque del maestro. Repito que esto tiene que ser un suicidio. Sin embargo… si es un suicidio, que me declaren demente.
El olor de la habitación, el rostro ennegrecido de su dueño, el perro mustio de pesar comenzaban a revolver el estómago de Alan. Sentía que no podría soportar la atmósfera de aquella habitación mucho tiempo más. A pesar de ello, hizo un esfuerzo por dominarse.
—No veo por qué dice usted eso —manifestó—. Después de todo, doctor, ¿le es tan difícil reconocer que puede equivocarse?
—¿Equivocarme?
—Sí, respecto al hecho de que la muerte de Angus haya sido un suicidio —dijo Alan, mientras en su mente se arraigaba una certeza absoluta—. Forbes mató a Angus e intentó matar a Colin. Todo contribuye a probarlo. Nadie pudo haber entrado ni salido de esta habitación, como usted mismo admite. Además, aquí está la carta de Forbes como prueba definitiva.
»Forbes caviló hasta perder la razón, como me habría sucedido incluso a mí en este paraje, a menos que me dedicase a la religión. Se deshizo de los dos hermanos, o, por lo menos, así lo creyó. Cuando terminó su obra, se mató. Aquí está la prueba. ¿Qué más necesita?
—La verdad —insistió obstinadamente el doctor Fell—. Soy chapado a la antigua. Quiero la verdad.
Alan vaciló.
—Yo también soy chapado a la antigua en ese sentido. Y creo recordar —dijo— que usted vino al Norte con el expreso propósito de ayudar a Colin. ¿Cree que ayudará a Colin, o a la tía Elspat, el hecho de que el detective, que llamaron para demostrar que Angus fue asesinado, proclame a quien lo escuche que fue un suicidio, aun después de hallar la confesión de Forbes?
El doctor Fell miró y parpadeó repetidamente.
—Estimado Campbell —dijo con tono sorprendido y dolorido a la vez mientras se arreglaba las gafas en la nariz y miraba a Alan a través de ellas—. ¡Sin duda no pensará que tengo la intención de confiar mis teorías a la policía!
—¿Acaso no es ese su objeto?
El doctor Fell miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie los oía.
—Mis antecedentes en este sentido —dijo— son sumamente negros. ¡Ejem! En varias oportunidades he manipulado las pruebas de tal manera que el asesino ha salido impune. No hace muchos años me superé a mí mismo al incendiar una casa. Mi propósito actual, y espero que quede entre nosotros, es estafar a las compañías de seguros para que Colin Campbell pueda solazarse con buenos cigarros y aguardiente el resto de sus días…
—¿Qué?
El doctor Fell lo miró ansiosamente.
—¿Le choca mi actitud? —dijo—. ¡Vamos, vamos! Esto es, como digo, lo que pienso hacer. Pero ¡qué diablos, hombre! Para mi información personal, quiero establecer la verdad.
Dicho esto se volvió hacia la librería esquinada. Sin tocarla, examinó la máquina de escribir. Sobre el estante de libros debajo de la máquina había un hilo de pescar y algunas moscas para salmones. Sobre el tercer estante había una llave para tuercas de bicicleta, un farol y un destornillador.
El doctor Fell ojeó los libros con mirada de profesional. Había obras de Física y Química, trabajos sobre motores Diesel, Construcción y Astronomía. Había además catálogos y publicaciones especializadas. Había un diccionario, una enciclopedia de seis tomos, y, circunstancia curiosa, dos o tres libros infantiles de G. A. Henty. El doctor Fell miró estos últimos con cierto interés.
—¡Qué raro! —dijo—. ¿Lee alguien a Henty en la actualidad? Si la gente supiera lo que pierde al no leer sus obras, correría a adquirirlas. Por mi parte me complazco en decir que aún hoy leo sus libros con deleite. ¿Quién habría sospechado que Alec Forbes tenía un espíritu romántico? —añadió, y se rascó la nariz—. Con todo…
—Escuche —insistió Alan—. ¿Qué le hace estar tan seguro de que no se suicidó?
—Mi teoría. Mi terquedad, si usted quiere.
—¿Y mantiene aún su teoría de que Angus se suicidó?
—Efectivamente.
—¿Pero, en cambio, asesinaron a Forbes?
—Exactamente.
El doctor Fell volvió lentamente al centro de la habitación. Miró el desordenado catre con la maleta encima, y luego un par de botas de goma que había debajo del catre.
—Muchacho, desconfío de esa nota del suicida. Desconfío enteramente de ella. Y tengo razones concretas para ello. Salgamos de aquí, a fin de respirar un poco de aire puro.
Alan no vaciló en seguirlo. El perro levantó la cabeza de entre las patas, y les dirigió una mirada triste y desencajada. Luego la bajó nuevamente y se quedó inmóvil, en una actitud de infinita paciencia, junto al muerto.
A lo lejos alcanzaban a oír el rumor de la cascada. Alan aspiró profundamente el aire fresco y húmedo, y sintió un estremecimiento en todo el cuerpo, mientras el doctor Fell, con su traza de bandido y su enorme cuerpo envuelto en la capa, apoyó las manos en su bastón.
—Quienquiera que haya escrito esa nota —prosiguió—, sea Alec Forbes u otro, conocía el medio empleado para provocar la muerte de Angus Campbell. Éste es el primero de los hechos concretos que debemos observar. ¡Muy bien! ¿Ha adivinado en qué consistía ese medio?
—No.
—¿Ni después de haber leído la nota del suicida? ¡Pero, hombre! ¡Piense!
—Puede pedirme que piense todo lo que quiera. Puede que sea un tonto, pero en mi descargo diré que no alcanzo a imaginar qué puede hacer saltar de la cama a la gente en mitad de la noche y arrojarse de las ventanas en una caída mortal.
—Comencemos —dijo el doctor Fell— por el hecho de que el diario de Angus registra sus actividades durante el último año, como suele ocurrir en casi todos los diarios. Bueno. ¿Cuáles han sido, por Satanás, las principales actividades de Angus durante el último año?
—Intervenir en varios proyectos alocados con el objeto de ganar dinero.
—Es verdad. Pero según creo, había uno solo entre ellos en el cual Alec Forbes estaba complicado.
—Sí.
—Muy bien. ¿Cuál era ese proyecto?
—Una idea para fabricar un tipo de helado con dibujos de tartanes escoceses. Por lo menos, eso me dijo Colin.
—Y al elaborar esos helados —dijo el doctor Fell—, ¿qué clase de agente refrigerante debían emplear en grandes cantidades? Colin también nos dijo esto.
—Dijo que utilizaban hielo artificial, sustancia que describió como «esa sustancia química tan costosa…».
Alan calló bruscamente.
Recuerdos medio olvidados volvieron a su memoria. Con una sensación de sobresalto recordó un laboratorio de sus días de estudiante, y palabras pronunciadas desde una plataforma. El débil eco de aquellas palabras resonó en sus oídos.
—¿Y sabe —preguntó el doctor Fell— qué es en realidad ese «hielo artificial», o bien «hielo seco»?
—Es una sustancia de color blanquecino. Se asemeja al hielo común, sólo que es opaca. Se…
—Para ser más exactos, digamos que no es ni más ni menos que gas líquido. ¿Y conoce el nombre del gas que puede transformarse en un sólido «bloque de nieve» y que es posible cortar y manejar y trasladar de un lado a otro? ¿Cómo se llama ese gas?
—Dióxido de carbono —repuso Alan.
En medio de la perplejidad que sentía, fue como si de pronto se hubiese levantado bruscamente una cortina. Por fin vio el problema.
—Supongamos ahora —dijo Fell— que retirásemos un bloque de esa sustancia de uno de sus recipientes herméticos. Un bloque, digamos, suficientemente grande para ser colocado dentro de una maleta más bien voluminosa o, mejor aún, de un cajón con un extremo abierto, a fin de que el aire llegue mejor. ¿Qué sucedería?
—Se fundiría lentamente.
—Y al fundirse, naturalmente, dejaría libre en la habitación… ¿Qué dejaría escapar?
Alan respondió casi a gritos:
—¡Ácido carbónico! Uno de los gases más mortíferos y de efecto más rápido que existen.
—Supongamos que se colocase ese hielo artificial, con su receptáculo, debajo de la cama en una habitación que siempre permanece cerrada durante la noche. ¿Qué sucedería?
»Si me permite, desechemos ahora el método socrático y se lo diré —prosiguió el doctor Fell—: Tenemos una de las trampas mortíferas más seguras que jamás han sido elaboradas. Sucederá una de estas cosas: o bien la víctima, medio dormida o mareada, respirará el gas concentrado que ha invadido la habitación, en cuyo caso morirá en su lecho, o bien advertirá el leve olor acre al introducirse el gas en sus pulmones. No lo aspirará durante mucho tiempo, tenga esto presente. Una vez que el gas es aspirado, hace que el hombre más fuerte se desvanezca y caiga como una mosca. Deseará aire, aire a cualquier precio. Al sentir que se asfixia, saltará de la cama e intentará llegar hasta la ventana.
»Es posible que no llegue. Si llega, sus piernas estarán tan flojas, que no podrá mantenerse erguido, y si la ventana es baja, y el alféizar llega hasta sus rodillas solamente, si tiene dos hojas que se abren hacia fuera, de tal manera que su cuerpo caiga contra ellas…
El doctor Fell hizo un gesto expresivo con ambas manos.
Alan imaginó vividamente el cuerpo flácido y pesado, vestido con camisón, que caía hacia fuera, al vacío.
—Naturalmente —agregó—, el hielo artificial se fundirá y no dejará rastros en el cajón. Con la ventana abierta, el gas se disipará totalmente.
»Ahora comprenderá, según espero, por qué el plan de suicidio de Angus era tan infalible. ¿Quién, salvo Alec Forbes, podría haber utilizado hielo artificial para matar a su socio de empresas comerciales?
»Personalmente pienso que Angus nunca tuvo la intención de saltar por la ventana. ¡De ningún modo! Su intención era que lo hallasen muerto en la cama, muerto por envenenamiento de ácido carbónico. Se efectuaría una autopsia. La «mano» de este gas se encontraría en su sangre tan claramente como una impresión digital. Luego se leería e interpretaría el contenido del diario. Todas las circunstancias condenatorias para Alec Forbes serían recordadas, tal como las esbocé hace un rato. Así, pues, el dinero de los seguros sería cobrado por los beneficiarios. Tenía tanta certeza de esto como que el sol saldría al día siguiente.
Alan asintió, y se quedó contemplando el arroyo.
—¿Pero en el último momento, supongo…?
—En el último momento —dijo el doctor Fell— Angus no pudo afrontar la muerte. Necesitó respirar aire. Sintió que se moría, y presa del pánico saltó por la ventana.
»En esto, muchacho, reside la única posibilidad entre un millón de la cual hablé. Había un millón de probabilidades contra una de que: a) el gas lo mataría, o b) se moriría instantáneamente al caer. Pero no sucedió nada de eso. Fue mortalmente herido, pero no murió inmediatamente. ¿Recuerda?
Otra vez Alan hizo un gesto afirmativo.
—Sí. Hemos mencionado ese punto varias veces.
—Antes de morir, sus pulmones y su sangre quedaron libres del gas. De aquí que no haya quedado ningún rastro para el momento de la autopsia. Si hubiese muerto instantáneamente o por lo menos a poco de caer, los rastros habrían estado presentes. Pero no lo estaban. Así, pues, nos encontramos frente al espectáculo inexplicable de un anciano que saltó de su cama para arrojarse por la ventana.
La voz potente del doctor Fell adquirió un tono feroz. Con la puntera de su bastón golpeó repetidamente el suelo.
—Y le digo… —comenzó a decir.
—¡Espere un momento! —lo interrumpió Alan al recordar algo.
—¿Decía usted?
—Anoche, cuando subí a la habitación de la torre a despertar a Colin, me incliné y traté de mirar por el resquicio bajo la puerta. En realidad, vacilé unos pasos al bajar la escalera. ¿Acaso habré llegado a aspirar el gas?
—Por supuesto. La habitación estaba saturada de gas. Sólo que usted lo aspiró unos segundos, afortunadamente.
»Y esto nos conduce al punto final. Angus escribió cuidadosamente en su diario que había un extraño olor en la habitación. Ahora bien, esto no tiene sentido. Si hubiese llegado a advertir en aquel momento la presencia del gas, nunca podría haber terminado de escribir su diario y acostarse. No. Aquél fue otro toque artístico destinado a condenar a Alec Forbes.
—Y mal interpretado por mí —murmuró Alan—. Pensé en algún animal.
—Pero ¿ve usted ahora dónde nos lleva todo esto?
—No, no lo veo. Estamos en el nudo del asunto, desde luego, pero aparte de…
—La única explicación posible es que Angus se suicidó. Si Angus se suicidó, Forbes no pudo matarlo. Y si Alec Forbes no lo mató, no tenía motivo para decir que lo había matado. En vista de ello, la nota que tenemos aquí es falsificada.
»Hasta ahora, como ve usted, tenemos un suicidio que todos consideraron como asesinato. A continuación tenemos un asesinato que todo el mundo interpretará como suicidio. Todos los caminos conducen al manicomio. ¿Por casualidad podría aportar alguna idea?