—¡Le diré que me siento absolutamente defraudada! —dijo Kathryn—. Comprendo que no debería decir esto, pero es la verdad. Usted ha hecho que busquemos con tanto empeño al asesino que ahora no podemos pensar en ninguna otra cosa.
El doctor Fell hizo un gesto afirmativo, como si aceptase la validez estética del argumento de Kathryn.
—Sin embargo —prosiguió—, con el objeto de discutir sobre ello, les ruego que consideren mi interpretación. Les pido asimismo que observen cómo la corrobora cada uno de los hechos concretos del caso.
Durante un rato el doctor guardó silencio mientras fumaba su pipa de espuma de mar.
—Consideremos en primer término a Angus Campbell. Tenemos un hombre perspicaz, amargado y cansado, con una mente inquieta y un intenso afecto hacia los suyos. Se encuentra arruinado, completamente arruinado. Sus grandes sueños de riqueza no se materializarán. Lo sabe. Su hermano Colin, a quien quiere mucho, está abrumado por las deudas. Su examante, Elspat, a quien quiere más aún, no tiene dinero y tampoco perspectivas de obtenerlo.
»Es muy factible que Angus se haya considerado, de acuerdo con la empecinada mentalidad de la gente del Norte, un estorbo inútil. Piensa, pues, que no sirve para nada, a menos que muera. Pero es un viejo sumamente vigoroso, a quien el médico de la Compañía de Seguros le augura por lo menos quince años más de vida. Entretanto, ¿cómo han de vivir?
»Desde luego, si muriese ahora… —el doctor Fell hizo un suave gesto con la mano—. Pero si muere ahora, es necesario dejar establecido en forma inequívoca, enteramente inequívoca, que su muerte no fue un suicidio. Esto costará algo de trabajo. La suma en juego es enorme: treinta y cinco mil libras, distribuida en seguros de compañías expertas en el oficio y con espíritu suspicaz y desconfiado.
»Un simple accidente no bastará. No puede lanzarse desde un acantilado, con la esperanza de que lo atribuyan a un accidente. Existe la posibilidad de que lo consideren así, pero es demasiado arriesgado, y no debe dejar nada a la casualidad. Su muerte debe ser un asesinato, un asesinato a sangre fría, que deberá probarse fuera de toda duda.
Una vez más el doctor Fell hizo una pausa. Alan la aprovechó en forma muy inoportuna para echarse a reír con incredulidad no muy convincente.
—En ese caso, doctor —dijo—, quiero utilizar sus propios argumentos.
—¿De qué manera?
—Anoche usted preguntó por qué una persona que planea cometer un asesinato para apoderarse del dinero de unos seguros va a cometer un crimen que tiene todas las características de un suicidio. Pues bien, del mismo modo, ¿por qué Angus, y nada menos que Angus, habría de haber planeado un suicidio que tenía todas las características de tal?
—Angus no lo planeó así —dijo el doctor Fell.
—¿Qué?
El doctor Fell se inclinó hacia delante para palmear en el hombro a Alan, que viajaba en el asiento delantero. La actitud del doctor era una mezcla de entusiasmo y abstracción.
—Esto es lo esencial. Él no lo planeó así. Lo que sucede es que ignoran qué contenía el cajón para transportar perros. No saben qué puso Angus allí, deliberadamente.
»Y les digo —añadió, levantando el dedo solemnemente— que si no hubiese sobrevenido un pequeño accidente enteramente imprevisible, un contratiempo tan poco común que las probabilidades eran de un millón contra una, no habría habido la menor duda de que Angus había sido asesinado. Les digo que Alec Forbes estaría en la cárcel en este momento y que las compañías de seguros se habrían visto obligadas a pagar.
Estaban aproximándose a Loch Awe, semejante a una gema bellísima incrustada en un valle profundo y montañoso. Ninguno de los pasajeros admiró el lago.
—¿Quiere decir —dijo Kathryn— que Angus pensaba matarse y hacer recaer deliberadamente la culpa en Alec Forbes?
—Exactamente. ¿Considera que esto es imposible?
Al cabo de una pausa el doctor Fell prosiguió:
—A la luz de esta teoría, consideremos las pruebas. Aquí está Forbes, un hombre con un resentimiento genuino y amargo contra Angus. Es ideal para que lo utilicen como víctima propiciatoria. Forbes acude y, según lo que podemos establecer, «es llamado» para entrevistarse con Angus esa noche. Sube a la habitación de la torre. Se produce una disputa, que Angus planea de tal manera que es oída en toda la casa. Veamos ahora: ¿llevaba Forbes entonces una «maleta»?
»Las mujeres, como hemos observado, lo ignoran. No lo vieron hasta que lo expulsaron de la casa. ¿Quién es el único testigo de la presencia de la “maleta”? El propio Angus. Cuidadosamente señala a todos el hecho de que Forbes vino con una maleta, y dice categóricamente que Forbes debió dejarla olvidada.
»¿Siguen mi razonamiento? El cuadro que Angus tenía intención de pintar era que Forbes distrajo su atención y empujó la maleta debajo de la cama, hecho que Angus no advirtió, pero que lo que contenía la maleta podría cumplir más tarde su mortífero cometido.
Alan se quedó pensativo.
—Es curioso —dijo— que anteayer yo mismo haya sugerido esa interpretación, con Forbes como asesino. Pero nadie quiso prestarle atención.
—A pesar de ello repito —afirmó el doctor Fell— que si no se hubiese registrado un accidente totalmente imprevisible, Forbes habría sido señalado inmediatamente como el asesino.
Kathryn se llevó las manos a las sienes.
—¿Se refiere —dijo— a que Elspat miró debajo de la cama antes de que Angus cerrase la puerta, y vio que no había nada?
Con gran sorpresa por parte de Kathryn y Alan, el doctor Fell movió la cabeza negativamente.
—¡No, no, no! Ese era otro punto, naturalmente, pero no de gran importancia. Probablemente Angus no pensó en ningún momento que la ojeada de Elspat debajo de la cama le permitiría advertir nada en uno u otro sentido. ¡No, no, no! Me refiero al contenido del cajón.
Alan cerró los ojos.
—Seguramente —dijo con impaciencia mal reprimida— es demasiado pedir que nos diga qué había dentro del cajón.
El doctor Fell adquirió una expresión más solemne, más empecinada aún.
—Dentro de un rato veremos, o por lo menos así lo espero, a Alec Forbes. Pienso plantearle el problema directamente. Entretanto, les pido que reflexionen sobre él. Piensen en los hechos que conocemos, piensen en las revistas industriales halladas en la habitación de Angus, piensen en sus actividades durante el año pasado, y vean si no pueden llegar a la solución por sus propios medios.
»Por el momento volvamos a la gran estratagema. Alec Forbes no llevaba consigo, naturalmente, ni una maleta ni ningún otro objeto. El cajón, preparado de antemano por el propio Angus, estaba en una de las habitaciones más bajas de la torre. Angus se deshizo de las mujeres a las diez de la noche, se deslizó escaleras abajo, recogió el cajón y lo colocó debajo de la cama. Hecho esto, cerró nuevamente su puerta con llave y cerrojo. Esta es, según creo, la única explicación posible de la forma en que ese cajón se introdujo en una habitación herméticamente cerrada.
»Finalmente, Angus escribió su diario. Incluyó esas palabras significativas en el sentido de haber dicho a Forbes que no volviese, y de que éste había replicado que no sería necesario. Hay asimismo otras palabras significativas, que constituyen otros tantos nudos para la soga que colgaría a Forbes. Seguidamente Angus se desvistió, apagó la luz y se acostó, y con una fortaleza digna de su carácter se preparó para lo que habría de sobrevenir.
»Sigamos ahora con lo que sucedió al día siguiente. Angus dejó el diario en un lugar visible, para que lo encuentre la policía. Pero Elspat lo encuentra y se apodera de él. Cree que Alec Forbes mató a Angus. Al leer el diario comprende, como era la intención de Angus, que lo mató. Tiene en sus manos a Alec Forbes, el asesino. Hará que cuelguen a este pecador más alto que a Haman. Se sienta, pues, y escribe una carta al Daily Floodlight.
»Sólo después de haber enviado la carta advierte de pronto el fallo. Si Forbes fue el autor del crimen, debió empujar el cajón debajo de la cama antes de que lo expulsasen de la casa. ¡Pero Forbes no puede haber hecho eso! Ella misma miró debajo de la cama, y comprobó que no había nada allí. Y lo que es más horrible, así lo ha manifestado a la policía.
El doctor Fell hizo un gesto expresivo.
—Esta mujer ha vivido con Angus Campbell durante cuarenta años —prosiguió—. Lo conoce hasta lo más íntimo de su alma. Es capaz de adivinarlo todo en él con esa claridad morbosa que tienen las mujeres muy allegadas a nosotros frente a nuestras extravagancias y tonterías. No tarda mucho en descubrir dónde se halla la clave. No fue Alec Forbes. El propio Angus fue quien hizo todo esto. Así, pues…
»¿Es necesario decir más? Pensemos en la conducta de Elspat. Pensemos en su súbito cambio de opinión sobre el cajón. Pensemos en su búsqueda de pretextos para simular un acceso de furia y expulsar de la casa al periodista a quien ella misma había llamado. Pensemos, sobre todo, en su posición. Si revela la verdad, perderá hasta el último penique. Si denuncia a Alec Forbes, por otra parte, condenará su alma al infierno y a arder eternamente. Pensemos en todo esto, muchachos. No seamos demasiado inflexibles con Elspat Campbell cuando aparentemente pierde la paciencia con demasiada rapidez.
La figura de la mujer a quien Kathryn había llamado una vieja tonta comenzaba a sufrir en la mente de ambos una curiosa transformación.
Al pensar retrospectivamente en los ojos, las palabras y los gestos de la anciana, así como en lo que se ocultaba debajo de su tafetán negro, Alan experimentó un cambio radical de sentimientos que se agregó al producido en sus ideas.
—¿Y entonces?… —dijo.
—¡Pues bien! Elspat decide no hacer nada —repuso el doctor Fell—. Reintegra el diario a su sitio en la habitación de la torre, y deja que nosotros decidamos lo que más nos agrade.
El automóvil había ascendido a un paraje más elevado y agreste. Las mesetas del páramo, erizadas de feos postes contra una posible invasión por el aire, se extendían parduscas contra las costillas de granito de las montañas. El día estaba nublándose, y una brisa húmeda soplaba sobre sus rostros.
—Quisiera señalar —añadió el doctor Fell al cabo de una pausa— que ésta es la única interpretación que concuerda con todos los elementos de juicio del caso.
—En ese caso, si no estamos buscando a un asesino…
—¡Mi querido muchacho! —dijo el doctor Fell—. ¡Estamos buscando a un asesino!
Kathryn y Alan se volvieron bruscamente para mirarlo.
—Deben formularse también otras preguntas —dijo el doctor—. ¿Quién personificó al fantasma en la torre, y con qué motivo? ¿Quién intentó matar a Colin Campbell, y por qué? Recordemos que de no haber mediado el factor suerte, Colin estaría muerto en este momento.
Dicho esto guardó silencio, mientras mordía la boquilla de su pipa apagada y hacía un gesto que sugería que buscaba algo sin lograr apresarlo.
—Los cuadros —dijo— suelen darnos ideas extraordinarias.
Entonces advirtió, aparentemente por primera vez, que estaba hablando en presencia de un extraño. Reflejados en el espejo sobre el parabrisas vio los ojos del enjuto conductor que durante millas no había hablado ni se había movido. El doctor Fell murmuró algo ininteligible, y resopló repetidamente, mientras se quitaba partículas de ceniza de la capa. Cuando habló fue como si despertase de un sueño, pues parpadeó y miró vagamente a su alrededor.
—¡Ah! Sí. Dígame, ¿cuándo llegamos a Glencoe?
El conductor repuso, hablando por un lado de la boca:
—Esto es Glencoe —dijo.
Los tres se sobresaltaron.
Y allí, pensó Alan, estaban las montañas agrestes exactamente como las había imaginado siempre. El calificativo que acudía a su mente al contemplar el paraje era el de «dejado de la mano de Dios», no en un sentido figurado, sino literal.
El valle de Coe era inmensamente largo e inmensamente ancho, mientras que Alan siempre lo había imaginado como un valle estrecho y pequeño. A través de él corría la carretera negra y recta como una flecha. A cada lado se levantaban las cadenas de montañas de color gris granito y púrpura opaco, con laderas lisas como si fuesen de piedra. Nada en ellas indicaba la menor indulgencia de la naturaleza; era más bien como si la naturaleza hubiese agotado sus dones antes de llegar a ellas, y todo se había petrificado hacía mucho tiempo y era ahora una franca hostilidad.
Los arroyos que serpenteaban por las laderas de las montañas estaban tan distantes que ni siquiera era posible establecer si el agua corría, y sólo se comprobaba su existencia al verlos relucir. Un silencio absoluto intensificaba la desolación y aridez del valle. De vez en cuando se veía alguna pequeña vivienda blanqueada con cal, y aparentemente vacía.
El doctor Fell señaló una de aquellas casas.
—Buscamos —dijo— una casa situada en el lado izquierdo de la carretera, en una pendiente y rodeada de abetos, inmediatamente después de las Cascadas de Coe. ¿Por casualidad la conoce usted?
El conductor se quedó silencioso unos instantes, y por fin repuso que creía conocerla.
—No está muy lejos —dijo—. Llegaremos a las Cascadas dentro de uno o dos minutos.
La carretera subía, y pasado el trecho interminable en que corría en línea recta, se curvaba alrededor de la ladera de pizarra de una colina. Al internarse en un estrecho paraje, el rumor hueco y atropellado de una cascada agitó el aire húmedo. El paraje estaba bordeado al lado derecho por una cadena rocosa.
Luego de conducir el automóvil durante un trecho por este paraje, el conductor detuvo el motor, se echó detrás en su asiento y señaló sin decir una palabra.
Los pasajeros bajaron en medio del paraje azotado por el viento, bajo un cielo cada vez más sombrío. El tumulto de la cascada seguía golpeando sus oídos. Debieron ayudar al doctor Fell a bajar una pendiente, por la cual todos se deslizaron a medias. Con un esfuerzo aún mayor, lo ayudaron a cruzar un arroyo, cuyo lecho estaba cubierto de piedras negras y pulidas por la corriente, y parecían formar parte del seno mismo de la tierra.
La pequeña casa de piedra blanqueada con cal, muy sucia ahora, tenía un techo de paja y se levantaba al otro lado del arroyo. La puerta estaba cerrada. No salía humo de la chimenea. A lo lejos, las montañas se elevaban con sus tonalidades purpúreas y de un extraño tinte rosado.
No se movía nada… excepto un perro.
El perro los vio y comenzó a correr en círculo. Luego se lanzó hacia la casa y arañó con sus patas delanteras la puerta cerrada. El ruido de sus patas contra la puerta se oyó débilmente entre el rumor distante de la cascada. Era un ruido que oprimía el corazón en medio de la soledad desolada del desierto valle de Glencoe.
Por fin el perro se sentó y comenzó a aullar.
—¡Vamos, vamos, viejo! —le dijo el doctor Fell.
Aquella voz tranquilizadora tuvo aparentemente algún efecto en la inquietud del animal. Nuevamente arañó la puerta, y luego corrió hacia el doctor Fell y saltó a su alrededor, tratando de morder su capa. Lo que alarmó a Alan fue la expresión de los ojos del perro.
El doctor Fell golpeó la puerta, sin obtener respuesta. Intentó hacer girar el picaporte, pero algo lo mantenía trabado en el interior. En la parte delantera de la casa no había ninguna ventana.
—¡Mr. Forbes! —gritó con voz atronadora—. ¡Mr. Forbes!
Los pasos de los tres hicieron un ruido áspero sobre las pequeñas piedras de granito. La casa era de forma aproximadamente cuadrada. Murmurando para sus adentros, el doctor Fell se dirigió pesadamente hacia un lado de la casa, seguido por Alan.
En ese lado hallaron una ventana pequeña. Un enrejado de metal herrumbroso, más bien un alambre tejido grueso, estaba clavado sobre el marco de la ventana en el interior. Detrás estaban los cristales de la ventana, empañados de suciedad, con bisagras, para abrirla y cerrarla, como las puertas. Estaba entreabierta.
Ambos apretaron la cara contra el enrejado, con las manos sobre los ojos, a modo de pantalla, y trataron de observar el interior. De la habitación partía un olor desagradable, en parte formado por el aire viciado, whisky, aceite de parafina y sardinas en lata. Gradualmente, a medida que sus ojos se habituaban a la penumbra, surgieron distintas formas en el interior.
La mesa, cubierta de platos grasientos, había sido empujada a un lado. En el centro de la habitación había un grueso gancho de hierro, seguramente utilizado para colgar una lámpara. Por fin, Alan pudo ver ahora lo que pendía de aquel gancho y que se mecía suavemente cada vez que el perro golpeaba la puerta con las patas.
Alan dejó caer las manos a los lados del cuerpo. Dio media vuelta y apoyó una mano contra la pared para serenarse. Luego fue junto a la casa hasta llegar a la parte delantera, donde estaba Kathryn.
—¿Qué sucede? —dijo ésta. Alan tuvo la impresión de que su voz venía de muy lejos, a pesar de que Kathryn había gritado—. ¿Qué ha sucedido?
—Es mejor que te alejes de aquí.
—¿Qué sucede?
El doctor Fell, más pálido que de costumbre, apareció en la parte delantera de la casa.
Antes de hablar se quedó respirando afanosa y ruidosamente unos instantes.
—Esa puerta no es muy sólida —dijo, señalándola con el bastón—. Usted podría derribarla de un puntapié. Creo que es mejor hacerlo ahora mismo.
La puerta estaba cerrada por dentro con un cerrojo pequeño, nuevo y firme que Alan logró arrancar mediante tres puntapiés violentos en los que puso todas sus fuerzas y toda su voluntad.
A pesar de que no tenía deseos de entrar, pudo ver que el rostro del muerto estaba vuelto hacia el otro lado, de modo que el espectáculo no fue tan terrible como el observado desde la ventana. El olor a parafina y a whisky era ahora penetrante.
El muerto vestía una bata larga y sucia. La soga, que había sido trenzada con el cordón de su bata, tenía en un extremo un nudo corredizo, mientras que por el otro estaba fuertemente atada al gancho del techo. Los talones colgaban a medio metro del suelo. Un pequeño barril vacío, evidentemente de whisky, se había deslizado debajo de sus pies.
El perro entró de un salto en la habitación, gimiendo frenéticamente, y comenzó a girar alrededor del muerto. Con sus desesperadas tentativas por saltar hizo que aquél volviese a mecerse con violencia.
El doctor Fell examinó el cerrojo roto y luego la ventana cubierta de tejido de alambre. Su voz resonó solemnemente dentro de la habitación maloliente.
—Sí —dijo—. Es otro suicidio.