El amanecer, con sus cálidas tonalidades blancas y doradas surgidas de un púrpura apagado, pero a la vez de una luminosidad de burbuja de jabón que teñía todo el cielo, cubría el valle cuando Alan subió nuevamente la escalera de la torre. Casi se palpaba en los labios el aire otoñal.
Pero Alan no estaba en estado de ánimo para disfrutar de aquella sensación.
Llevaba consigo un escoplo, un taladro y un serrucho. Lo seguía Swan, nervioso y tenso, vestido ahora con un traje gris que en una época había sido elegante pero había quedado reducido a una bolsa de arpillera.
—¿Está seguro de querer ir a la habitación? —insistió Swan—. Personalmente no siento mucho entusiasmo.
—¿Por qué no? —dijo Alan—. Es de día. El ocupante del rajón no puede hacernos ningún daño a esta hora.
—¿Qué ocupante?
Alan no repuso. Tuvo el impulso de decir a Swan que el doctor Fell sabía la verdad, aunque no la había divulgado hasta aquel momento, y que afirmaba que no había peligro, pero decidió que aquellas cuestiones debían mantenerse fuera de los diarios por el presente.
—Sostenga la linterna —dijo—. No sé por qué no hicieron una ventana en este descansillo. Colin arregló esta puerta ayer por la tarde, como recordará usted. Ahora haremos las cosas de tal manera que no será posible repararla nuevamente con rapidez.
Mientras Swan sostenía la linterna, Alan comenzó a trabajar. Era un trabajo lento, pues debía taladrar una serie de agujeros que se tocasen entre sí, formando un cuadrado alrededor de la cerradura, y sus manos no eran muy diestras en el manejo del taladro.
Cuando terminó de hacer los agujeros y empujó el cuadrado central, tomó el serrucho y comenzó a aserrar lentamente a lo largo de la línea formada por aquéllos.
—Colin Campbell —dijo Swan de pronto y con gran emoción— era un hombre bueno. Un hombre verdaderamente bueno.
—¿Por qué dice usted «era»?
—Ahora que está muerto…
—No está muerto.
Se produjo una pausa relativamente prolongada.
—¿No está muerto?
El serrucho rasgaba la madera y tropezaba repetidamente Toda la intensidad del alivio de Alan, toda la reacción enfermiza después de lo que había visto se descargaban en su ataque contra la puerta. Esperaba que Swan callase. Había sentido una profunda simpatía por Colin Campbell, una simpatía demasiado grande para soportar ahora lugares comunes.
—Colin —prosiguió, sin volverse para contemplar la expresión de Swan— tiene las dos piernas y el hueco de la cadera fracturados. La verdad es que en un hombre de su edad, esto es bastante grave. Además, hay algo que ha despertado un intenso interés en el doctor Grant. De cualquier manera, no está muerto y no creo que muera.
—¿Una caída como esa?
—A veces ocurre. Probablemente habrá oído hablar de gente que ha caído desde alturas mayores aun sin llegar a lastimarse siquiera, en algunos casos. Y cuando están ebrios, como Colin, ello es una ayuda.
—Sin embargo, ¿saltó deliberadamente de la ventana?
—Sí.
Con una fina lluvia de serrín, el último tendón de madera se desprendió finalmente. Alan empujó el panel cuadrado hacia atrás, y cayó al suelo. Seguidamente extendió la mano por el espacio abierto, y halló la llave echada firmemente y el herrumbrado cerrojo intacto dentro de su caño. Giró la llave, empujó el cerrojo hacia un lado, y, no sin una ligera sensación de aprensión, entró en la habitación.
A la luz limpia y clara del amanecer la habitación tenía un aspecto desordenado y vagamente siniestro. Las ropas de Colin, tal como las había dejado al desnudarse apresuradamente, yacían diseminadas sobre las sillas y en el suelo. Su reloj marchaba aún, y estaba sobre la cómoda. Había dormido en la cama, pues las sábanas habían sido empujadas hacia los pies, y las almohadas estaban estrujadas y presentaban todavía las huellas de la cabeza de Colin.
Las hojas de la ventana abierta de par en par chirriaron suavemente al pasar por ellas una ráfaga de aire.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Swan, introduciendo apenas la cabeza por la puerta entreabierta y decidiéndose por fin a entrar.
—Lo que me indicó el doctor Fell.
Aunque Alan hablaba con naturalidad, debió hacer un esfuerzo por dominar su aprensión cuando se arrodilló y palpó el espacio debajo de la cama. Seguidamente sacó el cajón para transportar perros y que había contenido al ocupante.
—¡No pensará jugar con eso! —dijo Swan.
—El doctor Fell me dijo que lo abriera. Dijo también que no debía de tener impresiones digitales, de modo que no debía preocuparme por no borrarlas.
—Se fía demasiado de la palabra del doctor Fell. En fin, si cree saber lo que hace, ábralo.
Aquella parte de la tarea fue la más difícil. Alan abrió las dos cerraduras con los pulgares y levantó la tapa.
Como esperaba, el cajón estaba vacío. A pesar de ello su imaginación podría haber forjado, y en realidad estaba forjando, toda clase de imágenes desagradables sobre lo que podría haber hallado.
—¿Qué le indicó el viejo que hiciera? —preguntó Swan.
—Me dijo que lo abriera, simplemente, y me cerciorase de que estaba vacío.
—Pero ¿qué pudo haber en el cajón? —dijo a gritos Swan—. Le aseguro que estoy volviéndome loco tratando de hallar una respuesta. Yo… —Swan hizo una pausa. Sus ojos se abrieron, e inmediatamente se entrecerraron. Sin decir nada, señaló con un dedo el escritorio.
En el borde de la mesa del escritorio, medio oculto por papeles pero en un lugar donde indudablemente no había estado el día anterior, se encontraba un pequeño cuaderno de bolsillo, sobre cuya tapa aparecía estampada en letras doradas la palabra «Diario, 1940».
—¿Acaso era eso lo que estaba buscando? —dijo Swan.
Los dos hombres se lanzaron hacia el diario, pero Alan pudo tomarlo primero.
El nombre de Angus Campbell aparecía escrito en la primera página con una escritura menuda pero a la vez torpe e infantil, lo cual hizo sospechar a Alan que Angus había sufrido de artritis en los dedos. Angus había llenado cuidadosamente los espacios destinados a registrar los datos relativos al propietario del diario, como, por ejemplo, el número de sus cuellos y zapatos, que aparentemente los fabricantes de diarios íntimos creen que tendemos a olvidar, por razones que sólo ellos conocen. A continuación del epígrafe «número del registro de automóvil», había escrito «ninguno».
Pero Alan no se detuvo mucho en estos datos. El diario estaba lleno de anotaciones escritas con letra diminuta y en renglones inclinados hacia abajo. La última correspondía a la noche de la muerte de Angus, sábado veinticuatro de agosto. Alan Campbell sintió que los músculos de su garganta se ponían tensos, y que su corazón latía con fuerza, cuando sus ojos leyeron estas líneas:
Sábado: Cheque pagado por el banco. Estaba bien. Elspat no está bien nuevamente. Memorándum: jarabe de higos. Escribí a Colin. Forbes vino esta noche. Afirma que lo estafé. ¡Ja, ja, ja! Le dije que no volviera. Dijo que no vendría, no era necesario. Esta noche hay un olor extraño, a humedad, en la habitación. Memorándum: escribir al Ministerio de Guerra sobre el tractor. Aplicaciones en el ejército. Escribir mañana.
A continuación aparecía el espacio en blanco que señalaba el fin de la vida de Angus.
Alan volvió las páginas anteriores. No leyó más, pero a pesar de ello pudo comprobar que en un punto habían arrancado una página entera del diario. Estaba pensando en cambio en el viejo de corta talla, macizo, con su nariz inflamada y su pelo blanco, escribiendo aquellas palabras mientras algo estaba acechándolo.
—¡Hum! —dijo Swan—. Eso no tiene mucha utilidad.
—No estoy seguro de ello.
—Bueno —dijo Swan—. Si ha visto lo que vino a ver, o mejor dicho, a no ver, bajemos. Es posible que no haya nada extraño en esta habitación, pero de todos modos me provoca escalofríos.
Alan guardó el diario en uno de sus bolsillos, recogió las herramientas y siguió a Swan. En la sala de la planta baja hallaron al doctor Fell, vestido enteramente con un viejo traje de alpaca negra y una corbata tejida. Alan advirtió con sorpresa que su capa tableada y su sombrero de alas anchas estaban sobre el sofá, mientras que la noche anterior estaban colgados en el vestíbulo.
El doctor Fell, sin embargo, estaba aparentemente absorto en la contemplación de un paisaje de muy mala calidad que colgaba encima del piano. Al entrar Alan y Swan, los miró con expresión inocente y se dirigió al segundo.
—Por favor, Mr. Swan. ¿Querría usted ir a la habitación de… ¡ejem!… digamos, el enfermo, para averiguar como está Colin? No permita que el doctor Grant lo disuada de verlo. Quiero saber si Colin está consciente, y si ha dicho algo.
—Yo también —dijo Swan con cierta vehemencia, y se alejó con tanta rapidez que los cuadros se movieron.
El doctor Fell recogió apresuradamente su capa tableada, se la echó sobre los hombros con evidente esfuerzo, y aseguró la pequeña cadena que la ataba en el cuello.
—Tome su sombrero, muchacho —dijo—. Vamos a realizar una pequeña expedición. La presencia de un periodista es sin duda interesante, pero hay ocasiones en que resulta decididamente un obstáculo. Es posible que podamos salir sin que nos vea nuestro amigo Swan.
—¿Dónde vamos?
—A Glencoe.
Alan lo miró fijamente.
—¡A Glencoe! ¿A las siete de la mañana?
—Lamento —dijo el doctor Fell suspirando, al percibir el aroma de tocino con huevos fritos que comenzaba a flotar en la casa— que no podamos esperar al desayuno. Es mejor, no obstante, perder un desayuno que malograr todas las comidas.
—Sí, pero ¿cómo diablos llegaremos a Glencoe a esta hora?
—He telefoneado a Inveraray para pedir un automóvil. En este lugar la gente no tiene hábitos tan sedentarios como los suyos, muchacho. ¿Recuerda que Duncan nos dijo ayer que habían encontrado a Alec Forbes, o por lo menos, creían haberlo encontrado, en una pequeña vivienda cerca de Glencoe?
—¿Pues, bien?
El doctor Fell hizo una mueca y esgrimió su bastón.
—Puede que no sea verdad. Asimismo es posible que no logremos siquiera localizar la vivienda en cuestión, aunque obtuve una descripción de su situación por medio de Duncan, y las casas en ese paraje son pocas y muy alejadas entre sí. ¡Truenos, tenemos que correr ese riesgo! Si aspiro a ser de alguna utilidad al pobre Colin, tengo que ver a Alec Forbes antes que nadie, antes que la misma policía. Tome su sombrero.
Kathryn Campbell se puso rápidamente su chaqueta de tweed y avanzó por la habitación.
—¡Ni se les ocurra! —dijo.
—¿Ni se nos ocurra qué?
—Irse sin llevarme —declaró Kathryn—. Oí cuando el doctor pedía ese automóvil. Tía Elspat es bastante dominante, pero tía Elspat a cargo de un enfermo resulta insoportable. ¡Ah! —dijo apretando los puños—. De todos modos, no puedo hacer nada más allí. ¡Por favor, permítanme acompañarlos!
El doctor Fell consintió galantemente. En puntillas, como tres conspiradores, salieron en dirección a la parte posterior de la casa. Detrás de la cerca que separaba Shira de la carretera principal había un automóvil de cuatro asientos brillantemente pulidos.
Alan no deseaba salir con un conductor locuaz aquella mañana, y sus deseos se vieron cumplidos. El conductor era un hombrecillo enjuto, vestido como los mecánicos de garage, quien les abrió la puerta de mala gana. Habían dejado atrás Dalmally cuando descubrieron que, en realidad, el hombre era oriundo de los arrabales de Londres.
Pero Alan estaba demasiado entusiasmado por su reciente descubrimiento para preocuparse por la presencia de testigos, de modo que sacó del bolsillo el diario de Angus y se lo entregó al doctor Fell.
Aun con el estómago vacío, el doctor Fell no vaciló en llenar y encender su pipa de espuma de mar. Viajaban en un automóvil abierto, y mientras ascendían por la colina bajo un cielo algo nublado, la brisa causaba al doctor considerables molestias, pues debía ocuparse de conservar puesto su sombrero y a la vez de mantener encendida la pipa. A pesar de todo leyó cuidadosamente el diario, hojeando por lo menos cada una de sus páginas.
—¡Hum! Sí —dijo, frunciendo el ceño—. Concuerda. ¡Todo concuerda! Sus deducciones, Miss Campbell, fueron muy oportunas. Fue Elspat quien robó este diario.
—Pero…
—Mire —dijo señalando el lugar donde habían arrancado una página—. La anotación anterior, al pie de la página que precedía a la que falta, dice: «Elspat dice que Janet G. es impía e inmoral. Durante su juventud Elspat…». Aquí el comentario se interrumpe.
»Seguramente Angus proseguía relatando sin ninguna reserva alguna anécdota de la juventud de Elspat, cuando no reparaba tanto en la moral. Así, pues, la prueba ha sido suprimida del diario. Aparentemente, Elspat no halló nada más que la comprometiese. Después de leer con mucho cuidado el diario, probablemente varias veces para estar bien segura, volvió a colocarlo en un lugar donde fuese fácil encontrarlo.
Alan no estaba muy convencido.
—Sin embargo, ¿qué opina de esas revelaciones sensacionales? ¿Por qué haber recurrido a la prensa, como lo hizo Elspat? La última anotación del diario es quizá sugestiva, pero indudablemente no nos dice mucho.
—¿No?
—¿Cree usted lo contrario?
El doctor Fell lo miró con curiosidad.
—Diría, por el contrario, que nos dice bastante. Pero sin duda usted no esperaba que la revelación sensacional estuviese en la última anotación, ¿no? Después de todo, Angus se dispuso a acostarse enteramente despreocupado y feliz. Quienquiera que lo haya atacado, lo hizo después de que terminó de escribir y cuando había apagado la luz. ¿Por qué, pues, habríamos de esperar hallar algo de gran interés en la última anotación?
Alan advirtió de pronto que el doctor Fell tenía razón.
—Eso —admitió— es verdad. Pero de todos modos…
—No, muchacho. La verdadera esencia del asunto se encuentra aquí —el doctor Fell pasó las páginas rápidamente como si estuviese barajando un mazo de naipes—. Aquí, en el cuerpo del diario. En el resumen de sus actividades durante el año pasado.
El doctor Fell miró fijamente el pequeño volumen por última vez, y lo guardó en uno de sus bolsillos. Su expresión de gigantesca contrariedad se había intensificado simultáneamente con su certeza febril.
—¡Qué diablos! —dijo, golpeándose una rodilla—. ¡La conclusión es inevitable! Elspat se apodera del diario. Lo lee. Como no es tonta, adivina…
—¿Qué?
—Cómo murió Angus en realidad. Detesta a la policía y desconfía de ella en lo más profundo de su alma. En vista de ello escribe a su diario predilecto y se forma el propósito de hacer estallar la bomba. Y de pronto, cuando es demasiado tarde, se da cuenta horrorizada…
Nuevamente el doctor Fell calló. La expresión de su rostro se suavizó. Con un ruidoso suspiro se arrellanó contra el tapizado del asiento y agitó la cabeza.
—Debo decirles que esto rompe el misterio —añadió oscuramente—. De cualquier manera, esto rompe el misterio.
—Por lo que a mí se refiere —dijo Kathryn apretando los dientes— no tardaré en romper algo si no hablan con mayor claridad.
El doctor Fell la miró con un gesto preocupado.
—Permítame —dijo— responder a su lógica curiosidad con una pregunta más. Hace un momento —añadió dirigiéndose a Alan— dijo que consideraba «sugestiva» la última anotación del diario de Angus. ¿Qué quiso decir con ello?
—Quise decir que, indudablemente, no era un pasaje que pudiese haber sido escrito por una persona con intenciones de suicidarse.
El doctor Fell asintió.
—En efecto —dijo—. Ahora, ¿qué dirá si afirmo que Angus Campbell se suicidó en realidad?