12

El crepúsculo descendía sobre Loch Fyne cuando bajaron por el bosque gris y fantasmagórico, de árboles caídos, y doblaron hacia el Norte por la carretera principal a Shira.

Alan sentía una fatiga saludable y grata después de una tarde al aire libre. Kathryn, vestida con un traje de paño escocés y con zapatos de tacones bajos, estaba sonrosada; sus ojos azules resplandecían. Durante toda la tarde no se había puesto las gafas para discutir, ni aunque había expresado brevemente su desaprobación frente al hecho de que Alan no estaba familiarizado con el asesinato del Zorro Rojo, el Colin Campbell de 1752, a quien alguien había matado de un disparo, pero por cuya muerte habían juzgado a Jacobo Estuardo en el juzgado de Inveraray.

—La dificultad reside —decía en aquel momento Alan, mientras caminaban colina abajo— en que Stevenson ha derrochado tanta fantasía entre sus lectores que tendemos a olvidar cómo era en la realidad este héroe, este famoso Allen Breck, «Allen» con dos eles, no lo olvides. A menudo he deseado que alguien defendiese a los Campbell, para variar.

—¿Piensas invocar nuevamente la honradez intelectual?

—No. Sería simplemente divertido. Pero la versión más espantosa del incidente aparece en la película Secuestrado. Allen Breck, David Balfour y un personaje femenino enteramente superfluo, huyen de los soldados ingleses. Disfrazados de pies a cabeza, avanzan en un carro por una carretera llena de tropas enemigas, cantando Loch Lomond, mientras Allen Breck susurra: «Ahora no sospecharán de nosotros».

»Tuve ganas de dirigirme a la pantalla y decir: «Te descubrirán si insistes en cantar esa canción de los Estuardos. Es tan sensato cantarla como que un grupo de agentes del Servicio Secreto británico disfrazados de miembros de la Gestapo se paseasen por Unter den Linden cantando There’ll always be an England, u otra canción patriótica de la segunda Guerra Mundial».

—De modo que el personaje femenino era enteramente superfluo —dijo.

—¿Qué?

—El personaje femenino, afirma el profesor con la mayor pedantería, era enteramente superfluo. ¡Naturalmente!

—Sólo quise decir que este personaje no aparece en la obra original, de modo que malograba lo poco que quedaba del argumento. Dime, ¿no puedes olvidar la guerra de sexos durante cinco minutos?

—Eres tú quien siempre reanuda la discusión.

—¿Yo?

—Sí, tú. No sé qué pensar de ti. La verdad es que… que eres simpático, cuando te lo propones —Kathryn apartó con el pie las hojas secas del sendero y de pronto se echó a reír—. Estaba pensando en lo que sucedió anoche.

—¡No me lo recuerdes!

—Pues anoche estabas más simpático que nunca, verdaderamente. ¿No recuerdas lo que me dijiste?

Alan suponía que el incidente estaba sumido en el olvido. Evidentemente, se había equivocado.

—¿Qué dije? —preguntó.

—Nada. Vamos a llegar muy tarde a tomar el té, y tía Elspat comenzará a quejarse, igual que anoche.

—Tía Elspat —dijo Alan gravemente—, tía Elspat, como bien sabes, no bajará a tomar el té. Está en su habitación con un ataque violento e histérico de mal humor.

Kathryn se detuvo e hizo un gesto de desaliento.

—No puedo decidir si me gusta esa vieja o si, por el contrario, quisiera matarla. El doctor Fell aborda el asunto del diario, y todo lo que ella hace es provocar un escándalo, al afirmar a gritos que se trata de su casa, que no permitirá que la dominen y que el cajón estaba debajo de la cama…

—Sí, pero…

—Personalmente pienso que quiere salirse con la suya como de costumbre. Creo que no dirá nada a nadie, simplemente porque todos quieren que hable, y está empeñada en hacer su voluntad. Del mismo modo se enojó porque Colin insistió en invitar a ese pobre e inofensivo Swan a entrar en la casa.

—Señorita, no eluda la cuestión. ¿Qué le dije anoche?

Era muy astuta, pensó Alan, al eludir el tema de lo sucedido la noche anterior. Por su parte, no le daría la satisfacción de mostrar curiosidad. A pesar de ello, no podía evitar sentirla. Habían salido a la carretera principal a sólo una docena de metros del Castillo de Shira. Kathryn volvió hacia él un rostro cuya expresión, a la luz del crepúsculo, era inocente, pero a la vez maliciosa.

—Si no lo recuerdas —dijo con fingida ingenuidad—, no puedo repetírtelo. Lo que puedo decirte es cuál habría sido mi respuesta si hubiese respondido.

—¿Pues bien?

—Seguramente habría dicho algo semejante a: «En ese caso, ¿por qué no lo haces?».

Y dicho esto, Kathryn huyó corriendo.

Alan pudo alcanzarla sólo cuando llegaron al vestíbulo, y no tuvieron tiempo de hablar más. El ruido de voces tonantes en el comedor debió haberles indicado qué sucedía allí, aunque no hubiesen visto a Colin por la puerta parcialmente abierta.

La luz brillaba alegremente sobre una mesa repleta de comida. Colin, el doctor Fell y Charles Swan acababan de consumir una copiosa merienda. Habían empujado los platos a un lado, y en el centro de la mesa había un botellón lleno de un líquido color marrón intenso. En los rostros del doctor Fell y de Swan, delante de quienes había dos vasos vacíos, se reflejaba la expresión de los hombres que acaban de vivir una gran experiencia espiritual. Colin los miró cordialmente.

—¡Entren! —dijo a gritos—. Entren y siéntense. Coman antes de que la comida se enfríe. Acabo de hacer probar a nuestros amigos su primera ración de la «Ruina» de los Campbell.

La expresión de Swan, inusitadamente solemne, se veía alterada periódicamente por un ligero hipo. A pesar de ello conservaba la dignidad, y aparentemente meditaba sobre una profunda experiencia.

Su traje era asimismo curioso. Le habían prestado una de las camisas de Colin, que le quedaba demasiado grande en los hombros y el cuerpo, pero cuyas mangas le resultaban en cambio muy cortas. Debajo de la camisa, en vista de que no había en la casa pantalones que le quedaran bien, llevaba una falda escocesa. La falda ostentaba los colores de Campbell, verde muy oscuro y azul con rayas transversales amarillas y rayas verticales blancas.

—¡Jesús! —murmuró Swan, contemplando su vaso vacío—. ¡Jesús!

—Su observación —convino el doctor Fell, pasando una de sus manos por su frente sonrosada— no deja de ser justificada.

—¿Le agrada?

—Pues… —dijo Swan.

—¿Quiere más? ¿Y tú, Alan? ¿Y tú, Kitty-kat?

—No —declaró Alan firmemente—. Quiero comer algo. Quizá pruebe un poco de esa dinamita alcohólica más tarde, pero muy poco, y no ahora.

Colin se frotó las manos.

—¡Ya lo beberás! ¡Todos ceden! ¿Qué opinas de la elegancia de nuestro amigo Swan? Magnífico, ¿eh? Encontré la falda en un baúl del dormitorio principal. Es el tartán original de la familia de MacHolster.

El rostro de Swan se ensombreció.

—¿Se burla usted de mí? —dijo.

—Como que creo en el cielo —declaró Colin, levantando una mano—, ese es el tartán de los MacHolster. Es tan cierto como que creo en el cielo.

Swan se aplacó. En verdad, estaba muy divertido.

—Es una sensación extraña —dijo, examinando su falda—. Es como transitar públicamente sin pantalones. ¡Jesús! ¡Pensar que yo, Charles Swan, de Toronto, estoy vestido con una falda escocesa auténtica en un castillo escocés auténtico, y además estoy bebiendo un rocío de la montaña añejo y genuino, como si fuese un escocés nacido aquí! Debo escribir a mi padre sobre esto. Es usted muy gentil al haberme permitido pasar la noche aquí.

—¡No piense en ello! De cualquier manera, su ropa no estará lista hasta mañana. ¿Otro vasito?

—Sí, por favor.

—¿Usted, Fell?

—¡Ejem! —tosió el doctor Fell—. Esa es una oferta, o mejor dicho, en este caso, un desafío que rara vez rechazo. Gracias. Pero…

—¿Qué?

—Estaba preguntándome —dijo el doctor Fell cruzando las piernas con considerable esfuerzo— si el nunc bibendum est no debe ser seguido por un razonable sat prata biberunt. En términos más elegantes, ¿estará acaso planeando otra juerga, Colin? ¿O bien ha renunciado a la idea de dormir en la torre esta noche?

Colin pareció inquietarse.

Una vaga sensación de aprensión invadió momentáneamente el viejo comedor.

—¿Por qué habría de renunciar a la idea de dormir en la torre? —preguntó.

—Simplemente porque no veo por qué no habría de renunciar a ella —repuso Fell—. Quisiera que no durmiese allí.

—¡Tonterías! He dedicado la mitad de la tarde a repasar el cerrojo y la cerradura de esa puerta. He llevado mis cosas arriba. ¡No pensará que pienso suicidarme!

—Pues… —dijo el doctor Fell—, supongamos que lo hiciera.

La sensación de aprensión era opresiva ahora. Hasta Swan parecía experimentarla. Colin iba a dar expresión a su incredulidad habitual, cuando el doctor Fell lo interrumpió.

—Un momento. Supongamos, simplemente, que esto suceda. O en términos más exactos, supongamos que mañana por la mañana lo hallemos muerto al pie de la torre en circunstancias idénticas a las de Angus. ¿Me permite fumar aunque usted esté comiendo, Miss Campbell?

—Desde luego —repuso Kathryn.

El doctor Fell sacó una gruesa pipa de espuma de mar con boquilla curva, la llenó con tabaco que extrajo de una obesa tabaquera, y la encendió. Seguidamente se arrellanó en el asiento, dispuesto a exponer su idea. Con una expresión ligeramente estrábica detrás de sus gafas, contempló las volutas de humo que se elevaban hacia la brillante pantalla de la lámpara.

—Usted cree —prosiguió— que la muerte de su hermano fue consecuencia de un asesinato, ¿no es verdad?

—¡Sí! ¡Además, lo espero de todo corazón! ¡Si fue un asesinato, y podemos probarlo, heredaré diecisiete mil quinientas libras!

—En efecto. Pero si la muerte de Angus fue un asesinato, la misma fuerza que lo mató a él puede matarlo a usted. ¿Había pensado en ello?

—Quisiera descubrir una fuerza capaz de matarme. ¡Demonios, quisiera descubrirla! —exclamó Colin.

Pero la calma con que había hablado Fell surtió efecto. El tono de Colin no era tan agresivo como de costumbre.

—Ahora bien, si por casualidad le sucediera algo a usted —prosiguió el doctor Fell, mientras Colin se movía, algo incómodo—, ¿qué sucedería con su parte de las treinta y cinco mil libras? ¿Pasarían a Miss Elspat Campbell, acaso?

—No, indudablemente, no. No saldría de la familia. Pasaría a Robert, o bien a los herederos de Robert si ha muerto.

—¿Robert?

—Sí, nuestro hermano. Robert tuvo dificultades y huyó del país hace muchos años. Ni siquiera sabemos dónde está, aunque Angus siempre trató de localizarlo. Sabemos que se casó y que tuvo hijos, de modo que fue el único de nosotros que se casó. Robert debe tener… sesenta y cuatro años actualmente. Es un año menor que yo.

El doctor Fell siguió fumando con aire meditativo, los ojos fijos en la lámpara.

—Verán ustedes —dijo respirando ruidosamente—. Suponiendo que se trate de un asesinato, debemos buscar un motivo. Dicho motivo, por lo menos desde el punto de vista económico, resulta sumamente difícil de establecer. Supongamos que asesinaron a Angus para obtener el dinero de sus seguros. Supongamos que usted fue el asesino. ¡Vamos, Colin, estoy planteando una posibilidad puramente teórica! O bien que fue Elspat. O bien Robert o sus herederos. Ningún asesino cuerdo, en esas circunstancias, va a planear un crimen que pueda interpretarse como suicidio, privándose con ello del dinero que ha sido el único objetivo del crimen.

»Pasemos ahora al aspecto personal. Hablemos de este individuo llamado Alec Forbes. Supongo que era capaz de matar a Angus.

—¡Decididamente, sí!

—Muy bien. Quiero saber una cosa. ¿Tiene algún motivo de resentimiento contra usted?

Colin pareció agrandarse de satisfacción sombría.

—Alec Forbes —dijo— me detesta cordialmente casi tanto como odiaba a Angus. Yo ridiculizaba siempre sus proyectos. Y si hay algo que los hombres como él no pueden soportar, es el ridículo. Sin embargo, el hombre nunca me desagradó.

—¿A pesar de ello admite que lo que mató a Angus podría matarlo a usted?

Colin hundió el cuello entre los hombros, y extendió una mano hacia el botellón de whisky, del cual sirvió abundantes porciones para el doctor Fell, Swan, Alan y él mismo.

—Si trata de disuadirme de que duerma en la torre… —dijo.

—Es precisamente lo que hago.

—¡Pues al diablo con usted! Pienso dormir allí —dijo Colin, y miró los rostros a su alrededor con ojos bravíos—. ¿Qué les sucede? —preguntó a gritos—. ¿Acaso están muertos esta noche? Anoche todo marchaba mejor. ¡A beber! No pienso suicidarme, se lo prometo. ¡A beber, pues, y basta de tonterías!

Cuando los invitados de Colin se separaron para retirarse a dormir, poco después de las diez, ni uno de ellos estaba enteramente lúcido.

En el estado de ebriedad, el primer grado comenzaba por Swan, que había bebido en exceso y apenas podía tenerse en pie, y terminaba en el doctor Fell, a quien nada parecía capaz de conmover. Colin Campbell estaba decididamente ebrio, aunque su paso era firme y sólo sus ojos enrojecidos lo delataban. Pero su ebriedad no tenía ese abandono lleno de hilaridad y regocijo de la noche anterior.

Nadie estaba en ese estado de ánimo. La velada se había convertido en una de esas en las que el humo del tabaco se vuelve desagradable y agrio y los hombres, con un espíritu perverso, se empeñan en beber esa cantidad adicional que resulta excesiva. Cuando Kathryn los dejó, silenciosamente, poco antes de las diez, nadie intentó detenerla.

El whisky estaba surtiendo un efecto negativo en Alan. Al contrarrestar la fatiga de sus músculos laxos, despertó en él una sensación de falta de sueño intensa que se mezclaba a su cansancio. Los pensamientos rascaban su mente como lápices sobre una pizarra. Se negaban a alejarse o a descansar.

Su dormitorio se hallaba en el primer piso y miraba hacia el lago. Sus piernas estaban flojas cuando subió la escalera, luego de dar las buenas noches al doctor Fell, quien se dirigió a su habitación, por increíble que parezca, con una cantidad de revistas debajo del brazo.

Esa flojedad de las piernas, el zumbido en la cabeza, el intenso malestar, no son tónicos que inducen al sueño. Alan entró a tientas en su habitación. Ya fuese por razones de economía o bien debido a la ineficacia de la pequeña cortina de oscurecimiento, la araña no tenía ninguna lamparilla, y sólo había una vela para alumbrarse.

Alan encendió la vela y la colocó sobre la cómoda. La pequeña y débil llama intensificaba la oscuridad alrededor, y hacía que su rostro se reflejase muy pálido sobre el espejo. Tenía la impresión de andar trastabillando, y de que había sido un tonto al probar nuevamente el whisky, puesto que en aquella oportunidad no había sentido ni regocijo como la noche anterior, ni alivio a su fatiga.

Sus pensamientos giraban sin cesar, saltando de un punto a otro como torpes cabras montañesas. La gente acostumbraba estudiar a la luz de una vela. Era un milagro que no se quedasen ciegos. Recordó a Mr. Pickwick en la taberna del Gran Caballo Blanco de Ipswich. Recordó a sir Walter Scott destrozando su vista por trabajar bajo una «gran estrella de gas». Pensó en…

Era inútil. No podía dormir.

Se desvistió tropezando en la oscuridad. Se puso zapatillas y una bata.

El reloj marchaba monótonamente. Las diez y media; las once menos cuarto; las once; las once y cuarto…

Alan se sentó en un sillón, apoyó la cabeza en las manos, y deseó intensamente tener algo para leer. Había visto muy pocos libros en Shira. El doctor Fell, según le había informado Colin Campbell aquella tarde, había traído consigo un ejemplar de Boswell.

¡Qué solaz, qué alivio y consuelo hubiera sido leer a Boswell en aquel momento! Volver sus páginas para conversar con el doctor Johnson hasta caer gradualmente en el sueño, habría sido el colmo del placer aquella noche. Cuando más pensaba en ello, más intensamente deseaba tener el ejemplar. ¿Acaso no se lo prestaría el doctor Fell?

Se levantó, abrió la puerta, y se deslizó silenciosamente por el pasillo frío hacia la habitación del doctor. Cuando vio un delgado hilo de luz debajo de la puerta por poco no gritó de alegría. Golpeó, y una voz que apenas pudo reconocer como la del doctor Fell, dijo que entrase.

En su extraño estado de insomnio, Alan sintió que la piel de su cráneo se estremecía de terror al ver la expresión del rostro del doctor Fell.

El doctor Fell estaba sentado junto a una cómoda con cajones, sobre la cual ardía una vela en su palmatoria. Vestía una bata vieja de color púrpura, amplia como una carpa. La pipa de espuma de mar colgaba de una de las comisuras de sus labios. Estaba rodeado por una pila desordenada de revistas, cartas y papeles que parecían viejas facturas. A través de una nube de humo de tabaco en la cerrada habitación, Alan observó la expresión lejana y sorprendida de los ojos del doctor Fell, así como la pipa apenas sostenida por los labios entreabiertos.

—¡Gracias a Dios ha venido usted! —dijo el doctor Fell, animándose de pronto—. Estaba por ir a buscarlo.

—¿Por qué?

—Ahora sé qué había en aquel cajón —dijo el doctor Fell—. Sé cómo se realizó la estratagema. Sé qué atacó a Angus Campbell.

La llama de la vela tembló ligeramente entre las sombras. El doctor Fell extendió una mano hacia su bastón con mango de muleta, y lo buscó en vano antes de localizarlo.

—Tenemos que sacar a Colin de esa habitación —añadió—. Puede que no haya ningún peligro. Seguramente no lo hay, pero, ¡qué demonios! No podemos correr el riesgo. Ahora puedo mostrarle qué sucedió, y deberá escuchar mis razones. Escuche.

Sofocado y sin aliento, como de costumbre, el doctor Fell se puso de pie trabajosamente.

—Hoy me sometí al martirio de subir por esa escalera, pero no puedo repetir la hazaña. ¿Quiere subir usted y despertar a Colin?

—Iré inmediatamente.

—No tiene por qué despertar a nadie más. Golpee la puerta, simplemente, hasta que Colin le permita entrar. No desista de su intento. Tome. Aquí tengo una pequeña linterna. Cuando suba la escalera manténgala bien protegida, o de lo contrario la Guardia Territorial nos llamará al orden. ¡Deprisa!

—¿Pero qué…?

—No tengo tiempo de explicárselo ahora. ¡Dese prisa!

Alan tomó la linterna. Su delgado y pálido haz de luz alumbraba el camino delante de él. Salió al vestíbulo, que olía a paraguas viejos, y bajó la escalera. Una corriente de aire frío rozó sus tobillos. Cruzó el vestíbulo de la planta baja y entró en la sala.

En el extremo de la habitación, sobre la repisa de la chimenea, el rostro de Angus Campbell lo contemplaba mientras la luz de la linterna iluminaba la fotografía. El rostro pálido, carnoso y de mandíbulas sólidas de Angus, parecía mirarlo como si conociera un secreto.

La puerta que conducía a la planta baja de la torre estaba cerrada por dentro. Alan hizo girar la llave; produjo un chirrido característico y la puerta se abrió. Los dedos de Alan temblaban.

Ahora el suelo de tierra parecía helado bajo sus pies. Una ligera niebla se había introducido desde el lago. El arco que conducía a la escalera de la torre, un agujero oscuro, lo atemorizaba y a la vez le inspiraba una extraña nerviosidad. A pesar de desear subir las escaleras corriendo, tanto la oscuridad como la empinada inclinación lo obligaron a ascender lentamente.

Primer piso. El segundo piso significó un esfuerzo mayor. Al llegar al tercer piso, respiraba afanosamente. En el cuarto piso, la distancia se le antojó infinita. El débil haz de luz de la linterna intensificaba la sensación de frío y la claustrofobia que provocaba aquel hueco mal ventilado. No sería agradable encontrarse de pronto, en medio de la escalera, con un hombre vestido con traje montañés y con la mitad de la cara carcomida.

O bien que el monstruo saliera de una de las habitaciones de la torre, por ejemplo, y lo tocara desde atrás.

En aquel lugar era imposible huir de nada que llegase a atacarlo.

Alan llegó al reducido y sofocante descansillo al cual daba la puerta de la habitación superior. La puerta de roble, medio destruida por la humedad, estaba cerrada. Alan hizo girar el picaporte, y comprobó que estaba cerrada con llave y cerrojo por dentro.

Levantó el puño y golpeó fuertemente.

—¡Colin! —gritó—. ¡Colin!

No obtuvo respuesta.

El ruido de sus golpes y el sonido de su propia voz resonaron con un estrépito infernal e intolerable en aquel espació cerrado. Creyó que despertaría a todo el mundo en la casa, y quizá a todo Inveraray. A pesar de ello siguió golpeando, siempre sin resultados.

Por fin apoyó el hombro contra la puerta y empujó. Se arrodilló y trató de ver algo por el intersticio entre el umbral y la puerta, pero no distinguió nada salvo el débil resplandor de la luna.

Cuando se incorporó, algo mareado a consecuencia del esfuerzo, la sospecha que lo había asaltado se intensificó en forma sumamente desagradable. Colin estaba quizá profundamente dormido después de haber bebido tanto whisky. Por otra parte…

De pronto dio media vuelta y se lanzó escaleras abajo por los traicioneros escalones. El aire salía de sus pulmones como una sierra ruidosa, y varias veces debió detenerse. Había olvidado al montañés. Imaginó que había pasado media hora, aunque en realidad sólo fueron dos o tres minutos, antes de que estuviese nuevamente al pie de la escalera.

Las dobles puertas que se abrían sobre el patio estaban cerradas, pero el candado no estaba echado. Alan abrió la puerta violentamente, y las dos hojas se doblaron como arcos al rozar las losas del suelo.

Corrió al patio y avanzó alrededor de la torre en dirección al sector que miraba al lago. Sabía lo que encontraría allí, y lo encontró.

Una vez más se había producido la caída fatal.

Colin Campbell, o mejor dicho, un bulto cubierto por un pijama a rayas rojas y blancas que una vez había sido Colin Campbell, yacía de bruces sobre las losas. A veinte metros de distancia, sobre su cabeza, las hojas de la ventana estaban abiertas y brillaban a la luz de la luna que comenzaba a ocultarse. Una ligera niebla blanca, que parecía estar suspendida sobre el lago en lugar de elevarse de la superficie, había formado gotas de rocío sobre los hirsutos cabellos de Colin.