11

Colin abrió los ojos.

—¿Se refiere al hombre del Daily Floodlight? —preguntó.

—Es él.

—Dile que lo veré —dijo Colin al tiempo que arreglaba su cuello arrugado y aspiraba profundamente.

—¡No! —dijo Alan—. En el estado de ánimo en que está en este momento, probablemente le arrancará el corazón para devorárselo. Permítame que sea yo quien lo vea.

—¡Sí, por favor! —exclamó Kathryn, y añadió con vehemencia—: Si se ha atrevido a volver aquí, no puede haber dicho nada terrible sobre nosotros en el diario, ¿no ven que ésta es nuestra oportunidad de disculparnos y arreglarlo todo? ¡Dejen que Alan lo vea, por favor!

—Muy bien —accedió Colin—. Después de todo, es verdad que le pinchaste las asentaderas con una espada. Puede que consigas aplacarlo.

Alan salió apresuradamente al vestíbulo. Junto a la puerta principal, pero fuera, y evidentemente indeciso sobre la forma en que debería encarar aquella entrevista, estaba Swan. Alan salió y cerró cuidadosamente la puerta.

—Mire —comenzó diciendo—, verdaderamente lamento muchísimo lo sucedido anoche. No alcanzo a imaginar qué nos ocurrió a todos. Tomamos una copa de más después de la octava…

—¡No me lo diga! —dijo Swan. Seguidamente observó a Alan con una expresión en la que el enojo parecía ser menos predominante que una curiosidad genuina—. ¿Qué estaban bebiendo, por amor del cielo? ¿Nitroglicerina combinada con glándulas de mono? Fui corredor cuando era estudiante, pero nunca vi a nadie correr a la velocidad de ese viejo macizo desde que Nurmi se retiró a Finlandia.

—Sí, era algo por el estilo.

La expresión de Swan al ver que estaba tratando con un hombre arrepentido de su conducta, se hizo gradualmente más severa.

—Veamos ahora —dijo con aire importante—. Usted sabrá, seguramente, que puedo entablarle juicio por daños, ¿no?

—Sí, pero…

—Además de que sé lo suficiente sobre ustedes para manchar definitivamente el apellido Campbell en la prensa, siempre y cuando fuese un hombre capaz de vengarme de esa manera.

—Sí, pero…

—Puede agradecer a su buena estrella, doctor Campbell, que no sea el tipo de hombre capaz de vengarse de esa manera. Eso es todo lo que tengo que decir —dijo Swan, y dio por terminada su arenga con un enfático movimiento de cabeza. Vestía un traje nuevo de color gris claro y una corbata escocesa a cuadros.

Por segunda vez su melancólica severidad fue reemplazada por la curiosidad.

—Pero ¿qué clase de profesor es usted, dicho sea de paso? —añadió—. ¡Eso de andar de un lado a otro acompañando a profesoras de otros colegios, y de frecuentar siempre casas de mala fama!…

—¡Vamos! ¡Por amor de…!

—No lo niegue ahora —dijo Swan, señalándolo con un dedo muy delgado—. Oí decir a Miss Elspat Campbell en persona, en presencia de testigos, que usted hace exactamente eso.

—¡Se refería a la Iglesia Católica! Los protestantes de antes la llamaban así.

—Pues no es como la llamaban los protestantes del lugar de donde yo vengo. Además, se emborracha y persigue a personas respetables por una carretera pública y armado con una espada. ¿Actúa de ese modo en Highgate, doctor? ¿O lo hace solamente durante las vacaciones? Verdaderamente, quisiera saberlo.

—¡Le juro que todo esto ha sido un error! Además, lo más importante es lo siguiente. No me importa lo que usted pueda decir sobre mí, pero ¿me promete en cambio no decir nada sobre Miss Campbell?

Swan reflexionó.

—La verdad es que no sé qué hacer —dijo con otro gesto que indicaba graves dudas, así como la sugerencia de que, si accedía a la petición de Alan, lo haría solamente obedeciendo a sus generosos sentimientos—. Debe saber que tengo una obligación frente a mis lectores.

—¡Eso es una tontería!

—No obstante, le diré lo que puedo hacer —dijo de pronto Swan, como si se le hubiese ocurrido en aquel instante—. Para demostrarle que soy un caballero, haré un trato con usted.

—¿Un trato?

Swan bajó la voz.

—Ese hombre que ha venido, ese hombre grande y gordo, es el doctor Gideon Fell, ¿no es verdad?

—Sí.

—Lo descubrí apenas nos separamos. Cuando hablé por teléfono con mi diario, el director quedó enojadísimo. Según él, dondequiera que está el doctor Fell hay material para un editorial sensacional. Escuche, doctor: ¡necesito material para el diario! He incurrido en muchos gastos durante este viaje, y tengo otro automóvil que está costándome lo que pesa en dinero. Si no consigo obtener el material no me aprobarán los viáticos, y hasta es posible que me despidan.

—¿Pues bien?…

—Lo que quiero que usted haga es que me mantenga al corriente, eso es todo. Infórmeme sobre lo que ocurra. A cambio de eso…

En este punto se interrumpió con un ligero sobresalto de aprensión, pues Colin Campbell acababa de salir por la puerta principal. Pero la verdad es que Colin estaba tratando de mostrarse amable, demasiado amable, abrumadoramente amable, y ostentaba una sonrisa culpable.

—A cambio de eso, de mantenerme informado —prosiguió Swan—, accedo a olvidarme de lo que sé sobre usted y de Miss Campbell, y —añadió, mirando a Colin— de lo que usted hizo, asimismo, a pesar de que pudo haberme causado graves perjuicios. Lo haré para demostrarle que soy un caballero y que no le guardo rencor. ¿Qué piensa de esto?

El rostro de Colin se iluminó de alivio cuando Swan pronunció las últimas palabras.

—Diría que es muy justo —dijo, y lanzó una carcajada de satisfacción—. ¡Es usted muy gentil, muchacho, muy gentil! Yo estaba ebrio, de modo que le pido disculpas. ¿Qué dices, Alan Oig?

El tono de Alan fue entusiasta.

—También estoy enteramente de acuerdo —dijo—. Cumpla su parte, Mr. Swan, y no tendrá quejas de nosotros. Si hay material que pueda serle útil para su artículo, lo tendrá inmediatamente.

Casi había olvidado los efectos de la borrachera de la noche anterior. Una agradable sensación de bienestar, de que el mundo marchaba bien, se introdujo en el cuerpo de Alan Campbell y corrió tibiamente por sus venas.

Swan levantó las cejas.

—¿Estamos de acuerdo, pues?

—De acuerdo —dijo Colin.

—De acuerdo —dijo su compañero de aventuras.

—¡Muy bien! —dijo Swan con un profundo suspiro, pero siempre con tono severo—. Sólo les pido que reconozcan que, para complacerles, falto a mis obligaciones frente a los lectores. Recuerden, pues, cuál es la posición de cada uno y no intenten…

Se oyó chirriar una ventana que se abría, encima de sus cabezas. El contenido de un gran balde de agua, dirigido con una precisión mortal y científica, cayó en forma de una cortina cerrada y resplandeciente sobre la cabeza de Swan. En realidad, podría haberse afirmado que, momentáneamente, Swan había desaparecido.

El rostro malévolo de la tía Elspat apareció en la ventana.

—¿No sabe captar una indirecta? —preguntó—. Le dije que se fuera, y no volveré a decírselo. Ésta es mi última advertencia.

Con igual precisión, pero con un movimiento calmoso, levantó un segundo balde lleno de agua y lo vació sobre la cabeza de Swan. Inmediatamente la ventana se cerró de un golpe.

Swan no dijo nada. Se quedó inmóvil, mirando hacia arriba. Su traje nuevo estaba volviéndose negro poco a poco. Su sombrero parecía un trozo de papel secante empapado, y por debajo de su ala baja se vieron los ojos de un hombre que gradualmente iba perdiendo la razón.

—¡Querido amigo! —vociferó Colin, genuinamente consternado—. ¡Qué vieja bruja! Le retorceré el cuello. ¡Se lo juro! Querido muchacho, ¿no se siente mal, no?

Al decir esto, Colin descendió corriendo la pequeña escalinata. Swan comenzó a retroceder lentamente, pero con rapidez creciente.

—¡Amigo mío, espere! ¡Deténgase! ¡Le daremos ropa seca! Swan seguía retrocediendo. —Entre en la sala, querido amigo. Entre… Por fin, Swan recobró la voz.

—¡Que entre en la casa! —chilló, retrocediendo más aún—. ¿Para que me roben la ropa y me expulsen nuevamente? ¡Nunca! ¡No se acerque!

—¡Cuidado! —gritó Colin—. ¡Un paso más y estará en el lago! ¡Cuidado!

Alan miró despavorido a su alrededor. En las ventanas de la sala pudo ver un grupo de observadores muy interesados en el espectáculo, formado por Duncan, Chapman y el doctor Fell. Pero sobre todo tuvo conciencia de la expresión de intenso horror pintada en el rostro de Kathryn.

Por un milagro, Swan se salvó de caer al lago; se detuvo en el mismo borde del agua.

—¿Piensan que entraré en esa cueva de locos? —Swan mismo parecía un demente—. Son una pandilla de criminales locos, y pienso denunciarlos. Pienso…

—¡Hombre, no puede andar a la intemperie de esa manera! ¡Se morirá de un resfriado! Vamos, entre. Además—argumentó Colin—, podrá presenciar lo que suceda. ¿Acaso no le interesa estar en medio de todo, junto al doctor Fell?

Esto hizo que Swan se detuviera. Vaciló. Siempre chorreando agua, como una fuente entusiasmada con la función que cumplía, enjugó sus ojos con una mano temblorosa, y miró nuevamente a Colin con una expresión de verdadera súplica.

—¿Puedo contar con ello?

—¡Se lo juro! La vieja está prevenida contra usted, pero me haré cargo de ella. ¡Vamos!

Swan seguía deliberando consigo mismo. Por fin permitió que lo tomaran del brazo y lo acompañasen hacia la puerta principal. Al pasar debajo de la ventana hizo un movimiento aprensivo, como si temiese que le arrojasen plomo derretido.

Dentro de la casa tuvo lugar un episodio molesto para todos. El abogado y el agente de seguros se retiraron apresuradamente. Colin, hablando siempre en forma cordial con su invitado, lo acompañó arriba a cambiarse de ropa. En la sala, Alan, muy deprimido, encontró a Kathryn y al doctor Fell.

—Confío, señor —observó el doctor Fell con una cortesía llena de formalidad—, en que usted sepa qué le conviene más. Pero sinceramente, ¿cree conveniente enfrentarse con la prensa hasta ese punto? ¿Qué le hizo al pobre hombre esta vez? ¿Lo arrojó en la laguna de los patos?

—Nosotros no le hicimos nada. Fue Elspat. Le arrojó dos baldes de agua desde la ventana.

—Pero ¿crees que Swan piensa…? —preguntó Kathryn.

—Nos promete que si lo mantenemos al corriente de lo que ocurra aquí no dirá una palabra. Por lo menos es lo que nos dijo formalmente. No sé cuál es su estado de ánimo en este momento.

—¿Mantenerlo al corriente? —preguntó bruscamente el doctor Fell.

—Según imagino se refería a las cosas que suceden aquí, y a las posibilidades en favor de un suicidio o de un asesinato, así como a las opiniones que usted forme sobre el asunto —Alan hizo una pausa—. Dicho sea de paso, ¿qué piensa usted?

La mirada del doctor Fell se desplazó desde la puerta hacia el vestíbulo, como para cerciorarse de que estaba completamente cerrada. Luego resopló con fuerza, agitó la cabeza y por fin volvió a sentarse en el sofá.

—¡Si los hechos —se quejó— no fueran tan infernalmente simples! Desconfío de esa simplicidad. Tengo la sospecha de que hay una trampa oculta en ellos. Asimismo quisiera saber por qué Miss Elspat Campbell pretende cambiar ahora su testimonio y jura que el cajón para trasladar perros estaba realmente debajo de la cama antes de que cerrasen la habitación por dentro.

—¿Cree usted que la segunda versión es exacta?

—¡No lo creo de ningún modo! —repuso el doctor Fell golpeando el suelo con un bastón—. Creo que la primera versión es la verdadera. Pero eso no hace más que complicar el problema de la habitación cerrada. A menos que…

—¿A menos que…?

El doctor no advirtió la interrupción.

—Me parece inútil volver sobre esos veintisiete puntos una y otra vez. Repito que es demasiado simple. Un hombre cierra su puerta con llave y cerrojo. Se acuesta. En mitad de la noche se levanta sin ponerse las zapatillas, y (observemos este punto) salta por la ventana y muere inmediatamente. El hombre…

—Permítame señalarle que eso no es del todo exacto.

El doctor Fell levantó la cabeza, y su labio inferior sobresalió en una mueca agresiva.

—¿Qué? ¿Qué no es exacto?

—Pues bien, si insiste en una perfecta exactitud, debo decirle que Angus no murió instantáneamente. Por lo menos eso me dijo Colin. El forense se negó a determinar con exactitud la hora de la muerte. Dijo, en cambio, que Angus no había muerto instantáneamente, sino que probablemente siguió viviendo, aunque inconsciente, durante un rato.

Los ojos del doctor Fell se entrecerraron. La respiración ruidosa, que agitaba en pliegues rítmicos su chaleco, pareció detenerse. Iba a decir algo, cuando se contuvo.

—Diré además —agregó— que no me agrada la insistencia de Colin en dormir en esa habitación de la torre.

—¡No creerá que hay peligro! —dijo Kathryn.

—Estimada Miss Campbell, ¡desde luego que hay peligro! —dijo el doctor—. Siempre hay peligro cuando un agente desconocido ha matado a un hombre. Cuando logremos descubrir el secreto, todo estará bien. Pero mientras no lo comprendamos… —y en este punto se quedó pensativo—. Probablemente habrán observado —prosiguió— que las cosas que con mayor empeño tratamos de impedir son siempre las que ocurren inevitablemente. Veamos la odisea de Swan, por ejemplo. Pero en este caso, y en un sentido mucho más siniestro, tenemos la misma rueda en movimiento una vez más, y por lo tanto el mismo peligro. ¡Diablos! ¿Qué pudo haber contenido ese cajón? ¿Algo que no dejó rastros de ninguna clase? ¿Y por qué estaba el extremo abierto? Evidentemente para que algo pudiese respirar a través del alambre tejido. ¿Pero qué?

En la mente de Alan se agitaron imágenes deformadas y vagas.

—¿No será posible, acaso, que el cajón haya sido colocado allí para despistarnos? —preguntó.

—Es posible. Pero a menos que tenga algún significado, el caso se derrumba, y no nos queda más que volver a casa y dormir. ¡Tiene que significar algo!

—¿Algún animal, quizá? —preguntó Kathryn.

—¿Un animal que cerrara las cerraduras después de salir del cajón? —replicó el doctor Fell.

—Tal vez no sea tan ilógico —dijo Alan— si pensamos en un animal lo suficientemente delgado para pasar por el alambre tejido. Pero no. ¡No es posible! —añadió al recordar el cajón y el alambre tejido—. Ese alambre tejido es de trama tan tupida que la víbora más pequeña apenas podría haber pasado a través de él.

—Luego —prosiguió el doctor Fell—, tenemos el episodio del montañés con el rostro carcomido.

—¿Cree usted en esa historia?

—Creo que Jock Fleming vio lo que dice haber visto. No creo necesariamente en un fantasma. Después de todo no sería muy difícil lograr ese efecto a la luz de la luna y desde una torre situada a veinte metros de distancia del suelo. Con una gorra y un manto escocés, y un poco de pintura…

—Pero ¿por qué?

Los ojos del doctor se abrieron. Su respiración se hizo afanosa a medida que reflexionaba sobre este punto.

—Exactamente. Tiene usted razón. ¿Por qué? No debemos dejar de advertir la importancia de esa historia. Quiero decir que lo importante en ella es, no que haya sido algo sobrenatural, sino la causa por la que fue urdida. Es decir, siempre que haya tenido alguna razón en el sentido que nos interesa a todos —dijo, y se quedó pensativo—. Hallemos lo que contenía ese cajón, y tendremos casi resuelto el misterio. Ese es nuestro problema. Desde luego, algunos aspectos de este asunto son sencillos. Creo que habrán adivinado quién robó el diario.

—Naturalmente —dijo Kathryn sin vacilar—. Elspat, sin duda.

Alan se quedó mirándola.

El doctor Fell la miró con una sonrisa amplia y llena de satisfacción, como si Kathryn fuese una mujer mucho más inteligente de lo que había esperado, y asintió con un gesto.

—¡Admirable! —dijo riendo—. El talento para la deducción, desarrollado por medio de la investigación histórica bien hecha, puede aplicarse perfectamente a la investigación policíaca. No lo olvide nunca, estimada Miss Campbell. Yo lo aprendí a una edad temprana. Ha dado en el blanco. Fue Elspat.

—Pero ¿por qué? —preguntó Alan.

Kathryn adquirió una expresión de suma severidad, como si hubiesen reanudado el debate sostenido dos noches atrás. Su tono era ahora cortante.

—¡Mi querido doctor Campbell! —dijo—. Considere lo que sabemos. Durante muchos, muchos años, la tía Elspat fue algo más que un ama de llaves para Angus Campbell.

»Al mismo tiempo tiene un sentido exagerado, morboso, de lo respetable, y no cree siquiera que alguien haya adivinado sus verdaderos pensamientos.

Alan tuvo la tentación de observar «se parece a ti», pero se abstuvo de ello.

—Sí —musitó.

—Angus Campbell era un hombre bastante comunicativo, que llevaba un diario en el que podía registrar sus más íntimos… bueno, saben a qué me refiero.

—Perfectamente.

—Muy bien. Tres días antes de su muerte, Angus hizo una póliza adicional de seguros, para proteger a quien fuera su amante, en la eventualidad de que él muriera. Es casi seguro, según pienso, que al escribir que había hecho esa nueva póliza hiciera alguna alusión al motivo que lo impulsó a dar ese paso.

Kathryn calló y levantó sus cejas.

—Como es natural —prosiguió—, Elspat robó el diario impulsada por un intenso temor de que alguien se enterase de lo que había hecho hace muchos años.

»¿No recuerdas, Alan, lo que sucedió anoche? ¿No recuerdas cómo actuó cuando tú y Colin comenzasteis a hablar del diario? Cuando abordasteis el tema, Elspat comenzó a decir que todos estaban locos, y por fin los distrajo invitándolos a tomar ese maldito whisky. Indudablemente, el whisky los distrajo. Eso es todo.

Alan silbó suavemente.

—¡Creo que tienes razón! —dijo.

—Muchas gracias, querido pariente. Si aplicaras algo de ese cerebro que tienes —comentó Kathryn arrugando su bonita nariz— a observar y a sacar las conclusiones que siempre aconsejas sacar al prójimo…

Alan acogió esta observación con frío desdén. Tuvo un impulso de aludir de alguna manera a la Duquesa de Cleveland, y a las escasas conclusiones que Miss K. I. Campbell había podido sacar respecto a ella, pero decidió dejar descansar en paz a la infortunada dama.

—En ese caso, el diario no tiene nada que ver con el asunto.

—No estoy seguro de ello —dijo el doctor Fell.

—Es evidente —señaló Kathryn—, que tía Elspat sabe algo. Y probablemente lo sabe merced al diario. De otra manera, ¿qué significa ese asunto de haberse dirigido al Daily Floodlight?

—Es verdad.

—Y puesto que escribió al periódico, es más o menos evidente que no había nada en el diario de Angus que comprometiese su reputación. En ese caso, ¿por qué no habla? ¿Qué le sucede? Si el diario tiene algún indicio de que Angus fue asesinado, ¿por qué no lo dice?

—A menos, desde luego —dijo Alan—, que el diario diga que pensaba suicidarse.

—¡Alan, Alan, Alan! ¡Para no mencionar hechos anteriores, te recordaré que Angus hace una póliza, paga la prima, y luego escribe en su diario que tiene la intención de suicidarse! ¡Es… ilógico, por no decir otra cosa!

Alan aceptó esto con la mayor humildad.

—Están en juego treinta y cinco mil libras —murmuró Kathryn—, y Elspat se niega a reclamarlas. ¿Por qué uno de ustedes no habla con ella? ¿Por qué no lo hace usted, doctor Fell? Todo el mundo parece temerle.

—Lo haré con el mayor gusto —dijo el doctor Fell sonriendo.

Lenta, pesadamente, como un acorazado que entra poco a poco en el muelle, el doctor se volvió en el sofá. Se acomodó las gafas y miró, parpadeando, a Elspat Campbell, que en aquel momento se detuvo en la puerta con una expresión en la que se mezclaban la ira, el dolor, la incertidumbre y el temor al fuego eterno. Pero ellos sólo captaron una manifestación final de esta expresión, pues desapareció rápidamente para ser reemplazada por otra en la que sus mandíbulas se apretaron en un gesto decidido, de obstinada inflexibilidad.

El doctor Fell no se arredró.

—Muy bien, señora —dijo con tono distraído—. ¿Verdaderamente, usted se apoderó de ese diario?