10

—Está muy bien ser testarudo. La mayoría de nosotros lo somos, aun con dolor de cabeza y con los nervios irritados. Sin embargo, no es nada difícil sufrir un acceso de terror supersticioso en lugares como Shira.

—¿Está pensando —dijo Kathryn— en esa historia de lo que sucedió después de la masacre de Glencoe? ¿La del fantasma de una de las víctimas, que persiguió a un hombre llamado Ian Campbell, quien…?

Como le faltaran palabras, hizo el gesto descriptivo de arrojarse por una ventana.

El rostro de Colin estaba rojo de furia.

—¡Fantasmas! —dijo—. ¡Fantasmas! ¡Vamos! En primer lugar, nunca ha habido tal leyenda. La incluyeron en una guía de turismo porque resultaba interesante para los turistas. Los soldados profesionales de entonces no eran tan concienzudos en cuanto al cumplimiento de las órdenes que recibían.

»En segundo lugar, esa habitación no está embrujada. Angus durmió allí durante años, y nunca vio fantasma alguno. ¡No es posible que crea en eso, doctor Fell!

El doctor Fell no se inmutó.

—Estoy repitiendo, simplemente —dijo con suavidad— lo que me contó el conductor.

—¡Son patrañas! Jock estaba tomándole el pelo.

—Les diré, sin embargo —dijo el doctor Fell frunciendo el ceño—, que no me dio la impresión de ser un hombre aficionado a ese tipo de bromas. Generalmente he observado que los escoceses son capaces de hacer bromas sobre todo menos de fantasmas. Además, creo que no han advertido cuál es el punto principal de este episodio.

Durante un segundo guardó silencio.

—Pero, ¿cuándo sucedió esto? —preguntó Alan.

—Ah, sí. Sucedió exactamente antes de que los dos bandidos con su dama apareciesen por la puerta trasera y cargasen contra Swan. Fleming no golpeó la puerta principal después de todo. Al oír los gritos corrió hacia la parte trasera de la casa. Puso en marcha el automóvil y al cabo de un rato recogió a Swan en la carretera. Dice, no obstante, que no se sentía muy bien. Se quedó inmóvil a la luz de la luna durante varios minutos, después de haber visto esa aparición en la ventana, pues no se sentía del todo bien. No puedo decir que me extrañe mucho.

Kathryn vaciló antes de hablar.

—¿Qué aspecto tenía?

—Tenía una boina escocesa, un manto, y el rostro carcomido, o hundido. Es todo lo que Fleming pudo ver con certeza.

—¿No llevaba la falda típica?

—No podría haber visto la falda. Sólo vio la mitad superior de la figura. Dice que tenía aspecto de descomposición, como si lo hubiesen atacado los gusanos, y un ojo solamente —el doctor se aclaró la voz lentamente—. Lo importante, no obstante, es esto: ¿quién, además de ustedes estaba en la casa anoche?

—Nadie —repuso Kathryn—, excepto tía Elspat y Kirstie, la criada. Y las dos se habían acostado.

—¡Repito que son patrañas! —dijo Colin violentamente.

—Bueno, puede hablar con Jock personalmente, si lo desea. En este momento está en la cocina.

Colin se alejó en busca de Jock, a fin de poner término a lo que llamaba patrañas. No llegó a salir de la habitación, porque en aquel momento Alistair Duncan, seguido por un Walter Chapman paciente, pero de aspecto fatigado, entraron detrás de Kirstie, la criada que los anunciaba. Kirstie era una muchacha con ojos de expresión asustada, voz suave y actitud tan tímida que resultaba casi invisible.

El abogado no hizo alusión a su disputa de la noche anterior con Colin. Permaneció de pie en una actitud rígida.

—Colin Campbell… —comenzó a decir.

—Mire —murmuró Colin, hundiendo las manos en los bolsillos y el cuello entre los hombros, con la expresión de un gran perro de Terranova que ha hecho una incursión en la despensa—. Debo pedirle disculpas ¡qué diablos! Discúlpeme. Estaba en un error. ¡Bueno, ya está!

Duncan suspiró profundamente.

—Me alegro de que tenga la honradez de reconocerlo. Sólo mi larga amistad con su familia me permite disculpar un despliegue de mala educación tan injustificado y tan flagrante.

—¡Eh, un momento! ¡Un momento! No he dicho…

—Así, pues, no hablemos más de ello —terminó diciendo el abogado, al ver que los ojos de Colin comenzaban a brillar nuevamente. A continuación tosió como para indicar que dejaba a un lado los asuntos de índole personal para comenzar a ocuparse de los profesionales.

—He creído conveniente informarles —prosiguió— que aparentemente han encontrado a Alec Forbes.

—¡No! ¿Dónde?

—Afirman haberlo visto en casa de un pequeño arrendatario, cerca de Glencoe.

Chapman intervino:

—¿Acaso no podemos verificar este dato? Glencoe no está a gran distancia de aquí, según creo. Podríamos ir hasta allí en automóvil y volver con toda facilidad esta misma tarde. ¿Por qué no ir en mi automóvil y verlo personalmente?

La actitud del abogado era de una benevolencia macabra.

—Paciencia, mi estimado señor, paciencia. ¡Paciencia ante todo! Primero dejemos que la policía establezca si es en realidad Alec. Han afirmado haberlo visto en otras ocasiones, como recordarán. Una vez dijeron que estaba en Edimburgo, y otra en Ayr.

—Este Alec Forbes —terció el doctor Fell— es el siniestro personaje que visitó a Mr. Campbell la noche que éste murió, ¿no?

—He oído hablar de usted, doctor —dijo Duncan examinando detenidamente al doctor Fell a través de sus lentes—. En realidad, debo… confesar que… vine aquí en parte con la esperanza de verlo. Tenemos aquí, indudablemente —añadió con una sonrisa—, un caso evidente de asesinato. A pesar de ello seguimos algo confundidos en aquello que a sus pormenores se refiere. ¿Puede usted aclarárnoslos?

El doctor Fell permaneció callado durante un momento.

Se quedó mirando el suelo con el ceño fruncido, mientras dibujaba un diseño sobre la alfombra con el extremo de su bastón.

—¡Hum! —murmuró por fin, golpeando secamente el suelo—. Espero sinceramente que sea un asesinato. Si no lo es, no tengo interés en investigar el caso. Pero ¡Alec Forbes! ¡Alec Forbes! ¡Alec Forbes!

—¿Qué hay sobre él?

—Pues… ¿quién es Alec Forbes? ¿Qué es? Me convendría mucho saber más sobre él. Por ejemplo, ¿cuál fue la causa de su disputa con Mr. Campbell?

—Unos helados —repuso Colin.

—¿Qué?

—Unos helados. Iban a fabricarlos según un nuevo procedimiento, en grandes cantidades. Además, debían ser coloreados según los cuadros de los tartanes escoceses. ¡No, lo digo seriamente! Tales eran las ideas que invariablemente se le ocurrían a Angus. Instalaron un laboratorio, y obtuvieron hielo artificial, esa sustancia química tan costosa, se endeudaron y se divirtieron muchísimo. Otra de las ideas de Angus se refería a un tractor capaz de sembrar y cosechar a la vez. Además prestó su apoyo económico a ese grupo de gente que pensaba descubrir el tesoro del corsario Drake y convertir en millonarios a los que costeasen la aventura.

—¿Qué clase de individuo es Forbes? ¿Es un artesano, o, por lo menos, un hombre de trabajo?

—No, no. Es un hombre de cierta educación, pero algo alocado en cuestiones de dinero, como Angus. Es un hombre delgado, moreno. De carácter tornadizo. Le gusta beber. Gran ciclista.

—¡Hum! Esto me gusta más —dijo el doctor Fell, y señaló una fotografía con su bastón—. ¿Esa es la fotografía de Angus Campbell?

—Sí.

El doctor Fell se levantó del sofá y se dirigió pesadamente hacia la chimenea. Tomó la fotografía velada con crespón y la acercó a la luz; se acomodó las gafas y la estudió con detenimiento, respirando acompasadamente.

—No es el rostro, les diré —dijo—, de una persona capaz de suicidarse.

—Decididamente, no —dijo el abogado sonriendo.

—Pero no podemos… —comenzó a decir Chapman.

—¿Cuál de los Campbell es usted, señor? —le preguntó cortésmente el doctor Fell.

Chapman levantó los brazos con un gesto de desaliento.

—No soy ningún Campbell. Soy un representante de la Compañía de Seguros Hércules y tengo que regresar a nuestras oficinas de Glasgow, o de lo contrario mis asuntos se irán al diablo. Escuche, doctor Fell. Yo también he oído hablar de usted. Dicen que usted es un hombre objetivo. Así, pues, le plantearé las cosas como son. ¿Cómo podemos guiarnos según lo que una persona haría o no haría, cuando las pruebas señalan que en realidad lo hizo?

—Toda prueba —dijo el doctor Fell— señala en dos direcciones, como los extremos de un palo. En ello reside la dificultad.

Con aire distraído se acercó nuevamente a la chimenea y dejó la fotografía sobre la repisa. Aparentemente, estaba muy preocupado. Con las gafas torcidas sobre la nariz, realizó algo que para él era un gran esfuerzo físico, es decir, revisar sus bolsillos. Por fin extrajo de uno de ellos una hoja de papel llena de apuntes.

—Sobre la base de la admirable carta que me envió Colin Campbell —prosiguió— y de los hechos que me han presentado esta mañana, he estado tratando de preparar un resumen de lo que sabemos, o, por lo menos, creemos saber.

—¿Pues bien? —preguntó el abogado.

—Con el permiso de ustedes —dijo el doctor Fell haciendo una mueca feroz—, quisiera leerles algunos puntos. Uno o dos hechos aparecerán quizá con mayor claridad, o por lo menos con mayores posibilidades, si los examinamos en su forma más esquemática. Les ruego que corrijan cualquier inexactitud en que haya incurrido:

El doctor Fell parpadeó.

—Creo que, hasta ahora, no hay inexactitudes.

—No —repuso Colin.

—Entonces pasaremos a las circunstancias generales del crimen.

El doctor Fell se frotó la nariz.

—La cuestión es —dijo— cómo logró entrar en la casa Alec Forbes. Supongo que no derribó la puerta principal, ¿no?

—Haga el favor de salir por esa puerta que ve allí —le dijo Colin—, y verá. Esa puerta conduce a la planta baja de la torre. En la planta baja hay puertas dobles de madera que dan al patio. Teóricamente, deben estar cerradas con candado, pero durante la mayor parte del tiempo no lo están. Por ahí entró Alec Forbes, sin que nadie lo advirtiera.

El doctor Fell tomó nota de esto.

—Queda, pues, aclarado ese punto —dijo—. Muy bien. Ahora debemos encarar una serie de interrogantes:

—¿Es exacto todo esto? —preguntó el doctor Fell, levantando la cabeza.

—No, no es exacto —declaró una voz aguda y enfática que hizo que todos se sobresaltasen.

Nadie había visto entrar a la tía Elspat. Estaba en una actitud severa y llena de dignidad, con las manos entrelazadas. El doctor Fell la miró y parpadeó rápidamente.

—¿Qué es inexacto, señora? —preguntó.

—No es exacto decir que el cajón para llevar el perro no estaba debajo de la cama cuando Kirstie y yo miramos allí. Estaba debajo de la cama.

Los seis la miraron consternados. La mayoría de ellos comenzó a hablar al mismo tiempo en una charla incontenible que cesó sólo cuando Duncan reafirmó severamente su posición de autoridad legal.

—Elspat Campbell, escuche. Usted dijo que no había nada allí.

—Dije que no había ninguna maleta. No dije nada sobre el otro objeto.

—¿Quiere decir que el cajón para trasladar perros estaba debajo de la cama antes de que Angus cerrase la puerta con llave y cerrojo?

—Sí.

—Elspat —dijo Colin de pronto con un súbito resplandor de certeza en la mirada—. Estás mintiendo. ¡Demonios, estás mintiendo! Dijiste que no había nada debajo de la cama. Te oí con mis propios oídos.

—Les digo la pura verdad, y Kirstie dirá lo mismo —dijo Elspat, y miró a todos con una expresión igualmente maligna—. La comida está lista, y no pienso esperar a ninguno de ustedes.

Aclarado este punto y con una actitud inflexible salió de la habitación y cerró la puerta.

El problema era, según pensó Alan entonces, si este dato alteraba la situación o no. Compartía la evidente convicción de Colin de que Elspat mentía, pero la verdad era que Elspat tenía una de aquellas fisonomías tan habituadas a las pequeñas mentiras domésticas, tan expertas en mentir con fines que consideraba justos, que era difícil establecer la diferencia entre la verdad y la mentira.

En esta oportunidad fue el doctor Fell quien acalló la acalorada discusión que siguió a la salida de la tía Elspat.

—Dejaremos este punto como otro interrogante —dijo— y proseguiremos. Los puntos que siguen definen nuestro problema en forma exacta y simple.

En la mente de Alan surgió inmediatamente la imagen de la puerta con el cerrojo arrancado, tal como la había visto la noche anterior.

Recordó la capa de herrumbre que recubría el cerrojo y la sólida cerradura arrancada de su marco. Evidentemente debía descartarse toda posibilidad de que lo hubiesen abierto por medio de una cuerda u otro material semejante. La imagen desapareció cuando el doctor Fell continuó:

El doctor Fell resopló, frunció el ceño y golpeó sus notas con el lápiz.

—Lo cual —dijo— nos lleva a un punto en el que conviene formularse otra pregunta. Su carta no decía nada sobre lo siguiente, Colin: cuando hallaron el cuerpo por la mañana, ¿llevaba zapatillas o bata?

—No —repuso Colin—, sólo su camisón de lana.

El doctor Fell tomó nota de este dato y prosiguió:

Por consiguiente debemos llegar a la conclusión de que…

El doctor Fell se detuvo.

—¡Prosiga! —le instó Alistair Duncan con tono de profundo interés—. ¿A qué conclusión?

El doctor Fell aspiró por la nariz.

—Señores, no podemos eludirla. Es inevitable. Debemos llegar a la conclusión de que: a) Angus Campbell se suicidó deliberadamente, o, b) había algo en el cajón que lo obligó a huir para proteger su vida, y saltar por la ventana en una caída fatal al hacerlo.

Kathryn se estremeció ligeramente. En cambio, Chapman no estaba muy impresionado, aparentemente.

—Ya lo sé —dijo—. Víboras. Arañas. Fu-Manchú. Ya hablamos de eso anoche. No llegamos a ninguna parte.

—¿Puede alguno de ustedes poner en tela de juicio los hechos que he mencionado? —preguntó el doctor Fell golpeando las notas con su lápiz.

—No. Pero ¿acaso puede usted poner en tela de juicio los míos? ¡Víboras! ¡Arañas!…

—Y ahora —dijo Colin, sonriendo— fantasmas.

—¿Eh?

—Un tonto llamado Jock Fleming —explicó Colin— afirma haber visto anoche a alguien, sin rostro y vestido con el traje típico de los montañeses, riéndose desde la ventana.

El rostro de Chapman palideció visiblemente.

—No sé nada sobre eso —dijo—, pero me cuesta tanto creer en un fantasma como en una araña o en una víbora tan diestra que haya sido capaz de cerrar una maleta después de salir de ella. Soy inglés. Soy práctico. A pesar de ello, éste es un país extraño, y esta casa lo es más aún. Repito, pues, que personalmente no me gustaría pasar una noche en esa habitación.

Colin se levantó de su silla y bailó alegremente alrededor de la sala.

—¡Con esto me decido! —dijo a gritos cuando recobró el aliento—. ¡Estoy completamente decidido!

El doctor Fell lo miró parpadeando, en una actitud de leve reproche. El rostro de Colin estaba congestionado y las venas sobresalían en su grueso cuello.

—Escuchen —prosiguió Colin, tragando ruidosamente—. Desde que llegué, todo el mundo ha estado hablando de fantasmas. Estoy cansado de oír esas patrañas. Es necesario hacer explotar las leyendas sobre esta casa, y estoy decidido a encargarme de ello. Les diré lo que pienso hacer. Esta misma tarde trasladaré mis cosas a la habitación de la torre, y desde esta noche dormiré en ella. Si un fantasma se atreve a asomar la cabeza, y si alguien intenta obligarme a saltar por la ventana…

Sus ojos se detuvieron sobre la Biblia familiar. El ateo de Colin se acercó al volumen y puso la mano sobre él.

—Juro por esto que iré a la iglesia todos los domingos durante los doce meses próximos. Sí, y además iré a las reuniones vespertinas.

Dicho esto corrió hacia la puerta del vestíbulo y la abrió.

—¿Oyes, Elspat? —gritó, volviendo y colocando nuevamente la mano sobre la Biblia—. ¡Todos los domingos y a las reuniones vespertinas de los miércoles! ¡Fantasmas! ¡Cocos! ¡Espíritus! ¿No hay acaso personas sensatas en este mundo?

Su voz resonó en toda la casa. Se hubiera dicho casi que no tardaría en provocar ecos en todas partes. La tentativa de Kathryn por hacerlo callar fue inútil. Colin se sentía mejor. Kirstie MacTavish fue quien lo distrajo de sus vociferaciones cuando su cabeza apareció por la puerta y anunció con un tono no exento de respeto:

—Ese periodista ha vuelto.