9

Alan Campbell abrió un ojo.

Desde algún punto sumamente lejano, amortiguado su movimiento y oculto a la vista y al sonido, su alma se introdujo dificultosamente en su cuerpo una vez más, por corredores subterráneos. Al situarse definitivamente en su interior lo hizo acompañada por una cacofonía de martillazos y centellas. Entonces, despertó.

El proceso de abrir el primer ojo fue bastante doloroso. Pero cuando abrió el segundo, un torrente de angustia invadió de tal manera su cerebro, que se apresuró a cerrarlos inmediatamente.

Observó, en un principio con absoluta apatía, que estaba tendido en una cama, en una habitación que no había visto nunca, que vestía un pijama, y que el sol entraba por la ventana.

Pero sus primeras sensaciones eran puramente físicas. Tenía la sensación de que la cabeza ascendía hacia el techo con movimientos pausados, en espiral. Su estómago era un infierno, su voz un graznido que brotaba de una garganta reseca, y todo su ser, en fin, estaba compuesto por finos alambres palpitantes. De esta manera Alan Campbell, despierto a las doce del día y presa del más horroroso de los malestares consecutivos a la embriaguez, se limitó por el momento a yacer inmóvil y a sufrir.

Momentos más tarde intentó bajar de la cama, pero los mareos lo vencieron, y se acostó nuevamente. Sin embargo, en aquel instante su mente comenzó a funcionar. Febrilmente trató de recordar lo sucedido la noche anterior.

No pudo recordar absolutamente nada.

Alan quedó consternado.

Retrospectivamente imaginó posibles enormidades que pudiese haber cometido o dicho, pero que ahora no lograba recordar. Quizá no existe en el mundo angustia comparable a ésta. Sabía, o por lo menos suponía, que estaba aún en el Castillo de Shira, y que había probado la «Ruina» de los Campbell en compañía de Colin. Pero esto era todo lo que sabía.

La puerta de la habitación se abrió, y entró Kathryn.

En una bandeja traía una taza llena de café negro y un vaso con una poción de aspecto repugnante. Estaba enteramente vestida. A pesar de la expresión desganada de su rostro y de sus ojos lo reconfortó de un modo extraño.

Kathryn se acercó y depositó la bandeja sobre la mesilla de noche.

—Pues bien, doctor Campbell —fueron sus primeras palabras llenas de reproche—, ¿no te avergüenzas de ti mismo?

Todas las emociones de Alan hallaron expresión en un solo gemido prolongado y vehemente.

—Dios sabe que no tengo derecho a echarte la culpa —dijo Kathryn, llevándose una mano a la cabeza—. Estuve casi tan mal como tú. ¡Dios mío, me siento morir! —dijo suspirando y avanzó unos pasos dificultosamente—. Pero por lo menos yo no…

—¿No, qué? —preguntó Alan con voz ronca.

—¿Acaso no recuerdas nada?

Alan esperó que la descripción de las enormidades cometidas lo ahogase como un océano.

—Por el momento, no. Nada.

Kathryn señaló la bandeja.

—Bebe esto, «ostra de las praderas» —dijo—. Reconozco que tiene un aspecto repulsivo, pero te hará bien.

—No. Dime. ¿Qué hice? ¿Me comporté muy mal?

Kathryn lo miró con ojos desencajados.

—No tan mal como Colin, desde luego. Pero cuando intenté abandonar la partida, tú y Colin estabais haciendo esgrima con las espadas escocesas.

—¿Estábamos, qué?

—Haciendo esgrima con espadas verdaderas. Saltaban por todo el comedor, y luego salisteis al vestíbulo y subisteis las escaleras. Os habíais colgado unos manteles a cuadros a manera de mantos escoceses. Colin hablaba en dialecto gálico, y tú citabas trozos de Marmion y de La Dama del Lago. Sólo que no conseguías decidir si eras Roderick Dhu o Douglas Fairbanks.

Alan cerró fuertemente los ojos.

A su vez murmuró una plegaria. Leves destellos, como pequeños rayos de luz entre los intersticios de unas celosías, cayeron sobre escenas de un mundo pasado que nadaba frente a sus ojos y por fin retrocedía en una masa informe y confusa. Las luces se quebraban, las voces se volvían lejanas.

—¡Espera un momento! —dijo apretándose la frente con ambas manos—. No hay nada relacionado con Elspat en todo esto, ¿no? ¡No insulté a Elspat, espero! Creo recordar…

Nuevamente cerró los ojos.

—Mi querido Alan, ese fue el aspecto más brillante de la velada. Eres el niño mimado de tía Elspat. Considera que tú, después del difunto Angus, eres el miembro más noble de la familia.

—¿Qué?

—¿Acaso no recuerdas haber dado una conferencia de media hora de duración, por lo menos, sobre la Solemne Liga y Convenio, y sobre la historia de la iglesia escocesa?

—¡Espera! Verdaderamente creo recordar en forma vaga…

—No entendió nada, pero la tenías fascinada. Dijo que cualquiera que supiese los nombres de tantos pastores no podía ser tan ateo como fingía. Luego insististe en que bebiera un vaso de ese maldito brebaje, con lo cual la pobre se retiró a sus aposentos en la actitud de Lady Macbeth. Esto fue antes del episodio de la esgrima, naturalmente. Y luego… ¿No recuerdas lo que hizo Colin con ese pobre hombre, Swan?

—¿Swan? ¿Swan, el miembro de los MacHolster?

—Sí.

—Pero ¿qué hacía aquí?

—Pues te diré aproximadamente cómo sucedió, aunque lo recuerdo con vaguedad. Después de que intercambiasteis estocadas por toda la casa, Colin quiso salir, y dijo: «Alan Oig, esta noche hay mucho que hacer. Vayamos a cazar Estuardos». Tú consideraste que era una idea excelente.

»Salimos por la puerta trasera, que da a la carretera. Lo primero que vimos, bañado por la luz de la luna, fue la figura de Mr. Swan, de pie, que contemplaba la casa. ¡No me preguntes qué hacía allí! Colin lanzó un alarido: «¡Aquí tenemos un maldito Estuardo!», y se lanzó sobre él blandiendo la espada.

»Mr. Swan lo miró e inmediatamente huyó por la carretera, corriendo como no he visto correr nunca a nadie. Colin lo persiguió, y tú fuiste detrás de él. Yo no intervine. Había llegado a un punto en que lo único que podía hacer era quedarme quieta y reír. Colin no consiguió en ningún momento alcanzar a Mr. Swan, pero logró en cambio pincharlo varias veces en… en…

—Comprendo.

—… antes de caer al suelo y de que Mr. Swan se alejase. Más tarde tú y Colin volvisteis a la casa cantando a voz en cuello.

Evidentemente algo preocupaba a Kathryn. Tenía los ojos fijos en el suelo.

—Supongo que no recordarás —dijo— que pasé la noche aquí.

¿Tú pasaste la noche aquí?

—Sí. Colin no quiso saber nada de otro arreglo. Nos encerró en esta habitación.

—Pero nosotros no… quiero decir…

—¿No, qué?

—Ya sabes a qué me refiero.

Evidentemente Kathryn lo sabía, a juzgar por el color de sus mejillas.

—Pues… no. De cualquier manera, estábamos demasiado mareados. Yo estaba tan mareada y débil que ni siquiera protesté. Tú recitaste algo así como:

Aquí muere en mi pecho

el secreto de este alcohol.

»Luego dijiste con la mayor cortesía «Con su permiso», te tendiste en el suelo y te dormiste.

Alan advirtió de pronto su pijama.

—Pero ¿cómo me puse este pijama? —preguntó.

—No lo sé. Seguramente te despertaste en mitad de la noche y te lo pusiste. Yo me desperté a las seis de la mañana, aproximadamente, con la sensación de que me moría, y logré empujar la llave de la puerta hasta que cayó al suelo; y luego la metí por debajo de la puerta con ayuda de un papel. Fui a mi habitación, y no creo que tía Elspat esté enterada de nada. Pero cuando me desperté y te vi aquí…

Su voz se elevó en algo que parecía un gemido.

—Alan Campbell —dijo—, ¿puedes decirme qué nos sucede? ¿Qué nos sucede a ambos? ¿No crees que es mejor que salgamos de Escocia antes de que nos corrompa definitivamente?

Alan extendió una mano hacia el brebaje que Kathryn había llamado «ostra de las praderas». Cómo consiguió ingerirlo no lo ha podido recordar. La verdad es que lo bebió, y que se sintió mejor. El café negro caliente contribuyó asimismo a despejarlo.

—¡Te aseguro —declaró— que no volveré a probar una gota de alcohol mientras viva! Por lo que a Colin se refiere, espero que esté sufriendo las torturas del infierno. Espero que esté sufriendo tal malestar que…

—Pues no está sufriendo nada.

—¿No?

—Está tan alegre como un grillo. Dice que el buen whisky nunca ha causado dolor de cabeza a nadie. Además, ha llegado ese terrible doctor Fell. ¿Puedes bajar a tomar el desayuno?

Alan apretó los dientes.

—Lo intentaré —dijo—, siempre que venzas tu falta de vergüenza y salgas de esta habitación para que me vista.

Media hora más tarde, después de haberse bañado y afeitado en un cuarto de baño algo primitivo, Alan bajaba al comedor. Se sentía mucho mejor. Por la puerta entreabierta de la sala llegaba el rumor de dos voces muy fuertes, la de Colin y la del doctor Fell; y el eco de las mismas provocó intensas olas de dolor en su cerebro. Lo único que pudo probar del desayuno fue una tostada. Luego Kathryn y él se dirigieron a la sala, en silencio y con un sentimiento de culpa.

El doctor Fell estaba sentado en el sofá, con las manos cerradas en torno a su bastón con puño de muleta. La ancha cinta negra de sus gafas se agitó cuando rió. Su espesa cabellera gris caía sobre uno de sus ojos, y a medida que su risa se intensificaba, aparecieron en su rostro, debajo de su mentón, varios pliegues de gordura. Daba la impresión de llenar la habitación, y en un principio Alan apenas pudo convencerse de que era un hombre de verdad.

—¡Buenos días! —les dijo con voz potente.

—¡Buenos días! —dijo a su vez Colin con voz igualmente potente.

—¡Buenos días! —murmuró Alan—. ¿Es necesario que griten de ese modo?

—No digas tonterías. No estábamos gritando —dijo Colin—. ¿Cómo te sientes esta mañana?

—Muy mal.

Colin lo miró atentamente.

—No me digas que te duele la cabeza.

—¿No?

—¡No es posible! —declaró Colin con tono fiero y a la vez terminante—. El buen whisky jamás provoca dolor de cabeza.

Esta falacia, dicho sea de paso, es considerada como una verdad irrebatible en Escocia. Alan no intentó discutir sobre ella. El doctor Fell se puso de pie lentamente y le hizo una especie de reverencia.

—Servidor, señor —dijo, y seguidamente se inclinó frente a Kathryn—. Servidor, señorita —repitió, y un destello malicioso iluminó su mirada—. Confío que entre ambos hayan decidido la trascendental cuestión de los cabellos de la Duquesa de Cleveland. ¿O bien debo suponer que en este momento están preocupados más bien por el color del pelo del perro de la Duquesa?

—La idea no es mala, ¿sabes? —comentó Colin.

—¡No! —gritó Alan, pero al hacerlo su cabeza amenazó estallar—. En ninguna circunstancia pienso volver a probar ese maldito whisky. Y esta decisión es definitiva.

—Eso es lo que crees ahora —dijo Colin y sonrió escépticamente—. Esta noche pienso darle un trago a Fell. Dígame, Fell, ¿le gustaría probar un rocío montañés que le hará remontarse por los aires?

El doctor Fell rió suavemente.

—Sería muy interesante —dijo— encontrar un whisky capaz de hacer que me remonte por los aires.

—No diga eso —le advirtió Alan—. Permítame que se lo aconseje desde ahora. No lo diga. Yo lo dije. Resulta fatal.

—Sea como fuere, ¿es inevitable hablar de ello? —preguntó Kathryn, que había estado examinando al doctor Fell con una expresión de profunda desconfianza, que éste recibió sonriendo con la mirada radiante del Fantasma del «Regalo de Navidad».

Con cierta sorpresa por parte de todos, gradualmente, el doctor Fell se puso serio.

—Por extraño que parezca, creo que sería conveniente hablar de ello. Es muy posible que este asunto tenga alguna relación con…

En este punto vaciló.

—¿Con qué?

—Con el asesinato de Angus Campbell —dijo el doctor Fell.

Colin silbó prolongadamente, y luego se produjo un silencio. Murmurando para sus adentros, el doctor Fell estaba tratando, al parecer, de masticar uno de los extremos de su bigote de salteador de caminos.

—Tal vez —prosiguió— sea mejor que me explique. Me causó mucha satisfacción recibir la invitación de mi amigo Colin Campbell. Los pormenores del caso, tal como los describió en su carta, me intrigaron profundamente. Luego de guardar en el bolsillo mi ejemplar de Boswell y mi cepillo de dientes, tomé el tren para el Norte. Pasé las horas de viaje sumamente entretenido en la lectura de los puntos de vista del eminente doctor Johnson sobre este país. Sin duda están familiarizados con la severa respuesta que dio cuando le dijeron que no debía ser tan duro en sus juicios sobre Escocia, puesto que, después de todo, era también obra de Dios. «Señores», repuso, «las comparaciones son odiosas, pero también es verdad que Dios creó el infierno».

Colin hizo un gesto de impaciencia.

—Dejemos eso. ¿Qué iba a decir?

—Llegué a Dunoon —dijo el doctor Fell— en las primeras horas de la noche de ayer. Traté de alquilar un automóvil en la agencia de turismo…

—Lo sabemos —dijo Kathryn.

—Me informaron que el único automóvil disponible había llevado a un grupo de personas a Shira. Les pregunté cuándo regresaría. El empleado me dijo que no volvería, pues acababa de recibir una llamada telefónica desde Inveraray, donde el conductor, un hombre llamado Fleming…

—Jock —explicó Colin a los otros.

—El conductor decía que uno de sus pasajeros, un señor llamado Swan, había decidido pasar la noche en Inveraray, y quería retener el automóvil y al conductor para que lo llevasen nuevamente a Dunoon a la mañana siguiente. Las cosas se dispusieron de ese modo, previo convenio del precio.

—¡Espía infernal! —gritó Colin.

—Un momento. El empleado añadió, empero, que si iba a la oficina a las nueve de la mañana, es decir, esta mañana, el automóvil habría vuelto y me llevaría a Shira.

»Pasé la noche en el hotel, y llegué a la oficina a la hora convenida. Entonces pude observar el espectáculo bastante poco común de un automóvil que se aproximaba por la calle principal con un único pasajero, un hombre con un sombrero gris y una corbata a cuadros muy chillones, de pie sobre el asiento posterior.

Colin Campbell fijó sus ojos relucientes en el suelo.

Una expresión de placer infinito inundó el rostro del doctor Fell. Sus ojos estaban fijos en un rincón del cielo raso. Se aclaró la voz y prosiguió:

—Intrigado por el hecho de que este hombre viajase de pie, hice algunas averiguaciones. El hombre me informó, con un tono bastante poco amistoso, diré, que la posición sentada le resultaba algo dolorosa. No fue necesario desplegar mayor sutileza para arrancarle el resto de la historia. La verdad es que rebosaba de ganas de desahogarse.

Alan gimió en voz baja.

El doctor Fell miró por encima de sus gafas, primero a Alan y luego a Kathryn, resopló, y su expresión se hizo infinitamente diplomática.

—¿Puedo preguntarles —dijo— si los dos están comprometidos?

—¡De ninguna manera! —repuso Kathryn violentamente.

—En ese caso —dijo el doctor Fell con gran seriedad— cásense inmediatamente, por amor del cielo. Hagan esto sin pérdida de tiempo. Los dos ocupan cargos de responsabilidad, pero lo que es probable que lean sobre ustedes en el número de hoy del Daily Floodlight no será muy bien acogido ni por Highgate University ni por el Colegio de Mujeres de Harpenden, según creo. Esa subyugante historia de la caza con espadas a la luz de la luna, con la dama animando a gritos a los dos bandidos que perseguían a Mr. Swan fue verdaderamente el broche de oro de su relato.

—¡Yo no gritaba! —dijo Kathryn.

El doctor Fell la miró y parpadeó nuevamente.

—¿Está segura, señorita?

—Pues…

—Temo que gritase, Kitty-kat —observó Colin, con los ojos fijos en el suelo—. Pero la culpa fue mía. Yo…

El doctor Fell hizo un gesto.

—No importa —dijo—. Eso no es lo que quería decirles. Intrigado e inspirado por este renacimiento de las costumbres tradicionales de Escocia, hablé con el conductor, Mr. Fleming.

—¿Sí?

—Y ahora verán qué quiero preguntarles, seriamente: ¿alguno de ustedes subió anoche a la torre en algún momento? ¿Uno u otro de ustedes, a alguna hora?

Hubo otro silencio. Las ventanas que miraban hacia el lago dejaban entrar la luz de un día despejado, fresco y agradable. Todos se miraron mutuamente.

—No —dijo por fin Kathryn.

—No —gritó Colin.

—¿Están completamente seguros?

—Completamente seguros.

—Mr. Swan —prosiguió el doctor Fell, con una curiosa insistencia que Alan halló inquietante— dice que los dos hombres estaban «disfrazados» de algo.

—¡Ah, es una tontería, pero a la vez es lamentable! —exclamó Kathryn—. Y es culpa de Alan. No estaban exactamente disfrazados. Sólo tenían unos manteles a cuadros plegados sobre los hombros a manera de mantos.

—¿Nada más?

—Nada más.

El doctor Fell aspiró profundamente. Su expresión seguía grave, y su rostro estaba tan congestionado, que nadie dijo una palabra.

—Repito —continuó— que interrogué al conductor. Obtener información de este hombre fue más difícil que arrancarle una muela. Pero por lo menos me proporcionó un dato. Dice que este lugar está embrujado…

Colin lo interrumpió con un gruñido de impaciencia, pero el doctor Fell lo hizo callar con un gesto.

—Y ahora afirma que está en condiciones de probar lo que dice —agregó.

—¿Cómo?

—Anoche, después de haberse instalado para pasar la noche en Inveraray, Swan le pidió que lo condujese nuevamente aquí. Swan quería intentar por segunda vez obtener una entrevista con Miss Elspat Campbell. Ahora veamos si mis datos geográficos son correctos. La carretera a Inveraray corre paralelamente a la parte trasera de la casa, ¿no es verdad?

—Sí.

—Y la puerta principal da al lago, como vemos. Swan dijo al conductor que diese la vuelta a la casa, a pie, y golpease la puerta, en calidad de emisario, mientras él permanecía en la parte trasera. Así lo hizo el conductor. Recuerden que había luna llena.

—¿Pues bien?

—Iba a golpear la puerta cuando por casualidad levantó la vista hacia la ventana del último piso de la torre. Entonces vio que había alguien, o algo, en la ventana.

—¡Pero es imposible! —exclamó Kathryn—. Nosotros estábamos…

El doctor Fell estudió sus manos, que tenía siempre dobladas sobre el puño de su bastón. Levantó los ojos.

—Fleming —dijo— jura haber visto a alguien que vestía el traje típico escocés, con la mitad del rostro destrozado, y que miraba en su dirección.