8

—¿Quiere decir usted —preguntó Alan— que en realidad se fue para huir de sus acreedores?

Duncan agitó los lentes.

—Eso sería una calumnia. No. Simplemente declaro un hecho. Es muy posible que esté dedicado a embriagarse, como lo hace periódicamente. De todos modos, es muy curioso. ¿No es verdad, mi estimado Chapman? Es muy curioso.

El agente de seguros aspiró con fuerza.

—Señores —dijo—, temo no poder discutir más este asunto por el momento. Quiero salir de aquí antes de que me rompa la cabeza al bajar esas oscuras escaleras.

»Esto es todo lo que puedo decirles por ahora. Mañana hablaré con el Fiscal. Para esa fecha debe decidir si ha de considerar esto un suicidio, un accidente o un asesinato. Lo que nosotros hagamos dependerá necesariamente de lo que él decida. ¿Pueden proponer una solución más equitativa?

—Muchas gracias. No, estamos conformes. Todo lo que pedimos es un poco de tiempo.

—Pero si usted está seguro de que esto es un asesinato —dijo Alan—, ¿por qué su Fiscal no adopta medidas concretas? Por ejemplo, ¿por qué no recurre a Scotland Yard?

Duncan lo miró con un aire genuinamente escandalizado.

—¿Llamar a Scotland Yard desde Escocia? —dijo—. ¡Señor mío!

—Diría que Escocia era el lugar más apropiado para que actúe —dijo Alan—. ¿Por qué no?

—¡Señor mío, no se ha hecho nunca! La ley escocesa tiene sus propios procedimientos.

—¡Por Dios que los tiene! —declaró Chapman, golpeando una de sus piernas con su portadocumentos—. Sólo hace dos meses que estoy aquí, y ya lo he comprobado.

—En ese caso, ¿qué piensan hacer?

—Mientras ustedes —dijo Colin echando hacia delante su ancho pecho— no han hecho otra cosa que hablar de tonterías y andar de aquí para allá, otros no han permanecido ociosos. No les diré lo que pienso hacer. Les diré en cambio lo que he hecho —los ojos de Colin desafiaron a todos a que dijeran que no era una buena idea—. He pedido a Gideon Fell que venga.

Duncan chasqueó la lengua con aire pensativo.

—¿Acaso es el hombre que…?

—Exactamente. Además, es un buen amigo mío.

—¿Ha pensado en… en… los gastos?

—¡Demonios! ¿No puede dejar de pensar en dinero ni durante cinco segundos? ¿Cinco segundos solamente? De cualquier manera, no le costará ni un penique. Vendrá aquí en calidad de invitado mío. Eso es todo. Si usted llega a ofrecerle dinero, se encontrará en un apuro.

El abogado dijo lentamente:

—Todos sabemos, mi estimado Colin, que su propio desprecio por el dinero ha llegado a provocarle no pocas molestias en varias oportunidades —su mirada era intencionada—. A pesar de ello, debe permitirme que piense en libras, chelines y peniques. Hace un rato, este señor —dijo señalando a Alan con un gesto— me preguntó por qué habíamos convocado esta «conferencia familiar». Se lo diré. Si la Compañía de Seguros se niega a pagar las pólizas, será necesario iniciar un juicio. Ese juicio puede resultar costoso.

—¿Quiere decir —dijo Colin con ojos que casi se salían de las órbitas— que trajo a estos dos muchachos nada menos que desde Londres con la sola esperanza de que contribuyesen de algún modo al fondo común? ¡Demonios! ¿Quiere que le retuerzan el cuello?

—No estoy acostumbrado a que me hablen en esos términos, Colin Campbell.

—Pues la verdad es que están hablándole en esos términos, Alistair Duncan. ¿Qué piensa hacer al respecto?

Por primera vez una nota personal apareció en la voz del Agente de la Ley.

—Colin Campbell, durante cuarenta y dos años he estado a entera disposición de su familia…

—¡Ja, ja, ja!

—Colin Campbell…

—¡Vamos, por favor! —protestó Chapman; estaba tan incómodo, que había comenzado a apoyarse en uno y otro pie alternativamente.

Alan intervino a su vez, apoyando una mano sobre el hombro tembloroso de Colin. Era probable que dentro de pocos instantes Colin expulsase a una segunda persona de la casa, asiéndolo por la fuerza del cuello y de los fondillos de los pantalones.

—Permítame una interrupción —dijo Alan—. Mi padre me dejó en una buena situación económica, y si hay algo que pueda hacer, cualquier cosa…

—¿Sí? ¿De modo que tu padre te dejó en buena situación? —dijo Colin Campbell—. ¡Y usted debía saberlo perfectamente, Alistair Duncan!

El abogado se ahogó con sus propias palabras. Lo que intentó decir, según Alan pudo entender, fue algo así como: «Si quiere que me lave las manos de todo el asunto…», aunque lo que en realidad se oyó fue una frase tergiversada y sin sentido. Tanto él como Colin estaban tan exasperados, que nadie advirtió el error.

—Sí —dijo Colin—. Es lo que podría hacer. Ahora, ¿vamos abajo, o no?

En silencio y llenos de amor propio herido, los cuatro emprendieron el descenso a tientas y tropezando, por unas escaleras llenas de peligros. Chapman intentó despejar la atmósfera reiterando su ofrecimiento de llevar a Duncan en el automóvil, lo cual fue aceptado, y formulando algunos comentarios triviales sobre el tiempo.

Todas sus palabras cayeron en el vacío.

Siempre en silencio, llegaron a la sala en la planta baja, desierta ahora, y seguidamente se dirigieron a la puerta principal. Cuando Colin y el abogado se despidieron, lo hicieron con una formalidad tal que cualquiera hubiera dicho que estaban por batirse en duelo a la mañana siguiente. Por fin la puerta se cerró.

—Elspat y Kate —dijo Colin melancólicamente, pues estaba aún resentido— deben estar tomando el té. Vamos.

Alan halló muy de su agrado el comedor, y le habría agradado más aún si no se hubiera sentido tan nervioso por la reciente disputa entre Colin y el abogado.

Bajo una lámpara colgada, que llegaba casi a la mesa, cuya luz se reflejaba intensamente sobre el mantel blanco, y cerca del fuego que chisporroteaba alegremente en la chimenea, tía Elspat y Kathryn estaban sentadas en torno a la mesa llena de manjares, salchichas, pastel de Ulster, huevos, patatas, té y enormes cantidades de tostadas con mantequilla.

—Elspat —dijo Colin retirando una silla con un gesto melancólico—. Alistair Duncan acaba de anunciarnos nuevamente que se retira.

Tía Elspat se sirvió mantequilla.

—Bueno —dijo sin inmutarse—; no es la primera vez, ni será la última. También me anunció que se retiraba hace una semana.

La sensación incómoda de Alan comenzó a disiparse.

—¿Quieren decir —preguntó— que esa disputa que sostuvieron no era seria?

—No, no. Mañana estará perfectamente bien —repuso Colin. Dicho esto se movió, inquieto, y contempló con ojos relucientes la mesa repleta de comida—. Ya sabes, Elspat, que tengo un carácter endiablado y que quisiera poder dominarlo.

Tía Elspat aprovechó estas palabras para encararse violentamente con él.

Le dijo que no permitiría ese lenguaje grosero en su casa, y especialmente delante de una jovencita, con lo cual se refería seguramente a Kathryn. A continuación los reprendió por haber llegado tarde a tomar el té, en términos que habrían sido demasiado violentos aun en el caso de que hubiesen estado ausentes en dos comidas y en la tercera le hubiesen arrojado la sopa en la cabeza.

Alan escuchaba sólo a medias. Comenzaba a comprender mejor a la tía Elspat, pues veía que sus estallidos de ira eran casi maquinales. Mucho tiempo atrás la tía Elspat se había visto obligada a luchar para salirse con la suya en todo y había continuado haciéndolo, por hábito, mucho después de que esta táctica había dejado de ser necesaria. No era ni siquiera mal genio. Era una manifestación automática.

Las paredes del comedor estaban adornadas con viejas cabezas de ciervos, y sobre la chimenea había dos espadas escocesas cruzadas. Estas espadas atrajeron la atención de Alan. Al devorar la comida, alternándola con abundante té fuerte y oscuro, una sensación de bienestar inundó su cuerpo.

—¡Ah! —exclamó Colin con un suspiro de fatiga. Empujó su silla hacia atrás, se desperezó y se palmeó el estómago. Su rostro resplandecía entre la barba y el cabello hirsuto—. Me siento mejor ahora. Mucho mejor. ¡Que me cuelguen sí no tengo ganas de llamar a ese viejo zorro y pedirle disculpas!

—¿Descubrió —dijo Kathryn vacilando—… descubrió algo? ¿En la torre, quiero decir? ¿O por lo menos, decidieron algo?

Colin introdujo un mondadientes entre su barba.

—No, Kitty-kat, no descubrimos nada.

—¡Por favor, no me llame Kitty-kat! ¡Normalmente me tratan como si no fuese una mujer!

—No digas tonterías —dijo tía Elspat, dirigiéndole una mirada penetrante—. Todavía no eres una mujer.

—No decidimos nada —dijo Colin mientras seguía palmeándose el estómago—. En realidad no hay necesidad. Gideon Fell estará aquí mañana. La verdad es que cuando vi llegar el bote esta tarde creía que era Fell. Y cuando él esté aquí…

—¿Fell, dijo? —exclamó Kathryn—. ¿No será el doctor Fell, acaso?

—El mismo.

—¡No puede ser ese hombre detestable que escribe cartas a los diarios! ¡Ya sabes quién, Alan!

—Es un intelectual muy distinguido, Kitty-kat —dijo Colin—, y como tal debes descubrirte frente a él. Pero el principal motivo de su fama reside en su intervención en varias investigaciones de asesinatos.

La tía Elspat quiso saber inmediatamente cuál era su religión.

Colin repuso que lo ignoraba, pero que no importaba absolutamente nada cuál era su religión.

Tía Elspat arguyó que, por el contrario, era de suma importancia, y a continuación hizo unos comentarios que no dejaron dudas en la mente de ninguno de los presentes sobre su punto de vista del destino de Colin después de la muerte. Para Alan aquello era lo más difícil de soportar en la tía Elspat. Sus conceptos de teología eran pueriles. Sus conocimientos sobre la historia de la Iglesia habrían sido considerados como inexactos aun por el difunto obispo Burnet. No obstante, las reglas de la urbanidad lo obligaban a guardar silencio. Por fin pudo intervenir en la conversación con una pregunta oportuna.

—Lo único que no alcanzo a comprender claramente —dijo— es lo referente al diario.

La tía Elspat dejó de lanzar juicios condenatorios a diestro y siniestro y se dedicó a tomar su té.

—¿Diario? —repitió Colin.

—Sí. No estoy ni siquiera seguro de haber oído bien, y puede que se hayan referido a otra cosa. Pero cuando Mr. Duncan y el hombre de la Compañía de Seguros estaban hablando en la habitación contigua a la sala, oímos decir a Mr. Duncan algo sobre un «diario desaparecido». Por lo menos, así lo entendí en aquel momento.

—Yo también —dijo Kathryn.

Colin frunció el ceño.

—Según imagino —dijo mientras con un golpe del índice hacía girar su servilletero sobre la mesa—, alguien lo robó, ni más ni menos.

—¿Qué diario?

—¡El diario de Angus, por supuesto! Durante el año llevaba un diario cuidadosamente, y al finalizar el año lo destruía para que nadie lo descubriese ni se enterase de lo que en realidad pensaba.

—Era un hábito prudente.

—Sí. Pues bien, lo escribía todas las noches poco antes de acostarse. No creo que haya dejado de hacerlo ni una sola noche. A la mañana siguiente a su muerte debería estar en su escritorio. Pero, por lo menos así me lo han dicho, no estaba allí. ¿No es verdad, Elspat?

—Toma tu té y no seas loco.

Colin se irguió.

—¿Qué tiene de locura decir esto? El diario no estaba allí, ¿no?

Cuidadosamente, con una delicadeza de gran dama que demostraba su conocimiento de los buenos modales, Elspat vertió un poco de té en su platito, sopló sobre él y lo bebió.

—La dificultad estriba —prosiguió Colin— en que nadie advirtió la falta del diario hasta que transcurrieron muchas horas. Así, pues, cualquiera que lo hubiese visto pudo haberlo robado. Quiero decir que no hay pruebas de que lo haya robado nuestro asesino fantasma. Pudo ser cualquiera, ¿no es verdad, Elspat?

Tía Elspat examinó su platito vacío un instante y luego suspiró.

—Supongo —dijo con aire resignado— que ahora querrás tu whisky.

El rostro de Colin se iluminó.

—Bueno —dijo fervorosamente—. He aquí, en medio de esta confusión, una iniciativa que todos estábamos esperando —y volviéndose hacia Alan, añadió—: Alan, quiero que pruebes un rocío de la montaña que te hará remontar por los aires. ¿Quieres?

El comedor estaba acogedor y tibio, a pesar de que el viento aullaba fuera. Como le ocurría siempre cuando Kathryn estaba presente, Alan se sentía expansivo y lleno de vitalidad.

—Sería muy interesante —dijo, arrellanándose en su asiento— encontrar un whisky capaz de hacer que remonte por los aires.

—¡Ah! De modo que crees eso, ¿eh?

—Debe recordar —dijo Alan, no sin razón— que pasé tres años en Estados Unidos durante el imperio de la Ley seca. Cualquiera que haya sido capaz de sobrevivir a esa experiencia no tiene nada que temer de ningún alcohol salido de un barril… o de otra parte.

—De modo que crees eso, ¿eh? —murmuró Colin—. Crees eso, ¿eh? ¡Bueno, bueno, bueno! Elspat, esto exige medidas heroicas. Trae la «Ruina» de los Campbell.

Elspat se levantó sin protestar.

—Bueno —dijo—. He visto suceder eso. Sucederá nuevamente cuando esté muerta. La verdad es que me vendría bien un trago, pues la noche está bastante fría.

Sus pasos se alejaron, crujiendo. Poco más tarde regresó con una botella casi llena de un líquido de color oscuro con destellos dorados cuando la luz se reflejaba en él. Colin la depositó cuidadosamente sobre la mesa. Para Elspat y Kathryn sirvió raciones infinitesimales. Para sí y para Alan, en cambio, vertió el equivalente de la cuarta parte de un vaso grande.

—¿Cómo lo quieres, muchacho?

—Al estilo norteamericano, puro, con agua por separado.

—¡Muy bueno! ¡Excelente! —exclamó Colin—. No hay que echarlo a perder. Bebamos. ¡Vamos, bebe!

Todos, o por lo menos Colin y Elspat, miraban a Alan con profundo interés. Kathryn olió el líquido en su vaso con aire desconfiado, pero evidentemente llegó a la conclusión de que le gustaba. El rostro de Colin estaba rojo y reflejaba un violento entusiasmo, los ojos muy abiertos y el regocijo retozando en su alma.

—¡Felicidad! —dijo Alan.

Levantó el vaso, lo apuró de un trago, y por poco no trastabilló.

El líquido no logró remontarlo en el aire, aunque durante un segundo temió que lo hiciera. Era lo suficientemente potente para alterar el curso de un acorazado. Las venas de sus sienes parecía que iban a estallar. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Creyó, en fin, que no tardaría en morir asfixiado. Luego, al cabo de innumerables segundos, abrió sus ojos anegados de lágrimas y vio que Colin lo contemplaba con una alegría llena de orgullo.

Pero a continuación le sucedió algo más.

Una vez que aquella bomba alcohólica estalló y que recobró el aliento y la vista, una sensación mágica de exaltación y de bienestar ascendió por sus venas. El zumbido que había sentido en la cabeza en un principio fue reemplazado por una sensación de lucidez cristalina, la sensación que Einstein o Newton debieron de experimentar al sentirse próximos a la solución de un complejo problema de matemáticas.

Había dominado las ganas de toser, y el acceso pasó.

—¿Y bien? —preguntó Colin.

—¡Aaah! —repuso su invitado.

—¡Porque vengan días más felices! —brindó Colin a su vez y apuró el contenido de su propio vaso. Los efectos en él fueron asimismo visibles, aunque se recobró algo más rápidamente que Alan. Después de beber, miró a Alan sonriendo, y dijo—: ¿Te gusta?

—¡Mucho!

—¿No es demasiado fuerte para ti?

—No.

—¿Quieres más?

—Sí, por favor.

—¡Bueno! —exclamó Elspat con un gesto de resignación—. ¡Bueno!