7

Alistair Duncan y Walter Chapman estaban discutiendo todavía.

—Pero, señor mío —decía en aquel momento el alto y encorvado abogado, mientras agitaba sus lentes en el aire como si estuviese dirigiendo una orquesta—, ¿no es evidente que se trata de un asesinato?

—No.

—¡Pero, piense en la maleta, señor! La maleta o cajón para perros que encontraron debajo de la cama después del asesinato.

—Después de la muerte.

—Vamos…; a fin de asegurar una mayor claridad, digamos, el asesinato.

—Muy bien, pero sin prejuicios. Lo que deseo saber, Mr. Duncan, es lo siguiente. ¿Qué hay sobre ese cajón para transportar perros? Estaba vacío. No contenía ningún perro. El examen al microscopio por la policía reveló que no había contenido nada. ¿Qué se pretende probar, pues?

Ambos hombres se callaron al entrar Alan y Colin.

La habitación en el último piso de la torre era circular y espaciosa, aunque de techo algo bajo en relación con su diámetro. La única puerta, que daba al pequeño rellano, tenía el cerrojo arrancado del marco. El herrumbrado caño hueco en el cual entraba el cerrojo estaba, asimismo, suelto.

La única ventana, frente a la puerta, despertaba en Alan una desagradable fascinación.

Era más grande de lo que le había parecido desde el suelo. Tenía dos hojas, que se abrían como pequeñas puertas al estilo de las ventanas que se ven en Francia, y estaban formadas por pequeños vidrios de forma romboidal unidos entre sí por junturas de plomo. Evidentemente esta ventana era de construcción reciente, o por lo menos constituía un ensanche de la que había antes en el mismo lugar. A juicio de Alan estaba tan cerca del suelo que resultaba peligrosa.

Vista así, contra la penumbra, como un rectángulo luminoso en medio de una habitación llena de muebles, atraía la mirada y provocaba una especie de hipnosis. Pero, con excepción de la lámpara eléctrica sobre el escritorio y de la estufa, también eléctrica, al lado de éste, era lo único moderno en toda la habitación.

Contra una pared redondeada estaba la cama enorme, de roble y sin ornamentos de ninguna clase, con un colchón de plumas y un cubrecama acolchado formado con pedazos multicolores. Había además un armario de roble tan alto casi como la habitación. Se había intentado crear una atmósfera algo más acogedora y alegre revocando las paredes y empapelándolas con papel decorado con rosas azules sobre fondo amarillo.

Había cuadros, principalmente retratos familiares que se remontaban a 1850 y 1860. El suelo de piedra estaba cubierto con una estera de paja. Una cómoda cubierta de mármol y con un espejo largo y angosto había sido amontonada junto a un gran escritorio repleto de papeles con tapa plegable. Más correspondencia, en cantidades increíbles, se amontonaba junto a las paredes y ocultaba los asientos de las mecedoras colocadas en ángulos extraños. Aunque había gran cantidad de revistas especializadas, no se veían, en cambio, libros, salvo una Biblia y un álbum de tarjetas postales.

Era la habitación de un hombre viejo. Un par de botas abotonadas, de Angus, deformadas por los juanetes del dueño, estaban debajo de la cama.

Todo ello hizo que Colin recordase a su hermano.

—Buenas tardes —dijo con aire agresivo—. Les presento a Alan Campbell, de Londres. ¿Dónde está el Fiscal?

Alistair Duncan se puso los lentes.

—Temo que haya vuelto a su casa —repuso—. Sospecho que elude a la tía Elspat. Nuestro joven amigo —añadió sonriendo melancólicamente y palmeando suavemente a Chapman— huye de ella como de la peste y no quiere ni acercarse donde está.

—La verdad es —dijo Chapman— que nunca se sabe en qué situación se está con ella. Siento la mayor simpatía con su pena, pero… ¡qué diablos!

El Agente de la Ley levantó sus hombros encorvados y miró lúgubremente a Alan.

—¿Acaso no nos hemos visto anteriormente, señor?

—Sí, hace un rato.

—¡Ah, sí! ¿Intercambiamos… algunas palabras, quizá?

—Sí. Usted dijo «¿Cómo está usted?», y «Buenas tardes».

—¡Cuánto desearía —dijo el Agente de la Ley agitando la cabeza— que todas nuestras relaciones sociales fuesen igualmente sencillas! ¿Cómo está usted? —repitió, extendiendo una mano huesuda y sin fuerzas—. Desde luego —prosiguió—, ahora recuerdo. Le escribí. Ha sido muy amable al venir.

—¿Puedo preguntarle, Mr. Duncan, por qué me escribió?

—Perdone, pero no comprendo su pregunta.

—Estoy encantado de estar aquí. Reconozco que debía haber entablado relaciones con esta rama de la familia hace mucho tiempo. Pero ni Kathryn Campbell ni yo estamos aquí por algún motivo aparente. ¿Qué quiso decir, exactamente, al hablar de una «conferencia familiar»?

—Se lo diré —repuso Duncan sin titubear y, por tratarse de él, con cordialidad casi—. Pero primero deseo presentarle a Mr. Chapman, de la Compañía de Seguros de Vida Hércules. Es un hombre testarudo.

—Mr. Duncan peca también del defecto que ha señalado en mí —observó Chapman con una sonrisa.

—Tenemos aquí un caso bien evidente de accidente o de asesinato —prosiguió el abogado—. ¿Han oído los pormenores de la muerte de su infortunado pariente?

—Conozco algunos de ellos —repuso Alan—. Pero…

Seguidamente calló y se dirigió hacia la ventana.

Las dos hojas estaban parcialmente abiertas. No había barra vertical de sostén entre ellas, lo cual descubría, al abrirse completamente ambas hojas, un espacio abierto de noventa centímetros de ancho por algo más de un metro de altura, aproximadamente. Un magnífico panorama se extendía sobre las aguas oscuras del lago y sobre las colinas de color pardo purpúreo, pero Alan no lo contempló.

—¿Puedo formular una pregunta? —dijo.

Chapman levantó los ojos hacia el techo con la expresión de quien dice para sus adentros «¡Otra más!», pero inmediatamente exclamó con un gesto cortés:

—Desde luego.

Junto a la ventana, en el suelo, estaba la cortina de oscurecimiento, un trozo de tela encerada clavado sobre un marco de madera ligera que se adaptaba exactamente a la ventana.

—Y bien —dijo Alan señalando la cortina—. ¿Es posible que haya caído accidentalmente mientras retiraba la cortina de oscurecimiento? Ustedes saben bien —prosiguió—: antes de meternos en la cama, apagamos la luz, y seguidamente avanzamos a tientas para retirar la cortina de oscurecimiento y abrir la ventana.

»Si accidentalmente alguien se apoyase con demasiada fuerza contra esta ventana mientras abre el pestillo, seguramente caería hacia delante. La ventana no tiene barra vertical entre las dos hojas.

Con gran sorpresa por parte de Alan, Duncan evidenció exasperación, mientras que Chapman sonrió.

—Vea el grosor de esta pared —señaló el representante de la Compañía de Seguros—. Es de un metro, aproximadamente, como casi todas las paredes de los castillos feudales. No. No podría de ningún modo haber caído así, a menos que estuviese completamente borracho, o bien narcotizado, o por lo menos incapacitado para defenderse. La autopsia de Mr. Campbell, en cambio, permitió establecer, como el mismo Mr. Duncan no dejará de admitirlo… —Chapman miró al abogado con aire interrogante, y éste gruñó— que no se hallaba en ninguna de estas tres condiciones. Era un hombre de vista perfecta, paso firme, y además estaba en absoluta posesión de sus sentidos.

—Ahora, señores, mientras estamos aquí, convendría que les aclare definitivamente por qué no veo cómo esto puede ser otra cosa que suicidio. Quisiera formular una pregunta al hermano de Mr. Campbell.

—¿Pues, bien? —dijo Colin suspicazmente.

—Es verdad, ¿no?, que Mr. Angus Campbell era un hombre que pertenecía a lo que podríamos llamar la vieja escuela. Es decir, siempre dormía con las ventanas cerradas, ¿no es verdad?

—Sí, es verdad —admitió Colin, y hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta de caza.

—Personalmente, no comprendo a quienes hacen esto —dijo el representante de la Compañía de Seguros, haciendo un gesto con los labios—. Me despertaría con la cabeza como un globo si alguna vez hiciese semejante cosa. Pero mi abuelo siempre dormía con las ventanas cerradas. No permitía que entrase ni una gota de aire.

»Mr. Campbell también dormía con la ventana cerrada. El único motivo por el cual retiraba la cortina de oscurecimiento durante la noche era que quería enterarse cuándo amanecía.

»Señores, quiero preguntarles lo siguiente: cuando Mr. Campbell se acostó esa noche, esta ventana estaba cerrada y el pestillo corrido como de costumbre. Miss Campbell y Kirstie MacTavish afirman esto. Más tarde, la policía encontró las impresiones digitales de Mr. Campbell, y sólo las de Mr. Campbell, sobre el pestillo de la ventana.

»Lo que debió hacer resulta evidente. Un momento después de las diez se desnudó, se puso su camisón, retiró la cortina de oscurecimiento y se acostó como de costumbre —Chapman señaló la cama—. La cama está ordenada ahora, pero estaba deshecha entonces.

Alistair Duncan dejó escapar un murmullo de incredulidad.

—Eso —dijo— es obra de la tía Elspat. Declaró que consideraba de elemental decencia ordenar la habitación.

El gesto de Chapman lo hizo callar.

—En algún momento entre esa hora y la una de la mañana se levantó, se dirigió hacia la ventana, la abrió, y deliberadamente se arrojó por ella.

»¡Vamos, quiero apelar al sentido común del hermano de Mr. Campbell, ahora! Mi Compañía desea hacer lo que corresponda. Yo también deseo hacer lo que corresponda. Como le decía a Mr. Duncan, conocía al difunto Mr. Campbell personalmente. Vino a verme a nuestra oficina de Glasgow, y allí hizo su última póliza. Después de todo, deben saber que no se trata de mi dinero. No soy quien lo ha de pagar. Si me fuese posible aconsejar definitivamente a mi firma que pagase la póliza, lo haría sin titubear. Pero ¿pueden decirme que las pruebas justifican semejante actitud de mi parte?

Se produjo un silencio.

Chapman terminó su exposición con una nota de elocuencia. Seguidamente recogió del escritorio la cartera portadocumentos y el sombrero.

—La caja para transportar perros… —dijo Duncan.

El rostro de Chapman se congestionó ligeramente.

—¡Vamos, dejemos a un lado el asunto de la caja para perros! —dijo con una impaciencia muy poco profesional—. ¿Puede usted, señor, o cualquiera de ustedes, presentar una razón por la cual la caja deba figurar en este asunto?

Colin Campbell se acercó a la cama con aire belicoso. Extendió la mano debajo de ella, sacó el objeto en cuestión y lo contempló como si fuese a darle un puntapié.

Era del tamaño de una maleta más bien grande, aunque algo más ancha, en forma de cajón. Hecha de cuero castaño oscuro, tenía un asa como la de las maletas, pero las dos cerraduras de metal estaban arriba. En uno de los extremos tenía insertado un enrejado de alambre de forma rectangular con el objeto de permitir el paso del aire cuando se transportase en el cajón algún animal doméstico.

Algún animal doméstico… En la mente de Alan se agitó una imagen tan grotesca y desagradable, no obstante tener una forma determinada, que la atmósfera de la habitación de la vieja torre adquirió inmediatamente para él un sabor de decidida maldad.

—¿No es posible —dijo Alan de pronto— que el miedo lo haya impulsado a hacer lo que hizo?

Sus tres compañeros se volvieron hacia él bruscamente.

—¿Miedo? —repitió el abogado.

Alan estaba mirando fijamente el cajón de cuero.

—No sé nada sobre este hombre, Alec Forbes —prosiguió Alan—, pero aparentemente no es una buena persona.

—¿Pues bien, mi estimado doctor Campbell? —dijo el abogado.

—Supongamos que Alec Forbes haya traído consigo ese cajón cuando vino aquí. Su aspecto general es el de una maleta común. Supongamos que haya venido aquí con toda premeditación, con el pretexto de «discutir» con Angus, pero en realidad para dejar el cajón. En el calor de la disputa, Angus no recuerda el cajón, hasta más tarde. Pero en mitad de la noche algo sale del cajón…

Hasta Alistair Duncan tenía ahora una expresión aprensiva.

En cambio, Chapman miraba a Alan con un interés que su escepticismo y su sonriente incredulidad no lograban ocultar.

—¡Vamos, vamos! —dijo—. ¿Qué pretende insinuar, exactamente?

Alan no se amedrentó.

—No quiero que se rían de mi hipótesis. Lo que estaba pensando en realidad era que… pues bien, que había allí una araña grande, o bien una víbora venenosa de alguna clase. Recuerden que esa noche había luna llena.

Nuevamente el silencio se prolongó interminablemente. Ahora estaba tan oscuro que apenas se veían unos a los otros.

—Es extraordinario —murmuró el abogado con su vocecilla débil y seca—. Un momento, por favor.

A continuación palpó el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo de él una gastada libreta con tapas de cuero negro. La llevó hasta la ventana, se puso los lentes e inclinó la cabeza hacia un lado para examinar una de las páginas de la libreta.

—Extractos de la declaración de Kirstie MacTavish, criada —leyó, y tosió ligeramente—. Traducido del «dórico» y vertido al idioma inglés, dice lo siguiente:

Mr. Campbell nos dijo a mí y a Miss Campbell: «Acuéstense, y basta de tonterías. Me he deshecho de ese bandido. Pero ¿vieron la maleta que trajo consigo?». Contestamos que no la habíamos visto, pues no llegamos hasta después de que Mr. Campbell había expulsado a Mr. Forbes de la casa. Mr. Campbell dijo: «Les apuesto que está por huir del país para alejarse de sus acreedores. Pero quisiera saber qué hizo con la maleta. Cuando se fue tenía las dos manos ocupadas en golpearme».

Duncan los miró por encima de sus lentes.

—¿Tienen algún comentario que hacer a esto, señores? —preguntó.

El hombre de la Compañía de Seguros no estaba muy divertido, evidentemente.

—Quizá olvida lo que me señaló usted mismo no hace mucho. Cuando Miss Campbell y la criada examinaron la habitación, inmediatamente antes de retirarse Mr. Campbell, no vieron ninguna maleta debajo de la cama.

Duncan se acarició el mentón. En la penumbra tenía una palidez mortal, cadavérica, y su pelo canoso tenía el aspecto de alambre.

—Es verdad —admitió—. Es verdad. Pero al mismo tiempo… —añadió, agitando la cabeza.

—¡Víboras! —dijo escépticamente el agente de seguros—. ¡Arañas! ¡El doctor Fu Manchú, tal vez! ¡Vamos! ¿Saben ustedes de alguna víbora o araña capaz de salir de una maleta y cerrar cuidadosamente las cerraduras de metal? Los dos cierres de ese cajón se encontraron cerrados a la mañana siguiente.

—Indudablemente, eso constituye un obstáculo —concedió Duncan—. Al mismo tiempo…

—¿Y qué ocurrió con el animal?

—No sería muy agradable —dijo Colin sonriendo— si estuviese aún en algún punto de la habitación.

Mr. Walter Chapman se puso el hongo apresuradamente.

—Tengo que irme —dijo—. Perdonen, señores, pero llegaré muy tarde aun saliendo ahora mismo, y debo regresar a Dunoon. ¿Puedo llevarlo, Mr. Duncan?

—¡Son tonterías! —dijo a gritos Colin Campbell—. Se quedarán a tomar el té. Ambos deben quedarse.

Chapman parpadeó.

—¿Té? Pero ¿a qué hora cenan ustedes?

—No cenaremos, muchacho. En cambio, el té que les daremos será más copioso que la mayoría de las cenas que han comido en su vida. Además, tengo un whisky muy potente que hace mucho tiempo deseo probar en alguien, preferiblemente en un inglés. ¿Qué piensan de esto?

—Lo lamento. Se lo agradezco muchísimo, pero tengo que irme —dijo Chapman mientras palmeaba las mangas de su chaqueta. Toda su persona irradiaba exasperación—. Entre las víboras y las arañas, y además lo sobrenatural…

Así como el último descendiente de los MacHolster no pudo haber elegido una palabra más inoportuna que «broma» al dirigirse a Miss Elspat Campbell, Chapman, por su parte, no pudo haber elegido otra más inoportuna que «sobrenatural» al hablar con Colin.

La voluminosa cabeza de Colin pareció hundirse entre sus anchos hombros.

—¿Y quién dice que esto fue sobrenatural? —preguntó con voz peligrosamente suave.

Chapman rió.

—Yo, no, desde luego. Eso está fuera de la especialidad de mi Compañía. Pero la gente del lugar tiene aparentemente la noción de que esta casa está embrujada, o por lo menos que hay algo aquí que no es del todo natural.

—¿Sí?

—Además, y no lo digo con ánimo de ofensa —añadió el agente de seguros con un destello de humorismo en los ojos—, es evidente que no tienen un alto concepto de los que viven aquí. Invariablemente murmuran «mala gente» o palabras por el estilo.

—¡Somos mala gente, qué demonios! —gritó el irreverente doctor, no sin cierto orgullo—. ¿Quién lo ha negado nunca? Yo, no. ¡Pero que esto esté embrujado!… De todas las pamplinas… Escuchen. ¡Indudablemente no pueden suponer que Alec Forbes iba de un lado a otro con un fantasma dentro de ese cajón!

—Francamente, no creo que alguien haya llevado nada en ese cajón —repuso Chapman. Su expresión preocupada reapareció una vez más—. De todos modos, me sentiría más tranquilo si nos fuese posible cambiar unas palabras con Mr. Forbes.

—¿Y dónde está, ahora que lo mencionamos? —preguntó Alan.

El Agente de la Ley, que había cerrado su libreta y escuchaba con una sonrisa leve e irónica, triunfó una vez más.

—Les diré que también este punto es extraordinario. Hasta Mr. Chapman no podrá menos que reconocer que hay algo sospechoso, algo levemente sospechoso, en la conducta de Alec Forbes. Han de saber que no ha sido posible encontrar a Alec Forbes.