6

No era necesario que Swan hiciese aquel anuncio, pues la voz de la tía Elspat se oía a través de la puerta entreabierta.

Colin Campbell hablaba en un murmullo con su voz de timbre bajo, pero no se comprendía bien lo que decía. Evidentemente estaba tratando de que tía Elspat hiciera algo determinado. Esta, cuya voz era particularmente penetrante, no se tomaba el trabajo de suavizarla.

—¡Habitaciones contiguas! —dijo—. ¡Puedes estar seguro de que no pienso darles habitaciones contiguas!

El rumor de la voz de bajo se hizo más confuso, como si protestase o advirtiese algo. Pero la tía Elspat no se amedrentó.

—Ésta es una casa decente, habitada por gente temerosa de Dios, Colin Campbell, y a pesar de tus ideas pecaminosas de Manchester, nada cambiará aquí. ¡Habitaciones contiguas! Pero ¿quién está consumiendo mi excelente luz eléctrica a esta hora del día? —gritó de pronto.

La última pregunta fue formulada en un tono de extraordinaria ferocidad, en el mismo momento en que la tía Elspat apareció en la puerta.

Era una mujer de estatura mediana y de figura angulosa, vestida de oscuro, que de algún modo lograba aparentar proporciones mayores que las reales. Kathryn había calculado su edad en «cerca de los noventa años», pero estaba en un error; Alan estaba seguro de ello. Tía Elspat tenía seguramente setenta años, en verdad unos setenta años muy bien llevados. Tenía ojos negros muy vivos, inquietos y penetrantes. Llevaba un ejemplar del Daily Floodlight bajo el brazo, y su vestido producía un rumor peculiar cuando se movía.

Swan se apresuró a apagar la luz, y por poco no derribó a la tía Elspat al hacerlo. Ella lo miró con desagrado.

—Vuelva a encender esa luz —dijo lacónicamente—. Está tan oscuro que no se ve nada. ¿Dónde están Alan Campbell y Kathryn Campbell?

Colin, tan cordial ahora como un perro de Terranova, los señaló. La tía Elspat los sometió a un examen prolongado, mudo y molesto para ellos. Apenas parpadeó. Seguidamente hizo un gesto de aprobación.

—Si —dijo—. Son Campbell. Campbell de los nuestros —y dirigiéndose hacia el sofá situado junto a la mesa donde estaba la Biblia familiar, se sentó. Calzaba botas, y no unas botas muy pequeñas.

—El que se fue —dijo, mientras sus ojos se posaban en la fotografía envuelta en crespón— sabía reconocer a un Campbell, a uno de nuestros Campbell, entre diez mil. Era capaz de reconocerlo aunque se hubiese ennegrecido el rostro y hablase en un idioma extraño. Angus siempre lo identificaba.

Nuevamente permaneció silenciosa durante un rato que pareció interminable, con los ojos fijos en sus huéspedes.

—Alan Campbell —dijo de pronto—. ¿Cuál es tu religión?

—Pues… pues, la anglicana, supongo.

—¿Supones? ¿Acaso no lo sabes?

—Muy bien, entonces. Es la anglicana.

—¿Y esa es seguramente la tuya, también? —preguntó la tía Elspat a Kathryn.

—¡Sí, es la anglicana!

Tía Elspat hizo un gesto, como si sus más graves sospechas se hubiesen visto confirmadas.

—No van a la iglesia. Lo sabía —dijo con tono tembloroso de indignación, y de pronto su voz se levantó airada—. ¡Son los harapos desechados por los papistas! —dijo—. ¡Piensa y avergüénzate, Alan Campbell, y piensa en la vergüenza y en el pesar de tu familia, de que tú contemporices con el pecado y la lascivia en la casa de la Mujer Escarlata!

Swan se mostró escandalizado por semejante lenguaje.

—Vamos, señora —dijo con aire conciliador—. Estoy seguro de que nunca va a esos sitios. Además, no creo que sea justo llamar a esta señorita…

Elspat se volvió hacia él.

—¿Quién es —preguntó, señalándolo con el dedo— el que consume mi excelente luz eléctrica a esta hora del día?

—Señora, yo no…

—¿Quién es?

Luego de aspirar profundamente, Swan adoptó su sonrisa más cautivadora y avanzó hasta colocarse frente a la mujer.

—Miss Campbell, represento al Daily Floodlight, el diario que tiene usted allí. Mi jefe tuvo un gran placer al recibir su carta, un gran placer al comprobar que tenemos lectores que nos aprecian en todos los puntos de este gran país. Ahora bien, Miss Campbell, usted dijo en su carta que tenía unas revelaciones sensacionales que hacer en relación con un crimen cometido aquí…

—¿Qué? —rugió Colin Campbell, volviéndose para mirarla.

—… y mi jefe me envió desde Londres para que la entrevistase. Tendré sumo placer en escuchar cualquier cosa que pueda decirme, ya sea en forma oficial o bien extraoficial.

Tía Elspat ahuecó una mano detrás de su oreja, a modo de bocina, y escuchó con la misma expresión impasible de reptil. Por fin habló.

—¿Conque usted es norteamericano, eh? —dijo, y sus ojos brillaron—. ¿Conoce el caso de mi hermano?…

Aquello era demasiado, pero Swan se hizo fuerte y sonrió.

—Sí, Miss Campbell —repuso—. No necesita contármelo. Lo conozco. Estoy perfectamente enterado del caso de su hermano Angus, que era tan tacaño que no saludaba.

Al advertir su error, Swan se detuvo bruscamente.

Aparentemente intuía, aunque en forma vaga, que había cometido un error en algún punto de la historia, y que la versión que acababa de dar no era del todo correcta.

—Quiero decir… —comenzó a decir.

Tanto Alan como Kathryn lo contemplaban con una expresión no exenta de curiosidad. Pero el efecto más pronunciado se observó en la tía Elspat, quien permaneció inmóvil, mirando fijamente a Swan. Este debió comprender por fin que ella estaba contemplando fijamente el sombrero que llevaba aún sobre la cabeza, pues se descubrió precipitadamente.

Al cabo de un instante, la tía Elspat habló. Sus palabras, lentas y solemnes, como el resumen de un juez, cayeron en medio de los presentes al cabo de cuidadosas consideraciones sobre la oportunidad de cada una de ellas.

—¿Y por qué Campbell habría de saludar a cualquiera?

—Quiero decir…

—No tendría mucho sentido que lo hiciese, ¿no?

—¡Quise decir que no daba ni los buenos días!

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que era tacaño y no daba nada, ni los buenos días.

—A mi juicio, joven —dijo la tía Elspat al cabo de otra pausa prolongada—, usted está loco. ¡No dar los buenos días por tacañería!

—Perdone, Miss Campbell. Dejémoslo. Fue una broma.

Entre todas las palabras que podría haber elegido para usar en presencia de la tía Elspat, la palabra «broma» era la más inoportuna. Hasta Colin lo miraba ahora indignado.

—Una broma, ¿eh? —dijo tía Elspat levantando la voz—. ¡Angus Campbell está aún caliente en su ataúd, y usted viene aquí a insultar su casa y a su familia hablando en broma! ¡No lo permitiré! ¡En mi opinión, señor mío, no pertenece al Daily Floodlight ni a nada que se le parezca! ¿Quién es Pip Emma? —le preguntó sorpresivamente.

—¿Señora?

—¿Quién es Pip Emma? ¡Ah! Tampoco lo sabe, ¿eh? —exclamó la anciana agitando el diario—. ¡No conoce a la niña que redacta una columna en su propio diario! ¡No intente buscar excusas! ¿Cómo se llama usted?

—MacHolster.

—¿Cómo?

—MacHolster —repitió el descendiente de aquella hipotética estirpe, pues estaba tan confuso a causa de la actitud de tía Elspat, que su agilidad mental habitual había desaparecido—. Quiero decir —se corrigió— MacQueen. No, lo que quiero decir es que en realidad me llamo Swan, Charles Evans Swan, pero desciendo de los MacHolster, o bien de los MacQueen, y…

La tía Elspat ni siquiera se dignó comentar este asunto.

—Repito, Mis Campbell…

—Váyase —ordenó la tía Elspat—; y no se lo diré dos veces.

—Ha oído lo que ha dicho la señora, joven —dijo Colin a su vez, introduciendo los pulgares en las bocamangas de su chaleco y dirigiendo una mirada feroz al visitante—. ¡Demonios! Tenía la intención de mostrarme hospitalario con usted, pero hay cosas sobre las cuales no bromeamos en esta casa.

—Le juro que…

—Vamos, ¿saldrá por la puerta? —preguntó Colin bajando las manos—. ¿O prefiere salir por la ventana?

Durante un segundo, Alan creyó que Colin se disponía en realidad a asir a Swan del cuello y de los fondillos de los pantalones, para arrojarlo por la fuerza de la casa como se arroja a los borrachos de las tabernas.

Murmurando maldiciones en voz baja, Swan llegó a la puerta dos segundos antes que Colin. Oyeron su salida precipitada. Todo terminó tan pronto, que Alan apenas tuvo conciencia de lo que había sucedido. El efecto en Kathryn, no obstante, fue de llevarla casi al borde de las lágrimas.

—¡Qué familia! —exclamó apretando los puños y golpeando el suelo con los pies—. ¡Cielos, qué familia!

—¿Y qué te ocurre a ti ahora, Kathryn?

Kathryn tenía espíritu de luchadora.

—¿Quiere saber lo que realmente pienso, tía Elspat?

—¿Pues bien?…

—Pienso que es una vieja loca. Esto es lo que pienso. Ahora también puede echarme de la casa.

Con gran sorpresa de Alan, tía Elspat sonrió.

—Quizá no sea tan loca como crees, hijita —dijo muy satisfecha, mientras se alisaba la falda del vestido—. ¡Quizá no sea tan loca!

—¿Qué piensas tú, Alan?

—Decididamente, no creo que haya debido expulsar a Swan de ese modo, sin pedirle, por lo menos, que le mostrase su credencial de periodista. El hombre es perfectamente sincero. Aunque la verdad es que recuerda a ese personaje de El dilema de un médico de Bernard Shaw, es decir, que es congénitamente incapaz de informar con exactitud sobre nada que haya visto u oído. Es posible que sea capaz de provocarnos grandes dificultades.

—¿Dificultades? —repitió Colin—. ¿En qué sentido?

—No sabría decirlo, pero tengo mis sospechas.

El ladrido de Colin era evidentemente mucho más fiero que su mordedura. Pasó una de las manos por su pelo hirsuto, miró a todos con ferocidad, y terminó por rascarse la nariz.

—Escuchen —gruñó—. ¿Creen que debería salir y traer nuevamente a ese hombre? Tengo aquí un whisky de ochenta años capaz de hacer cantar a un asno. Lo beberemos esta noche, Alan, muchacho. Si le damos eso…

La tía Elspat se negó a ello con una arrogancia serena e implacable que mostraba la dureza del granito.

—No permitiré que ese bandido pise mi casa —dijo.

—Ya lo sé, Elspat, pero…

—Repito que no permitiré que ese bandido pise mi casa. Eso es todo. Escribiré nuevamente al jefe de redacción…

Colin la miró enojado.

—Bueno —dijo—. Eso es lo que quería preguntarte. ¿Qué significan esas patrañas sobre unos secretos misteriosos que estabas dispuesta a revelar a los diarios, pero no a nosotros?

Elspat apretó los labios con un gesto obstinado.

—¡Vamos! —insistió Colin—. ¡Habla!

—Colin Campbell —dijo Elspat con tono lento y vengativo—. Haz lo que te digo. Lleva a Alan Campbell a la torre y haz que vea cómo halló la muerte Angus Campbell. Que piense en las Sagradas Escrituras. Tú, Kathryn Campbell, te sentarás a mi lado —y palmeando el sofá, añadió—: Dime. ¿Frecuentas esas pecaminosas salas de baile de Londres?

—¡Por supuesto que no! —repuso Kathryn.

—En ese caso, nunca has visto bailar a los maniáticos del jazz.

Alan nunca llegó a enterarse del curso ulterior de aquella edificante conversación. Colin lo empujó hacia la puerta en el extremo opuesto de la sala, por la cual habían desaparecido Duncan y Chapman pocos minutos antes.

La puerta se abría directamente sobre la planta baja de la torre, según pudo comprobar Alan. Era un recinto amplio y sombrío, con paredes de piedra blanqueadas con cal y suelo de tierra. Se habría sospechado casi que en una época había sido utilizado como establo. Una puerta de dos hojas de madera, con una cadena y candado, daba al patio situado en el lado Sur.

Esta puerta estaba ahora abierta y permitía que la escasa luz del atardecer entrase. Sobre la pared había asimismo una puerta ojival muy baja que conducía a una escalera de caracol de piedra que ascendía por el interior de la torre.

—Alguien deja siempre abierta esta puerta —gruñó Colin—. ¡Y con el candado por fuera, aunque no lo creas! Cualquiera que tuviese una llave duplicada, podría… Mira, muchacho —añadió—. Elspat sabe algo. ¡Demonios! No está loca, como has podido comprobar. Pero, de todos modos, sabe algo. A pesar de ello, se calla; a pesar del hecho de que están en juego treinta y cinco mil libras en seguros.

—Pero ¿no puede confiar en la policía?

Colin emitió un sonido de desdén.

—¿La policía? ¡Hombre, no es capaz de mostrarse cortés ni con el Procurador Fiscal, de modo que mucho menos puede serlo con la policía! Hace mucho tiempo tuvo una desavenencia con ella, algo relacionado con una vaca, o algo semejante, y desde entonces está convencida de que son unos ladrones y unos bandidos. Esa es la razón del asunto del diario, según imagino.

Colin extrajo una pipa de zarzo y una tabaquera de hule de uno de sus bolsillos. Seguidamente llenó la pipa y la encendió. El resplandor del fósforo iluminó su bigote y su barba hirsuta, y los ojos fieros adquirieron una expresión estrábica cuando los fijó en el tabaco encendido.

—Por lo que a mí se refiere… pues… no tiene tanta importancia. Soy un viejo veterano. Tengo mis deudas, es verdad, y Angus lo sabía, pero siempre podré salir de un aprieto. Por lo menos, así lo espero. Pero Elspat… no tiene absolutamente nada. ¡Demonios!

—¿Cómo está dividido el dinero?

—¿Quieres decir en el caso de que lo obtengamos?

—Sí.

—Es muy simple. La mitad para mí, y la mitad para Elspat.

—¿Conforme con su condición legal de esposa según la jurisprudencia escocesa?

—¡Calla! —ordenó con voz tonante Colin, y miró a su alrededor rápidamente, agitando al mismo tiempo el fósforo apagado en dirección a su compañero—. No vuelvas a decir eso. Elspat no accederá nunca a reclamar su parte en calidad de esposa de hecho, puedes estar seguro de ello. La obsesión de esta vieja respecto a lo que es respetable raya en lo morboso. Ya te lo dije.

—Debí adivinarlo, en cierto modo.

—Nunca reconocerá haber sido más que su «pariente» durante esos treinta años. Hasta Angus, que era un hombre bastante descuidado en su lenguaje, no se atrevió nunca a aludir a su situación con Elspat públicamente. No, no, no. El dinero es un legado común. Un legado que seguramente no cobraremos nunca.

Colin arrojó al suelo el fósforo, irguió los hombros e hizo un gesto en dirección a la escalera.

—Bueno, vamos. Es decir, siempre que tengas ganas de subir. Hay cinco pisos sobre éste, y ciento cuatro escalones hasta lo alto de la torre. ¡Vamos! Cuidado con no golpearte la cabeza.

Alan estaba demasiado absorto por la aventura para preocuparse por el número de escalones.

A pesar de ello parecían interminables, como suele ocurrir con las escaleras de caracol. La escalera estaba alumbrada de trecho en trecho en su lado Oeste, es decir, el lado que daba al lago, por ventanas que habían sido agrandadas. Había un olor a moho y a caballos, que no mejoraba mucho con la incorporación del humo de tabaco de Colin.

En medio de la penumbra crepuscular, lo cual dificultaba aún más el ascenso por los desiguales escalones de piedra, avanzaron guiándose casi a tientas por la superficie externa de la pared.

—¿Pero su hermano dormía diariamente en el piso alto de la torre? —preguntó Alan.

—Dormía siempre allí. Noche tras noche, durante años. Le gustaba el panorama del lago. Decía asimismo que el aire era más puro, aunque esto era una tontería, a mi juicio. ¡Demonios! ¡Veo que he perdido mi agilidad!

—¿Ocupaba alguien las demás habitaciones?

—No. Están llenas de trastos viejos. Todas las reliquias de los innumerables planes de Angus para enriquecerse rápidamente.

Colin se detuvo, sin aliento, junto a la penúltima ventana de la escalera.

Alan miró por ella. Los últimos resplandores de una puesta de sol de fuego brillaban fantasmagóricamente aún entre los árboles. Aunque no podían haber subido mucho, la altura se le antojaba inmensa.

A sus pies, y hacia el Oeste, se divisaba la carretera principal a Inveraray. En el valle del Shira, y más allá de éste, estaba el espacio en forma de horqueta en el cual Glen Aray ascendía entre empinadas colinas hacia Dalmally, y en él aparecían trechos de maleza enmarañada donde los árboles habían caído y estaban ahora podridos y de color gris. Aquel sector, le explicó Colin, presentaba los efectos de la gran tormenta que había arrasado Argyllshire hacía algunos años. Era un bosque muerto, un bosque de árboles muertos.

Hacia el Sur, entre pinos de follaje puntiagudo, se veía muy lejos el gran castillo de Argyll con las cuatro grandes torres cuyos tejados cambian de color cuando llueve. Más lejos aún debía de estar el edificio de la Corte de Justicia en la cual Jacobo Estuardo, guardián de Allen Breck Estuardo, fue juzgado y condenado por el asesinato de Appin. Toda la tierra era rica y palpitaba de nombres famosos, canciones, tradiciones, supersticiones…

—Doctor Campbell —dijo Alan en voz muy baja—, ¿cómo murió el viejo Campbell?

Unas cuantas chispas brotaron de la pipa de Colin.

—¿Me lo preguntas a mí? No lo sé. Sólo sé que no se suicidó. ¿Matarse Angus? ¡Tonterías!

Nuevamente brotaron las chispas de su pipa.

—No quiero ver colgado a Alec Forbes —añadió comunicativamente—, pero no tendrán otro remedio que colgarlo. Alec Forbes era perfectamente capaz de arrancarle el corazón a Angus y quedarse sin el menor remordimiento de conciencia.

—¿Quién es Alec Forbes?

—Un individuo que vino y se radicó en estos lugares, y bebe demasiado, y también se considera un inventor en pequeña escala. Él y Angus colaboraron en un proyecto. El resultado fue el habitual en este tipo de colaboración: un fracaso. Forbes dijo que Angus lo había estafado. Seguramente era verdad.

—¿De modo que Forbes vino aquí y armó un escándalo la noche del… asesinato?

—Sí. Subió hasta el dormitorio de Angus, aquí en la torre, y quiso arreglar cuentas con mi hermano. Seguramente estaba ebrio.

—¿Pero lo echaron de la casa?

—Sí. Mejor dicho, Angus lo echó. Angus no era un hombre débil, a pesar de sus años y de su peso. Luego las mujeres fueron al dormitorio, y tuvieron que revisarlo, como asimismo las otras habitaciones, para asegurarse de que Alec Forbes no había regresado.

—Evidentemente, no había regresado.

—Exactamente. Entonces Angus cerró su puerta con llave… y con cerrojo. Durante la noche, algo sucedió.

Si sus uñas hubiesen sido más largas, Colin se las habría mordido.

—El forense fijó la hora de la muerte como no anterior a las diez ni posterior a la una. ¿Para qué infiernos nos sirve esto? Sabemos que no murió antes de las diez, de cualquier manera, porque a esa hora lo vieron vivo por última vez. Pero el forense se negó a limitar más su cálculo. Dijo que las heridas de Angus no debieron matarlo instantáneamente, de modo que probablemente permaneció inconsciente, pero con vida, durante algún tiempo antes de morir.

»Sea como fuere, sabemos con certeza que Angus se había retirado cuando sucedió todo.

—¿Cómo lo sabemos?

Colin hizo un gesto de exasperación.

—Porque vestía un camisón cuando lo encontraron. Además, las ropas de la cama estaban en desorden. Había apagado la luz y retirado la cortina de oscurecimiento de la ventana.

Alan se sobresaltó ligeramente.

—¿Sabe una cosa? —murmuró—. Había olvidado casi enteramente que estamos en guerra, así como el asunto de los oscurecimientos. Pero, veamos —añadió e hizo un gesto con la mano en dirección a la ventana—. ¡Estas ventanas no tienen cortinas de oscurecimiento!

—No. Angus sabía subir y bajar por esta escalera a oscuras. Decía que ponerles cortinas de oscurecimiento era malgastar el dinero. En cambio, una luz en su cuarto se habría visto desde millas a la redonda, como debió admitir el propio Angus. ¡Demonios, no me hagas tantas preguntas! Ven y ve el dormitorio con tus propios ojos.

Dicho esto vació los restos del tabaco de su pipa y corrió como un mono desgarbado por el trecho de escalera que restaba.