—Pero tenía entendido que… —comenzó a decir Alan.
—¿Creías que era rico? ¡Sí! ¡Todo el mundo lo creía! Pero es la historia de siempre —a continuación los comentarios de Colin se volvieron sumamente misteriosos—. ¡Helados! —dijo—. ¡Tractores! ¡El oro del corsario Drake! Invariablemente los avaros se comportan como tontos cuando creen poder hacerse más ricos aún. No es que Angus fuese precisamente un avaro, les diré. Era un sinvergüenza, pero un sinvergüenza decente, si entienden lo que quiero decir. Me ayudó cuando lo necesité, y también habría ayudado a nuestro otro hermano, si alguien hubiera sabido dónde estaba el muy bandido después de que tuvo esas dificultades.
»Pero ¿qué están haciendo, inmóviles? ¡Entren en la casa! Y usted… ¿Dónde está su maleta?
Swan, que había tratado de decir alguna palabra durante aquel monólogo, renunció a hablar, por lo menos por el momento. En cuanto Colin le dio esta oportunidad, dijo:
—No me quedaré, gracias —y volviéndose hacia el conductor, le preguntó—. ¿Puede esperarme?
—Sí, lo esperaré.
—Entonces, todo está arreglado —dijo Colin—. ¡Oye, tú, Jock! Ve por el lado a la cocina y diles que te den medio vaso. Del mejor whisky de Angus, tenlo presente. El resto, síganme.
Dejaron tras ellos a un hombre que protestaba vehementemente por no llamarse Jock. Y siguieron a Colin hacia la puerta ojival. Swan, que parecía estar preocupado por algo, tocó levemente el brazo de su anfitrión.
—Escuche —dijo—. Quizá no deba entrometerme, pero ¿está seguro de saber lo que hace?
—¿Saber lo que hago? ¿En qué sentido?
—En el siguiente —dijo Swan echando hacia atrás su sombrero—: He oído hablar mucho de la capacidad de los escoceses para consumir whisky, pero esto supera todo lo que he oído decir. ¿Quiere decir que un cuarto de litro de whisky es la ración habitual de trago en estas regiones? ¡El hombre no podrá ver la carretera cuando regresemos!
—Medio vaso, señor sajón, es una medida pequeña de whisky en estas regiones. ¡Ahora, ustedes! —dijo Colin, colocándose detrás de Kathryn y Alan y empujándolos sin ceremonia—. Tienen que comer algo. Hay que mantener las fuerzas.
El vestíbulo al cual los condujo era espacioso, aunque la atmósfera era algo cerrada, y olía a piedras viejas. Apenas alcanzaban a distinguir algo en la penumbra. Colin abrió una puerta a la izquierda.
—Esperen aquí, ambos —ordenó—. Swan, muchacho, venga conmigo. Buscaré a Elspat. ¡Elspat! ¡Elspat! ¿Dónde diablos estás, Elspat? ¡Ah! Si oyen voces que discuten en la habitación contigua, sólo son Duncan, el Agente de la Ley y Walter Chapman, de la Compañía de Seguros Hércules.
Una vez solos, Alan y Kathryn se encontraron en un salón muy largo pero de techo algo bajo, en el cual se percibía un olor tenue pero a la vez definido a hule húmedo. Habían encendido el fuego en la chimenea para caldear el ambiente fresco del atardecer. A la luz del fuego y de la claridad débil que entraba por las dos ventanas que miraban al lago, vieron que los muebles estaban tapizados de crin, que los cuadros eran grandes, numerosos y casi invariablemente con marcos dorados muy anchos, y que la alfombra era roja pero estaba desteñida.
Sobre una mesita, a un lado, había una enorme Biblia familiar. Una fotografía con el marco envuelto en crespón negro estaba sobre la repisa cubierta con un paño rojo con borlas en las esquinas, encima de la chimenea. La semejanza del hombre de la fotografía con Colin, a pesar del hecho de que tenía el rostro enteramente afeitado y el pelo blanco, no daba lugar a dudas de quién era.
No se oía ni el tic-tac de un reloj. Instintivamente hablaron en un susurro.
—Alan Campbell —dijo Kathryn, cuyo rostro estaba sonrosado como una manzana—, ¡eres una mala persona!
—¿Por qué?
—¡Por amor del cielo! ¿Acaso no ves lo que piensan de nosotros? ¡Y ese terrible diario, el Daily Floodlight, es capaz de publicar cualquier cosa! ¿No te importa nada?
Alan reflexionó sobre esto último.
—Francamente —repuso, y con ello se sorprendió a sí mismo—, no. Mi único pesar es que nada de lo que piensan es cierto.
Kathryn se desconcertó visiblemente, y apoyó la mano como para sostenerse, sobre la mesa en la cual estaba la Biblia. Alan pudo ver, no obstante, que su rubor era más intenso que nunca.
—¡Doctor Campbell! ¡No comprendo qué te ha sucedido!
—Tampoco yo lo sé —Alan tuvo la sinceridad de admitir—. No sé si los aires escoceses suelen afectar a todo el mundo de esta manera…
—¡Espero que no!
—La verdad es que siento ganas de tomar una espada escocesa y pasearme con ella por aquí. Además, me siento un gran libertino y la sensación me gusta muchísimo. Dicho sea de paso, ¿te ha dicho alguien que eres una doncella lindísima?
—¡Doncella! ¿Doncella, dijiste?
—Es un término de la literatura clásica del siglo XVI.
—Desde luego, no soy nada comparable a tu hermosa Duquesa de Cleveland —observó ella.
—Lo reconozco —convino Alan, estudiándola detenidamente—. Tienes unas proporciones que no habrían despertado mucho entusiasmo en Rubens. Pero de todos modos…
—¡Calla!
En un extremo de la sala frente a las ventanas, había una puerta entreabierta. De la habitación contigua llegaron dos voces diferentes que hablaban simultáneamente, como al cabo de un largo silencio. Una era seca y de persona mayor, y la otra debía pertenecer a un hombre más joven y ágil, y su tono era, también, más suave. Las voces se disculpaban mutuamente. La voz del hombre más joven prosiguió la conversación:
—Mi querido Mr. Duncan —dijo—. Aparentemente, no aprecia mi posición en este asunto. Soy simplemente el representante de la Compañía de Seguros Hércules. Es mi deber investigar esta muerte de un asegurado…
—E investigarla con objetividad.
—Desde luego. Investigarla, y aconsejar a mi firma sobre la conveniencia de pagar la póliza o bien llevar a juicio el asunto. ¡No hay nada personal en mi actitud! Haría cualquier cosa por ayudar a los suyos. Yo conocía al viejo Angus Campbell y lo apreciaba mucho.
—¿Lo conocía personalmente?
—Sí.
La voz del mayor, que era siempre precedida por una fuerte inhalación nasal, habló ahora con aire de sorpresa.
—En ese caso, permítame formularle una pregunta, Mr. Chapman.
—Diga.
—¿Habría llamado a Mr. Campbell un hombre en sus cabales?
—Indudablemente.
—Un hombre consciente, digamos —la voz adquirió mayor sequedad al proseguir—, del valor del dinero.
—Decididamente, sí.
—Bueno. Veamos ahora, Mr. Chapman. Además de los seguros de vida en su compañía mi cliente tenía dos pólizas en otras compañías.
—Naturalmente, no estoy al corriente de eso.
—¡Pues yo se lo digo, señor! —afirmó enfáticamente la voz del hombre mayor, y se oyó el golpe de los nudillos de una mano sobre la madera—. Tenía dos pólizas muy elevadas en la Compañía de Seguros de Gibraltar y en la Compañía Planet.
—Pues, bien…
—Muy bien. Los seguros de vida representan todos sus bienes, Mr. Chapman. La totalidad de sus bienes, señor mío. Eran los únicos bienes que tuvo el sentido común de no comprometer en sus locas aventuras comerciales. Cada una de estas pólizas contiene una cláusula relativa a la eventualidad de un suicidio.
—Es lógico.
—Estoy de acuerdo con usted. ¡Es lógico! Pero escúcheme. Tres días antes de morir, Mr. Campbell se hizo una póliza más, nuevamente en la compañía que usted representa, por valor de tres mil libras. Diría que… que las primas, a la edad de Mr. Campbell, deben ser… enormes.
—Desde luego son muy elevadas. Pero nuestros médicos consideraban a Mr. Campbell un buen riesgo, con probabilidades de vivir quince años más.
—Muy bien. Con esto —prosiguió Mr. Alistair Duncan, Agente de la Ley y Escribiente del Sello— tenemos un total de treinta y cinco mil libras en seguros.
—¿Sí?
—Y cada una de las pólizas contenía una cláusula sobre suicidio. ¡Vamos, señor! ¡Piense detenidamente, señor mío! ¿Puede usted, un hombre de mundo, imaginar por un instante que tres días después de hacerse esa póliza adicional Angus Campbell fuese capaz, deliberadamente, de suicidarse y perderlo todo? Se produjo un silencio.
Alan y Kathryn, que escuchaban sin escrúpulos, oyeron que uno de los dos andaba pausadamente por la habitación. Imaginaban la melancólica sonrisa del Abogado.
—¡Vamos, señor, vamos! Usted es inglés. Pero yo soy escocés, y el Procurador Fiscal también lo es.
—Reconozco que…
—Debe reconocerlo, Mr. Chapman. —¿Y qué insinúa en ese caso?
—Asesinato —repuso inmediatamente el Agente de la Ley—. Probablemente el asesino fue Alec Forbes. Usted está enterado de su disputa con Mr. Campbell. Está enterado asimismo de la visita de Forbes en la noche de la muerte de Mr. Campbell. Está enterado, en fin, de la misteriosa maleta, o mejor dicho, de la caja para trasladar perros, o como quiera que se llame, y del diario desaparecido.
Se produjo otro silencio. Los lentos pasos recorrían la habitación de un extremo a otro, y en su rumor había una sugerencia de preocupación. Mr. Walter Chapman, de la Compañía de Seguros Hércules, habló por fin con un tono de voz diferente.
—¡Pero, vamos, Mr. Duncan! ¡No podemos apoyarnos en elementos de juicio como esos! —dijo.
—¿No?
—No. Está muy bien decir «¿Habría hecho esto, o aquello?», pero, a juzgar por las pruebas, lo hizo en realidad. ¿Me permite tomar la palabra unos instantes?
—Hable, por favor.
—¡Muy bien! Veamos. Mr. Campbell dormía habitualmente en esa habitación en lo alto de la torre. ¿No es verdad?
—Exactamente.
—En la noche de su muerte, observaron que se retiraba como de costumbre a las diez de la noche, y que cerraba la puerta y echaba el cerrojo por dentro. ¿Aceptado?
—Aceptado.
—Encontraron su cuerpo temprano a la mañana siguiente, al pie de la torre. Había muerto a raíz de la fractura de la columna vertebral y de las heridas múltiples sufridas por la caída.
—Sí.
—No estaba —prosiguió Chapman— narcotizado ni mostraba signos de violencia, según demostró la autopsia. Debemos, pues, eliminar la posibilidad de una caída accidental.
—Yo no elimino nada, señor mío. De todos modos, prosiga.
—Ahora veamos las posibilidades de asesinato. Por la mañana, la puerta seguía cerrada con llave y con el cerrojo echado por dentro. La ventana, y usted no puede negar esto, Mr. Duncan, es absolutamente inaccesible. La hicimos examinar por un obrero especializado en las reparaciones de cúpulas de torres de Glasgow.
»Esa ventana está a veinte metros aproximadamente del suelo. No hay otras ventanas en ese lado de la torre. Debajo, la pared cae lisa y perfectamente vertical hasta el suelo. Arriba hay un techo cónico de pizarra resbaladiza.
»El obrero de Glasgow está dispuesto a jurar que nadie, sea con sogas o bien con otros elementos, podría haber subido a esa ventana, como tampoco haber descendido. Entraré en detalles, si lo desea…
—No es necesario, estimado Mr. Chapman.
—Así, pues, las posibilidades de que alguien haya trepado hasta la ventana, empujado a Mr. Campbell y bajado nuevamente desde ella, o hasta de que se haya ocultado en la habitación, en la cual no había nadie, como sabemos, para bajar posteriormente, son absolutamente nulas.
Chapman se detuvo.
Pero Mr. Alistair Duncan parecía no estar ni impresionado ni convencido por la exposición.
—En ese caso —preguntó el abogado—, ¿cómo se introdujo esa caja para llevar perros en la habitación?
—¿Cómo?
La voz melancólica de Mr. Duncan prosiguió.
—Mr. Chapman, permítame que le refresque la memoria. A las nueve y media de la noche se había producido una violenta disputa con Alec Forbes, quien entró por la fuerza en la casa y en la habitación de Mr. Campbell. Lo… lo sacaron con cierta dificultad.
—¡Muy bien!
—Más tarde, tanto Miss Elspat Campbell como la sirvienta, Kirstie MacTavish, tuvieron miedo de que Forbes hubiese regresado y se hubiese ocultado en la casa con la intención de hacer daño a Mr. Campbell.
»Miss Campbell y Kirstie revisaron la habitación de Mr. Campbell. Miraron en el ropero y demás muebles. Miraron también —lo que, dicen, es hábito de todas las mujeres— debajo de la cama. Como usted dice, no había nadie oculto allí. Pero observe este hecho, señor, obsérvelo: cuando derribaron la puerta de Mr. Campbell a la mañana siguiente, hallaron debajo de la cama un artículo de cuero y metal semejante a una maleta de gran tamaño, con tejido de alambre en uno de los extremos. Era el tipo de cajón que se suele utilizar para trasladar perros en los viajes. Las dos mujeres juran que dicho receptáculo no estaba debajo de la cama cuando miraron allí la víspera, inmediatamente antes de que Mr. Campbell cerrase la puerta con llave y le echase el cerrojo por dentro.
La voz hizo una pausa intencionada.
—Sólo pregunto, Mr. Chapman —continuó—: ¿cómo fue introducido allí ese cajón?
El representante de la compañía de seguros lanzó un quejido.
—Repito, señor, que sólo quiero formular esa pregunta —agregó Mr. Duncan—. Si me acompaña, para hablar unas palabras con Mr. Maclntyre, el fiscal…
Se oyeron pasos en la habitación contigua. Una figura apareció en la sala sumida en la penumbra, y se inclinó para evitar un choque con la parte superior del marco de la puerta, algo bajo. Seguidamente accionó un interruptor eléctrico junto a la puerta.
Al iluminarse la sala Kathryn y Alan se sintieron atrapados y culpables de haber estado escuchando la conversación. Una araña de gran tamaño con varios brazos de bronce, capaces de contener seis bombillas eléctricas pero que en realidad tenía una sola, brillaba sobre sus cabezas.
La imagen que Alan se había forjado mentalmente de Alistair Duncan y de Walter Chapman era más o menos correcta, salvo que el Agente de la Ley era más alto y más delgado, y el representante de la Compañía de Seguros más bajo y más grueso de lo que había esperado.
El abogado era encorvado de hombros y ligeramente miope, con una voluminosa nuez de Adán y pelo canoso en torno a una pequeña calva pálida. El cuello de la camisa le quedaba demasiado holgado, pero la chaqueta negra y los pantalones rayados le daban, no obstante, un aspecto de hombre importante.
Chapman era un hombre joven y de rostro fresco. Vestía un traje de chaqueta cruzado, de corte elegante, y tenía una actitud serena pero preocupada. El pelo rubio, impecablemente cepillado, brillaba a la luz. Era el tipo de hombre que, cuando Angus Campbell era joven, se hubiera dejado crecer la barba a los veintiún años y vivido, a partir de aquel momento, de acuerdo con la personalidad que le confería.
—¡Ah… oh! —dijo Duncan parpadeando desconcertado al ver a Alan y a Kathryn—. ¿No han visto a… a Mr. Maclntyre?
—No, creo que no —repuso Alan, y se dispuso a presentarse—. Mr. Duncan, somos…
Los ojos del abogado se dirigieron hacia otra de las puertas, la que quedaba frente a la del vestíbulo.
—Diría, estimado señor —prosiguió, dirigiéndose a Mr. Chapman—, que debe haber subido a la torre. ¿Quiere tener la bondad de acompañarme, por favor? —por última vez Duncan miró a los dos recién llegados—. ¿Cómo están ustedes? —preguntó cortésmente, y añadió en seguida—: Buenas tardes.
Sin una palabra más abrió la puerta y dejó que Chapman lo precediese. Los dos hombres salieron y la puerta se cerró detrás de ellos.
Kathryn se quedó mirando en aquella dirección.
—¡Bueno! —dijo explosivamente—. ¡Bueno, bueno!
—Sí —dijo Alan—, la verdad es que su actitud es un poco vaga, excepto cuando habla de lo que le interesa, seguramente. Pero reconozco que ese es el tipo de abogado que conviene. Emplearía a este señor en cualquier circunstancia.
—Pero, doctor Campbell…
—¿Quieres hacerme el favor de dejar de llamarme «doctor»?
—Muy bien, ya que insistes, Alan —los ojos de Kathryn resplandecían de interés y entusiasmo—. La situación es terrible, y sin embargo… ¿Oíste lo que dijeron?
—Naturalmente.
—No pudo haberse suicidado, y al mismo tiempo, no es posible que lo hayan asesinado. Es…
No terminó la frase, pues los interrumpió la entrada de Charles Swan. Apareció por la puerta que daba al vestíbulo. Pero aquel Swan era un Swan imbuido de su personalidad de periodista. Aunque en general era cuidadoso de sus modales, había olvidado, como de costumbre, quitarse el sombrero, el cual estaba adherido por un medio misterioso a la parte posterior de la cabeza. Entró como si andase sobre huevos.
—¿Es o no es una historia sensacional? —preguntó, pero ésta era una pregunta puramente convencional—. ¿Es o no es una historia sensacional? ¡Cielos!… Escuchen. Nunca pensé que tuviese interés, pero mi editor (es verdad que ustedes acostumbran llamarlos jefes de redacción) pensó que quizá había material de valor. ¿Tenía o no razón?
—¿Dónde ha estado?
—Hablando con la criada. Hay que conquistar a las criadas en primer lugar, siempre que sea posible. Pero escuchen.
Swan abrió y cerró las manos, miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos en la habitación, y bajó la voz.
—El doctor Campbell (me refiero a Colin) acaba de desenterrar a la vieja. Van a traerla aquí para exhibirme en su presencia.
—¿No la ha visto aún?
—¡No! De todos modos tengo que hacerle buena impresión, aunque me cueste la vida. Sin duda será fácil, porque la señora tiene una opinión elevada del Daily Floodlight, opinión que otros —y Swan los miró intencionadamente— evidentemente no comparten. Pero es posible que este material sirva para un artículo por día. ¡Hasta es posible que la vieja me invite a albergarme aquí! ¿Qué piensan ustedes?
—Creo que sí. Pero…
—¡Bueno, aquí está Charles Swan, dispuesto a cumplir su deber! —dijo Swan fervorosamente, como si pronunciase una plegaria—. Debemos congraciarnos con ella de cualquier manera, pues, aparentemente, es una especie de dictadora en la familia. Prepárense, pues. El doctor Campbell la traerá de un momento a otro.