El automóvil avanzaba velozmente, hasta que dejó atrás el pequeño astillero, el Holy Loch, las colinas cubiertas de espesa vegetación, ascendió la pendiente detrás de Heather Jock y se internó en el trecho de carretera recta y prolongada que corría junto al profundo Loch Eck.
El conductor los conquistó inmediatamente. Era un hombre musculoso y de rostro rubicundo, sumamente locuaz, con ojos azules y singularmente luminosos y un vasto acopio de algo que parecía divertirlo en forma secreta e ininterrumpida. Swan iba sentado junto a él, mientras Kathryn y Alan ocupaban el asiento trasero. Swan había comenzado por mostrarse fascinado por la pronunciación del hombre, y terminó por tratar de imitarla.
Al señalar un pequeño arroyuelo que bajaba por una colina, el conductor había manifestado que se trataba de un wee burn. Inmediatamente Swan se apropió de estos términos, y desde aquel momento el agua en cualquiera de sus formas, aunque fuese un torrente de montaña capaz de arrastrar consigo una casa, se convirtió para él en un wee burn. Y Swan no sólo llamaba la atención hacia ellos, sino que experimentaba la pronunciación de la «r», dándole un sonido semejante al estertor de los moribundos o bien a una gárgara exageradamente prolongada.
Hacía esto con la consiguiente sensación de incomodidad por parte de Alan, quien no tenía por qué haberse preocupado. El conductor se mantenía impasible. Era como si, digamos, sir Cedric Hardwicke hubiese oído hacer comentarios sobre la pureza de su dicción al cómico Jimmy Durante.
Los que consideran a los escoceses adustos o poco comunicativos, pensó Alan, deberían haber oído a aquel ejemplar. Era imposible lograr que callase. Proporcionaba detalles de todos los puntos por donde pasaban, y con una exactitud sorprendente, según comprobaron al consultar la guía de Swan.
Su trabajo habitual consistía, según les dijo, en conducir un automóvil fúnebre. Seguidamente los entretuvo con una descripción de numerosos entierros de gran pompa, a los cuales se refería con modesto orgullo, y en los cuales le había correspondido el honor de conducir los restos. Aquello dio a Swan la oportunidad que buscaba. «¿Por casualidad condujo usted los restos en un entierro que tuvo lugar hace aproximadamente una semana?».
A la izquierda, Loch Eck se extendía como un viejo espejo manchado, rodeado de colinas. Ni una ola o movimiento perturbaba su superficie. Nada se movía en los barrancos cubiertos de abetos y pinos, que llegaban hasta una extensión semejante a una enorme calva formada por un saliente rocoso. Lo que adormecía la mente era la calidad del silencio total que los envolvía, como una barrera que los aislaba del mundo, pero que a la vez les daba una sensación de vida oculta. Era como si aquellas colinas ocultasen aún los primitivos escudos de sus antiguos guerreros.
El conductor permaneció silencioso durante tanto rato, mientras sus grandes manos rojas aferraban el volante, que creyeron que no había oído o comprendido la pregunta. Por fin habló.
—Se referirá usted al viejo Campbell, de Shira —dijo.
—Aye —afirmó Swan con la mayor seriedad. La terminología escocesa era contagiosa. En varias oportunidades Alan había estado a punto de usar aquella palabra.
—Y según creo, ustedes también son Campbell, ¿no?
—Ellos dos son Campbell —repuso Swan, señalando el asiento trasero con la cabeza—. Yo soy MacHolster, llamado a veces MacQueen.
El conductor se volvió a medias y lo miró fijamente. Pero Swan había sido perfectamente sincero.
—Ayer llevé allí a uno de ellos —dijo el conductor lacónicamente—. Colin Campbell. Tan escocés como yo mismo, a pesar de que hablaba como un inglés.
Su rostro se ensombreció.
—¡Nunca oí tanta charla y tantos aspavientos! ¡Es un ateo, y no le da vergüenza admitirlo! Me dijo todo lo que le vino a la lengua —dijo el conductor con aire resentido— porque se me ocurrió que hay cosas inexplicables en Shira. Dije la pura verdad.
Nuevamente se produjo una pausa prolongada, mientras las ruedas del automóvil chirriaban sobre la carretera.
—Al decir esto —observó Alan— quiere indicar que hay algo misterioso, ¿no?
—Sí.
—Pero si Shira es un lugar misterioso, ¿en qué consiste ese misterio? ¿Fantasmas?
El conductor golpeó el volante con un gesto lento y pesado, como si quisiese pegar un sello sobre él.
—No digo que sean fantasmas, ni tampoco que no lo sean. No quiero decir qué es. Digo que hay un misterio. Eso es todo.
Después de silbar entre dientes, Swan abrió la guía de turismo. Mientras el automóvil se sacudía y la luz de la larga tarde adquiría una tonalidad dorada, buscó el capítulo dedicado a Inveraray, y leyó en voz alta:
«Antes de entrar en el pueblo por la carretera principal, el viajero debe observar a su izquierda el Castillo de Shira.
El edificio no ofrece características de interés arquitectónico. Fue construido hacia fines del siglo XVI, pero desde entonces ha sido ampliado. Se reconocerá por su torre redonda con un techo cónico de pizarra en la esquina sudeste. Esta torre, de veinte metros aproximadamente de altura, fue, según se supone hoy, el punto de partida de un plan de construcción muy ambicioso que posteriormente fue abandonado.
La tradición dice que en 1692, después de la masacre de Glencoe, en febrero de ese año…».
Swan interrumpió la lectura:
—¡Un momento! —dijo, acariciándose el mentón—. He oído hablar de la masacre de Glencoe. Recuerdo, cuando iba a la escuela en Detroit… Pero ¿qué diablos le ocurre? ¡Eh!
El conductor había recobrado el buen humor evidentemente, y se mecía sobre el volante presa de un paroxismo de hilaridad silenciosa, al punto que las lágrimas brotaban de sus ojos.
—¿Qué sucede, hombre? —le preguntó Swan—. ¿Qué es?
El conductor estaba casi ahogado de risa. Su hilaridad era como una tortura.
—Pensé que era norteamericano —declaró—. Dígame, ahora. ¿Sabe el cuento del hermano Angus, que era tan tacaño que no daba ni los buenos días?
Swan se golpeó la frente.
—Pero, señor, ¿acaso no ve la gracia? ¿No tiene sentido del humor?
—Aunque no lo crea —repuso Swan—, la veo. Pero no soy norteamericano. Soy canadiense, aunque haya ido a la escuela en Detroit. Y si alguien más me cuenta la anécdota del hermano Angus en el día de hoy, lo mataré. Lo cual me recuerda que le ruegue que deje de reír tan inmoderadamente. ¡Trate de observar la dignidad propia de un escocés!
—Bien —prosiguió Swan—. Hablábamos sobre la masacre de Glencoe. Recuerdo que la representamos en la escuela hace muchos años. Lo que no puedo recordar es si los MacDonald mataron a los Campbell, o los Campbell mataron a los MacDonald.
Fue Kathryn quien repuso:
—Los Campbell mataron a los MacDonald, naturalmente. Dígame —añadió dirigiéndose al conductor—: ¿guardan rencor sobre ese hecho en la región?
El conductor se enjugó las lágrimas y recobrando su expresión seria, le aseguró que no.
Swan abrió nuevamente la guía.
«Según la tradición, en 1692, después de la masacre de Glencoe, en febrero de ese año, Ian Campbell, soldado de las fuerzas de Campbell en Glenlyon, se sintió tan atormentado por el remordimiento que se suicidó arrojándose desde la ventana de lo alto de la torre Murió destrozado sobre las piedras al pie de la torre».
Swan levantó la vista.
—¿Acaso no fue eso lo que le ocurrió al viejo el otro día?
—Sí.
«Otra leyenda dice que este suicidio no fue causado por el remordimiento, sino por la “presencia” de una de sus víctimas, cuyo cuerpo deshecho lo persiguió de habitación en habitación hasta que no le quedó otra alternativa, para evitar que lo alcanzase, que…».
Swan cerró el libro bruscamente.
—Creo que esto es suficiente —dijo. Sus ojos se entrecerraron, y con tono muy suave, preguntó—: ¿Qué sucedió, de todos modos? El viejo no dormía en lo alto de la torre, ¿no?
El conductor se negaba a participar en aquellas conjeturas. Su actitud parecía expresar que quien no hace preguntas no recibe mentiras como respuestas.
—Dentro de un instante verán Loch Fyne, e inmediatamente Shira —dijo—. ¡Vamos, Luke!
Al llegar a una encrucijada de carreteras, doblaron a la derecha en dirección a Strachar. Una extensión de lago resplandeciente se extendía ahora delante de la vista. Todos expresaron su admiración frente al espectáculo.
El lago parecía largo y ancho, y hacia el Sur, a la derecha del automóvil, interminable. En aquella dirección se curvaba y se ensanchaba en una herradura plateada por el sol, hasta que uno de los extremos se estrechaba hasta el final, a unas tres millas de distancia. Las colinas eran de contornos suaves, negras o de color púrpura oscuro, excepto donde rayos aislados de sol caían sobre una mancha de brezo de tintes alilados o sobre el verde oscuro de los pinos, coronándolas y alisándolas como un manto de tonos pardos.
En el extremo opuesto del lago, y a lo lejos, a lo largo de la orilla, alcanzaban a divisar las siluetas confusas de las casas blancas y bajas de un pueblo protegido detrás de una cortina de árboles. Vieron asimismo el campanario de una iglesia, y sobre la colina que dominaba todo aquel sector, un punto que se asemejaba a la torre de un vigía. Tan diáfano era el aire que, aun a esa distancia, Alan habría jurado que veía las casas blancas reflejadas en las aguas inmóviles.
—Inveraray —dijo el conductor señalando con el dedo.
El automóvil proseguía la marcha. Swan estaba tan evidentemente fascinado por el espectáculo que hasta olvidó señalar los «wee burns».
La carretera, excelente como todas las que habían recorrido hasta allí, corría recta junto a la orilla del lago y paralelamente a su dimensión longitudinal, en dirección al Norte de manera que para llegar a Inveraray, situada en la orilla opuesta, debían alcanzar el extremo del lago, dar una vuelta completa y regresar paralelamente a la carretera que recorrían en aquel momento hasta la aldea, en el punto exactamente opuesto.
Esto era, por lo menos, lo que había supuesto Alan. Inveraray parecía muy cercana ahora, al otro lado del lago resplandeciente y en su trecho más angosto. Se arrellanó, pues, cómodamente y se solazó en el espectáculo de las extensas y sólidas colinas, cuando el automóvil se detuvo de pronto con una brusca sacudida. El conductor bajó.
—Bajen —dijo sonriendo—. Donald MacLeish tiene un bote aquí, según creo.
Los tres se quedaron mirándolo.
—¿Dijo bote? —preguntó Swan.
—Sí.
—Pero ¿para qué diablos necesitamos un bote?
—Para cruzar el lago.
—¡Pero la carretera pasa por la orilla opuesta! ¿No puede llevarnos hasta allí, y entrar en Inveraray por la carretera de la orilla opuesta?
—¿Malgastar gasolina cuando tengo mis brazos? —preguntó el conductor escandalizado—. ¡No soy tan tonto! Bajen. Por la carretera son cinco o seis millas.
—Bueno —dijo Kathryn sonriendo, pues apenas había conseguido mantenerse seria—. Por lo que a mí se refiere, no me desagradará viajar por agua.
—A mí tampoco —dijo Swan—, siempre que otro se encargue de remar. ¡Pero, vamos, hombre! —añadió, agitando las manos—. ¿Por qué procede así? ¿Acaso paga usted gasolina? La costea la Compañía, ¿no es así?
—Sí. Pero el principio es el mismo. Suban al bote.
Así fue como un trío exageradamente solemne, con un conductor de automóvil muy alegre que ahora manejaba los remos, fue conducido a través del lago, en el silencio del atardecer.
Kathryn y Alan, con las maletas a sus pies, iban sentados en la popa del bote, mirando hacia Inveraray. Era la hora en que el agua parece tener un color más claro y más luminoso que el del cielo, y se perciben algunas sombras sobre ella.
—¡Brrr! —expresó Kathryn al cabo de unos minutos.
—¿Tienes frío?
—Sí, un poco. Pero no es eso —repuso ella. Miró al conductor transformado en remero—. Ese es el sitio, ¿no? ¿Allá, donde se ve un pequeño embarcadero?
—Sí —repuso el hombre, volviéndose para mirar por encima de su hombro. Los toletes chirriaron ásperamente—. No tiene un aspecto muy imponente, pero dicen que el viejo Angus Campbell dejó más plata que la que uno pueda imaginar.
Contemplaron en silencio cómo el Castillo de Shira se agrandaba y parecía avanzar gradualmente hacia ellos.
Estaba a cierta distancia de la aldea, y la fachada principal miraba al lago. Construido en piedra antiquísima y en ladrillos pintados de color gris, con tejados muy empinados de pizarra, se extendía desordenadamente a lo largo de la orilla. Una palabra usada por Kathryn, «reducido», para describir el edificio, acudió inmediatamente a la memoria de Alan.
Lo que se destacaba en primer término era la torre. Redonda, de piedra gris manchada de musgo, se levantaba hasta terminar en un techo cónico de pizarra, sobre el lado sudeste de la casa. En la fachada que miraba hacia el lago había, aparentemente, una sola ventana. Era una ventana con pequeños cristales, de dos hojas, situada muy cerca del techo, y desde ella hasta las lajas desiguales que cubrían el suelo al pie de la torre y delante de la casa, debía de mediar una distancia de unos veinte metros, aproximadamente.
Alan pensó en la horrible caída desde aquella ventana y se movió en su sitio, presa de una sensación aprensiva.
—Supongo —dijo Kathryn con tono vacilante— que… será… pues… una vivienda anticuada.
—¡Nada de eso! —repuso el conductor con desdén—. Tienen luz eléctrica.
—¿Luz eléctrica?
—Sí. Y también un cuarto de baño, aunque no estoy seguro de esto —nuevamente miró por encima del hombro, y su rostro se ensombreció—. ¿Ven en el pequeño embarcadero al hombre de pie que mira hacia aquí? Es el doctor Colin Campbell, de quien les hablé hace un rato. Ejerce la Medicina en Manchester o en otra ciudad pagana semejante.
La figura junto al pequeño muelle se mezclaba en parte con los grises y pardos del paisaje. Pertenecía a un hombre de baja estatura, pero muy ancho de espaldas y musculoso, con los hombros echados hacia atrás en actitud de obstinación y agresividad. Llevaba una vieja chaqueta de cazador, pantalones de pana y polainas altas, y tenía las manos hundidas en los bolsillos.
Era la primera vez en muchos años que Alan veía un médico con barba y bigotes. Los de Colin Campbell, aunque muy recortados, eran desordenados y daban una impresión de algo hirsuto en combinación con los enmarañados cabellos. Tanto éstos como la barba y bigote eran de un color castaño indefinido, con vetas que podían ser rubias o más probablemente grises. Colin Campbell, el primero de los dos hermanos menores de Angus, debía de tener de sesenta y cinco a setenta años, pero aparentaba menos edad.
Alan, seguido por Swan, ayudaba a Kathryn a bajar del bote; Colin los observaba en actitud crítica. A pesar de que sus modales no eran descomedidos, siempre había en ellos algo de aspereza.
—¿Y quiénes son ustedes? —preguntó con una profunda voz de bajo.
Alan hizo las presentaciones. Colin retiró las manos de sus bolsillos, pero no las tendió para estrechar las de los visitantes.
—Bueno —dijo—. Ya que están aquí, entren. ¿Por qué no? Todos están aquí. El fiscal, el abogado, el hombre de la Compañía de Seguros, el tío Tom Cobleigh y el resto. Supongo que ésta ha sido una iniciativa de Alistair Duncan.
—¿Es el abogado?
—Aquí lo llamamos el Agente Legal —le corrigió Colin con una sonrisa feroz que no dejó de agradar a Alan—. Agente de la Ley, cuando estamos en Escocia. Sí. A él me refería.
Se volvió hacia Swan, y sus espesas cejas se juntaron sobre un par de ojos de mirada leonina.
—¿Cómo dijo que se llama usted? ¿Swan? ¿Swan? No conozco a nadie de ese nombre.
—Estoy aquí —dijo Swan, en actitud de esperar una repulsa— por solicitud de Miss Elspat Campbell.
Colin lo miró atentamente.
—¿Conque Elspat lo mandó llamar? —dijo a gritos—. ¿Elspat? ¡Demonios! ¡No lo creo!
—¿Por qué no?
—Porque a menos que se trate de un médico o de un pastor, la tía Elspat nunca ha mandado llamar a nadie ni a nada en toda su vida. La única persona o cosa que ha deseado tener a su lado en su vida ha sido mi hermano Angus y el diario Daily Floodlight de Londres. ¡Demonios! Esa vieja está más loca que nunca. Lee el Daily Floodlight desde la primera hasta la última página, conoce los nombres de todos los periodistas que escriben en él. Habla constantemente de los maniáticos del jitterburg y Dios sabe de qué otras cosas.
—¿El Daily Floodlight? —dijo Kathryn con virtuoso desprecio—. ¿Ese pasquín escandaloso?
—¡Eh, un momento! ¡Cálmese! Está hablando usted de mi diario.
En ese momento todos miraron a Swan.
—¿Es usted periodista? —dijo Kathryn casi sin aliento.
El tono de Swan era tranquilizador.
—Escuche, Miss Campbell —dijo con gran seriedad—. No se preocupe. No pienso utilizar el hecho de que usted y el doctor Campbell durmieron en un mismo compartimento del tren. Es decir, no pienso utilizarlo a menos que sea inevitable. Sólo que…
De pronto Colin lo interrumpió con una carcajada brusca y estruendosa. Seguidamente se palmeó una rodilla, se irguió y se dirigió, según parecía, a todo el universo.
—¿Un periodista? ¿Por qué no? ¡Bienvenido a esta casa! ¿Por qué no divulgar la historia en Manchester y también en Londres? ¡Nos hará bien! ¿Y qué es esto de los dos intelectuales de la familia haciendo travesuras en el tren?
—Le digo que…
—Ni una palabra más. Ahora me resultan mucho más simpáticos. ¡Qué diablos! ¡Me gusta ver un poco de personalidad en la generación joven, tal como la teníamos nosotros! ¡Demonios!
Colin palmeó a Alan amistosamente, rodeó sus hombros con uno de sus pesados brazos y lo sacudió alegremente. Su amabilidad era tan sobrecogedora como su truculencia. A continuación, después de haber hablado a gritos del incidente en medio del atardecer, bajó la voz con tono de conspirador:
—Aquí no podemos darles la misma habitación, me temo. Hay que guardar las apariencias. Sin embargo, les daremos cuartos contiguos. Pero tengan cuidado de que la tía Elspat no se entere.
—¡Escuche! ¡Por amor del cielo!…
—La tía Elspat es muy respetuosa de las convenciones, a pesar de haber sido la amante de Angus durante cuarenta años. De cualquier manera, en Escocia es reconocida hoy como su esposa por haber convivido con él durante tanto tiempo. ¡Entren! ¡No se queden ahí mirándome como dos tontos! ¡Vamos, entren! —y dirigiéndose al conductor, añadió—: Lleva esas maletas, Jock, y ¡apresúrate!
—Mi nombre no es Jock —dijo el hombre, dando un salto en el bote.
Colin levantó su barba en un ángulo obstinado.
—Te llamas Jock —declaró—, porque yo lo digo. Métete esto en la cabeza, muchacho. ¿Quieres dinero?
—De usted, nada. Mi nombre no es…
—Bueno, me alegro mucho —dijo Colin; llevaba una maleta debajo de cada brazo como si se tratasen de dos paquetes—. La verdad es que creo no tener dinero para darte.
Se volvió hacia los otros y añadió:
—Tal es la situación. Si Alec Forbes u otra persona asesinó a Angus, o bien si cayó de esa ventana por accidente, la tía Elspat y yo somos ricos. Elspat y este médico clínico trabajador pero arruinado son ricos. En cambio si Angus se suicidó, les digo desde ahora que no tenemos ni una moneda que podamos llamar nuestra.