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A las tres de la tarde del día siguiente, un día benigno y con un tiempo de los más agradables que se disfrutan en Escocia, Kathryn y Alan Campbell iban andando cuesta arriba por la colina en la cual se hallaba la calle principal de Dunoon, Argyllshire.

El tren, que debió haber llegado a Glasgow a las seis y media de la mañana, llegó en realidad a la una de la tarde, aproximadamente. Para entonces ambos sentían un hambre intensa, pero tampoco consiguieron almorzar.

Un mozo de cuerda muy amable, cuya conversación resultaba poco menos que ininteligible para los dos Campbell, les informó que el tren para Gourock saldría cinco minutos más tarde. Subieron, pues, a este tren, que los trasladó, siempre en ayunas, a lo largo de Clydeside y en dirección a la costa.

Para Alan Campbell había sido un choque considerable despertar por la mañana, despeinado y con la barba crecida, y encontrarse hundido contra los almohadones de un compartimento de tren con una hermosa muchacha dormida con el hombro apoyado contra el suyo.

Pero una vez que se hubo recobrado del asombro, llegó a la conclusión de que la experiencia le gustaba sobremanera. Una sensación de aventura ascendía incontenible por su espíritu metódico, y se sentía ebrio de expectativa. No hay nada como pasar la noche con una muchacha, aunque sea platónicamente, para eliminar toda sensación de timidez. Alan se sorprendió y hasta se desilusionó algo al comprobar, a través de la ventanilla, que el panorama de Escocia era todavía el mismo que en Inglaterra. No veía aún acantilados de granito ni mesetas cubiertas de brezo. Verdaderamente habría deseado una oportunidad para citar al poeta Burns.

Se lavaron y vistieron, aquellos dos inocentes, al compás de un erudito debate sostenido a través de una puerta cerrada y que ahogaba el ruido del agua al correr, sobre la política de reconstrucción económica del Conde de Danby en 1679. Disimularon bastante bien su hambre, inclusive en el tren que los conducía a Gourock. Pero cuando, una vez a bordo del achatado vaporcito de chimeneas amarillas que cruzaba la bahía hasta Dunoon, descubrieron que era posible comer en el piso bajo, se dedicaron a devorar caldo a la escocesa y cordero asado, en medio de un silencio total.

Dunoon, una población blanca y gris y de tejados pardos, se extendía a lo largo del lago de aguas de color gris acerado, al abrigo de colinas bajas y purpúreas. Recordaba exactamente todos los malos paisajes de Escocia que aparecen en tantos hogares, sólo que éstos incluyen habitualmente un ciervo, en tanto que el panorama en cuestión no lo tenía.

—Ahora comprendo —declaró Alan— por qué existen tantos cuadros como éstos. El mal pintor no puede resistirse frente a Escocia. Le da la oportunidad de embadurnar su tela con púrpuras y amarillos y de contrastar estos colores con la tonalidad del agua.

Kathryn argumentó que no estaba de acuerdo con él. Asimismo manifestó, mientras el vaporcito entraba en el muelle y amarraba de lado, que si Alan no dejaba de silbar Loch Lomond, se volvería loca.

Después de dejar las maletas en el muelle, cruzaron la calle, entraron en una agencia de turismo desierta y solicitaron un automóvil de alquiler para que los condujese a Shira.

—Shira, ¿eh? —repitió el empleado de rostro melancólico y que hablaba con acento inglés—. Está convirtiéndose en un sitio popular —y al decir esto les dirigió una mirada extraña, que Alan hubo de recordar más tarde—. Hay otra persona que viajará a Shira esta tarde. Si ustedes no tienen inconveniente en compartir su automóvil, les resultará más barato.

—No importa el gasto —dijo Alan, siendo éstas sus primeras palabras en la población de Dunoon, y conviene señalar que los carteles de propaganda no se cayeron de las paredes—. Con todo, no queremos darnos importancia. Se trata de otro Campbell, seguramente, ¿no?

—No —repuso el empleado, consultando una lista—. El nombre de este señor es Swan. Charles E. Swan. Estuvo aquí no hace cinco minutos.

—No lo conozco —dijo Alan, y miró a Kathryn—. ¿Por casualidad no será el heredero de la propiedad? —añadió.

—¡De ningún modo! —dijo Kathryn—. El heredero es el doctor Colin Campbell, hermano menor de Angus.

La expresión del empleado se volvió más extraña aún.

—Sí —dijo—. Lo llevamos allí ayer. Es un señor muy categórico. Y bien, señor, ¿quiere compartir el automóvil de Mr. Swan, o prefiere alquilar uno individual?

Aquí intervino Kathryn.

—Compartiremos el automóvil de Mr. Swan, desde luego, siempre que él no tenga inconveniente. ¡Qué disparate! ¡Malgastar el dinero de esa forma! ¿A qué hora estará dispuesto a partir?

Salieron a la calle llena de sol, muy satisfechos, y avanzaron por la calle principal contemplando los escaparates de las tiendas. Estas parecían vender exclusivamente recuerdos de viaje y curiosidades, y en todas partes lo que más hería la mirada era la profusión de artículos con los familiares cuadros escoceses. Se veían corbatas escocesas, bufandas escocesas, libros encuadernados con tela a cuadros, juegos de té pintados con cuadros escoceses, muñecas vestidas con tartanes y ceniceros pintados a cuadros. Generalmente el dibujo era el perteneciente a la familia real Estuardo, elegido por sus tonos chillones.

Alan comenzó a sentir la incontenible tentación que domina a los viajeros más avezados de adquirir artículos. En este sentido Kathryn logró disuadirlo hasta que llegaron a una tienda de artículos para hombres situada a cierta distancia en la parte derecha de la calle, que ostentaba en su escaparate unos escudos con los tartanes correspondientes a las familias escocesas más destacadas: Campbell de Argyll, MacLeod, Gordon, Macintosh, MacQueen. Estos escudos eran para colgar en las paredes, y en verdad tentaron también a Kathryn.

—Son preciosos —concedió—. Entremos.

La campanilla sonó al abrirse la puerta, pero nadie la oyó; su sonido se perdió en medio de la discusión que tenía lugar en aquel momento en el mostrador. Detrás de éste había una mujer menuda y de aspecto severo, con las manos entrelazadas. Delante del mostrador había un hombre joven, alto y de rostro curtido, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, con un sombrero blando puesto muy atrás, en la coronilla. Estaba rodeado por un enorme surtido de corbatas escocesas.

—Son muy bonitas —decía cortésmente—. Pero no son lo que busco. Quiero una corbata con los colores del clan MacHolster. ¿Comprende? MacHolster. M-a-c-H-o-l-s-t-e-r, MacHolster. ¿Podría mostrarme los colores del clan MacHolster?

—No existe ningún clan llamado MacHolster —dijo la propietaria de la tienda.

—Escuche —insistió el hombre apoyando un codo sobre el mostrador y señalando el rostro de la mujer con un dedo muy delgado—. Yo soy canadiense, pero tengo sangre escocesa en mis venas y estoy orgulloso de ello. Desde que era niño, mi padre me decía: «Charley, si alguna vez vas a Escocia y visitas Argyllshire, busca el clan MacHolster. Nosotros descendemos del clan MacHolster, como le he oído contar a tu abuelo en innumerables ocasiones».

—Le digo que no existe ningún clan MacHolster.

—¡Tiene que existir el clan MacHolster! —suplicó el hombre, extendiendo las manos—. Podría existir un clan MacHolster, ¿no? Con todos los clanes y población que hay en Escocia, ¿acaso no podría haber un clan MacHolster?

—Podría haber un clan MacHolster. Pero no lo hay.

La depresión y el desconcierto del hombre eran tan evidentes, que la mujer se compadeció de él.

—¿Puedo saber cómo se llama?

—Swan. Charles E. Swan.

La propietaria de la tienda levantó los ojos hacia el techo y reflexionó.

—Swan. Serán los MacQueen, seguramente.

Mr. Swan se aferró ansiosamente a aquella posibilidad.

—¿Quiere usted decir que estoy emparentado con el clan de los MacQueen?

—No lo sé. Es posible que sí. Es posible que no. Algunos Swan lo están.

—¿Tiene ese tartán aquí?

Inmediatamente la señora le mostró una corbata. La combinación de colores era indudablemente original; predominaba un escarlata intenso. Mr. Swan estaba encantado con ella.

—¡Esto sí que me agrada! —anunció con fervor, y volviéndose, se dirigió a Alan—. ¿No está de acuerdo, señor?

—Es admirable. Aunque resulta algo chillona para tratarse de una corbata, ¿no cree?

—Sí. Me gusta mucho —dijo Mr. Swan pensativamente, sosteniendo la corbata con el brazo extendido como un pintor que estudia una perspectiva. Sí. Es la corbata que buscaba. Me llevaré una docena.

La mujer se sobresaltó.

—¿Una docena? —repitió.

—Sí. ¿Por qué no?

Frente a esto, la señora se sintió en la obligación de hacerle una advertencia.

—Cuestan tres chelines y medio cada una.

—No importa. Envuélvamelas. Me las llevaré.

Mientras la mujer se dirigía al fondo del local con gran diligencia, Swan se volvió con aire confidencial. Por deferencia hacia Kathryn se quitó el sombrero, revelando así una mata de pelo rígido de color caoba.

—Han de saber —les dijo en voz baja— que he viajado mucho en mi vida, pero éste es el país más raro que he visitado hasta ahora.

—¿Sí?

—Sí. Todo lo que saben hacer, aparentemente, es ir de un lado a otro contando chascarrillos sobre escoceses. Por casualidad entré en el bar del hotel, donde el gracioso del pueblo estaba haciendo reír a todo el mundo con chascarrillos sobre escoceses exclusivamente. Hay otra cosa más. Hace pocas horas que estoy en este país, pues llegué de Londres en el tren de esta mañana, pero en cuatro oportunidades distintas me han acorralado para contarme el mismo chascarrillo.

—Nosotros no hemos tenido esa experiencia hasta ahora.

—Pues yo, sí. Me oyen hablar, ¿comprenden? Entonces dicen: «Conque es norteamericano, ¿eh?». Digo: «Soy canadiense». Pero esto no los detiene. Inmediatamente me preguntan si sé el cuento del hermano Angus, que era tan tacaño que no daba ni los buenos días.

Al decir esto se detuvo con aire expectante.

Los rostros de sus interlocutores permanecieron impasibles.

—¿No lo captan? —preguntó Swan—. No daba ni los buenos días.

—El nudo de la historia —dijo Kathryn— es más o menos evidente. Pero…

—No, no digo que sea gracioso —se apresuró a aclarar Swan—. Lo único que quiero señalar es que me resulta extraño. No es frecuente encontrar suegras contándose mutuamente cuentos maliciosos sobre suegras. Tampoco se ve a los ingleses contándose mutuamente anécdotas en las cuales un inglés nunca comprende la gracia de un chiste.

—¿Cree usted —preguntó Alan muy interesado— que los ingleses tienen esa tendencia?

Swan se ruborizó imperceptiblemente.

—Pues bien, la tienen en los chascarrillos que circulan sobre ellos en Canadá y en Estados Unidos. No quiero ofenderlos al decir esto, pero saben a qué me refiero. Cosas como, por ejemplo: «No es posible clavar un clavo con una esponja por mojada que esté». ¡No, no! ¡Esperen! ¡Tampoco digo que esto tenga gracia! Solamente quería…

—No tiene importancia —dijo Alan—. Lo que quería saber es si usted es el Mr. Swan que alquiló un automóvil para trasladarse a Shira esta tarde.

Una expresión curiosamente furtiva apareció en el rostro curtido de Swan y formó diminutas arrugas alrededor de sus ojos y de su boca. Ahora estaba en actitud defensiva.

—Sí. Soy yo. ¿Por qué?

—Nosotros pensamos ir allí, y estábamos preguntándonos si usted tendría inconveniente en que compartiéramos su automóvil. Me llamo Campbell, doctor Campbell. Mi prima, Kathryn Campbell.

Swan recibió las presentaciones con una inclinación. Su expresión cambió, y su rostro se iluminó con una sonrisa cordial.

—¡En absoluto! ¡Estaré encantado de viajar con ustedes! —declaró con gran entusiasmo. Sus ojillos grises reflejaron una expresión de interés y se movieron rápidamente—. Miembros de la familia, ¿eh?

—Parientes lejanos. ¿Y usted?

La actitud evasiva reapareció.

—Bien, puesto que saben mi nombre, y que soy pariente de los MacHolster, o de los MacQueen, mal puedo fingir ser miembro de la familia, ¿no? Pero, díganme —su tono se volvió confidencial—: ¿qué pueden contarme sobre Mrs. o Miss Elspat Campbell?

Alan movió la cabeza negativamente, pero Kathryn acudió en su auxilio.

—¿Se refiere usted a tía Elspat?

—Temo no saber mucho sobre ella, Miss Campbell.

—Tía Elspat —dijo Kathryn— no es en realidad tía nuestra, y su nombre no es Campbell, aunque todos la llaman así. Nadie sabe con exactitud quién es o de dónde vino. Se instaló simplemente allí, hace cuarenta años aproximadamente, y desde entonces ha sido siempre una especie de cabeza femenina, en Shira. Debe tener cerca de noventa años, y según dicen, es temible. Pero no la conozco personalmente.

—¡Ah! —dijo Swan, y calló. La propietaria de la tienda le trajo el paquete con las corbatas, y Swan pagó el importe—. Ahora recuerdo —prosiguió— que es mejor que partamos si queremos llegar a la hora convenida con el conductor del automóvil.

Después de despedirse cordialmente de la mujer, Swan sostuvo la puerta de la tienda para dejar pasar a Kathryn y a Alan.

—Debe de quedar bastante lejos, y quiero regresar antes de que oscurezca —continuó—. No me quedaré allí. Supongo que aquí también tendrán oscurecimiento. Además quisiera descansar debidamente una noche, por excepción. La verdad es que anoche no dormí muy bien en el tren.

—¿Le cuesta trabajo dormir en los trenes?

—No era eso. En el compartimento contiguo había un matrimonio que sostuvo una interminable discusión sobre una mujer de Cleveland, y apenas pude cerrar los ojos en toda la noche.

Alan y Kathryn se miraron fugazmente con aire aprensivo, pero Swan estaba absorto con su resentimiento.

He vivido en Ohio, cerca de Cleveland, y conozco bien esa ciudad. Por ese motivo escuché lo que decían. Pero lo que no conseguí aclarar es lo siguiente: había un tal Russell, y luego otro llamado Charles. Pero si la Duquesa de Cleveland tenía relaciones con Russell, o bien con Charles, no pude dilucidarlo. Se alcanzaba a oír lo suficiente para no entender nada. Golpeé la pared, pero incluso después de que apagaron la luz…

—¡Doctor Campbell! —exclamó Kathryn a manera de advertencia.

Era inútil. Todo se había descubierto.

—Lamento informarle —dijo Alan— que éramos nosotros.

—¿Ustedes? —repitió Swan. De pronto se detuvo bruscamente en medio de la calle soleada y tranquila. Sus ojos se fijaron en la mano izquierda de Kathryn, que no ostentaba el consabido anillo. Su expresión parecía estar registrando algo y anotándolo mentalmente.

A continuación reanudó su charla, pero con un cambio de tema tan brusco y evidente que a pesar de su tono despreocupado era imposible dejar de advertirlo.

—Sin duda alguna, no deben sufrir ninguna escasez de alimentos aquí. ¡Miren los escaparates de esos almacenes! Eso que ven allí es budín de entrañas a la escocesa. Se prepara…

El rostro de Kathryn estaba de tinte escarlata.

—Mr. Swan —dijo con tono cortante—, ¿me permite asegurarle que está completamente equivocado? Soy miembro del departamento de Historia del Colegio de Mujeres de Harpenden…

—Es la primera vez que veo estos budines, pero no puedo afirmar que me gusta su aspecto. Por una razón que ignoro tienen un aspecto más desnudo que cualquier trozo de carne. Eso que se parece a unas rebanadas de mortadela se llama fiambre de Ulster. Se…

—Mr. Swan, ¿quiere prestar atención, por favor? Este señor es el doctor Campbell, del University College, Highgate. Los dos podemos asegurarle…

Nuevamente Swan se detuvo con brusquedad. Miró en torno suyo como para cerciorarse de que nadie los oía, y por fin dijo con tono apresurado y serio y en voz muy baja:

—Mire, Miss Campbell. Soy un hombre liberal. Sé cómo ocurren estas cosas. Y lamento haber mencionado el tema.

—¡Pero!…

—Todo lo que dije de no haber podido dormir es algo exagerado. Me dormí tan pronto como ustedes apagaron la luz, y no oí nada desde entonces. Olvidemos, pues, todo lo dicho, ¿quiere?

—Quizá sería lo mejor —convino Alan.

—Alan Campbell, ¿te atreves a insinuar…?

Swan, con una actitud conciliadora, señaló hacia delante. Frente a la oficina de turismo estaba estacionado un cómodo automóvil de cinco asientos de color azul, con un chófer correctamente uniformado apoyado contra él.

—Aquí está la carroza real —añadió Swan—. Además he conseguido una guía de turismo. Vamos. Creo que disfrutaremos del viaje.