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En la mente de Alan, y en medio de sus emociones, la incredulidad iba dando lugar poco a poco a otra emoción muy diferente.

Se aclaró la garganta tosiendo brevemente.

—¿Puedo preguntarle —dijo severamente— qué representan las iniciales K. I.?

—Kathryn Irene, desde luego. Mi nombre de pila. Pero ¿quiere hacerme el favor de…?

—¡No! —dijo Alan, y al mismo tiempo levantó el diario—. ¿Puedo preguntarle ahora si recientemente usted ha participado en una vergonzosa polémica en el Sunday Watchman?

Miss K. I. Campbell se llevó la mano a la frente, como si tratase de protegerse los ojos. Al mismo tiempo llevó la otra hacia atrás, a fin de apoyarse contra el borde del lavabo. El tren hacía ruido y se sacudía. Una repentina sospecha, seguida inmediatamente por la comprensión de la situación, comenzó a reflejarse claramente en sus ojos azules.

—Efectivamente —dijo Alan—. Soy A. D. Campbell, del University College, Highgate.

A juzgar por su actitud soberbia y sombríamente siniestra, lo mismo podría haber dicho: «Y yo, sajón, soy Roderic Dhu». Pensó fugazmente que había algo de ridículo en aquella actitud, mientras inclinaba la cabeza severamente, arrojaba el diario sobre la cama y se cruzaba de brazos. Pero la muchacha no lo entendió así.

—¡Salvaje! ¡Rata! ¡Gusano! —gritó furiosamente.

—Considerando, señorita, que no he tenido el honor de haberle sido presentado formalmente, esos calificativos implican una intimidad que…

—¡Tonterías! —dijo K. I. Campbell—. Somos primos en tercer grado. ¡Pero usted no tiene barba!

Instintivamente, Alan se llevó una mano al mentón.

—Desde luego, no uso barba. ¿Por qué habría de suponer que la usaba?

—Todos creíamos que tenía barba. Todos creíamos qué tenía una barba hasta aquí —exclamó la muchacha, colocando una de sus manos al nivel de su cintura—. Barba y gafas con gruesos cristales. Y una manera de hablar desagradable, seca y pedante. Tiene esto último, de todos modos. Y encima de ello, entra como una tromba en mi compartimento y me golpea…

Aunque tardíamente, volvió a frotarse el brazo.

—Entre los comentarios más desagradables, sarcásticos, llenos de superioridad que se han escrito —prosiguió ella—, el suyo…

—Vamos, señorita, está evidenciando una gran falta de comprensión. Era mi deber, como historiador profesional, señalar ciertos errores, errores flagrantes…

—¡Errores! —repitió la muchacha—. Errores flagrantes, ¿eh?

—Ni más ni menos. No me refiero al asunto trivial y sin importancia alguna del pelo de la Duquesa de Cleveland. Sus conceptos sobre las elecciones de 1680, si me perdona la franqueza, son como para hacer reír a un gato. Sus conceptos sobre Lord William Russell son decididamente falsos. No digo que haya sido un bandido tan consumado como el héroe que usted ha erigido, Shaftesbury. Russell era sencillamente un tonto, un tonto de «comprensión imperfecta», según lo expresó alguien en su juicio, al cual puede compadecerse, si usted quiere, pero nunca pintar como otra cosa que como el traidor que era.

—Usted no es más que un detestable tory —dijo K. I. Campbell furiosa.

—Como respuesta, cito nada menos que a una autoridad como el doctor Johnson: «Señora, percibo que sois una vil whig».

Después de este cambio de palabras callaron y se miraron.

Alan no hablaba habitualmente en esta forma, desde luego. Estaba, empero, tan enojado y tan imbuido de su dignidad, que habría superado en capacidad oratoria al mismo Edmund Burke.

—¿Quién es usted, de todos modos? —preguntó en un tono más sereno al cabo de una pausa.

Esto tuvo el efecto de que Kathryn Campbell recobrase su actitud de gran dignidad. Apretó los labios y se irguió con toda la magnitud de su metro sesenta.

—Si bien no me considero en la obligación de responder a esa pregunta —repuso, al tiempo que se ponía un par de gafas con armazón de carey que aumentaban su belleza—, no tengo inconveniente en informarle que soy miembro del departamento de Historia del Colegio de Mujeres de Harpenden…

—¡Ah!

—Exactamente. Y tan competente como cualquier hombre, y más aún que muchos, para estudiar el período histórico en cuestión. Y ahora, ¿quiere tener la bondad y la decencia elemental de salir de mi compartimento?

—No, no pienso irme. ¡Además, no es su compartimento!

—Yo digo que es mi compartimento.

—Y yo digo que no.

—Si no sale de aquí, doctor Campbell, tocaré el timbre para llamar al encargado.

—Hágalo, por favor. Si no lo hace usted, llamaré yo mismo.

El encargado llegó corriendo al oír dos llamadas hechas por dos manos diferentes, y se encontró con dos personas en actitud de gran dignidad, que trataban en forma incoherente de contar sus respectivas versiones de los hechos.

—Lo siento mucho, señorita —dijo por fin el encargado consultando rápidamente su lista—. Lo siento mucho, señor, pero al parecer se ha registrado un error en alguna parte. Tengo sólo un Campbell anotado aquí, pero no dice si se trata de una señorita o de un señor. No sé qué decirles.

Alan se irguió.

—No se preocupe. Por nada del mundo —declaró con tono magnífico— disputaría a esta señorita la posesión de una cama mal habida. Lléveme a otro compartimento.

Los dientes de Kathryn rechinaron.

—De ninguna manera, doctor Campbell. No pienso aceptar favores aprovechando mi sexo, muchas gracias. Yo iré a otro compartimento.

El encargado hizo un gesto con las manos.

—Lo siento, señorita, señor. No puedo complacerlos. No hay ni una cama disponible en todo el tren. Tampoco hay asientos, en realidad. Viajan de pie hasta en tercera clase.

—No importa —dijo Alan bruscamente, después de una corta pausa—. Permítame retirar mi maleta de debajo de la cama, señorita, y pasaré la noche de pie en el pasillo.

—No sea tonto —dijo la muchacha con tono más suave—. No puede hacer eso.

—Repito, señorita, que…

—¿Nada menos que hasta Glasgow? No puede hacer eso. ¡No sea tonto!

Miss Campbell se sentó en el borde de la cama.

—Sólo nos queda una cosa que hacer —añadió—. Compartiremos este compartimento, y pasaremos la noche sentados.

Una expresión de profundo alivio iluminó el rostro del encargado.

—¡Ah, señorita, es usted muy amable! Y estoy seguro de que la compañía arreglará todo cuando lleguen a Glasgow. La señorita es muy amable. ¿No es verdad, señor?

—No, no es… Quiero decir que me niego…

—¿Qué le ocurre, doctor Campbell? —preguntó Kathryn con una dulzura glacial—. ¿Me tiene miedo? ¿O acaso no se atreve a hacer frente a la verdad histórica cuando se la presentan?

Alan se volvió hacia el encargado. De haber habido espacio, habría señalado la puerta con un gesto dramático, como el del padre que arroja a su hijo del hogar en medio de la tormenta en los melodramas del siglo pasado. Lo que ocurrió en cambio fue que se golpeó la mano contra el ventilador. Pero el encargado era comprensivo.

—Bien, todo está arreglado, señor. Buenas noches —dijo, y con una sonrisa, añadió—: No creo que sea tan duro, ¿eh, señor?

—¿Qué pretende insinuar? —preguntó Kathryn indignada.

—Nada, señorita. Buenas noches. Que duerman… Quiero decir, muy buenas noches.

Nuevamente se quedaron de pie y se miraron unos instantes. Luego se sentaron bruscamente en cada extremo de la cama. A pesar de haberse mostrado considerablemente locuaces hasta entonces, la puerta cerrada hacía que de pronto se sintiesen invadidos por una gran timidez.

El tren se movía lentamente, pero con ritmo uniforme, aunque de vez en cuando se percibía una sacudida, lo cual significaba seguramente la presencia de un avión de caza sobre sus cabezas. Ahora que el aire entraba por el ventilador, hacía menos calor.

Fue Kathryn quien rompió por fin aquel silencio incómodo. Su expresión fue en un principio una sonrisa de superioridad, pero gradualmente se transformó en una risa contenida, y por fin se disolvió en un acceso de hilaridad. Alan rió a su vez.

—¡Cuidado! —dijo ella—. Despertaremos a nuestro vecino de compartimento. La verdad es que hemos estado un poco ridículos, ¿no?

—No acepto eso. Pero al mismo tiempo…

Kathryn se quitó las gafas y arrugó su suave frente.

—¿Para qué viaja al Norte, doctor Campbell? O, si me permite, ¿para qué viajas al Norte, primo Alan?

—Por la misma razón, supongo, que tú. Recibí una carta de un hombre llamado Duncan, quien lleva el impresionante título de Escribiente del Sello.

—En Escocia —dijo Kathryn con una condescendencia cortante—, un Escribiente del Sello es un abogado. ¡Verdaderamente, doctor Campbell!, ¡qué ignorancia la suya! ¿Acaso no ha estado nunca en Escocia?

—No. ¿Y usted?

—Pues… no he estado desde niña. Pero por lo menos me tomo el trabajo de mantenerme informada, especialmente en lo que se refiere a los miembros de mi propia familia. ¿Decía algo más la carta?

—Sólo que el anciano Agnus Campbell había muerto hace una semana, que se había comunicado la noticia a los miembros de la familia que había sido posible localizar, y que si tendría inconveniente en trasladarme al Castillo de Shira, en Inveraray, donde se celebraría una conferencia familiar. Por mi parte aproveché esto como una buena excusa para tomarme unas vacaciones muy necesarias.

—¡Qué vergüenza, doctor Campbell! ¡Miembros de su propia sangre! —comentó Kathryn.

Alan sintió que su irritación surgía nuevamente.

—¡Vamos, vamos! —dijo—. Nunca había oído hablar de Angus Campbell. Busqué su nombre en una genealogía muy complicada, y comprendí que era primo de mi padre. Pero nunca lo conocí, ni tampoco a sus parientes más cercanos. ¿Y usted?

—Yo…

—La verdad es que tampoco había oído hablar del Castillo de Shira. Dicho sea de paso, ¿cómo llegaremos hasta allí?

—En Glasgow tomamos un tren hasta Gourock. En Gourock tomamos el barco y cruzamos hasta Dunoon. En Dunoon alquilamos un automóvil y bordeamos Loch Fyne hasta Inveraray. Anteriormente era posible viajar desde Dunoon hasta Inveraray por el lago, pero han interrumpido esa parte del servicio de vapores desde que comenzó la guerra.

—¿Y dónde queda todo eso? ¿En las colinas o en la llanura?

Esta vez la mirada de Kathryn fue de una condescendencia abrumadora.

Alan no intentó extenderse en el tema. Tenía una idea vaga de que para establecer la situación respectiva de las llamadas lowlands e highlands bastaba trazar una línea por la mitad, aproximadamente, del mapa de Escocia, y que la parte superior formaba las highlands y la inferior las lowlands. Eso era todo. De cualquier modo, tenía la sensación de que no era tan sencillo.

—¡Verdaderamente, Mr. Campbell, es una vergüenza, repito! Está en la highlands occidentales, desde luego.

—Este Castillo de Shira —prosiguió él, dejando, no sin vacilaciones, volar su imaginación— debe ser, según imagino, un edificio rodeado por un foso, ¿no?

—En Escocia —repuso Kathryn— un castillo puede ser realmente cualquier cosa. No. No es un castillo enorme como el del Duque de Argyll, o, por lo menos, no diría que es grande, a juzgar por las fotografías. Se levanta en el extremo del valle de Shira, en las inmediaciones de Inveraray y al borde del lago. Es una construcción de piedra, de aspecto… reducido, con una torre alta. Pero tiene su historia. Tú, como historiador, no estás enterado, desde luego, de esa historia. Ello es lo que hace tan interesante el asunto. Me refiero a la forma en que murió Angus Campbell.

—¿Sí? ¿Cómo murió?

—Se suicidó —dijo Kathryn tranquilamente—. O bien lo asesinaron.

La novela de la editorial Penguin que había llevado Alan estaba encuadernada en color verde, y por lo tanto pertenecía a la serie de novelas policiales. No solía leer este género, pero a veces lo consideraba una obligación, una forma de descanso. Al levantar los ojos de su libro, los fijó en Kathryn.

—Lo… ¿qué dijiste?

—Lo asesinaron. ¡Y naturalmente, tampoco has oído nada sobre esto! ¡Es lamentable! Angus Campbell se arrojó, o bien lo arrojaron, desde una ventana de la parte superior de la torre.

Alan estaba desconcertado.

—Pero ¿no hubo investigación?

—En Escocia no se hacen investigaciones. En caso de muerte en circunstancias sospechosas, realizan lo que llaman «una averiguación pública», bajo la dirección de un funcionario. El Procurador Fiscal. Pero si piensan que es un asesinato, no llevan a cabo esta investigación. Por ese motivo he estado leyendo el Glasgow Herald toda la semana, y no he encontrado ningún informe sobre tal investigación. Desde luego, no significa nada.

Hacía casi fresco en el compartimento. Alan extendió la mano y desvió la boca del ventilador, que zumbaba cerca de su oído. Luego, hurgó en uno de sus bolsillos.

—¿Quieres fumar? —le preguntó, mientras extraía un paquete de cigarrillos.

—Bueno, gracias. No sabía que fumabas. Pensaba que aspirabas rapé.

—¿Y por qué —preguntó Alan gravemente— habías imaginado que aspiraba rapé?

—El rapé se derramaba por tu barba —prosiguió Kathryn con gestos de exagerada repugnancia—. Lo derramabas en todas partes. Era repugnante. ¡Después de todo, no es más que una casquivana gorda!

—¿Casquivana gorda? ¿Quién?

—La Duquesa de Cleveland.

Alan parpadeó.

—Según había entendido, Miss Campbell, eras la defensora incondicional de esa señora. Durante cerca de dos meses y medio te dedicaste a vilipendiar mi reputación afirmando que yo había vilipendiado la suya.

—Bueno. Aparentemente le tenías inquina. No podía hacer otra cosa que no fuese tomar su defensa, ¿no crees?

Alan se quedó mirándola.

—¡Y a esto —exclamó, golpeándose la rodilla— le llaman honradez intelectual!

—¿Consideras que es honradez intelectual haberte burlado de un libro y haber adoptado una actitud de superioridad deliberadamente porque sabías que lo había escrito una mujer?

—No sabía que lo había escrito una mujer. Me dirigí exclusivamente a un tal Mr. Campbell, y…

—Eso era exclusivamente para despistar a los lectores.

—Mira —insistió Alan, encendiendo el cigarrillo de su prima con una mano algo temblorosa, y seguidamente el suyo—. Dejemos esto definitivamente aclarado. No tengo ninguna prevención contra las intelectuales. Algunos de los historiadores más brillantes que he conocido han sido mujeres.

—¡Oigan el tono de condescendencia con que lo dice!

—La cuestión es, Miss Campbell, que no habría significado ninguna diferencia para mi comentario que el autor fuera mujer u hombre. Los errores son errores, quienquiera que los escriba.

—¿Sí?

—Sí. Y en honor a la verdad deberás reconocer, estrictamente entre nosotros, que estabas enteramente equivocada en cuanto a que la Duquesa de Cleveland fuese menuda y pelirroja.

—¡No reconoceré nada! —exclamó Kathryn, poniéndose las gafas nuevamente y adoptando una expresión de gran severidad.

—¡Escucha! —insistió él—. Piensa en los elementos de juicio. Permíteme citar, por ejemplo, un material que nunca podría haber utilizado en un diario. Me refiero al diario de Pepys…

Kathryn se mostró escandalizada.

—¡Vamos, vamos, doctor Campbell! ¿Tú, que pretendes ser un historiador serio, prestar crédito a una historia que Pepys oyó por boca de terceros en casa de su barbero?

—¡No, no y no, señorita! Persistes en eludir el punto importante. Este punto no es que la historia de Pepys sea apócrifa o no. Lo importante es que Pepys, que veía a la dama con tanta frecuencia, la hubiese creído. ¡Muy bien! Pepys escribe que Carlos II y la Duquesa de Cleveland, que a la sazón era Lady Castlemaine, se habían pesado, y que «ella, por estar encinta, era más pesada que él». Cuando recordamos que Carlos II, aunque delgado, medía más de un metro ochenta y era más bien musculoso, la consecuencia es que nuestra dama debía ser una mujer bastante opulenta.

»Luego existe el relato de su pantomima de bodas con Francisco Estuardo, en la cual ella representó el papel de novio. Francisco Estuardo no era precisamente un peso mosca, pero ¿es razonable suponer que el papel de novio haya sido representado por una mujer más baja y menos pesada?

—Son puras especulaciones.

—Especulaciones, diré, basadas sobre hechos. A continuación tenemos las declaraciones de Reresby…

—Steinmann dice…

—Reresby afirma categóricamente…

—¡Eh! —gritó una voz exasperada desde el compartimento contiguo, al mismo tiempo que alguien golpeaba la puerta de metal—. ¡Basta!

Ambos contrincantes callaron inmediatamente. Durante largo rato reinó un silencio cargado de remordimiento, interrumpido solamente por el ruido característico de las ruedas del tren en marcha.

—Apaguemos la luz —murmuró Kathryn— y levantemos la cortina de oscurecimiento, para ver qué sucede fuera.

—Muy bien.

El leve ruido del interruptor al apagarse la luz satisfizo, al parecer, al irritado ocupante del compartimento contiguo.

Alan empujó a un lado la maleta de Kathryn y levantó la cortina corrediza que cubría la ventanilla.

Avanzaban velozmente en medio de un mundo muerto, oscuro como tinta, excepto en un horizonte purpúreo donde se movía el laberinto de reflectores antiaéreos. Seguramente el tallo de habas de Juanito no debió subir más alto que aquellos rayos blancos. Las líneas blancas iban y venían al unísono, como bailarinas. No oían ruido alguno, salvo el rumor de las ruedas, ni siquiera el zumbido espasmódico, el «war-war-war» que caracteriza al bombardero.

—¿Crees que está siguiendo al tren?

—No lo sé.

Una sensación de intimidad, cargada de timidez y a la vez embriagadora, recorrió el cuerpo de Alan Campbell. Los dos estaban junto a la ventana. Los dos extremos encendidos de los cigarrillos eran como puntos rojos y relucientes reflejados sobre el cristal, titilantes y tenues a ratos. Alan lograba distinguir el rostro de Kathryn.

De pronto aquella poderosa sensación de timidez se adueñó nuevamente de ambos. Ambos hablaron al mismo tiempo en un susurro.

—La Duquesa de Cleveland…

—Lord William Russell…

El tren seguía su marcha.