Aquella noche el tren de Glasgow partió de Euston con media hora de retraso y cuarenta minutos después de haber sonado las sirenas.
Al oírse las sirenas, hasta las tenues luces azules a lo largo de la plataforma se habían apagado.
Una multitud ruidosa, desordenada y quejosa, compuesta en su mayor parte por soldados, marchaba a tientas por el andén, lastimándose las pantorrillas y los nudillos contra los equipos y el equipaje, sus oídos ensordecidos por la tos de hierro de las locomotoras. Perdido entre esta multitud estaba un profesor de Historia, más bien joven, que trataba en vano de localizar su compartimento en el tren de Glasgow.
No era que nadie tuviese motivos para sentir aprensión. Sólo era el 1 de septiembre y los intensos bombardeos de Londres aún no habían comenzado. En aquellos días éramos jóvenes. Un toque de alerta de bombardeo significaba simplemente las consiguientes molestias y un solitario avión de caza que desde algún punto dejaba oír su zumbido; todavía no habían aparecido las cortinas de globos.
Pero el profesor de Historia Alan Campbell (M. A. de Oxford, y Ph. D. de Harvard) avanzaba a tropezones y desahogándose con improperios no muy académicos. Aparentemente, los compartimentos de primera clase estaban a la cabeza del largo tren. Logró ver a un mozo de cuerda cargado de equipajes, que encendía fósforos junto a la puerta abierta de un vagón en el cual había nombres escritos sobre un tablero junto a los números de los compartimentos asignados a cada pasajero.
Alan Campbell iluminó el tablero con un fósforo y comprobó que el tren estaba lleno y que su compartimento era el número cuatro.
Subió al tren. Los números, tenuemente iluminados sobre cada puerta, le señalaban el camino. Cuando abrió la de su compartimento se sintió decididamente mejor.
Aquello era excelente en cuanto a comodidad se refería, pensó. Era una pequeña cámara metálica pintada de color verde, con una cama única, un lavabo de níquel y un espejo largo sobre la puerta que comunicaba con el compartimento contiguo. El elemento de oscurecimiento consistía en una cortina negra deslizable que sellaba la ventanilla. El ambiente estaba sumamente caldeado y confinado, pero encima de la cama había un ventilador de metal que podía abrirse para dejar pasar el aire del exterior.
Después de empujar la maleta debajo de la cama, Alan se sentó para recobrar el aliento. Su material de lectura —una novela de la Editorial Penguin y un ejemplar del «Sunday Watchman»— estaba junto a él. Al hojear el diario, su alma se ensombreció de amargura.
—¡Ojalá se muera en el fuego eterno! —dijo en voz alta, aludiendo al único enemigo que tenía en el mundo—. ¡Ojalá…!
Entonces contuvo su ira, al recordar que debía conservar el buen humor. Después de todo, tenía una semana de vacaciones, y aunque sin duda su misión era bastante triste en un sentido oficial, participaba al mismo tiempo de la naturaleza de sus vacaciones.
Alan Campbell era escocés y nunca en su vida había pisado Escocia. En verdad, con la excepción de los años pasados en el Cambridge norteamericano de la Universidad de Harvard y de unas cuantas visitas al continente europeo, nunca había salido de Inglaterra. Tenía treinta y cinco años. Amante de los libros de erudición, de inclinaciones serias, pero a la vez no exento de cierto humorismo, era bastante bien parecido, aunque quizá con cierta tendencia incipiente a la pedantería propia de un profesor.
Su idea de Escocia estaba inspirada en las novelas de sir Walter Scott, o, cuando se sentía con un estado de ánimo más frívolo, de John Buchan. Sumado a esto tenía una vaga idea relacionada con el granito, el brezo y los chistes escoceses, aunque estos últimos lo irritaban; y con ello demostraba no ser en el fondo un verdadero escocés. Ahora estaba, por fin, en camino de ver las cosas con sus propios ojos. Y si sólo…
El encargado golpeó la puerta y seguidamente apareció una cabeza por el intersticio.
—¿Mr. Campbell? —preguntó al tiempo que consultaba la pequeña tarjeta imitación marfil sobre la puerta, material que permitía escribir los nombres de los pasajeros y borrarlos más tarde.
—Dr. Campbell —corrigió Alan, no sin cierta dignidad. Era suficientemente joven todavía para sentir cierta sensación halagadora frente a la novedad y al carácter inesperado del título de doctor.
—¿A qué hora desea que lo llame por la mañana, señor?
—¿A qué hora llegaremos a Glasgow?
—La verdad, señor, es que deberíamos llegar a las seis y media.
—Es mejor que me llame a las seis, en ese caso.
El encargado tosió levemente. Alan comprendió al momento.
—Bueno. Llámeme media hora antes de la llegada.
—Muy bien, señor. ¿Desea tomar té con bizcochos por la mañana?
—¿No es posible tomar un desayuno completo en el tren?
—No, señor. Solamente té con bizcochos.
Alan sintió que su ánimo decaía junto con la languidez de su estómago. Había debido hacer la maleta con tanta prisa que no había tenido tiempo de comer, y sus entrañas parecían estar encogidas como un acordeón. El encargado adivinó lo que le sucedía con sólo mirarlo.
—En su lugar, señor, trataría de comer ahora un bocado en el buffet.
—¡Pero el tren debe partir en menos de cinco minutos!
—No me preocuparía por eso, señor. Según creo, no partiremos tan pronto.
Efectivamente, era mejor seguir el consejo del encargado.
Muy agitado, bajó del tren. Muy agitado, avanzó en medio de la oscuridad por el andén lleno de gente y cruzó la puerta de acceso. Mientras estaba en el buffet, delante de una taza de té a medio beber y unos sandwichs resecos de un jamón cortado en lonchas tan finas que presentaban cierto grado de transparencia, sus ojos se fijaron en el Sunday Watchman. Una vez más sintió que se le revolvía la bilis.
Alan Campbell sólo tenía un enemigo en el mundo. En verdad, con la excepción de una riña en la época de estudiante en la que había cambiado un ojo negro por una nariz ensangrentada con un chico que más tarde hubo de convertirse en su mejor amigo, no podía recordar siquiera haber detestado alguna vez a nadie, ni siquiera en forma moderada.
El hombre en cuestión también se llamaba Campbell, aunque no era, según creía Alan, pariente suyo; al menos, así lo esperaba. El otro Campbell vivía en un antro siniestro en Harpenden, Herts. Alan no lo había visto nunca, y ni siquiera sabía quién era. A pesar de ello lo detestaba cordialmente.
Mrs. Belloc ha señalado que ninguna controversia suele ser más violenta, más amarga y, para el observador imparcial —agregamos—, más divertida, que la que sostienen dos profesores muy doctos sobre algún punto oscuro que únicamente les interesa a ellos.
Todos conocemos casos de este género que nos han divertido mucho. Alguien escribe en un diario muy conservador o en un semanario literario que Aníbal, cuando cruzó los Alpes, pasó cerca de la aldea de Viginum. Entonces otro erudito escribe a su vez para manifestar que el nombre de la aldea no era Viginum, sino Biginium. A la semana siguiente, el primero se lamenta en términos moderados, pero agrios, de la ignorancia del segundo erudito, y pide autorización para presentar pruebas de que la aldea era Viginum. El segundo erudito dice seguidamente que lamenta que de algún modo una nota agria se haya introducido en la polémica, hecho que sin duda ha motivado que el profesor Fulano haya olvidado sus buenos modales, pero que de todos modos se siente obligado a manifestar que… Y así interminablemente. A veces el debate se prolonga durante dos o tres meses.
En la plácida vida de Alan Campbell un incidente de esta naturaleza había caído con la desagradable fuerza de una salpicadura.
Alan, alma generosa, no había tenido intención de ofender a nadie. A veces solía hacer comentarios sobre obras históricas para el Sunday Watchman, diario muy semejante al Sunday Times o al Observer.
A mediados de junio el diario en cuestión le había enviado un libro llamado Los últimos días de Carlos II, erudito estudio de los acontecimientos políticos registrados entre 1680 y 1685, por K. I. Campbell, M. A., Oxford. El comentario de Alan sobre la obra apareció el domingo siguiente, y su pecado residía, al parecer, en el siguiente párrafo, al final del comentario:
«No puede afirmarse que la obra de Mr. Campbell arroje nueva luz sobre el tema, y en verdad no está exenta de defectos menores. Sin duda, Mr. Campbell no puede abrigar la creencia de que lord William Russell desconocía el complot de Rye House. Bárbara Villiers, Lady Castlemaine, recibió el título de Duquesa de Cleveland en 1670, y no, según aparece en la obra, quizá por error de imprenta, en 1680. Luego, ¿cuál es el fundamento de la extraordinaria teoría de Mr. Campbell de que la dama en cuestión era “menuda y pelirroja”?».
Alan envió su comentario el viernes y olvidó el asunto. Pero en el número del diario aparecido nueve días más tarde había una carta del autor fechada en Harpenden, Herts, cuyos términos finales eran:
«Quisiera manifestar que la fuente de lo que el comentarista de mi obra llama “extraordinaria teoría” es Steinmann, el mismo biógrafo de la dama en cuestión. Si el comentarista no está familiarizado con esta obra, me atrevería a indicarle que una visita al Museo Británico compensaría el esfuerzo de trasladarse hasta allí».
La carta irritó intensamente a Alan.
«Si bien debo disculparme por haber llamado la atención sobre un punto tan trivial, y agradecer a Mr. Campbell su amabilidad al recomendarme un libro con el cual estoy familiarizado, considero que una visita al Museo Británico sería para mí menos provechosa que una visita suya a la Galería Nacional de Retratos. Allí Mr. Campbell podrá hallar un retrato, firmado por Lely, de la hermosa arpía. Podría suponerse que el pintor trató de favorecer a su modelo, pero no puede aceptarse que haya transformado a una rubia en una morena, ni pintado a ninguna dama de la corte más corpulenta de lo que era en realidad».
Aquélla era una carta muy ingeniosa, a juicio de Alan. Al mismo tiempo no dejaba de tener su ponzoña. Pero la serpiente de Harpenden comenzó a atacarlo ahora con golpes prohibidos. Luego de extenderse en consideraciones acerca de los retratos más conocidos, terminaba diciendo:
«El comentarista, dicho sea de paso, se permite referirse a esta dama calificándola de “arpía”. ¿Sobre qué se basa para afirmar esto? Aparentemente sobre el hecho de que tenía mal genio y le gustaba gastar el dinero. Cuando un hombre expresa horror y asombro frente a estas dos cualidades, es permitido preguntarse si alguna vez ha estado casado».
Esto último hizo saltar de furia a Alan. No le importaba tanto que se pusieran en duda sus conocimientos de historia, como la insinuación de que no conocía a las mujeres, lo cual, en realidad, era cierto.
En su opinión, K. I. Campbell estaba equivocado, pero tenía conciencia de ello, y ahora, como de costumbre, trataba de confundir las cosas con puntos triviales. Su respuesta por poco no hizo arder el diario, tanto más cuanto que la polémica atrajo la participación de otros lectores.
Las cartas llovían. Un mayor del Ejército escribió desde Cheltenham diciendo que durante generaciones su familia había tenido en su poder un retrato, según se decía, de la Duquesa de Cleveland, en el cual sus cabellos aparecían de color castaño mediano. Un erudito del Athenaeum pedía que precisaran los términos, estableciendo a qué proporciones se referían como «opulentas» y a qué regiones del cuerpo, según los cánones actuales.
—¡Por Dios! —dijo el director del Sunday Watchman—. ¡Es lo mejor que hemos tenido desde el asunto del ojo de vidrio del Nelson! ¡Que siga la polémica!
El debate se prolongó durante julio y agosto. La infortunada concubina de Carlos II se hizo acreedora a tanta fama como la que había conocido en la época de Samuel Pepys. Se discutió su anatomía con cierto detalle. Intervino en la controversia, aunque sin aclarar nada, otro sabelotodo llamado Gideon Fell, quien parecía deleitarse con malicia en confundir a los dos Campbell y a todo el mundo.
Por fin el director mismo debió interrumpir la polémica. En primer lugar, porque los detalles anatómicos rayaban en lo arriesgado, y en segundo lugar, porque los participantes en la disputa estaban tan confundidos que nadie sabía quién insultaba a quién.
A pesar de todo ello, Alan se quedó con la sensación de un deseo intenso de hervir en aceite a K. I. Campbell.
Efectivamente, K. I. Campbell aparecía todas las semanas, lo eludía como un tirador solitario, e invariablemente, lograba hacer impacto sobre Alan. Este comenzó a adquirir una reputación vaga, pero a la vez definida, de haber procedido con poca galantería, por el hecho de haber vilipendiado a una mujer muerta y de ser capaz, por lo tanto, de vilipendiar igualmente a cualquier mujer que conociera. La última carta de K. I. Campbell daba a entender esto en términos inequívocos.
Sus colegas del cuerpo docente hacían bromas al respecto. Los estudiantes, según sospechaba, también las hacían. Uno de los calificativos que le aplicaban era «el blasfemo». Otro, mucho peor, «el calavera».
Cuando terminó la polémica sintió un profundo alivio. Pero todavía ahora, mientras bebía el té y comía los sandwichs resecos en la atmósfera húmeda de un buffet de estación, se quedó rígido mientras hojeaba las páginas del Sunday Watchman. Temía que sus ojos tropezaran con alguna referencia a la Duquesa de Cleveland, y que una vez más K. I. Campbell hubiera logrado introducirse en las columnas del diario.
No. Nada. En fin, por lo menos aquello era un buen augurio para el comienzo de su viaje.
Las agujas del reloj colocado encima del mostrador señalaban las diez menos veinte.
Con súbita agitación, Alan recordó su tren. Terminó el té, que, como ocurre siempre cuando se tiene prisa, parecía estar hirviendo y llenaba la cuarta parte de la taza, y salió corriendo hacia el andén en tinieblas. Por segunda vez necesitó varios minutos para hallar el billete junto al portón de acceso al andén, y debió revisar todos sus bolsillos antes de encontrarlo en el que había hurgado primero. Se abrió paso con dificultad entre la multitud y los portaequipajes rodantes, localizó el andén de su tren no sin cierto trabajo, y llegó junto a la puerta de su vagón en el momento en que todas comenzaban a golpearse a lo largo del tren y se oía el silbato que anunciaba la partida.
Deslizándose suavemente, el tren partió. Y en él Alan partía en pos de la gran aventura. En paz con la vida una vez más, Alan se detuvo a descansar en el pasillo sumido en la penumbra. En su mente se agitaban algunas de las palabras de la carta que había recibido de Escocia: «Castillo de Shira, en Inveraray, sobre Loch Fyne».
«Castillo de Shira, en Inveraray, sobre Loch Fyne». Las palabras tenían un sonido musical, mágico. Alan las saboreó. En seguida se dirigió a su compartimento, abrió la puerta y se detuvo bruscamente.
Una maleta que no era la suya estaba abierta sobre la cama. Contenía prendas femeninas. Inclinada sobre ella y revolviendo su contenido había una muchacha de pelo castaño, de unos veintisiete o veintiocho años. La puerta casi la había derribado al abrirse con fuerza. Se irguió rápidamente para mirar a Alan.
—¡No! —dijo Alan en voz baja.
Lo primero que se le ocurrió fue que debía de haber entrado en otro compartimento, o bien en un vagón que no era el suyo. Pero al mirar rápidamente la puerta se tranquilizó. Allí estaba su nombre, Campbell, escrito con lápiz sobre la tarjeta de imitación marfil.
—Disculpe —dijo—, pero… ¿no se ha… equivocado usted de camarote?
—No, creo que no —repuso la muchacha mientras se frotaba el brazo golpeado y devolvía la mirada de Alan con frialdad creciente.
En aquel momento Alan notó que era guapa, a pesar de ir sólo ligeramente maquillada, y de que en su rostro decidido había una expresión severa y obstinada. Debía de medir un metro sesenta, y tenía una figura armoniosa. Sus ojos eran azules y bien separados y su frente ancha. Tenía labios carnosos, no obstante mantenerlos firmemente apretados. Vestía un traje de chaqueta de tweed, un jersey azul, medias de color tostado y zapatos de tacón bajo.
—Pero éste —señaló él— es el compartimento número cuatro.
—Sí. Ya lo sé.
—Señorita, lo que quiero indicarle es que es mi compartimento. Mi nombre es Campbell. Aquí está escrito, sobre la puerta.
—Y mi nombre —replicó la muchacha— es casualmente Campbell, también. Insisto además en que éste es mi compartimento. ¿Quiere tener la amabilidad de retirarse?
Al decir esto señaló la maleta abierta.
Alan miró y volvió a mirar. El tren se sacudía y chirriaba en ciertos tramos, se balanceaba y cobraba velocidad. Pero lo que Alan no conseguía asimilar aún era el significado de las palabras pintadas con diminutas letras blancas sobre la tapa de la maleta: K. I. Campbell, Harpenden.