Las antiguas guerras de los t’lan imass y los jaghut hicieron pedazos el mundo. Ejércitos inmensos se enfrentaron en las tierras asoladas, los muertos se apilaban y sus huesos se convertían en los huesos de las colinas, su sangre derramada en la sangre de los mares. La hechicería bramó hasta que el propio firmamento estalló en llamas…
Historias antiguas, vol. I
Kinicik Karbar’n
Maeth’ki Im (pogrom de la Flor Putrefacta), trigésimo tercera Guerra Jaghut
298,665 años antes del sueño de Ascua
Las golondrinas atravesaban como flechas las nubes de mosquitos que danzaban sobre las marismas. El cielo del pantano seguía gris, pero había perdido ese destello veleidoso del invierno, y la brisa cálida que suspiraba sobre la tierra asolada contenía el aroma de la curación.
Lo que antaño había sido el mar interior de agua dulce que los imass llamaban Jaghra Til (nacido de los añicos en los que se habían roto los campos helados jaghut) agonizaba ya. El cielo encapotado y pálido se reflejaba en charcos cada vez más pequeños y en trechos de agua que apenas llegaban a la rodilla y que se extendían por el sur hasta donde alcanzaba la vista pero, no obstante, era la tierra recién nacida la que dominaba el paisaje.
La disolución de la hechicería que había provocado la era glacial le devolvió a la región sus antiguas estaciones naturales, pero todavía persistían los recuerdos de aquel hielo alto como una montaña. Al norte, el lecho de roca expuesto estaba excavado y raspado, con las cuencas llenas de cantos rodados. En los pesados sedimentos que habían sido el lecho del mar interior seguían borboteando los gases que se escapaban a medida que la tierra, liberada ocho años atrás del enorme peso del paso de los glaciares, continuaba su lento ascenso.
La vida de Jaghra Til no había sido muy larga, pero los sedimentos que se habían asentado en el fondo eran densos. Y traicioneros.
Pran Chole, invocahuesos del clan de Cannig Tol, entre los kron imass, permanecía sentado e inmóvil sobre un peñasco casi enterrado en la cumbre de una antigua playa. La bajada que tenía delante estaba salpicada de hierbas bajas y ásperas y maderas marchitas. A diez metros de él, la tierra caía un poco y luego se extendía hasta una amplia cuenca de barro.
Tres ranag se habían quedado atrapados en un pozo pantanoso a unos quince metros de la cuenca. Un macho, su compañera y su cría, colocados en un patético círculo defensivo. Enfangados y vulnerables, debían de haberle parecido presas fáciles a la manada de ay que los encontró.
Pero la tierra era traicionera y los grandes lobos de la tundra habían sucumbido al mismo destino que los ranag. Pran Chole contó seis ay, incluyendo un cachorro de menos de un año. Las huellas indicaban que otro cachorro había rodeado el pozo docenas de veces antes de alejarse hacia el oeste, condenado sin duda a morir en soledad.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que había ocurrido ese drama? No había forma de saberlo. El cieno se había endurecido sobre los ranag y los ay por igual y había formado capas de arcilla con una celosía de grietas. Asomaban manchas de un color verde brillante allí donde habían germinado las semillas traídas por el viento. Al invocahuesos le recordó a sus visiones, cuando caminaba en el mundo de los espíritus; una hueste de detalles mundanos retorcidos hasta quedar convertidos en algo irreal. Para las bestias, la lucha se había hecho eterna, cazadores y cazados enzarzados hasta el fin de los tiempos.
Alguien se acercó sin ruido y se agachó a su lado.
Los ojos ambarinos de Pran Chole permanecieron fijos en aquella estampa congelada en el tiempo. El ritmo de los pasos le dijo al invocahuesos quién era su compañero y no tardaron en llegar los olores cálidos que lo identificaban tan bien como si hubiera posado los ojos en él.
Habló entonces Cannig Tol.
—¿Qué yace bajo la arcilla, invocahuesos?
—Solo lo que ha moldeado la propia arcilla, jefe de clan.
—¿No ves ningún presagio en esas bestias?
Pran Chole sonrió.
—¿Y tú?
Cannig Tol consideró la respuesta un momento antes de contestar.
—Los ranag han desaparecido de estas tierras. Al igual que los ay. Vemos ante nosotros una batalla antigua. Son alegatos profundos que conmueven mi alma.
—La mía también —admitió el invocahuesos.
—Cazamos a los ranag hasta que dejaron de existir y eso mató de hambre a los ay, pues también habíamos cazado a los tenag hasta que ellos también dejaron de existir. Los agkor que caminan con los bhederin no quisieron compartir su alimento con los ay y ahora la tundra está vacía. De eso deduzco que nos excedimos en nuestra caza y fuimos irreflexivos.
—Y sin embargo, la necesidad de alimentar a nuestras propias crías…
—La necesidad de más crías era grande.
—Sigue siéndolo, jefe de clan.
Cannig Tol gruñó.
—Los jaghut eran poderosos en estas tierras, invocahuesos. No huyeron, al principio no. Sabes la sangre imass que costó.
—Y la tierra da fruto para responder a ese coste.
—Para servir a nuestra guerra.
—Así, las profundidades se agitan.
El jefe de clan asintió y se quedó callado.
Pran Chole esperó. En las palabras que compartían seguían trazando la piel de las cosas. Todavía había que revelar el músculo y el hueso. Pero Cannig Tol no era tonto y la espera no fue larga.
—Somos como esas bestias. —Los ojos del invocahuesos se deslizaron por el horizonte del sur y se tensaron—. Somos la arcilla —continuó Cannig Tol—, y nuestra guerra interminable contra los jaghut es la bestia que lucha debajo. La superficie queda modelada por lo que yace debajo. —Señaló con una mano—. Y ahora, ante nosotros, en esas criaturas que se van convirtiendo poco a poco en piedra, se halla la maldición de la eternidad.
Todavía quedaba más. Pran Chole no dijo nada.
—Ranag y ay —resumió Cannig Tol—. Casi desaparecidos del reino mortal. Cazadores y cazados a la vez.
—Hasta los mismos huesos —susurró el invocahuesos.
—Ojalá hubieras visto un presagio —murmuró el jefe de clan al levantarse.
Pran Chole también se estiró.
—Ojalá —asintió con un tono que solo fue un eco vago de las palabras irónicas de Cannig Tol.
—¿Estamos cerca, invocahuesos?
Pran Chole se miró la sombra y estudió la silueta astada, la figura insinuada bajo la capa de piel, el cuero raído y el tocado. El ángulo del sol lo hacía parecer alto, casi tan alto como un jaghut.
—Mañana —dijo—. Se están debilitando. Una noche de viaje los debilitará todavía más.
—Bien. Entonces el clan montará el campamento aquí esta noche.
El invocahuesos escuchó a Cannig Tol, que regresaba adonde esperaban los demás. Con la oscuridad, Pran Chole iría a caminar con los espíritus. Por la tierra que susurraba, en busca de los suyos. Su presa se debilitaba, pero el clan de Cannig Tol estaba más débil todavía. Quedaban menos de una docena de adultos. Cuando se perseguía a los jaghut, la distinción entre cazador y cazado carecía de significado.
Levantó la cabeza y olió el aire crepuscular. Otro invocahuesos vagaba por aquellas tierras. La mácula era inconfundible. Se preguntó quién era, se preguntó por qué viajaba solo, despojado de clan y familia. Y supo que al igual que él había presentido la presencia del otro, y el otro, a su vez, había presentido la suya; se preguntó por qué no los había buscado todavía.
La mujer se alzó del barro y se dejó caer en la orilla de arena; respiraba con dificultad, con jadeos duros y forzados. Su hijo y su hija se liberaron de sus brazos de plomo y se arrastraron por el modesto montecillo de la isla.
La madre jaghut bajó la cabeza hasta apoyar la frente en la arena fresca y húmeda. La grava se apretaba contra la piel de su frente con una insistencia cruda. Las quemaduras eran demasiado recientes para haberse curado y no era probable que llegaran a hacerlo, estaba vencida y la muerte solo tenía que aguardar la llegada de sus cazadores.
Al menos eran competentes. Los imass no eran aficionados a la tortura. Un golpe rápido y fatal. Uno para ella y luego sus hijos. Y con ellos, con esa familia exigua y andrajosa, los últimos jaghut se desvanecerían de ese continente. La clemencia llegaba bajo muchos disfraces. Si no se hubieran unido para encadenar a Raest, todos ellos (imass y jaghut por igual) se habrían encontrado de rodillas ante aquel tirano. Una tregua temporal de conveniencia. La mujer había comprendido lo suficiente como para huir una vez se hubo encadenado al tirano; había sabido, incluso entonces, que el clan imass reanudaría la persecución.
La madre no sentía amargura, pero no por ello estaba menos desesperada.
Al percibir una nueva presencia en la pequeña isla, la mujer levantó la cabeza de golpe. Sus hijos se habían quedado inmóviles y contemplaban aterrorizados a la mujer imass que se alzaba ante ellos. La madre entrecerró los ojos grises.
—Muy lista, invocahuesos. Mis sentidos buscaban solo a los que dejamos atrás. Muy bien, acaba de una vez.
La mujer, joven y de cabello negro, sonrió.
—¿No regateas, jaghut? Vosotros siempre intentáis hacer tratos para salvar las vidas de vuestros hijos. ¿Es que has roto ya los lazos con estos dos? Parecen muy pequeños todavía.
—No tiene sentido hacer tratos. Los que son como tú nunca acceden a ellos.
—No; con todo, los que son como tú lo intentan.
—Yo no. Así que mátanos. Que sea rápido.
La imass vestía la piel de una pantera. Tenía los ojos igual de negros que la bestia y parecían rielar como la piel del animal bajo la luz moribunda. Parecía bien alimentada y sus pechos grandes e hinchados indicaban que había dado a luz poco antes.
La madre jaghut no supo leer la expresión de la mujer, solo que carecía de la típica certeza lúgubre que se solía asociar con los rostros extraños y redondeados de los imass.
Habló entonces la invocahuesos.
—Ya tengo suficiente sangre jaghut en las manos. Te dejo al clan Kron, que no tardará en encontrarte mañana.
—A mí —gruñó la madre— me da igual quién nos mata, solo que nos matáis.
La amplia boca de la mujer reflejó una mueca.
—Te comprendo.
El cansancio amenazaba con aplastar a la madre jaghut, pero consiguió enderezarse y sentarse.
—¿Qué quieres? —preguntó entre jadeos.
—Ofrecerte un trato.
La madre jaghut contuvo el aliento, se quedó mirando los ojos oscuros de la invocahuesos, pero no vio burla alguna. Su mirada recayó entonces, durante el más breve de los momentos, en sus hijos, después alzó de nuevo la cabeza para sostener la mirada de la otra mujer.
La imass asintió poco a poco.
En algún momento había aparecido una grieta en la tierra, una herida de tal profundidad que había parido un río fundido lo bastante ancho como para extenderse de un horizonte a otro. Inmenso y negro, el río de piedra y cenizas se extendía hacia el sur y bajaba al mar distante. Solo las plantas más pequeñas habían conseguido encontrar arraigo y el avance de la invocahuesos, con un niño jaghut en cada brazo, levantaba nubes sofocantes de polvo que quedaban flotando, inmóviles, a su paso.
Le pareció que el niño tendría unos cinco años, su hermana quizá cuatro. Ninguno parecía consciente del todo de lo que estaba ocurriendo y era obvio que ninguno había entendido a su madre cuando se había despedido de ellos con un abrazo. La larga huida por L’amath y el cruce del Jagra Til los había sumido a los dos en la conmoción. Sin duda, presenciar la espantosa muerte de su padre tampoco había ayudado mucho.
Se aferraban a ella con unas manezuelas mugrientas, lúgubres recordatorios del hijo que había perdido tan poco tiempo atrás. Ambos niños no tardaron en comenzar a mamar de sus pechos, señal inconfundible de un hambre desesperada. Tras alimentarse, los pequeños se quedaron pronto dormidos.
El flujo de lava disminuía a medida que se acercaba a la costa. Una cordillera de colinas se alzaba y fundía con las lejanas montañas de su derecha. Una llanura plana se extendía directamente ante ella y terminaba en una cumbre a media legua de distancia. Aunque no podía verlo, la mujer sabía que justo al otro lado de la cumbre, la tierra descendía hasta el mar. La llanura en sí estaba marcada por montecillos regulares y la invocahuesos se detuvo a estudiarlos. Los montículos se hallaban dispuestos en círculos concéntricos y en el centro había una cúpula más grande cubierta por entero de un manto de lava y cenizas. El diente podrido de una torre en ruinas se alzaba al borde de la llanura, en la base de la primera línea de colinas. Entre esas colinas, como había observado la primera vez que había visitado el lugar, había espacios demasiado regulares como para ser naturales.
La invocahuesos levantó la cabeza. Los aromas que se mezclaban eran inconfundibles, uno antiguo y muerto, el otro… algo menos. El niño se removió entre sus brazos, pero no despertó.
—Ah —murmuró la mujer—, tú también lo sientes.
Rodeó la llanura y se dirigió a la torre ennegrecida.
La puerta de la senda no estaba lejos del edificio irregular, suspendida en el aire a unas seis veces su altura. La mujer la vio como un verdugón rojo, algo dañado pero que ya no sangraba. No reconoció la senda, el antiguo daño oscurecía las características del portal. Una oleada de inquietud la atravesó como un cosquilleo.
La invocahuesos dejó a los niños junto a la torre y después se sentó en un bloque de escombros. Posó los ojos en los dos pequeños jaghut, todavía acurrucados y dormidos, echados en sus camitas de ceniza.
—¿Qué alternativa hay? —susurró—. Tiene que ser Omtose Phellack. Desde luego no es Tellann. ¿Starvald Demelain? Poco probable. —La llanura atrajo sus ojos, que se entrecerraron sobre los anillos de montículos—. ¿Quién vivía aquí? ¿Quién más tenía por costumbre construir con piedra? —Se quedó callada un largo rato y después volvió a contemplar las ruinas—. Esta torre es la prueba definitiva, pues no es otra cosa que jaghut y ellos no levantarían una estructura así tan cerca de una senda hostil. No, la puerta es Omtose Phellack. Tiene que serlo.
Con todo, existían riesgos adicionales. Un jaghut adulto, que se encontrara en la senda y que se topara con dos niños que no fueran de su sangre, tenía las mismas posibilidades de matarlos que de adoptarlos.
—Entonces, que su sangre manche las manos de otro, las de un jaghut. —Escaso consuelo, la distinción. Da igual quién nos mata, solo que nos matáis. El aliento siseó entre los dientes de la mujer—. ¿Qué alternativa hay? —preguntó otra vez.
Los dejaría dormir un poco más. Después los mandaría por la puerta. Se lo diría al niño: Cuida de tu hermana. El viaje no será largo. Y luego a los dos: Vuestra madre os espera detrás. Era mentira, pero los niños necesitaban ser valientes. Si ella no os encuentra, lo hará alguno de su familia. Id ya, a un lugar seguro, a la salvación.
Después de todo, ¿qué podría ser peor que la muerte?
Se levantó cuando se acercaron. Pran Chole probó el aire y frunció el ceño. La jaghut no había desvelado su senda. Y lo que era más desconcertante, ¿dónde estaban sus hijos?
—Nos recibe muy serena —murmuró Cannig Tol.
—Cierto —asintió el invocahuesos.
—No me inspira confianza, deberíamos matarla de inmediato.
—Desea hablar con nosotros —dijo Pran Chole.
—Un riesgo mortal para aplacar su deseo.
—No voy a contradecirte, jefe de clan. Con todo… ¿qué ha hecho con sus hijos?
—¿No los percibes?
Pran Chole negó con la cabeza.
—Prepara a tus lanceros —dijo al tiempo que se adelantaba.
Había paz en los ojos de la mujer, una aceptación tan clara de su propia e inminente muerte que el invocahuesos quedó conmocionado. Pran Chole se introdujo en el agua, que le llegaba a las pantorrillas, y subió a la orilla arenosa de la isla para enfrentarse cara a cara con la jaghut.
—¿Qué has hecho con ellos? —preguntó.
La madre sonrió, los labios se apartaron y revelaron sus colmillos.
—Se han ido.
—¿Adónde?
—Lejos de tu alcance, invocahuesos.
El ceño de Pran Chole se profundizó.
—Estas son nuestras tierras. Aquí no hay lugar alguno que esté fuera de nuestro alcance. ¿Es que los has asesinado tú con tus propias manos?
La jaghut ladeó la cabeza y estudió al imass.
—Siempre había creído que estabais unidos en vuestro odio por nuestra especie. Siempre había creído que conceptos como la compasión y la piedad eran ajenos a vuestra naturaleza.
El invocahuesos se quedó mirando a la mujer un buen rato, después bajó la mirada, abandonó a la mujer y examinó el suelo blando de arcilla.
—Aquí ha estado un imass —dijo—. Una mujer. La invocahuesos… —La que no pude encontrar en mi paseo con los espíritus. La que optó por no ser encontrada—. ¿Qué ha hecho?
—Ha explorado esta tierra —respondió la jaghut—. Ha encontrado una puerta muy al sur. Es Omtose Phellack.
—Me alegro —dijo Pran Chole— de no ser madre. —Y tú, mujer, deberías alegrarte de que tampoco sea cruel. Hizo un gesto. Unas lanzas pesadas pasaron como rayos junto al invocahuesos. Seis puntas de sílex, largas y acanaladas, perforaron la piel que cubría el pecho de la jaghut. La mujer se tambaleó y luego se derrumbó entre un estrépito de varas.
Así terminó la trigésimo tercera Guerra Jaghut.
Pran Chole se giró en redondo.
—No tenemos tiempo para hacer una pira. Debemos dirigirnos al sur. Rápido.
Cannig Tol se adelantó mientras sus guerreros iban a recuperar sus armas. El jefe de clan entornó los ojos y miró al invocahuesos.
—¿Qué te inquieta?
—Una invocahuesos renegada se ha llevado a los niños.
—¿Al sur?
—A Alborada. —El jefe de clan frunció el ceño—. La renegada quiere salvar a los hijos de esta mujer. La renegada cree que el desgarro es Omtose Phellack.
Pran Chole vio que la cara de Cannig Tol se quedaba sin sangre.
—Ve a Alborada, invocahuesos —susurró el jefe de clan—. No somos crueles. Ve ya.
Pran Chole se inclinó y lo envolvió la senda Tellann.
Una levísima liberación de su poder levantó a los dos pequeños jaghut y los alzó hasta la boca de la entrada. La niña gritó un momento antes de alcanzarla, un gemido de añoranza que buscaba a su madre, a la que imaginaba dentro, aguardándola. Después se desvanecieron en el interior dos pequeñas figuras.
La invocahuesos suspiró y continuó mirando las alturas en busca de alguna prueba de que algo hubiera ido mal en el paso. Pero parecía que no se había reabierto ninguna herida y que del portal no brotaba ningún torrente de poder salvaje. ¿Tenía un aspecto diferente? La mujer no estaba segura. Aquel era un territorio nuevo para ella; no le quedaba nada de aquella profunda sensibilidad que había conocido toda su vida entre las tierras del clan Tarad, en el corazón del Primer Imperio.
La senda Tellann se abrió tras ella. La mujer se dio la vuelta momentos antes de transformarse en su forma soletaken.
Apareció de repente, de un salto, un zorro ártico que frenó al verla y después regresó a su forma imass. La mujer vio ante ella a un hombre joven, la piel de su animal tótem le cubría los hombros y lucía un tocado de cuernas bastante estropeado. La expresión del hombre era temerosa, pero no la miraba a ella sino al portal que tenía detrás.
La mujer sonrió.
—Te saludo, compañero invocahuesos. Sí, los he enviado al otro lado. Están fuera del alcance de tu venganza y eso me complace.
Los ojos ambarinos del hombre se clavaron en ella.
—¿Quién eres? ¿De qué clan?
—He dejado mi clan, pero en otro tiempo se me contaba entre los logros. Me llamo Kilava.
—Deberías haber dejado que te encontrara anoche —dijo Pran Chole—. Podría haberte convencido entonces que una muerte rápida era el mayor favor que se les podría haber hecho a esos niños, más de lo que tú has hecho, Kilava.
—Son lo bastante pequeños como para que alguien los adopte…
—Has venido a un lugar llamado Alborada —interpuso Pran Chole con tono frío—. A las ruinas de una antigua ciudad…
—Jaghut.
—¡Jaghut no! Esta torre sí, pero se construyó mucho tiempo después, en el ínterin entre la destrucción de la ciudad y el T’ol Ara’d, este río de lava que no hizo más que enterrar algo que ya estaba muerto. —El invocahuesos levantó una mano y señaló la puerta suspendida—. Fue eso, esa herida, lo que destruyó la ciudad, Kilava. La senda que hay detrás… ¿es que no lo entiendes? ¡No es Omtose Phellack! Dime algo, ¿cómo se curan tales heridas? ¡Tú sabes la respuesta, invocahuesos!
La mujer se volvió poco a poco y estudió el desgarro.
—Si un alma selló esa herida, entonces debería haber quedado libre… cuando llegaron los niños…
—¡Libre! —bufó Pran Chole—. ¡A cambio de ellos!
Kilava, temblando, lo volvió a mirar.
—Entonces, ¿dónde está? ¿Por qué no ha aparecido?
Pran Chole se giró para estudiar el montículo central de la llanura.
—Oh —susurró—, es que sí que lo ha hecho. —Miró de nuevo a la invocahuesos—. Dime, ¿estás dispuesta a tu vez a dar tu vida por esos niños? Esos pequeños están atrapados en una pesadilla eterna de dolor. ¿Es tanta tu compasión que serás capaz de sacrificarte en un intercambio más? —El invocahuesos la estudió y después suspiró—. Ya me parecía que no, así que sécate esas lágrimas, Kilava. La hipocresía nunca le ha sentado bien a un invocahuesos.
—Qué… —consiguió decir la mujer tras un rato—. ¿Qué ha quedado libre?
Pran Chole sacudió la cabeza y volvió a estudiar el montículo central.
—No estoy seguro, pero habrá que hacer algo antes o después. Sospecho que tenemos tiempo de sobra. La criatura debe liberarse ahora de su tumba y esta ha sido protegida a conciencia. Es más, el manto de piedra del T’ol Ara’d sigue cubriendo el túmulo. —Después de un momento, añadió—: Pero tiempo tendremos.
—¿A qué te refieres?
—Se ha convocado la reunión. Nos aguarda el ritual de Tellann, invocahuesos.
La mujer escupió al suelo.
—Estáis todos perturbados. Escoger la inmortalidad por una guerra es una locura. No acudiré a esa llamada, invocahuesos.
El hombre asintió.
—Y sin embargo el ritual se llevará a cabo. He ido con los espíritus al futuro, Kilava. He visto mi rostro marchito dentro de dos mil años y más. Tendremos nuestra guerra eterna.
La amargura llenó la voz de Kilava.
—Mi hermano se sentirá complacido.
—¿Quién es tu hermano?
—Onos T’oolan, la primera espada.
Pran Chole se giró al oír eso.
—Eres la Desafiadora. Asesinaste a tu clan, a los tuyos…
—Para romper el vínculo y lograr así la libertad, sí. Y he de decir que la habilidad de mi hermano mayor podía compararse con la mía. Pero ahora los dos somos libres, los dos, aunque lo que yo celebro, Onos T’oolan lo maldice. —La mujer se rodeó con los brazos y Pran Chole vio sobre ella capas y capas de dolor. La suya era una libertad que Pran Chole no envidiaba. La mujer volvió a hablar—. Esta ciudad, entonces, ¿quién la construyó?
—Los k’chain che’malle.
—Conozco el nombre, pero poco más.
Pran Chole asintió.
—Confío en que lo iremos averiguando.
Continentes de Korelri y Jacuruku, en el Tiempo de la Agonía
119,736 años antes del sueño de Ascua (tres años después de la caída del dios Tullido)
La caída había roto en mil pedazos un continente. Habían ardido los bosques, las tormentas de fuego habían iluminado el horizonte en todas direcciones y habían bañado de luz carmesí las nubes palpitantes de ceniza que cubrían el cielo. La conflagración había parecido interminable, como si quisiera devorar el mundo entero y las semanas se convirtieron en meses, meses eternos en los que no se dejaron de oír los chillidos de un dios.
El dolor parió la rabia. La rabia, el veneno, una infección que no perdonó a nadie.
Quedaron solo unos cuantos supervivientes esparcidos por toda la tierra, reducidos a un estado salvaje, supervivientes que vagaban por un paisaje picado de cráteres enormes llenos de un agua turbia y sin vida mientras el cielo se revolvía sin cesar sobre ellos. La familia se había desmembrado, el amor había resultado ser una carga que costaba demasiado llevar. Comían lo que podían, con frecuencia unos a otros, y examinaban el mundo asolado que los rodeaba con una atención rapaz.
Una figura recorría ese paisaje, sola. Envuelta en harapos medio podridos, era un hombre de altura media y rasgos francos y poco atractivos. Había una expresión oscura en ese rostro, una inflexibilidad pesada en sus ojos. Caminaba como si sobre sí reuniera todo el sufrimiento, como si no advirtiera su peso inmenso; caminaba como si fuera incapaz de ceder, de negar los dones de su propio espíritu.
A lo lejos, unas bandas harapientas observaban a la figura que avanzaba paso a paso y cruzaba lo que quedaba del continente que algún día se llamaría Korelri. El hambre quizá los hubiera empujado a acercarse, pero ya no quedaban tontos entre los supervivientes de la caída, así que mantenían una distancia vigilante, una curiosidad embotada por el miedo. Pues el hombre era un dios ancestral y caminaba entre ellos.
Más allá del sufrimiento que absorbía, K’rul habría estado dispuesto a abrazar sus almas rotas, pero se había alimentado (seguía alimentándose) de la sangre derramada sobre esa tierra y la verdad era sencilla: se necesitaría el poder nacido de todo aquello.
Al paso de K’rul, los hombres y las mujeres mataban a hombres, mataban a mujeres, mataban a niños. Una masacre oscura que era el río sobre el que cabalgaba el dios ancestral.
Los dioses ancestrales encarnaban toda una serie de momentos duros y desagradables.
El dios ajeno había quedado destrozado en su descenso a la tierra. Había bajado en trozos, en llamaradas. Su voz era fuego, gritos y truenos, una voz que había oído medio mundo. Dolor e indignación. Y, como reflexionaba K’rul, una profunda tristeza. Pasaría mucho tiempo antes de que el dios ajeno pudiera empezar a reclamar los fragmentos que quedaban de su vida y comenzara así a revelar su naturaleza. K’rul temía la llegada de ese día. De tantos añicos y sufrimiento solo podía salir la locura.
Los invocadores estaban muertos. Destruidos por lo que habían atraído sobre sí. No tenía sentido odiarlos, no había necesidad de conjurar imágenes del castigo que en verdad se merecían. Después de todo, estaban desesperados. Lo bastante desesperados como para separar el tejido del caos, como para abrir un camino a un reino extraño y remoto y luego atraer a un dios curioso a ese reino, querían llevarlo a la trampa que habían preparado. Los invocadores buscaban poder.
Y todo para destruir a un hombre.
El dios ancestral había cruzado el continente en ruinas, había contemplado la carne todavía viva del dios caído, había visto los gusanos sobrenaturales que se arrastraban por esa carne podrida que palpitaba sin cesar y por esos huesos rotos. Había visto lo que surgía de esos gusanos. Cuando llegó a la maltratada costa de Jacuruku, el ancestral continente hermano de Korelri, las criaturas seguían dibujando círculos sobre él con sus amplias y negras alas. Percibían el poder que había en su interior y ansiaban probar su carne.
Pero un dios fuerte podía hacer caso omiso de los carroñeros que seguían su rastro y K’rul era un dios fuerte. En su nombre se habían alzado templos. Durante generaciones enteras, la sangre había empapado un sinfín de altares para adorarlo. Las ciudades nacientes se habían envuelto en el humo de forjas y piras, en el fulgor rojo del albor de la humanidad. El Primer Imperio se había alzado en un continente a medio mundo de donde caminaba en ese momento K’rul. Un imperio de seres humanos, nacido del legado de los t’lan imass, de quien tomaba su nombre.
Pero no había estado solo mucho tiempo. Allí, en Jacuruku, a la sombra de las ruinas k’chain che’malle muertas eras atrás, había surgido otro imperio. Un imperio brutal, un devorador de almas con un gobernante que era un guerrero sin igual.
K’rul había llegado para destruirlo, había venido para romper las cadenas de doce millones de esclavos; ni siquiera los tiranos jaghut habían ejercido un dominio tan despiadado sobre sus súbditos. No, había que ser un ser humano mortal para lograr ese nivel de tiranía sobre los suyos.
Otros dos dioses ancestrales convergían en el Imperio kalloriano. La decisión ya estaba tomada. Los tres, los últimos de los ancestrales, pondrían fin al gobierno despótico del rey supremo. K’rul ya sentía a sus compañeros. Los dos estaban cerca; los dos habían sido camaradas en otro tiempo, pero todos ellos (incluido K’rul) habían cambiado, se habían distanciado. Aquello marcaría la primera reunión en milenios.
También sintió una cuarta presencia, una bestia salvaje y antigua que seguía su pista. Una bestia de la tierra, del aliento gélido del invierno, una bestia con la piel blanca y ensangrentada, herida por la caída y casi moribunda. Una bestia a la que solo le quedaba un ojo con el que contemplar la tierra destruida, que en otro tiempo había sido su hogar, mucho antes de que surgiera el imperio. Lo seguía, pero no se acercaba. Y, como bien sabía K’rul, seguiría siendo un observador a distancia de todo lo que estaba a punto de ocurrir. El dios ancestral no podía ahorrarle tristeza alguna, pero no era indiferente a su dolor.
Cada uno sobrevivimos como debemos y cuando llega el momento de morir, buscamos la soledad…
El Imperio kalloriano se había extendido hasta las costas de Jacuruku, pero K’rul no vio a nadie al dar sus primeros pasos por la tierra. Por todos lados se extendían yermos sin vida. El aire estaba gris por las cenizas y el polvo, los cielos se agitaban como el plomo en el caldero de un herrero. El dios ancestral experimentó el primer aliento de inquietud, un frío furtivo que le cruzó el alma.
Sobre él, los carroñeros que había engendrado el dios graznaban y dibujaban círculos en el aire.
Una voz conocida habló en la mente de K’rul. Hermano, estoy en la orilla norte.
—Y yo en la oeste.
¿Estás atribulado?
—Lo estoy. Todo está… muerto.
Incinerado. El calor permanece en las profundidades, bajo los lechos de cenizas. Ceniza… y hueso.
Habló entonces una tercera voz. Hermanos, yo vengo del sur, donde en otro tiempo se alzaban las ciudades. Todo destruido. Los ecos de la agonía de un continente permanecen en el aire. ¿Nos engañamos acaso? ¿Es todo una ilusión?
K’rul se dirigió al primer ancestral que había hablado en su mente.
—Draconus, yo también siento la agonía. Tanto dolor… de hecho, más horrible en su orientación que el del Caído. Si no es un engaño, como sugiere nuestra hermana, ¿qué ha hecho?
Nos hemos adentrado en esta tierra, así que todos compartimos lo que sientes, K’rul, respondió Draconus. Yo tampoco estoy seguro de si es verdad. Hermana, ¿te acercas a la morada del rey supremo?
Respondió entonces la tercera voz. Así es, hermano Draconus. ¿Queréis reuniros conmigo el hermano K’rul y tú para que podamos enfrentarnos a este mortal como uno solo?
—Eso haremos.
Se abrieron las sendas, una al norte, la otra justo delante de K’rul.
Los dos dioses ancestrales se reunieron con su hermana en la cima de una colina accidentada donde el viento silbaba entre las cenizas y hacía girar coronas funerarias que se alzaban hacia el firmamento. Justo delante de ellos, sobre un montón de huesos quemados, había un trono.
El hombre que estaba sentado encima sonreía.
—Como veis —dijo con voz ronca después de una breve mirada desdeñosa—, me he… preparado para vuestra llegada. Oh, sí, sabía que veníais. Draconus, de la familia de Tiam. K’rul, el Que Abre Sendas. —Sus ojos grises se fijaron entonces en la tercera ancestral—. Y tú. Querida mía, tenía la impresión de que habías abandonado tu… antiguo yo. Caminar entre los mortales, hacer el papel de hechicera entrometida, un riesgo mortal, por cierto, aunque quizás eso sea lo que te seduce de tan mortal juego. Te has plantado en campos de batallas, mujer. Una flecha perdida… —El rey sacudió la cabeza con lentitud.
—Hemos venido —dijo K’rul— para poner fin a tu reinado de terror.
Kallor alzó las cejas.
—¿Me quitáis todo aquello que he logrado y por lo que tanto he luchado? Cincuenta años, queridos rivales, para conquistar un continente entero. Oh, puede que Ardatha siguiera resistiéndose, siempre enviándome con retraso el legítimo tributo que se me debe, pero nunca hice caso de gestos ínfimos como ese. Ha huido, ¿lo sabíais? Qué zorra. ¿Imagináis que sois los primeros en desafiarme? El Círculo ha enviado a un dios ajeno. Sí, el esfuerzo… les salió mal y me ahorró el trabajo de matar a esos idiotas con mis propias manos. ¿Y el Caído? Bueno, aún tardará un tiempo en recuperarse e, incluso entonces, ¿creéis de verdad que accederá a obedecer a alguien? Yo habría…
—Ya es suficiente —gruñó Draconus—. Tu cháchara nos cansa, Kallor.
—Muy bien —suspiró el rey supremo. Después se inclinó hacia delante—. Habéis venido a liberar a mi pueblo de mi tiránico dominio. Pues no soy de los que renuncian a tales cosas. Ni por vosotros ni por nadie. —Se acomodó de nuevo y agitó una mano lánguida—. Así pues, lo que os gustaría negarme, os lo niego yo a vosotros.
Aunque la verdad se alzaba ante los ojos de K’rul, este no podía creerlo.
—¿Qué has…?
—¿Estás ciego? —chilló Kallor mientras se aferraba a los brazos de su trono—. ¡Ha desaparecido! ¡Se han ido! Rompe las cadenas, ¿quieres? Adelante. ¡No, te las entrego yo! Mira a tu alrededor, ¡todo es libre! ¡Polvo! ¡Huesos! ¡Todo libre!
—¿En verdad has incinerado un continente entero? —susurró la hermana ancestral—. Jucuruku…
—Ya no existe ni existirá jamás. Lo que he desatado nunca sanará. ¿Comprendido? Nunca. Y es todo culpa vuestra. Vuestra. Pavimentado con huesos y ceniza, este noble camino por el que elegisteis caminar. Vuestro camino.
—No podemos permitir…
—¡Ya ha ocurrido, necia!
K’rul habló en las mentes de sus hermanos.
Debe hacerse. Yo crearé un… un lugar para esto. En mi interior.
¿Una senda para albergar todo esto?, preguntó Draconus, horrorizado. Hermano mío…
No, debe hacerse. Uníos ahora a mí, no será fácil darle forma…
Acabará contigo, K’rul, dijo su hermana. Tiene que haber otro modo.
No lo hay. Dejar este continente como está… no, este mundo es joven. Soportar una cicatriz así…
¿Qué hay de Kallor?, inquirió Draconus. ¿Qué hay de esta… de esta criatura?
Lo dejamos marcado, respondió K’rul. Sabemos cuál es su deseo más profundo, ¿no es cierto?
¿Y su esperanza de vida?
Larga, amigos míos.
De acuerdo.
K’rul parpadeó y clavó sus ojos oscuros y pesados en el rey supremo.
—Por este crimen, Kallor, te condenamos a un castigo justo. Te hacemos saber que tú, Kallor Eiderann Tes’thesula, conocerás una vida mortal sin fin. Mortal, en los estragos de la edad, en el dolor de las heridas y la angustia de la desesperación. En los sueños arruinados. En el amor marchito. En la sombra del espectro de la muerte, amenaza eterna de poner fin a lo que no quieres renunciar.
Draconus habló después.
—Kallor Eiderann Tes’thesula, tú jamás ascenderás.
Su hermana fue la siguiente.
—Kallor Eiderann Tes’thesula, cada vez que te alces, caerás a continuación. Todo lo que logres se convertirá en polvo entre tus manos. Así como te has obstinado en hacer aquí, así sufrirás a tu vez en todo lo que hagas.
—Tres voces te maldicen —entonó K’rul—. Así sea.
El hombre del trono se estremeció. Separó los labios en un rictus desdeñoso.
—Acabaré con vosotros. Con cada uno de vosotros. Lo juro sobre los huesos de siete millones de sacrificios. K’rul, desaparecerás del mundo, todos te olvidarán. Draconus, lo que crees se volverá contra ti. Y en cuanto a ti, mujer, manos inhumanas desgarrarán tu cuerpo en mil pedazos en un campo de batalla, pero no conocerás respiro alguno, así caiga mi maldición sobre ti, Hermana de las Noches Frías. Kallor Eiderann Tes’thesula, una voz, ha pronunciado tres maldiciones. Así sea.
Dejaron a Kallor sobre su trono, sobre su montón de huesos. Fundieron su poder para rodear con cadenas un continente de masacres y luego lo metieron en una senda creada con ese único propósito, dejaron después la tierra desnuda. Para que sanase.
El esfuerzo acabó con K’rul, le dejó heridas que sabía que tendría que sufrir durante toda su existencia. De hecho, ya podía sentir el crepúsculo de su culto, la maldición de Kallor. Para su sorpresa, la pérdida le dolía menos de lo que habría imaginado.
Los tres se encontraron ante el portal de aquel reino naciente y sin vida y observaron largo rato su obra.
Después habló Draconus.
—Llevo forjando una espada desde el tiempo de la oscuridad total.
K’rul y la Hermana de las Noches Frías se volvieron al oír eso, pues nada sabían.
Draconus continuó.
—La forja ha llevado… mucho tiempo, pero ya casi he concluido. El poder con que se ha investido la espada tiene una… una finalidad.
—Entonces —susurró K’rul después de considerarlo un momento— debes hacer ciertas alteraciones en la forma final.
—Eso parece. Tendré que pensar mucho en ello.
Un largo instante después K’rul y su hermano se volvieron hacia la hermana de ambos. Esta se encogió de hombros.
—Procuraré guardarme de todo mal. Cuando llegue mi destrucción, será por una traición y nada más. No se pueden tomar precauciones contra eso, no sea que mi vida se convierta en una pesadilla de suspicacias y desconfianza. A eso no voy a rendirme. Hasta ese momento, seguiré jugando al juego de los mortales.
—Cuidado entonces —murmuró K’rul—, escoge bien por quién eliges luchar.
—Encuentra un compañero —le aconsejó Draconus—. Alguien digno de ti.
—Sabias palabras las de los dos. Os las agradezco.
No había nada más que decir. Los tres habían llegado juntos con un propósito que ya habían logrado. Quizá no como hubieran deseado, pero al menos lo habían hecho. Y se había pagado el precio. Con gusto. Tres vidas y una, cada una destruida. Para esa una, el comienzo de un odio eterno. Para los tres, un intercambio justo.
Los dioses ancestrales, como ya se ha dicho, encarnan toda una serie de momentos duros y desagradables.
La bestia observó desde lejos a las tres figuras que se separaban. Desgarrado por el dolor, con la piel blanca manchada y ensangrentada, el pozo abierto del ojo perdido húmedo y brillante, sostenía su pesada masa sobre unas patas temblorosas. Ansiaba la llegada de la muerte, pero la muerte lo eludía. Ansiaba venganza, pero aquellos que lo habían herido estaban muertos. No quedaba más que el hombre que estaba sentado en el trono, el que había devastado el hogar de la bestia.
Habría tiempo suficiente para saldar esa cuenta.
Una última ansia llenaba el alma destrozada de la criatura. En algún lugar, entre la conflagración de la caída y el caos consiguiente, la criatura había perdido a su compañera y estaba solo. Quizá siguiera viva. Quizá vagaba perdida, herida como él, buscando entre los yermos deshechos alguna señal de él.
O quizá había huido, estremecida por el dolor y aterrada, hacia la senda que había dado fuego a su espíritu.
Allá donde hubiera ido (y suponiendo que siguiera viva), él la encontraría.
Las tres figuras distantes desvelaron sus sendas y cada uno se desvaneció en sus reinos ancestrales.
La bestia decidió no seguir a ninguno. Eran entidades jóvenes en lo que a él y su compañera respectaba y la senda a la que ella quizá hubiera huido era, en comparación con las de los dioses ancestrales, mucho más antigua.
El camino que lo aguardaba era peligroso y el temor invadió el esforzado corazón de la criatura.
El portal que se abrió ante él reveló un torbellino veteado de gris, una tormenta de poder. La bestia dudó, pero luego se adentró en ella.
Y desapareció.