Capítulo 25

No puede haber un retrato auténtico de la traición, pues el momento se oculta dentro de sí mismo, repentino, y asesta tal golpe al comprenderla que uno entregaría su alma solo por negar todo lo que ha pasado. No puede haber un retrato auténtico de la traición, pero de ese día, el cuadro de Ormulogun es lo que más se acerca a la verdad que cualquier mortal esperaría lograr…

Comentario de N’aruhl sobre El asesinato de Whiskeyjack de Ormulogun

El ruido de las pisadas en el pasillo anunció a otro concurrente más (Coll no tenía ni idea si invitado o no) y apartó la mirada de los dos antiguos consejeros Rath que se habían arrodillado ante la tumba; al mirar vio a una figura cubierta por una túnica que aparecía en la puerta. Sin máscara y con un rostro extrañamente poco definido.

El caballero de la Muerte se giró con un estrépito de armadura para recibir al recién llegado.

—K’rul —dijo entre dientes—, mi señor te da la bienvenida a su sagrada morada.

¿K’rul? ¿No hay un viejo templo en Darujhistan, el del campanario…? El campanario de K’rul. Una especie de dios ancestral… Coll echó un vistazo, se encontró con la mirada de Murillio y percibió en los rasgos de su amigo que este había llegado a la misma conclusión. Un dios ancestral ha entrado en esta cámara. Está a cinco metros de distancia. ¡Que Beru nos proteja! Otro cabrón de la antigüedad sediento de sangre

K’rul se acercó a la mhybe.

Coll posó la mano en la empuñadura de la espada, una oleada de miedo le atenazó la garganta, pero se interpuso en el camino del dios ancestral.

—Un momento —gruñó. El corazón le palpitaba con fuerza al cruzar la mirada con K’rul y ver en esos ojos… nada. Nada en absoluto—. Si piensas abrirle la garganta en ese altar, bueno, me da igual que seas un dios ancestral, no te lo voy a poner fácil.

Al otro lado de la tumba, Rath’Togg se quedó con su desdentada boca muy abierta.

El caballero de la Muerte emitió un sonido que podría haber sido una carcajada, y después habló con una voz que ya no era la suya.

—Los mortales no son sino audaces.

Murillio fue a colocarse junto a Coll y levantó una mano temblorosa que posó en la empuñadura de su estoque.

K’rul miró al paladín no muerto y sonrió.

—Su don más admirable, Embozado.

—Hasta que se ponen beligerantes, quizá. Entonces la mejor respuesta es la aniquilación.

—Tu respuesta, sin duda. —El dios ancestral miró a Coll—. No tengo ningún deseo de hacerle daño a la mhybe. De hecho, estoy aquí para… salvarla.

—Bueno, entonces —soltó Murillio de repente—, quizá puedas explicar por qué hay una tumba aquí.

—Eso quedará claro con el tiempo… espero. Has de saber que ha ocurrido algo. Lejos, al sur. Algo… inesperado. Las consecuencias las desconocemos, las desconocemos todos. No obstante, ha llegado el momento de que la mhybe…

—¿Y qué significa eso, exactamente? —quiso saber Coll.

—Bueno —respondió el dios ancestral antes de pasar a su lado para arrodillarse ante la mhybe—, ahora tiene que soñar de verdad.

Habían desaparecido. Habían dejado su alma y con su partida (con lo que Itkovian había hecho, con lo que estaba haciendo), todo lo que esperaba lograr se derrumbaba y quedaba en ruinas.

Zorraplateada se quedó inmóvil, paralizada por la conmoción.

El ataque brutal de Kallor había revelado otra verdad más: los t’lan ay la habían abandonado. Una pérdida que se clavaba como un cuchillo en su alma.

Una vez más, la traición, el asesino de corazón negro de la fe. El antiguo legado de Escalofrío. Tanto Velajada como Bellurdan el crujecráneos, asesinados por las maquinaciones de Tayschrenn, la mano de la emperatriz. Y ahora… Whiskeyjack. Las dos marineras, mis dos sombras durante tanto tiempo. Asesinadas.

Tras los arrodillados t’lan imass aguardaban los no muertos k’chain che’malle. Las enormes criaturas no hicieron ningún movimiento hacia los t’lan imass, todavía. Solo tienen que internarse entre las filas y empezar a derribarlos con las espadas, empezar a destruirlos. Mis hijos son incapaces ya de resistirse. Incapaces de sentir nada. Oh, Itkovian, noble necio.

Y este ejército mortal… Vio a las Espadas Grises mucho más abajo, preparando lazos, lanzas y escudos, disponiéndose a cargar contra los k’chain che’malle. Dentro de la ciudad estaban destruyendo al ejército de Dujek, había que abrir una brecha en la puerta norte. Vio a Rezongo, la espada mortal de Trake, al frente de su variopinta legión, bajando para reunirse con las Espadas Grises. Vio a los oficiales cabalgando delante de la vacilante línea de malazanos, intentando animar a los desconsolados soldados. Vio a Artanthos, Tayschrenn, preparándose para desatar su senda. Caladan Brood se había arrodillado junto a Korlat; la hechicería del gran Denul envolvía a la mujer tiste andii. Orfantal se encontraba detrás del caudillo, sintió al dragón en su sangre, un hambre helada, impaciente por regresar.

Todo para nada. El Vidente y sus cóndores demoníacos… y los k’chain che’malle… los matarán a todos.

No tenía alternativa. Tendría que comenzar. Desafiar a la desesperación y empezar con todo lo que había puesto en marcha tanto tiempo atrás. Sin esperanza, daría el primer paso por ese camino.

Zorraplateada abrió la senda de Tellann.

Y se desvaneció en su interior.

El amor de una madre aguanta.

Pero mi destino nunca fue ser madre. No estaba lista. No estaba preparada para entregar tanto de mí misma. Solo era una persona que había empezado a desvelar.

La mhybe podía haberse echado atrás. Al inicio. Podría haber desafiado a Kruppe, haber desafiado al dios ancestral, a los imass, ¿qué eran esas almas perdidas para ella? Malazanos, todos y cada uno. El enemigo. Funestos con sus costumbres mágicas. Y todos con sangre rhivi manchándoles las manos.

Los hijos debían ser regalos del cielo. La manifestación física del amor entre un hombre y una mujer. Y por ese amor, todo tipo de sacrificios podían soportarse.

¿Es suficiente con que la niña brotara de mi cuerpo? ¿Que llegara a este mundo como lo hacen todos los niños? ¿Es el simple dolor del parto la fuente del amor? Eso creían todos. Daban por hecho el vínculo entre madre e hijo, una consecuencia natural del parto en sí.

No deberían haberlo hecho.

Mi hija no era inocente.

Concebida por piedad, no por amor; concebida con un propósito pavoroso, ponerse al mando de los t’lan imass para meterlos en otra guerra más, para traicionarlos.

Y entonces la mhybe se quedó atrapada. Perdida en un mundo soñado demasiado vasto para comprenderlo, donde las fuerzas colisionaban y exigían que actuara, que hiciera… algo.

Dioses ancestrales, espíritus de bestias, un hombre atrapado en el dolor, en un cuerpo roto y retorcido. Esta jaula de costillas que tengo delante… ¿es suya? ¿De aquel con el que hablé hace tanto tiempo? ¿El que se retorcía entre los brazos de una madre? ¿Nos une un vínculo, a él y a mí? ¿Ambos atrapados en cuerpos desfigurados, ambos condenados a deslizarnos cada vez más por este tormento de dolor?

La bestia me aguarda, el hombre me espera. Debemos tendernos las manos. Para tocarnos, para demostrarnos a los dos que no estamos solos.

¿Es esto lo que nos espera?

La jaula de costillas, la prisión, hay que romperla desde fuera.

Hija, puede que tú me hayas abandonado. Pero a este hombre, a este hermano mío, a él yo no lo abandonaré.

No podía estar segura del todo, pero le pareció que empezó a arrastrarse una vez más.

La bestia aulló en su mente, una voz de agonía pura.

Tendría que liberarla si pudiese. Eso era lo que exigía la compasión.

No el amor.

Ah, ya veo

Así pues.

Los abrazaría. Se llevaría su dolor. En este mundo en el que le habían arrebatado todo, donde vagaba sin propósito, cargado con las vidas y las muertes de miles de decenas de armas mortales, incapaz de concederles la paz, sin poder, sin querer repudiarlos sin más, no había terminado todavía.

Los abrazaría. A esos t’lan imass, que habían retorcido todos los poderes de la senda de Tellann para convertirlos en un ritual que les devoró el alma. Un ritual que los había dejado (a los ojos de todos los demás) transformados en poco más que cascarones, animados por un propósito que les habían impuesto otros y al que sin embargo estaban encadenados, para toda la eternidad.

Cascarones y, sin embargo, cualquier cosa salvo eso.

Y esa era una verdad que Itkovian no se esperaba, una verdad para la que no tenía forma de prepararse.

Insharak Ulan, el tercer nacido de Inal Thoom y Sultha A’rad, del clan Nashar que llegaría a ser el de Kron, en la primavera del año de la Roya del Musgo, bajo la Tierra del Cobre Puro y recuerdo

Recuerdo

Una liebre de nieve que temblaba a poco más de una sombra del atardecer de mí y mi brazo y mano infantiles que se estiraban. Manchas en el blanco, la promesa del verano. Una mano temblorosa, una liebre temblorosa, nacidas juntas en las nieves que habían caído. Ambas estirándose. Vidas que se tocaban, el latido de un corazón pequeño, el hambre de un tamborileo lento, la respuesta de mi pecho a la música oculta del mundo… Recuerdo

Kalas Agkor, rodeaba con los brazos a la pequeña Jala, mi hermanita, que ardía de fiebre, pero la fiebre subió cada vez más y así, en mis brazos, su piel se fue enfriando hasta la llegada del alba, y madre gemía, pues Jala era el ascua ya sin vida y desde ese día, a los ojos de mi madre, yo no fui más que su lecho de cenizas

Ulthan Arlad y rastros de rebaños en la nieve, matas del pelo que mudaban, ay en los flancos, teníamos hambre ese año, pero seguimos esos rastros, por antiguos que fuesen

Karas Av cabalgaba sobre el hijo del invocahuesos Thal en el valle del Musgo Profundo, bajo el sol rompíamos la antigua ley, yo estaba rompiendo esa antigua ley, yo, compañera de Ibianhl Chode, convertí al niño en hombre antes de que su círculo quedara anudado

… en el año del Asta Rota encontramos lobeznos

… soñé que le decía que no al ritual, soñé que me acercaba a Onos T’oolan

… un rostro cubierto de lágrimas, mis lágrimas

… Chode, que observó a mi compañera llevar al muchacho al valle y supo que el niño se convertiría en hombre… sabía que estaba en las más dulces de las manos

… las praderas ardían

… ranag en el Círculo Astado

… la quería tanto

Voces, una riada, recuerdos… esos guerreros no los habían perdido. Los habían conocido como entes vivos, dentro de sus propios cuerpos muertos.

Los habían conocido.

Durante casi trescientos mil años.

… amigo de Onrack del clan Logros, la última vez que lo vi estaba arrodillado entre los cadáveres de su clan. Todos asesinados en la calle; sin embargo, al fin habían acabado con los soletaken. Ah, pero a qué coste

… oh, el corazón puesto a sus pies, querido Legana Breed. Tan listo, el más ingenioso, oh, cómo me hacía reír

… nuestros ojos se encontraron, Maenas Lot y yo, cuando el ritual comenzaba a reclamarnos, y vimos el miedo en los ojos del otro… nuestro amor, los sueños de tener más hijos para llenar los espacios de aquellos que habíamos perdido en el hielo, nuestras vidas de sombras mezcladas… nuestro amor, que debíamos entregar

… yo, Cannig Tol, observé a mis cazadores arrojar las lanzas. Cayó sin emitir un solo sonido, la última de su especie en ese continente, y si yo tuviera corazón, me habría reventado entonces. No había justicia en esa guerra. Habíamos dejado a nuestros dioses atrás y nos arrodillábamos solo ante un altar de brutalidad. La verdad. Y yo, Cannig Tol, no le daré la espalda a la verdad

La mente de Itkovian se tambaleó e intentó eludir aquel diluvio, librarse aunque fuera por la fuerza del grito de respuesta de su propia alma, de su dolor, del torrente de verdades que le destrozaban el corazón, los secretos de los t’lan imass… No, el ritual… ¿cómo, por los colmillos de Fener, cómo pudisteis haceros eso a vosotros mismos?

Y ella os lo ha negado. Os lo ha negado a todos

No podía escapar, había abrazado su dolor y la riada de recuerdos lo estaba destruyendo. Demasiados, sentidos con demasiada fiereza, revividos, cada momento revivido por aquellas criaturas perdidas, se estaba ahogando.

Les había prometido liberarlos pero ya sabía que iba a fracasar. No había final, no había forma de poder abarcar aquel don anhelante, aquel deseo desesperado y suplicante.

Estaba solo…

… soy Pran Chole, ¡debes oírme, mortal!

Solo. Desvaneciéndose…

¡Óyeme, mortal! Hay un lugar, ¡puedo llevarte! ¡Debes soportar todo lo que te damos, no está lejos, no se tarda mucho, debes conducirnos, mortal! ¡Hay un lugar!

Desvaneciéndose…

¡Mortal! ¡Por las Espadas Grises, debes hacerlo! Aguanta… triunfa… y tuyo será el don. ¡Puedo llevarte!

Por las Espadas Grises

Itkovian estiró el brazo…

… y una mano sólida, cálida, le cogió el antebrazo…

El suelo se arrastraba bajo ella. Líquenes, de tallos verdes y copas verdes, las copas llenas de rojo; otra clase, blanca como el hueso, intrincada como el coral; y bajo esa piel de tiburón gris, sobre las piedras casi enterradas, un mundo entero allí, a solo un palmo del suelo.

Su paso lento e inexorable lo destruyó todo, abrió una ringlera entre la frágil arquitectura de los líquenes. Le apetecía llorar.

Más adelante, ya muy cerca, la jaula de hueso y piel manchada, la criatura de su interior era una sombra inmensa e informe.

Que seguía llamándola, que todavía ejercía sus terribles derechos.

Estirar el brazo.

Tocar la espeluznante barrera.

La mhybe se quedó inmóvil de repente, un peso descomunal e invisible la ataba al suelo.

Estaba ocurriendo algo.

La tierra se retorcía bajo ella, destellos entre el olvido creciente, el aire caliente de súbito. El temblor de un trueno…

Levantó las piernas, se apoyó en un brazo y consiguió rodar de espaldas. Con el aliento raspándole en los frágiles pulmones se quedó mirando…

La mano no vaciló. Itkovian empezó a entender. Detrás de los recuerdos aguardaba el dolor, aguardaba todo lo que había ido a abrazar. Más allá de los recuerdos, la absolución era el regalo, la respuesta que podría dar… si solo pudiera sobrevivir.

La mano lo llevaba por un paisaje mental. Sin embargo, él lo atravesó como lo haría un gigante, la tierra remota bajo sus pies.

Mortal, despójate de esos recuerdos. Libéralos para que empapen la tierra en el regalo de la estación. De vuelta a la tierra, mortal, a través de ti, pueden devolverle la vida a un mundo moribundo y desolado.

Por favor. Debes comprenderlo. Los recuerdos le pertenecen al suelo, a la piedra, al viento. Son el significado invisible de la tierra, el significado que acaricia las almas de todos aquellos que están dispuestos a mirarla (a mirarla de verdad). Caricias, el más suave de los suspiros, ecos antiguos casi sin forma a los que una vida mortal añade los suyos propios.

Alimenta este paisaje soñado, mortal.

Y has de saber algo. Nos arrodillamos ante ti. Se hace un silencio en nuestros corazones por lo que nos ofreces, por lo que ofreces de ti mismo.

Eres Itkovian y quieres abrazar a los t’lan imass.

Despójate de esos recuerdos, llora por nosotros, mortal.

Una nube palpitante y agitada donde no había habido nada salvo una cúpula sin forma y sin color, imposiblemente lejana; la nube se extendía, tropezaba y llenaba el cielo entero para correr unas cortinas oscuras sobre unos arco iris magullados. El rayo, manchado de carmesí, parpadeaba de un horizonte a otro.

Observó la caída, observó el descenso… lluvia, no, granizo…

Golpeó. Un rugido de tambores en el suelo, el sonido le llenó los oídos, cada vez se iba acercando más…

Para golpearla.

Chilló y levantó las manos al aire.

Cada impacto era una explosión, algo más que simple lluvia congelada.

Vidas. Vidas antiguas, olvidadas mucho tiempo atrás.

Y recuerdos…

Todos cayendo como la lluvia.

El dolor era insoportable.

Y luego cesó, una sombra que se deslizaba sobre ella, cerca, una figura encorvada bajo el golpeteo seco del granizo. Una mano cálida y suave en su frente, una voz…

—Ya no falta mucho, mi querida muchacha. Esta tormenta… inesperada… —La voz se quebró, jadeaba a medida que se intensificaba el diluvio—. Y sin embargo… maravillosa. Pero no debes detenerte. Vamos, Kruppe te ayudará…

La protegió todo lo que pudo del chaparrón y empezó a arrastrarla, a acercarla cada vez más…

Zorraplateada se alejó sin rumbo. Perdida, medio cegada por las lágrimas que derramaba sin cesar. Lo que había empezado siendo niña, sobre un túmulo olvidado tiempo atrás a las afueras de la ciudad de Pale, lo que había empezado tanto tiempo atrás, en ese momento le parecía patético.

Se lo había negado todo a los t’lan imass.

Se lo había negado a los t’lan ay.

Pero solo por un tiempo, o esa había sido su intención. Un breve período de tiempo durante el que trabajaría para dar forma al mundo que los aguardaba. Los espíritus que había reunido, los espíritus que servirían a ese antiguo pueblo y se convertirían en sus dioses, Zorraplateada pretendía que curaran a los t’lan imass, que curaran sus almas despojadas tanto tiempo atrás.

Un mundo donde su madre sería joven una vez más. Un mundo soñado, regalo de K’rul. Regalo del daru, de Kruppe. Un regalo de amor, una respuesta a todo lo que le había quitado a su madre.

Pero los t’lan ay le habían dado la espalda, no respondían a su silenciosa llamada… y se encontraba con Whiskeyjack muerto. Dos marineras, dos mujeres cuya sólida presencia había llegado a apreciar… más de lo que ellas podrían haber imaginado jamás. Dos marineras muertas por defenderla.

Whiskeyjack. Por todo eso Velajada lloraba con un dolor inconsolable. También a él le había dado la espalda y sin embargo este se había interpuesto en el camino de Kallor.

Lo había hecho porque seguía siendo el hombre que siempre había sido.

Y después también había perdido a los t’lan imass. El hombre, Itkovian, el mortal, yunque del escudo sin dios, el hombre que había tomado sobre sí a los miles de asesinados de Capustan, había abierto los brazos…

No puedes abarcar el dolor de los t’lan imass. Si tu dios continuara contigo, habría rechazado tus pensamientos. No puedes. Son demasiado. Y tú, tú no eres más que un hombre, un hombre solo, no puedes asumir su carga. Es imposible.

Una valentía desgarradora.

Pero imposible.

Ah, Itkovian

El valor la había derrotado, pero no el suyo propio (que jamás había sido mucho), no, el valor de los que la rodeaban. Por todas partes. Coll y Murillio, con su desencaminado honor, que se habían llevado a su madre y sin duda continuaban protegiéndola en esos instantes mientras se iba muriendo poco a poco. Whiskeyjack y las dos marineras. Itkovian. E incluso Tayschrenn, que se había desgarrado, casi entero, para desatar su senda y ahuyentar a Kallor. Qué coraje tan extraordinario, tan trágico y equivocado…

Soy Escalofrío, diosa ancestral. Soy Bellurdan el crujecráneos, thelomenio. Soy Velajada, que en otro tiempo fue mortal. Y soy Zorraplateada, invocahuesos de carne y hueso, invocadora de los t’lan.

Y me han derrotado.

Los mortales

El cielo palpitó sobre ella… que levantó la cabeza. Y abrió mucho los ojos sin poder creérselo…

El lobo se agitaba y golpeaba contra los barrotes de hueso de su jaula, su jaula… mis costillas. Atrapado. Moribundo

Y ese es un dolor que comparto.

Le ardía el pecho, capullos de una agonía intensa que se desataban en su interior como si llegaran de otra parte, una tormenta que ampollaba la piel que le cubría las costillas…

… y sin embargo no se reforzaba, de hecho, parecía desvanecerse, como si con cada herida le otorgaran algo, un regalo…

¿Un regalo? ¿Este dolor? ¿Cómo… qué es? ¿Qué viene a mí?

Antiguo, muy antiguo. Momentos perdidos, momentos agridulces de asombro, de alegría, de dolor; una tormenta de recuerdos que no eran suyos, tantos que llegaban como el hielo y después se fundían en la llamarada del impacto, sintió que su carne se entumecía bajo aquel diluvio incesante…

… de repente tiraban de él…

Parpadeó en la oscuridad, su único ojo tan ciego como el otro, el que había perdido en Pale. Algo le golpeaba los oídos, un sonido. Un chillido, el suelo y las paredes temblaban, las cadenas se partían, el polvo llovía del cielo bajo. No estoy solo aquí dentro. ¿Quién? ¿Qué?

Unas garras excavaban en los adoquines cerca de su cabeza, frenéticas y ansiosas.

Se estira. Me busca. ¿Qué me busca? ¿Qué soy para esa criatura?

Los golpes se iban acercando. Y después voces, un bramido desesperado que provenía del otro lado de las paredes… por un pasillo, quizá. Choque de armas, gritos y borboteos, estrépito de armaduras, trozos que bailaban en el suelo.

Toc giró la cabeza y vio algo en la oscuridad. Algo enorme que se esforzaba y chillaba sin cesar. Unas manos inmensas terminadas en garras se estiraban con gesto implorante, buscaban…

A mí.

Una luz gris destelló en la cueva y reveló en un instante el reptil monstruoso y recubierto de capas de grasa que se hallaba encadenado enfrente de Toc con los ojos iluminados de terror. La piedra que estaba al alcance de la criatura estaba cubierta de un sinfín de cicatrices, por todos lados, una pesadilla de locura marcada por las sombras que desencadenaba el horror en el interior del malazano… pues era una pesadilla que reconocía en su interior.

Ella… es mi alma.

El Vidente se encontraba ante él y se desplazaba con movimientos desesperados y bruscos, el cuerpo del anciano que el jaghut había ocupado durante tanto tiempo se estaba cayendo a pedazos y murmuraba un canturreo; sin hacer caso de Toc, se iba acercando cada vez más a la matrona, a la madre.

La enorme bestia se encogió, las garras arañaban la piedra al meterse cada vez más por el muro. Los chillidos no dejaron de resonar por toda la cueva.

El Vidente sostenía algo en las manos, algo pálido, liso y oblongo, un huevo, aunque no de pájaro. Un huevo de lagarto con un enrejado de magia gris.

Magia que iba creciendo con cada palabra del cántico del Vidente.

Toc observó que algo explotó en el cuerpo de la matrona, una chispa de poder que pretendió huir al cielo…

… pero quedó atrapada en la telaraña de hechicería, atrapada y luego arrastrada al interior del huevo que sostenía el Vidente en las manos.

El chillido de la matrona cesó de repente. La criatura se acomodó con un gimoteo sin sentido.

En el silencio aturdido que se hizo en la cueva, Toc pudo escuchar con más claridad los sonidos de la batalla en el pasillo que había detrás. Cerca, cada vez más.

El Vidente, que se aferraba al finnest, giró y se quedó mirando a Toc. La sonrisa del jaghut partió los labios desecados del cadáver.

—Volveremos —susurró.

La hechicería floreció una vez más, unas cadenas pesadas cayeron con un estrépito al suelo, y regresó la oscuridad.

Y Toc supo que estaba solo dentro de la cueva. El Vidente se había llevado el poder de la madre y luego se la había llevado a ella también.

El lobo se agitó en su pecho y arrojó lanzas de dolor por sus miembros rotos y deformados. Ansiaba liberar su aullido y llamar a amante y familia. Pero no podía coger aire…

no puede coger aire. Se muere. El granizo, esos regalos salvajes, no significan nada. Conmigo, la elección fatal del dios, morimos

El sonido de la lucha se había detenido. Toc oyó barrotes de hierro que se partían, uno tras otro, oyó el tintineo metálico en las losas del suelo.

Y después alguien se agachaba a su lado. Una mano que era poco más que hueso áspero y tendones se posó en la frente de Toc.

El malazano no veía. No había luz. Pero la mano era fresca y su roce suave.

—¿Embozado? ¿Entonces has venido a por nosotros? —Las palabras se pronunciaron con claridad en su mente, pero surgieron incomprensibles… y entonces se dio cuenta de que ya no tenía lengua.

—Ah, amigo mío —respondió la figura con voz ronca—. Soy yo, Onos T’oolan, en otro tiempo del clan Tarad, de los logros t’lan imass, pero ahora familia de Aral Fayle, de Toc el Joven.

Familia.

Unos brazos marchitos lo levantaron.

—Nos vamos ya, mi joven hermano.

¿Se iban?

Rapiña le echó un vistazo a la brecha. El farol que se había marcado al proclamar que seguirían al t’lan imass al interior de la fortaleza no había sobrevivido a un regreso repentino de la cautela cuando se encontraron ante la fortaleza. Fortaleza que estaba sufriendo un ataque y fuera cual fuera el enemigo que la había tomado por asalto, le había dado una buena patada al nido de avispas.

Los k’chain che’malle regresaban como truenos por la puerta del complejo. Las explosiones hechiceras sacudían la estructura entera. Urdomen y beklitas corrían disparados por la parte superior de las murallas. Unas espirales encrespadas de rayos grises se retorcían hacia el cielo por el tejado del sur y se unían a la veintena de cóndores que dibujaban círculos sobre sus cabezas. Más allá, llenando el cielo sobre el puerto, había una enorme nube de tormenta con destellos que brotaban de sus profundidades palpitantes.

La teniente volvió la cabeza y le echó un vistazo a sus miserables pelotones. Habían perdido a los tres soldados malheridos, ninguna sorpresa por ese lado. Ni uno solo de los abrasapuentes agachados en la calle invadida por el humo se había salvado de sufrir alguna herida; Rapiña veía demasiada sangre en los uniformes manchados de hollín que tenía detrás.

Al noroeste continuaban los sonidos de la batalla, que no llegaban a acercarse. Rapiña sabía que Dujek habría intentado llegar a la fortaleza si le hubiera sido posible, pero por lo que oía, lo estaban haciendo retroceder, calle por calle.

La maniobra había fracasado.

Así que nos hemos quedado solos.

—¡K’chain che’malle! —siseó un soldado desde atrás—. ¡Llegan por detrás!

—Bueno, asunto solucionado —murmuró Rapiña—. ¡A paso ligero hacia la brecha de Seto!

Los Abrasapuentes atravesaron corriendo la calle sembrada de escombros.

Mezcla fue la primera en trepar por encima de los restos de la torre. Justo detrás había un edificio en ruinas, solo quedaban tres paredes y la mitad del tejado. En el interior se abría una oscuridad polvorienta y lo que podría haber sido una puerta a lo lejos, a la izquierda de la pared contraria de la habitación.

Dos pasos por detrás de Mezcla, Rapiña salvó de un salto los bloques de piedra caída y aterrizó resbalando en el suelo de la habitación, para chocar con una Mezcla que daba marcha atrás entre maldiciones.

Los pies se enredaron y las dos mujeres cayeron.

—Maldita sea, Mezcla…

—Guardias…

Una tercera voz las interrumpió.

—¡Rapiña! ¡Teniente!

Mientras sus Abrasapuentes se reunían tras ella, Rapiña se sentó y vio a Seto, Perlazul y siete abrasapuentes más (los que habían llevado las ballestas a la cima del muro y habían sobrevivido a las consecuencias) salir de entre las sombras.

—Intentamos volver con vosotros…

—Da igual, Seto —dijo Rapiña mientras se ponía en pie—. Hiciste lo que debías, soldado, confía en mí…

Seto sujetaba un maldito con una mano, un explosivo que levantó con una sonrisa.

—Me guardé uno…

—¿Habéis visto por aquí un t’lan imass?

—Sí, un cabrón hecho polvo, no miró a derecha ni izquierda, se limitó a pasar y adentrarse en la fortaleza…

Uno de los abrasapuentes de la retaguardia gritó:

—¡Tenemos a ese k’chain che’malle detrás de nosotros!

—¡Por esa puerta de ahí atrás! —chilló Seto—. ¡Apartaos, idiotas! Llevo esperando esto…

Rapiña empezó a empujar a sus soldados hacia la pared posterior.

El zapador volvió gateando a la brecha.

Los siguientes acontecimientos formaron un revoltijo en la mente de Rapiña…

Mezcla la cogió del brazo y le dio empujón hacia la puerta, por donde sus soldados se abalanzaban ya. Rapiña maldijo, pero de repente tuvo las manos de Mezcla en la espalda, unas manos que la empujaban de frente por el portal. Rapiña se giró con un gruñido y miró por encima del hombro de Mezcla…

El k’chain che’malle parecía flotar, atravesaba disparado los escombros y levantaba las hojas…

Seto alzó la cabeza y se encontró a tres metros del reptil que llegaba a la carga.

Rapiña lo oyó gruñir, un sonido apagado y momentáneo…

El zapador lanzó el maldito directamente al suelo.

El k’chain che’malle ya estaba girando, dos hojas enormes que descendían…

La explosión los alcanzó de lleno.

Mezcla y Rapiña se vieron propulsadas hacia la puerta. La cabeza de la teniente cayó hacia atrás con el impacto seco, en staccato, de las piedras que salieron volando contra su casco, la celada bajada y las protecciones de las mejillas. Las que consiguieron pasar le lanzaron fuego a la cara y le llenaron la nariz y la boca de sangre.

La mujer se quedó sorda y se tambaleó hacia atrás entre nubes de polvo y humo.

Varias voces chillaban, salían de lo que parecía quedar muy lejos y luego se acercaban a toda prisa y la rodeaban.

Llovieron piedras, una viga de madera alquitranada que ardía en llamas furiosas se precipitó y aterrizó con un golpe seco y un crujido de huesos, un gemido de muerte entre el caos, tan cerca de Rapiña que la mujer se preguntó si no sería suyo.

Unas manos la cogieron de nuevo y le dieron la vuelta para empujarla por lo que parecía un pasillo.

Un túnel de humo y polvo, sin aire, las pisadas de las botas, choques a ciegas, maldiciones, oscuridad… que se disipó de repente.

Rapiña salió tropezando en medio de sus soldados, escupía sangre y tosía. A su alrededor una habitación plagada de beklitas muertos, otra puerta, enfrente, que parecían haber destrozado de un solo puñetazo. Un farol solitario colgaba con movimientos salvajes de un gancho sobre ellos.

—¡Mirad! —gruñó alguien—. ¡Un perro ha estado mordisqueando la barbilla de la teniente!

Ni siquiera era una broma, solo la locura absurda de la batalla. Rapiña sacudió la cabeza y lo salpicó todo de sangre, volvió a escupir y examinó a sus tropas con unos ojos llorosos que le picaban.

—¿Mezcla? —El nombre surgió mutilado pero comprensible.

Silencio.

—¡Bucklund, vuelve al pasillo! ¡Búscala!

El sargento del duodécimo pelotón regresó un momento después arrastrando un cuerpo ensangrentado por la puerta.

—¡Respira… el Embozado sabrá cómo! ¡Tiene la espalda llena de piedras y astillas!

Rapiña se arrodilló junto a su amiga.

—Maldita idiota —murmuró.

—Deberíamos tener a Mazo con nosotros —se quejó Bucklund junto a ella.

Sí, y no es el único error de esta maldita partida.

—¡Oh! —exclamó una voz femenina—. ¡No sois painitas!

Las armas apuntaron de repente a la puerta.

Allí estaba una mujer con una telaba de un color blanco cegador, su largo cabello negro resplandecía imposiblemente limpio, peinado a la perfección. Unos ojos velados y bellísimos los estudiaron.

—¿No habréis visto, por casualidad, a tres guerreros enmascarados? Deberían haber pasado por aquí en busca del salón del trono, suponiendo que haya uno, claro. Quizá hayáis oído sonidos de lucha…

—No —gruñó Bucklund—. Es decir, sí, hemos oído sonidos de lucha. Por todas partes, señora. Es decir…

—Cállate —suspiró Rapiña—. No —le dijo a la mujer—, no hemos visto a tres guerreros enmascarados…

—¿Y qué hay de un t’lan imass?

—De hecho, sí…

—¡Excelente! Dime, ¿todavía tiene la chica todas esas espadas empalándola prácticamente? No me imagino que dejase…

—¿Qué espadas? —preguntó Rapiña—. Además, era varón. Creo.

—Lo era —soltó de repente otra soldado y luego se ruborizó cuando sus compañeros la miraron con grandes sonrisas.

—¿Un t’lan imass varón? —La mujer de la túnica blanca se llevó un dedo a los labios llenos y sonrió—. ¡Vaya, ese debía de ser Tool! ¡Excelente! —La sonrisa se desvaneció—. A menos, claro está, que Mok lo encuentre…

—¿Se puede saber quién eres? —preguntó Rapiña.

—¿Sabes, querida? Cada vez es más difícil entender lo que dices con toda esa sangre y demás. Creo que sois malazanos, ¿no? Aliados involuntarios, pero estáis todos muy malheridos, es terrible. Tengo una idea, una idea maravillosa, como lo son todas mis ideas, por supuesto. Es decir, maravillosas. Veréis, nos encontramos aquí para llevar a cabo el rescate de un tal Toc el Joven, un soldado de…

—¿Toc el Joven? —repitió Rapiña—. ¿Toc? Pero si es…

—Prisionero del Vidente, cielos. Un hecho angustioso y me desagrada que me angustien. Me irrita. Muchísimo. Bueno, como iba diciendo, tengo una idea. Ayudadme en este rescate y yo sanaré a los que necesiten una sanación, que al parecer sois todos.

Rapiña señaló con un gesto a Mezcla.

—Hecho. Empieza por ella.

Cuando la mujer entró en la habitación, Bucklund gritó y se apartó a gatas de la puerta.

Rapiña levantó la cabeza. Un lobo inmenso esperaba en el pasillo, los ojos le brillaban en la oscuridad recubierta de polvo.

La mujer volvió la cabeza un momento.

—Oh, no hay que preocuparse. Es Baaljagg. Creo que Garath se ha ido a dar una vuelta. Estará muy ocupado matando painitas, supongo. Parece haberle tomado afición a los videntes del Dominio… Veamos, esta pobre mujer… Bueno, te tendremos hecha un pincel en un momento, querida…

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué está pasando allí?

Al otro lado del muro bajo, un tramo de escalones daba acceso al parapeto que se asomaba al puente y a la bahía, o más bien, a esa conclusión llegó Paran, ya que nada más tenía sentido. En cualquier caso, estaban disputando algún tipo de acceso, y a juzgar por los gritos, lo que fuera que iba de camino al tejado estaba haciendo estragos entre los defensores.

Junto a Paran, Ben el Rápido levantó la cabeza una fracción de segundo.

—No lo sé y no pienso asomarme a mirar tampoco —dijo para responder a la pregunta del capitán—, pero esperemos que sea una distracción que merezca la pena. No puedo mantenernos aquí mucho tiempo más sin que nos encuentren esos cóndores.

—Algo los tiene ocupados —afirmó Eje— y lo sabes, Ben. Si uno de ellos se tomara un momento para mirar con atención, ahora mismo estaríamos sirviéndoles de comida a los polluelos de algún nido.

—Tienes razón.

—Entonces, ¿qué estamos haciendo todavía aquí, en el nombre del Embozado?

Buena pregunta. Paran se giró y volvió a mirar por el tejado, hacia el norte. Allí había una trampilla.

—Seguimos aquí —dijo Ben el Rápido entre dientes— porque aquí es donde tenemos que estar.

—Un momento —gruñó Paran mientras levantaba la mano para limpiarse lo que creyó que era el sudor de los ojos, aunque lo que le manchó la mano era rojo, los puntos de la sien se le habían soltado—. Eso no es del todo verdad, Ben. Es donde tenemos que estar tú y yo. Mazo, si queda algo de los Abrasapuentes, ahora mismo te necesitan.

—Sí, capitán, y saberlo me consume vivo.

—De acuerdo, entonces escuchad. La furia del abismo se ha desatado en la fortaleza que tenemos debajo. No tenemos ni idea de quién está luchando, pero sí que sabemos una cosa, no son amigos de los painitas. Así que Mazo, llévate a Eje y a los demás, esa trampilla de ahí atrás parece lo bastante endeble como para abrirse de un golpe si está cerrada con llave.

—Sí, capitán. Solo que, ¿cómo llegamos allí sin que nos vean?

—Eje tiene razón en lo de esos cóndores, se encuentran ocupados con otra cosa y además, cada vez más agitados. Es una carrera corta, sanador. Pero si no estás dispuesto a arriesgarte…

Mazo miró a Eje y después a Detoran y Trote. Al fin a Azogue. El sargento asintió. Mazo suspiró.

—Sí, señor, lo intentaremos.

Paran miró a Ben el Rápido.

—¿Alguna objeción, mago?

—No, capitán. Como mínimo… —Se quedó callado.

Como mínimo tienen más oportunidades de salir vivos de aquí. Ya te entiendo, Ben.

—Muy bien, Mazo, echa a correr cuando estés listo.

—Ánimo y fuerza, capitán.

—Lo mismo digo, sanador.

Un gruñido y una orden y el pelotón echó a correr hacia la trampilla.

Dujek arrastró al soldado herido por la puerta y solo entonces notó que las piernas del hombre se habían quedado atrás, y el rastro de sangre que conducía a los miembros iba menguando hasta quedarse prácticamente en nada para cuando llegaron al umbral. Dejó caer el cuerpo y se hundió contra el marco.

El k’chain che’malle había atravesado la compañía en solo unos latidos y aunque el cazador había perdido un brazo, eso no lo había frenado cuando se lanzó hacia el oeste, sin duda en busca de otra compañía de desventurados malazanos.

La guardia de élite de Dujek (la infantería pesada de Unta) yacía en mil pedazos delante del edificio en el que habían metido a empujones al puño supremo. Como habían jurado, habían entregado sus vidas para defenderlo, pero en ese momento Dujek hubiera preferido que hubieran fracasado, o mejor aún, que hubieran huido.

Enzarzados en un combate constante desde el amanecer contra beklitas, urdomen y videntes del Dominio, la hueste de Unbrazo había resistido como nunca y cuando había aparecido la primera docena de k’chain che’malle, las municiones moranthianas, incendiarios y malditos, habían destruido a los cazadores k’ell no muertos. El mismo destino esperaba a la segunda oleada. Para cuando llegó la tercera, los malditos se habían acabado y los soldados murieron por decenas. A la quinta y la sexta oleadas las recibieron solo con espadas y la batalla se convirtió en una matanza.

Dujek no tenía ni idea de cuántos quedaban de los cinco mil malazanos que habían llegado a la ciudad. No creía que existiera todavía una defensa unida. La batalla se había convertido en una cacería, así de sencillo. Una limpieza, por parte de los k’chain che’malle, de las bolsas de resistencia malazana.

Hasta poco antes todavía se oían sonidos de batalla (de los muros que se derrumbaban y quizá de la hechicería) provenientes de la fortaleza, aunque quizá, pensó entonces, se equivocaba; la nube de tormenta que llenaba el cielo al sur comenzaba a tronar y los rayos partían el cielo y se abalanzaban sobre los mares agitados. Su cólera ahogaba todos los demás sonidos.

Un remolino de botas tras él. Dujek se giró en redondo con la espada corta en la mano.

—¡Puño supremo!

—¿De qué compañía, soldado?

—Undécima, señor —jadeó la mujer—. El capitán Hareb envió un pelotón a buscarte, puño supremo. Yo soy todo lo que queda.

—¿Hareb sigue resistiendo?

—Sí, señor. Estamos recogiendo recuerdos, trozos de k’chain che’malle.

—En el nombre del Embozado, ¿se puede saber cómo lo estáis haciendo?

—Torzal, señor, encabezó una última escuadrilla con las municiones que quedaban, sobre todo fulleros y buscapiés, puño supremo, pero los zapadores están minando edificios a lo largo de nuestra ruta de retirada; derriban toneladas de ladrillos y piedras sobre esos malditos lagartos, perdón, señor, sobre los cazadores.

—¿Dónde está la compañía de Hareb ahora mismo, soldado?

—No está lejos, puño supremo. Sígueme.

Hareb, ese noble de Siete Ciudades con una mueca de desprecio permanente. Dioses, podría hasta besarlo.

Rezongo se acercó a la cabeza de la legión y observó acercarse a la yunque del escudo de las Espadas Grises. La mujer tiró de las riendas cuando lo vio llegar.

—Saludos, señor —dijo, solo se le veía la mitad inferior de la cara bajo las amplias protecciones de las mejillas, que se le disparaban—. Estamos a punto de avanzar sobre el enemigo, ¿quieres flanquearnos?

El daru hizo una mueca.

—No, yunque del escudo.

La mujer dudó, asintió con gesto brusco y recogió las riendas.

—Como desees, señor. No es una deshonra rechazar un combate suicida.

—No me has entendido —la interrumpió Rezongo—. Mi legión se pone a la cabeza y vosotros nos seguís, tan de cerca como podáis. Atravesaremos ese puente de piedra y nos dirigiremos directamente a la puerta. Cierto, parece muy sólida, demonios, pero quizá consigamos tirarla.

—¿Estamos de acuerdo en intentar socorrer a Dujek Unbrazo, espada mortal?

—Sí. —Y los dos sabemos que vamos a fracasar.

Se volvieron al oír los cuernos y el staccato repentino de los tambores malazanos.

El portaestandartes (la hechicería surgía del hombre como motas de oro) parecía haber tomado el mando y reunía a los oficiales de las compañías. Por toda la línea se preparaban y se trababan los escudos. Las picas, el doble de altas que los hombres, se agitaban como juncos movidos por el viento sobre las filas de soldados, una vacilación poco propia de ellos que a Rezongo le pareció perturbadora.

Artanthos había despachado a un jinete, que se acercó al galope al daru y a la yunque del escudo.

El malazano frenó delante de ellos.

—¡Señores! ¡Al mago supremo Tayschrenn le gustaría saber vuestras intenciones!

Rezongo le enseñó los dientes.

—Con que Tayschrenn, ¿eh? Oigamos las suyas antes.

—Dujek, señores. Hay que acabar con esos k’chain che’malle, abrir una brecha en la puerta, asaltar a los defensores…

—¿Y qué hay del propio mago supremo? —inquirió la yunque del escudo.

—Los de las murallas son magos, señor. Tayschrenn procurará anular su intervención. Orfantal y sus tiste andii intentarán ayudarnos en nuestro ataque contra los k’chain che’malle, al igual que los cargadores de las Caras Blancas.

—Informa al mago supremo —dijo la yunque del escudo— de que la legión de Trake iniciará la carga y mi compañía la cubrirá.

El soldado hizo un saludo militar y regresó hacia la línea malazana.

Rezongo se volvió para estudiar a sus seguidores. Se preguntó una vez más por el efecto que el regalo del señor del Verano había tenido sobre aquellos adustos capan. Como d’ivers… solo que al revés. De muchos a uno… ¡y cuánto poder! Habían cruzado el terreno rápidos como una sombra que fluye. Rezongo se había encontrado mirando el mundo con ojos de tigre; no, no un simple tigre, sino una criatura inmortal, de fuerza ilimitada, una masa de músculos y huesos dentro de la que estaba la legión. Su legión. Una voluntad fusionada, aterradoramente centrada.

Y de nuevo se convertirían en esa bestia una vez más. En esta ocasión para entrar en batalla.

Su dios parecía sentir un odio especial por esos k’chain che’malle, como si Treach tuviera alguna cuenta que saldar. El asesino frío estaba dando paso a la sed de sangre, una idea que dejaba en Rezongo una vaga inquietud.

Su mirada se posó en la cima de la colina y vio a Caladan Brood y a Korlat, que se ponía en pie poco a poco a su lado. La distancia era irrelevante, la tiste andii estaba cubierta de sangre y Rezongo podía sentir el dolor enfermizo que iba y venía y después volvía a fluir en el interior de la mujer.

La senda de Brood sufre y en ese caso, también debe de sufrir… Se giró en redondo hacia donde Artanthos (el mago supremo Tayschrenn) se encontraba, ante las compañías malazanas. Ah, ya veo el precio que paga

—Yunque del escudo.

—¿Señor?

—Cuidado con los magos de la muralla de la ciudad.

—Te aguardamos, señor.

Rezongo asintió.

Un momento después, la espada mortal y su legión se habían convertido en uno solo, los huesos y músculos se fundieron, las identidades (vidas enteras) quedaron barridas bajo un diluvio de ira fría y animal.

Un torbellino leonado que se hinchaba y abalanzaba.

Por delante, los k’chain che’malle levantaron las armas. Y no cedieron ni un milímetro de terreno.

Una vez más. Ya lo hemos hecho antes; no, nosotros no. Nuestro señor. Arrancó carne muerta… el chorro de sangre… sangre… Oh, por el Embozado

Kurald Galain, la oscuridad del alma, la oscuridad que fluye, llena sus miembros, la rodea y envuelve sus sentimientos, el consuelo del olvido. Korlat se levantó y le dio la espalda a las tres figuras sin vida de la cima de la colina que continuaban donde habían caído. Se levantó en silencio y con el poder de su senda (una senda que parpadeaba y atenuaba las oleadas de dolor) extendió los brazos y buscó a los suyos.

Caladan Brood, con el martillo en las manos, listo para actuar, permanecía a su lado. Estaba hablando y su voz retumbaba, lejana como un trueno en el horizonte del mar.

—A última hora de la tarde. Antes no. Todo habrá terminado mucho antes… de un modo u otro. Korlat, por favor, escúchame. Debes buscar a tu señor… Esa nube de tormenta, ¿Engendro de Luna se esconde en el interior? Dijo que vendría. En el momento justo. Dijo que golpearía…

Korlat ya no lo escuchaba.

Orfantal se estaba transformando, allí, ante las fuerzas malazanas que ya marchaban, negro, una criatura que florecía con las alas extendidas y el cuello sinuoso y estirado. Una pulsación sorda de hechicería y el dragón se remontó por los aires, cada vez más alto.

Los cóndores salieron de la fortaleza, una docena de aquellas demoníacas criaturas, todas y cada una unidas por una cadena retorcida de magia caótica.

En la llanura, la bestia que era la espada mortal y la legión de Trake parecía entrar y salir fluyendo de su visión, un movimiento borroso y mortal… que golpeó la línea de k’chain che’malle.

La hechicería manchó el aire que rodeó el impacto con sábanas salpicadas de sangre cuando dentro del salvaje remolino destellaron los filos. Un cazador k’ell se tambaleó y cayó hacia atrás, sus huesos se partieron en mil pedazos. El enorme tigre se retorció de un lado a otro cuando descendieron las espadas y descuartizó sus flancos. Allí donde cada hoja golpeaba, de la bestia caían figuras humanas con los miembros arrancados, los torsos atravesados o las cabezas aplastadas.

La hechicería se iba acumulando en la cima de la muralla de la ciudad. Entonces Korlat vio a Artanthos (Tayschrenn) adelantarse para responder a la magia.

Una oleada dorada apareció de repente detrás de los k’chain che’malle, se alzó por un momento, creció y después se derrumbó hacia delante. El suelo por el que rodó en su camino a la muralla ardió con un celo fiero, después la oleada se alzó y trepó hacia los magos painitas.

Eso, eso es lo que se lanzó contra Engendro de Luna. Eso es contra lo que luchó mi señor. Solo ante semejante poder

El suelo tembló bajo las botas de la tiste andii cuando la oleada se estrelló contra la cima de la muralla, al oeste de la puerta. Cegadora… esto es gran Telas, la senda del Fuego, hijo de Tellann

La magia caótica estalló en la conflagración como metralla. El fuego violento se dispersó después.

El tercio superior de la muralla de la ciudad desapareció sin más, al menos treinta y cinco metros desde las proximidades de la puerta y hacia el oeste. Y con ella, al menos una docena de magos painitas.

En el campo de la muerte, la legión de Trake había quedado rodeada de k’chain che’malle, cuya velocidad solo era comparable a la del rayo de la enorme bestia. Los cazadores k’ell caían, pero al tigre lo iban a hacer pedazos, literalmente.

Las Espadas Grises, todas montadas, intentaban abrirle camino al otro lado. Unas lanzas largas y extrañamente recubiertas de púas se estaban clavando en los cazadores por detrás y obstruían sus pasos cuando se daban la vuelta para arremeter contra el enemigo que los acosaba. Los lazos giraban en el aire y ceñían con fuerza cuellos y miembros…

Una oleada gris de hechicería salió disparada de los magos de la muralla, al este de la puerta, barrió el espacio por encima de las cabezas de los que batallaban en el campo de la muerte, trepó por el aire como una bestia con múltiples miembros e intentó golpear a Artanthos.

Un fuego repleto de chispas recibió el asalto y las dos hechicerías parecieron devorarse la una a la otra. Cuando se desvanecieron, Artanthos estaba de rodillas. Varios soldados corrieron hacia él desde las líneas malazanas.

Ha terminado. Demasiado pronto

—¡Korlat!

El bramido la sacudió. Parpadeó y se volvió hacia Brood.

—¿Qué?

—¡Llama a tu señor, Korlat! ¡Llámalo!

¿Llamarlo? No puedo… no me atrevo.

—¡Korlat! ¡Mira esa maldita nube de tormenta!

La tiste andii giró la cabeza. Más allá de la ciudad, elevándose hacia el cielo en medio de una columna retorcida e imponente, la nube de tormenta se estaba haciendo pedazos al tiempo que se elevaba… se elevaba y los jirones se desprendían y dejaban pasar los haces de sol…

Engendro de Luna… no está dentro, la nube no ocultaba nada. Nada salvo una violencia vacía y sin sentido. Una violencia que se disipa.

¿Llamarlo? La atravesó la desesperación y oyó su propia y apagada respuesta.

—Anomander Rake ya no existe, caudillo. —Está muerto. Tiene que estarlo

—¡Entonces ayuda a tu maldito hermano, mujer! ¡Lo están atacando…!

Ella levantó la cabeza y vio a Orfantal en las alturas, acosado por motas. La hechicería asaeteaba al dragón negro.

Hermano… Korlat volvió a bajar la cabeza y miró las filas malazanas que habían cercado a los k’chain che’malle. Las oscuridad los amortajaba, era el susurro de Kurald Galain. Un susurro… nada más que un susurro

—¡Korlat!

—Aparta, caudillo. Voy a transformarme… y a reunirme con mi hermano.

—Cuando hayáis terminado con esos cóndores, querréis…

La tiste andii se apartó del campo de la muerte.

—Esta batalla está perdida, Caladan Brood. Vuelo para salvar a Orfantal.

Sin esperar respuesta, bajó por la ladera y fue desplegando el poder de su interior. Sangre draconiana, fría como el hielo en sus venas, la promesa de la muerte. Un hambre brutal e inquebrantable.

Alas al cielo.

Ladeó la cabeza con forma de cuña y clavó la mirada en los cóndores que rodeaban a su hermano. Se le crisparon las garras y después se extendieron en un gesto de anticipación.

Caladan Brood se encontraba justo al borde de la ladera, con el martillo en las manos. Los k’chain che’malle se habían apartado del asalto contra la legión de Trake (el tigre gigante se moría, rodeado por el destello de los filos de las espadas) y comenzaban a internarse entre la multitud malazana, asesinando a soldados por decenas. Otros perseguían a las Espadas Grises, cuyas filas se habían dispersado ante los veloces cazadores

Los barghastianos habían acudido por los dos flancos para añadir su sangre derramada a la matanza.

El caudillo se volvió lentamente y examinó la cima de la colina que tenía detrás. Tres cuerpos. Cuatro soldados malazanos que habían llevado a un Kruppe inconsciente hasta la cima y en ese momento estaban posando al daru en el suelo.

Los ojos de Brood se detuvieron en Kruppe y se maravilló ante el repentino e inexplicable derrumbamiento de aquel hombre, después se giró.

Los t’lan imass, decenas de miles de ellos, continuaban arrodillados, inmóviles, ante Itkovian, que también se había hundido en el suelo, convertido en un reflejo mortal de las criaturas no muertas. Brood no sabía lo que estaba pasando, pero los había llevado a todos muy lejos, a un lugar del que al parecer no regresarían; o, por lo menos, no hasta que ya fuera demasiado tarde.

No hay alternativa.

Ascua… perdóname

Caladan Brood miró a la ciudad una vez más. Con los ojos puestos en las masas que batallaban en el campo de la muerte, el caudillo levantó poco a poco el martillo…

… y se quedó paralizado.

Llegaron a otro pasillo más repleto de muertos y moribundos. Rapiña frunció el ceño.

—Señora, ¿cuántos había en ese ejército seguleh del que nos has hablado?

—Tres, querida mía. Está claro que vamos por el buen camino…

—¿El buen camino para qué, lady Envidia?

La mujer se volvió.

Hmm, una pregunta interesante. Es obvio que los seguleh están impacientes por solicitar una audiencia con el Vidente, pero ¿quién dice que el Vidente tiene a Toc el Joven con él? De hecho, ¿no es acaso más probable que nuestro amigo yazca encadenado en algún lugar de las profundidades?

Mezcla habló junto a Rapiña.

—Parece haber un rellano de algún tipo al otro extremo. Podrían ser escaleras…

—Qué perspicaz —murmuró lady Envidia con tono de admiración—. Baaljagg, cachorrita, ¿quieres ir tú delante?

La enorme loba pasó junto a ellas sin ruido y de alguna forma consiguió mantener el silencio, y eso que tuvo que trepar por encima de los cuerpos que ocupaban todo el pasillo. Se detuvo al otro extremo y bajó el largo hocico, con los ojos como carbones al rojo vivo.

—Ah, todo despejado —suspiró lady Envidia con una suave palmada—. Adelante, entonces, sombrías malazanas.

Cuando se acercaron, Mezcla tiró de la manga de Rapiña.

—Teniente —susurró—, alguien combate por ahí delante…

Llegaron al rellano. Varios urdomen muertos yacían amontonados, con los cuerpos tirados en los escalones que llevaban arriba. Un segundo tramo de escalones de piedra descendentes mostraban solo el flujo de sangre que se iba coagulando en el rellano.

Mezcla se adelantó un poco y se agachó delante de los escalones de descenso.

—Hay huellas en la sangre —dijo—, tres juegos… El primero, eh, huesudo, seguido por alguien con mocasines, una mujer, diría yo…

—¿Con mocasines? —se preguntó lady Envidia con las cejas alzadas—. Qué extraño. Las huesudas serán seguramente de Tool o de Lanas Tog. ¿Pero quién podría estar siguiendo a cualquiera de ellos? ¡Qué misterio! ¿Y el último juego?

Mezcla se encogió de hombros.

—Botas gastadas. De un hombre.

El sonido del combate que Mezcla había detectado comenzaba a dejarse oír, proveniente de algún lugar escaleras arriba, lejano, quizás en el último piso, que estaba por lo menos a media docena de niveles sobre ellos.

Baaljagg se había acercado cojeando a Mezcla. La loba bajó la cabeza y examinó con la nariz las huellas que bajaban.

Un momento después, el animal fue un destello gris que salió disparado hacia abajo y se perdió de vista.

—¡Bueno! —dijo lady Envidia—. Tema resuelto, ¿no os parece? La cachorrita herida siente… algo por Toc el Joven. Una afinidad, para ser más precisos.

—Disculpa —soltó de repente Rapiña— pero ¿se puede saber de qué estás hablando, en el nombre del Embozado? —Una afirmación críptica más de esta señora y le rompo la crisma.

—Eso ha sido una grosería. No obstante, admito que el asunto es un secreto, pero dado que no es uno de los míos, hablaré con libertad de él.

—Ah, estupendo —murmuró uno de los soldados que iban detrás de Rapiña—, chismorreos.

Lady Envidia se giró en redondo.

—¿Quién ha dicho eso?

Nadie dijo nada.

—Aborrezco los chismorreos, que lo sepáis todos. Bueno, ¿queréis que os cuente el cuento de dos dioses antiguos, dos dioses que en su momento encontraron un cuerpo mortal, o más bien, un cuerpo un tanto mortal (en el caso de Baaljagg) y un cuerpo demasiado mortal (en el caso del bueno de Toc el Joven)?

Rapiña se quedó mirando a la mujer y estaba a punto de decir algo cuando uno de los soldados maldijo en voz alta y con sentimiento… y las hojas entrechocaron…

… gritos…

Una veintena de urdomen acababan de acceder por detrás de los pelotones y el pasillo se llenó de repente de soldados enfrentados en una lucha cruel cuerpo a cuerpo.

Rapiña estiró una mano de golpe, cogió el manto rígido y ensangrentado de Mezcla y tiró. Cuando la teniente sacó la espada, siseó:

—¡Baja por las escaleras, muchacha! Te seguiremos en cuanto despejemos esto. —Lanzó a Mezcla hacia las escaleras y luego se dio la vuelta.

—¿Os llevará mucho tiempo? —preguntó lady Envidia, su voz destacó de algún modo entre el tumulto y resonó en los oídos de Rapiña cuando la malazana se metió entre la multitud. Los urdomen estaban mejor armados, más descansados y habían tenido el factor sorpresa de su lado. Rapiña vio tambalearse a Bucklund con la mitad de la cabeza rebanada.

—No —dijo entre dientes cuando dos abrasapuentes más se derrumbaron—, no mucho…

Los cuatro abrasapuentes se dirigieron pasillo abajo con Detoran a la cabeza. Mazo avanzaba cuatro metros por detrás de la gran napaniana, con Eje trotando tras él seguido por Azogue y Trote una docena de metros más atrás, cerrando la marcha. Hasta el momento no habían encontrado más que cuerpos, cuerpos painitas, derribados todos y cada uno por espadas.

—Alguien es un auténtico terror —murmuró Eje tras el sanador.

Oyeron sonidos de lucha, pero los ecos rebotaban y resultaba difícil determinar la dirección.

Detoran se detuvo y levantó una mano, después le hizo un gesto a Mazo para que avanzara.

—Escaleras por delante —gruñó—. Descienden.

—Despejadas —comentó el sanador.

—Por ahora.

Azogue se reunió con ellos.

—¿Por qué os paráis? Hay que moverse.

—Ya lo sabemos, sargento —dijo Mazo, después se giró hacia la napaniana—. Tendrá que servir. Llévanos abajo, Detoran.

Más cuerpos cubrían las escaleras de piedra, la sangre hacía el descenso vacilante.

Atravesaron dos rellanos sin que nadie les cortara el paso. A medio camino del siguiente rellano, en un recodo de las escaleras, Mazo oyó gruñir a la napaniana y de repente resonaron las armas.

Un grito sin palabras detrás de él se convirtió en un chillido de guerra barghastiano.

—¡Maldita sea! —Lucha por arriba y por abajo, se habían metido en un lío—. ¡Eje, ayuda a Azogue y a Trote! ¡Yo le echaré una mano a Det!

—¡Sí, señor!

El sanador bajó corriendo media docena de escalones hasta el recodo. Detoran ya había hecho retroceder a sus atacantes hasta un rellano. El sanador vio, más allá de la napaniana, al menos a seis videntes del Dominio, cuerpos pesados con hachas entre los guanteletes, hachas de mangos cortos y filos dobles. Detoran, con una espada corta en la mano izquierda y espada ancha en la derecha, acababa de derribar al guerrero que tenía delante. Sin dudarlo un instante, pasó por encima del vidente del Dominio moribundo y llegó al rellano.

El vidente del Dominio se abalanzó sobre ella.

No había forma de pasar junto a la napaniana. Mazo maldijo, envainó la espada corta y preparó la ballesta. Ya tenía un cuadrillo en la ranura, sujeto por un lazo de cuero que el sanador quitó de un tirón. Hizo caso omiso de los bramidos y el tintineo del hierro, enganchó la pinza sobre la cinta trenzada y la amartilló.

Arriba, más allá del recodo de las escaleras, Trote había comenzado a canturrear, un cántico interrumpido solo por un chillido ominoso de Azogue. Sangre fresca diluida en bilis bajaba por los escalones.

Mazo se apartó un poco para buscar un espacio abierto por encima de Detoran que le permitiera disparar.

La napaniana le había clavado la espada corta a un vidente del Dominio en la cabeza desde abajo. La hoja se había atascado entre las mandíbulas. En lugar de tirar, Detoran empujó y mandó víctima y arma por el aire para derribar a los dos guerreros de detrás. Con la espada ancha en la mano derecha extendida, mantenía a raya a otro vidente del Dominio. Este agitaba sus armas más cortas contra la hoja, en un esfuerzo por apartarla y poder asestarle un golpe, pero Detoran hacía bailar y zigzaguear su pesada hoja como si fuera el estoque de un duelista.

La atención de Mazo se fijó en los dos videntes del Dominio que comenzaban a recuperarse. Un tercer guerrero apartaba a los videntes del Dominio caídos. El sanador levantó de golpe la ballesta y apretó el gatillo. El arma le corcoveó en las manos.

Uno de los videntes del Dominio que se recuperaban chilló y un cuadrillo se enterró entre las aletas de cuero del pecho. El guerrero se hundió hacia atrás.

Un cuerpo cayó y derribó a Mazo cuando estaba a punto de volver a cargar el arma. El sanador maldijo al chocar contra una pared lateral, y estaba a punto de apartar el cadáver con las botas, mientras buscaba un cuadrillo, cuando vio que se trataba de Azogue. Todavía no estaba muerto, aunque tenía el pecho cubierto de sangre. Por lo que pudo oír, Trote se estaba abriendo camino escaleras arriba.

El sanador se giró al oír un grito de Detoran. La mujer se había abalanzado con su espada ancha y había roto el ritmo para hundir la hoja en una parada desesperada, después había deslizado el filo por debajo del casco del vidente del Dominio y había rasgado un lado del cuello del hombre, al tiempo que el otro hacha del hombre dibujaba un arco salvaje y se dirigía directamente a la cabeza de Detoran.

La napaniana interpuso el hombro izquierdo en su camino.

La cota de malla se partió y salpicó la sangre. La hoja del hacha se clavó y se llevó con ella buena parte del músculo del hombro de Detoran.

La mujer se tambaleó y después, entre chorros de sangre, se enderezó y se abalanzó sobre los dos videntes del Dominio que quedaban.

El más cercano lanzó una de las hachas.

La napaniana la apartó de un golpe y después lanzó una cuchillada del revés que el hombre apenas fue capaz de bloquear. Detoran se precipitó contra uno, dejó caer la espada y metió los dedos en la ranura para los ojos del casco. El impulso la hizo rodear al hombre y retorcerle la cabeza.

Mazo oyó un chasquido audible de vértebras al tiempo que terminaba de cargar la ballesta. La levantó…

Las hachas del último vidente del Dominio destellaron.

El brazo derecho de Detoran, estirado y con los dedos todavía metidos en la celada, quedó arrancado entre el hombro y el codo.

La segunda hacha se hundió entre los omóplatos de la mujer y la lanzó hacia delante, la mujer se estrelló de cara contra la pared del rellano.

El vidente del Dominio se adelantó para sacar la segunda hacha del cuerpo.

El cuadrillo de Mazo se desvaneció en la axila derecha del hombre. Este se dobló y se derrumbó entre un estrépito de armadura.

El sanador metió otro cuadrillo en la ranura y bajó gateando hasta donde Detoran todavía permanecía erguida, con la cara apoyada en la pared. La hemorragia de las heridas se había ralentizado hasta convertirse en un sangrado lleno de coágulos.

No le hizo falta estirar la mano y tocar a la napaniana para saber que estaba muerta.

Unas botas resonaron en las escaleras y el sanador se giró en redondo y vio a Eje caer en el rellano. Había recibido un golpe en el casco redondo que le había partido la cinta de la frente y los remaches de un lado. La sangre le pintaba ese lado de la cara y tenía expresión de loco.

—¡Una veintena de ellos ahí arriba, Mazo! ¡Trote los está conteniendo…!

—¡Ese maldito idiota! —El sanador terminó de cargar la ballesta, se lanzó hacia las escaleras e hizo una breve pausa para examinar a Azogue—. ¡Búscate un casco nuevo, Eje y luego sígueme!

—¿Qué hay de Azogue?

—Vivirá un rato más. ¡Date prisa, maldito seas!

La escalera estaba atestada de cadáveres nuevos hasta el siguiente rellano.

Mazo llegó a tiempo de verse atrapado en medio de una oleada que descendía, videntes del Dominio, y en medio de todos, un Trote que gruñía y caía entre un muro agitado de carne que bajaba directamente hacia el sanador. Una hoja (la del barghastiano) se clavó en el hombro de Mazo y después volvió a salir de golpe cuando todos y cada uno cayeron sobre los duros escalones de piedra. Hojas de hacha, dagas, guanteletes, cascos y grebas convirtieron a la avalancha humana en una cruel descarga de dolor, que no terminó ni siquiera cuando se detuvieron entre un azote de miembros en el recodo de las escaleras.

Trote fue el primero en desenredarse y empezó a apuñalar con la espada corta y a dar patadas y pisotones con las botas. Mazo maldijo y salió arrastrándose del frenesí del barghastiano mientras el fuego le atravesaba la herida del hombro.

Unos momentos después solo se oía el sonido de unos alientos entrecortados en la escalera.

El sanador se giró, encontró una pared a su espalda y se levantó poco a poco… para mirar furioso a Trote.

—¡Me acuchillaste a mí, cabrón!

Pero cuando miró al barghastiano se quedó sin palabras. El enorme guerrero había sufrido más heridas de lo que Mazo habría creído posible soportar. Lo habían hecho pedazos. Ni siquiera se tambaleó cuando le sonrió desde su altura al sanador.

—Con que te acuchillé, ¿eh? Bien.

Mazo hizo una mueca.

—Ya te entiendo, sucio perro ovejero. ¿Por qué tendrías que divertirte tú solo?

—Sí. ¿Dónde están Azogue, Det y Eje?

—En el rellano de abajo. Det está muerta. Tendremos que llevarnos a Azogue. A juzgar por el ruido, Eje todavía está buscando otro casco.

—Van a ser todos muy grandes —gruñó Trote—. Tenemos que buscar la cocina, allí seguro que encontramos una copa.

Mazo se apartó de la pared.

—Buena idea. Pues venga, vamos.

—Voy yo delante, los cocineros son peligrosos.

El barghastiano, sangrando sin parar, pasó junto al sanador.

—Trote.

El guerrero se detuvo.

—¿Sí?

—Eje dijo una veintena.

—Sí.

—¿Todos muertos?

—Quizá la mitad. El resto huyeron.

—Los espantaste, ¿no?

—Yo diría que fue la camisa de pelo de Eje. Venga, sanador.

A Toc se le bamboleaba la cabeza, la escena se alzaba y caía mientras el t’lan imass lo llevaba por el pasillo iluminado por las teas. De vez en cuando, Tool pasaba por encima de un cuerpo o dos.

Mi hermano. Me llamó eso.

Yo no tengo hermano.

Solo una madre.

Y un dios. Vidente, ¿dónde estás? ¿Ya no vendrás a por mí? El lobo muere. Has ganado. Libérame, señor de todos. Libérame para que pueda pasar por la puerta del Embozado.

Llegaron a un arco cuya puerta se hallaba en el suelo hecha pedazos, a un lado. La madera, todavía clavada a las bandas de bronce, vaciló bajo sus pies cuando Tool la cruzó. Tenían ante ellos una gran cámara abovedada de diecisiete metros de anchura. En otro tiempo había estado llena de mecanismos extraños (máquinas usadas por torturadores), pero todos ellos habían sido machacados y lanzados a los laterales, habían quedado apoyados en las paredes como bestias con miembros rotos.

Víctimas de la rabia… ¿ha sido obra de Tool, esa criatura… no muerta, carente de emociones?

El resonar repentino de unas hojas se oyó en el arco de enfrente.

El t’lan imass se detuvo.

—Tendré que dejarte en el suelo.

En el suelo. Sí. Ya es hora.

Toc giró la cabeza cuando Tool lo depositó poco a poco sobre las losas. En la puerta, al otro lado de la cámara, había una figura. Enmascarada, esmalte blanco, con dos cicatrices. Una espada en cada mano. Ah, te conozco, ¿verdad?

La figura no dijo nada y se limitó a esperar hasta que Tool se apartó de Toc. El magullado t’lan imass sacó el mandoble de pedernal del refuerzo del hombro y después habló.

—Mok, tercero entre los seguleh, cuando termines conmigo, ¿querrás sacar a Toc el Joven de este lugar?

Tirado de lado, Toc observó al guerrero enmascarado que ladeó la cabeza para acceder. Mok, maldito idiota. Estás a punto de matar a mi amigo… a mi hermano.

Un movimiento borroso, dos guerreros acercándose demasiado rápido como para que el único ojo de Toc pudiera seguirlos. El hierro que cantaba con la piedra. Chispas que salían disparadas en la penumbra e iluminaban los instrumentos rotos de tortura que los rodeaban en destellos disparados que todo lo revelaban, sombras que bailaban entre la maraña de madera y metal y, para Toc, era como si quedara libre de repente todo el dolor acumulado que esos mecanismos habían absorbido a lo largo de su vida.

Liberado por las chispas.

Por los dos guerreros… y todo lo que envolvía sus almas ocultas.

Liberado, retorcido, un baile de alguien mordido por una serpiente… loco, frenético por responder

Por responder

En algún lugar de su interior (a medida que la batalla continuaba y el guerrero enmascarado hacía retroceder cada vez más al t’lan imass) el lobo se agitó.

Atrapado. En este mecanismo doblado pero no roto, en esta jaula de tortura de hueso… Vio, cerca, el armazón destrozado de… algo. Una viga, inmensa, con el extremo coronado de bronce negro y maltratado. Donde había trozos manchados… de carne, carne y pelo.

Una jaula.

Toc el Joven sacó las piernas aplastadas y plantó un codo deformado y lleno de pústulas en las losas; sintió que la carne se desgarraba al girar y pivotar, levantó las piernas como pudo hasta quedar arrodillado y después, con los puños bien apretados, se apoyó en la piedra. Se alzó, se ladeó hacia atrás para apoyar el peso en unas caderas que se clavaban y parecían deshacerse bajo los tendones y los delgados músculos.

Plantó las manos en el suelo una vez más, metió los muñones nudosos, que en otro tiempo habían sido sus pies, bajo el cuerpo y levantó las rodillas.

Equilíbrate… ya. Y ponle voluntad.

Tembloroso, cubierto de sudor bajo los restos raídos de la informe túnica, Toc se fue irguiendo poco a poco. La cabeza le daba vueltas, la oscuridad amenazaba con engullirlo, pero aguantó.

Kruppe jadeó y la levantó tirándole del brazo.

—Debes tocar, muchacha. Este mundo… se hizo para ti, ¿entiendes? Un regalo, hay cosas que deben quedar libres.

Libres.

Sí, esa palabra la entendía. La ansiaba, la adoraba, arrodillada, con la cabeza baja, ante su altar. Libre. Sí, eso tenía sentido.

Como esas memorias del hielo que caían como lluvia incesante sobre nosotros.

Libre… para alimentar la tierra

… liberarse del significado, de la emoción, del regalo de la historia… la tierra bajo sus pies, las capas, tantas capas…

Para alimentar la tierra.

¿Qué sitio es este?

—¡Tiende la mano, mi querida mhybe, Kruppe te lo ruega! Toca…

La mujer alzó una mano temblorosa.

Erguido.

Para ver a Tool tambalearse bajo los golpes, la espada de pedernal defendiéndose más despacio con cada destello de la hoja que trataba de alcanzarlo.

Erguido. Un paso. Un paso. Servirá.

La jaula, el lobo agitándose, el lobo intentando respirar… incapaz

Se abalanzó hacia la viga y su extremo levantado y rematado en bronce.

Un paso, y después cayó.

Se adelanta, levanta bien los brazos, sin obstáculos, el extremo de la viga parece alzarse para recibirlo. Para recibir su pecho, las costillas, los huesos que se hacen pedazos en una explosión de dolor…

Para tocar

¡La jaula!

¡Rota!

¡Libre!

El lobo aspiró una bocanada de aire.

Y aulló.

El martillo alzado entre las manos de Brood, tembloroso, hierro que se agitaba…

Entonces el aullido de un dios hendió el aire, un aullido que trepaba, una llamada…

Respondida.

En el campo de la muerte, los t’lan ay se alzaron del suelo, las bestias avanzaron con un movimiento borroso en una oleada gris y silenciosa que atravesaba a los k’chain che’malle, que desgarraba a los reptiles no muertos, los despedazaba, los reptiles gigantes con armadura que se combaban bajo la matanza.

Otros cazadores k’ell se daban la vuelta y salían a toda velocidad hacia la puerta… perseguidos por los lobos.

En las alturas, los cóndores se apartaban de su baile mortal con los dos dragones negros y regresaban disparados hacia la fortaleza con Korlat y Orfantal siguiéndolos, y tras ellos, decenas de miles de grandes cuervos…

… y sobre la fortaleza, algo estaba pasando.

Con la mhybe inconsciente entre sus brazos, Kruppe se tambaleó hacia atrás cuando Togg se liberó de la jaula destrozada, el aullido del dios levantaba ampollas en el aire.

El diluvio de granizo cesó. De repente. El cielo se oscureció.

Una presión, una fuerza, antigua y bestial. Que crecía.

Togg, enorme, tuerto, blanco, con el pelo punteado de plata, aullaba.

El lobo-dios, que surgía con la fuerza de una piedra palpitante y cuyo grito pareció cubrir el firmamento entero.

Un grito que recibió respuesta.

Por todas partes.

Paran se agachó todavía más ante un descenso repentino de la oscuridad, el frío, un peso que abrumaba al capitán.

A su lado, Ben el Rápido gimió y después siseó.

—Se acabó, amigo mío. Kurald Galain. Puedo usarlo, llevarnos por encima del muro, tenemos que ver…

¿Ver qué? ¡Dioses, me están aplastando!

La presión se suavizó de repente. Unas manos lo sujetaron por los arneses y lo levantaron de un tirón, el metal lo arañó, el cuero se enganchó, subió y pasó por encima del muro bajo para caer con un golpe seco al otro lado.

La oscuridad continuó su caída antinatural y apagó el sol hasta convertirlo en un disco gris, irregular y vacilante.

Cóndores en el cielo, gritando…

… y en esos gritos, un terror puro…

Paran se dio la vuelta y miró la escena que se desarrollaba en el parapeto. A veinticinco metros de distancia, al otro lado, agachada, había una figura que el capitán supo por instinto que era el Vidente. La piel y la carne humanas se habían ido desprendiendo y revelaban un jaghut desnudo, rodeado de nubes brumosas de cristales de hielo. Aferrado en la mano del Vidente, un huevo del tamaño de un maldito. A su lado, enorme y deformado, un k’chain che’malle. No. La matrona. Lo que fluía de ella dejó a Paran horrorizado y lleno de compasión. Estaba perturbada, despojada de su alma, llena de un dolor que Paran sabía que la criatura ni siquiera podía sentir, la única bendición que le quedaba.

Dos cazadores k’ell armados hasta los dientes habían estado vigilando a su madre, pero en ese momento avanzaban levantando las armas y cruzando el tejado con pasos pesados cuando, en una escalera a doce metros a la izquierda de Paran, aparecieron dos figuras. Enmascaradas, pintadas de la cabeza a los pies de sangre, cada una empuñaba dos espadas y salían como podían de un corredor salpicado de cuerpos de urdomen y videntes del Dominio.

—¡Que el Embozado nos lleve! —maldijo Ben el Rápido—. ¡Son seguleh!

Pero Paran ya había dejado de mirarlos y tampoco prestó atención a la batalla cuando los cazadores k’ell se enfrentaron a los seguleh. La nube de tormenta que se había alzado en el cielo durante tanto tiempo seguía subiendo, desmenuzándose, casi perdida en la oscuridad. Se dio cuenta con un escalofrío de que se acercaba algo.

—¡Capitán! ¡Sígueme!

Ben el Rápido estaba bordeando el muro bajo y seguía la curva hacia el puerto.

Paran se arrastró tras el mago. Se detuvieron cuando tuvieron una vista completa del puerto y la bahía.

A lo lejos, en la bahía, la línea de hielo del horizonte estaba explotando en toda su extensión en nubes blancas que arrojaban algo.

Las aguas del puerto habían quedado lisas como espejos bajo el aire oscuro e inmóvil. La telaraña de cuerdas que las cubrían, con sus chozas, cuerdas flojas y cadáveres arrugados, tembló de repente.

—En el nombre del Embozado, qué es…

¡Shh! ¡Oh, por el abismo! ¡Mira!

Y miró.

Las aguas lisas como espejos del puerto… se estremecieron… se hincharon… se abombaron.

Y luego, de una forma imposible, huyeron en todas direcciones.

Negro, enorme, algo que se alzaba de las profundidades.

Los mares se agitaron y un anillo de espuma se abrió como una exhalación. Una ráfaga repentina de viento frío golpeó el parapeto e hizo que la estructura se balanceara y luego temblara.

Roca, irregular, marcada (¡una puñetera montaña, por el Embozado!) se alzaba del puerto y levantaba la inmensa red con ella.

Y la montaña fue creciendo, se fue alzando, la oscuridad se desprendía de ella en oleadas que iba irradiando.

—¡Han desvelado a Kurald Galain! —gritó Ben el Rápido por encima de los rugidos del viento—. ¡Todos ellos!

Paran se quedó mirando.

Engendro de Luna.

Se iba alzando.

Rake lo escondió

… oh, por el abismo, ¡vaya cómo lo escondió!

Se iba alzando, el agua caía por sus lados maltratados en cascadas que se desplomaban y se iban convirtiendo en brumas que flotaban a medida que el edificio se elevaba por los aires.

El Tajo. El Tajo de Ortnal… esa sima

—¡Mira! —siseó Ben el Rápido—. Esas grietas…

Y entonces vio el coste de la maniobra de Rake. Fisuras enormes que marcaban la cara de Engendro de Luna, fisuras por donde el agua seguía brotando con un volumen que no disminuía.

Seguía alzándose.

Dos tercios ya habían emergido de las agitadas aguas.

Giraba poco a poco, e iba destacando en las alturas, a un lado, un saliente… donde se encontraba una figura solitaria.

Recuerdos… desaparecidos. Tras ellos, decenas de miles de almas. Silenciosas.

—Tomaré yo, entonces, vuestro dolor.

Eres mortal.

—Soy mortal.

No puedes llevar nuestro dolor.

—Puedo.

No puedes liberarlo.

—Lo haré.

Itkovian

—Vuestro dolor, t’lan imass. Ahora.

Se elevó ante él una oleada de una altura inconmensurable, se alzó como una torre y después se abalanzó sobre él.

Y lo vieron, todos y cada uno.

Vieron la sonrisa de bienvenida de Itkovian.

Engendro de Luna se encumbró, envuelto en oscuridad, más allá de la ciudad. Caladan Brood se lo quedó mirando. Nubes de bruma que caían como cascadas, chorros de agua que brotaban y se desvanecían. Dragones que salían dibujando círculos, dragones negros, uno de color carmesí, oleadas de Kurald Galain que arremetían e incineraban a los cóndores demoníacos.

Engendro de Luna se inclinaba, un trozo inmenso de piedra negra que se deshacía por un lado y ladeaba el edificio entero, se inclinaba, se deslizaba, avanzaba hacia la fortaleza…

Abajo, en el campo de la muerte, los restos esparcidos de soldados (malazanos, barghastianos, Espadas Grises, Rezongo y el puñado de seguidores que era todo lo que restaba de su legión), todos y cada uno de ellos cruzaron el puente de piedra y convergieron en la derruida puerta norte. Sin que nadie se lo impidiera. La muralla al este de la puerta estaba vacía de magos; no había nadie, la habían limpiado.

Los incendios iluminaban la ciudad tras la muralla. El cielo se llenaba de moranthianos negros, grandes cuervos… Kurald Galain se iba extendiendo y descendía hacia Coral…

Una revelación auténtica. Todos los tiste andii unidos en una magia ritual, el mundo nunca lo ha visto, en todos los milenios desde su llegada, nunca lo ha visto. Por el corazón de Ascua, ¿qué será de esta revelación?

Siguió mirándolo, vencido por una impotencia inmensa que le entumecía el alma.

El poder fluyó hacia Korlat. Sus ojos destellaron cuando su hermano y ella cabalgaron sobre las corrientes frías y conocidas de Kurald Galain hacia Engendro de Luna.

Oh, se estaba muriendo, Korlat podía notarlo. Se estaba muriendo, pero todavía no había completado su espantosa y letal tarea.

Lo vio moverse, acercarse al parapeto de la fortaleza, donde, según observó, se encontraba el Vidente, el jaghut, que se aferraba al finnest de la matrona y miraba hacia arriba, inmóvil, a la imponente montaña que se aproximaba de forma inexorable.

Oscuridad llegada a ese mundo. A ese lugar, a esa ciudad.

Una oscuridad que nunca se disiparía.

Coral. La negra, negra Coral…

A lady Envidia le bastaron media docena de latidos para darse cuenta (mientras observaba a los abrasapuentes que se derrumbaban bajo el ataque de los urdomen) de que había entendido mal el último comentario de Rapiña. No era confianza, ni siquiera un farol. Más bien un comentario plagado de fatalismo, sin duda típico de esos soldados, pero totalmente nuevo para lady Envidia.

Cuando cayó en la cuenta de repente, decidió actuar. Un pequeño gesto con una mano. Suficiente para romper la carne de los guerreros urdomen. Que se derrumbaron en masa.

Pero el daño ya estaba hecho. Solo permanecían en pie dos abrasapuentes y ambos tenían heridas.

La dama los observó cuando empezaron a comprobar el estado de sus camaradas caídos, al fin se reunieron alrededor de uno y lo sacaron de allí. Así pues, solo uno entre todos los caídos seguía respirando.

Los pasos pesados de unas botas que se iban acercando a toda prisa.

Lady Envidia frunció el ceño y volvió a levantar la mano…

—¡Espera! —chilló Rapiña—. ¡Es Mazo! ¡Eje! ¡Por aquí, cabrones!

Detrás de los dos primeros que habían aparecido (Mazo y Eje, supuso lady Envidia) llegaron tambaleándose dos soldados más con el uniforme de los Abrasapuentes. Todos habían sufrido heridas terribles, el barghastiano en particular, cuya armadura no era más que fragmentos, y cuyo cuerpo era una masa de cortes y agujeros abiertos. Lo vio tambalearse y caer de rodillas enseñando los dientes en una sonrisa manchada.

Y morir.

—¡Mazo!

El hombretón que iba delante se dio la vuelta, perdió un poco el equilibrio con el movimiento repentino, y lady Envidia notó que había sufrido una cuchillada que lo había atravesado entero justo por debajo del hombro derecho. El hombre regresó tropezando junto al barghastiano.

—Me temo que ya es demasiado tarde para él —exclamó lady Envidia—. Y tú, sanador, Mazo, ya no puedes hacer nada con tu senda, y lo sabes. Acércate, entonces, y lo haré yo. En cuanto a ti, Rapiña, una respuesta más honesta a mi pregunta habría supuesto un episodio mucho menos horrible.

Rapiña se limpió la sangre de los ojos y se la quedó mirando sin más.

—Ya, bueno —suspiró lady Envidia—, supongo que es mejor que no recuerdes ocurrencia tan sardónica. Adelantaos todos, ¡oh!

Se dio la vuelta de repente cuando descendió la hechicería (Kurald Galain) con un poder abrumador.

—¡Por esas escaleras, abajo! —exclamó—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Rápido!

Los abrasapuentes supervivientes, cuatro arrastrando a uno, siguieron a lady Envidia.

Unas astillas de hueso golpearon la pared. Tool se tambaleó hacia atrás y se estrelló contra la piedra, la espada se le cayó de las manos y resonó sobre las baldosas.

Mok levantó las dos armas…

… y salió volando hacia un lado, dando vueltas por el aire y perdiendo las armas por el camino hasta chocar con una pared y luego deslizarse en un montón compuesto de madera y metal hechos pedazos.

Tool levantó la cabeza.

Una enorme pantera negra con los labios separados en un gruñido silencioso se acercó sin ruido al seguleh inconsciente.

—No, hermana.

La soletaken dudó y después miró hacia atrás.

—No. Déjalo.

La pantera se dio la vuelta y se transformó.

Pero la rabia permanecía en los ojos de Kilava cuando se acercó a Tool.

—¡Has sido derrotado! ¡Tú! ¡La primera espada!

Tool se agachó poco a poco para recoger la espada llena de muescas.

—Sí.

—¡Es un mortal!

—Vete al abismo, Kilava. —Tool volvió a erguirse, se arañaba la espalda al continuar apoyado en la pared.

—Déjame matarlo. Ahora. Así, una vez más, no tendrás rival digno de ese nombre.

—Oh, hermana —suspiró Tool—. ¿No te das cuenta? Nuestro momento… ha pasado. Debemos renunciar a nuestro lugar en este mundo. Mok, ese hombre al que con tanta despreocupación has golpeado por detrás, es el tercero. El primero y el segundo son sus maestros con la espada. ¿Me entiendes, Kilava? Déjalo… déjalos a todos.

El t’lan imass se dio la vuelta hasta que pudo ver a Toc el Joven.

El cuerpo, atravesado por una asta de madera, no se movió.

—El antiguo dios lobo es libre —dijo Kilava, que había seguido su mirada—. ¿No lo oyes?

—No. No lo oigo.

—Ese aullido llena ahora otro reino, el sonido del nacimiento. Un reino… al que dio vida la invocadora. En cuanto a lo que ahora le da vida, es otra cosa, otra cosa muy diferente.

Un arañazo en la puerta.

Los dos volvieron la cabeza.

Otra t’lan imass se alzaba en la puerta. Empalada con espadas, con cobre batido cubriéndole los caninos.

—¿Dónde está?

Tool ladeó la cabeza.

—¿A quién buscas, pariente mía?

—Eres Onos T’oolan. —La atención de la recién llegada se fijó entonces en Kilava—. Y tú eres su hermana, La que desafió…

Los labios de Kilava se crisparon en una mueca de desdén.

—Y sigo siéndolo.

—Onos T’oolan, primera espada, ¿dónde está la invocadora?

—No lo sé. ¿Quién eres?

—Lanas Tog. Debo encontrar a la invocadora.

Tool se apartó de la pared.

—Entonces la buscaremos juntos, Lanas Tog.

—Idiotas —escupió Kilava.

Se oyó el tintineo de unas garras tras Lanas Tog, que se dio la vuelta en redondo y después se apartó.

Baaljagg entró cojeando en la cámara. La loba no hizo caso de nadie salvo de Toc el Joven, se acercó al cuerpo y gimió.

—Es libre —le dijo Tool a Baaljagg—. Tu compañero.

—Oye el aullido —murmuró Kilava—. Togg ha pasado a la senda de Tellann. Después… a otro lugar más allá. Hermano, toma ese camino, ya que tan decidido estás a encontrar a la invocadora. Todos convergen, todos y cada uno.

—Ven con nosotros.

Kilava se dio la vuelta.

—No.

—Hermana. Ven con nosotros.

La t’lan imass se giró con la cara en sombras.

—¡No! He venido por el Vidente. ¿Me entiendes? He venido…

La mirada de Tool se posó en el cuerpo roto de Toc.

—En busca de redención. Sí. Lo entiendo. Búscalo, entonces.

—¡Lo haré! Ahora que te he salvado, soy libre de hacer lo que me plazca.

Tool asintió.

—Y cuando hayas terminado, hermana, búscame una vez más.

—¿Y por qué debería hacerlo?

—Kilava. Pariente carnal. Búscame.

La mujer se quedó callada durante un largo instante y después asintió con gesto brusco.

Lanas Tog se acercó a Tool.

—Llévame, entonces, primera espada.

Los dos t’lan imass se convirtieron en polvo y después, eso también se desvaneció.

Kilava se quedó sola en la cámara.

Salvo por un seguleh inconsciente.

Y una ay echada junto a un cadáver.

Dudó, dio un paso hacia la forma inerte de Mok y después suspiró, se giró y se acercó a Baaljagg.

—Te lamentas por este mortal —susurró al tiempo que bajaba el brazo para posarlo en la cabeza gacha del animal—. Por él, te reprimes y retrasas lo que tanto ansías, tu reunión con tu pareja perdida. ¿Era este hombre digno de veras de tanta lealtad? No, no me respondas, lo veo con claridad en tus ojos.

»Así pues te diré algo, Baaljagg, algo que es obvio que no has comprendido. El alma de este mortal cabalga sobre la de Togg y tu pareja quiere liberarla, pero no ante la puerta del Embozado. Ve, pues, sigue ese rastro. Vamos, yo te abriré el camino.

Se irguió y le hizo un gesto.

La senda de Tellann se abrió. El aire húmedo y cerrado de la cámara desapareció de repente. Un olor dulce a tundra húmeda, a musgos acres y a líquenes ablandados fluyó con una brisa cálida y suave.

La ay pasó por el portal.

Kilava lo cerró tras la bestia.

Y después abandonó la cámara.

Un momento después, Mezcla salió de entre las sombras. Se acercó adonde yacía Mok, entre madera rota y metal retorcido, y miró la figura inconsciente. Oh, esa máscara. Tan… tentadora

Unos gritos sobresaltados en el pasillo que tenía detrás, el sonido de soldados dispersándose y luego maldiciones muy vivas.

—¡… una maldita pantera!

—Kilava —respondió lady Envidia—. Ya me he cruzado con ella antes. Una grosería, desde luego, apartarnos a todos de un empujón con semejante desdén.

Mezcla se volvió cuando llegó la tropa.

Lady Envidia hizo una pausa y sus ojos velados pasaron de Mok a Toc el Joven.

—Oh —dijo en voz muy baja—, mi querido muchacho… Ojalá hubieras permanecido en nuestra compañía.

Rapiña. Mazo. Eje. Azogue. Perlazul.

Mezcla cerró los ojos.

—Bueno, pues no hay más que hablar —dijo lady Envidia—. Regresamos al tejado de la fortaleza. Rápido, antes de que Kilava me robe la oportunidad de vengarme del Vidente.

—Tú puedes volver al tejado —gruñó Rapiña—. Nosotros nos vamos.

Irnos, oh, mi amor

Lady Envidia se cruzó de brazos.

—¿Me agoto curando a tus descorteses soldados y así es como me respondes? ¡Quiero compañía!

Mazo y Eje se acercaron a recuperar el cuerpo de Toc.

Rapiña se derrumbó contra un muro y estudió a lady Envidia con los ojos inyectados en sangre.

—Te agradecemos la curación —murmuró—. Pero tenemos que reunirnos con la hueste de Unbrazo.

—¿Y si todavía hay más soldados painitas acechando por ahí?

—Entonces nos reunimos con nuestros hermanos y hermanas asesinados. ¿Qué problema hay?

—¡Oh, sois todos iguales!

Y con eso y en medio del torbellino de su túnica blanca, lady Envidia salió como una tromba de la cámara.

Mezcla se acercó a Rapiña y le habló en voz muy baja.

—Hay una insinuación de aire fresco… que viene de esa puerta de ahí.

La teniente asintió.

—Tú delante.

Inclinado hacia un lado, envuelto en bruma negra, con el basalto fracturado gimiendo como un ser vivo, Engendro de Luna se fue acercando al parapeto de la fortaleza.

El Vidente se había agachado bajo el peso inmenso y abrumador de Kurald Galain, aturdido por la locura, con la cabeza levantada para mirar al edificio y el finnest acunado entre los brazos con un gesto posesivo y desesperado. A un lado, la matrona parecía estar intentando abrirse camino con las garras por las losas del suelo. La presión era incesante.

Los dos seguleh no habían llegado al tejado incólumes y los cazadores k’ell estaban demostrando ser rivales más que dignos. Los dos guerreros enmascarados habían tenido que retroceder por encima del círculo de muros bajos dejando rastros de sangre en su camino. Con todo, Paran jamás había visto semejante habilidad. Las espadas eran un simple contorno borroso que parecía estar en todas partes a la vez; estaban haciendo pedazos a los cazadores k’ell, aunque estos continuaran presionándolos. El capitán se había planteado ayudar a los dos desconocidos, pero decidió que seguramente solo los entorpecería.

Paran miró al cielo del norte.

Dragones que se precipitaban hacia la ciudad, oleadas de poder que arremetían y tronaban por las calles, contra los edificios, todo lo envolvía la oscuridad.

Grandes cuervos que dibujaban círculos y lanzaban gritos triunfantes.

Hmm, no va a aclarar…

El capitán frunció el ceño al oír la extraña afirmación de Ben el Rápido.

¿Aclarar? Qué es lo que no… Después giró la cabeza de repente y miró a Engendro de Luna. Oh.

Tenía la base de la montaña flotante justo enfrente y cada vez se acercaba más. Tan cerca, imponente, llenando el cielo.

—Creí que Rake al menos bajaría en persona —continuó el mago—. Pero parece que ha elegido algo… eh, menos sutil.

Como borrar del mapa la fortaleza entera y a todos los que hay en su interior.

—Ben el Rápido…

—Sí, será mejor que nos movamos.

Una enorme pantera negra surgió de las escaleras y se detuvo, los ojos centelleantes abarcaron la escena del tejado y se clavaron en el Vidente.

Ben el Rápido se levantó de repente.

—¡No! —le gritó a la bestia—. ¡Espera!

La enorme cabeza de la pantera giró para mirar al mago, los ojos le ardían y había separado los labios.

—No creo que quiera esperar.

La pantera azotó el aire con la cola y dio un paso más hacia el encogido Vidente, que les daba la espalda a todos.

—¡Maldita sea! —siseó Ben el Rápido—. ¡El momento es ahora, Talamandas!

¿Quién?

Engendro de Luna chocó contra el muro del tejado del parapeto con un crujido seco y un chirrido. La maciza pared de piedra empezó a derrumbarse…

La matrona chilló…

El basalto mojado, chorreante, atrapó a la k’chain che’malle y luego pareció recogerla. Salpicó la sangre, los huesos se partieron, el vértice de Engendro de Luna arrasó el tejado y dejó a su paso losas mascadas y manchas de sangre y carne.

El Vidente chilló y dio marcha atrás a toda prisa, directamente hacia la pantera, que se retrajo de repente…

Engendro de Luna se hundió fortuitamente, cayó casi dos metros y atravesó el tejado.

Las losas se desmoronaron bajo Paran, los ladrillos se combaron, el mundo se tambaleó.

Ben el Rápido golpeó entonces. La hechicería surgió tropezando, se abalanzó sobre el flanco de la pantera y la mandó por los aires con las garras resbalando…

—¡Sígueme! —gritó el mago al tiempo que se lanzaba hacia delante.

Paran luchó por mantener el equilibrio, estiró un brazo, se agarró a la capa de lluvia del mago y se dejó arrastrar. Así que es ahora… para engañarlos a todos. Que los dioses nos perdonen.

El Vidente se giró hacia ellos.

—¿Qué?

—¡Talamandas! —rugió Ben el Rápido cuando se reunieron con el Vidente. El mago arrolló al jaghut…

La senda se abrió a su alrededor…

… y desapareció.

Se cerró el portal… y surgió una llamarada cuando la pantera lo cruzó de un salto en su persecución.

Engendro de Luna se asentó y el parapeto estalló en mil pedazos, los ladrillos volaron por los aires. Los dos seguleh se alejaron como rayos de los cazadores k’ell, saltaron el muro bajo tras el que se habían escondido Paran y Ben el Rápido y se lanzaron hacia el otro extremo del tejado. Tras ellos, donde el Vidente se había agachado, un trozo inmenso de basalto, que se había partido del vértice entre un torrente de agua salada, se precipitó a enterrar a los dos cazadores k’ell, piso tras piso, en las entrañas de la fortaleza.

Rezongo se tambaleó, se golpeó un hombro con un muro y dejó una mancha roja en la pared cuando se fue agazapando poco a poco. Ante él, encogidas de agotamiento o dolor, arrodilladas o de pie, sin expresión en la cara o con esta cenicienta, había ocho mujeres capan. Tres de ellas poco más que niñas, otras dos con canas en el cabello enmarañado y apelmazado por el sudor, con las armas colgando de las manos temblorosas. Todo lo que le quedaba a Rezongo.

Su oficial lestari no estaba, había muerto, lo que restaba de su cuerpo se había quedado en el campo de la muerte, tras la muralla. Rezongo bajó las espadas, apoyó la cabeza en el revestimiento de piedra polvorienta y cerró los ojos.

Oía sonidos de lucha al oeste. Las Espadas Grises se habían ido a caballo en esa dirección, en busca de Dujek. Los moranthianos negros habían regresado al cielo sobre el tercio más occidental de la ciudad y parecían concentrarse en una zona concreta; se precipitaban en pequeños grupos sobre las calles como si participaran en una defensa desesperada. El chasquido de los fulleros resonaba por todas partes.

Más cerca, justo enfrente de Rezongo y lo que quedaba de su legión, un maldito había golpeado un gran bloque de pisos. El edificio estaba a punto de derrumbarse en medio de un violento incendio. Los cuerpos de los soldados painitas yacían entre los escombros de la calle.

Y abriéndose camino lentamente, desgarrando la fortaleza entera, Engendro de Luna, que desgranaba su oscuridad en la ciudad y el sendero de su destrucción formaba un coro de demolición.

Sus ojos permanecían cerrados.

Unas botas apartaron a patadas la mampostería rota y después una le dio un golpe en el muslo.

—¡Cerdo perezoso!

La espada mortal suspiró.

—Piedra…

—La lucha no ha terminado.

Rezongo abrió los ojos y se la quedó mirando.

—Sí que ha terminado. Coral ha caído… ja, no, está cayendo. Y qué dulce es la victoria. ¿Dónde te habías metido?

La mujer, cubierta de polvo y sudorosa, se encogió de hombros y bajó la cabeza para mirar el estoque que llevaba en la mano.

—Por ahí. Hice lo que pude, que no fue mucho. ¿Sabías que están aquí los Irregulares de Mott? En el nombre del Embozado, ¿cómo se las habrán arreglado? Joder, pero si ya aguardaban allí, en la puerta, cuando aparecimos las Espadas Grises y yo. ¡Y nosotros que pensábamos que éramos los primeros!

—Piedra…

La oscuridad preternatural se profundizó de repente.

Engendro de Luna se había apartado de la fortaleza en un último derrumbamiento de paredes. Todavía inclinado, todavía chorreando agua y trozos de roca negra, la estructura se fue acercando a varios metros por encima de los edificios de la ciudad y llenó el cielo ya casi encima de ellos.

En el alto saliente no quedaba nadie a la vista. Los grandes cuervos iban aproximándose a los lados del Engendro y luego volvían a darse la vuelta con chillidos que resonaban con furia.

—Que el abismo nos lleve —susurró Piedra—, da la sensación de que esa cosa podría caerse en cualquier momento. Caerse sin más. Como una roca… o a trozos. Está acabado, Rezongo. Acabado.

No podía discutírselo. El edificio parecía a punto de romperse en mil pedazos.

Una lluvia salada le empapó la cara alzada, la bruma de la montaña se cernía sobre él. Todo quedó, de súbito, tan oscuro como una noche sin luna y si no hubiera sido por los reflejos de los fuegos que salpicaban la ciudad, Engendro de Luna habría sido prácticamente invisible. Dioses, ojalá lo fuera.

El sonido de los combates al oeste decayó de repente, fue algo extraño.

Oyeron cascos de caballos que azotaban los adoquines. Un momento después la destriant de las Espadas Grises se adentró en el fulgor de los edificios que ardían enfrente de la fortaleza.

Los vio, refrenó el galope y viró con su caballo de guerra para acercarse y después detenerse.

—Hemos encontrado al puño supremo, señores. Vive, así como al menos ochocientos de sus soldados. La ciudad está tomada. Regreso ahora al puesto de mando que tenemos detrás del campo de la muerte. ¿Queréis acompañarme, señores? Habrá una reunión…

De supervivientes. Rezongo miró a su alrededor una vez más. Los t’lan ay habían desaparecido. Sin aquellos lobos no muertos, los k’chain che’malle habrían matado a todo el mundo fuera de la ciudad. Quizás ellos también se estén reuniendo alrededor de esa colina. ¿Y qué hay de Itkovian? Ese maldito idiota. ¿Todavía sigue arrodillado delante de los t’lan imass? ¿Continúa vivo? Rezongo suspiró y se levantó poco a poco. Su mirada se posó una vez más en las pocas seguidoras que le quedaban. Todo esto y solo para avanzar cuarenta metros.

—Sí, destriant, te seguimos.

Korlat se dejaba llevar por un aire surcado de poder con las alas extendidas; iba rodeando con lentitud Engendro de Luna. Todavía tenía pegadas a las garras plumas apelmazadas por la sangre y trocitos de carne. Al final no les había costado tanto matar a los cóndores demoníacos, prueba suficiente de que el Vidente había huido o bien lo habían matado. Quizás el señor de Korlat había descendido y había sacado a Dragnipur para llevarse el alma del jaghut. No tardaría en descubrir la verdad.

Ladeó la cabeza y miró a su hermano, que volaba junto a ella, protegiendo su flanco. Orfantal había sufrido varias heridas, pero no vacilaba, su poder y su voluntad seguirían siendo armas formidables si surgiera alguna sorpresa para desafiarlos.

No surgió ninguna.

El rumbo que habían tomado los llevó hacia el mar, al este de Coral y a poca distancia del océano. La luz de las últimas horas de la tarde todavía dominaba la distancia.

Y Korlat vio, a media legua de la orilla, cuatro barcos de guerra con las velas desplegadas y haciendo ondear los colores de la Marina Imperial malazana que esquivaban la periferia de los moribundos témpanos de hielo.

Artanthos, Tayschrenn… oh, planes dentro de planes, los juegos del engaño y la desinformación

Nuestra historia, mi amor perdido, nuestra historia nos destruyó a todos.

Siguieron girando hasta que volvieron a acercarse a Coral, se ladearon para bajar y alejarse del lento camino de Engendro de Luna, que continuaba flotando hacia el norte. En el suelo, la puerta destrozada. Figuras, la luz de las teas.

La mirada de Korlat encontró a Caladan Brood, soldados de las Espadas Grises, barghastianos y otros.

Orfantal habló dentro de su cabeza.

—Baja, hermana. Yo vigilaré los cielos. Yo, nuestros parientes soletaken y Silanah. Mira, Arpía ya baja. Ve a reunirte con ella.

Querría protegerte, hermano

—El enemigo está destruido, Korlat. Lo que protegerías al quedarte conmigo es el corazón que se oculta en tu interior. Te gustaría evitarle el dolor. La pérdida. Hermana, él se merece algo más. Baja, ya. Poder llorar la pérdida de un ser querido es privilegio de los vivos, un don que muchos de los nuestros han perdido hace largo tiempo. No te escondas. Desciende, Korlat, al reino mortal.

Korlat dobló las alas y bajó dibujando una espiral.

Hermano, gracias.

Cambió de forma al posarse en la modesta explanada que se abría ante la puerta norte. Su llegada había obligado a dispersarse a los soldados, aunque solo fuera por un momento. Tiste andii una vez más, débil de repente por la herida que Brood había conseguido curar, aunque solo de forma superficial, se tambaleó un poco al dirigirse a la puerta, donde aguardaba el caudillo. Arpía había estado informándolo y en ese momento se remontaba una vez más hacia la oscuridad.

Korlat jamás había visto a Brood con un aspecto tan… derrotado. La noción de victoria parecía… irrelevante ante semejantes pérdidas personales. Para todos.

Al acercarse al caudillo, Korlat observó que también se aproximaba un hombre. Enjuto, con los hombros encorvados y el cabello largo y pálido convertido en una maraña que se alzaba de una forma extraña sobre su cabeza.

Korlat vio al hombre hacer un saludo militar y después lo oyó hablar.

—Mariscal supremo Muñón. Irregulares de Mott. En cuanto a esa orden…

—¿Qué orden? —soltó de repente Brood.

La sonrisa del hombre reveló unos dientes largos y blancos.

—Da igual. Verás, estábamos allí…

—¿Dónde?

—Eh, a este lado de la muralla, al este de la puerta, señor, y había magos encima. A los hermanos Tronco no les hizo gracia, así que les atizaron un poco. Ya no respira ninguno. Bueno, ¿qué quieres que hagamos ahora?

Caladan Brood se quedó mirando al hombre sin expresión alguna y después sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea, mariscal supremo Muñón.

El hombre de Mott asintió.

—Bueno, podríamos apagar unos cuantos incendios.

—Adelante, entonces.

—Sí, señor.

Korlat, que se había reprimido durante el intercambio, se adelantó cuando el mariscal supremo se alejó sin prisas.

Brood se había quedado mirando al hombre.

—¿Caudillo?

—Creí que los habíamos dejado atrás —murmuró—. Pero… resulta que estaban en la ciudad. Estaban detrás de los k’chain che’malle; entraron por la puerta o saltaron la muralla y se pusieron a acabar con los magos. ¿Pero cómo…?

—Caudillo, hay barcos malazanos. Se acercan.

Brood asintió poco a poco.

—Ya me informó Artanthos antes de trasladarse por una senda a la cubierta del barco de mando. A bordo hay una delegación imperial: embajador, delegado, gobernador…

—¿Tres?

—No, solo uno. Montones de títulos, dependiendo de las negociaciones correspondientes.

Korlat respiró hondo. Contén el dolor, la pérdida, solo un poco más.

—Con la hueste de Unbrazo en tan… mal estado… los malazanos no van a negociar desde una posición de fuerza.

Brood entrecerró los ojos y la miró.

—Korlat —dijo en voz baja—, en lo que a mí respecta, los malazanos se han ganado todo lo que quieran pedir. Si la quieren, Coral es suya.

Korlat suspiró.

—Caudillo, el desvelamiento de Kurald Galain… es una manifestación permanente. La ciudad se encuentra ahora tanto dentro de la senda tiste andii como dentro de este mundo.

—Sí, lo que significa que las negociaciones se llevarán a cabo entre Rake y los malazanos. No conmigo. Dime, ¿tu señor va a reclamar Coral? Engendro de Luna…

No había necesidad de continuar. La ciudad que había dentro de la montaña de roca todavía contenía, atrapados en sus cámaras más profundas, ingentes volúmenes de agua, un peso que no podría resistir durante mucho tiempo más. Engendro de Luna se estaba muriendo. Korlat sabía que tendrían que abandonarlo. Un lugar, nuestro hogar durante tanto tiempo. ¿Lamentaré su pérdida? No lo sé.

—No he hablado con Anomander Rake, caudillo. No puedo anticipar sus intenciones. —La tiste andii se volvió y empezó a caminar hacia la puerta.

Brood la llamó.

Todavía no.

Korlat continuó, pasó bajo el arco de la puerta con los ojos clavados en la cima de la colina que había más allá de los cadáveres que cubrían el campo de la muerte. Donde lo encontraré a él. Todo lo que queda. Su rostro, el don de tantos recuerdos, que ya se ha quedado frío. Vi la vida que volaba de sus ojos. Ese momento de la muerte, de morirse. Esa huida, la vida que se alejaba de esos ojos, se retiraba, se marchaba para siempre. Y se iba, me dejaba.

Sus pasos se ralentizaron y el dolor de la pérdida amenazó con abrumarla.

Querida madre Oscuridad, ¿me contemplas ahora? ¿Me ves, a tu hija? ¿Sonríes al verme tan rota? Después de todo, he repetido tus mismos errores, antiguos, fatales. He entregado mi corazón, he sucumbido al absurdo sueño… La danza de la luz, ansiabas ese abrazo, ¿verdad?

Y te traicionaron.

Nos dejaste, madre… en un silencio eterno.

Y sin embargo

Madre Oscuridad, con este desvelamiento te siento cerca. ¿Fue el dolor lo que te distanció, lo que te mandó tan lejos de tus hijos? Cuando según nuestra joven y mortal costumbre, según nuestra atroz insensibilidad, te maldijimos, añadimos una capa más a tu dolor.

Estos pasos… tú los recorriste en cierta ocasión.

¿Cómo no ibas a sonreír?

La lluvia le golpeó la frente, le escoció la brecha abierta e irregular de la herida. Se detuvo, levantó la cabeza y vio a Engendro de Luna justo encima de ella… llorando sobre ella…

… y sobre el campo de cadáveres que la rodeaba y, algo más allá y a la derecha, sobre miles de t’lan imass arrodillados. Los muertos, los abandonados, una estela de colores cada vez más profundos, como si bajo la lluvia la escena, tan suave y saturada, se hiciera cada vez más sólida, más real. Ya no era el cuadro vivo y desvaído de la mirada de una tiste andii. La vida, tan corta, para definir cada detalle, para enfatizar cada color, para hacer de cada momento un dolor.

Y ya no pudo contenerse más. Whiskeyjack. Mi amor.

Momentos después, sus lágrimas se unieron al agua salada que le corría por la cara.

Bajo la oscuridad del arco de la puerta, Caladan Brood se quedó mirando al otro lado del puente, por encima de la llanura destrozada, hacia donde Korlat se encontraba a medio camino de la colina, rodeada de cadáveres y k’chain che’malle hechos pedazos. Observó que la cabeza de la tiste andii se echaba hacia atrás y su rostro se alzaba poco a poco hacia el sudario gris de la lluvia. La montaña negra, con las fisuras ensanchándose y los gemidos que emitía el edificio moribundo, pareció detenerse justo encima de ella. Un corazón, en otro tiempo de piedra, que se había hecho mortal una vez más.

Una imagen que supo, con una certeza lúgubre, que nunca lo abandonaría.

Zorraplateada caminó durante lo que le pareció una eternidad sin importarle el rumbo, insensible a todo lo que la rodeaba, hasta que un movimiento lejano le llamó la atención. Se encontraba en la tundra yerma, bajo un cielo encapotado blanco y sólido y observaba el acercamiento de los espíritus rhivi.

Una banda pequeña, pequeña y lamentable, de menos de cuarenta individuos, insignificantes en la distancia, casi tragados por el inmenso paisaje, el cielo, ese aire húmedo con su frío implacable que se había asentado sobre sus huesos como la sangre del fracaso.

Se habían producido acontecimientos. Se habían producido por todo aquel reino naciente. Lo presentía, el granizo, el diluvio de recuerdos, nacidos de no sabía dónde. Y aunque la habían golpeado con la misma aleatoriedad indiscriminada con la que golpeaban el suelo, ella no había sentido más que una levísima insinuación de todo lo que habían contenido.

Si era un regalo, era un regalo muy amargo.

Si es una maldición, entonces la vida en sí es una maldición. Pues hay vidas dentro de esta lluvia helada. Vidas enteras, enviadas para golpear la carne de este mundo, para filtrarse, para descongelar el suelo con su fecundidad.

Pero no tiene nada que ver conmigo.

Nada de esto. Todo lo que intentaba moldear… destrozado. Este mundo soñado era en sí mismo un recuerdo. El mundo fantasma de Tellann, un recuerdo de mi propio mundo, de hace mucho, mucho tiempo. Recuerdos tomados del invocahuesos que estuvo allí, en mi recreación, tomados de los espíritus rhivi, el primer clan, tomados de K’rul, de Kruppe. Tomados de la propia tierra dormida, del propio cuerpo de Ascua.

Yo… yo no poseía nada. Me limité a robar. Para dar forma a un mundo para mi madre, un mundo en el que pudiera ser joven una vez más, en el que pudiera vivir una vida normal y envejecer con el paso normal de las estaciones.

Todo lo que le robé, quise devolvérselo.

La amargura embargó a Zorraplateada. Había comenzado con aquel primer túmulo, a las afueras de Pale. Esa fe en la justicia, en la eficacia del robo. Justificado por el más digno de los fines.

Pero la propiedad despojada de decencia es una mentira. Todo lo que iba acumulando iba a su vez perdiendo todo su valor. Recuerdos, sueños, vidas.

Convertidos en polvo.

La desventurada banda de espíritus rhivi se acercó con cautela, vacilante.

Sí, lo entiendo. ¿Qué os voy a exigir ahora? ¿Cuántas más promesas vacías voy a hacer? Tenía un pueblo para vosotros, un pueblo que había perdido a sus dioses mucho tiempo atrás; los espíritus a los que otrora les habían jurado lealtad eran menos que el polvo en el que se podían convertir. Un pueblo.

Para vosotros.

Perdido.

Menuda lección para cuatro almas vinculadas, valientes casamenteros estamos hechos los cuatro.

No sabía qué decirles a esos espíritus tímidos y modestos.

—Invocahuesos, te saludamos.

Zorraplateada parpadeó para despejarse los ojos.

—Espíritu ancestral, he…

—¿Lo has visto?

Lo vio entonces, en todos sus rostros, una especie de asombro. Y respondió frunciendo el ceño.

—Invocahuesos —continuó el rhivi más destacado—, hemos encontrado algo. No lejos de aquí; ¿sabes de lo que hablamos?

Zorraplateada negó con la cabeza.

—Son tronos, invocahuesos. Dos tronos. En una choza larga de huesos y pieles.

¿Tronos?

—¿Qué? ¿Por qué? ¿Por qué habría de haber tronos en este reino? ¿Quién…?

El anciano se encogió de hombros y después le dedicó una suave sonrisa.

—Aguardan, invocahuesos. Es cierto, lo sentimos. Pronto. Pronto llegarán los verdaderos señores de esta senda.

—¡Los verdaderos señores! —La ira invadió a Zorraplateada—. Este reino… ¡era para vosotros! ¿Quién se atreve a intentar usurp…?

—No. —La suave negativa del espíritu la atravesó entera y le quitó el aliento—. No para nosotros. Invocahuesos, no somos lo bastante poderosos como para dominar un mundo como este. Ya es demasiado inmenso, demasiado poderoso. No temas, no deseamos irnos y procuraremos hacer un trato con los nuevos amos. Creo que nos permitirán quedarnos. Quizá, incluso nos complazca servirlos.

—¡No! —¡No! ¡No tenía que ser así!

—Invocahuesos, no es necesario que haya sentimientos tan fuertes en tu interior. El plan continúa. La satisfacción de tus deseos sigue siendo posible, quizá no como tú pretendías en un principio…

Zorraplateada ya no lo oía. La desesperación le hendía el alma. Igual que yo robé… así me están robando a mí. No hay injusticia alguna, no hay crimen. Acepta la verdad.

La fuerza de voluntad de Escalofrío.

La empatía de Velajada.

La lealtad de Bellurdan.

El asombro de la niña rhivi.

Nada de eso fue suficiente. Nada de eso podía por sí solo (o todo junto) absolver lo hecho, las decisiones tomadas, las negativas expresadas.

Déjalos. Déjalos aquí, con todo esto y todo lo que ha de ser. Zorraplateada les dio la espalda.

—Buscadla entonces. Id.

—¿No quieres acompañarnos? El regalo que le has hecho…

—Id.

El regalo que le he hecho. El regalo que os he hecho. Son todo lo mismo. Fracasos grandiosos, derrotas nacidas de los defectos que hay en mi interior. No pienso ser testigo de mi propia vergüenza. No puedo. No tengo valor.

Lo siento.

Se alejó caminando.

Flor fugaz. Semilla convertida en tallo y luego en letal capullo, todo en un solo día. Veneno que arde con luz propia y destruye a todos los que se acercan demasiado.

Una abominación.

Los espíritus rhivi, una pequeña banda, hombres, mujeres, niños y ancianos, vestidos de cuero y pieles, rostros redondos bruñidos por el sol y el viento, vieron a Zorraplateada alejarse de ellos. El anciano que había hablado con ella no se movió hasta que la mujer se perdió de vista bajo el borde de una gastada cresta costera, después se pasó el dorso de cuatro dedos estirados por los ojos en un gesto de triste despedida antes de hablar.

—Haced una hoguera. Preparad el omóplato del ranag. Hemos recorrido esta tierra lo suficiente para ver el mapa de su interior.

—Una vez más —suspiró una anciana.

El anciano se encogió de hombros.

—La invocahuesos nos ordenó que encontráramos a su madre.

—Se limitará a huir de nuevo de nosotros. Como huyó de los ay. Como una liebre…

—No obstante. La invocahuesos lo ha ordenado. Pondremos el omóplato sobre las llamas. Veremos el mapa que toma forma.

—¿Y por qué habría de ser verdad esta vez?

El anciano se agachó poco a poco y posó una mano sobre los musgos suaves.

—¿Por qué? Abre tus sentidos, tú que dudas. Esta tierra… —el hombre sonrió—, ahora está viva.

Corre.

¡Libre!

Cabalga sobre el alma de un dios, dentro de los músculos de una bestia antigua y fiera. Cabalga sobre un alma…

… de repente canta de alegría. Musgos y líquenes bajo las patas, las salpicaduras de la antigua agua de lluvia que mancha la piel de la pata. El olor a vida rica y fértil… un mundo…

Corre. El dolor es ya un recuerdo que se desvanece, vagos recuerdos de una jaula de huesos, una presión creciente, el aliento cada vez más superficial.

Lanza la cabeza hacia atrás y libera un aullido atronador que hace temblar el cielo.

Respuestas distantes.

Que se acercan.

Formas, destellos grises, marrones y negros de movimiento en la tundra, formas que se reparten sobre riscos y barren valles poco profundos y amplias morrenas. Ay. Parientes. Los hijos de Baaljagg (de Fanderay), recuerdos fantasmales que fueron las almas de los t’lan ay. Baaljagg no los había liberado, se había aferrado a ellos en su interior, en sus sueños, en un mundo eterno al que un dios ancestral había insuflado vida eterna.

Ay.

Su dios había retado a los cielos con su voz bestial y al fin acudían a él.

Y… otro.

Togg frenó un poco y levantó la cabeza, los ay lo rodeaban, clan tras clan, lobos de la tundra de patas largas que giran…

Ella estaba allí. Había venido.

Lo había encontrado.

La loba corre. Se acerca. Hombro con hombro con Baaljagg, con la ay que había llevado su alma herida y perdida durante tanto tiempo. Baaljagg, que regresa a reunirse con los suyos, la familia de sus sueños.

Emociones. Más allá de toda medida…

Y entonces Fanderay se vio caminando a su lado.

Sus mentes de bestia se tocaron. Un momento. Nada más. No hacía falta nada más.

Juntos, los hombros se rozaron…

Dos lobos antiguos. Dios y diosa.

Los contempló y ni siquiera sabía quién era él mismo, ni dónde podría estar para poder ser testigo de esa reunión. Miró y, en nombre de aquellas dos criaturas, no conoció más que una suave alegría.

Corren.

Los aguardan los tronos.

La cabeza de la mhybe se echó hacia atrás de golpe, su cuerpo se puso rígido y se retorció en un intento de escapar de sus manos. Por pequeño que fuera el hombre, la fuerza que tenía la derrotaba.

—Lobos, muchacha. No tenemos nada que temer.

Nada que temer. Mentiras. Venían a por mí. Una y otra vez. Me han perseguido por esta tierra vacía. Y ahora, escucha, aquí vienen una vez más. Y este daru que me arrastra ni siquiera tiene un cuchillo.

—Hay algo ahí delante —jadeó Kruppe, que cambió de postura el torpe abrazo y se tambaleó bajo el peso de la mujer—. ¡Era más fácil —dijo sin aliento— cuando no eras más que una vieja! ¡Ahora, solo con que te lo propusieras, podrías derribarme! ¡No, podrías llevarme tú a mí!

Proponérmelo. ¿Solo necesito proponérmelo? ¿Para deshacerme de él? ¿Para huir? ¿Huir adónde?

—¡Muchacha, escucha las palabras de Kruppe! ¡Te lo ruega! Esto… este mundo… ¡ya no es el sueño de Kruppe! ¿Lo entiendes? Debe dejarme atrás. ¡Debe transmitirse!

Subían entre tropezones por una suave pendiente.

Los lobos aullaban tras ellos y se iban acercando a toda prisa.

Déjame.

—¡Mi querida mhybe, qué nombre tan apropiado! ¡Ahora eres el auténtico recipiente! En tu interior, llévate este sueño que era mío. Permite que llene tu espíritu. Kruppe debe transmitírtelo… ¿lo entiendes?

Proponérmelo.

La mujer se retorció de repente y lanzó un codo contra el estómago de Kruppe. Este jadeó y se dobló. Cuando el hombre cayó, la mhybe se liberó y se levantó de un salto…

Tras ellos, decenas de miles de lobos. Lobos que cargaban hacia ella. Y delante de ellos, dos bestias gigantescas que irradiaban un poder cegador.

La mhybe lanzó un grito y giró en redondo.

Una depresión poco profunda ante ella. Una choza larga y baja de huesos arqueados y cuero, sujeto todo por cuerda de cáñamo, la entrada abierta de par en par.

Y de pie, en un grupo ante la choza, una banda de rhivi.

La mhybe se acercó a ellos tambaleándose.

De repente los rodearon los lobos, dibujaban un círculo salvaje y caótico alrededor de la choza. Sin hacer caso de los rhivi. Sin hacer caso de ella.

Kruppe se levantó con un gemido después de un par de intentos y se reunió con ella zigzagueando. La mhybe se lo quedó mirando sin comprender.

El hombrecito se sacó un pañuelo desvaído de la manga y se secó el sudor de la frente.

—Un poco más abajo con ese codo, querida…

—¿Qué? ¿Qué está pasando?

Kruppe hizo una pausa y miró a su alrededor.

—Así que están dentro.

—¿Quién?

—Pues Togg y Fanderay, por supuesto. Han venido a reclamar el trono de la Bestia. O, en este caso, los tronos. No es que, si es que entráramos en la choza, fuéramos a ver a dos lobos encaramados a unas sillas, por supuesto. La sola presencia ya impone la posesión, sin duda. En la imaginación de Kruppe palpitan otras imágenes… digamos que más prosaicas, pero será mejor evitarlas, ¿no crees? Ahora, muchacha, permite que Kruppe se retire. Los que se acercan a ti… bueno, después de todo, es la transmisión de un sueño, y el noble Kruppe debe desaparecer en un segundo plano.

La mhybe se dio la vuelta de repente.

Un anciano rhivi la miró con el rostro arrugado en una triste sonrisa.

—Le pedimos que viniera con nosotros —dijo.

La mhybe frunció el ceño.

—¿Le pedisteis a quién?

—A tu hija. Este mundo… es para ti. De hecho, existe en tu interior. Con este mundo, tu hija te pide perdón.

—E… ella hizo esto…

—Fueron muchos los que participaron, todos y cada uno empujados por la injusticia que te aconteció. Había… desesperación el día que tu hija fue… creada. El conocido con el nombre de Kruppe. El dios ancestral K’rul. El llamado Pran Chole. Y tú misma. Y cuando nos reunió en su interior, nosotros también. Zorraplateada intentó dar respuesta a algo más, a la tragedia que son los t’lan imass y los t’lan ay. Puede ser —añadió el anciano, una mano hizo un gesto leve de pesar— que lo que pretendía su corazón haya resultado ser demasiado inmenso…

—¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija?

El anciano sacudió la cabeza.

—La desesperación se ha apoderado de ella. Se ha ido.

La mhybe se quedó callada. Me daban caza. Me dabas caza tú. Y los ay. Bajó la cabeza y levantó poco a poco sus juveniles miembros. ¿Es esto real, entonces? Se giró lentamente, miró al otro lado y se encontró con los ojos de Kruppe.

El daru sonrió.

La anciana

—¿Despertaré?

Kruppe sacudió la cabeza.

—Esa mujer duerme ahora para siempre, muchacha. Protegida, guardada. Tu hija habló con el Embozado. Llegó a un acuerdo, ¿sabes? Cree que, tras haber perdido a los t’lan imass, se ha roto el acuerdo. Sin embargo, no se puede evitar pensar que hay otras facetas en esta… resolución. Kruppe conserva la confianza.

Un acuerdo. Libertad para los t’lan imass. Un final. Sus almas… entregadas al Embozado.

Por todos los espíritus del inframundo… ¿los ha perdido? ¿Ha perdido a los t’lan imass?

—El Embozado no tolerará…

—Ah, ¿no lo tolerará? ¿Y por qué no, querida? ¡Si el señor de la Muerte carece de paciencia, entonces Kruppe puede bailar sobre la cabeza puntiaguda de Coll! Cosa que te puedo asegurar que es imposible. No regresarás a ese antiguo cuerpo.

La mhybe volvió la cabeza y miró los espíritus rhivi.

—¿Envejeceré aquí? ¿Al final…?

El anciano se encogió de hombros.

—No lo sé, pero sospecho que no. Eres el recipiente. La mhybe.

La mhybe… oh, Zorraplateada. Hija. ¿Por qué no estás aquí? ¿Por qué no puedo contemplarme ahora en tus ojos? Pedir perdón siempre es cosa de dos. La mujer respiró hondo y saboreó la vida dulce que llenaba el aire frío y húmedo. Es tan fácil, entonces, abarcar este mundo en mi interior. Se quitó el primer brazalete de cobre y se lo tendió a los rhivi.

—Esto es vuestro, creo.

El anciano sonrió.

—¿Te sirvió bien su poder?

Ella asintió.

—Sin medida…

Una presencia llenó su mente.

—Mhybe.

Togg, un poder atronador, la voluntad del propio invierno.

—Residimos en este reino, el reino de los Tronos de la Bestia, pero tú eres su señora. Hay uno en mi interior. Un espíritu mortal. Un espíritu apreciado. Me gustaría liberarlo. Nos gustaría liberarlo. De este reino. Nos das…

Sí. Libéralo.

Bendición. Sin dios, no podía darla. No en su forma más auténtica.

Pero no había comprendido la inmensa capacidad que albergaba en su interior, dentro de un alma mortal, para asumir el sufrimiento de decenas de miles, las multitudes que habían vivido con la pérdida y el dolor durante casi trescientos mil años.

Vio rostros, un sinfín de rostros. Desecados, los ojos no eran más que pozos ensombrecidos. Piel cuarteada y rasgada. Vio hueso que resplandecía entre capas de tendones y músculos que eran como raíces. Vio manos, astilladas, partidas, vacías ya, y sin embargo todavía permanecían allí los espectros de las espadas.

Seguía de rodillas, contemplando sus filas de guerreros, y estaba lloviendo, un diluvio indeciso acompañado por gemidos que reverberaban y crujidos astillados que llenaban la oscuridad del cielo.

Los contempló y estaban inmóviles, con las cabezas inclinadas.

Y sin embargo podía verles la cara. Cada cara. Todas las caras.

Tengo vuestro dolor.

Las cabezas se fueron levantando poco a poco.

Los percibió, percibió la ligereza repentina que los impregnó. He hecho todo lo que he podido. Sí, sé que no fue suficiente. De todos modos. He tomado vuestro sufrimiento.

—Has tomado nuestro sufrimiento, mortal.

Lo he asumido

—No entendemos cómo.

Así que ahora os dejo

—No entendemos… por qué.

Por todo lo que mi carne no puede abarcar

—No podemos responder al regalo que nos has hecho.

Me lo llevaré conmigo.

—Por favor, mortal…

De algún modo.

—La razón, por favor, para que nos bendigas así…

Soy

—¿Mortal?

Disculpad, caballeros. Deseáis saber de mí. Soy… un mortal, como bien decís. Un hombre nacido hace tres décadas en la ciudad de Erin. El apellido de mi familia, antes de que se lo entregara a la revelación de Fener, era Otanthalian. Mi padre era un hombre duro y justo. Mi madre no sonrió más que una vez en todos los años que la conocí. Cuando partí. Con todo, es la sonrisa que recuerdo. Creo ahora que mi padre abrazaba solo para poseer. Que ella era una prisionera. Creo ahora que su sonrisa era una respuesta a mi huida. Creo ahora que, al irme, me llevé algo de ella conmigo. Algo que merecía encontrar la libertad.

La revelación de Fener. En la revelación… me pregunto si acaso no encontré otra prisión

—Ella es libre en tu interior, mortal.

Eso estaría… bien.

—No te mentiríamos, Itkovian Otanthalian. Es libre. Y sonríe todavía. Nos has contado lo que eras. Pero seguimos sin comprender tu… generosidad. Tu compasión. Así que te lo preguntamos de nuevo. ¿Por qué has hecho esto por nosotros?

Caballeros, habláis de compasión. Creo que empiezo a entender eso de la compasión. ¿Querréis oírlo?

—Habla, mortal.

Los humanos no entendemos de compasión. La traicionamos a cada momento de nuestras vidas. Sí, sabemos lo mucho que vale pero, puesto que lo sabemos, le adjudicamos un valor concreto y nos guardamos mucho de concederla, pues creemos que es algo que hay que ganarse. T’lan imass. La compasión no tiene precio en el sentido más auténtico de la expresión. Debe darse gratis. Y en abundancia.

—No lo entendemos, pero reflexionaremos largo y tendido sobre tus palabras.

Al parecer siempre hay cosas que hacer.

—No respondes a nuestra pregunta…

No.

—¿Por qué?

Bajo la lluvia iba cayendo la oscuridad; todos los rostros se alzaban hacia él. Itkovian se encerró en todo lo que contenía en su interior, se encerró y después cayó hacia atrás.

Hacia atrás.

Porque sí. Era el yunque del escudo. Pero ahora

He terminado.

Y bajo la lluvia torrencial de Engendro de Luna, murió.

En aquella inmensa tundra renacida con su dulce aliento a primavera, Zorraplateada alzó la cabeza. Ante ella había dos t’lan imass. Una atravesada por varias espadas. El otro, tan magullado que apenas era capaz de tenerse en pie.

Tras ellos, en silencio, inmóviles, los t’lan ay.

Zorraplateada quiso darse la vuelta.

—No, no te irás.

Zorraplateada volvió la cabeza y miró furiosa al guerrero apaleado que había hablado.

—¿Osas atormentarme? —siseó.

El t’lan imass pareció balancearse ante la vehemencia de la mujer, pero después se estabilizó.

—Soy Onos T’oolan, primera espada. Tú eres la invocadora. Me escucharás.

Zorraplateada no dijo nada durante un largo momento y después asintió.

—Muy bien. Habla.

—Libera a los t’lan ay.

—Me han rechazado…

—Ahora están aquí, ante ti. Han venido. Sus espíritus los aguardan. Les gustaría ser mortales una vez más, en este mundo que has creado. Mortales. No quieren seguir perdidos en los sueños, invocadora. Mortales. Concédeselo. Ahora.

Concédeselo

—¿Y eso es lo que desean?

—Sí. Tiéndeles la mano y sabrás la verdad.

No, no más dolor. Zorraplateada levantó los brazos, recurrió al poder de Tellann, cerró los ojos… durante demasiado tiempo han conocido solo cadenas. Durante demasiado tiempo estas criaturas han sabido lo que significa la carga de la lealtad

Y los liberó del ritual. Un esfuerzo que le exigió tan poco que se quedó horrorizada. Qué fácil es entonces soltarlos. Liberarlos de una vez.

Abrió los ojos. Los lobos no muertos habían desaparecido.

Pero no en el olvido. Sus almas se habían reunido, lo sabía bien, con la carne y el hueso. Ya no estaban extintos. Tampoco allí, dentro de ese reino y sus dioses lobo. Después de todo, ella era una invocahuesos. Tales dones eran suyos para regalarlos. No, no son dones. Son para hacer aquello para lo que me crearon, al fin y al cabo. Mi propósito. Mi único propósito.

Los huesos de Onos T’oolan crujieron cuando miró poco a poco a su alrededor y examinó los túmulos ya vacíos que los rodeaban. Sus hombros parecieron hundirse un poco.

—Invocadora. Gracias. El antiguo daño ha quedado reparado.

Zorraplateada estudió a la primera espada.

—¿Qué más deseas de mí?

—La que se encuentra a mi lado es Lanas Tog. Ella te llevará de regreso con los t’lan imass. Debéis hablar.

—Muy bien.

Onos T’oolan no se movió.

Zorraplateada frunció el ceño.

—¿A qué estamos esperando, entonces?

El t’lan imass permaneció inmóvil un momento más, después levantó los brazos y sacó poco a poco la espada de pedernal.

—A mí —dijo con voz ronca al tiempo que levantaba la espada…

… y luego la soltó para que cayera al suelo, a sus pies.

Zorraplateada bajó la cabeza, miró la espada con el ceño fruncido y se preguntó por el significado de ese gesto… en el guerrero que se llamaba la primera espada.

Poco a poco, a medida que fue comprendiéndolo todo, fue abriendo mucho los ojos.

Para lo que, después de todo, me crearon

—Ha llegado la hora.

Coll se sobresaltó. Había estado dormitando.

—¿Qué? ¿Qué hora?

Murillio se precipitó hacia la mhybe.

El caballero de la Muerte continuó.

—Está lista para introducirla. Mi señor ha garantizado su protección eterna.

El dios ancestral K’rul estaba estudiando al enorme guerrero no muerto.

—Sigo confundido. No, asombrado. ¿Desde cuándo es el Embozado un dios generoso?

El caballero se volvió poco a poco hacia K’rul.

—Mi señor siempre es generoso.

—Todavía está viva —afirmó Murillio, después se irguió y se colocó entre la mhybe y el caballero de la Muerte—. No ha llegado la hora.

—Esto no es un entierro —le dijo K’rul—. La mhybe ahora duerme y dormirá durante toda la eternidad. Duerme para soñar. Y en su sueño, Murillio, vive un mundo entero.

—¿Como Ascua? —preguntó Coll.

El dios ancestral respondió con una sonrisa.

—¡Espera un momento! —soltó Murillio—. ¿Se puede saber cuántas ancianas dormidas hay?

—Debemos depositarla en su lugar de descanso —declaró el caballero de la Muerte.

Coll se adelantó y posó una mano en el hombro de Murillio.

—Ven, vamos a asegurarnos de que esté cómoda ahí abajo, con pieles, mantas…

Murillio pareció estremecerse bajo la mano de Coll.

—¿Después de todo lo que hemos hecho? —Se secó los ojos—. ¿La dejamos… sin más? ¿Aquí, en una tumba?

—Ayúdame con las mantas, amigo mío —dijo Coll.

—No es necesario —dijo el caballero—. No sentirá nada.

—No se trata de eso —suspiró Coll. Estaba a punto de decir algo más, pero entonces vio que Rath’Fanderay y Rath’Togg se habían quitado las máscaras. Rostros pálidos y arrugados, ojos cerrados anegados de lágrimas.

—¿Qué les pasa? —preguntó.

—Sus dioses al fin se han encontrado, Coll. En el reino de la mhybe, que ahora alberga los tronos de las Bestias. Lo que presencias no es dolor, sino alegría.

Después de un momento, Coll lanzó un gruñido.

—A trabajar, Murillio, venga. Después podremos irnos a casa.

—¡Yo sigo queriendo saber lo de esas ancianas que sueñan mundos como este!

La senda llameó y tres figuras salieron de ella dando volteretas por la tierra gris y polvorienta en una maraña.

Paran se alejó rodando de Ben el Rápido y el Vidente cuando la hechicería se agitó alrededor de los dos hombres entrelazados. Cuando el capitán sacó la espada, oyó chillar al jaghut. Unas telarañas negras salieron disparadas y ciñeron con fuerza al Vidente, que no dejaba de sacudir brazos y piernas.

Ben el Rápido se apartó con un par de patadas, jadeando y con el finnest en las manos.

Agachada sobre el pecho del jaghut había una figura diminuta hecha de ramitas y hierba entrelazada que graznaba de alegría.

—En el nombre del Embozado, ¿pero quién…?

Una enorme forma negra salió despedida del portal con un gruñido siseante. Paran gritó, giró en redondo y blandió la espada, que lanzó una cuchillada horizontal desesperada.

Que mordió músculo y después hueso.

Algo (una zarpa) aporreó el pecho de Paran y lo derribó al suelo.

—¡Quieto, maldito gato!

El grito frenético de Ben el Rápido quedó puntuado por una detonación de hechicería que hizo que la pantera rugiera de dolor.

—¡De pie, Paran! —jadeó el mago—. Ya no me queda nada.

¿Que me ponga de pie? Dioses, tengo la sensación de que me han roto en mil pedazos y este hombre quiere que me ponga de pie. Consiguió erguirse de algún modo, pero se tambaleó al enfrentarse de nuevo a la bestia.

Esta se había agazapado a cinco metros de distancia, agitaba la cola y los ojos, encendidos como carbones, se habían clavado en los suyos. Le enseñaba los dientes en un bufido silencioso.

Del interior del capitán surgió un gruñido de respuesta. Más profundo de lo que podría emitir una garganta humana. Una fuerza brutal fluyó de su interior y le robó toda conciencia de su propio cuerpo, salvo que de repente se percató de que estaba, en cierta manera, al mismo nivel que la gigantesca pantera.

Oyó el susurro entrecortado de Ben el Rápido tras él.

—¡Por el abismo!

Era obvio que el felino, con las orejas planas, vacilaba.

En el nombre del Embozado, ¿se puede saber qué está viendo?

—¡Invocahuesos! —soltó Ben el Rápido—. Espera. Mira a tu alrededor, ¡mira dónde estamos! No somos tus enemigos, buscamos lo que tú buscas. Aquí. Ahora.

La pantera dio otro paso atrás y Paran observó que tensaba el cuerpo, lista para atacar.

—¡No basta con vengarse! —exclamó el mago.

El animal se estremeció. Un momento después, Paran comprobó que se le relajaban los músculos; la bestia entera se desdibujó y cambió de forma; ante ellos se encontraba una mujer pequeña, morena, de huesos grandes. En el hombro derecho tenía una cuchillada profunda, la sangre le teñía el brazo y le chorreaba por las puntas de los dedos hasta el suelo polvoriento. Unos ojos negros y extraordinariamente bellos lo contemplaban.

Paran suspiró despacio, sintió que algo se aplacaba en su interior y una vez más pudo sentir su propio cuerpo, le temblaban los miembros y notaba la empuñadura resbaladiza de la espada en la mano.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer.

El capitán se encogió de hombros.

La mirada femenina lo desechó y se alzó más allá de él.

—Alborada… —dijo.

Paran se volvió con lentitud.

Sintió la brecha como un golpe físico en el corazón. Un verdugón en el aire, casi al alcance del tejado descuidado de una torre abandonada. Una herida, un dolor sangrante, tanto dolor… una eternidad, por todos los dioses del inframundo, hay un alma dentro. Una niña. Atrapada. Sella la herida. Recuerdo a esa niña, es la niña de mis sueños

Ben el Rápido se había vuelto a poner en pie y miraba al Vidente, que permanecía prisionero de la magia; el monigote seguía agazapado sobre el pecho del hombre.

El jaghut, con los ojos inhumanos llenos de terror, se lo quedó mirando a su vez.

El mago sonrió.

—Tú y yo, Vidente. Tú y yo vamos a llegar a un acuerdo. —Seguía sosteniendo el finnest y en ese momento lo levantó con gesto lento—. El poder de la matrona… se encuentra dentro de este huevo, ¿me equivoco? Un poder incapaz de sentirse a sí mismo y sin embargo vivo. Arrancado del cuerpo que en otro tiempo lo albergó, es de suponer que no siente dolor alguno. Se limita a existir, aquí, en este finnest, para que lo use cualquiera. Quien sea.

—No —dijo el jaghut con voz ronca y los ojos cada vez más abiertos por el miedo—. El finnest está orientado hacia mí. Solo hacia mí. Necio…

—Ya está bien de insultos, Vidente. ¿Quieres escuchar mi propuesta? ¿O quieres que Paran y yo nos limitemos a retirarnos y te dejemos a merced de las tiernas garras de esta invocahuesos?

La mujer morena se acercó a ellos.

—¿Qué planeas, mago?

Ben el Rápido se giró y la miró.

—Un acuerdo, invocahuesos, para que todo el mundo gane.

La mujer lanzó una sonrisa desdeñosa.

—Nadie gana. Jamás. Déjamelo a mí ahora.

—¿Tan importante es para ti el voto, t’lan? Creo que no. Eres de carne y hueso, tú no participaste en el ritual.

—No he de respetar ningún voto —respondió ella—. Actúo en nombre de mi hermano.

—¿Tu hermano? —preguntó Paran al tiempo que envainaba la espada y se reunía con ellos.

—Onos T’oolan. Que conoció a un mortal y lo llamó hermano.

—Me imagino que tal honor no es… frecuente —admitió Paran—, ¿pero qué tiene que ver con el Vidente?

La mujer bajó la cabeza y miró al jaghut atado.

—Para responder a la muerte de Toc el Joven, hermano de Onos T’oolan, debo matarte, Vidente.

Paran se la quedó mirando sin poder creer que acabara de oír aquel nombre.

La respuesta del jaghut fue una mueca hosca que le llevó a descubrir los colmillos inferiores.

—Deberías habernos matado la primera vez —dijo después—. Sí, te recuerdo. A ti y tus mentiras.

—¿Toc el Joven? —preguntó Ben el Rápido—. ¿De la hueste de Unbrazo? Pero…

—Se perdió —dijo Paran—. Lo arrojó Mechones a una senda caótica.

El mago fruncía el ceño.

—¿Y aterrizó en el regazo del Vidente? No me resulta…

—Apareció aquí —interpuso la mujer—. En Alborada. El Vidente interrumpió su viaje al norte, iba a reunirse con los suyos, un viaje que, por un tiempo, compartió con Onos T’oolan. El Vidente torturó al mortal, lo destruyó.

—¿Toc está muerto? —preguntó Paran, sentía que todo le daba vueltas en la cabeza.

—Vi su cuerpo, sí. Y ahora, haré sufrir a este jaghut un dolor similar.

—¿Es que no lo has hecho ya? —siseó el jaghut.

El rostro de la invocahuesos se tensó.

—Espera —dijo Ben el Rápido, que en ese momento la miraba a ella y a Paran—. Escúchame, por favor. Yo también conocía a Toc y lamento su pérdida. Pero no cambia nada, ni aquí ni ahora. —Se volvió una vez más hacia el Vidente—. Sigue ahí dentro, ¿lo sabes?

El jaghut se estremeció y abrió mucho los ojos.

—¿No lo entiendes? La matrona solo podía llevarse a uno. A ti.

—No…

—Tu hermana sigue ahí. Su alma sella la herida. Así es como se curan las sendas, así evitan que la hemorragia afecte a otras sendas. La primera vez fue la matrona, la k’chain che’malle. Ha llegado la hora, Vidente, de hacerla regresar. El Embozado sabrá que hará el finnest una vez que lo liberes, una vez que lo metas en ese desgarro…

El jaghut consiguió esbozar una sonrisa funesta.

—¿Para liberar a mi hermana? ¿Para qué? Qué necio. Qué necio, ciego y estúpido. Pregúntale a la invocahuesos. ¿Cuánto tiempo íbamos a sobrevivir en este mundo? Los t’lan imass nos darán caza de inmediato. Libero a mi hermana, ¿para qué? Una vida corta y siempre huyendo; lo recuerdo, mortal. ¡Lo recuerdo bien! Lo que tuvimos que correr. Nunca dormíamos lo suficiente. Recuerdo a madre, que nos llevaba en brazos y resbalaba en el barro… —Movió la cabeza un instante—. ¡Ah, y cómo te recuerdo a ti, invocahuesos! Tú nos metiste en esa herida, tú…

—Me equivoqué —dijo la mujer—. Pensé, creí… que era un portal a Omtose Phellack.

—¡Mentirosa! Puede que seas de carne y hueso, pero en tu odio por los jaghut no eres diferente de tus hermanos no muertos. No. Habías descubierto un destino más horrible para nosotros.

—No. Creía que os estaba salvando.

—¿Y nunca supiste la verdad? ¿No te diste cuenta?

Paran observó que la expresión de la mujer se cerraba, que sus ojos se endurecían.

—No vi forma de deshacer lo que había hecho.

—¡Cobarde! —chilló el jaghut.

—Se acabó —interpuso Ben el Rápido—. Ahora podemos arreglarlo. Devuelve a la matrona a la herida, Vidente. Recupera a tu hermana.

—¿Por qué? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para ver cómo los t’lan imass nos cortan en pedazos a los dos?

—Tiene razón —dijo la mujer—. De todos modos, jaghut, mejor eso que una eternidad de dolor como la que sufre ahora tu hermana.

—Solo tengo que esperar. Un día —siseó el Vidente—, algún idiota se topará con este sitio, sondeará, meterá la mano en el portal…

—¿Y hará el intercambio? Liberará a tu hermana.

—¡Sí! ¡Sin que lo vean o lo sepan los t’lan imass! Sin…

—Una niña pequeña —dijo Ben el Rápido—. Sola. En un yermo. Tengo una idea mejor.

El jaghut enseñó los dientes en un bufido silencioso.

El mago se agachó sin prisas junto al Vidente.

—Omtose Phellack. Tu senda está asediada, ¿no es verdad? Los t’lan imass abrieron una brecha hace ya mucho tiempo. Y ahora, siempre que se desvela, ellos lo saben. Saben dónde está y vienen…

El jaghut se limitó a mirarlo, furioso.

Ben el Rápido suspiró.

—El caso es, Vidente, que he encontrado un lugar para ella. Un lugar que puede permanecer… oculto. Fuera del alcance de los t’lan imass, que no podrán detectarla. Omtose Phellack puede sobrevivir, Vidente, con todo su poder. Sobrevivir, y curarse.

—Mentiras.

El monigote que tenía en el pecho habló entonces.

—Escucha a este mago, jaghut. Te ofrece un favor que no te mereces.

Paran carraspeó antes de hablar.

—Vidente. ¿Eras consciente de que te estaban manipulando? Tu poder… no era Omtose Phellack, ¿verdad?

—Usé —dijo el jaghut entre dientes— lo que pude encontrar.

—La senda del Caos, sí. En su interior hay atrapado un dios herido. El Encadenado, una criatura de un poder inmenso, una criatura que sufre y que solo busca la destrucción de este mundo, de todas las sendas, incluyendo a Omtose Phellack. Es indiferente a tus deseos, Vidente, y te ha estado utilizando. Peor aún, el veneno de su alma ha estado hablando… a través de ti. Ha estado medrando gracias al dolor y al sufrimiento… a través de ti. ¿Desde cuándo a los jaghut les interesa solo la destrucción? Ni siquiera los tiranos gobernaban con tanta crueldad como lo has hecho tú. Dime, Vidente, ¿todavía te sientes tan retorcido en tu interior? ¿Todavía te complaces pensando en causar dolor?

El jaghut se quedó callado durante un buen rato.

Dioses, Ben el Rápido, espero que tengas razón. Espero que la locura de este Vidente no fuera suya. Que haya desaparecido, que se la hayan arrancado

—Me siento —dijo el jaghut con voz ronca— vacío. Con todo, ¿por qué debería creerte?

Paran estudió al jaghut antes de hablar.

—Suéltalo, Ben.

—Oye, espera…

—Déjalo ir. No puedes negociar con un prisionero y esperar que crea algo de lo que le estás diciendo. Vidente, el lugar que Ben el Rápido tiene en mente… Nadie, nadie será capaz de manipularte allí. Y lo que quizá sea más importante, dispondrás de la oportunidad de hacer que el Encadenado pague por su temeridad. Y, por último, tendrás una hermana (todavía una niña), que necesitará curarse. Vidente, te necesitará.

—Confías demasiado en que este jaghut siga conservando algún jirón de honor, integridad y capacidad de sentir compasión —dictaminó la invocahuesos—. Con todo lo que ha hecho, ya fuera por su voluntad o no, deformará a esa niña, como lo han deformado a él.

Paran se encogió de hombros.

—Por suerte para esa niña, entonces, ella y su hermano no estarán solos por completo.

El Vidente entrecerró los ojos.

—¿No estaremos solos?

—Suéltalo, Ben.

El mago suspiró y después se dirigió al monigote que seguía agachado sobre el pecho del jaghut.

—Déjalo ir, Talamandas.

—Seguro que lo lamentamos —respondió la criatura antes de bajarse. La telaraña hechicera parpadeó y después se desvaneció.

El Vidente se puso en pie con esfuerzo. Después dudó, con los ojos puestos en el finnest que sostenía Ben el Rápido.

—Ese otro lugar —susurró al fin mientras miraba a Paran—, ¿está lejos?

La niña jaghut, una niña de muy pocos años, salió de la senda herida como si estuviera perdida, con las manitas plegadas en el regazo de un modo que debía de haber aprendido de su madre, muerta tanto tiempo atrás. Un detalle pequeño, pero que le daba una dignidad desgarradora que inundó de lágrimas los ojos de Paran.

—¿Qué recordará? —susurró Kilava.

—Esperemos que nada —respondió Ben el Rápido—. Talamandas y yo nos, eh, ocuparemos de eso.

Un suave sonido del Vidente llamó la atención de Paran. El jaghut permanecía allí, temblando, con los ojos inhumanos clavados en la niña que se acercaba, que ya los había visto y que, sin embargo era obvio que buscaba a otra persona mientras ralentizaba sus pasos.

—Ve con ella —le dijo Paran al Vidente.

—Recuerda… a un hermano.

—Y ahora encuentra a un tío.

Con todo, el jaghut dudó.

—A los jaghut no se nos conoce por… por nuestra compasión entre nuestra familia carnal, nuestros parientes…

Paran hizo una mueca.

—¿Y a nosotros los humanos sí? No eres el único al que le cuestan estas cosas. Es mucho lo que tienes que reparar, painita, comenzando con lo que hay en tu interior, con lo que has hecho. En eso, deja que la niña, tu hermana, sea tu guía. Vete, maldito seas, os necesitáis.

El jaghut avanzó con un tambaleo, después dudó de nuevo y se echó hacia atrás para mirar a Paran a los ojos.

—Humano, lo que le he hecho… a tu amigo, a Toc el Joven, ahora lo lamento. —Su mirada se posó entonces en Kilava—. Dijiste que tienes parientes, invocahuesos. Un hermano.

La mujer negó con la cabeza, como si anticipara su pregunta.

—Es t’lan imass. Participó en el ritual.

—Parece entonces que, como yo, tienes una gran distancia que recorrer.

La mujer ladeó la cabeza.

—¿Recorrer?

—El camino de la redención, invocahuesos. Has de saber que no puedo perdonarte. Todavía no.

—Ni yo a ti.

El otro asintió.

—Los dos tenemos mucho que aprender aún. —Y con eso se volvió de nuevo, irguió la espalda y se acercó a su hermana.

La pequeña sabía reconocer a los suyos y todavía no la habían despojado del amor, de la necesidad de estar con los suyos. Y antes de que el painita empezara a tenderle las manos, ella ya le había abierto los brazos.

Las paredes curvas y onduladas de la inmensa cueva chorreaban un cieno acuoso. Paran se quedó mirando al gigante más cercano tachonado de diamantes, con sus inmensos brazos alzados hacia el techo. Parecía estar disolviéndose ante sus ojos. La infección de la carne de Ascua era demasiado aparente en las vetas inflamadas que irradiaban de un lugar que tenían justo encima de ellos.

El gigante no estaba solo; la caverna entera, en todas direcciones, hasta donde alcanzaba la vista, revelaba a más de aquellos enormes e infantiles sirvientes. Si eran conscientes de la presencia de los recién llegados, no se les notaba.

—Duerme —murmuró Kilava—, para soñar.

Ben el Rápido le lanzó una mirada, pero no dijo nada. El mago parecía estar esperando algo.

Paran bajó la cabeza y miró al monigote, Talamandas.

—Tú fuiste barghastiano una vez, ¿verdad?

—Sigo siéndolo, señor de la Baraja. Mis dioses recién nacidos siguen en mi interior.

De hecho, en tu interior hay más de la presencia del Embozado que de tus dioses barghastianos. Pero el capitán se limitó a asentir.

—Gracias a ti Ben el Rápido pudo usar sus sendas.

—Sí, pero soy mucho más que eso.

—No me cabe duda.

—Aquí viene —anunció Ben el Rápido con tono aliviado.

Paran se volvió y vio una figura que se acercaba por el largo y serpenteante túnel. Una anciana, envuelta en andrajos, cojeando y con dos bastones.

—¡Bienvenida! —exclamó Ben el Rápido—. No estaba seguro…

—¡Los jóvenes carecen de fe y tú, serpiente del desierto, no eres ninguna excepción! —La mujer se apoyó en un único bastón y hurgó entre los pliegues de su manto por un instante antes de sacar una pequeña piedra—. Me dejaste esto, ¿verdad? Tu llamada fue escuchada, mago. Bueno, ¿y dónde están esos feroces jaghut? Ah, y además una soletaken invocahuesos. Vaya, qué compañía más extraordinaria, ¡qué cuento debe de haber sido el que ha logrado reuniros a todos! No, no me lo contéis, no me interesa tanto. —La mujer se detuvo delante del Vidente y estudió a la niña que llevaba en los brazos antes de levantar su perspicaz mirada—. Soy una vieja —siseó—. Elegida por la diosa Dormida para ayudarte a cuidar a tu hermana. Pero antes debes desvelar tu senda. Con el frío lucharás contra esta infección. Con el frío, ralentizarás la disolución, endurecerás a esta legión de sirvientes. Omtose Phellack, jaghut. Libérala. Aquí. Ascua va a abrazarte ya.

Paran hizo una mueca.

—No has elegido las mejores palabras.

La antigua bruja lanzó un graznido.

—Pero son palabras que entenderá, ¿no?

—No a menos que tengas intención de matarlo.

—No seas pedante, soldado. Jaghut, tu senda.

El Vidente asintió y desveló Omtose Phellack.

El aire se hizo de repente cortante, frío, la escarcha y el hielo dibujaron una bruma en el aire.

Ben el Rápido sonreía.

—¿Lo bastante frío para ti, bruja?

La mujer graznó otra vez.

—Sabía que no eras tonto, serpiente del desierto.

—A decir verdad, tendré que darle las gracias a Rapiña por darme la idea. La noche que me crucé con el dios Tullido. Eso y tus insinuaciones sobre el frío.

La bruja se giró para mirar furiosa a Kilava.

—Invocahuesos —le soltó—. Escúchame bien, esta senda no sufrirá tus ataques ni los de los tuyos. No has de contarle a nadie nada de esto, la última manifestación de Omtose Phellack.

—Te entiendo, bruja. Empieza aquí, al parecer, mi propio camino a la redención. He desafiado a los míos lo suficiente como para no sentir demasiados remordimientos por hacerlo una vez más. —Se volvió hacia Ben el Rápido—. Y ahora, mago, me gustaría irme. ¿Querrás sacarnos de este sitio?

—No, será mejor que nos saque el señor de la Baraja, así no quedarán rastros.

Paran parpadeó, sorprendido.

—¿Yo?

—Dibuja una carta, capitán. En tu mente.

—¿Una carta? ¿De qué?

El mago se encogió de hombros.

—Piensa en algo.

Los soldados habían colocado los tres cuerpos a un lado y los habían cubierto con capas de lluvia de reglamento. Rezongo vio a Korlat de pie cerca de ellos, dándole la espalda.

El daru se encontraba junto al camino de los mercaderes, más allá del cual vio que yacía Itkovian. Inmóvil, abandonado a lo lejos.

Los t’lan imass habían desaparecido.

Las Espadas Grises supervivientes se iban acercando poco a poco a Itkovian, a pie, con la excepción del tuerto Anaster, que iba a lomos de su percherón y no parecía muy afectado por nada, incluyendo la inmensa montaña flotante que se cernía sobre el risco del norte y arrojaba una profunda mortaja sobre el bosque y los parques.

En la cima de la colina, mirando la ciudad oscura, se encontraba Caladan Brood, flanqueado por Humbrall Taur a la derecha y Hetan y Cafal a la izquierda.

Rezongo vio que salía en una fila irregular por la puerta norte el ejército superviviente de Dujek. Quedaban muy pocos. Estaban metiendo carretas rhivi en Coral, con los fondos vacíos para la inminente carga de cuerpos. El atardecer caería en menos de una campanada, la noche que tenían por delante sería muy larga.

Una tropa de oficiales malazanos encabezados por Dujek había llegado a la base de la colina. Entre ellos, un vidente del Dominio que representaba a las fuerzas del Dominio, que se habían rendido.

Rezongo se acercó adonde esperaban Brood y los barghastianos.

El puño supremo había oído la noticia, Rezongo se lo notó en los hombros caídos, en el modo en que se pasaba la única mano por el rostro envejecido una y otra vez, el espíritu del hombre tan clara y absolutamente roto.

Se abrió una senda a la derecha de Brood y salieron de ella media docena de malazanos encabezados por Artanthos. Lucían uniformes brillantes e inmaculados bajo las expresiones graves.

—¿Espada mortal?

Rezongo se volvió al oír la voz. Una de las mujeres mayores de su legión se encontraba ante él.

—¿Sí?

—Nos gustaría izar el Estandarte del Niño, espada mortal.

—Aquí no.

—¿Señor?

Rezongo señaló más abajo, al campo de la muerte.

—Allí, entre nuestros caídos.

—Señor, eso está a oscuras.

El guerrero asintió.

—Así es. Ízalo allí.

—Sí, señor.

—Y se acabaron los títulos y los honores. Me llamo Rezongo. Soy escolta de caravanas y de momento carezco de empleo.

—Señor, eres la espada mortal de Trake.

Rezongo la miró con los ojos entrecerrados.

La mujer apartó los ojos y los posó en el campo de la muerte.

—Un título que ha costado sangre, señor.

Rezongo se estremeció, apartó la mirada y se quedó callado un largo rato. Después asintió.

—De acuerdo. Pero no soy soldado. Odio la guerra. Odio matar. —Y no quiero volver a ver otro campo de batalla en mi vida.

Al oír eso, la soldado se limitó a encogerse de hombros y partió a reunirse con su escaso pelotón.

Rezongo volvió a mirar la reunión de dignatarios.

Artanthos (Tayschrenn) estaba haciendo las presentaciones. El embajador Aragan (un hombre alto con cicatrices de batalla, que parecía sufrir un dolor de cabeza perpetuo) había llegado para hablar en nombre de la emperatriz Laseen sobre el gobierno de Coral Negro. No eran más que un puñado de parásitos.

Brood respondió que las negociaciones formales tendrían que aguardar a la llegada de Anomander Rake, al que se esperaba en breve.

La mirada de Rezongo volvió a posarse en Dujek, que acababa de llegar con sus oficiales. Los ojos del puño supremo se habían clavado en Korlat, al otro extremo, y en los tres cuerpos cubiertos que yacían sobre la hierba. La lluvia seguía cayendo y el hedor a quemado impregnaba el aire y descendía como una mortaja.

Sí, este día termina con cenizas y lluvia.

Con cenizas y lluvia.

Corre, eco de gloria y alegría de la memoria. Cabalgó sobre la sensación, la huida del dolor, de las prisiones de hueso, de los brazos inmensos, húmedos y cubiertos de escamas, de un lugar sin viento, sin luz, sin calor.

De la carne gélida. Pálida, hervida. Negra, carbonizada. De dedos entumecidos y deformados que metían los bocados en una boca que, al masticar, se llenaba de su propia sangre. De la piedra fría y dura con su pátina de grasa humana.

Carne contaminada, el hedor de las manchas de excrementos…

Corre…

Una explosión de dolor consumida en una carga repentina. Sangre en las venas. El aliento que entraba entrecortado y, sin embargo, una bocanada profunda, tan profunda que entraba en unos pulmones sanos.

Abrió el único ojo.

Toc miró a su alrededor. Estaba sentado en un caballo de lomos amplios. Lo rodeaban soldados vestidos de gris que lo estudiaban bajo unos cascos gastados por la guerra.

Estoy… estoy entero.

Sano.

Yo

Se adelantó una mujer con armadura.

—¿Quieres dejar a tu dios ahora, señor?

¿Mi dios? Vestiduras de carne muerta, alma dura de jaghut, no… no es un dios. El Vidente. Atenazado por el miedo. Marcado por la traición.

¿Mi dios?

Corre. Libre. La bestia.

El lobo.

Togg.

Mi tocayo

—Te ha liberado, señor, pero no quiso hacer petición alguna. Sabemos que tu alma ha corrido con los dioses lobo. Pero estás una vez más en el reino mortal. El cuerpo en el que ahora te encuentras ha sido bendecido. Ahora es tuyo. Con todo, señor, debes elegir. ¿Quieres dejar a tus dioses?

Toc se estudió los brazos, los músculos de los muslos. Las manos de dedos largos. Levantó una y se tocó la cara. Una cicatriz fresca que se había llevado el mismo ojo. Daba igual. Ya se había acostumbrado. Un cuerpo joven, más joven de lo que había sido.

Bajó la cabeza y miró a la mujer y luego al círculo de soldados.

—No —dijo.

Los soldados hincaron una rodilla en el suelo y bajaron la cabeza. La mujer sonrió.

—Tu compañía te da la bienvenida, espada mortal de Togg y Fanderay.

Espada mortal.

Entonces correré una vez más

En la senda de Tellann, Lanas Tog llevó a Zorraplateada al borde de un amplio valle. Lo llenaban los clanes reunidos de los t’lan imass. De pie, inmóviles…

Y sin embargo, diferentes.

¿Aliviados de sus cargas?

La invadió el dolor y el pesar. Os he fallado a todos… de tantos modos diferentes

Pran Chole se adelantó. El invocahuesos no muerto ladeó la cabeza para saludarla.

—Invocadora.

Zorraplateada se dio cuenta de que estaba temblando.

—¿Puedes perdonarme, Pran Chole?

—¿Perdonar? No hay nada que perdonar, invocadora.

—Jamás tuve intención de negaros vuestro deseo durante mucho tiempo, solo hasta, hasta…

—Lo entendemos. No tienes que llorar. Ni por nosotros ni por ti misma.

—Yo… os liberaré ahora, como he hecho con los t’lan ay, pondré fin a vuestro voto, Pran Chole, para dejaros libres… y que paséis por la puerta del Embozado, como deseabais.

—No, invocadora.

Zorraplateada se lo quedó mirando, conmocionada y en silencio.

—Hemos oído a Lanas Tog, la guerrera que permanece a tu lado. Hay familiares nuestros, invocadora, a los que están destruyendo en un continente lejano, al sur. No pueden huir de su guerra. Nos gustaría viajar allí. Nos gustaría salvar a nuestros hermanos y hermanas.

»Invocadora, una vez completada esa tarea, regresaremos a verte. En busca del olvido que nos aguarda.

—Pran Chole… —A la mujer se le quebró la voz—. Queréis continuar sufriendo vuestro tormento…

—Debemos salvar a los nuestros, invocadora, si podemos hacerlo. Dentro del voto, nuestro poder permanece intacto. Lo necesitaremos.

Zorraplateada se irguió poco a poco y contuvo su dolor, su temblor.

—Entonces me uniré a vosotros, Pran Chole. Todos. Escalofrío, Velajada, Bellurdan y Zorraplateada.

El invocahuesos se quedó callado durante un largo instante.

—Es un honor para nosotros, invocadora —dijo después.

Zorraplateada dudó un instante antes de hablar.

—Habéis… cambiado. ¿Qué ha hecho Itkovian?

Un mar de cabezas cubiertas por cascos de hueso se inclinó al oír la mención de aquel nombre, por un momento la mujer se quedó sin aliento. Por el abismo, ¿pero qué ha hecho ese hombre?

Pran Chole tardó en responder.

—Mira a tu alrededor, invocadora. A la vida que invade ahora este reino. Extiende la mano y siente el poder, aquí, en la tierra.

Zorraplateada frunció el ceño.

—No lo entiendo. Este reino es ahora el hogar de los Tronos de la Bestia. Aquí hay espíritus rhivi… dos dioses lobo…

Pran Chole asintió.

—Y más. Has creado, quizá sin querer, un reino donde se despliega el voto de Tellann. Los t’lan ay… mortales una vez más, ese gesto fue más fácil de lo que habías esperado, ¿no es cierto? Invocadora, Itkovian liberó nuestra almas y encontró, en este reino que tú creaste, un lugar. Para nosotros.

—Habéis sido… redimidos.

—¿Redimidos? No, invocadora. Solo tú eres capaz de eso. Los t’lan imass han sido despertados. Nuestros recuerdos, nuestra memoria vive una vez más, en la tierra que hay bajo nuestros pies. Y a ellos regresaremos el día que nos liberes. Invocahuesos, no esperábamos nada salvo el olvido con esa liberación. No imaginábamos que era posible una alternativa.

—¿Y ahora? —susurró.

Pran Chole ladeó la cabeza.

—Nos sobrepasa… lo que un hombre mortal abrazó de buena gana. —Se dio la vuelta para bajar de nuevo adonde lo aguardaban los suyos, después se detuvo un momento y volvió a mirarla—. Invocadora.

—Sí.

—Nos espera una tarea… antes de comenzar el largo viaje…

Rapiña se había sentado en una piedra angular manchada de humo, con los ojos apagados de puro agotamiento, mientras miraba a los rhivi pasar entre los escombros en busca de más cuerpos. Había soldados painitas por los alrededores, pero iban desarmados; al parecer los únicos ciudadanos que quedaban en la ciudad estaban muertos o roídos, poco más que huesos.

Los abrasapuentes que habían muerto dentro de la fortaleza ya habían dejado la ciudad en una carreta; Rapiña y su exiguo pelotón habían sacado a la mayor parte al salir, cuando la estructura había comenzado a derrumbarse a su alrededor. Habían encontrado, y recuperado, un puñado de cuerpos más por medio de la hechicería de los tiste andii, algunos de los cuales todavía continuaban por la zona, como si esperaran algo, o a alguien. Los dos únicos desaparecidos que nadie había encontrado todavía eran Ben el Rápido y Paran, y Rapiña sospechaba que era porque no estaban allí.

Las antorchas iluminaban la zona, una luz débil que luchaba contra la oscuridad antinatural que envolvía la ciudad. El aire hedía a humo y polvo de mortero. De vez en cuando se alzaban gritos de dolor, como recuerdos que los perseguían.

Éramos frágiles. Nos destruyeron hace meses, a las afueras de Pale, solo que nos ha llevado todo este tiempo darnos cuenta a los pocos que quedamos. Seto, Trote. Detoran. Cadáveres que continuaron saludando como buenos soldados

Mezcla habló a su lado.

—Les dije a los rhivi de nuestra carreta que esperaran fuera de la puerta norte.

Nuestra carreta. La carreta que lleva a los abrasapuentes muertos.

Los primeros en entrar.

Los últimos en salir.

Por última vez.

Un destello de luz de entre los escombros de la fortaleza, una senda que se abría y por la que salían unas figuras. Un mastín lleno de cicatrices, un perro ovejero, por lo que parecía, seguido por lady Envidia y dos seguleh que arrastraban a un tercer guerrero enmascarado entre ellos.

—Bueno —murmuró Mezcla—, y con eso se acaba, ¿no?

Rapiña no estaba muy segura de a qué se refería Mezcla, pero tampoco insistió.

Lady Envidia las había reconocido.

—¡Teniente, querida! Qué alivio verte bien. ¿Te puedes creer la osadía de esa criatura de pelo blanco rellena de espadas…?

—¿Acaso te refieres a mí? —preguntó una voz profunda.

Anomander Rake salió de entre las sombras.

—Si hubiera sabido que estabas dentro de la fortaleza, lady Envidia, habría hecho bajar a Engendro de Luna hasta el suelo.

—¡Oh, cómo se puede decir tal cosa!

—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñó el hijo de la Oscuridad.

—Oh, esto y aquello, amor mío. No tienes un aspecto demasiado marcial esta tarde, porque sigue siendo por la tarde, ¿verdad? Es difícil saberlo aquí.

—Vaya —susurró Mezcla—, estos dos compartieron una historia.

—No me digas —dijo Rapiña en voz baja y con tono cansado—, ¿y tú cómo te has enterado?

Maldita dama, ni una sola arruga en esa telaba. Ese sí que es un mundo muy diferente del mío. Y sin embargo, allí estuvimos, una al lado de la otra, en ese pasillo.

Anomander Rake miraba a la mujer que tenía delante.

—¿Qué quieres, Envidia?

—Pero bueno, he atravesado medio continente, hombre desagradecido, para traerte un mensaje de la mayor importancia.

—Escuchémoslo, entonces.

Lady Envidia parpadeó y miró a su alrededor.

—¿Aquí, amor mío? ¿No preferirías que fuera en un lugar un poco más… privado?

—No. Tengo cosas que hacer. Escúpelo ya.

La mujer se cruzó los brazos.

—Entonces lo haré, aunque solo los dioses saben por qué me molesto en continuar de humor tan generoso y valiente…

—Envidia.

—Muy bien. Óyeme, entonces, tú que empuñas a Dragnipur. Mi querido padre, Draconus, fragua la manera de escapar de las cadenas que lo atan a la espada. ¿Cómo lo sé? La sangre me susurra, Anomander.

El señor de Engendro de Luna lanzó un gruñido.

—Me sorprende que le haya llevado tanto tiempo. Bueno, ¿y qué?

Envidia abrió mucho los ojos.

—¿Qué es esto, un farol o una locura? Por si se te había olvidado, ¡trabajamos como posesos para asesinarlo la primera vez!

Rapiña miró a Mezcla y la vio allí de pie, contemplando con la boca abierta a Rake y Envidia.

—No recuerdo que tú hicieras mucho en su momento —sentenció Anomander Rake—. Te limitaste a quedarte allí y observar la batalla…

—¡Exacto! ¿Y qué crees que le pareció eso a mi padre?

El señor de Engendro de Luna se encogió de hombros.

—Sabía de sobra que no podía pedirte ayuda, Envidia. En cualquier caso, tomo nota de tu advertencia, pero no hay mucho que se pueda hacer, al menos hasta que Draconus se las arregle de verdad para liberarse.

La mujer entrecerró los ojos oscuros.

—Dime, querido, ¿qué sabes del señor de la Baraja, si es que sabes algo?

Rake alzó las cejas.

—¿Ganoes Paran? ¿El mortal que caminó dentro de Dragnipur? ¿El que envió a los dos mastines de Sombra por la puerta de Kurald Galain?

Envidia dio una patada en el suelo.

—¡Eres insufrible!

El señor de los tiste andii se dio la vuelta.

—Ya hemos hablado suficiente, Envidia.

—¡Encontrarán una forma de romper la espada!

—Sí, es posible.

—¡Tu vida se tambalea sobre el capricho de un hombre mortal!

Anomander Rake se detuvo y se dio la vuelta para mirarla.

—Entonces será mejor que ande con cuidado, ¿no? —Un momento después continuó su camino y se perdió entre la multitud de tiste andii.

Envidia partió tras él siseando, exasperada.

Mezcla se giró despacio para mirar a Rapiña.

—¿Ganoes Paran? ¿El capitán?

—Ya le darás vueltas en otro momento —respondió Rapiña—. En cualquier caso, al final no tiene nada que ver con nosotros. —Se irguió poco a poco—. Reúnelos, Mezcla. Nos vamos a la puerta norte.

—Sí, señor. No debería llevarnos mucho.

—Estaré junto al arco.

—¿Teniente? ¿Rapiña?

—¿Qué?

—Hiciste lo que pudiste.

—Pero no fue suficiente, ¿verdad? —Sin esperar respuesta, Rapiña se puso en camino. Los tiste andii se hicieron a ambos lados para dejarla pasar y la teniente se acercó al arco ennegrecido.

—Un momento.

Rapiña se volvió y vio acercarse a Anomander Rake.

Los ojos de Rapiña evitaron sin querer la mirada dura e inhumana del tiste andii.

—Me gustaría acompañarte —dijo Rake.

Perturbada por la atención, Rapiña volvió la cabeza y miró a lady Envidia, que en ese momento estaba muy ocupada examinando al guerrero seguleh inconsciente. Eres una mujer muy valiente, señora; ni siquiera te estremeciste.

El hijo de la Oscuridad debió de seguir su mirada porque suspiró.

—No tengo interés alguno en reanudar esa conversación concreta, teniente. Y si esa dama decidiera despertar a ese seguleh, y dado que está de humor, bien podría hacerlo, bueno, tampoco tengo intención de reanudar esa vieja discusión. Supongo que tu pelotón y tú os dirigís al puesto de mando, al norte de la ciudad.

¿Allí íbamos? Ni me lo había planteado. Rapiña asintió.

—¿Me permites que me una a vosotros, entonces?

¡Por todos los dioses del inframundo! Rapiña respiró hondo antes de hablar.

—No somos una compañía muy agradable en este momento, señor.

—No, desde luego. Pero sois una compañía encomiable.

La mujer lo miró a los ojos, asombrada.

Rake hizo una mueca.

—Lamento haber llegado tarde. Tampoco era consciente que había soldados malazanos dentro de la fortaleza.

—No habría importado, mi señor —dijo Rapiña, que consiguió de algún modo encogerse de hombros—. Por lo que he oído, a las compañías de Dujek no se les ahorraron sufrimientos por no estar en la fortaleza.

Anomander Rake apartó los ojos un momento y los entrecerró.

—Una conclusión triste para la alianza.

Los abrasapuentes que quedaban se habían acercado y escuchaban en silencio. Rapiña fue consciente de repente de su presencia, de las palabras que habían escuchado de esa conversación y de las cosas que quedaban por decir.

—Esa alianza —dijo— era sólida en lo que a nosotros se refería. —Nosotros. Los que tienes ahora delante de ti.

Puede que el tiste andii lo comprendiera.

—Entonces me gustaría caminar con mis aliados, teniente, una vez más.

—Sería un honor para nosotros, señor.

—Al puesto de mando al norte de la ciudad.

—Sí, señor.

El señor de los tiste andii suspiró.

—Hay un soldado caído al que me gustaría… presentar mis respetos…

Sí, la noticia más triste que hemos oído en este día.

—A todos nos gustaría, mi señor.

Rake permaneció a su lado mientras caminaba con los cinco soldados supervivientes de los Abrasapuentes tras ellos.

Se colocó a su lado con los ojos, como los de él, posados en las figuras que se reunían en la cima de la colina, a su alrededor.

—¿Sabes lo que me encantaría?

Rezongo sacudió la cabeza.

—No, Piedra, ¿qué es lo que te encantaría?

—Que Harllo estuviera aquí.

—Sí.

—Aunque me conformaría con tener aquí su cuerpo. Su sitio es este, con estos otros caídos. No bajo un montón de piedras en medio de ninguna parte.

Harllo, ¿fuiste la primera muerte de esta guerra? ¿Nuestra andrajosa tropa fueron los primeros aliados que se unieron a la causa?

—¿Te acuerdas del puente? —preguntó Piedra—. Todo destrozado, Harllo pescando desde los cimientos. Vimos Engendro de Luna, ¿verdad? Por el sur, flotando hacia el este. Y ahora, aquí estamos, bajo la sombra de esa maldita cosa.

Caladan Brood y Dujek se acercaban a Korlat, que continuaba de pie junto a los tres cuerpos cubiertos. Detrás de ellos, Tayschrenn, de cuyo semblante había desaparecido la pátina hechicera de juventud.

Había un silencio antinatural en el aire oscuro, un silencio por el que sus voces se transmitían con facilidad.

Dujek había pasado junto a Korlat y se había arrodillado ante los tres malazanos caídos.

—¿Quién estaba aquí? —dijo entre dientes al tiempo que levantaba la mano para frotarse la cara—. ¿Quién vio lo que pasó?

—Yo —respondió Korlat sin inflexión alguna—. Y Tayschrenn. En cuanto apareció Zorraplateada, Kallor nos golpeó a los dos primero para asegurarse de que seríamos incapaces de reaccionar. No creo que anticipara que Whiskeyjack y las dos marineras se iban a interponer en su camino. Lo retrasaron el tiempo suficiente para que Tayschrenn pudiera recuperarse. Kallor se vio obligado a huir junto a su nuevo amo, el dios Tullido.

—¿Whiskeyjack cruzó la espada con Kallor? —Dujek apartó la capa de lluvia del cuerpo de Whiskeyjack y estudió en silencio a su amigo—. Esta pierna destrozada… ¿fue la responsable…?

Rezongo vio que Korlat, que todavía se encontraba detrás de Dujek, dudaba un momento antes de hablar.

—No, puño supremo. Se rompió después del golpe mortal.

Tras un largo instante, Dujek sacudió la cabeza.

—No hacíamos más que decirle que se la hiciera curar bien. «Más tarde», decía. Siempre «más tarde». ¿Estás segura, Korlat, que se rompió después?

—Sí, puño supremo.

Dujek frunció el ceño con los ojos clavados en el soldado muerto que tenía delante.

—Whiskeyjack era un magnífico espadachín… Solía practicar con Dassem Ultor y a Dassem le llevaba un rato vencerlo. —Giró la cabeza y miró por encima del hombro a Korlat y después a Tayschrenn—. Y con dos marineras en los flancos… ¿cuánto tiempo tardaste en recuperarte, mago supremo?

Tayschrenn hizo una mueca y le lanzó a Korlat una mirada antes de contestar.

—Solo unos momentos, Dujek. Aunque fue… demasiado tarde.

—Puño supremo —dijo Korlat—, la pericia de Kallor con la espada… es un guerrero formidable.

Rezongo vio que el ceño de la cara de Dujek se profundizaba.

—Ahí hay algo raro. La pierna rota tuvo que ser lo primero —murmuró Piedra por lo bajo.

Rezongo estiró la mano y la cogió del brazo, después sacudió la cabeza. No, Korlat tiene que tener una buena razón para decir eso. Para… mentir así.

Piedra entrecerró los ojos, pero no dijo nada.

Dujek se irguió con un suspiro áspero.

—He perdido a un amigo —dijo.

Por alguna razón, la cruda sencillez de aquella afirmación atravesó el corazón de Rezongo. Sintió que respondía con una punzada de dolor, de pena, que invadía su interior.

Harllo… amigo mío.

Itkovian

Rezongo se giró y parpadeó a toda prisa.

Había llegado Anomander Rake, la gran cuervo Arpía aleteaba sin mucho entusiasmo para apartarse de su camino. Junto al hijo de la Oscuridad, Rapiña. Rezongo vio a otros abrasapuentes tras ellos: Mezcla, Mazo, Azogue, Eje y Perlazul. Con las armaduras hechas trizas, costras de sangre antigua y los ojos sin vida.

En las laderas comenzaban a reunirse los supervivientes de la hueste de Unbrazo. A Rezongo le pareció que había menos de un millar. Algo más allá, barghastianos y rhivi, tiste andii y el resto del ejército de Brood. Silenciosos, se reunieron allí para honrar a los caídos.

El sanador, Mazo, se acercó directamente adonde yacía el cuerpo de Whiskeyjack.

Rezongo observó que los ojos del sanador estudiaban las heridas y que comprendía la verdad. El hombretón se echó hacia atrás con un tambaleo y, rodeándose con los brazos, pareció derrumbarse por dentro. Dujek se acercó a él a tiempo de sujetarlo y ayudarlo a sentarse en el suelo.

Algunas heridas nunca se curan y ese hombre acaba de sufrir una de ellas. Ojalá Dujek hubiera dejado a Whiskeyjack oculto bajo la capa de lluvia

Anomander Rake estaba al lado de Korlat. No dijo nada durante un buen rato y después se giró.

—Korlat, ¿cómo vas a responder?

La tiste andii contestó con tono inexpresivo.

—Orfantal está listo, mi señor. Mi hermano y yo iremos a dar caza a Kallor.

Rake asintió.

—Cuando lo encontréis, no lo matéis. Se ha ganado los servicios de Dragnipur.

—Así se hará, mi señor.

El hijo de la Oscuridad miró entonces a los otros.

—Puño supremo Dujek. Mago supremo Tayschrenn. Engendro de Luna se muere y por tanto ha sido abandonado por mi pueblo. Lo enviaremos al este, sobre el océano; el poder de su interior se consume, así que no tardará en asentarse bajo las olas. Solicito que estos tres malazanos caídos, asesinados por un traidor que Caladan Brood y yo trajimos aquí, que estos tres malazanos sean enterrados en Engendro de Luna. Es, creo, un sarcófago digno de ellos.

Nadie dijo nada.

Rake miró entonces a Rapiña.

—Y solicito que los muertos de los Abrasapuentes también sean enterrados allí.

—¿Hay sitio para todos nuestros caídos? —preguntó Rapiña.

—Cielos, no. La mayor parte de los aposentos del interior están inundados.

Rapiña respiró hondo y después miró a Dujek.

El puño supremo parecía incapaz de tomar una decisión.

—¿Ha visto alguien al capitán Paran?

No respondió nadie.

—Muy bien. En cuanto a las disposiciones sobre los abrasapuentes caídos, la decisión es tuya, teniente Rapiña.

—Siempre sintieron curiosidad por ver lo que había dentro de Engendro de Luna —dijo la mujer mientras conseguía esbozar una sonrisa irónica—. Creo que les complacería.

En el campamento de suministros improvisado a toda prisa en el parque que había al norte del campo de la muerte, en uno de los bordes, los setecientos veintidós irregulares de Mott se iban reuniendo poco a poco, cada uno con sacos de arpillera cargados con el botín tomado en la ciudad.

Apoyada en un árbol había una mesa gigantesca, le habían dado la vuelta para revelar la parte inferior pintada. En algún momento alguien le había arrancado las patas, pero eso solo había hecho que fuera más fácil de transportar.

Para cuando alguien lo notó, la imagen pintada ya llevaba un tiempo reluciendo, así que ya se había reunido una multitud notable para mirarla cuando se abrió la senda dentro de la imagen y salieron Paran y Ben el Rápido, seguidos por una mujer baja y musculosa de pelo negro.

Los tres estaban recubiertos de escarcha, que empezó a deshacerse de inmediato en cuanto la senda se cerró tras ellos.

Uno de los irregulares de Mott se adelantó.

—Saludos. Soy el mariscal supremo Negado Tronco y hay algo que me confunde.

Paran, todavía temblando por el brutal aire frío de Omtose Phellack, se quedó mirando al hombre un momento y después se encogió de hombros.

—¿Y qué es, mariscal supremo?

Negado Tronco se rascó la cabeza.

—Bueno, eso es una mesa, no una puerta…

Un rato después, Paran y Ben el Rápido se abrieron camino entre el atardecer hacia el campo de la muerte; el mago se echó a reír sin ruido.

El capitán lo miró.

—¿Qué?

—Humor de aldea, Paran. Consecuencia de charlar con los magos más aterradores que hemos visto jamás.

—¿Magos?

—Bueno, quizá no sea el nombre más apropiado. Brujos les vendría mejor. Brujos que se internan en las ciénagas. Con trozos de corteza en el pelo. Mételos en un bosque y no los vuelves a ver a menos que ellos quieran que los veas. Esos hermanos Tronco son los peores de todos, aunque he oído que hay una única hermana entre ellos a la que no te gustaría conocer jamás.

Paran sacudió la cabeza.

Kilava se había despedido de ellos nada más llegar. Les había dado las gracias a los dos hombres con sencillez, un gesto que Paran presintió que ya en sí mismo era una forma extraordinaria de bajar la guardia, y después se había deslizado entre la oscuridad del bosque.

El capitán y el mago llegaron al camino de los mercaderes y vieron que se enderezaba y trepaba hacia el risco que había delante del campo de la muerte y la ciudad. Engendro de Luna flotaba casi justo encima de ellos y arrojaba una lluvia brumosa. Unos cuantos incendios seguían iluminando Coral, pero parecía que la oscuridad que era Kurald Galain los iba sofocando de algún modo.

El capitán no podía quitarse de la cabeza los últimos acontecimientos. No estaba acostumbrado a ser la mano de la… redención. La liberación de la niña jaghut del portal herido de Alborada lo había dejado aturdido.

Hacía tanto tiempo… a las afueras de Pale. La había sentido, había sentido a esa niña, atrapada en su dolor eterno, incapaz de comprender qué había hecho para merecer lo que le estaba pasando. Creía que iba a encontrar a su madre, eso le había dicho Kilava. Iba de la mano de su hermano…

Pero se lo habían arrancado todo.

De repente se había quedado sola.

Y solo había conocido el dolor.

Durante miles de años.

Ben el Rápido y Talamandas le habían hecho algo a la niña, habían manipulado su hechicería para quitarle todo recuerdo de lo que había pasado. Paran había presentido la implicación directa del Embozado en todo aquello, solo un dios podría lograr tal cosa, no un simple bloqueo de los recuerdos sino un olvido absoluto, como si hubieran limpiado su memoria.

Así pues, la niña había perdido un hermano, pero había encontrado un tío.

Pero no un tío amable. El Vidente lleva consigo sus propias heridas, después de todo

Y el reino de Ascua había encontrado nuevos habitantes. Se había convertido en el hogar de una senda antigua.

«Memorias del hielo», había dicho Ben el Rápido. «Hay calor dentro de este veneno caótico, calor suficiente para destruir a esos sirvientes. Necesitaba encontrar un modo de ralentizar la infección, de debilitar el veneno. Se lo había advertido al dios Tullido, ¿sabes? Le había dicho que me iba a interponer en su camino. Lo hemos derribado, ¿sabes?»

Paran sonrió para sí al recordarlo. El ego de los dioses no tenía ni punto de comparación con el de Ben el Rápido. Con todo, el mago se había ganado el derecho a disfrutar de su feroz satisfacción, ¿no? Se habían llevado al Vidente delante de las narices de Anomander Rake. Habían reparado un antiguo daño y habían tenido la suerte de tener a Kilava presente para que participara en la redención. Habían eliminado la amenaza del Vidente del continente. Y por último, a través de la conservación de Omtose Phellack, habían frenado la infección del dios Tullido, que ya solo podía arrastrarse con pesadez.

Y le hemos devuelto su vida a una niña.

—Capitán —murmuró Ben el Rápido mientras levantaba una mano para tocarle un hombro.

Allí delante, tras los últimos árboles, una multitud de figuras cubrían las laderas de una colina ancha y plana. Con antorchas como estrellas vacilantes.

—No me gusta la pinta que tiene esto —murmuró el mago.

Cuando se disipó la oscuridad, los cuerpos habían desaparecido, los de la cima de la colina y los del fondo de la carreta que Rapiña y sus soldados habían llevado a un lado del camino inferior. No había habido nada elaborado en el enterramiento. La disposición de los caídos dentro del inmenso edificio flotante quedaba en manos de los tiste andii, del propio Anomander Rake.

Rezongo se volvió y levantó la cabeza para estudiar a Engendro de Luna. Inclinada como un borracho, la estructura se deslizó hacia el mar y tapó el brillo creciente de las estrellas que habían empezado a pintar de plata la tierra. La oscuridad natural de la noche no tardaría en tragársela entera.

Cuando Engendro de Luna se llevó su sombra con él, se reveló en el risco del otro lado del camino de mercaderes una pequeña reunión de soldados que habían tomado posiciones en un semicírculo, alrededor de unas andas modestas y un montón de piedras.

Rezongo tardó un momento en comprender lo que estaba viendo. Estiró el brazo y atrajo a Piedra hacia él.

—Ven —le susurró.

La mujer no protestó cuando su compañero la sacó de la colina y bajaron la ladera entre filas silenciosas y fantasmales que se separaban para dejarlos pasar. Cruzaron el camino y la zanja poco profunda, y después subieron la ladera que llevaba al risco donde el restante centenar de Espadas Grises se alzaban para honrar al hombre que, en otro tiempo, había sido el yunque del escudo de Fener.

Alguien seguía de lejos a Rezongo y Piedra, pero ninguno de los dos se dio la vuelta para ver quién era.

Llegaron a la pequeña reunión.

Habían limpiado los uniformes y pulido las armas. Rezongo vio, en medio de lo que en su mayor parte eran mujeres capan y demacrados reclutas tenescowri, a Anaster, todavía a lomos de su caballo. Los ojos felinos de la espada mortal se entrecerraron al posarse sobre aquel joven tuerto y extraño. No, no es lo que era. Ya no está… vacío. ¿En qué se ha convertido que ahora es como si fuera mi… rival?

La destriant era la que más cerca estaba de la forma inerte que yacía sobre las andas, y parecía estudiar el rostro de Itkovian, pálido como la muerte. Al otro lado de las andas habían cavado un pozo poco profundo, con tierra amontonada a un lado y varias piedras grandes al otro. Una tumba modesta aguardaba a Itkovian. Al fin, la mujer capan se volvió.

—Lloramos la muerte de este hombre, cuyo espíritu no viaja hacia dios alguno. Ha traspasado la puerta del Embozado y eso es todo. La ha atravesado. Y allí permanece, solo. No renunciará a su carga pues en la muerte continúa siendo lo que era en vida. Itkovian, yunque del escudo de la revelación de Fener. Recordadlo.

Cuando hizo un gesto para que comenzara el entierro, alguien rodeó a Rezongo y Piedra y se acercó a la destriant.

Un soldado malazano que sostenía un objeto envuelto en tela bajo un brazo. Se dirigió a la destriant con un daru entrecortado.

—Por favor, destriant, quiero honrar a Itkovian…

—Como desees.

—Me gustaría hacer… algo más, también.

La mujer ladeó la cabeza.

—¿Señor?

El malazano quitó la tela y reveló el casco de Itkovian.

—Yo no… no quería aprovecharme de él. Pero… él insistió que el intercambio le era más propicio a él. No era cierto, destriant. Ya lo ves. Cualquiera lo ve. Mira el casco que lleva, era mío. Me gustaría recuperarlo. Él debería llevar el suyo. Este…

La destriant se dio la vuelta, miró el cuerpo una vez más, no dijo nada durante un largo instante y después sacudió la cabeza.

—No. Señor, Itkovian se negaría. Tu regalo lo complació, señor. No obstante, si ahora has decidido que el casco que le diste es en realidad de mayor valor, entonces él no dudaría en devolvértelo… —Estaba girando mientras hablaba y su mirada se posaba en el soldado, que se había echado a llorar, y después en algo que había detrás, fue entonces cuando sus palabras se perdieron en el silencio.

Rezongo vio que los ojos de la joven se iban abriendo cada vez más.

La yunque del escudo de las Espadas Grises se giró de repente entre un suave estrépito de armadura y un momento después los demás soldados siguieron su ejemplo.

Igual que Rezongo y Piedra.

El solitario malazano no había sido más que el primero. Bajo la luz plateada de las estrellas, todos los soldados supervivientes de la hueste de Unbrazo habían marchado para tomar posiciones en la base de la ladera del risco y habían formado allí. Flanqueados por tiste andii, rhivi, barghastianos, moranthianos negros, una inmensa extensión de figuras que permanecían en silencio…

… y después la mirada de Rezongo continuó hacia el este, bajó por el campo de la muerte y allí, una vez más, estaban los t’lan imass y ellos también avanzaban hacia el risco.

Zorraplateada permanecía a un lado, a lo lejos, observando.

Las Espadas Grises, aturdidas y silenciosas, se apartaron poco a poco cuando los primeros t’lan imass llegaron al risco.

Delante venía un invocahuesos que sostenía en una mano una concha antigua y usada que colgaba de una cuerda de cuero. La criatura no muerta se detuvo y se dirigió a la destriant.

—Por el regalo que este mortal nos ha hecho, queremos ofrecerle otro cada uno. Todos juntos se convertirán en su túmulo y será inexpugnable. Si nos lo niegas, te desafiaremos.

La destriant sacudió la cabeza.

—No, señor —susurró—. No se os negará nada.

El invocahuesos se acercó a Itkovian y depositó la concha en el pecho del hombre.

Rezongo suspiró. Ah, Itkovian, al parecer has hecho más amigos todavía.

La solemne procesión de pequeños regalos (a veces nada más que una piedra pulida que se posaba con delicadeza sobre el montón creciente que cubría el cuerpo) continuó durante toda la noche, mientras las estrellas completaban su gran círculo por el cielo hasta que al fin se desvanecieron con la luz del alba.

Cuando el soldado malazano añadió el casco de Itkovian al túmulo, comenzó una segunda oleada; soldado tras soldado subió por la ladera para dejarle un regalo al hombre. Sigilos, diademas, anillos, dagas.

Y durante todo el desfile, Rezongo y Piedra permanecieron a un lado, observando. Al igual que las Espadas Grises.

Solo cuando el último soldado dejó la colina, Rezongo se movió. Se quedó mirando aquel túmulo inmenso y reluciente y vio la leve emanación de hechicería Tellann que lo mantendría intacto (cada objeto en su lugar, inamovible), después levantó la mano izquierda. Un suave chasquido y se soltaron los brazaletes.

Lo siento, Treach. Aprende a vivir con la pérdida.

Como nosotros.

La oscuridad continuaba invadiendo la ciudad de Coral a pesar del sol que comenzaba a surgir del mar por el este. Paran se encontraba con Ben el Rápido y los dos habían observado la procesión, pero no se habían movido de su sitio en la colina. Habían visto a Dujek unirse a la fila silenciosa de los que ofrecían sus regalos, un soldado que honraba a otro.

El capitán se sintió inferior, era incapaz de seguir el ejemplo de los demás. En su mente, la muerte de Whiskeyjack lo había dejado demasiado destrozado para moverse. Ben el Rápido y él habían llegado demasiado tarde, no habían podido reunirse con los otros para presentar sus respetos de modo formal. Paran nunca había creído que un ritual tan sencillo pudiera tener tanta importancia para él.

No era la primera vez que asistía a un funeral; incluso de niño, en Unta, se habían celebrado procesiones solemnes y él había caminado con sus hermanas, su madre y su padre hasta una cripta de la necrópolis para presenciar la ceremonia en la que el cuerpo amortajado de algún anciano hombre de Estado se entregaba a sus ancestros. Ceremonias durante las cuales él se removía sin parar, sin sentir dolor alguno por un hombre al que nunca había conocido. Los funerales carecían de sentido para él. Después de todo, el Embozado ya se había llevado el alma. Llorar ante un cuerpo vacío le parecía una pérdida de tiempo.

Su madre, su padre. No había asistido a ninguno de los dos funerales, le había parecido consuelo suficiente saber que Tavore se habría asegurado de que se celebrara una ceremonia digna de los dos nobles y que se hicieran los honores apropiados.

En aquella colina, los soldados habían mantenido la ceremonia al mínimo. Se habían limitado a ponerse firmes y a quedarse inmóviles, cada uno solo con sus pensamientos, con sus sentimientos. Y sin embargo todos unidos. El vínculo que era el dolor compartido.

Y él y Ben el Rápido se lo habían perdido, habían llegado demasiado tarde. El cuerpo de Whiskeyjack se había ido y Ganoes Paran se sentía despojado de todo, su corazón era una cueva inmensa, oscura, una cueva que resonaba con emociones que no podía, no quería mostrar.

El mago y él, en silencio, se quedaron mirando a Engendro de Luna cuando se alejó flotando hacia el este, sobre el mar, a un tercio de legua de distancia. Volaba bajo y en poco tiempo, quizás en menos de un mes, tocaría las olas en algún lugar del océano y después, cuando el agua se precipitara una vez más para llenar las fisuras y los aposentos del interior, Engendro de Luna se hundiría. Descendería bajo los mares absurdos…

Nadie se acercó a ellos.

El mago se volvió al fin.

—¿Capitán?

—¿Qué pasa, Ben?

—Engendro de Luna. Dibújalo.

Paran frunció el ceño y después se quedó sin aliento. Dudó un instante, pero al rato se agachó y estiró la mano para alisar un pequeño trozo de tierra. Con el dedo índice grabó un rectángulo de esquinas redondeadas y luego, en su interior, un esbozo tosco pero reconocible. Estudió su obra un momento, después levantó la cabeza, miró a Ben el Rápido y asintió.

El mago se agarró al manto de Paran con una mano y dijo:

—Llévanos.

Bien. ¿Y cómo lo hago? Estudia la carta, Paran; no, con eso solo terminaremos en la puñetera superficie, una caída corta, pero sin duda fatal en medio de las olas. Una cámara, dijo Rapiña. La sala del trono de Rake. Piensa en algo oscuro. Kurald Galain, un lugar sin luz, silencioso, un lugar con cadáveres envueltos en telas

Paran se adelantó con los ojos cerrados y arrastró a Ben el Rápido con él.

Sus botas tocaron piedra.

Abrió los ojos y no vio más que una negrura profunda, pero el aire olía… diferente. Dio otro paso más y oyó el suspiro de Ben el Rápido tras él. El mago murmuró algo y una esfera intermitente de luz apareció sobre ellos.

Una cámara de techos altos, de unos diecisiete metros de ancho y más de cuarenta metros de largo. Habían llegado a lo que parecía la entrada formal, tras ellos, un umbral arqueado y un pasillo. Por delante, al otro extremo de la cámara, un estrado elevado.

Habían apartado a un lado la enorme silla de respaldo alto que antaño dominaba el estrado, había quedado con dos patas en un escalón más bajo y el trono inclinado. En el centro del estrado se alzaban tres sarcófagos de madera negra.

Por todo el acceso, a ambos lados, había más sarcófagos erguidos sobre los que jugueteaba una hechicería veteada de negro.

Ben el Rápido siseó con suavidad entre dientes.

—Que tenga mucho cuidado el saqueador que penetre en este lugar.

Paran estudió el baile suave de la hechicería sobre los sencillos sarcófagos.

—¿Protecciones mágicas? —preguntó.

—Eso y mucho más, capitán. Pero nosotros no tenemos que preocuparnos. Los Abrasapuentes están en el interior de esos que flanquean el acceso. Ah, y un moranthiano negro. —El mago señaló un sarcófago que a Paran no le pareció diferente de los demás—. Torzal. El veneno del brazo se lo llevó una campanada antes de la primera oleada de las compañías de Dujek. —Ben el Rápido se acercó poco a poco a otro sarcófago—. Aquí dentro… lo que quedaba de Seto. Que no era mucho. El muy cabrón se voló en mil pedazos con un maldito. —El mago se detuvo delante del ataúd—. Rapiña lo describió bien, Seto. Y se lo diré a Violín la próxima vez que lo vea. —Se quedó callado un momento más y después se volvió hacia Paran con una sonrisa—. Ya me imagino su alma, agachada junto a la base de la puerta del Embozado metiendo un buscapiés entre las piedras…

Paran sonrió, pero para él fue un esfuerzo. Después echó a andar hacia el estrado. El mago lo siguió.

Ben el Rápido fue pronunciando los nombres en voz baja a medida que avanzaban.

—Patas… Deditos… Detoran… Sinsentido… Redrojo… Mantillo… Bucklund… Cuento… Liss… Dasalle… Trote… Hmm, hubiera dicho que el barghastiano… no, supongo que no. Era tan abrasapuentes como todos los demás. Tras esa tapa, Paran, sigue sonriendo como un loco…

Ben el Rápido continuó nombrando a todos aquellos junto a los que pasaban. Treinta y tantos abrasapuentes, la tropa caída de Paran.

Llegaron al estrado.

Y no pudieron ir más allá. La hechicería dominaba la plataforma entera, una telaraña de suaves chispas de Kurald Galain.

—Obra del propio Rake —murmuró el mago—. Estos… hechizos. Lo hizo él solo.

Paran asintió. Ya se lo había comentado Rapiña, pero comprendía la necesidad de hablar de Ben el Rápido, aunque solo fuera para llenar la cámara con los ecos de su voz.

—Fue la pierna, sabes. Le falló en el peor momento. Seguramente se lanzó… lo que significa que ya tenía a Kallor. Que el tipo se podía dar por muerto. Jamás habría hecho semejante esfuerzo de otro modo. Esa maldita pierna. Se le rompió en mil pedazos en ese jardín de Darujhistan. Una columna de mármol que se cayó… y Whiskeyjack se encontraba en el lugar equivocado en el peor momento posible.

»De ahí… a esto.

Y ahora, Rapiña y los demás están vigilando a Mazo. Siempre hay alguien rondando a su alrededor. El sanador podría intentar arrojarse sobre su cuchillo en cualquier momento… si se presentaba la oportunidad. Ah, Mazo, nunca dejó que te acercaras. «En otro momento, ahora mismo tengo demasiadas cosas en la cabeza. Nada más que un dolor sordo. Cuando todo esto haya terminado, entonces nos pondremos a ello». No fue culpa tuya, Mazo. Los soldados mueren.

Vio que Ben el Rápido sacaba una piedrecita del morral y la dejaba en el suelo delante del estrado.

—Quizá quiera venir de visita más tarde —dijo mientras le ofrecía a Paran una sonrisa débil y triste—. Kalam y yo…

Oh, mago

Paran alzó la mirada hacia los tres sarcófagos. No sabía cuál contenía a quién. Por alguna razón, tampoco importaba mucho. Whiskeyjack y dos marineras, están ahí por Velajada, al final.

Siempre un intercambio justo, hechicera.

—Yo ya estoy listo para dejarlos, capitán.

Paran asintió.

Se volvieron y regresaron sobre sus pasos sin prisas.

Llegaron al arco de la entrada y se detuvieron.

Ben el Rápido miró al pasillo.

—Lo dejaron todo, sabes.

—¿Qué? ¿Quién?

—Rake. Los tiste andii. Dejaron sus posesiones. Todo.

—¿Por qué? Van a asentarse en Coral Negro, ¿no? En la ciudad no ha quedado nada…

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—Tiste andii —dijo con un tono que añadía en silencio un «jamás lo sabremos».

Un portal borroso tomó forma ante ellos.

El mago lanzó un gruñido.

—Desde luego tienes un estilo propio de hacer las cosas, capitán.

Sí, el estilo de la torpeza y la ignorancia.

—Anda, pasa, mago.

Observó a Ben el Rápido desvanecerse en el portal. Paran se giró una última vez para contemplar la cámara. El globo de luz se iba apagando muy deprisa.

Whiskeyjack, por todo lo que me has enseñado, gracias. Abrasapuentes, ojalá pudiera haber hecho algo más por vosotros. Sobre todo al final. Como mínimo podría haber muerto con vosotros.

De acuerdo, seguramente ya es demasiado tarde, pero os bendigo, a todos y cada uno.

Se dio la vuelta y atravesó el portal.

En la silenciosa cámara, el globo parpadeó y se desvaneció, y con él, la luz.

Pero un nuevo fulgor comenzaba a invadir la cámara. Un fulgor leve que parecía bailar con la telaraña negra de los sarcófagos.

Un baile lleno de misterio.

El carruaje de huesos bajó traqueteando por el camino de los mercaderes. Emancipor hacía restallar las riendas en los lomos anchos y negros de los bueyes.

Rezongo, que estaba cruzando el camino, se detuvo y esperó.

El sirviente frunció el ceño y detuvo de mala gana el carruaje. Dio un golpe seco con el puño en la pared que tenía detrás y la piel de reptil reverberó como un tambor de guerra.

Se abrió una puerta y salió Bauchelain seguido por Korbal Espita.

Bauchelain se acercó y se detuvo enfrente de Rezongo, pero sus ojos grises y apagados se habían centrado en la ciudad oscura que quedaba más allá.

—Extraordinario —dijo sin aliento—. Este… este es un lugar en el que podría sentirme como en casa.

La carcajada de Rezongo fue dura.

—¿Tú crees? Ahora andan por allí los tiste andii. Es más, ahora forma parte del Imperio de Malaz. ¿Crees que cualquiera de ellos tolerará las aficiones de tu amigo?

—Tiene razón —gimoteó Korbal Espita, que se había quedado junto al carruaje—. Ahí no me voy a divertir mucho.

Bauchelain sonrió.

—Ah, pero Korbal, piensa en todos esos cadáveres frescos. Y mira ese campo de ahí. K’chain che’malle, ya convenientemente desmembrados, porciones más manejables, si quieres. Suficiente material, estimado colega, para construir una propiedad completa.

Rezongo vio que Korbal Espita sonreía de repente.

Dioses, ahorradme semejante visión; nunca más, por favor.

—Y ahora, mi estimado capitán repleto de púas —dijo Bauchelain—, ten la amabilidad de apartarte de nuestro camino. Pero antes, si eres tan amable, tengo una pregunta para ti.

—¿Qué?

—No ha demasiado que he recibido una nota. Una caligrafía horrenda y lo que es peor, escrita en un trozo de corteza. Al parecer hay un tal Negado Tronco al que, junto con sus hermanos, le gustaría hacerme una visita. ¿Por alguna casualidad sabes algo sobre estos buenos caballeros? Si es así, quizá podrías darme algún consejo sobre el protocolo adecuado para recibirlos…

Rezongo sonrió.

—Ponte tus mejores galas, Bauchelain.

—Ah. Gracias, capitán. Y ahora, si no te importa…

Rezongo lo saludó con la mano y siguió cruzando el camino.

Las Espadas Grises habían montado un campamento temporal a cuarenta y dos metros al este del inmenso y reluciente túmulo que ya había sido bautizado con el nombre del Regalo de Itkovian. Varias bandas desarrapadas de Tenescowri, demacradas y enfermas, habían salido de Coral Negro y de los bosques y se iban congregando en los alrededores del campamento. Se había corrido la voz sobre el… renacimiento de Anaster y con él la promesa de salvación.

Reclutamiento. Estos Tenescowri jamás podrían volver a ser lo que fueron. Ellos también tienen que renacer. El extraño que habita en Anaster, esta nueva espada mortal de Togg y Fanderay, tiene mucho que hacer

Había llegado la hora de que Rezongo le tomara la medida a aquel hombre. Seguramente resultará ser mejor espada mortal que yo. Seguro que está muy pagado de sí mismo, el muy santurrón, subido a ese horrendo caballo. Sí, estoy más que dispuesto a odiar al muy cabrón, lo admito.

Rezongo se acercó a Anaster, que atravesaba con su caballo el decrépito campamento de los Tenescowri. Varias figuras con miembros como palos estiraban las manos para tocarlo a él y a su caballo. Tras él, a unos cinco metros de distancia, caminaba la destriant y Rezongo pudo sentir la hechicería sanadora que surgía alrededor de la mujer; ya había comenzado el abrazo de la revelación del Lobo.

Anaster se alejó al fin del campamento. Observó con el único ojo la presencia de Rezongo y tiró de las riendas para esperar al daru.

Habló antes de que Rezongo tuviera la oportunidad de hacerlo.

—Eres Rezongo, la espada mortal de Trake. La destriant me ha hablado de ti, me alegro de que hayas venido. —Anaster volvió la cabeza y miró a los Tenescowri que se habían quedado atrás, dentro de su campamento, como si los límites fueran una especie de barrera invisible e impracticable. Después, el joven desmontó—. La yunque del escudo insistió en que permaneciera siempre a la vista —gruñó e hizo una mueca al estirar las piernas—. Como siga así, voy a empezar a caminar como un wickano.

—Has dicho que te alegras de que haya venido —resopló Rezongo—. ¿Por qué?

—Bueno, eres una espada mortal, ¿no? Y es lo que me llaman a mí también. Supongo, eh, bueno… ¿Se puede saber qué significa eso?

—¿No lo sabes?

—No. ¿Y tú?

Rezongo no dijo nada durante un buen rato y después sonrió.

—La verdad es que no.

La tensión abandonó a Anaster en un suspiro sentido y se acercó un poco más.

—Escucha. Antes de esto… Antes de que llegara a este cuerpo, era explorador del ejército malazano. Y en lo que a mí respectaba, los templos eran sitios donde los pobres pagaban para mantener bien abastecidas las bodegas de los sacerdotes. Yo no quiero seguidores. Esa destriant de ahí atrás, la yunque del escudo, ¡dioses, qué mujer más dura! Esas mujeres esperan demasiado de mí, y yo me siento como ese tal Itkovian, aunque no es que él esté sintiendo nada, supongo. Por el Embozado, solo con mencionar su nombre ya se me rompe el corazón, y eso que no lo conocí.

—Yo sí, Anaster. Relájate, chaval, tú no pienses en nada. ¿Tú te crees que yo pedí ser la espada mortal de Trake? Yo era escolta de caravanas, un mísero escolta, y tan contento…

—¿Estabas contento de ser un mísero escolta?

—Puedes apostar el culo.

Anaster sonrió de repente.

—Oye, resulta que me tropecé con un barrilito de cerveza; lo tengo por ahí detrás, en el campamento de las Espadas Grises. Deberíamos ir a dar un paseo, Rezongo.

—Bajo los árboles, sí. Voy a buscar a Piedra, una amiga. Te caerá bien, creo.

—¿Una mujer? Ya me cae bien. Yo voy a por la cerveza. Te veo aquí.

—Un buen plan, Anaster. Ah, y no les digas nada a la destriant ni a la yunque del escudo…

—No se lo diré ni aunque me torturen… —Se le quebró la voz y Rezongo vio que el joven se ponía más pálido de lo habitual. Después sacudió la cabeza—. Nos vemos ahora, amigo.

—Sí. —Amigo… Sí, eso creo.

Observó a Anaster, que volvió a montar con un movimiento ágil. El hombre que había sido sabía montar.

No, no el hombre que había sido. El hombre que es. Rezongo observó cómo se alejaba durante un momento más y después dio la vuelta para ir a buscar a Piedra.

El vapor, o quizá fuera humo, seguía saliendo de los cuatro carruajes de la Asociación Comercial de Trygalle que esperaban en la base de la colina. Ben el Rápido se había adelantado para hablar con el jefe de la reata, un hombre obeso vestido con opulencia y cuyo profundo agotamiento era discernible a cuarenta metros de distancia.

Paran, que esperaba a Dujek con los Abrasapuentes en la cresta de la colina, observó que el hechicero y al mago de Trygalle se enzarzaban en una prolongada conversación cuyo resultado pareció dejar desconcertado a Ben el Rápido. El daru Kruppe se unió entonces a ellos y se reanudó una vez más el debate. Un debate acalorado, por cierto.

—¿De qué va todo eso? —se preguntó Rapiña junto al capitán.

Paran sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea, teniente.

—Señor…

Hubo algo en el tono de la mujer que hizo dar la vuelta al capitán.

—¿Sí?

—No deberías haberme dejado al mando. La cagué a lo grande.

Paran vio el dolor puro en los ojos de la mujer, pero continuó mirándola a pesar de un deseo repentino de apartar los ojos.

—Tú no, teniente. El mando era mío, después de todo. Os abandoné a todos.

La teniente sacudió la cabeza.

—Ben nos ha contado lo que hicisteis los dos, capitán. Fuiste donde tenías que ir, señor. Buena jugada. Creímos que no había victoria posible en esta historia, pero ahora sabemos que no es verdad, y eso significa más de lo que quizá creas.

—Teniente, saliste de esa fortaleza con varios supervivientes. Nadie podría haberlo hecho mejor.

—Estoy de acuerdo —gruñó una voz nueva.

La aparición de Dujek silenció a los dos soldados. El hombre parecía haber envejecido diez años en un solo día con su noche. Estaba encorvado y le temblaba la mano del único brazo que tenía.

—Teniente, llama a los Abrasapuentes. Me gustaría hablar con todos.

Rapiña se giró y les hizo un gesto a los cinco soldados para que se acercaran más.

—Bien —gruñó el puño supremo—. Y ahora escuchadme. Están cargando media carreta de atrasos en uno de esos carruajes de Trygalle. Atrasos para la compañía conocida con el nombre de Abrasapuentes. Para toda la compañía. Lo suficiente para compraros cada uno de vosotros una finca y una vida idílica más que merecida. Los de Trygalle os llevarán hasta Darujhistan, pero no recomiendo que regreséis al Imperio. En lo que a Tayschrenn, el puño Aragan y yo se refiere, de esa fortaleza no salió ni un solo abrasapuentes vivo. No, no digáis ni una sola palabra, soldados, Whiskeyjack lo quería así. Por el Embozado, era lo que quería para él, así que respetad sus deseos.

»Además, tenéis una misión más y esa misión os lleva a Darujhistan. Los de Trygalle han liberado a alguien. En estos momentos está bajo los cuidados del alquimista supremo Baruk. El tipo no se encuentra bien, os necesita, creo. Malazanos. Soldados. Haced lo que podáis por él cuando estéis allí y cuando decidáis que ya no podéis hacer más, marchaos.

Dujek hizo una pausa, los miró y después asintió.

—Eso es todo, abrasapuentes. Los de Trygalle os están esperando. Capitán, quédate un momento, me gustaría hablar en privado contigo. Ah, Rapiña, que venga aquí arriba el mago supremo Ben el Rápido, si no te importa.

Rapiña parpadeó.

—¿Mago supremo?

Dujek hizo una mueca.

—Ese cabrón ya no puede seguir escondiéndose. Tayschrenn insistió.

—Sí, señor.

Paran observó a la pequeña tropa que bajaba por la colina.

Dujek se pasó una mano con perlesía por la cara y se giró.

—Ven a dar un paseo conmigo, Paran.

Paran obedeció.

—Lo que has hecho ha estado bien, señor.

—No, de eso nada, Ganoes, pero era lo único que podía hacer. No quiero que los últimos de los Abrasapuentes mueran en algún campo de batalla, o en una ciudad sin nombre que lucha con todas sus fuerzas por seguir siendo libre. Me llevo lo que queda de mi hueste a Siete Ciudades para reforzar el ejército punitivo de la consejera Tavore. Eres más que bienvenido…

—No, señor. Preferiría no ir.

Dujek asintió como si ya se lo esperara.

—Hay alrededor de una docena de columnas para ti cerca de esos carruajes. Ve con tu compañía, entonces, con mis bendiciones. Haré que te cuenten entre las bajas.

—Gracias, puño supremo. Creo que nunca estuve hecho para ser soldado.

—Ni una palabra más, Ganoes. Puedes pensar lo que quieras sobre ti mismo pero nosotros seguiremos viéndote como lo que eres, un hombre noble…

—Noble…

—No esa clase de noble, Ganoes. Hablo de la clase que uno se gana, la única clase que cuenta. Porque, en estos tiempos, no es tan fácil encontrarlo, diablos.

—Bueno, señor, si me lo permites y con todo respeto, no puedo estar de acuerdo contigo. Si hay una experiencia que me llevo conmigo del tiempo que he pasado en esta campaña, puño supremo, es la de haber recibido lecciones de humildad una y otra vez de todos los que me rodean.

—Ve a reunirte con tus compañeros abrasapuentes, Ganoes Paran.

—Sí, señor. Adiós, puño supremo.

—Adiós.

Cuando Paran empezó a bajar la ladera, tropezó un momento y después se enderezó. Mis compañeros abrasapuentes, ha dicho… Bueno, el logro es fugaz, pero incluso así.

Lo conseguí.

Toc (Anaster) hizo caso omiso de los soldados de rostros lúgubres que lo rodeaban y se detuvo junto a la pequeña tienda que le habían dado las Espadas Grises. Sí, recuerdo a Anaster, y puede que este sea su cuerpo, pero es lo único. Se deslizó de la montura y entró.

Buscó por todos lados hasta que encontró el barril, lo escondió dentro de un saco de cuero, se lo cargó al hombro y salió a toda prisa.

Cuando volvió a montar se le acercó un hombre.

Toc bajó la cabeza y lo miró con el ceño fruncido. No era ningún tenescowri ni un espada gris. Si acaso, según dedujo por los cueros y las pieles desgastadas y raídas, era barghastiano.

Estaba cubierto de cicatrices, más cicatrices de batalla de las que Toc había visto en una sola persona jamás. A pesar de todo había cierto consuelo en su rostro, el rostro de un caballero de no más de veinte años de edad con los rasgos pronunciados, de huesos grandes y enmarcados por un cabello largo y negro desprovisto de fetiches y trenzas. Sus ojos eran de un suave tono castaño cuando los alzó para mirar a Toc.

Toc jamás había visto a aquel hombre.

—Hola. ¿Deseas algo? —preguntó, impaciente por marcharse.

El hombre sacudió la cabeza.

—Solo quería verte un momento para comprobar que estabas bien.

Cree que soy Anaster. Un antiguo amigo, quizá (aunque no uno de sus tenientes, me habría acordado de él). Bueno, no lo decepcionaré.

—Gracias, lo estoy.

—Me alegro. —El hombre sonrió, levantó una mano y la posó en la pierna de Toc—. Ya me voy, hermano. Has de saber que te guardo en mi memoria. —Sin dejar de sonreír, se volvió y se alejó sin prisas entre un grupo de Espadas Grises que los miraban con curiosidad, después se dirigió al norte, hacia el bosque.

Toc se lo quedó mirando. Hay algo… algo en esa forma de andar

—Espada mortal…

Se acercaba la yunque del escudo.

Toc recogió las riendas.

—Ahora no —exclamó—. Más tarde. —Le dio la vuelta al caballo—. Muy bien, condenada arpía, a ver cómo se te da galopar, ¿de acuerdo? —E hincó los talones en los flancos de la bestia.

Su hermana lo aguardaba al borde del bosque.

—¿Has terminado? —le preguntó.

—Sí.

Continuaron caminando bajo los árboles.

—Te he echado de menos, hermano.

—Y yo a ti.

—No tienes espada…

—Así es, no la tengo. ¿Crees que necesitaré una?

La mujer se inclinó hacia él.

—No más que antes, diría yo.

—Quizá tengas razón. Hay que buscar una cantera.

—La cordillera Barghastiana. Un pedernal del color de la sangre, y la investiré, por supuesto, para evitar que se rompa en mil pedazos.

—Como ya hiciste una vez, hermana.

—Hace mucho tiempo.

—Sí, hace ya mucho tiempo.

Bajo la mirada imperturbable de los dos hermanos, lady Envidia eliminó la hechicería que evitaba que Mok recuperara la conciencia. Observó al tercero, que poco a poco iba recobrando el sentido, los ojos que había dentro de la máscara se habían apagado un poco por el dolor.

—Bueno, ya está —murmuró la dama—. Has sufrido últimamente, ¿verdad?

Mok luchó por incorporarse y su mirada se endureció al encontrar a sus hermanos.

Lady Envidia se irguió y contempló a Senu y Thurule como si los midiera. Después de un momento, suspiró.

—Sí, están hechos una pena. Han sufrido en tu ausencia, tercero. Claro que —observó con tono brillante—, ¡a ti no te ha ido mucho mejor! Debo informarte, Mok, que se te ha agrietado la máscara.

El seguleh levantó una mano, tanteó con vacilación y encontró, y luego siguió, la fisura fina como un cabello que recorría dos tercios del lado izquierdo.

Lady Envidia continuó hablando.

—De hecho, debo admitir, aunque de mala gana, que no ha sobrevivido ninguna de vuestras fachadas… sin alguna fractura. Aunque os parezca inimaginable, Anomander Rake, el séptimo, nos ha desterrado sin cumplidos de la ciudad.

Mok se puso en pie con gesto inseguro y miró a su alrededor.

—Sí —dijo lady Envidia— nos encontramos en ese mismo bosque que nos pasamos días enteros atravesando. Vuestro ejercicio punitivo ha concluido su misión, quizá de forma satisfactoria, quizá no. El Dominio Painita ya no existe, por cierto. Ha llegado el momento, mis tres lúgubres criados, de emprender el regreso a casa.

Mok examinó sus armas y después la miró.

—No. Exigiremos una audiencia con el séptimo.

—¡Ah, hombre necio! ¡No querrá verte! Y lo que es peor, tendrás que abrirte camino entre varios cientos de tiste andii para llegar a él, y no, no querrán cruzar sus filos contigo. Se limitarán a aniquilarte con su hechicería. Son un pueblo indiferente, los hijos de la madre Oscuridad. Bueno, he decidido escoltaros a los tres hasta casa. ¿No es muy generoso por mi parte?

Mok se la quedó mirando y el silencio se fue prolongando.

Lady Envidia le dedicó una dulce sonrisa.

Durante su largo viaje al norte, los barghastianos Caras Blancas se dividieron en clanes y después en bandas familiares que se fueron extendiendo a lo largo y ancho del terreno, como era su costumbre. Hetan caminaba con Cafal, se rezagaban tras su padre y los seguidores más cercanos de este e iban desviándose un poco hacia el este.

El sol les calentaba la cabeza y los hombros, la suave brisa que rozaba la costa a ciento setenta metros a su derecha refrescaba el aire.

Era mediodía cuando su hermano y ella vieron a los dos viajeros. Parientes carnales, juzgó Hetan cuando se acercaron un poco más. Ninguno era especialmente alto pero sí robustos, los dos con el pelo negro, caminaban muy despacio, uno al lado del otro, cerca de la orilla.

Parecían barghastianos, pero de una tribu o clan desconocidos para Hetan o Cafal. Poco después llegaron junto a los dos desconocidos.

Los ojos de Hetan se fijaron en el hombre y estudiaron las extraordinarias cicatrices que le cruzaban la carne.

—¡Saludos, forasteros! —exclamó la barghastiana.

Los dos se volvieron, era obvio que les sorprendió contar con compañía.

Hetan pudo contemplar entonces la cara del hombre. Que la mujer que caminaba a su lado era su hermana no podía ser más obvio.

Bien.

—¡Tú! —le dijo al hombre—. ¿Cómo te llamas?

La sonrisa del hombre hizo que le diera un vuelco el corazón.

—Onos Toolan.

Hetan se acercó un poco más y le dedicó un guiño a la mujer morena, después posó los ojos una vez más en el hombre llamado Onos Toolan.

—Veo más de lo que imaginas —le dijo en voz baja.

El joven guerrero ladeó la cabeza.

—¿Ah, sí?

—Sí, y lo que veo me dice que no te has acostado con una mujer en mucho tiempo.

El hombre abrió mucho los ojos. Ah, unos ojos tan hermosos, ojos de amante.

—Así es —dijo y su sonrisa se ensanchó un poco más.

Ah, sí, los ojos de mi amante