Capítulo 24

Algunas mareas se mueven sin que nadie las vea. Los sacerdotes y sacerdotisas de los dos cultos de Togg y Fanderay llevaban mucho tiempo presidiendo no más de un puñado de partidarios en sus respectivos templos, y esos templos eran muy contados. Una fugaz expansión de los cultos se extendería entre los ejércitos malazanos al comienzo del reinado de Laseen, pero después pareció marchitarse motu proprio. En retrospectiva, el frenesí podría interpretarse como algo solo marginalmente prematuro, un fenómeno que anticipó en menos de una década el despertar que haría destacar de nuevo esos antiguos cultos. Las primeras pruebas de ese despertar se dieron en los límites de las fronteras del Imperio (en realidad, ni siquiera cerca, tr.), en la recién liberada ciudad de Capustan, donde la marea reveló su poder ante todos…

Cultos de resurrección

Korum T’bal (traducido por Illys de Darujhistan)

Las dos figuras enmascaradas, antiguas y encogidas, cojearon con lentitud hacia la entrada amplia y baja del templo del Embozado. Coll, que se había estado ocupando de los caballos mott en el patio, permanecía en silencio entre las sombras del muro, observando a la figura que tenía más cerca, una mujer que levantaba un bastón y golpeaba con gesto enérgico la puerta.

Todavía se oían los tambores lejanos que indicaban que la coronación del príncipe Arard se había alargado. Dado que la ceremonia se realizaba bajo la dirección del Consejo de Máscaras, a Coll le pareció muy curioso ver a esos dos miembros del Consejo allí, con la clara intención de hacer una visita privada y no oficial. También sentía cierta suspicacia, suponía que nadie se había enterado de la nueva ocupación del templo del Embozado.

Se sobresaltó al oír una voz baja a su lado.

—¿Crees que saldrá algo bueno de todo esto?

Otro sacerdote enmascarado se encontraba entre las sombras al lado del daru, extrañamente borroso, con la capucha subida y las manos enguantadas plegadas sobre el bulto de un buen barrigón, aunque el resto del hombre parecía delgado como un palo.

—¿De dónde has salido tú? —siseó Coll, el corazón se le había disparado en el pecho.

—¿Yo? ¡Yo ya estaba aquí! ¡Esta es mi sombra, idiota! Mira esa tea, donde estamos debería estar bañado de luz. ¿Todos los nobles de Darujhistan son tan estúpidos como tú?

Coll hizo una mueca.

—De acuerdo, sacerdote de las sombras, has estado espiando… ¿qué? ¿De qué secretos de Estado te has enterado viéndome almohazar a estos caballos?

—Solo que te odian, daru. Cada vez que les ofrecías la espalda, estaban listos para morderte, únicamente que tú siempre parecías apartarte en el momento justo…

—Pues sí, porque sabía lo que pretendían. Cada vez.

—¿Es orgullo lo que oigo? ¿Por ser más listo que dos caballos?

—Otro comentario como ese, sacerdote, y te tiro por ese muro.

—No te atreverías… oh, está bien, te atreverías. No te acerques más. Seré prudente, lo prometo.

Los dos se giraron al oír las puertas del templo que se abrían con un chirrido.

—¡Ah! —musitó Rath’Tronosombrío—. ¿Quién es ese?

—Mi amigo Murillio.

—¡No, idiota, el otro!

—¿Te refieres al de las espadas? Ah, bueno, trabaja para el Embozado.

—¿Y Rath’Embozado lo sabe?

—¿Me lo preguntas a mí?

—Bueno, ¿ha venido de visita?

—No.

—¡El muy idiota descerebrado!

Coll lanzó un gruñido.

—¿Es esa una cualidad que comparten todos tus conocidos?

—De momento sí —murmuró Rath’Tronosombrío.

—Esos dos —dijo Coll—, ¿qué clase de máscaras llevan bajo esas cogullas?

—¿Te refieres a si los reconozco? Por supuesto que sí. El viejo es Rath’Togg. La anciana es Rath’Fanderay. En el Consejo los usamos de sujetalibros; en todos los años que llevo en el salón del vasallaje, no creo que los haya oído jamás decir ni una palabra. Y lo que es más divertido, son unos amantes que jamás se han tocado.

—¿Y cómo funciona eso?

—Utiliza la imaginación, daru. ¡Eh, los están invitando a entrar! ¿Qué es lo que se cuece en ese caldero?

—¿Caldero? ¿Qué caldero?

—Anda, calla.

Coll sonrió.

—Bueno, yo me estoy divirtiendo mucho. Hora de entrar.

—Voy contigo.

—No, de eso nada. No me gustan los espías. —Y con eso, el puño de Coll entró en contacto con la quijada del sacerdote y el hombre cayó como un peso muerto.

Las sombras se fueron disolviendo poco a poco y reinó la luz parpadeante de las antorchas.

Coll se frotó los nudillos y emprendió el camino del templo.

Cerró la puerta tras él. Murillio, el guerrero y los invitados no aparecían por ningún sitio. Coll se dirigió al acceso de la cámara del sepulcro. Habían dejado una de las puertas un poco abierta. La empujó y entró.

Murillio se hallaba sentado cerca de donde habían instalado un catre para la mhybe, la tumba permanecía vacía a pesar de las constantes instrucciones del guerrero no muerto para que colocaran a la anciana dentro. El sirviente del Embozado que empuñaba las espadas permanecía delante de los dos consejeros enmascarados, con la tumba entre ellos. Nadie decía nada.

Coll se acercó a Murillio.

—¿Qué ha pasado? —susurró.

—Nada. Ni una palabra, a menos que estén parloteando en su cabeza, pero lo dudo.

—Así que… están esperando, entonces.

—Eso parece. Que el abismo nos lleve, son peores que buitres…

Coll estudió a su amigo durante un buen rato.

—Murillio —dijo después—, ¿sabías que estabas sentado en una esquina del altar del Embozado?

La tierra que había tras la muralla norte de Coral era un parque boscoso, claros divididos por bosquecillos de árboles que llevaban al menos tres estaciones sin podarse. La vía de los mercaderes serpenteaba por el parque y se enderezaba al acercarse a un campo de la muerte de ciento setenta metros de anchura, después se alzaba convertido en un estrecho puente de piedra que salvaba un foso escarpado y seco justo antes de la muralla. La puerta era una construcción inmensa, el camino que la atravesaba apenas tenía la anchura de una carreta y sobre ella sobresalían los contrafuertes. Las puertas estaban recubiertas de láminas de bronce.

La teniente Rapiña se quitó con un parpadeo el sudor de los ojos. Se había acercado todo lo posible con Azogue y su pelotón y se habían aplastado contra el borde de un cortafuegos repleto de maleza a unos veinticinco o treinta metros montaña arriba, por el flanco oriental. Tenían las altas murallas de Coral a la derecha, al sureste; el campo de la muerte justo enfrente y el parque a la izquierda. Filas apretadas de beklitas painitas se habían reunido en el campo de la muerte y estaban dispuestos frente a la montaña y las trincheras que en ese momento dominaban Dujek y seis mil de la hueste de Unbrazo.

El sargento que tenía tirado al lado gruñó.

—Allí, salen por la puerta. Eso es una especie de estandarte y ese grupo de jinetes… muy erguidos ellos…

—Un septarca y sus oficiales —asintió Rapiña—. Bueno, Azogue, ¿tus cuentas coinciden con las mías?

—Veinticinco, treinta mil —murmuró el hombre mientras se tiraba del bigote.

—Pero la ventaja del terreno la tenemos nosotros…

—Sí, solo que esas trincheras y esos túneles no se diseñaron para que los defendieran, eran escondites. Demasiadas líneas rectas, no hay callejones sin salida, no hay embudos, no hay posibilidades de hacer una escalada. ¡Y hay demasiados puñeteros árboles, por el Embozado!

—Los zapadores están…

—¡No tienen tiempo!

—Eso parece —asintió Rapiña—. Oye, ¿ves algunos de esos cóndores reuniéndose para sumarse al asalto?

—No, pero eso no significa…

—Lo que significa, sargento, es que el Vidente los está reservando. Sabe que no somos el plato principal. Le jodimos la emboscada y acabamos con una compañía y sin duda eso lo ha cabreado lo suficiente como para que saque a ¿qué?, ¿un tercio de su ejército? ¿Quizás un cuadro de magos para proteger al septarca? Y si averiguan que somos un oso en su madriguera, dudo que presionen…

—A menos que el Vidente decida que para matar a seis mil de la hueste merece la pena arriesgar a un tercio de su ejército, Rapiña. Si yo fuera él…

La teniente hizo una mueca.

—Sí, yo también. —Nos aniquilaría, nos pisotearía antes de que llegaran los demás—. Con todo, no creo que el Vidente sea tan listo. Después de todo, ¿qué sabe de los malazanos? Relatos lejanos de guerras libradas muy al norte… una invasión que se ha empantanado. Cómo va a saber de qué somos capaces.

—Rapiña, estás pescando con el cebo vacío. El Vidente sabe que nos las hemos arreglado para ocupar sus trincheras. Sabe que nos hemos escabullido de esos cóndores sin rozar ni una sola pluma. Sabe que nos hemos cargado una compañía entera usando municiones moranthianas. Sabe que estamos aquí plantados, viendo cómo se reúne su ejército y todavía no hemos echado a correr. Sabe también que no contamos con ningún apoyo (todavía no) y quizá, solo quizá, nos hemos metido en el fangal antes de que se asentara la mierda.

Rapiña no dijo nada durante un rato. Las legiones painitas se habían instalado y sus oficiales se habían dispersado para tomar posiciones a la cabeza de cada una. Resonaron los tambores. Se alzaron las picas. Y después, delante de cada una de las legiones dispuestas, comenzó a aparecer la hechicería.

Oh

—¿Dónde está Mezcla?

—Aquí.

—Sal pitando a decírselo a Dujek…

—Sí, teniente. Empieza la fiesta.

Agachado en la primera trinchera de la ladera, Ben el Rápido se levantó poco a poco.

—Eje, Perlazul, Deditos, Patas, conmigo, si no os importa.

Los cuatro magos se escabulleron hasta su lado y todos farfullando a la vez.

—¡Una docena de hechiceros!

—¡Todos recurren a la misma senda!

—¡Y está limpia y es de las feas!

—¡Están entrelazándose, Ben!

—Trabajan junt…

—¡Callaos todos!

—¡Vamos a morir todos!

—¡Maldita sea, Deditos, cierra el pico!

Los miró furioso hasta que los cuatro hombres se calmaron, después examinó las lúgubres expresiones durante un momento y sonrió.

—Doce de esos cabrones, ¿no? ¿Y a quién tenéis delante de vosotros? Ben el Rápido. ¿Verdad? Ben Adaephon Delat. Bueno, si alguno de vosotros ya se ha cagado en los calzones, id a cambiaros y después os reunís con las compañías donde estáis destinados. Lo que consiga atravesarme a mí, tendréis que solucionarlo vosotros. Como podáis. —Echó un vistazo y vio a Dujek, Paran y Mezcla, que se acercaban; esta última parecía alterada y con la mirada un tanto alocada—. De acuerdo, cuadro, os podéis ir.

Los magos se escabulleron en todas direcciones.

Dujek vestía la armadura completa, la primera vez que Ben el Rápido se la veía en años. El mago los saludó con un asentimiento.

—Ben el Rápido —dijo Paran—, aquí Mezcla nos ha traído malas…

—Lo sé, capitán. He dividido a mi cuadro para que no acaben con todos a la vez. Atraeré su atención, justo aquí…

—Espera un momento —gruñó Dujek—. Ese cuadro no tiene nada de cuadro, y lo que es peor, lo saben. En segundo lugar, tú no eres mago de combate. Si te perdemos al principio…

El mago se encogió de hombros.

—Puño supremo, soy todo lo que tienes. Los mantendré ocupados un rato.

—Asignaré a los Abrasapuentes a tu protección —dijo Paran—. Nos hemos reabastecido de municiones…

—Como si les sobraran —interpuso Dujek—. Media caja y la mayor parte material de corto alcance. Si el enemigo se aproxima lo suficiente como para que tengan que usarlo, estás demasiado cerca para que te alcance una flecha perdida, mago. Esto no me hace gracia, ni puñetera gracia.

—No creas, a mí tampoco —respondió Ben el Rápido. Esperó. Podía oír el rechinar de muelas del puño supremo.

—¿Capitán? —gruñó Dujek.

—¿Sí, señor?

—¿Los malditos y los buscapiés están colocados? ¿Podemos tumbar esta maldita ladera?

—Seto dice que lo tienen todo minado, puño supremo. Podemos enterrar cada túnel y aplastar cada trinchera.

—Así que podríamos salir de aquí y dejar que los painitas retomaran… un desastre humeante de nada.

—Podríamos, señor.

—Lo que significa que hemos atravesado medio continente y solo para retirarnos antes de nuestro primer combate.

—Una retirada temporal, señor —señaló Paran.

—O podríamos darles una buena paliza… quizás acabar con diez mil beklitas, diez, doce magos y un septarca. Con el posible coste de este ejército, incluyendo a aquí Ben el Rápido. Caballeros, ¿es un intercambio justo?

—Eres tú el que tienes que decidirlo —empezó a decir Paran, pero Dujek lo interrumpió.

—No, capitán. No lo es. Esta vez no.

Ben el Rápido se encontró con la mirada del puño supremo. Le hice una promesa a Ascua. El capitán y yo teníamos… planes. Para mantener mi palabra, digo que no ahora mismo. Volamos las trincheras y salimos corriendo. Claro que, soy soldado. Y abrasapuentes. Y la brutal verdad es que, tácticamente hablando, es un intercambio más que justo. Lo hacemos por Whiskeyjack. Por el asedio inminente. Salvamos vidas. El mago miró a Paran y vio la misma certeza en los ojos del capitán. El mago se volvió de nuevo hacia Dujek.

—Puño supremo, es un intercambio justo.

Dujek levantó una mano y se bajó el visor del casco.

—De acuerdo, a trabajar.

Ben el Rápido observó irse a los dos hombres y después suspiró.

—¿Qué quieres, Mezcla?

—¿Señor?

—No empieces con eso de «señor», mujer. ¿Vas a reunirte con tu pelotón en algún momento o quieres ver de cerca mi inminente fallecimiento?

—Pensé que podría… eh, echarte una mano.

El mago la miró y entrecerró los ojos.

—¿Cómo?

—Bueno… —La mujer se sacó una piedra pequeña de alrededor del cuello—. Tengo este amuleto desde hace unos años.

El mago alzó las cejas.

—¿Y qué se supone que hace, Mezcla?

—Eh… hace que sea más difícil concentrarse en mí, parece que funciona bastante bien.

—¿Y dónde te la encontraste?

—Un viejo mercader del desierto, en Pan’potsun.

Ben el Rápido esbozó una sonrisa.

—Guárdatela, muchacha.

—Pero…

—Si no la llevaras, ya no serías Mezcla, ¿verdad?

—Supongo que no. Es solo…

—Regresa con tu pelotón y dile a Rapiña que mantenga a sus chicos y chicas controlados y lejos de la refriega, debéis permanecer en ese flanco de ahí, observando la ciudad. Si aparecen de repente los cóndores, me lo decís lo antes posible.

—Sí, señor.

—Venga, vete.

La mujer se alejó a toda prisa.

Bueno, que me aspen. La muchacha le compra un trozo de piedra inservible a un estafador gral y de repente es invisible. Un talento tosco pero puro, ahí mismo, en sus huesos, y ni siquiera lo sabe.

Ocultos bajo las frondas y los arbustos, Rapiña y su pelotón tenían unan visión clara de las legiones painitas, las primeras líneas llegaban a la base de la rampa sin árboles que llevaba a las trincheras. Una hechicería gris tejía un muro de marañas ante los beklitas que llegaban entonando cánticos. Los comandantes videntes del Dominio iban envueltos en la magia y avanzaban a pie, al frente de sus compañías, marchando colina arriba con gesto inexorable.

En un terraplén, muy por encima de los painitas, Ben el Rápido se asomaba al fondo, expuesto y solo. O eso le había dicho Mezcla, los árboles que tenía a la izquierda le impedían ver.

Es un suicidio. Rapiña ya sabía que el mago era bueno, pero solo era bueno porque mantenía la cabeza gacha y hacía lo que hacía a espaldas de todos, entre las sombras, sin que nadie lo viera. No era Velajada, no era Mechones ni Calot. Desde que lo conocía, no lo había visto ni una sola vez desvelar abiertamente una senda y armar follón. No solo porque no fuera su estilo, sino también porque Rapiña sospechaba que no era capaz.

Has desenvainado el arma equivocada para esta lucha, puño supremo.

Un movimiento repentino en medio del primer cuadrado painita. Gritos. Rapiña abrió mucho los ojos. Habían aparecido demonios. No uno, sino seis… no, siete. Enormes, impresionantes, bestiales, desgarrándolo todo entre las apretadas filas de la soldadesca. Salpicaba la sangre. Los miembros salían volando.

Los magos videntes del Dominio se dieron la vuelta.

—Maldita sea —susurró Mezcla a su lado—. Se lo han tragado.

Rapiña le lanzó una mirada furiosa a la mujer.

—¿De qué estás hablando?

—Son ilusiones, teniente. ¿Es que no lo ves?

No.

—Es toda esa incertidumbre, no saben a qué se enfrentan. Ben el Rápido está jugando con sus miedos.

—¡Mezcla! ¡Espera! ¿Y tú cómo lo sabes, en el nombre del Embozado?

—No estoy segura, pero lo sé.

El vidente del Dominio desató oleadas de hechicería gris que rompieron sobre la legión y mandaron raíces que bajaron serpenteando hacia los ocho demonios.

—Eso tendrá que derribarlos —dijo Mezcla—. Si Ben el Rápido pasara del ataque, los painitas sospecharán… vamos a ver cómo… ¡oh!

La magia salió disparada como nidos de víboras que caían en picado y envolvían a los rugientes demonios. La agonía fue frenética, daban coletazos y mataban y mutilaban a más soldados todavía. Pero morir, murieron, uno por uno.

La formación de la primera legión estaba en ruinas, con cuerpos desgarrados tirados por todas partes. La subida había quedado destrozada e iban a tardar un rato en recuperar algún tipo de orden.

—Es asombroso lo que pasa cuando crees algo —dijo Mezcla después de un rato.

Rapiña sacudió la cabeza.

—Si los magos pueden hacer eso, ¿se puede saber por qué no tenemos ilusionistas en todos los puñeteros pelotones?

—Teniente, solo funciona porque es algo muy raro. Además, hay que dominarlo muy bien para conseguir imitar aunque solo sea un único demonio, que Ben el Rápido haya podido sacarse ocho de la manga es…

Entonces contraatacaron los magos videntes del Dominio. Un torbellino crujiente subió rodando la ladera, se comió el suelo e hizo estallar los tocones de los árboles.

—¡Eso va directamente a por él! —siseó Mezcla, se había agarrado con una mano al hombro de Rapiña y le clavaba los dedos.

—¡Ah! ¡Suéltame!

Una explosión atronadora sacudió el suelo y el aire.

—¡Dioses! ¡Lo han matado! ¡Reventado! ¡Aniquilado, que Beru nos proteja a todos!

Rapiña se quedó mirando a la soldado que gimoteaba a su lado y después se obligó a observar una vez más la escena que se desarrollaba en la rampa.

Salió otro mago vidente del Dominio de las filas de la legión montado en un enorme caballo de guerra pardo. La hechicería bailaba sobre su armadura, pálida, apagada, parpadeando sobre el hacha de doble filo que blandía en la diestra.

—Oh —susurró Mezcla—. Una ilusión muy elegante.

El hechicero se fue a reunir con sus compañeros, que se volvieron.

El hacha voló de la mano del jinete, su estela chispeaba con hielo suspendido. La forma cambió, se ennegreció, se retorció y estiró unos miembros como garras, del color de la medianoche.

La víctima chilló cuando la golpeó el espectro. Una magia mortal atravesó la oleada protectora de hechicería caótica como una punta de lanza que traspasara una cota de malla y se hundieran en el pecho del hombre.

El espectro reapareció al tiempo que el vidente del Dominio se caía del caballo, (le atravesó la cabeza protegida por el casco en una explosión de hierro, hueso, sangre y sesos), se aferraba con las garras negras al alma del vidente del Dominio, una cosa que llameaba e irradiaba terror. El espectro, encorvado sobre su premio, salió volando hacia el bosque con rumbo zigzagueante y se desvaneció en las tinieblas.

El jinete, después de arrojar la espantosa arma, había hundido los talones en los flancos de su caballo. La enorme bestia había girado, había clavado los cascos en el suelo y había derribado a un segundo vidente del Dominio en un frenesí de coces que en apenas unos momentos lanzó por los aires terrones de barro empapados en sangre.

La hechicería se precipitó hacia el jinete, que siguió avanzando con su caballo. Un desgarrón irregular surgió ante los dos, y caballo y jinete se desvanecieron en él. El desgarro se cerró un momento antes de que llegara la magia caótica. El torbellino de hechicería atronó el aire y abrió un cráter en la colina.

Azogue le dio a Rapiña una palmada en el otro hombro.

—¡Mira! ¡Ahí abajo! ¡Las legiones de atrás!

La teniente se giró y avistó soldados rompiendo la formación y extendiéndose para desaparecer en la ladera boscosa a ambos lados de la rampa.

—¡Maldita sea, alguien ha tenido una idea!

—No solo una idea, ¡se van a tropezar directamente con nosotros!

Paran vio a Ben el Rápido reaparecer en el terraplén, salía tambaleándose de una senda con la armadura de cuero chamuscada y humeando. Momentos antes, el capitán había pensado que habían aniquilado a aquel hombre con una oleada crujiente de magia caótica, la cual había aporreado el risco de tierra amontonada que el mago había elegido para posicionarse. Unas lenguas grises de fuego seguían ardiendo en el suelo consumido que rodeaba a Ben el Rápido.

—¡Capitán!

Paran se volvió y descubrió a un marinero trepando por la cuesta de la trinchera hacia él.

—Señor, hemos recibido informes, ¡hay legiones subiendo entre los árboles!

—¿Lo sabe el puño supremo?

—¡Sí, señor! Te envía otra compañía para que resistas aquí.

—Muy bien, soldado. Vuelve con él y pídele que haga correr la voz entre las filas. Tengo un pelotón por ahí abajo y subirán corriendo por delante del enemigo, seguramente a toda velocidad.

—Sí, señor.

Paran observó al hombre irse a toda prisa. Después examinó sus tropas medio enterradas. No era fácil reparar en ellos, las sombras jugaban como locas sobre sus posiciones y llenaban los pozos y las trincheras que los unían. El capitán giró la cabeza de repente hacia Ben el Rápido. El mago estaba encorvado, casi invisible bajo un torbellino de sombras.

Bajo el terraplén, el suelo se retorcía y revolvía. Las rocas y los peñascos intentaban atravesar el mantillo y salir a la superficie, se machacaban y crujían, el agua de la superficie chisporroteaba convertida en un vapor que envolvía la masa creciente de piedra.

Dos sendas desveladas, no, deben de ser tres, esos peñascos están al rojo vivo.

Unas sombras se deslizaron orilla abajo, entre los peñascos cada vez más numerosos que aparecían bajo ellos.

Está construyendo un pedregal, un pedregal que el enemigo no notará… hasta que sea demasiado tarde.

Entre los árboles, más abajo, Paran ya veía movimiento, hileras desordenadas de painitas que trepaban hacia ellos. No había filas de escudos ni tortugas, el precio que pagarían los beklitas, una vez que se acercaran para atacar, sería terrible.

Maldita sea, por el abismo, ¿se puede saber dónde están Rapiña y el pelotón?

En la rampa, la primera legión había recuperado la formación y continuaban subiendo con tenacidad y tres videntes del Dominio a la cabeza. Varias telarañas de hechicería tejían mantos protectores a su alrededor.

En rápida sucesión, tres oleadas de magia subieron rugiendo por la rampa. La primera trepó hacia Ben el Rápido, incrementándose a medida que se acercaba. Las otras dos rodaron directamente hacia la trinchera principal, delante de la cual se encontraba el capitán Paran.

Paran se dio la vuelta en redondo.

—¡Todo el mundo al suelo! —bramó, después se lanzó a tierra. Aunque sabía que no tenía mucho sentido. Ni el grito de advertencia ni que se tirara al suelo importaría demasiado al final. Se giró por el mantillo mojado y vio acercase la oleada que llegaba rodando.

La primera, dirigida contra Ben el Rápido, ya debía haber golpeado, pero no se oyó nada, no hubo ninguna explosión pavorosa…

… salvo colina abajo, una explosión que sacudió el suelo y se estremeció entre los árboles. Gritos lejanos.

No podía apartar la mirada de la magia que se precipitaba por la colina arriba en su dirección.

En su camino (solo momentos antes de que alcanzara al capitán y sus soldados) una llamarada de oscuridad, un desgarrón en el propio aire, que cruzó como una cuchillada todo el campamento.

La hechicería se precipitó por la senda con un susurro y un siseo.

Otra detonación, mucho más abajo, entre las apretadas legiones.

La segunda oleada siguió a la primera.

Un momento después, cuando resonó una tercera explosión, la senda se estrechó y después se desvaneció.

Sin poder creérselo, Paran se retorció un poco más hasta que pudo ver a Ben el Rápido.

El mago había construido un muro de piedra palpitante ante él y este empezó a moverse entre las sombras sueltas, se inclinaba, cambiaba de postura, empujaba el humus que tenía delante. De repente, las sombras se precipitaron colina abajo, entre los árboles, en una oleada confusa y arrolladora. Un momento después las siguieron los peñascos, una avalancha que bramaba, arrastraba a los árboles con ella, se derramaba como líquido hacia las líneas confusas de soldados que trepaban por la ladera.

Si vieron lo que los golpeó, no tuvieron tiempo ni siquiera de gritar. El desprendimiento siguió creciendo y enterrando hasta la última señal de los beklitas de ese flanco, hasta que a Paran le pareció que la colina entera se movía y cientos de árboles hendían el aire al caer.

En el flanco contrario explotaron fulleros, lo que llamó la atención de Paran. Los beklitas de ese lado habían llegado al borde del terraplén. Tras el granizo letal de fulleros, se alzaron las picas sobre la línea de la trinchera y los malazanos se derramaron por un costado para formar una línea erizada en el terraplén. Entre ellos, marineros con armaduras pesadas y ballestas de asalto.

Los beklitas seguían subiendo como podían y morían por decenas.

Y entonces, casi a bocajarro, la hechicería sacudió la línea malazana. Los cuerpos explotaron dentro del fuego gris.

Cuando aquella magia miasmática se redujo, Paran no vio más que cuerpos mutilados en la orilla. Los beklitas continuaban subiendo como un enjambre. En el cielo, un cóndor que arrastraba unas llamas grises remontó el vuelo con esfuerzo entre las nubes.

Una escuadrilla de treinta moranthianos negros se precipitaron a su encuentro. Una veintena dispararon las ballestas contra el enorme pájaro. Unos rayos grises salieron despedidos del cóndor e incineraron los proyectiles. Una oleada retorcida iluminó el cielo y atravesó a los moranthianos negros. Armaduras y cuerpos explotaron.

Ben el Rápido se acercó tambaleándose a Paran y despejó con movimientos frenéticos el mantillo que tenía delante el capitán hasta que se reveló un trozo de tierra desnuda.

—¿Pero qué estás…?

—¡Dibuja ese maldito pájaro, capitán! Con el dedo… ¡dibuja una carta!

—Pero no sé…

—Dibuja…

Paran arrastró el índice enguantado por la tierra húmeda y trazó un perfil rectangular. Le temblaba la mano al intentar esbozar las líneas básicas del cóndor.

—Esto es una locura, no va a funcionar, ¡dioses, ni siquiera sé dibujar!

—¿Has terminado? ¿Ya está?

—En el nombre del Embozado, ¿qué es lo que quieres?

—¡Bien! —soltó el mago. Apretó el puño y aplastó la imagen.

En el cielo, el demoníaco cóndor había empezado a bajar en picado otra vez.

De repente, aleteó como un loco, como si no tuviera aire debajo. La criatura se desplomó directamente contra el suelo.

Ben el Rápido se levantó de un salto y arrastró a Paran con él.

—¡Vamos! ¡Saca la maldita espada, capitán!

Corrieron por el terraplén, con el mago en cabeza, hasta donde el cóndor se había estrellado, justo detrás de la trinchera invadida.

Momentos después, atravesaban a la carrera fragmentos humeantes de armadura y carne medio quemada, todo lo que quedaba de la compañía de malazanos. La primera oleada de beklitas se había abierto camino luchando hasta la segunda trinchera y habían entablado una fiera batalla con la infantería pesada de Dujek. A la derecha de Paran y Ben el Rápido, ladera abajo, la segunda oleada estaba a menos de veinticinco metros de distancia.

—¡Otro vidente del Dominio! —chilló Ben mientras tiraba a Paran al suelo.

La hechicería saltó de entre la segunda línea de beklitas y se precipitó directamente hacia los dos hombres.

Ben el Rápido se giró hacia un lado y maldijo.

—¡Aguanta, capitán!

Alrededor de los dos se abrió una senda. Y de repente se encontraron bajo el agua y la armadura los succionaba hacia la oscuridad.

La luz gris pasó como un rayo salvaje justo por encima, una conmoción atronadora que descendió de forma visible hacia los dos hombres.

El agua explotó por todos lados, unas raíces duras que estallaron contra las costillas de Paran. El capitán, entre toses y jadeos, se aferró al barro.

Una mano le sujetó por una correa del arnés y empezó a arrastrarlo por el suelo empapado del bosque.

—¿Dónde tienes la maldita espada?

Paran se las arregló para apoyar las piernas y ponerse en pie como pudo.

—¿Espada? ¡Serás cabrón! ¡Me estaba ahogando!

—¡Maldita sea! —maldijo el mago—. Más te vale que ese pájaro siga atontado.

Una mirada asesina reveló el lamentable estado de Ben el Rápido; el tipo estaba sangrando por los oídos, la nariz y la boca. La armadura de cuero se le había partido por todas las costuras. Paran bajó la cabeza y comprobó que su propia armadura de bandas estaba casi igual de mutilada. Se limpió la boca y sacó el guantelete manchado de rojo.

—Todavía tengo el cuchillo de caza.

—Sácalo, creo que estamos cerca…

Por delante, entre los árboles, las ramas rotas recubrían el suelo y se alzaban penachos de humo.

Y entonces Paran lo vio, el apretón de advertencia de Ben el Rápido en el brazo del capitán le indicó que el mago también había detectado la masa negra que había entre las sombras, a un lado, una masa que destellaba al moverse.

El refulgir de un cuello gris y pálido, el brillo de un pico ganchudo. Zarcillos de hechicería bailando, incrementándose.

Paran no lo dudó más, salió corriendo junto al mago y sacó el cuchillo de la vaina.

La criatura era enorme, tenía el cuerpo del tamaño de un bhederin hembra y el cuello se alzaba de unos hombros encorvados como una serpiente. Una cabeza negra y viscosa con unos ojos de pesadilla se giraron hacia él.

Algo pasó junto a Paran como un tiro, un espectro con manos como garras que se estiraban hacia el cóndor.

La criatura siseó y se encogió, después sacó la cabeza de repente.

Destelló la hechicería.

El espectro desapareció.

Paran se apartó de la cabeza del cóndor con un giro repentino y le hundió la larga hoja del cuchillo en la espalda. Sintió que la hoja se desviaba de la columna y maldijo.

Un chillido agudo, un destello de movimiento negro y Paran se encontró sumergido en un mar negro, oleaginoso y asfixiante de plumas. El pico ganchudo le procuró un dolor lacerante en la sien que lo desgarró hasta llevarse la oreja, el capitán sintió el horripilante pellizco y el chorro de sangre caliente que le bajaba por el cuello.

La conciencia se fragmentó en una explosión de ira bestial que se iba alzando en su interior…

A ocho metros de distancia, de rodillas (demasiado magullado para hacer otra cosa), Ben el Rápido se quedó mirando, sin poder creerlo, a las dos figuras que se agitaban enzarzadas en una batalla. Paran era casi invisible dentro de un mastín retorcido de sombras entrelazadas. No es un soletaken, no cambia de forma. Son dos criaturas (hombre y bestia) ligadas… de algún modo. Y el poder que hay detrás, es una sombra… Kurald Emurlahn.

Las inmensas mandíbulas del mastín y sus caninos de un dedo de largo se clavaron en el cóndor y fueron abriendo un camino a mordiscos por los hombros de la criatura hasta el cuello. El demonio, a su vez, desgarraba una y otra vez a la bestia, cuyos flancos se hacían trizas y chorreaban sangre demasiado real.

La tierra temblaba bajo las dos bestias. Un ala salió disparada y se estrelló contra un árbol. Hueso y madera se partieron como si fueran uno solo. El cóndor chilló.

La base rota del árbol (a la altura de la rodilla) sobresalió de repente y luego se derrumbó, atrapó el ala que se agitaba y seguidamente atravesó el miembro al caer hacia atrás, apartándose de los dos contendientes y estrellándose entre una tormenta de ramas y corteza.

Las mandíbulas del mastín se cerraron sobre el cuello del cóndor.

Las vértebras crujieron.

La cabeza de la criatura cayó hacia atrás y se derrumbó con un golpe seco sobre el suelo revuelto del bosque.

Las sombras del mastín triunfante parpadearon y la bestia se desvaneció.

Paran se apartó rodando del cuerpo del pájaro muerto.

Ben el Rápido apenas podía ver al hombre bajo la carne desgarrada y la sangre. El mago abrió todavía más los ojos cuando la espeluznante figura se puso en pie poco a poco. Le colgaba la piel de la sien derecha y se le veía el hueso. La mitad de la oreja de ese lado había desaparecido, cortada en una línea curva que chorreaba sangre.

Paran levantó la cabeza y se encontró con la mirada del mago.

—¿Qué ha pasado?

Ben el Rápido se levantó de un empujón.

—Ven conmigo, capitán. Vamos a coger una senda para ir a ver a un sanador.

—¿Un sanador? —preguntó Paran—. ¿Por qué?

El mago miró al capitán a los ojos y no vio señal de que fuera consciente de nada.

—De acuerdo. —Ben el Rápido cogió a Paran por un brazo—. Allá vamos…

Rapiña se abrió camino entre los arbustos hasta que se encontró con el lecho del bosque más abajo. Nadie a la vista. Huellas embarradas era lo único que quedaba de los beklitas que habían pasado bajo ellos media campanada atrás. Podía oír combates ladera arriba, a lo largo del terraplén y quizá más allá.

Las explosiones de hechicería que habían golpeado a las legiones de la base de la rampa no habían continuado, un buen motivo para preocuparse. La avalancha les había dado un susto mayúsculo, pero su rumbo los había esquivado por un centenar de metros o más. Como si Ben el Rápido hubiera sabido dónde estábamos. Quién sabe cómo. Y lo que es más increíble, ese maldito mago también se las arregló para controlar el descenso de un tercio de la ladera de la montaña. Quizá si hubieran aparecido una docena de magos supremos para echarle una mano, podría creérmelo.

O un dios

Con ese escalofriante pensamiento empezó a bajarse del árbol.

Poco antes habían visto cóndores en el cielo y al menos uno había atacado las defensas malazanas. Durante un momento fugaz. Rapiña no tenía ni idea de por dónde andaban los otros pajarracos.

Aquí no están, gracias al Embozado

Se dejó caer el último par de metros y aterrizó en el suelo entre tintineos y el estrépito de la armadura.

—Qué sutil…

Rapiña giró en redondo.

—Maldita seas, Mezcla…

—Chis… Eh, señor.

—¿Sabes dónde están los otros?

—Más o menos. ¿Quieres que los recoja?

—Sería útil.

—¿Y luego qué?

Y yo qué coño sé, mujer.

—Tú solo ve a buscarlos, Mezcla.

—Sí, señor.

Paran se despertó con un hedor a vómito que percibió como propio por el sabor ácido que tenía en la boca. Gimió y rodó de lado. Estaba oscuro. Unas voces apagadas conversaban no muy lejos. Presintió, aunque no pudo verlo bien, que había otros echados en la trinchera en la que se encontraba él.

Otras… bajas

Se acercó alguien, una figura ancha y fornida.

Paran se llevó la mano a la sien e hizo una mueca cuando tocó con los dedos tripa anudada. Trazó con vacilación la longitud de la herida hasta una masa de vendas húmedas que le cubrían la oreja.

—¿Capitán?

—¿Eres tú, Mazo?

—Sí, señor. Acabamos de volver.

—¿Rapiña?

—El pelotón sigue en pie, señor. Tuvimos un par de refriegas en la subida, pero nada que nos frenara mucho.

—¿Por qué está tan oscuro?

—Nada de antorchas, señor. Ni faroles. Órdenes de Dujek, nos estamos reagrupando.

Reagrupándonos. No, ya preguntarás eso después.

—¿Sigue respirando Ben el Rápido? Lo último que recuerdo es que nos estábamos acercando a un cóndor derribado…

—Sí, aunque por lo que he oído, fuiste tú el que desplumaste al ganso, capitán. El mago te trajo aquí y los físicos te cosieron… más o menos. Te alegrará oír que la mayor parte es superficial; yo he venido a ponerte la cara bonita otra vez.

Paran se incorporó poco a poco.

—A mi alrededor hay soldados de sobra que necesitan tu toque sanador bastante más que yo, Mazo.

—Cierto, señor, es solo que Dujek dijo…

—Mis cicatrices se quedan conmigo, sanador. Mira a ver qué puedes hacer con esos heridos. Bueno, ¿dónde puedo encontrar al puño supremo y a Ben el Rápido?

—En el cuartel general, capitán. Esa cámara grande…

—La conozco. —Paran se levantó y se quedó quieto un momento hasta que se le pasó el mareo y las náuseas—. Y ahora una pregunta más importante… ¿dónde estoy?

—Trinchera principal, señor. Gira a la izquierda y después todo recto.

—Gracias.

El capitán se fue abriendo paso poco a poco entre las filas de marineros heridos. Vio que la lucha había sido complicada, pero no tan complicada como podía haber resultado.

La guardia de Unta de Dujek dominaba la entrada del túnel. A juzgar por su equipo, todavía no habían sacado la espada. Su oficial dio paso al capitán sin decir una sola palabra. Veinticinco metros después, Paran llegó a la cámara.

El puño supremo Dujek, Ben el Rápido y la teniente Rapiña estaban sentados a la mesa de los mapas con un pequeño farol colgado del techo de vigas de madera. Los tres se volvieron en sus sillas cuando entró el capitán.

Dujek lo miró con el ceño fruncido.

—¿No te encontró Mazo?

—Sí, puño supremo. Estoy bien.

—Te va a quedar un costurón, muchacho.

Paran se encogió de hombros.

—Bueno, ¿qué ha pasado? ¿A los beklitas no les gusta luchar por la noche?

—Se han retirado —respondió Dujek—. Y antes de que lo preguntes, no, no fue porque fuéramos demasiado duros, podrían haber seguido presionando y si lo hubieran hecho, a estas alturas estaríamos cruzando a paso ligero los bosques, los pocos que quedáramos con vida, claro. Además, solo uno de esos cóndores vino a por nosotros. Llevamos un rato aquí sentados, capitán, intentando descubrir por qué nos hemos ido casi de rositas.

—¿Alguna posible respuesta a eso, señor?

—Solo una. Creemos que Whiskeyjack y Brood se están aproximando a toda prisa. El Vidente no quiere tener sus fuerzas empantanadas con nosotros cuando lleguen. Y tampoco quiere arriesgar a ninguno más de sus malditos cóndores.

—Uno fue más que suficiente —murmuró Ben el Rápido.

El agotamiento del mago había dejado al hombre con aspecto de viejo, casi doblado sobre la mesa, con los dos brazos apoyados y los ojos llorosos y ribeteados de rojo clavados en la superficie marcada del mueble.

Aturdido por la visión, Paran apartó la mirada y se centró en el puño supremo.

—Mazo dijo que nos estábamos reagrupando, señor. Dado que la teniente Rapiña está aquí, supongo que tienes algo en mente para los Abrasapuentes.

—Así es. Solo te estábamos esperando a ti, capitán.

Paran asintió y no dijo nada.

—Esas trincheras son indefendibles —gruñó Dujek—. Aquí arriba estamos demasiado expuestos. Dos o tres más de esos cóndores y terminan con nosotros… y con los moranthianos negros. Y no quiero arriesgarme a mandar más mensajeros moranthianos a Whiskeyjack, los pájaros del Vidente derribaron a los últimos en la montaña antes de que pudieran cubrir siquiera una décima parte de una legua. Nos encontramos muy cerca de Coral y al parecer están dispuestos a volar de noche. Y Ben el Rápido tampoco está en condiciones de ponerse en contacto con Whiskeyjack por medio de la magia. Así que no vamos a esperar.

Vamos a entrar en Coral. Del cielo nocturno directamente a esas condenadas calles.

—Comprendido, puño supremo. ¿Y los Abrasapuentes son los primeros en entrar, señor?

—Los primeros en entrar… —asintió Dujek poco a poco.

Y los últimos en salir.

—Debéis atacar sin rodeos esa fortaleza. Abrir un agujero en la pared del complejo. Los moranthianos negros os acercarán todo lo que puedan.

—Señor —dijo Paran—, si Brood y Whiskeyjack no se hallan tan cerca como crees…

Dujek se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, capitán, este no es el mejor sitio para quedarse a esperar. Vamos a entrar todos, mi primera oleada irá media campanada después de la vuestra.

Terminaremos por meternos en un nido de víboras

—Será mejor entonces que la teniente y yo preparemos a los pelotones.

—Sí. Tendrás a Ben el Rápido contigo, los magos (su cuadro) han regresado con sus respectivos pelotones. Seto y el resto de los de los zapadores tienen seis malditos entre todos, diez buscapiés y veinte fulleros… Tenéis que abrir una brecha en ese muro y después regresar con nosotros. No vayáis a por el Vidente vosotros solos, ¿comprendido?

—Comprendido, puño supremo.

—De acuerdo, los tres, en marcha.

Todavía quedaban casi dos campanadas para el amanecer y las brumas flotaban grises y bajas por los parques del norte de Coral, tendiendo zarcillos hacia la llanura que quedaba más allá.

Korlat se acercó a caballo adonde Whiskeyjack se había detenido, bajo la cresta bordeada de árboles que marcaba el comienzo de un parque arbolado, y tiró de las riendas junto a él.

El malazano no perdió el tiempo.

—¿Qué ha dicho?

—Es todo muy raro, Whiskeyjack. Disculpas formales de su parte y de la de Brood. Ofrece con toda humildad tanto su espada como su pericia táctica, como la llamó él. Admito que me… inquieta.

Whiskeyjack se encogió de hombros.

—Agradecería cualquier consejo que me pudiera dar Kallor.

El guerrero notó la expresión irónica e incrédula de Korlat al oírlo afirmar semejante cosa, pero prefirió hacer caso omiso.

Después de un momento, el malazano continuó.

—Sígueme.

Azuzó a su caballo y bajaron por el amplio camino de mercaderes que serpenteaba entre arboledas y cruzaba claros con leves montecillos.

Los caballos tropezaban con frecuencia, con las cabezas gachas al trotar en la oscuridad. Muy poco después se acercaron a otro risco, este despojado de árboles. Tras él, alzándose poco a poco a medida que ellos se aproximaban, se encontraba la ciudad de Coral, que trepaba por las gradas reveladas por los reflejos apagados de las antorchas de las calles. La masa oscura de la fortaleza era una presencia desdibujada encorvada sobre la última grada visible.

Llegaron al risco y se detuvieron.

Korlat estudió la distribución de la tierra que tenían delante. El campo de la muerte que había frente a la muralla de la ciudad medía un sexto de legua de ancho y un único puente de piedra salvaba una zanja cerca de la muralla. A media legua al oeste se cernía una montaña boscosa, el flanco que tenían delante estaba envuelto en bruma o humo.

—Sí —dijo Whiskeyjack, que había seguido la mirada de la mujer—, de ahí fue de donde salieron los destellos de hechicería. Es donde yo habría ubicado un ejército para romper el asedio si fuera el Vidente.

—Y Dujek les ha estropeado los planes.

—Sospecho que está ahí. Supongo que los hicieron retroceder o los rodearon, la magia que vimos iluminando el cielo era sobre todo painita. Han debido de arrollar a Ben el Rápido. Creo que Dujek se ha llevado una buena paliza, Korlat. Tenemos que atraer la atención del Vidente y alejarla de esa montaña, darle al puño supremo tiempo para reagruparse.

La tiste andii lo miró y se quedó callada un momento.

—Tus soldados se caen de cansancio, Whiskeyjack —dijo después. Como tú, amor mío.

—No obstante, haré que cubran este risco en cuanto amanezca, el clan Ilgres a la izquierda, Taur y sus Caras Blancas a la derecha. —La miró—. Admito que pensar en la otra… forma que puedes adoptar todavía me, eh, alarma. De todos modos, si Orfantal y tú pudierais remontar el vuelo…

—Mi hermano y yo ya lo hemos hablado, Whiskeyjack. A él le gustaría volar hasta Dujek. Quizá su presencia haga vacilar a los cóndores del Vidente.

—Más bien los atraerá como un imán, Korlat. Si vais los dos juntos y os protegéis…

—No es tan fácil hacernos retroceder, ni siquiera solos. No, Dujek lo necesita más. Yo adoptaré mi forma soletaken y protegeré tus fuerzas. Orfantal se dirigirá a la montaña. Al menos podrá determinar la posición del puño supremo y su ejército.

Korlat vio que los músculos de la mandíbula masculina se tensaban bajo la barba. Al fin, el guerrero suspiró antes de hablar.

—Temo por ti, Korlat… Estarás sola sobre nosotros.

—Con los que quedan de los míos entre tus soldados, magos todos, amor mío. No estaré tan sola como te imaginas.

Whiskeyjack recogió las riendas.

—¿Has captado algo, lo que sea, de tu señor?

La tiste andii negó con la cabeza.

—¿Te inquieta? No, no hace falta que contestes.

Cierto, parece que hay pocas cosas que pueda ocultarte.

—Será mejor que volvamos —continuó Whiskeyjack.

Los dos dieron la vuelta con sus monturas.

Si hubiera continuado su conversación durante media docena de latidos más, Korlat, con su visión sobrenatural, habría visto la primera escuadrilla de moranthianos negros alzándose de la ladera boscosa de la montaña, cuarenta en total, y, volando bajo, los habría visto dirigirse a toda velocidad hacia la ciudad.

Media docena de latidos durante los cuales giró la moneda de Oponn…

Un único y perezoso giro…

De la dama al caballero.

A menos de la altura de un hombre bajo ellos, la muralla de la ciudad pasó como un manchón borroso. Tras dejarla atrás, los moranthianos hicieron que sus quorls descendieran todavía más y se deslizaron por una avenida, entre los edificios, volando por debajo de los tejados. Un giro brusco en un cruce dirigió la escuadrilla hacia la fortaleza.

Paran, que luchaba por hacer caso omiso del fiero picor que le hacía arder los puntos que le atravesaban un lado de la cara, se arriesgó a mirar abajo. En la calle se veían pilas de festines, muchas de ellas todavía emitiendo un fulgor rojo apagado y envueltas en humo. De vez en cuando, una antorcha montada en las paredes de un edificio revelaba adoquines repletos de desechos. La ciudad dormía bajo ellos, al parecer; no vio ni un solo guardia o soldado.

El capitán volvió a mirar la fortaleza. La muralla exterior era alta y estaba bien fortificada; si acaso, era incluso más fuerte que la que rodeaba la ciudad. La estructura principal que había detrás era tanto roca pura como piedra trabajada. La fortaleza se había labrado en la ladera de una montaña.

Unas gárgolas monstruosas cubrían el borde irregular del tejado, negras y encorvadas, apenas visibles como borrones más oscuros sobre el cielo nocturno.

Y entonces Paran distinguió un movimiento.

Cóndores. Oh, ahora sí que nos vamos al abismo… Dio un golpe seco en el hombro del moranthiano y señaló con un dedo enguantado la calle que tenían debajo. El oficial asintió.

Como uno solo, los quorls que trasladaban a los Abrasapuentes bajaron disparados, planearon a una decena de metros de la calle y luego se posaron con una sola inclinación de las alas.

Los soldados abandonaron las sillas y buscaron las sombras.

Los moranthianos y sus quorls remontaron el vuelo de un salto y giraron para hacer el vuelo de regreso.

Agazapado en la boca de un callejón oscuro, Paran esperó a que los pelotones se reunieran a su alrededor. Ben el Rápido fue el primero en llegar a su lado.

—El tejado de la fortaleza…

—Lo he visto —gruñó Paran—. ¿Alguna idea, mago?

Azogue habló entonces.

—¿Qué te parece buscar un sótano y escondernos, capitán?

Ben el Rápido miró furioso al sargento y después miró a su alrededor.

—¿Dónde está Seto?

El zapador se adelantó anadeando bajo el peso de los abultados sacos de cuero.

—¿Has visto a esos malditos gorriones? —le preguntó el mago mientras hacía un movimiento extraño con el hombro izquierdo, como si lo encogiera.

—Sí. Necesitamos tiradores de primera encima de la muralla. Tengo doce cuadrillos con fulleros en lugar de puntas. Si lo hacemos bien, podemos acabar con otros tantos…

—Y llueve carne de pájaro —interpuso Eje—. Plumas ardiendo.

—¿Y eso es peor que una camisa de pelo ardiendo, Eje?

—Silencio —soltó de repente Paran—. De acuerdo, enganchad los garfios a la pared y poned a nuestros más expertos y brillantes ballesteros en la cima. Seto, busca un buen sitio para poner el fardo de malditos y los buscapiés, y hazlo rápido. Tenemos que calcularlo bien. Quiero a esos pájaros por el suelo, no en el aire. Seguramente la primera oleada de Dujek ya esté en camino, así que hay que moverse.

El capitán le hizo un gesto a Rapiña para que se pusiera en cabeza y se dirigieron a la pared de la fortaleza.

Al llegar al borde contrario de la calle, Rapiña levantó una mano y se quedó agazapada. Todo el mundo permaneció inmóvil.

Paran se acercó por detrás. La teniente retrocedió.

—Guardias urdomen —susurró—. La puerta está a quince metros a la izquierda, bien iluminada…

—¿Los guardias están bien iluminados?

—Sí.

—¡Idiotas!

—Sí, pero me preguntaba…

—¿Qué?

—Damos la vuelta y vamos por la derecha, subimos otra vez y nos encontramos en una esquina de la muralla. A Seto le gustan las esquinas…

—Así que dejamos a los guardias donde están.

—Sí, capitán. Bien sabe el Embozado que con esa luz, no van a ver nada. Y estaremos lo bastante lejos como para que no oigan el ruido que hagan los garfios, si es que hacen alguno.

—Eso esperas.

—Todos llevan amortiguadores, señor.

—De acuerdo, llévanos por el otro lado, teniente.

—Un momento, señor. ¿Mezcla?

—Aquí.

—Quédate aquí. Échales un ojo a esos guardias.

—Sí, señor.

Rapiña le hizo un gesto a Paran y volvieron a bajar por la calle. Los pelotones dieron la vuelta y los siguieron.

Mientras avanzaba con sigilo al capitán le parecía que era el único que hacia ruido, demasiado ruido. Los treinta y tantos soldados que lo rodeaban eran como fantasmas silenciosos. Se movían de una sombra a otra sin pausa.

Un sexto de campanada después, Rapiña se acercó una vez más a la calle que tenía enfrente la pared del complejo. Justo delante había una torre cuadrada, coronada por unas inmensas almenas. Los pelotones se acercaron tras su teniente.

Paran oyó a los zapadores susurrar con alegría al ver la torre.

—Qué bien se va a derrumbar eso…

—Parece una patata pinchada en un palito enclenque…

—Refuerza los buscapiés, ¿de acuerdo? Mete las fuerzas formando un ángulo para que se encuentren a un brazo de distancia dentro de la piedra angular…

—¿Le estás diciendo al abuelito donde está el agujerito, enano? Anda, cállate y déjanos a Eje y a mí, ¿estamos?

—Solo decía, Seto…

Paran los interrumpió.

—Ya está bien, todos. Ballestas en la cima antes de que hagáis nada más.

—Sí, señor —asintió Seto—. Sacad los ganchos, cielitos. Los de las ballestas, en fila, y preparad los cuadrillos con los fulleros… eh, nada de colarse, ¡a ver si tenemos modales, mujer!

Paran se llevó a Ben el Rápido a un lado, a unos metros por detrás de los otros.

—Doce cuadrillos explosivos, mago —murmuró por lo bajo—. Hay por lo menos treinta cóndores.

—¿No crees que el ataque de Dujek contra las murallas de la ciudad los apartará de aquí?

—Claro, el tiempo suficiente para que aniquilen a la primera oleada y dejen a unos cuantos dibujando círculos para recibir a la segunda oleada mientras el resto regresa a ocuparse de nosotros.

—¿Tienes algo en mente, capitán?

—Una segunda distracción, una que aleje al resto de los cóndores tanto de Dujek como de los Abrasapuentes. Ben, ¿puedes llevarnos por una senda hasta ese tejado?

—¿Llevarnos, señor?

—Tú y yo, sí. Y Azogue, Eje, Detoran, Mazo y Trote.

—Puedo hacerlo, capitán, pero ya estoy casi exhausto…

—Tú solo llévanos allí, mago. ¿Dónde está Eje? —Paran giró la cabeza, miró a los demás y asintió cuando encontró al tipo—. Espera aquí. —El capitán corrió hacia donde estaba Eje agachado con los otros zapadores, estiró el brazo y lo sacó del montón—. Seto, vas a tener que arreglártelas sin este hombre.

Seto sonrió.

—Es un alivio, capitán.

—¡Eh!

—Calla, Eje. —Paran lo llevó adonde esperaba Ben el Rápido.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó el mago en cuanto llegaron.

—Dentro de un momento, Ben, esos cóndores… ¿qué son, con exactitud?

—No estoy seguro, señor.

—No es lo que quiero oír, mago. Prueba otra vez.

—De acuerdo, creo que en otro tiempo fueron cóndores de verdad, más pequeños, bueno, de tamaño normal. Y entonces el Vidente encontró alguna forma de rellenar a los pájaros…

—¡Rellenar a los pájaros, ja! —se burló Eje.

Ben el Rápido estiró el brazo y le dio un coscorrón.

—No vuelvas a interrumpir, Eje. Demonios, capitán. Posesión. De orientación caótica, que es por lo que sus cuerpos no terminan de contenerlo todo.

—Así que son demonios y pájaros a la vez.

—Uno es el que domina sobre el otro, por supuesto.

—Por supuesto. Bueno, ¿y cuál es el que vuela?

—Bueno, el cóndor… —Ben el Rápido entrecerró los ojos. Miró a Eje y después sonrió—. Vale, oye, quizá…

—¿De qué estáis hablando vosotros dos?

—¿Guardas alguna munición, Eje? —preguntó Paran.

—Seis fulleros.

—Bien, por si esto sale mal.

Se volvieron al oír una orden siseada de Rapiña y vieron a media docena de soldados cruzando la calle a la carrera y acercándose a la base de la pared del complejo. Se prepararon ganchos y cuerdas.

—Maldita sea, no me había dado cuenta de lo alta que era esa pared, ¿cómo van a…?

—Mira otra vez, señor —dijo Ben el Rápido—. Deditos está con ellos.

—¿Y?

—Observa, señor.

El mago del pelotón había abierto su senda. Paran intentó recordar la especialidad del hombre y le respondió la aparición llena de humo de una docena de fantasmas que flotaron alrededor de Deditos. Paran gruñó en voz baja.

—Si esos son los que no dejan de caerse…

—No, estos son espíritus locales, capitán. La gente se cae de las murallas todo el tiempo y dado que esta tiene unos cuantos cientos de años, bueno, los muertos se acumulan. Además, la mayor parte de los fantasmas son un tanto… obstinados. Lo último que recuerdan es que estaban en la muralla patrullando, haciendo guardia o lo que fuera. Así que quieren volver ahí arriba…

Paran observó a los espíritus, seis de ellos se las habían arreglado para coger unos garfios y se deslizaban pared arriba. Los otros seis habían rodeado a Deditos con unas manos fantasmales y lo estaban levantando para seguir a sus compañeros. Al mago del pelotón no parecía hacerle mucha gracia y agitaba las piernas.

—Creí que las sendas estaban envenenadas.

Ben el Rápido se encogió de hombros.

—El Embozado ha contraatacado con fuerza, capitán. Ha despejado un poco de espacio…

Paran frunció el ceño, pero no dijo nada.

Al llegar a la cima de la muralla, Deditos tomó el mando una vez más. Recuperó y colocó cada garfio, ya que quedó claro que los espíritus, o bien no eran capaces de manejar con precisión los objetos físicos, o bien eran reacios a hacerlo. El mago tuvo que pelearse con un par de ellos para quitarles los ganchos. Al final consiguió colocar todos los garfios y desenrolló las cuerdas, que serpentearon hasta los soldados que esperaban abajo.

Los primeros seis soldados equipados con ballestas empezaron a trepar.

Paran lanzó una mirada angustiada hacia arriba, hacia la fila de cóndores que coronaba el edificio principal. No se movió ninguno.

—Gracias al Embozado que tienen un sueño profundo.

—Sí, están acumulando poder para lo que va a pasar. Están inmersos en su senda caótica.

Paran se dio la vuelta y estudió el cielo oscuro del noroeste. Nada. Claro que tampoco era muy probable que fuera a verlos. Entrarían volando bajo, como había hecho su propia escuadrilla.

Los siguientes seis soldados con las ballestas atadas a la espalda cruzaron la calle y pusieron manos a la obra.

—Mago, prepara esa senda…

—Está lista, capitán.

Rapiña empezó de repente a agitar los brazos como una loca en dirección a Paran. El capitán siseó una maldición y corrió a reunirse con ella. Los pelotones restantes se habían alejado de la calle.

—¡Capitán! Asómate, señor, y mira la puerta.

Paran lo hizo.

Empezaba a haber actividad por allí. Habían abierto las puertas y empezaban a salir, uno detrás de otro, enormes guerreros reptiles. K’chain che’malle, así que esa es la pinta que tienen esos malditos bichos. Por el aliento del Embozado. Cinco… diez… quince… y seguían saliendo más, marchaban hacia la ciudad, rumbo a la puerta norte.

Y Dujek está a punto de aterrizarles encima.

Se echó hacia atrás y se encontró con los ojos de Rapiña.

—Teniente, tenemos que distraer a esos malditos bichos.

La mujer se frotó la cara y les echó un vistazo a los pelotones que quedaban.

—Se supone que son bastante rápidos, esos lagartos no muertos, pero con todos estos callejones y calles… —Volvió a mirar a Paran y asintió con gesto rápido—. Tenemos varios fulleros a mano, les daremos unas cuantas razones para que vengan a por nosotros.

—Pero asegúrate de que os mantenéis por delante, teniente. Si es posible, que no se separe nadie.

—Señor, eso no lo tengo tan claro; tendremos que dispersarnos, supongo, solo para poder confundir a los bichos.

—De acuerdo, pero inténtalo de todos modos.

—¿Y tú, capitán?

—El pelotón de Ben y Azogue, vamos a subir al tejado de la fortaleza. Probaremos nuestras propias maniobras de distracción con el resto de esos cóndores. Ahora estás al mando de los Abrasapuentes, teniente.

—Sí, capitán. Bueno, ¿quiénes creéis que morirán primero, los vuestros o los nuestros?

—No creo que vaya a haber mucha diferencia.

La teniente sonrió.

—La mitad de mis atrasos, capitán, a que nosotros vamos un paso por detrás de vosotros. Me lo pagas a las puertas del Embozado.

—Acepto, teniente. Y ahora deja a Seto y sus zapadores volando esa torre, reúne a Mezcla y al resto y poneos en marcha.

—Sí, señor.

Paran fue a alejarse, pero Rapiña estiró una mano y le tocó el brazo.

—¿Capitán?

—¿Qué?

—Bueno, eh, ¿recuerdas esos cuchillos que llevas a la espalda? Hace tiempo que están girados hacia el otro lado. Solo quería que lo supieras.

Paran apartó la mirada.

—Gracias, teniente.

Ben el Rápido había reunido a Azogue y su pelotón, menos Seto y Mezcla. En cuanto Paran se reunió con ellos, el mago asintió.

—Cuando quieras, capitán.

Paran le echó un vistazo al muro del complejo. Las cuerdas colgaban flojas. No había nadie a la vista en la cima.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que los divisaste?

El mago se encogió de hombros.

—Supongo que ya se encontrarán en posición, señor. Seto parece estar ya listo.

Paran bajó los ojos y vio al equipo de zapadores reunidos en un grupito apretado y nervioso que no hacía más que cambiar de postura en la base de la torre.

—Son rápidos.

—Seto es como un rayo cuando está cagado de miedo, señor. Será mejor que…

—Sí. Abre la senda. —El capitán le echó un vistazo a Azogue. El sargento, Detoran, Trote y Mazo se habían bajado las celadas y habían sacado las armas. Eje se agazapaba cerca con un fullero en la mano derecha—. Un momento, Ben. ¿Le dijiste a Eje lo que…?

—Sí, señor, y está trabajando en ello sin problemas.

Eje consiguió esbozar una débil sonrisa.

—De acuerdo. Vamos.

El portal se abrió con un destello y derramó sangre por la calle. Paran abrió mucho los ojos. Kurald Galain. Pero qué

—¡Seguidme! —siseó Ben el Rápido al tiempo que entraba disparado en la senda.

El pelotón se precipitó hacia delante y lo engulló la oscuridad. Paran se lanzó tras ellos.

La transición fue casi instantánea. El capitán se tambaleó sobre unas baldosas pulidas, estaban en el tejado de la fortaleza, veinticinco metros por detrás de la fila de cóndores…

Una docena de las enormes y demoníacas criaturas explotaron de repente y salpicaron de sangre y carne todo el tejado. Las otras se despertaron con una sacudida. Lanzaron unos gritos desgarradores, extendieron unas alas inmensas y remontaron el vuelo de inmediato.

Eje ya había desatado su senda y su efecto fue instantáneo.

Los cóndores chillaron de terror y las alas atronaron a causa del pánico, las cabezas se retorcieron sobre los cuellos espasmódicos cuando la bestia mortal que había en cada cuerpo (atenazada por un miedo ciego engendrado por el talento retorcido de Eje) comenzó a disputarle el mando al demonio.

Los cuadrillos de las ballestas salieron disparados por toda la muralla del complejo y se clavaron en cada una de las agitadas criaturas.

La fortaleza entera se estremeció. Paran se giró y vio que la torre del complejo que tenía a la izquierda se derrumbaba de repente y la enorme almena se abalanzaba hacia la calle. El humo ondeaba por todas partes. A eso lo siguieron los gritos cuando los abrasapuentes que cubrían la cima de la muralla se lanzaron hacia las cuerdas.

Los fulleros levantaron ecos en las calles del este, Rapiña y sus restantes abrasapuentes acababan de sorprender a la columna de k’chain che’malle y la persecución había empezado.

Ben el Rápido tiró de Paran un momento.

—¡Los demonios están ganando la batalla!

Los cóndores iban ganando altura poco a poco y alejándose cada vez más de la influencia de la senda de Eje. Si sentían alguna incomodidad por haber sido claveteados con cuadrillos, no se les notaba. La hechicería crepitaba a su alrededor.

—Van a venir a por nosotros, capitán —predijo Ben el Rápido.

—Mejor a por nosotros que a por Dujek. Bueno, ¿podemos mantenerlos ocupados un rato, mago?

—A la mayor parte, sí.

—¿Cómo?

—Bueno, para empezar, podemos correr al lado sur de este edificio.

¿Correr? ¿Y ya está?

—Pues en marcha.

Fuera de la muralla occidental de la ciudad, cerca de la accidentada costa, un torbellino perezoso de polvo se alzaba del suelo y tomaba forma.

Tool acomodó poco a poco la espada de pedernal en el gancho del hombro, su mirada sin fondo hizo caso omiso de las chozas abandonadas a ambos lados y se clavó en la inmensa barrera de piedra que tenía delante.

El polvo podía elevarse con el viento y salvar la muralla por arriba. El polvo podía convertirse en un raudal y atravesar los escombros por debajo de los cimientos. El t’lan imass podía hacer su entrada sin que nadie lo supiera.

Pero el Vidente Painita se había llevado a Aral Fayle. A Toc el Joven. A un hombre mortal… que había llamado a Tool «amigo».

Se adelantó y sus pies envueltos en cuero atravesaron de una patada los huesos esparcidos. Había llegado el momento de que la primera espada de los t’lan imass anunciara su presencia.

La segunda oleada, que llevaba otros mil soldados, llenó las calles de repente justo detrás de la posición de Dujek. Las explosiones iluminaron el cielo del sur, por la línea del tejado de la fortaleza y luego directamente debajo; este último fue un sonido más profundo, retumbó por el suelo e hizo traquetear los adoquines, un sonido que el puño supremo reconoció. Habían abierto una brecha.

—Hora de avanzar —les ladró a sus oficiales—. Tomad el mando de vuestros hombres, nos dirigimos a la fortaleza.

Dujek se levantó la celada. El aire se había llenado de los susurros y los aleteos de los quorls. La segunda oleada de escuadrillas volvía a remontar el vuelo en el cielo nocturno al tiempo que la tercera se acercaba desde el norte, en unos momentos depositaría otros mil marineros.

Los fulleros resonaron en la ciudad, al este. Dujek se detuvo un momento para preguntarse qué era eso, pero entonces el cielo se incendió, una oleada gris y ondulada que lo barría todo hacia la tercera escuadrilla.

El puño supremo observó, en silencio, como, entre solo dos latidos de su frío corazón, mil moranthianos negros, sus quorls y cinco compañías de la hueste de Unbrazo se desintegraban en medio de llamas grises.

Tras la oleada, negros y mortales, volaban tres cóndores.

Los moranthianos de la segunda oleada, que se habían remontado a las alturas antes de girar para salir disparados hacia el norte, reaparecieron sobre los tres cóndores y se precipitaron en masa hacia las criaturas.

Una cuarta escuadrilla de transporte que se aproximaba desde el noroeste había llamado la atención de los pájaros.

Jinetes y quorls descendieron sobre los confiados cóndores en sucesivos ataques suicidas. Los guerreros de las armaduras negras clavaban lanzas en los cuerpos recubiertos de plumas. Los quorls giraban las cabezas triangulares y las mandíbulas quitinosas arrancaban trozos de carne, al mismo tiempo que los choques hacían pedazos sus frágiles cuerpos y sus alas, más frágiles todavía.

Murieron cientos de quorls, sus jinetes caían con ellos y se estrellaban contra los tejados y las calles, donde yacían rotos e inmóviles.

Los tres cóndores los siguieron y murieron al caer.

Dujek no tuvo tiempo de pensar en el horrible precio que sus moranthianos habían pagado por esa victoria momentánea. La cuarta escuadrilla se posó en las calles, los soldados se lanzaron de las sillas y corrieron a ponerse a cubierto.

El puño supremo le hizo una seña a un mensajero.

—Nuevas órdenes para los oficiales: las compañías deben tomar edificios, los más defendibles. La fortaleza tendrá que esperar, quiero tejados sobre nuestras…

Apareció otro portador de mensajes.

—¡Puño supremo!

—¿Qué?

—Las legiones painitas se están reuniendo, señor; en cada calle, desde la puerta norte hasta la fortaleza.

—Sí, y nosotros dominamos el tercio occidental de la ciudad. Vienen a sacarnos de aquí. De acuerdo. —Después miró al primer mensajero y le dijo—: Que los oficiales sepan que pueden modificar su defensa…

Pero el segundo portador de mensajes no había terminado.

—Puño supremo, señor… lo siento. Hay k’chain che’malle con esas legiones.

¿Entonces dónde está Zorraplateada y sus malditos t’lan imass?

—Con lo que hay, como si fueran dragones —gruñó después de un momento—. Vete —le dijo al primer mensajero. El soldado hizo un saludo militar y se fue. El puño supremo se quedó mirando al otro portador de mensajes y luego dijo—: Busca a Torzal e infórmale de que necesitaremos una pasada de su artillería pesada al este de nuestra posición, pero solo una. Dile que es muy probable que no regresen jamás, así que será mejor que tenga un ala de reserva. —Dujek levantó la celada y estudió el cielo. Empezaba a amanecer, las quinta y sexta alas habían dejado a las tropas y eran motas lejanas que regresaban disparadas a la montaña. Así que ya está, ya estamos todos en Coral. Y si no recibimos ayuda pronto, jamás saldremos de aquí.

—Eso es todo.

Despidió al soldado con un asentimiento.

Los cóndores dibujaban círculos sobre los tejados y se gritaban unos a otros, bajaban y caían en picado, las alas golpeaban el aire y volvían a elevarse hacia la bóveda celeste, que comenzaba a palidecer.

Paran se quedó mirando el cielo sin poder creérselo.

—¡Pero si tienen que vernos! —siseó.

Se agazaparon contra un muro bajo, detrás del cual había un parapeto que se asomaba al puerto y a la bahía de Coral. La oscuridad que se los había tragado se desvanecía a toda prisa.

—No pueden vernos —murmuró Ben el Rápido a su lado— porque yo se lo estoy impidiendo. Pero saben que estamos aquí… por alguna parte.

Y por eso siguen rondando. Bien. Estupendo. Eso significa que no se están dedicando a aniquilar al ejército de Dujek.

La fortaleza tembló bajo ellos e hizo retumbar las baldosas.

—Por el aliento del Embozado, ¿qué ha sido eso?

El mago que tenía al lado frunció el ceño.

—No estoy seguro. No parecían municiones… pero yo diría que la muralla del complejo ha sufrido otra brecha.

¿Otra? ¿Quién? La detonación procedía del lado del puerto, al este. Una nube hinchada de polvo iba apareciendo poco a poco.

Paran levantó la cabeza con cautela hasta que pudo ver por encima del muro bajo.

En el cielo de la bahía gritaban las gaviotas. Más allá, el mar, que parecía estar hecho de hielo sólido, retumbaba. Los chorros de agua explotaban por el horizonte del sur. Allí fuera se estaba fraguando una tormenta. Esperemos que venga hacia aquí, no nos vendría mal la confusión.

—¡Baja la cabeza! —siseó Ben el Rápido.

—Perdón.

—Ya me está costando bastante tal y como están las cosas, capitán, tenemos que estarnos quietos, deja de dar patadas. Detoran, ¿qué? Ah. ¡Capitán, mira al norte, señor! ¡Arriba!

Paran se giró.

Un ala de moranthianos (no más que simples motas) sobrevolaban la ciudad, de este a oeste.

Seis cóndores remontaban el vuelo para recibirlos, pero todavía tenían mucho camino por delante.

Unas motas más pequeñas cayeron de los moranthianos y descendieron sobre la mitad este de la ciudad.

El descenso pareció llevarles una eternidad, pero al fin el primero golpeó el tejado de un edificio. La explosión hizo pedazos el tejado y el último piso. Todas a la vez, las detonaciones hicieron temblar el aire cuando empezó a golpear maldito tras maldito.

La hechicería salió disparada de los seis cóndores y se precipitó hacia los lejanos moranthianos.

Las bombas explotaron y el ala se dispersó. No obstante, más de una veintena no pudo escapar a la oleada de hechicería.

El humo y el polvo envolvieron el lado este de Coral.

Sobre el capitán y el pelotón, los cóndores restantes chillaron de rabia.

—Funcionó, más o menos —susurró Ben el Rápido—. Seguramente esas calles estaban atestadas de soldados painitas.

—Por no mencionar —dijo Paran entre dientes— al resto de los abrasapuentes.

—A estas alturas ya se habrían retirado.

Paran oyó el esfuerzo en el tono esperanzado del mago.

Un maldito había estallado en la calle cuarenta metros por detrás de Rapiña y sus diezmados pelotones, menos de ocho metros por detrás del cazador k’ell k’chain che’malle que los había estado cercando. La criatura no muerta quedó borrada de la faz de la tierra por la explosión, y su masa absorbió buena parte de la lluvia letal de adoquines destrozados que azotó la vía. Varios fragmentos de piel marchita, carne y astillas de hueso golpearon esta cuando los abrasapuentes la tenían casi a su alcance.

Rapiña levantó una mano para detener a los soldados. No era la única que necesitaba recuperar el aliento y esperar hasta que su desbocado corazón recuperara un poco la calma.

—A ver si esto cambia un poco, diablos —jadeó Mezcla junto a la teniente.

Rapiña no se molestó en contestar, pero no pudo evitar estar de acuerdo con el amargo comentario de Mezcla. Como Paran había ordenado, habían llamado la atención de al menos algunos de los k’chain che’malle.

Y habían pagado por ello.

En su último recuento tenía dieciséis abrasapuentes capaces de combatir y seis heridos, de los cuales tres estaban a las puertas del Embozado. Los k’chain che’malle eran mucho más que rápidos, eran como el rayo. E implacables. Los fulleros prácticamente no conseguían sino irritarlos.

De todos modos se les habían acabado las municiones. Rapiña había lanzado a sus soldados contra uno de los cazadores k’ell para calcular las posibilidades que tenían en el cuerpo a cuerpo. No volvería a hacerlo. Habían tenido suerte de poder retirarse. Ver a sus amigos hechos pedazos allí mismo era una imagen que la perseguiría durante el resto de sus días… ¿Días? No tengo días. Me sorprendería que sobreviviéramos una campanada más.

—¡Que el Embozado nos lleve! ¡Otro!

La teniente se giró en redondo al oír el grito.

Había aparecido otro cazador por un callejón, con las garras arañando los adoquines, la cabeza agachada y las hojas estiradas.

A menos de doce metros y con la cabeza girando para mirarlos.

De acuerdo… segundos entonces.

—¡Dispersaos!

Cuando los abrasapuentes comenzaban a salir disparados, una pared que había cerca del k’chain che’malle explotó sobre la calle. Llegó otro cazador entre el polvo y los ladrillos caídos, este era una ruina hecha pedazos que agitaba la cabeza como un salvaje, una cabeza conectada al cuello por una fina tira de tendones; le faltaba un brazo y una pierna terminaba en un muñón a la altura del tobillo. La criatura se derrumbó, se estrelló contra los adoquines, se le partieron las costillas y no se movió más.

Los abrasapuentes se quedaron inmóviles.

Igual que el primer k’chain che’malle. Después, la criatura siseó y se giró para mirar el agujero irregular que se había abierto en la pared del edificio.

De entre el polvo salió un t’lan imass. Carne desecada y rasgada que colgaba en tiras, el brillo del hueso visible por todas partes, una cabeza con un casco de hueso que en otro tiempo sostenía unas astas. La espada de pedernal que llevaba en las manos estaba tan llena de muescas que parecía denticulada.

La criatura hizo caso omiso de los malazanos y se volvió hacia el otro k’chain che’malle.

El cazador siseó y atacó.

Los ojos de Rapiña no pudieron captar del todo la velocidad del intercambio de golpes. Ocurrió todo a la vez, o eso le pareció, el k’chain che’malle se estaba ladeando con una pierna arrancada de cuajo por encima de lo que pasaba por rodilla. Una espada se estrelló con un estrépito metálico sobre los adoquines cuando cayó un brazo desmembrado. El t’lan imass había dado un paso atrás, pero volvía a avanzar de nuevo con un corte alto que destrozó el hueso y atravesó el hombro, el pecho y después la cadera, hasta salir de repente para estrellarse contra los adoquines entre un chorro de chispas.

El cazador k’ell se derrumbó.

El solitario t’lan imass se volvió hacia la fortaleza y echó a andar.

Rapiña y los demás observaron al guerrero que pasaba junto a ellos sin prisa, calle arriba.

—¡Por el aliento del Embozado! —murmuró Mezcla.

—¡Vamos! —soltó Rapiña de repente.

—¿Adónde? —preguntó el cabo Sinsentido.

—Tras él —respondió la teniente al tiempo que echaba a andar—. Me parece que el sitio más seguro es a la sombra de esa cosa.

—¡Pero se dirige a la fortaleza!

—¡Entonces nosotros también!

Rebozados de barro y arrastrando las botas, el ejército de Whiskeyjack iba avanzando poco a poco para formar una línea delante del campo de la muerte y de la ciudad que había detrás. Más lejos, a ambos lados, se encontraban los barghastianos, con el clan Ilgres a un lado y las Caras Blancas al otro.

Korlat dejó el caballo con los demás tras la línea y se dirigió sin prisas a la colina que había justo al oeste del camino de mercaderes, donde se encontraban Whiskeyjack, Kallor y el portaestandartes, Artanthos.

Todos y cada uno habían presenciado las batallas aéreas que se habían sucedido sobre Coral, la matanza de los moranthianos negros y al menos un ala que transportaba tropas de la hueste de Unbrazo. Habían contemplado el bombardeo, pero ni uno solo de los soldados del risco lo había vitoreado. No había forma de ocultar la brutal verdad: Dujek estaba atrapado en Coral y estaban masacrando a su ejército. Whiskeyjack y su agotada fuerza no podían hacer mucho por remediarlo.

Habían avistado cóndores siguiendo a los moranthianos negros que regresaban a las trincheras de la montaña, pero allí se encontrarían con Orfantal. En su forma soletaken, solo el propio Rake podía compararse al hermano de Korlat. Esta le envidiaba la posibilidad de poder vengarse de inmediato.

Se acercó a sus compañeros y preparó su mente para la transformación a su forma draconiana. El poder que conllevaba la transición siempre le había dado miedo, era una manifestación fría y dura, inhumana y antihumana a la vez. Esa vez, sin embargo, lo agradecería.

Al llegar a la cima vio lo que ya veían los otros. La puerta norte se había abierto frente a ellos. De allí salían k’chain che’malle, criaturas que se iban extendiendo y formando una línea. Ochocientos, quizá más.

Entre los malazanos comenzaron a prepararse las armas. Cuando Whiskeyjack diese la orden, bajarían marchando para enfrentarse a aquella fila no muerta de asesinos.

Y para morir. Ochocientos k’chain che’malle menos en Coral. Ochocientos k’chain che’malle… ocupados por un tiempo. ¿Lo sabe Dujek siquiera? Brood todavía está a medio día por detrás de nosotros. Las Espadas Grises a dos campanadas, quizá más (no me esperaba esa noticia de Kallor), pero habrán cabalgado demasiado deprisa y durante demasiado tiempo.

Y Rezongo y su legión… Parecen haberse desvanecido por completo. ¿Hemos perdido nuestras fuerzas de choque? Bien sabe el abismo que a ese daru no le entusiasmaba la batalla

¿Comprende Dujek lo que hacemos para darle un poco más de tiempo en este día?

Ochocientos k’chain che’malle en la llanura. ¿Cuántos quedan en la ciudad? ¿Cuántos se abren caminos mortales entre las compañías del puño supremo?

Los veinte cóndores que quedaban sobre la ciudad dibujaban círculos, todos y cada uno, alrededor de la fortaleza en sí, una indicación, quizá, de la confianza del Vidente, que no veía necesidad de que participaran en lo que estaba a punto de ocurrir.

La idea le hizo sentir a Korlat un regusto amargo en la boca.

Whiskeyjack se volvió cuando llegó la tiste andii y la saludó con un asentimiento.

—¿Encontraste a Kruppe? Supongo que habrá elegido un lugar seguro.

—Con Hetan —respondió Korlat—. Está exigiendo pintura blanca para pintarse la cara.

Whiskeyjack no consiguió sonreír del todo.

—Mis tiste andii precederán a tus soldados cuando avancen —dijo Korlat después de un momento—. Veremos cómo les va a esos no muertos contra Kurald Galain.

La expresión de Kallor insinuó cierto desdén.

—Tu senda sigue afectada, Korlat. Necesitarías quitar el velo por completo (y tendrían que hacerlo todos los tuyos, no solo los que están aquí) para lograr una purificación. Tus hermanos y hermanas están a punto de ser masacrados.

La tiste andii entrecerró los ojos. Quitar el velo por completo. Kallor, sabes demasiado sobre nosotros.

—Te agradezco tu perspicacia táctica —respondió con sequedad.

Korlat vio que Whiskeyjack miraba a Artanthos, que estaba detrás de los otros, a unos doce metros, protegido del frío matinal por un manto forrado de piel. El hombre no les estaba prestando ninguna atención a los demás, había clavado la mirada en la llanura que tenían debajo y un ligero ceño le estropeaba un poco la frente lisa.

Se acercaron dos marineras a caballo desde el este, cabalgaban a toda prisa por delante de la línea malazana.

Las dos marineras de Whiskeyjack

Los caballos llegaron galopando, tosían y les costaba respirar al subir la ladera. Las dos mujeres frenaron de repente.

—¡Comandante! —gritó una.

—¡La hemos encontrado! —añadió la otra, y después señaló.

De entre las filas del este salía… Zorraplateada.

El sonido de miles de voces exclamando sorprendidas alertó a Korlat, que se volvió para ver el campo de muerte que había delante de los k’chain che’malle desvanecerse bajo una repentina bruma de polvo, la cual se iba deshaciendo a toda prisa y revelaba una fila tras otra de t’lan imass.

Zorraplateada se acercó. Parecía haber escogido a Artanthos como destino; había entrecerrado los ojos y su rostro redondo y pesado carecía de expresión.

Entre el ejército de Whiskeyjack se alzó un rugido en el aire matinal.

—Sí… —dijo con voz ronca Kallor al lado de Korlat.

Korlat apartó la mirada de Zorraplateada, el tono de Kallor le picó la curiosidad lo suficiente como para llamarle la atención.

Justo a tiempo de ver el filo tosco de la hoja que destellaba junto a su cabeza.

Explotó el dolor. Un momento de confusión en el que todo se quedó extrañamente quieto y luego el suelo le aporreó un costado. El calor le llameó por la cara y le bajó como una lanza por la frente. Parpadeó y se asombró de su propio cuerpo, que había empezado a agitarse.

Senda

… caótica

Kallor

Una escena borrosa ante sus ojos, lo veía todo desde el suelo.

Cráneo… roto… muriendo

Se despejó su visión, cada línea y cada borde de lo que veía era demasiado agudo, afilado como cuchillas, cuchillas que atravesaban su alma y se la hacían pedazos. Kallor, con un rugido encantado, cargó hacia Zorraplateada con la cota de malla revoloteando como un manto. Una magia de venas grises bailaba en el suelo, alrededor del guerrero.

La mujer rhivi se detuvo con la boca abierta, el terror le invadía la mirada. Chilló algo…

… algo…

—T’lan ay. ¡Defendedme!

Y sin embargo permanecía sola…

Kallor se acercó todavía más, con la espada sujeta con las dos manos recubiertas por guanteletes, apretadas y levantando la espada todo lo posible.

Pero entonces Whiskeyjack se interpuso en su camino y agitó la espada larga, que estrelló contra el arma de Kallor. Un choque repentino y fiero que hizo saltar las chispas. Kallor se apartó de un salto y bramó de frustración, se le enredó el tacón…

Whiskeyjack vio su momento. La espada cayó de golpe con la estocada de un duelista consumado, con el brazo totalmente extendido y el peso apoyado por completo en la pierna que había adelantado…

Que se le dobló.

Korlat vio el fragmento de hueso que atravesaba el muslo del hombre envuelto en cuero.

Vio el dolor en el rostro de su amante, el reconocimiento repentino…

Cuando la enorme espada de Kallor se le clavó en el pecho. Se deslizó entre las costillas. Desgarró corazón y pulmones en una estocada diagonal que rebanó el interior.

Whiskeyjack murió sobre esa hoja, la vida se le escapó de los ojos que se encontraron con los de Korlat. La vida fue desapareciendo hasta que ya no quedó nada.

Kallor sacó la espada del cuerpo del guerrero.

Se tambaleó de repente cuando lo empalaron dos cuadrillos de ballesta. La magia caótica serpenteó alrededor de los ofensivos proyectiles y los desintegró. Brotó un chorro de sangre. Pero Kallor, sin hacer caso, preparó la espada una vez más cuando las dos marineras se acercaron a la vez.

Las mujeres eran magníficas y luchaban como una sola.

Pero el hombre al que se enfrentaban…

Un chillido mortal, la marinera de la derecha tropezó entre un revoltijo de sangre y bajó los brazos para recoger los intestinos que se le caían y desenrollaban, después se hundió en la tierra. La cabeza cubierta por el casco se separó de los hombros antes de que las rodillas tocaran el suelo.

La otra mujer se abalanzó sobre Kallor con la espada en alto para buscar la cara del guerrero.

Un quiebro, un corte bajo que rebanó el brazo…

Pero la marinera ya lo había rendido y la mano izquierda, que se aferraba a un cuchillo de caza, no encontró obstáculos en su camino cuando atravesó los eslabones que cubrían el estómago de Kallor.

El filo de la espada de Kallor atravesó la garganta de la mujer, que giró en redondo entre un chorro rojo antes de caer.

El anciano guerrero se tambaleó hacia atrás con un jadeo, la sangre manchada de amarillo le brotaba del agujero que tenía en el estómago.

—¡Encadenado! —chilló—. ¡Sáname!

Caliente… una senda

… no es caótica… ¿dónde?

Una oleada de oro anudado golpeó a Kallor y se lo tragó en medio de un fuego frenético. El guerrero chilló, derribado, machacado, cuando la magia continuó atravesándolo; la sangre se entrelazó en el aire y el guerrero quedó tirado en el suelo.

Una segunda oleada rodó hacia el hombre, una oleada chispeante de fuego solar…

La senda que se abrió alrededor de Kallor era una mancha miasmática, un desgarro enfermizo… que lo rodeó por completo…

… antes de desvanecerse y llevarse a Kallor con él.

La hechicería dorada parpadeó y se disipó.

No es posible… semejante control. ¿Quién?

El cuerpo de Korlat dejó de sufrir espasmos. Lo sentía entumecido y frío, extrañamente lejano. Un ojo se le estaba llenando de sangre. Tenía que parpadear de forma constante para despejarlo. Estaba echada en el suelo, comprendió de repente. Kallor la había golpeado…

Alguien se arrodilló a su lado y una mano suave y cálida se asentó en su mejilla.

Korlat luchó por centrarse.

—Soy yo, Zorraplateada. La ayuda ya está en camino.

La tiste andii intentó levantar una mano, hacer algún tipo de gesto hacia Whiskeyjack, pero el deseo continuó en su mente, dibujando círculos a toda velocidad, y supo por la leve sensación de hierba húmeda que sentía bajo la palma que su mano no obedecía a sus deseos.

—¡Korlat! Mírame. Por favor. Ya viene Brood y veo un dragón negro que se acerca por el oeste… ¿Orfantal? El caudillo es un gran Denul, Korlat. Tienes que aguantar…

Una sombra le cubrió la cara. Zorraplateada levantó la mirada y sus rasgos se crisparon en una mueca amarga.

—Dime —le dijo al recién llegado—, la hechicería que acompañó a la traición de Kallor, ¿fue de verdad tan eficaz como para dejarte aturdido durante tanto tiempo? ¿O te contuviste? Calculabas tu momento, observabas las consecuencias de tu inactividad. Después de todo, no es la primera vez que lo haces, Tayschrenn, ¿verdad?

¿Tayschrenn?

Pero la voz entrecortada y afligida que le respondió fue la de Artanthos, el portaestandartes.

—Zorraplateada. Por favor. Yo no…

—¿No?

—No. Whiskeyjack… está…

—Lo sé —le soltó de repente Zorraplateada.

Una pierna mal curada… nunca era el momento… Brood podría haber

Está muerto. Oh, mi amor, no

Había figuras borrosas por todas partes. Soldados malazanos. Barghastianos. Alguien comenzó a gemir de dolor.

El hombre al que había conocido con el nombre de Artanthos se inclinó sobre ella. La hechicería le había abierto la piel de la cara, Korlat reconoció el toque de caos. Ella jamás habría podido sobrevivir a un toque tan fiero. Sabía, en el fondo, que el mago supremo no había pretendido demorar su respuesta. Que hubiera conseguido hacer algo era… extraordinario. Lo miró a los ojos y vio las capas de dolor que seguían atormentando al hombre.

—Zorr…

—¿Korlat?

—Mujer —dijo la tiste andii, no pronunciaba del todo bien, pero se le oía—. Este hombre…

—¿Sí? Es Tayschrenn, Korlat. La parte de mí que es Escalofrío lo sabe desde hace mucho tiempo. Venía a conf…

—… dale las gracias.

—¿Qué?

—Por… tu… vida. Dale las gracias, mujer… —Korlat sostenía todavía la mirada de Tayschrenn. De color gris oscuro, como la de Whiskeyjack—. Kallor, nos sorprendió a todos…

El hombre hizo una mueca y después asintió poco a poco.

—Lo siento, Korlat. Debería haber visto…

—Sí. Yo también. Y Brood.

Sintió cascos de caballos que retumbaban en la tierra bajo ella, la vibración se alzaba y se acomodaba en sus huesos.

Un canto fúnebre. Tambores, un sonido perdido. Caballos, azuzados con fuerza… no saben por qué, pero aquí vienen. Se acercan. Sin saber, pero con la urgencia que imponen unos amos incomprensibles.

Pero la muerte ya ha cruzado esta colina.

Sin saber por qué.

Mi amor.

Ahora es tuyo, Embozado… ¿sonríes?

Mi amor es… tuyo

A pesar de toda su valentía y su raza, la montura de Itkovian comenzaba a vacilar. Cuando faltaban todavía dos campanadas para el amanecer, Rezongo lo había despertado con una brusquedad muy poco propia de él.

—Ha pasado algo —le había gruñido—. Debemos ir a Coral, amigo mío.

Las Espadas Grises no se habían detenido ni siquiera al llegar la noche, Itkovian los había observado todo el tiempo que había podido hasta que la oscuridad de la noche los había ocultado. La yunque del escudo había decidido acudir en ayuda de Whiskeyjack. Había creído que era indiferente a esa decisión y a lo que significaba su partida, pero la desolación le llenaba el corazón y el sueño que al fin acudió a él no le proporcionó descanso. Después del brusco despertar de Rezongo, intentó reflexionar sobre la causa de su inquietud, pero seguía eludiéndolo.

Mientras ensillaba su caballo, Itkovian no le había prestado mucha atención a Rezongo y su legión y solo cuando se subió a la silla y cogió las riendas, observó que el daru y sus seguidores esperaban… a pie.

Itkovian había mirado a Rezongo con el ceño fruncido.

—Espada mortal, ¿qué pretendes?

El hombretón hizo una mueca antes de contestar.

—Para este viaje se requiere rapidez. Para este viaje —repitió mientras miraba a una ceñuda Piedra Menackis—, Trake arriesga el corazón de su poder.

—¡Mi dios, no! —soltó Piedra de repente.

Rezongo esbozó una sonrisa triste.

—No, claro. Tendrás que unirte a Itkovian e ir a caballo. No os vamos a esperar, pero quizá podáis seguirnos el ritmo… un tiempo.

Itkovian no había entendido nada.

—Señor —le dijo a Rezongo—, ¿vas a viajar por una senda?

—No. Bueno, no del todo. Quizá, ¿cómo lo sé? Solo sé… de algún modo… que mi legión es capaz de… bueno, de algo diferente. Algo… rápido.

Itkovian había mirado a Piedra y después se había encogido de hombros.

—Tanto Piedra Menackis como yo contamos con la bendición de unos caballos excepcionales. Procuraremos mantener el ritmo.

—Bien.

—Espada mortal.

—¿Qué pasa, Itkovian?

—¿Qué nos espera más adelante, señor, que te inquieta tanto?

—No estoy seguro, amigo mío, pero es algo que me pone enfermo. Creo que estamos a punto de ser traicionados.

Itkovian no dijo nada durante un buen rato.

—Señor —dijo después—, si contemplamos los últimos acontecimientos con la mirada tranquila, podríamos decir que la traición ya se ha producido.

Rezongo se había limitado a levantar los hombros y volverse hacia sus seguidores.

—No os separéis, malditos inadaptados. Al que se quede rezagado al comienzo, lo dejaremos atrás.

Piedra se acercó a Itkovian llevando su caballo por las riendas.

—¿Sabes lo que está a punto de ocurrir? —le preguntó Itkovian.

—Seguramente nada —le soltó ella mientras se subía a la silla—. Rezongo debe de haberse dado un golpe en la cabeza…

No dijo más porque Rezongo y su legión parecieron desdibujarse ante ellos, fundirse en un parpadeo mal definido de rayas llenas de púas, una única forma, inmensa, baja… una forma que de repente se adelantó con un movimiento felino y desapareció en la noche.

—¡Beru nos proteja! —siseó Piedra—. ¡Tras él! —exclamó al tiempo que clavaba los talones en los flancos de su caballo.

Y así habían cabalgado toda la noche, sin parar.

Habían pasado junto al campamento de Brood, habían observado que empezaba a despertarse con una prisa considerable, aunque todavía faltaba una campanada para el amanecer.

Presenciaron, sin cruzarse una sola palabra, el destello y la llamarada de hechicería en el cielo, al suroeste.

De vez en cuando, entre la oscuridad, podían vislumbrar a la enorme criatura que perseguían, el brillo apagado de amarillo con listas negras, que se movía como si atravesara una hierba imposiblemente alta, como si pasara por debajo de las frondas de la selva, envuelto en sombras, una insinuación fluida de movimiento, mortal en su velocidad y en su silencio.

Después, el cielo comenzó a iluminarse y se reveló el horizonte del sur, bosquecillos, el camino de mercaderes que se estiraba entre ellos.

Con todo, la bestia rayada desafiaba al ojo humano y evadió toda detección al llegar a las colinas del parque.

Empapados de sudor, tosiendo espuma, los caballos continuaban atronando por la tierra, los cascos golpeaban el suelo, pesados e irregulares. Itkovian supo que ninguno de los animales se recuperaría de aquella prueba. De hecho, sus muertes solo aguardaban al final del viaje.

Valientes y magníficos, y solo se preguntó si merecía la pena aquel sacrificio.

Cabalgaron por el camino que transcurría entre pequeños sotos, el sendero que se alzaba con suavidad hacia lo que a Itkovian le pareció una especie de escarpa.

Y luego, justo delante, carretas. Unas cuantas figuras que se volvieron para verlos aproximarse.

Si habían visto a la criatura, no se les notaba; nadie se había alarmado, todo parecía en calma.

Itkovian y Piedra pasaron junto a la retaguardia malazana.

El crujido de la hechicería… tan cerca.

Los soldados cubrían el risco que tenían delante, un ejército reagrupado que miraba al sur y que en esos momentos rompía la formación con un movimiento desorganizado.

La consternación golpeó a Itkovian con una fuerza palpable, un dolor puro que lo embargó, el dolor de una pérdida inmensa.

Se tambaleó en la silla y se obligó a erguirse una vez más. La urgencia lo atravesó entero, abrumadora de repente.

Piedra gritaba y ladeaba su caballo, que se tambaleaba, hacia la derecha; dejó el camino y se acercó a la cima de una colina, donde se encontraba el estandarte malazano, que se inclinaba en el aire sin viento. Itkovian la siguió, pero más despacio, retrasándose un poco. Su alma se ahogaba en un horror frío.

Su caballo se rindió, se tambaleó y estiró la cabeza. El medio galope dio paso a un andar zigzagueante y perdido antes de detenerse, después se arrastró a quince metros de la base de la colina.

Y llegó la agonía.

Aturdido, Itkovian sacó las botas de los estribos, pasó una pierna dolorida sobre la grupa de la bestia y se dejó caer al suelo.

En la colina, a su derecha, vio a Piedra, que se bajaba tambaleándose de su caballo (la ladera lo había derrotado) y trepaba como podía. Rezongo y su tropa habían llegado, humanos una vez más, y atestaban la colina, aunque al parecer no estaban haciendo nada.

Itkovian apartó la mirada y echó a andar por un lado del sendero que se enderezaba para el último acercamiento, colina abajo, al campo de la muerte y la ciudad que esperaba detrás.

Un horror frío.

Su dios había desaparecido. Su dios no podía desviar el horror como había hecho antaño, meses atrás, en una llanura al oeste de Capustan.

Pérdida y dolor como no había sentido jamás.

La verdad. Que yo siempre he sabido. En el fondo. Oculta y al fin revelada. No he terminado todavía.

No he terminado todavía.

Caminó sin ver los soldados que tenía a la izquierda y a la derecha; se apartaba de la línea irregular, dejaba atrás al ejército que en ese momento se encontraba, con las armas bajadas, vencido antes de que comenzara siquiera la batalla, vencido por la muerte de un hombre.

Itkovian no era consciente de nada. Llegó a la ladera y continuó avanzando.

Bajó.

Bajó adonde los t’lan imass esperaban en formación ante los ochocientos k’chain che’malle.

Los t’lan imass que, como uno solo, giraron poco a poco.

Las sendas se dispararon en la cima de la colina.

Rezongo rugió y les ordenó a sus seguidores que tomaran posiciones en la ladera sur. Él permaneció allí, inmóvil después de tanto tiempo, todavía tembloroso por el poder del dios. La promesa del asesinato lo llenaba, imperturbable pero seguro, el propósito de un depredador que ya había sentido una vez, en una lejana ciudad del norte.

Su visión era demasiado aguda, cada movimiento le llamaba la atención. Se dio cuenta de que tenía los alfanjes en las manos.

Vio a Orfantal salir de una senda y Brood apareció tras él. Vio a Piedra Menackis, que contemplaba tres cadáveres. Después, el caudillo pasó junto a ella sin lanzarle más que una somera mirada a esos cuerpos y se acercó adonde yacía un cuarto cadáver, cerca de donde se encontraba Rezongo. Una mujer tiste andii. Dos figuras agachadas junto a ella, la carne desgarrada, una cuya alma todavía se retorcía atenazada por una hechicería salvaje y caótica. La otra… Zorraplateada, rostro redondo y manchado por las lágrimas.

Vio a Kruppe, flanqueado por Hetan y Cafal. El daru estaba pálido, con los ojos vidriados y parecía a punto de perder el sentido. Cosa extraña pues no era el dolor lo que asaltaba de ese modo al daru. Vio a Hetan tenderle los brazos de repente cuando el hombrecito se derrumbó.

Pero el hombre al que Rezongo estaba buscando no aparecía por ninguna parte.

Se acercó al risco del sur para observar las posiciones de su legión. Estaban preparando sus armas. Bajo ellos se reunían las Espadas Grises, era obvio que se disponían a avanzar sobre la ciudad…

… una ciudad envuelta en humo, iluminada por los destellos de la hechicería, de los explosivos, una ciudad que se estaba desgarrando…

La mirada incansable de Rezongo encontró al hombre.

Itkovian.

Que se acercaba a los t’lan imass.

Un grito agudo resonó en la cima de la colina detrás de Rezongo, que se volvió para ver a Zorraplateada irguiéndose junto a Korlat, se daba la vuelta…

Pero las decenas de miles de t’lan imass estaban mirando a Itkovian.

Rezongo observó que los pasos de su amigo se ralentizaban y luego se detenían a quince metros de los guerreros no muertos.

Zorraplateada chilló al comprender lo que iba a hacer el hombre y echó a correr…

Sí, invocadora. Estabas a punto de lanzarlos contra los k’chain che’malle. A Rezongo no le hacía falta acercarse a escuchar para saber lo que les dijo Itkovian a los silenciosos t’lan imass.

Sufrís. Me gustaría abrazaros

Sintió el horror de su dios, que florecía a punto de aplastar el suyo…

Cuando los t’lan imass respondieron.

Respondieron arrodillándose y agachando las cabezas.

Ah, invocadora

Y ya era demasiado tarde.