Si los moranthianos negros fueran un pueblo locuaz, la historia del conseguidor Torzal sería conocida. Y si fuera conocida, lo que precedió a la primera mención que se hace de él tras la alianza con el Imperio de Malaz, su viaje durante las campañas genabackeñas de ese mismo Imperio, y su vida dentro de la propia Hegemonía Moranthiana, si todo eso fuera conocido, sospechamos que el relato sería digno de algo más que una leyenda.
Héroes perdidos
Badark de Nathii
Las montañas Visión se alzaban oscuras e inmensas, tapando las estrellas al oeste. La cabo Rapiña le dio la espalda al muro de raíces verticales de un árbol caído y se ciñó mejor la capa de lluvia para defenderse del frío. A su izquierda, las murallas lejanas de Setta formaban una línea negra y desigual al otro lado del río iluminado por las estrellas. La ciudad había resultado estar más cerca de las montañas y del río de lo que indicaban los mapas, lo que había sido para bien.
La mirada de la mujer permaneció clavada en el sendero que tenía debajo, forzaba la vista en busca del primer borrón de movimiento. Al menos había dejado de llover, aunque había empezado a caer la neblina. La cabo escuchó el goteo del agua en las ramas de los pinos que la rodeaban.
Una bota chapoteó en el barro lleno de musgo y después raspó el granito. Rapiña echó un vistazo, asintió y después volvió a mirar la pista.
—Les llevará un rato —murmuró el capitán Paran—. Tienen un terreno considerable que cubrir.
—Sí —asintió Rapiña—. Solo que Mezcla es de las veloces, señor. Tiene ojos de gato.
—Esperemos entonces que no deje a los demás atrás.
—No lo hará. —Más le vale.
Paran se agachó despacio a su lado.
—Supongo que podríamos haber volado directamente sobre la ciudad y habernos ahorrado la molestia de reconocerla a pie.
—Y si hubiera habido centinelas, nos habrían visto. No lo pienses más, capitán. No sabemos cuáles son los ojos del Vidente Painita en esta tierra, pero seríamos idiotas si creyéramos que estamos solos por completo. Ya nos estamos arriesgando mucho pensando que podemos viajar de noche sin que nos detecten.
—Ben el Rápido dice que son los cóndores y nada más, teniente, y solo remontan el vuelo durante el día. Siempre que nos mantengamos a cubierto cuando caiga el sol, no deberíamos tener mayor problema.
Rapiña asintió poco a poco en la oscuridad.
—Eje está de acuerdo. Igual que Perlazul, Patas y Deditos. Capitán, con nosotros y solo nosotros los Abrasapuentes saltando de un lado a otro con los moranthianos negros, yo no me preocuparía mucho. Pero dado que volamos en línea recta…
—Shh, ahí abajo. Veo algo.
Mezcla era la guerrera admirable de siempre, se movía como una sombra y desaparecía por completo durante uno, dos, tres latidos y después reaparecía ocho metros más cerca, zigzagueando hasta donde esperaban Rapiña y Paran.
Aunque ninguno de los dos oficiales se había movido ni había hecho ruido alguno, Mezcla los había encontrado. Sus dientes blancos destellaron y se agachó delante de ellos.
—Impresionante —murmuró Paran—. ¿Estás aquí para informar o se lo vas a dejar al hombre que se supone que tiene que hacerlo? A menos, por supuesto, que hayas dejado a Azogue y al resto por ahí perdidos, media legua más atrás.
La sonrisa desapareció.
—Eh, no, señor. Están a unos veinticinco metros de aquí, ¿no los oyes? Escucha, ese era Eje, la camisa de pelo se le enganchó en una rama. Y esos pasos de delante, ese es Azogue, tiene las piernas arqueadas y camina como un mono. ¿Esos ruidos metálicos? Seto. La más silenciosa de todos es Detoran, por raro que sea.
—¿Te lo estás inventando, soldado? —preguntó Paran—. Porque yo no oigo nada.
—No, señor —dijo Mezcla con aire inocente.
A Rapiña le apetecía estirar el brazo y darle un coscorrón a aquella mujer.
—Baja a buscarlos, Mezcla —gruñó. Si hacen tanto ruido, es que se han despistado del camino, so idiota. Y no es que hagan ruido ni se hayan perdido. Paran te ha pillado y no te hace gracia. Pues muy bien—. Ahora mismo.
—Sí, teniente —suspiró Mezcla.
La vieron deslizarse y bajar resbalando hasta el camino y después desvanecerse.
Paran lanzó un gruñido.
—Casi me lo trago todo.
Rapiña le lanzó una mirada.
—Ella piensa que te lo tragaste.
—Pues sí, se lo cree.
Rapiña no dijo nada y después sonrió. Maldita sea, creo que ya eres nuestro capitán. Al fin hemos encontrado uno que merece la pena.
—Aquí vienen —comentó Paran.
Apenas se diferenciaban de Mezcla, o lo suficientemente poco como para que no importara demasiado. Fluían en silencio, con las armas envueltas y la armadura recubierta para amortiguar el ruido. Observaron a Azogue levantar una mano, detener a los que lo seguían con un gesto y después dibujar un círculo en el aire con el índice. Los pelotones se dispersaron por los lados, cada uno en busca de un sitio donde refugiarse. La patrulla había terminado.
El sargento subió hasta donde esperaban Paran y Rapiña.
Antes de que llegara, Ben el Rápido bajó deslizándose a reunirse con los dos oficiales.
—Capitán —dijo por lo bajo—. He estado hablando con el segundo de Torzal.
—¿Y?
—Y el moranthiano está preocupado, señor, por su comandante; esa infección asesina le ha subido más arriba del hombro. A Torzal solo le quedan unas semanas y ahora mismo tiene muchísimos dolores, solo el Embozado sabe cómo consigue mantener el control.
—De acuerdo —dijo Paran—. Reanudaremos la conversación sobre el tema más tarde. Vamos a ver qué tiene que decir Azogue.
—Bien.
Llegó el sargento y se acomodó delante de ellos. Rapiña le dio una petaca y el sargento la cogió, se tomó media docena de tragos de vino y se la devolvió. Azogue se sonó las narices con unos bufidos explosivos, se limpió el bigote y se pasó unos cuantos momentos más atusándose y alisándoselo.
—Si después empiezas a lavarte las axilas —le advirtió Paran—, te juro que te mato. Es decir, una vez que me recupere de las náuseas. Así que le has hecho una visita a Setta, ¿qué has visto, sargento?
—Eh, sí, capitán. Setta. Una ciudad fantasma, espeluznante, diablos. Todas esas calles vacías, edificios vacíos, pilas de festines…
—¿Pilas de qué?
—Pilas de festines. En las plazas. Grandes montículos de huesos quemados y cenizas. Pilas de festines. Ah, y nidos de unos pájaros enormes en las cuatro torres de la ciudad. Mezcla se acercó a uno trepando.
—¿No me digas?
—Bueno, más o menos. Habíamos notado el guano en los lados de las torres, cuando la luz del sol todavía trepaba por el cielo. En fin, que esos buitres de montaña se habían metido ahí.
Ben el Rápido maldijo de repente.
—¿Y Mezcla está segura de que no la vieron?
—Del todo, mago. Ya conoces a Mezcla. Por si acaso no salimos de los puntos ciegos, que tampoco te creas que fue fácil, esas torres estaban muy bien situadas. Pero esos pájaros ya se habían ido a dormir.
—¿Visteis algún gran cuervo? —inquirió Ben el Rápido.
El sargento parpadeó.
—No. ¿Por qué?
—Por nada. Pero es la regla de siempre, no confíes en nada que haya por el cielo, Azogue. Asegúrate que todo el mundo lo sabe y lo recuerda, ¿estamos?
—Sí, como tú digas, mago.
—¿Algo más? —preguntó Paran.
Azogue se encogió de hombros.
—No, nada. Setta no puede estar más muerta. Seguramente Maurik estará igual.
—Maurik da igual —dijo Paran—. Vamos a saltarnos Maurik.
Eso sí que llamó la atención de Rapiña.
—¿Solo nosotros, capitán?
—Vamos a volar directamente —respondió Ben el Rápido.
Azogue gruñó algo por lo bajo.
—Habla con claridad, sargento —le ordenó Paran.
—Nada, señor.
—Vamos a oírlo, Azogue.
—Bueno, es solo Seto, Eje y los demás zapadores, capitán. Han estado quejándose sobre esa caja de municiones que falta, esperaban recibir nuevos suministros en Maurik. No les va a hacer gracia, señor.
Rapiña vio que Paran miraba a Ben el Rápido.
El mago frunció el ceño.
—Se me olvidó hablar con Seto. Perdón. Ahora mismo me pongo.
—El caso es —dijo Azogue— que andamos cortos de suministros, nos pongamos como nos pongamos. Si nos metemos en algún lío…
—Vamos, sargento —murmuró Rapiña—. Después de quemar tus puentes, no te pones a encender fuego en el que tienes delante. Diles a esos zapadores que no se arruguen. Si nos metemos en una situación en la que no bastan unos quince malditos que tenemos disponibles y los treinta o cuarenta fulleros que hay, es que de todos modos solo somos una pila de festín más.
—Se acabó la charla —anunció Paran—. Ben, prepara a los moranthianos, vamos a hacer un vuelo más esta noche. Nos quiero a la vista del río Eryn al amanecer. Rapiña, revisa las señales de piedra una vez más, por favor. No deben notarse mucho, nos traicionamos ahora y las cosas empiezan a calentarse.
—Sí, señor.
—De acuerdo, a moverse.
El capitán observó escabullirse a sus soldados. Unos momentos después sintió una presencia y se dio la vuelta. El comandante moranthiano negro, Torzal, se había colocado a su lado.
—Capitán Paran.
—¿Sí?
—Me gustaría saber si has bendecido a los dioses barghastianos. En Capustan, o quizá después.
Paran frunció el ceño.
—Me advirtieron que quizá me lo pidiesen pero no, nadie se me ha acercado.
El guerrero de la armadura negra se quedó callado un momento y después siguió.
—Pero reconoces el lugar que ocupan en el panteón.
—No veo por qué no.
—¿Eso es un sí, capitán?
—De acuerdo, sí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—No pasa nada. Voy a morir pronto y deseo saber lo que le espera a mi alma.
—¿Los cargadores barghastianos por fin han reconocido que los moranthianos comparten la misma sangre?
—Sus pronunciamientos en un sentido u otro carecen de relevancia.
—¿Y los míos no?
—Tú eres el señor de la Baraja.
—¿Qué provocó el cisma, Torzal? ¿Entre los moranthianos y los barghastianos?
El conseguidor levantó poco a poco el brazo marchito.
—Quizás en otro reino este brazo está sano mientras que el resto de mi cuerpo está encogido y sin vida. Quizá —continuó— ya siente la mano, firme y fuerte, de un espíritu. Que ahora no hace más que esperar mi paso completo a ese mundo.
—Una forma interesante de verlo.
—Perspectiva, capitán. A los barghastianos les gustaría vernos marchitos y sin vida. Que nos eliminaran.
—¿Mientras que vosotros lo veis al revés?
Torzal se encogió de hombros.
—No tememos al cambio. No nos resistimos a él. Los barghastianos deben aceptar que es necesario el crecimiento, aunque duela. Deben aprender lo que los moranthianos aprendieron hace mucho tiempo, cuando no desenfundamos las espadas y en su lugar hablamos con los tiste edur, los nómadas de piel gris de los mares. Hablamos y descubrimos que estaban tan perdidos como nosotros, igual de cansados de la guerra e igual de listos para la paz.
—¿Los tiste edur?
—Los hijos de la senda Quebrada. Descubrieron un trozo en el inmenso bosque de Moranth que se convertiría en nuestra nueva tierra. Kurald Emurlahn, el verdadero rostro de la Sombra. Quedaban muy pocos tiste edur y decidimos aceptarlos. Los últimos ya han desaparecido del bosque moranthiano, hace mucho tiempo, pero su legado es lo que nos ha convertido en lo que somos.
—Conseguidor, puede que me lleve un tiempo encontrarle sentido a lo que acabas de describir. Tengo preguntas…
Torzal se encogió otra vez de hombros.
—No asesinamos a los tiste edur. A los ojos de los barghastianos, ese fue nuestro peor crimen. Me pregunto, sin embargo, si los espíritus ancestrales, ahora dioses, lo ven del mismo modo.
—Han tenido mucho tiempo para pensar —murmuró Paran—. A veces, eso es lo único que hace falta. El núcleo de la sabiduría es la tolerancia. Creo.
—En ese caso, capitán, debes de sentirte orgulloso.
—¿Orgulloso?
El conseguidor le dio la espalda poco a poco cuando unas suaves llamadas anunciaron que la tropa estaba lista.
—Regreso ya junto a Dujek Unbrazo. —Hizo una pausa y después añadió—: El Imperio de Malaz es un imperio sabio. Una cualidad escasa, y muy valiosa, a mi entender. Así pues le deseo a él, y a ti, todo lo mejor.
Paran observó irse a Torzal.
Era hora de irse.
Tolerante. Quizá. No olvides esa palabra, Ganoes, un susurro que demostrará ser la piedra angular de lo que está por venir…
La mula de Kruppe lo llevó a toda prisa terraplén arriba, entre la multitud de marineras que marchaban por el camino (y que se dispersaron al acercarse el animal), y después bajó por el otro lado y salió a la llanura. Lo seguían los gritos y los consejos.
—¡Bestia descerebrada! ¡Criatura ciega y tozuda, el abismo te lleve a ti y a tus rebuznos! ¡Para, grita Kruppe! ¡Para! No, por ahí no…
La mula cargó por un camino ladeado que rodeaba por atrás y trotó a toda prisa en busca del clan más cercano de barghastianos Caras Blancas.
Una docena de niños adornados con pinturas salvajes salieron disparados a recibirlos.
La mula se plantó, alarmada de repente, y estuvo a punto de lanzar a Kruppe por encima de su cuello. El animal giró entonces y adoptó un plácido paso con la cola agitándose sobre las ancas.
El daru se las arregló para erguirse entre una variada sucesión de gruñidos.
—¡El ejercicio es una locura! —les exclamó a los niños que corrían a su lado—. ¡Contemplad a estos aterradores golfillos, tan musculosos ya, que se ríen con un deleite estúpido del triste destino de Kruppe! La maldición del vigor y el esfuerzo les ha dejado huero el cerebro. Estimado Kruppe, perdónales como corresponde a tu admirable naturaleza, a tu afable ecuanimidad, a tu sencilla y estimable naturalidad en compañía de aquellos que, por desgracia, carecen de años suficientes. Ah, pobres criaturas, de piernas tan cortas y sin embargo se engañan adoptando expresiones de estúpida sabiduría. Os pavoneáis al paso de esta maldita mula y así desnudáis la trágica verdad, ¡vuestra tribu está condenada, declara Kruppe! ¡Condenada!
—¡No entienden ni una palabra, hombre de manteca!
Kruppe se giró y vio a Hetan y Cafal que llegaban a caballo a reunirse con él. La mujer estaba sonriendo.
—Ni una palabra, daru, y menos mal. ¡De otro modo te arrancarían el corazón del pecho al oír semejantes maldiciones!
—¿Maldiciones? Mi estimada mujer, el genio letal de Kruppe tiene la culpa. ¡Su ira ardiente que pone en peligro todo lo que lo rodea! Es esta bestia, ya sabes…
—Ni siquiera vale para comérsela —observó Hetan—. ¿Qué te parece a ti, hermano?
—Demasiado escuálida —asintió Cafal.
—No obstante, Kruppe ruega el perdón en nombre de su digna persona y de la, por lo contrario, indigna bestia que monta. ¡Perdonadnos, retoños de piernas un tanto largas de Humbrall Taur, os lo rogamos!
—Tenemos una pregunta para ti, hombre de manteca.
—Solo tenéis que preguntar y Kruppe responderá. Relucientes de verdad, sus palabras lisas como el aceite que perfuma tu piel sin tacha, ¿ahí, justo encima del pecho izquierdo, quizá? Kruppe tiene en su posesión…
—No me cabe duda —lo interrumpió Hetan—. Y si continuaras, esta guerra habría terminado antes de que yo hubiera tenido la oportunidad de hacerte la pregunta. Ahora, cállate, daru, y escucha. Mira, si tienes la bondad, las filas malazanas de aquel camino, las pocas compañías que arrastran los pies, que caminan junto a ellos y entre ellos, levantando hacia los cielos nubes de polvo…
—¡Mi querida muchacha, eres una de las personas que le gustan a Kruppe! Te lo ruego, reanuda esa pregunta que no interroga, con detalle, envuelve con tus palabras la cera de la vela más gruesa para que yo pueda prender una llama inextinguible de amor en su honor.
—He dicho mira, daru. ¡Observa! ¿No notas nada raro en tus aliados actuales?
—Actuales. Pasados y sin duda futuros también, asegura Kruppe. ¡Misterios malazanos, sí! Un pueblo peculiar, proclama Kruppe. La disciplina en la dicha marcha se acerca a un punto de disolución desaliñada, se alzan nubes de polvo que se habrán de distinguir en varias leguas pero lo que se ve… ¡vaya, nada salvo polvo!
—A eso me refería —gruñó Hetan.
—De una forma de lo más perspicaz, además.
—Así que lo habías notado.
—¿Notado qué, querida mía? ¿Las suntuosas curvas de tu persona? ¿Cómo podría evitar notar Kruppe tal maravillosa belleza, si bien un poco bárbara? Como una flor de la pradera…
—… a punto de matarte —dijo Hetan con una gran sonrisa.
—Una flor de la pradera, observa Kruppe, como las que florecen en espinosos cactus…
—Cuidado con un mal paso, hombre de manteca.
—Los cuidados de Kruppe carecen de malos pasos, pues lleva bien los cuidados, eh…
—Esta mañana —continuó Hetan después de un momento— vi que una compañía de marineros quitaban las tiendas de tres compañías por todo el campamento malazano. Una para tres, una y otra vez.
—¡Sí, se puede contar con los malazanos!
Hetan se acercó más, estiró un brazo, cerró una mano sobre el cuello del manto de Kruppe y medio lo bajó a rastras de la silla con una amplia sonrisa.
—Hombre de manteca —siseó—, cuando me acueste contigo, y será pronto, esta mula va a necesitar una tabla para llevar lo que quede de ti. Arrastrar a todo el mundo en tu baile de palabras es un magnífico talento pero, llegada la noche, te arrancaré el aire de los pulmones. Te dejaré sin palabras durante días enteros. Y lo haré todo para demostrarte quién es el que manda de los dos. Y ahora, ni una sola palabra más de tus labios o no voy a esperar hasta esta noche. Le daré a estos niños y a todos los demás un espectáculo del que tú, daru, jamás podrás librarte. Ah, ya veo por los ojos que se te salen de las órbitas que lo entiendes. Bien. Ahora deja de apretar a esa mula entre las rodillas, la bestia lo odia. Acomódate en la silla como si fuera un caballo, porque eso se cree el animal que es. Observa cómo montan todos los demás, observa cómo llevan a sus jinetes los caballos. Los ojos de tu animal nunca descansan, ¿no lo has notado? Es la bestia más alerta que ha visto este mundo y no me preguntes por qué. Listo, ya he dicho lo que tenía que decir. Hasta esta noche, hombre de manteca, cuando vea cómo te fundes. —La mujer lo soltó entonces.
Kruppe se dejó caer otra vez en la silla con un jadeo. Abrió la boca para decir algo, pero después la cerró de golpe.
—Aprende rápido, hermana —gruñó Cafal.
La barghastiana lanzó un bufido.
—Como todos, hermano.
Los dos se alejaron. Kruppe se los quedó mirando, se sacó un pañuelo de una manga y se secó el sudor de la frente.
—Oh, vaya. Oh, caramba. ¿Has oído eso, mula? Es Kruppe quien está condenado. ¡Condenado!
Whiskeyjack estudió a las dos mujeres que tenía delante y después habló.
—Permiso denegado.
—No está aquí, señor —reiteró una de las dos marineras—. No tenemos a quién vigilar, ¿no?
—No volveréis a reuniros con vuestra compañía, marineras. Os quedáis conmigo. ¿Algún otro tema que queríais comentar? ¿No? Podéis iros.
Las dos marineras intercambiaron una mirada, después saludaron y se fueron con paso marcial.
—A veces —dijo Artanthos a unos cinco metros de él— vuelve y te muerde en el culo, ¿verdad?
Whiskeyjack miró al hombre.
—¿El qué?
—El estilo de mando de Dassem Ultor. Soldados a los que se da permiso para pensar, cuestionar, discutir…
—Lo que nos convierte en el mejor ejército que este mundo ha visto jamás, portaestandartes.
—No obstante…
—No hay ningún «no obstante». Por eso somos los mejores. Y cuando llegue el momento de obedecer las órdenes difíciles, verás la disciplina que hay. Quizá no la hayas visto ahora mismo, pero está ahí, bajo la superficie, y es sólida.
—Como quieras —respondió Artanthos con un encogimiento de hombros.
Whiskeyjack reanudó la tarea de llevar a su caballo al corral. El sol ya estaba metiendo los últimos rayos refulgentes bajo el horizonte. Por todos lados los soldados se apresuraban a montar las tiendas y preparar las hogueras. Observó que era una panda de hombres cansados. Demasiadas tandas a paso ligero durante el día y luego la campanada añadida de marcha cuando caía el ocaso. Se dio cuenta de que tendría que ir recortando el ritmo durante al menos tres días y después añadir dos campanadas más de descanso antes de llegar a Coral para darle a su infantería tiempo suficiente para recuperarse. Un ejército agotado era un ejército derrotado.
Un mozo de cuadras recogió el caballo de Whiskeyjack y el comandante se dirigió a la tienda de mando de Dujek.
Había un pelotón de marineros sentados encima de sus fardos delante de la entrada, con los cascos y las armaduras puestas, todavía llevaban los pañuelos que les habían cubierto las caras para defenderlas del polvo del día. Ninguno se levantó cuando llegó Whiskeyjack.
—Por mí no os mováis —gruñó con gesto sarcástico cuando pasó entre los soldados y entró en la tienda.
Dentro, Dujek estaba de rodillas. Había tirado un mapa por el suelo alfombrado y lo estaba estudiando a la luz de los faroles mientras murmuraba por lo bajo.
—Bueno —dijo Whiskeyjack al tiempo que acercaba una silla de campaña y se ponía cómodo—, el ejército dividido… se vuelve a dividir.
Dujek levantó la cabeza, sus cejas pobladas se unieron en un ceño momentáneo antes de reanudar el estudio del mapa.
—¿La guardia personal que tengo fuera?
—Sí.
—Son un hatajo de desgraciados en el mejor de los casos, que no se puede decir que sea este.
Whiskeyjack estiró las piernas e hizo una mueca cuando el viejo dolor se despertó en la izquierda.
—Son todos untan, ¿verdad? Últimamente no los he visto mucho por ahí.
—No los has visto por ahí porque les dije que se esfumaran. Solo los llamo desgraciados cuando estoy de buenas. No forman parte de la hueste y en lo que a ellos se refiere, nunca lo serán y, maldita sea, por mí encantado. Además, no te habrían hecho un saludo militar aunque no nos hubiéramos dividido en dos mandos. Me cuesta que me saluden incluso a mí y eso que soy el que han jurado proteger.
—Ahí fuera tenemos un ejército exhausto.
—Lo sé. Si nos sonríe Oponn, el ritmo se recuperará una vez que lleguemos al otro lado de Maurik. Son tres días a galope tendido hasta Coral, nos las hemos arreglado con menos.
—Nos las hemos arreglado para que nos dieran una buena paliza, querrás decir. Esa carrera hasta Mott estuvo a punto de acabar con nosotros, coño, Dujek. No podemos permitirnos una repetición, hay mucho más que perder esta vez.
El puño supremo se echó hacia atrás y empezó a enrollar el mapa.
—Ten fe, amigo mío.
Whiskeyjack miró a su alrededor y observó la mochila cruzada apoyada en el poste central, la vieja espada corta en su vaina, igual de antigua, que habían dejado encima.
—¿Tan pronto?
—No has estado prestando mucha atención —dijo Dujek—. Nos hemos estado escabullendo limpiamente cada noche desde la división. Pasa lista, Whiskeyjack, te faltan seis mil. Llegada la mañana, tienes a tus soldados de vuelta, bueno, o al menos casi a la mitad. Deberías estar bailando alrededor del poste.
—No, debería ser yo el que sale a volar esta noche, no tú, Dujek. El riesgo…
—Exacto —gruñó el puño supremo—. El riesgo. Parece que no te das cuenta pero eres más importante para este ejército que yo. Siempre lo has sido. Para los soldados yo no soy más que un ogro manco con un bonito uniforme; pero si me ven como un animalito de compañía, joder.
Whiskeyjack estudió la armadura desgastada y sin adornos de Dujek y esbozó una sonrisa amarga.
—Es una forma de hablar —dijo el puño supremo—. Además, es lo que ha ordenado la emperatriz.
—Eso es lo que dices tú.
—Whiskeyjack, Siete Ciudades se está devorando a sí misma. La diosa del Torbellino se ha alzado sobre arenas ensangrentadas. La consejera tiene un nuevo ejército y está de camino, pero es demasiado tarde para las fuerzas malazanas que ya se encuentran allí. Sé que estabas hablando de retirarte pero míralo desde el punto de vista de Laseen. Le quedan dos comandantes que conocen Siete Ciudades. Y, sin tardanza, solo un ejército curtido, atrapado allí, en Genabackis. Si tiene que arriesgar a uno de nosotros en la guerra painita, tiene que ser a mí.
—¿Planea enviar a la hueste a Siete Ciudades? Que el Embozado nos asista, Dujek…
—Si la nueva consejera cae víctima de Sha’ik, ¿qué alternativa le queda? Y lo que es más importante, te quiere a ti al mando.
Whiskeyjack parpadeó.
—¿Y qué hay de ti?
Dujek hizo una mueca.
—No creo que espere que sobreviva. Y si por algún milagro sobrevivo, bueno, la campaña en Korel es un desastre…
—Tú no quieres Korel.
—Lo que yo quiera da igual, Whiskeyjack.
—Y Laseen diría lo mismo de mí, deduzco. Dujek, como ya te he dicho, tengo intención de retirarme, de desaparecer si es necesario. Se acabó. Yo ya he terminado con todo esto. Alguna cabaña de troncos en un reino fronterizo, muy lejos del Imperio…
—Y una esposa dándote con una olla en la cabeza. La dicha doméstica del matrimonio, ¿crees que Korlat se conformará con eso?
Whiskeyjack sonrió al oír la suave burla del puño supremo.
—La idea es suya; no lo de la olla, esa es tu pesadilla concreta, Dujek. Pero el resto… De acuerdo, no una cabaña de troncos. Más bien una fortaleza remota y sacudida por los vientos en la ladera de alguna montaña. Un lugar con una vista intimidante…
—Bueno —dijo Dujek con voz cansina—, todavía puedes plantar una pequeña huerta en el patio. Librar una guerra contra las malas hierbas. De acuerdo, será nuestro secreto. Lo siento por Laseen. Si sobrevivo a Coral, seré yo el que lleve a la hueste de regreso a Siete Ciudades. Y si no sobreviviese, bueno, no estaré en posición de que me importe un pimiento el Imperio de Malaz.
—Saldrás de esta, Dujek. Como siempre.
—Como esfuerzo no vale mucho, pero lo acepto. Bueno, ¿compartes una última comida conmigo? Los moranthianos no estarán aquí hasta después de la campanada de medianoche.
Fue una extraña elección de palabras que flotaron, pesadas, entre los dos amigos durante un buen rato.
—Me refería a una última comida antes de irme —dijo Dujek con una leve sonrisa—. Hasta Coral.
—Será un placer —respondió Whiskeyjack.
Los yermos del suroeste del río Eryn se extendían bajo las estrellas, las arenas se ondulaban bajo los vientos del interior nacidos en la llanura del Asentamiento, en el corazón del continente. Por delante, al borde mismo del horizonte, las montañas del Paseo Divino se hacían visibles, jóvenes e irregulares, formando una barrera hacia el sur que se extendía a lo largo de sesenta leguas. El borde oriental lo consumían bosques que continuaban sin interrupción hasta el Tajo de Ortnal y la bahía Coral y volvían a aparecer al otro lado del agua para rodear la propia ciudad de Coral.
El río Eryn se convertía en el Tajo de Ortnal a veinte leguas o más de la bahía Coral; las aguas rojas del río se precipitaban a un profundo abismo y, según se decía, se tornaban de un extraño color negro impenetrable. La bahía Coral no parecía ser más que una continuación de ese abismo.
Paran todavía no veía el Tajo, ni siquiera desde aquella altura, pero sabía que estaba allí. Los exploradores de la patrulla aérea de los moranthianos negros que lo trasladaban a él y a sus Abrasapuentes por el curso del río habían confirmado que se hallaba cerca; después de todo, a veces los mapas se equivocaban. Por fortuna, la mayor parte de los moranthianos negros llevaban meses apostados en las montañas Visión y hacían salidas cada noche para prepararse para ese momento, habían estudiado el terreno y formulado la mejor manera de acercarse a Coral.
Probablemente alcanzarían la boca del Eryn antes del amanecer; suponiendo que los vientos fuertes y constantes que se precipitaban hacia las montañas del Paseo Divino no amainaran, la noche siguiente los vería rozando las aguas negras del Tajo, rumbo a la propia Coral.
Y una vez allí, averiguamos qué es lo que ha planeado el Vidente para nosotros. Lo averiguamos y, si es posible, lo desmantelamos. Y una vez hecho eso, será el momento de que Ben el Rápido y yo…
Una señal invisible hizo precipitarse a los quorls hacia el este y virar hacia la orilla occidental del río. Paran se agarró a las protuberancias óseas de la armadura del jinete moranthiano, el viento silbó entre la celada y le chilló en los oídos. El capitán apretó los dientes y agachó la cabeza detrás del guerrero cuando el suelo oscuro se alzó a toda prisa para recibirlos.
Un aleteo rápido a muy poca altura de la orilla salpicada de rocas les hizo perder velocidad de repente y después se deslizaron en silencio por la playa. Paran se giró y vio a los demás en fila tras ellos. Dio un golpecito con el dedo en la armadura de su jinete y se inclinó hacia delante.
—¿Qué pasa?
—Hay carroña ahí delante —respondió el moranthiano negro, las palabras chasqueaban de forma extraña, un sonido al que el capitán sabía que nunca se acostumbraría.
—¿Tenéis hambre?
El guerrero de la armadura quitinosa no contestó.
De acuerdo, eso fue un golpe bajo.
El hedor de lo que fuera que había tirado en la orilla alcanzó a Paran.
—¿Tenemos que hacerlo? ¿Son los quorls los que necesitan comer? ¿Tenemos tiempo, moranthiano?
—Nuestros exploradores no vieron nada la noche pasada, capitán. Este río jamás ha dejado en la orilla semejante criatura. Quizá sea importante que lo haya hecho ahora. Lo investigaremos.
Paran se rindió.
—Muy bien.
El quorl que tenían debajo viró a la derecha, subió y sobrevoló el terraplén cubierto de hierba antes de posarse en el suelo plano que había detrás. Los otros lo siguieron.
Con las articulaciones doloridas, Paran soltó las correas de la silla y desmontó con cautela. Ben el Rápido llegó cojeando a su lado.
—Que el abismo me lleve —se quejó—, mucho más tiempo así y se me van a caer las piernas.
—¿Alguna idea sobre lo que hemos encontrado? —le preguntó el capitán.
—Solo que apesta.
—Alguna bestia muerta, al parecer.
Media docena de moranthianos negros habían rodeado al jinete que iba en cabeza. Se intercambiaron chasquidos y zumbidos entre ellos en una rápida discusión y después el oficial (cuyo quorl había estado montando Paran) les hizo un gesto al capitán y al mago para que se acercaran.
—La criatura —dijo el oficial—, se encuentra justo delante. Nos gustaría que la examinarais, como haremos nosotros. Hablad con libertad para que al fin podamos rodear la verdad y conocer así su color. Venid.
Paran le echó un vistazo a Ben el Rápido, que se limitó a encogerse de hombros.
—Tú delante, entonces —dijo el capitán.
El cadáver se encontraba entre peñascos, en lo alto de la playa, a unos doce metros de las aguas torrenciales que bajaban hacia el sur. Con los miembros retorcidos que revelaban huesos rotos (algunos de ellos sobresaliendo por la carne desagarrada), la figura estaba desnuda e hinchada por la descomposición. El terreno que lo circundaba hervía de cangrejos que, entre chasquidos y escaramuzas, se enzarzaban en una batalla titánica por la posesión del festín, un detalle que Paran encontró divertido al principio y después inquietante de un modo indescriptible. Los carroñeros distrajeron su atención durante un instante, pero después volvió a clavar la mirada en la figura.
Ben el Rápido formuló una pregunta en voz baja al oficial moranthiano, que asintió. El mago hizo un gesto y un fulgor apagado se alzó desde los peñascos e iluminó el cuerpo.
Por el aliento del Embozado.
—¿Es un tiste andii?
Ben el Rápido se acercó un poco más, se agachó y se quedó callado un buen rato antes de hablar.
—Si lo es, no es uno de los de Anomander Rake… no, de hecho, no creo que sea siquiera tiste andii.
Paran frunció el ceño.
—Pues es muy alto, diablos, mago. Y esos rasgos faciales, los que se ven…
—Tiene la piel demasiado pálida, capitán.
—Decolorada por el agua y el sol.
—No. He visto unos cuantos cuerpos de tiste andii. En el bosque de Perronegro y en las ciénagas que lo rodean. Los he visto en todo tipo de estados y nada como esto. Está hinchado por el calor de todo el día, sí, y tenemos que suponer que vino del río, pero no está empapado. Capitán, ¿has visto alguna vez una víctima de la hechicería Serc?
—¿La senda del Firmamento? Que yo recuerde, no.
—Hay un hechizo que hace estallar a la víctima por dentro. Tiene que ver con la presión, con alterarla de forma violenta, incluso con eliminarla del todo. O, por lo que parece aquí, con aumentarla fuera del cuerpo y multiplicarla por cien. A este hombre lo mató una presión implosiva, como si lo hubiera golpeado un mago usando gran Serc.
—Bien.
—De bien nada, capitán. En realidad, muy mal. —Ben el Rápido levantó la cabeza y miró al oficial moranthiano—. Rodear la verdad, has dicho. De acuerdo. Habla.
—Tiste edur.
El nombre, ah, sí. Torzal habló de ellos. Una guerra antigua… una senda quebrada…
—De acuerdo. Aunque yo jamás había visto ninguno.
—No murió aquí.
—Tienes razón, no murió aquí. Y tampoco se ahogó.
El moranthiano asintió.
—No se ahogó. Ni tampoco lo mató la hechicería, el olor no es ese.
—Sí, no hay mácula de magia. Sigue rodeando.
—Los moranthianos azules, que surcan los mares y hunden redes en las zanjas más profundas… su captura ya llega muerta a la cubierta. Un efecto producido por la naturaleza de la presión.
—Me lo imagino.
—A este hombre lo mató lo contrario. Murió al aparecer, de repente, en un lugar de gran presión.
—Sí. —Ben el Rápido suspiró. Después le echó un vistazo al río—. Hay una poza, una grieta, ahí fuera, se nota por el tirón superior de la corriente ahí, en el medio. El Tajo de Ortnal llega hasta aquí, invisible, y agrieta el lecho del río. Esa poza es profunda.
—Un momento —dijo Paran—. Estás sugiriendo que este tiste edur apareció, de repente, ahí abajo, en lo más profundo de esa poza submarina. El único modo de que eso pudiera ocurrir es si hubiera abierto una senda para llegar ahí; un modo de suicidarse de lo más complicado, creo yo.
—Solo si tenía intención de hacerlo como lo hizo —respondió Ben el Rápido—. Solo si fue él el que abrió la senda. Si quieres matar a alguien, matarlo de una forma desagradable, lo tiras, lo empujas, le pones la zancadilla para que caiga, lo que sea, en un portal hostil. Creo que a este pobre cabrón lo asesinaron.
—¿Un mago supremo de Serc?
—Más bien un mago supremo de Ruse, la senda del Mar. Capitán, el Imperio de Malaz es un imperio marinero, o al menos sus raíces son marineras. No encontrarás un verdadero mago supremo de Ruse en todo el Imperio. Es la senda más difícil de dominar. —Ben el Rápido se volvió hacia los moranthianos—. ¿Y entre tus moranthianos azules? ¿Los plateados o los dorados? ¿Algún mago supremo de Ruse?
El guerrero sacudió la cabeza cubierta por el yelmo.
—Y nuestros anales tampoco revelan ninguno en nuestro pasado.
—¿Y hasta dónde llegan esos anales? —preguntó Ben el Rápido con tono casual mientras volvía a mirar el cadáver.
—Siete decenas.
—¿Décadas?
—Siglos.
—Bueno —dijo el mago al erguirse—, un asesino singular.
—¿Entonces por qué creo ahora que a este hombre lo mató otro tiste edur? —murmuró Paran.
El moranthiano y Ben el Rápido se volvieron hacia él y se quedaron callados.
Paran suspiró.
—Una corazonada, supongo. Me lo susurran las tripas.
—Capitán —dijo el mago—, no olvides en qué te has convertido. —Volvió a clavar los ojos una vez más en el cadáver—. Otro tiste edur. De acuerdo, vamos a rodear esa teoría también.
—No hay objeciones a la posibilidad —dijo el oficial moranthiano.
—Los tiste edur son de la Sombra Ancestral —observó Ben el Rápido.
—En los mares, las sombras nadan. Kurald Emurlahn. La senda de los tiste edur, la Sombra Ancestral, está rota y los mortales la han perdido.
—¿Perdido? —Ben el Rápido alzó las cejas—. Querrás decir que nunca la encontraron. Meanas, donde moran Tronosombrío, Cotillion y los mastines…
—No es más que una puerta —terminó el oficial moranthiano.
Paran gruñó.
—Si una sombra pudiera arrojar sombra, esa sombra sería Meanas… ¿es eso lo que estáis diciendo los dos? ¿Tronosombrío gobierna la garita?
Ben el Rápido sonrió.
—Qué imagen tan deliciosa, capitán.
—Una imagen inquietante —respondió con un murmullo. Los mastines de Sombra… son los guardianes de la puerta. Maldita sea, eso tiene demasiado sentido para que sea un error. Pero la senda también está rota en mil pedazos, lo que significa que quizá la puerta no lleve a ningún sitio. O quizá pertenece al fragmento más grande. ¿Sabe la verdad Tronosombrío? ¿Que su poderoso trono de las Sombras es… es qué? ¿La silla de un alcaide? ¿Donde se encarama un portero? Caramba, caramba, como diría Kruppe.
—Ah. —Ben el Rápido suspiró y su sonrisa se desvaneció—. Creo que ya sé a qué te refieres. Los tiste edur se hallan activos una vez más, por lo que hemos visto aquí. Están regresando al mundo mortal, quizá hayan despertado de nuevo al verdadero trono de las Sombras y quizás estén a punto de hacerle una visita a su nuevo portero.
—Otra guerra en el panteón, las cadenas del dios Tullido estarán tintineando sin duda con sus carcajadas. —Paran se frotó el rastrojo de barba—. Disculpadme, necesito un poco de privacidad. Continuad aquí, si queréis, no tardaré mucho. —Espero.
Se adentró en la tierra unos dieciséis metros y se colocó mirando hacia el noroeste, con los ojos clavados en las estrellas lejanas. De acuerdo, no es la primera vez que lo hago, vamos a ver si funciona por segunda vez…
La transición fue tan rápida, tan natural, que lo dejó tambaleándose, tropezando por unos adoquines irregulares en un torbellino de oscuridad cubierta de motas. Maldijo y se irguió. Las imágenes talladas del suelo brillaron con un tenue fulgor, una luz fría y vagamente distante.
Bueno, aquí estoy. Así de simple. A ver, ¿cómo encuentro la imagen que estoy buscando? ¿Raest? ¿Estás muy ocupado en este momento? Menuda pregunta. Si estuvieras muy ocupado, estaríamos todos metidos en un lío, ¿no? Da igual. Quédate donde estás, sea donde sea. Después de todo, el que tiene que averiguar esto soy yo.
En la baraja de los Dragones, no. No quiero la puerta, después de todo. Así pues la baraja Ancestral, la baraja de las fortalezas…
El adoquín que tenía justo debajo giró y se convirtió en una nueva imagen, una imagen que Paran no había visto antes, pero que reconoció por instinto, era la que buscaba. La talla era tosca, gastada, y los surcos profundos formaban una telaraña caótica de sombras.
Paran sintió que lo arrastraban al suelo, a la escena en sí.
Apareció en una cámara ancha y baja. Una piedra revestida pero sin adornos formaba las paredes, una piedra manchada de agua y cubierta de líquenes, moho y musgo. En lo alto, a su derecha y a su izquierda había unas ventanas anchas (ranuras horizontales), ambas atestadas con un motín de enredaderas y parras que se escabullían por la habitación, cubrían el suelo y atravesaban una alfombra de hojas muertas.
El aire olía a mar y fuera de la cámara, las gaviotas se peleaban sobre las olas que se estrellaban contra algún sitio.
A Paran se le había desbocado el corazón en el pecho. Eso sí que no se lo esperaba. No estoy en otro reino. Es el mío…
A cinco metros de distancia, sobre un estrado elevado, había un trono. Tallado en un único tronco de madera de color carmesí, de la madera de debajo, en los flancos, se habían arrancado amplias tiras de corteza improvisadas, muchas de ellas partidas. Las sombras flotaban en esa corteza, nadaban por los profundos surcos y se derramaban para salir disparadas por el aire circundante antes de desvanecerse en la oscuridad de la cámara.
El trono de las Sombras. No está en algún reino oculto y olvidado. Está aquí, en (o más bien dentro) de mi mundo… Un fragmento pequeño y deshilachado de Kurald Galain.
… Y los tiste edur han venido a por él. Están buscándolo, cruzando los mares para encontrar este lugar. ¿Cómo lo sé?
Paran se adelantó. Las sombras se precipitaron por el trono a una velocidad frenética. Un paso más. Quieres decirme algo, trono, ¿verdad? Se acercó al estrado, estiró el brazo…
Las sombras se derramaron sobre él.
¡Mastín… y no mastín! ¡Sangre que no es sangre! ¡Maestro y mortal!
—¡Oh, cállate! Háblame de este lugar.
¡La isla errante! ¡No vaga! ¡Huye! ¡Sí! ¡Los hijos están corrompidos, las almas de los edur están envenenadas! ¡Tormenta de locura… la eludimos! ¡Protégenos, mastín que no es mastín! ¡Sálvanos… ya vienen!
—La isla errante. Es Deriva Avalii, ¿verdad? Al oeste de Quon Tali. ¿No se suponía que había tiste andii en esa isla?
¡Juramentados para defenderla! Retoños de Anomander Rake… ¡desaparecidos! Dejaron un rastro de sangre, alejaron a los edur sacrificando sus propias vidas… oh, ¿dónde está Anomander Rake? Lo llaman, ¡claman y claman! ¡Ruegan que los ayude!
—Me temo que está muy ocupado.
¡Anomander Rake, hijo de la Oscuridad! Los edur han jurado destruir a la madre Oscuridad. ¡Debes dar aviso! Almas envenenadas, dirigidas por aquel que ha sido asesinado cien veces, oh, cuidado con este nuevo emperador de los edur, este tirano del dolor, ¡este libertador de mareas a medianoche!
Paran se apartó con un tirón mental, sentó un pie atrás tambaleándose y después otro. Estaba bañado en sudor y temblaba por las secuelas de semejante horror visceral.
Apenas consciente de sus propias intenciones, giró en redondo; a su alrededor, la cámara se desdibujó, tragada por la oscuridad y después, con un cambio repentino, algo más profundo que la oscuridad.
—Oh, por el abismo…
Una llanura salpicada de escombros bajo un cielo muerto. A lo lejos, a su derecha, el gemido de unas ruedas inmensas de madera, el deslizamiento y los chasquido secos de las cadenas, un sinfín de pasos pesados. En el aire, un manto de sufrimiento que amenazaba con asfixiar a Paran allí mismo.
El capitán apretó los dientes, se volvió hacia los pavorosos sonidos y se adelantó.
Delante de él aparecieron unas figuras granulosas que se acercaban directamente a Paran. Unas figuras encorvadas, cadenas estiradas. Tras ellos, a ochenta o más metros de distancia, se cernía la terrible carreta atestada de cuerpos retorcidos. La carreta resonaba con un sonido metálico y se movía sobre las piedras, envuelta en una neblina espesa.
Paran se adelantó tropezando.
—¡Draconus! —gritó—. En el nombre del Embozado, ¿dónde estás? ¡Draconus!
Se alzaron varias caras, pero todas, salvo una (velada por una capucha y borrosa), volvieron a agacharse.
El capitán se deslizó entre víctimas de Dragnipur y se acercó a la única cara envuelta en sombras que seguía mirándolo; se puso al alcance de los locos, los aturdidos, los fracasados, ni uno solo de los cuales intentó impedirle el paso o reconoció siquiera su presencia. Paran se movía como un fantasma entre la multitud.
—Saludos, mortal —dijo Draconus—. Camina conmigo, entonces.
—Quería ver a Rake.
—Pero encontraste su espada. Cosa que yo no siento.
—Sí, ya he hablado con Escalofrío, Draconus, pero no me presiones con ese tema. Cuando tome una decisión, serás el primero en saberlo. Me urge hablar con Rake.
—Sí —dijo el antiguo guerrero con voz profunda—, así es. Explícale esta verdad, mortal. Él es demasiado misericordioso, demasiado misericordioso para empuñar a Dragnipur. La situación se está haciendo desesperada.
—¿De qué estás hablando?
—Dragnipur necesita alimentarse. Mira a nuestro alrededor, mortal. Los hay que, con el tiempo, ya no pueden seguir tirando de esta carga. Entonces los llevan a la carreta y los arrojan ahí, ¿crees que eso es preferible? Demasiado débiles para moverse, no tardan en quedar enterrados bajo otros como ellos. Enterrados, atrapados para toda la eternidad. Y cuanto más soporta la carreta, mayor es el peso… y más difícil es la carga para aquellos que todavía podemos arrastrar esta cadenas. ¿Lo entiendes? Dragnipur tiene que alimentarse. Precisamos… piernas nuevas. Dile a Rake que tiene que empuñar la espada. Tiene que tomar almas. Almas poderosas, a ser posible. Y debe hacerlo pronto…
—¿Qué ocurrirá si se para la carreta, Draconus?
El hombre que había forjado su propia prisión se quedó callado durante un buen rato.
—Proyecta tu visión, mortal, sobre el camino. Mira por ti mismo lo que nos persigue.
¿Perseguirnos? Paran cerró los ojos, pero la escena no se desvaneció, la carreta continuó avanzando pesadamente, allí, en su mente, las multitudes se arrastraban a su lado como fantasmas. Y entonces el inmenso vehículo pasó a su lado y sus gemidos se desvanecieron tras él. Los surcos de sus ruedas lo flanquearon, cada uno tan ancho como un camino imperial. La tierra estaba empapada de sangre, bilis y sudor, un barro vil en el que hundía las botas y se las tragaba hasta los tobillos.
Su mirada siguió esas huellas hacia atrás, hasta el horizonte. Donde reinaba el caos. Llenaba el cielo una tormenta como él no había visto jamás. Un hambre voraz se derramaba en ella. Una anticipación frenética.
Recuerdos perdidos.
Poder nacido de almas arrancadas.
Malicia y deseo, una presencia casi consciente, con cientos de miles de ojos clavados en la carreta que había tras Paran.
Tan… impacientes por alimentarse…
El capitán se encogió.
Con un jadeo, Paran se encontró tropezando una vez más junto a Draconus. El residuo de lo que había presenciado se aferraba a él y hacía que su corazón palpitara con un ritmo salvaje en su pecho. Tardó otros veinticinco metros en ser capaz de levantar la cabeza y hablar.
—Draconus —dijo entre dientes—, has creado una espada muy desagradable.
—La oscuridad siempre ha luchado contra el caos, mortal. Y siempre se ha retirado. Y cada vez que la madre Oscuridad se rendía (a la llegada de la luz, al nacimiento de las sombras), su poder disminuía, el desequilibrio se hacía más profundo. Tal era el estado de los reinos a mi alrededor en esos primeros tiempos. Un desequilibrio creciente. Hasta que el caos se acercó a la propia puerta de Kurald Galain. Había que elaborar una defensa. Se… precisaban… almas…
—Espera, por favor. Necesito pensar.
—El caos anhela el poder que hay en esas almas, lo que Dragnipur ha reclamado. Alimentarse de ese poder lo hará más fuerte, diez veces más. Cien veces más. Suficiente para atravesar la puerta. Mira tu reino mortal, Ganoes Paran. Guerras devastadoras que destruyen civilizaciones enteras, guerras civiles, levantamientos raciales, dioses heridos y moribundos, tú y los tuyos avanzáis a un ritmo peligroso por el camino forjado por el caos. Cegados por la ira, codiciando la venganza, esos, los más oscuros de los deseos…
—Espera…
—Donde la historia no significa nada. Las lecciones se olvidan. Los recuerdos… de la humanidad… de todo lo que es humano… se han perdido. Sin equilibrio, Ganoes Paran…
—¡Pero quieres que rompa Dragnipur en mil pedazos!
—Ah, ahora comprendo tu resistencia. Mortal, he tenido tiempo de pensar. De reconocer el grave error que he cometido. Creía, Ganoes Paran, en esos primeros tiempos, que solo en la oscuridad podía manifestarse el poder que es orden. Intentaba ayudar a la madre Oscuridad, pues parecía incapaz de ayudarse a sí misma. Se negaba a responder, ni siquiera reconocía la presencia de sus hijos. Se había retirado a las profundidades de su propio reino, muy lejos de todos nosotros, tan lejos que no podíamos encontrarla.
—Draconus…
—Escúchame, por favor. Antes de las Casas existieron las fortalezas. Antes de las fortalezas, la vida errante. ¡Tus propias palabras, sí! Pero estabas en lo cierto y a la vez te equivocabas. No era una vida errante sino una migración. Un recorrido estacional, predecible, cíclico. Lo que parecía carecer de sentido, ser aleatorio, era en realidad algo fijo, sometido a sus propias leyes. Una verdad, un poder, que yo no supe reconocer.
—Así que la destrucción de Dragnipur liberará la puerta una vez más, la dejará libre a su migración.
—A lo que le daba la fuerza para resistir al caos, sí. Dragnipur ha vinculado la puerta de la oscuridad a la huida, para toda la eternidad; pero si las almas encadenadas a ella disminuyeran…
—La huida se ralentiza…
—De una forma letal.
—Así que o bien Rake empieza a matar, a llevarse almas, o hay que destruir a Dragnipur.
—Lo primero es necesario para ganar tiempo hasta que se produzca lo segundo. Hay que romper la espada en mil pedazos. El propósito de su existencia seguía un camino equivocado. Además, hay otra verdad con la que me he tropezado… demasiado tarde ya para que importe algo. Al menos a mí.
—¿Y cuál es?
—Igual que el caos posee la capacidad de actuar en su propia defensa y alterar de ese modo su propia naturaleza en su propio beneficio en esta guerra eterna, lo mismo puede hacer el orden. No está vinculado solo a la oscuridad. Comprende, si quieres decirlo así, el valor del equilibrio.
Paran sintió un destello de intuición.
—Las Casas de Azath. La baraja de los Dragones.
La cabeza encapuchada se giró un poco y Paran sintió unos ojos fríos e inhumanos clavados en él.
—Sí, Ganoes Paran.
—Las Casas se llevan almas…
—Y las vinculan. Lejos del alcance del caos.
—Así que, entonces, tampoco debería importar que sucumbiera la oscuridad.
—No seas idiota. Las pérdidas y las ganancias se acumulan, cambian la marea, pero no siempre se equilibra la balanza. Nos encontramos en un momento de desequilibrio, Ganoes Paran, que se acerca a las puertas de algo. Esta guerra, que nos ha parecido eterna a los que estamos atrapados en ella, puede que llegue a su fin. Lo que nos aguarda a todos, si eso ocurriera… bueno, mortal, tú ya has sentido su aliento, ahí, a tu espalda.
—Necesito hablar con Rake.
—Entonces, búscalo. Suponiendo, por supuesto, que todavía lleve la espada.
Al parecer, es más fácil decirlo que hacerlo.
—Espera, ¿qué quieres decir con eso? ¿Con eso de que todavía lleve la espada?
—Solo eso, Ganoes Paran.
¿Y por qué no la iba a llevar? ¿En el nombre del Embozado, qué estás insinuando, Draconus? ¡Que hablamos de Anomander Rake, diablos! Si estuviéramos en una de esas fábulas de tres al cuarto con un granjerito lerdo que se tropieza con una espada mágica, bueno, entonces quizá fuera posible perder la espada. Pero… ¿Anomander Rake? ¿El hijo de la Oscuridad? ¿El señor de Engendro de Luna?
Un gruñido de Draconus le llamó la atención. En medio del camino, enredado en unas cadenas que se habían quedado flojas, yacía una figura demoníaca.
—Byrys. Lo maté yo mismo, hace ya mucho tiempo. No creí… —Se acercó a la criatura de piel negra, bajó los brazos y, para asombro de Paran, se lo echó al hombro—. A la carreta —dijo Draconus—, mi antiguo enemigo…
—¿Quién me invocó —murmuró el demonio— para que luchara contra ti?
—Siempre la misma pregunta, Byrys. No lo sé. Nunca lo supe.
—¿Quién me invocó, Draconus, para que muriera bajo la espada?
—Alguien que lleva muerto mucho tiempo, sin duda.
—Quién me invocó…
Mientras Draconus y el demonio que llevaba al hombro continuaban con su absurda conversación, Paran sintió que algo lo alejaba de allí, las palabras iban perdiendo nitidez, la imagen se desdibujaba… hasta que se encontró una vez más sobre los adoquines, muy por debajo de la Casa del Finnest.
—Anomander Rake, caballero de la Oscuridad, Gran Casa de Oscuridad… —Sus ojos se esforzaron por ver cómo se alzaba la imagen que había invocado entre el universo sin fin de adoquines grabados.
Pero no ocurrió nada. Paran sintió un escalofrío repentino en la boca del estómago y estiró mentalmente la mano en busca de la Gran Casa de Oscuridad, intentaba encontrar el lugar, la figura con la espada negra que arrastraba unas cadenas etéreas…
No llegó a comprender lo que se precipitó a recibirlo, algo cegador que lo golpeó en el cráneo, un destello…
… y después la nada.
Abrió los ojos a una luz moteada. El agua le trazaba riachuelos fríos por las sienes. Se deslizó una sombra sobre él y después una cara redonda y conocida con unos ojos pequeños y perspicaces.
—Mazo —graznó Paran.
—Empezábamos a preguntarnos si ibas a volver, capitán. —El sanador levantó un trapo que chorreaba—. Te subió la fiebre durante un tiempo, pero creo que ya ha roto…
—¿Dónde?
—Desembocadura del río Eryn. Tajo de Ortnal. Es mediodía. Ben el Rápido tuvo que ir a buscarte anoche, capitán, el riesgo de que nos sorprendieran en terreno abierto antes del amanecer… Decidimos atarte a tu quorl y salir disparados con esos vientos.
—Ben el Rápido —murmuró Paran—. Tráemelo aquí. Deprisa.
—Nada más fácil, señor. —Mazo se echó hacia atrás y le hizo un gesto a alguien que tenía al lado.
Apareció el mago.
—Capitán. Desde el amanecer ya nos han pasado por encima cuatro de esos cóndores, si nos están buscando…
Paran sacudió la cabeza.
—A nosotros no. A Engendro de Luna.
—Puede que tengas razón, pero eso significaría que todavía no lo han avistado, y eso no parece demasiado probable, diablos. ¿Cómo se esconde una montaña flotante? Lo más probable…
—Anomander Rake.
—¿Qué?
Paran cerró los ojos.
—Lo busqué… a través de la baraja, el caballero de la Oscuridad. Mago, creo que lo hemos perdido. Y a Engendro de Luna. Hemos perdido a los tiste andii, Ben el Rápido. Anomander Rake ha desaparecido.
—¡Espantosa ciudad! ¡Horrenda! ¡Macabra! ¡Mugrienta! Kruppe lamenta el avistamiento del mencionado asentamiento…
—Eso ya lo habías dicho… —murmuró Whiskeyjack.
—No auguran nada bueno tales nefandas moradas. Causan pavor semejantes calles fantasmales y esos enormes buitres que anidan y aletean con tanta libertad por los cielos de acullá sobre la tan noble cabeza de Kruppe. ¿Cuándo, oh, cuándo llegará la oscuridad? ¿Cuándo caerá la misericordiosa oscuridad, reitera Kruppe, para que una bendita ceguera envuelva nuestras dignas personas y permita así que la inspiración destelle y revele por tanto el engaño de engaños, el más astuto de los juegos de manos, la no ilusión de las ilusiones, el…?
—Dos días —gruñó Hetan desde el otro lado de Whiskeyjack—. Lo dejé sin habla… dos días; esperaba algo más, ya que el corazón de ese hombre estuvo a punto de rendirse.
—Pues vuelve a cerrarle la boca —dijo Cafal.
—Esta noche, y con un poco de suerte no estará en condiciones de decir ni una palabra más hasta Maurik por lo menos.
—¡Mi querida muchacha ha malinterpretado el silencio de Kruppe, tan poco propio de su persona! ¡Jura, no, ruega por todo lo que sabe que le ahorres los azotes y los jadeos en la noche venidera y en cada noche que sigue! Es demasiado tierno de espíritu, es demasiado fácil magullarlo, arañarlo y zarandearlo de un lado a otro. Kruppe no había conocido jamás el horror de las volteretas ni desea volver a experimentar dicha descomposición de su indispuesta persona. Así pues, para explicar un laconismo extraordinario, estos dos días de apariencia muda que de forma tan poco elegante engalanaban al honorable Kruppe, peor desde luego que una mortaja de abatimiento. ¡Se ha de explicar! Kruppe, mis queridos amigos, ha estado pensando.
»¡Pensando, sí! ¡Como nunca pensó haberlo hecho! Nunca, jamás. Pensamientos que brillan gloriosos, que deslumbran y ciegan el conocimiento mortal, tan estremecedores que saquean los miedos y no dejan más que el valor más puro, ¡valor sobre el que uno surca las aguas como en una balsa que se precipita por la boca del paraíso!
Hetan lanzó un bufido.
—Esos revolcones no eran volteretas. Eran simples caídas. Muy bien, ¡ya te daré yo volteretas de sobra esta noche, pequeño escurridizo!
—¡Kruppe reza, oh cómo reza para que nunca caiga la oscuridad! ¡Que desde las profundidades el destello no sea más que ahogado en un mundo repleto de luz y asombro! ¡Contente, misericordiosa oscuridad! ¡Nosotros debemos seguir adelante, valiente Whiskeyjack! ¡Siempre adelante! ¡Sin pausa, sin descanso, sin demora! ¡Agostar nuestros pies, que sean simples muñones, ruega Kruppe! ¡Noche, oh, noche! ¡Que ejerce su atracción fatal sobre esta débil persona, la mula estaba allí, después de todo, y mirad a la pobre bestia, exhausta por lo que sus ojos no pudieron evitar presenciar! ¡Casi fenecida de consunción por simple empatía!
»¡Oh, no escuches a Kruppe y sus secretos deseos de autodestrucción a manos de mujer tan deliciosa! ¡No escuches, por los dioses! Nada has de oír hasta que el significado en sí se disipe…
Rapiña se quedó mirando las aguas negras del Tajo de Ortnal. Había trozos de hielo que desafiaban la corriente y se abrían camino arroyo arriba machacándose contra las orillas. Al sureste, la bahía Coral era blanca como un campo de invierno bajo las estrellas. El viaje desde la desembocadura del Eryn no les había llevado más que media noche. A partir de allí los Abrasapuentes iban a viajar a pie, se mantendrían a cubierto, bordearían las montañas oscuras y boscosas y rodearían la región relativamente plana entre el Tajo y la cordillera.
Miró ladera abajo, era una ladera suave y al fondo podía ver al capitán Paran sentado con Ben el Rápido, Eje, Patas, Deditos y Perlazul. Las reuniones de magos siempre la ponían nerviosa, sobre todo cuando Eje se contaba entre ellos. Bajo la piel que había debajo de la camisa de pelo se revolvía el alma de un zapador, un alma medio loca, como las de todos los zapadores. La magia de Eje tenía una merecida fama de impredecible y más de una vez ella lo había visto desvelar su senda con una mano mientras que con la otra arrojaba una munición moranthiana.
Los otros tres magos Abrasapuentes no eran gran cosa. Perlazul era un napaniano con los pies torcidos que se afeitaba la cabeza y se daba aires de tener inmensos conocimientos sobre la senda de la Mar.
Patas tenía sangre seti, sangre a la que él le concedía una importancia exagerada y que le servía de excusa para lucir un sinfín de amuletos y baratijas de la tribu de Quon Tali del norte, aunque los seti en sí hacía ya mucho tiempo que no existían más que de nombre, pues habían quedado asimilados por completo por la cultura quon. Patas, sin embargo, lucía como parte de su uniforme una versión extrañamente idealizada del atuendo seti de las llanuras, prendas todas que había confeccionado una costurera que trabajaba para una compañía teatral de Unta. Rapiña no sabía muy bien en qué senda se especializaba Patas, porque los rituales que usaba el mago para recurrir al poder por lo general llevaban más tiempo que una batalla normal.
Deditos se había ganado el apelativo por su costumbre de coleccionar los dedos de los pies de los enemigos muertos, ya los hubiera matado él en persona o no. Había inventado una especie de polvo de secado con el que trataba sus trofeos antes de cosérselos al chaleco; el tipo olía como una cripta en la época seca y como una fosa común antes de que le echaran cal cuando llovía. Afirmaba ser nigromante y que, en el pasado, un ritual que había resultado ser una auténtica chapuza lo había dejado con una sensibilidad especial para percibir fantasmas; afirmaba que estos lo seguían y añadía que al cortarles los dedos de los pies mortales, se llevaba su sentido del equilibrio, de modo que se caían con tanta frecuencia que él podía dejarlos atrás.
De hecho parecía un hombre acosado por fantasmas pero, como había señalado Mezcla, ¿quién no se sentiría acosado con todos esos dedos muertos colgándole de la ropa?
El viaje había sido agotador. Pasarte horas atada a la silla de atrás de un quorl, temblando bajo los vientos cortantes de las alturas mientras veías pasar legua tras legua de terreno terminaba dejándote enervada, entumecida y triste. La naturaleza empapada de aquel bosque de montaña tampoco ayudaba mucho. Rapiña estaba congelada hasta los huesos. Tendrían lluvia y bruma toda la mañana, la calidez del sol no llegaría hasta por la tarde.
Mazo se acercó a ella.
—Teniente —dijo.
Rapiña lo miró con el ceño fruncido.
—¿Alguna idea sobre de qué están hablando, sanador?
Mazo les echó un vistazo a los magos.
—Solo están preocupados, señor. Por esos cóndores. Les han echado suficientes vistazos en las últimas horas como para que no queden muchas dudas: esos pájaros son cualquier cosa menos pájaros.
—Bueno, eso ya lo habíamos supuesto todos.
—Sí. —Mazo se encogió de hombros y añadió—: Y me imagino que las noticias de Paran sobre Anomander Rake y Engendro de Luna tampoco los habrán tranquilizado demasiado. Si los hemos perdido, como cree el capitán, tomar Coral y derrotar al Vidente Painita se va a poner mucho más complicado.
—Quieres decir que igual nos masacran.
—Bueno…
La atención de Rapiña se fijó poco a poco en el sanador.
—Suéltalo ya —gruñó.
—Es solo una corazonada, teniente.
—¿Y es?
—Ben el Rápido y el capitán. Tienen algo más planeado, quiero decir que esos dos traman algo. O eso sospecho. Verás, hace mucho tiempo que conozco a Ben el Rápido, lo conozco bien y ya tengo calado cómo trabaja. Estamos aquí a cubierto, ¿no? Somos la avanzadilla de Dujek. Pero para esos dos la operación es un doble ciego, hay otra misión oculta bajo esta y no creo que Unbrazo sepa nada de ella.
Rapiña parpadeó.
—¿Y Whiskeyjack?
Mazo sonrió con amargura.
—En cuanto a eso, no sabría decir, señor.
—¿Eres tú el único que sospecha algo, sanador?
—No. El pelotón de Whiskeyjack. Seto. Trote, ese maldito barghastiano está enseñando mucho esos dientes afilados y cuando hace eso suele significar que intuye que está pasando algo, pero no sabe qué con exactitud, solo que no dice nada. Si comprendes a qué me refiero.
Rapiña asintió. Había visto a Trote sonriendo casi cada vez que había puesto los ojos en el guerrero en los últimos días. Inquietante a pesar de la explicación de Mazo.
Mezcla apareció delante de ellos.
El ceño de Rapiña se profundizó.
—Perdona, teniente —dijo—. El capitán me encontró husmeando… aunque no sé cómo. Me temo que no tuve ocasión de escuchar. En fin, vengo a decirte que los pelotones están listos.
—Por fin —murmuró Rapiña—. Estaba a punto de quedarme congelada.
—Aun así —dijo Mazo—, pero yo ya echo de menos a los moranthianos, estos bosques son muy oscuros, diablos.
—Pero están vacíos, ¿no?
El sanador se encogió de hombros.
—Eso parece. Son los cielos los que deberían preocuparnos, llegado el día.
Rapiña se irguió.
—Vosotros dos, seguidme. Es hora de despertar a los otros…
La marcha de Brood hacia Maurik se había convertido en una especie de carrera. Varios elementos de su ejército se iban rezagando dependiendo de la velocidad que pudieran mantener o, en el caso de las Espadas Grises y la legión de Rezongo, la que eligieran mantener. En consecuencia, las fuerzas se extendían a lo largo de casi una legua de granjas calcinadas por el maltratado camino de mercaderes que llevaba al sur, con las Espadas Grises, la legión de Trake y otra chusma formando la retaguardia en virtud de su relajado paso.
Itkovian habían optado por permanecer con Rezongo. El gran daru y Piedra Menackis entretejían una sucesión de relatos sobre su pasado compartido que mantenían a Itkovian entretenido, tanto por el contraste entre sus dispares recuerdos como por los acontecimientos con frecuencia estrambóticos que describían los dos.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Itkovian se había permitido semejante placer. Había llegado a apreciar mucho la compañía de aquellos dos y sobre todo su espantosa irreverencia.
En alguna que otra ocasión se acercaba a las Espadas Grises y hablaba con la yunque del escudo y con la destriant, pero la incomodidad no tardaba en obligarlo a marchar; su antigua compañía había comenzado a sanar y comenzaba a incluir en su red a los reclutas tenescowri; el adiestramiento se producía sobre la marcha y cuando la compañía se detenía al atardecer. Y a medida que los soldados se iban uniendo, más tenía la sensación Itkovian de que era un intruso, y más echaba de menos a la familia que había conocido toda su vida.
Al mismo tiempo, ellos eran su legado y se permitía sentir cierto orgullo cuando los contemplaba. La nueva yunque del escudo había asumido el título y todo lo que este exigía; Itkovian por primera vez entendía cómo debían de verlo los demás cuando ostentaba el título de la revelación. Lejano, inflexible, totalmente autosuficiente. Una figura dura que prometía una justicia brutal. Cierto, él había podido contar con el apoyo de Brukhalian y Karnadas. Para la nueva yunque del escudo no estaba más que la destriant, una joven capan de pocas palabras que no mucho tiempo atrás todavía era recluta. Itkovian comprendía de sobra lo sola que debía de sentirse la yunque del escudo, pero no se le ocurría ninguna forma de aliviar su carga. Todos los consejos que podía dar procedían, después de todo, de un hombre que le había (al menos en su mente) fallado a su dios.
Cada vez que regresaba al lado de Rezongo y Piedra sentía en la boca el sabor amargo de la huida.
—Rumias las cosas como ningún otro hombre que yo haya conocido —dijo Rezongo.
Itkovian parpadeó y miró al daru.
—¿Señor?
—Bueno, eso no es del todo verdad. Buke…
Al otro lado de Itkovian, Piedra lanzó un bufido.
—¿Buke? Buke era un borracho.
—Más que eso, miserable mujer —respondió Rezongo—. Llevaba sobre sus hombros…
—No empieces —le advirtió Piedra.
Para gran sorpresa de Itkovian, Rezongo se quedó callado de repente. Buke… ah, ya recuerdo. Sobre sus hombros las muertes de seres queridos.
—No hay necesidad, Piedra Menackis, de desplegar una sensibilidad tan poco característica en ti. Entiendo por qué para vosotros dos me parezco a Buke. Siento curiosidad, ¿vuestro triste amigo buscó redención en su vida? Si bien puede que me haya rechazado cuando era yunque del escudo, quizá haya encontrado fuerzas en algún propósito interno.
—De eso nada, Itkovian —dijo Piedra—. Buke bebía para mantener a raya su tormento. No buscaba redención. Quería la muerte, pura y simple.
—No tan simple —objetó Rezongo—. Quería una muerte honorable, como la que le negaron a su familia; con ese honor podría redimirlos a su vez. Sé que es una idea retorcida, pero sospecho que lo que pasaba por su mente a mí me parece menos misterioso que a la mayoría.
—Porque tú has pensado lo mismo —soltó Piedra de repente—. Aunque tú no perdiste a tu familia en el incendio de un bloque de apartamentos. Lo máximo que has perdido tú quizá sea esa fulana que se casó con el mercader…
—Piedra —gruñó el daru—. Perdí a Harllo. Estuve a punto de perderte a ti.
Fue obvio que la admisión la dejó sin habla.
Ah… estos dos…
—La distinción —dijo Itkovian— entre Buke y yo se encuentra en la noción de redención. Yo acepto el tormento, tal y como es para mí, y por tanto admito la responsabilidad de todo lo que he hecho o no. Como yunque del escudo mi fe me exigía que aliviara el dolor de otros. En el nombre de Fener debía llevar paz a las almas y hacerlo sin juzgarlas. Eso he hecho.
—Pero tu dios ha desaparecido —dijo Piedra—. Entonces, en el nombre del Embozado, ¿a quién le entregabas esas almas?
—Bueno, a nadie, Piedra Menackis. Las llevo todavía conmigo.
Piedra miraba furiosa a Rezongo, que le respondió con un encogimiento de hombros abatido.
—Ya te lo dije, muchacha —murmuró.
La mujer se volvió hacia Itkovian.
—¡Maldito idiota! Esa nueva yunque del escudo… ¿qué hay de ella? ¿No va a abrazar ella tu carga o lo que sea que hagas? ¿No tomará ella esas almas…? ¡Tiene un dios, maldita sea! —Piedra recogió las riendas—. Si se cree que puede…
Itkovian la detuvo con una mano.
—No, señor. Se ha ofrecido, como es su deber. Pero no está lista para tal carga, la mataría, destruiría su alma y eso heriría a su dios, quizá de un modo fatal.
Piedra apartó el brazo, pero permaneció a su lado. Había abierto mucho los ojos.
—¿Y, exactamente, qué tienes intención de hacer con… con todas esas almas?
—Debo encontrar un modo, Piedra Menackis, de redimirlas. Como habría hecho mi dios.
—¡Qué locura! ¡Tú no eres ningún dios! ¡Eres un maldito mortal! No puedes…
—Pero debo hacerlo. Así que, ya ves, soy igual pero a la vez distinto de vuestro amigo Buke. Disculpadme, señores, por «rumiar» tales cosas. Sé que me aguarda una respuesta pronto, creo, y tenéis razón, haría mejor en hacer solamente un ejercicio de serena paciencia. Después de todo, me he aferrado a esto durante mucho tiempo.
—Haz como desees, Itkovian —dijo Rezongo—. Hablamos demasiado, Piedra y yo. Eso es todo. Perdónanos.
—No hay nada que perdonar, señor.
—¿Por qué no puedo tener amigos normales? —preguntó Piedra—. ¿Amigos sin rayas de tigre y ojos de gato? ¿Amigos que no lleven cien mil almas a la espalda? Ahí viene un jinete de esa otra compañía rezagada, ¡quizá él sea normal! Bien sabe el Embozado que va vestido como un granjero y parece lo bastante lerdo como para ser capaz de expresarse solo con frases sencillas. ¡Un hombre perfecto! ¡Eh! ¡Tú! No, ¿a qué estás esperando? ¡Anda, acércate! ¡Por favor!
La desgarbada figura que montaba lo que parecía una raza extraña de percherón hizo avanzar su montura al paso, con cautela.
—¡Hola amigos! —exclamó en un daru con un acento terrible—. ¿Es un mal momento? Parece que discutís…
—¿Discutir? —bufó Piedra—. ¡Llevas viviendo demasiado tiempo en los bosques si crees que eso era una discusión! Acércate y, por el abismo, ¿cómo te hiciste con una nariz tan grande?
El hombre se encogió y dudó un momento.
—¡Piedra! —le advirtió Rezongo a su compañera. Después se dirigió al jinete—. Es así de grosera y desagradable con todo el mundo, soldado.
—¡No estaba siendo grosera! —exclamó Piedra—. Las narices grandes son como las manos grandes, eso es todo…
Nadie dijo nada.
Poco a poco, la cara estrecha y larga del desconocido se fue tiñendo de un profundo color escarlata.
—Bienvenido, señor —dijo Itkovian—. Lamento que no nos hayamos conocido antes, principalmente porque al parecer la vanguardia de Brood, los rhivi y todas las demás compañías, nos han dejado atrás.
El hombre consiguió asentir.
—Sí. Ya lo habíamos notado. Soy el mariscal supremo Paja, de los Irregulares de Mott. —Sus ojos pálidos y acuosos se fijaron con un parpadeo en Rezongo—. Bonitos tatuajes. Yo también tengo uno. —Se subió una manga mugrienta y reveló una imagen deformada y confusa en el hombro manchado de polvo—. No sé muy bien qué le pasó, pero se suponía que era una rana de San Antonio encima de un tocón. Claro que no es nada fácil ver esas ranas así que puede que sea eso, ese manchón de ahí, creo que eso es la rana. Aunque podría ser un champiñón. —Su sonrisa reveló unos dientes enormes, se bajó la manga y se acomodó en la silla. De repente frunció el ceño—. ¿Sabéis hacia dónde marchamos? ¿Y por qué tiene todo el mundo tanta prisa?
—Eh…
Eso fue lo único que al parecer consiguió decir Rezongo, así que tomó la palabra Itkovian.
—Excelentes preguntas, señor. Nos dirigimos a una ciudad llamada Maurik, donde nos reuniremos de nuevo con el ejército malazano. De Maurik continuaremos hacia el sur, a la ciudad de Coral.
Paja frunció el ceño.
—¿Habrá una batalla en Maurik?
—No, la ciudad está abandonada. Es solo un lugar conveniente para llevar a cabo la reunificación.
—¿Y en Coral?
—Es probable que allí haya una batalla, sí.
—Las ciudades no huyen, así que, ¿por qué nos damos tanta prisa?
Itkovian suspiró.
—Un interrogante lleno de perspicacia, señor, un interrogante que nos conduce a poner en duda supuestos que todos los interesados daban por sabidos con anterioridad.
—¿Qué?
—Ha dicho que buena pregunta —dijo Piedra con tono cansino.
El mariscal asintió.
—Por eso la hice. Soy famoso por hacer buenas preguntas.
—Ya lo vemos —respondió ella sin inmutarse.
—Brood tiene prisa —dijo Rezongo— porque quiere llegar a Maurik antes que los malazanos, que al parecer marchan a un ritmo más rápido de lo que creímos posible.
—¿Y?
—Bueno, eh, la alianza se ha convertido en una entidad un tanto… inestable en los últimos tiempos.
—Son malazanos, ¿qué esperabas?
—A decir verdad —dijo Rezongo—, creo que ni Brood sabía qué esperar. ¿Estás diciendo que no te sorprende este reciente cisma?
—¿Cisma? Ah, ya. No. Además, es obvio por qué se mueven tan rápido los malazanos.
Itkovian se inclinó hacia delante en la silla.
—¿Lo es?
Paja se encogió de hombros.
—Tenemos a algunos de los nuestros allí…
—¿Tenéis espías entre los malazanos? —preguntó Rezongo.
—Claro. Siempre los tenemos. Compensa saber lo que están tramando, sobre todo cuando estábamos luchando contra ellos. Solo porque nos aliáramos con ellos no había razón para no seguir vigilando.
—¿Y por qué marchan tan rápido, mariscal Paja?
—Los moranthianos negros, por supuesto. Llegan cada noche y se llevan compañías enteras. Solo quedan unos cuatro mil malazanos en el camino, y la mitad de ellos son de apoyo. Dujek también se ha ido. Whiskeyjack es el que lidera la marcha, han llegado al río Maurik y están construyendo barcazas.
—¿Barcazas?
—Claro. Para bajar flotando por el río, diría yo. No para cruzarlo ya que, de todos modos, ahí hay un vado y además, las barcazas están río abajo.
—Y el río, por supuesto —murmuró Rezongo— los llevará directamente a Maurik. Son solo unos cuantos días.
Itkovian se dirigió al mariscal.
—Señor, ¿has hecho partícipe a Caladan Brood de esta información?
—No.
—¿Por qué no?
Paja se encogió otra vez de hombros.
—Bueno, yo y los hermanos Tronco hablamos de eso, un poco.
—¿Y?
—Decidimos que Brood, bueno, como que se ha olvidado.
—¿Olvidado, señor? ¿Olvidado de qué?
—De nosotros. De los Irregulares de Mott. Creemos que quizá había planeado dejarnos atrás. Arriba en el norte. En el bosque de Perronegro. Puede que hubiera algo así como una orden por aquel entonces, algo sobre que teníamos que quedarnos mientras él iba al sur. No estamos seguros. No nos acordamos.
Rezongo se aclaró la garganta.
—¿Habéis considerado la posibilidad de informar al caudillo sobre vuestra presencia?
—Bueno, no queremos que se cabree. Creo que sí que hubo algún tipo de orden, ya sabes. Algo como «largaos», quizá.
—¿Largaos? ¿Por qué os iba a decir eso Brood?
—Eh, es que es eso. No fue el caudillo. Fue Kallor. Eso fue lo que nos confundió. No nos cae bien Kallor. Por lo general no hacemos caso de sus órdenes. Así que, bueno, aquí estamos. ¿Y vosotros quiénes sois?
—Creo, señor —dijo Itkovian— que deberías enviarle un jinete a Brood, con tu informe sobre los malazanos.
—Oh, también tenemos gente allí, en la vanguardia. Intentaron hablar con el caudillo, pero Kallor no hizo más que mandarles de vuelta.
—Eso sí que es curioso —murmuró Rezongo.
—Kallor dice que ni siquiera deberíamos estar aquí. Dice que el caudillo se pondrá furioso. Así que ya no vamos a acercarnos más. De hecho, estamos pensando en marcharnos. Echamos de menos el bosque de Mott, aquí no hay árboles. Nos gustan los bosques. De todo tipo, acabamos de recuperar una mesa asombrosa… pero sin patas, es como si se las hubieran partido.
—Si te sirve de algo —dijo Rezongo—, nosotros preferiríamos que no dejarais el ejército, mariscal.
En la larga cara del hombre se dibujó una expresión melancólica.
—¡Hay árboles! —exclamó Piedra de repente—. ¡Al sur! ¡Un bosque, alrededor de Coral!
La cara del mariscal supremo se iluminó.
—¿En serio?
—Desde luego —dijo Itkovian—. Se supone que hay un bosque de cedros, abetos y píceas.
—Ah, entonces está bien. Se lo diré a los otros. Seguro que se alegran y es mejor tenerlos contentos. Últimamente han estado despuntando las armas y siempre es mala señal cuando hacen eso.
—¿Despuntando, señor?
Paja asintió.
—Embotan los filos, hacen muescas. Así, el daño que hacen es mucho peor. Es mala señal cuando se ponen así. Muy mala. Es solo cuestión de tiempo que se pongan a bailar alrededor del fuego por la noche. Después dejan de hacerlo y cuando paran sabes que ya no puede ser peor, porque eso significa que los chicos están listos para formar partidas de guerra y salir por la noche en busca de algo que matar. Han estado echándole un ojo a ese carro grande que llevamos detrás…
—Oh —dijo Rezongo—, eso no lo hagáis, diles que no lo hagan, mariscal. Esa gente…
—Nigromantes, ya. Ariscos. Muy ariscos. No nos gustan los nigromantes, sobre todo a los hermanos Tronco. Tuvieron a uno apalancado en sus tierras, sabéis, metido en una vieja torre en ruinas que había en el pantano. Fantasmas y espectros cada noche. Así que al final los Tronco tuvieron que hacer algo; fueron y sacaron de allí al inoportuno inquilino. Muy mal asunto, creedme, pero en fin, que colgaron lo que quedaba del tipo en la encrucijada de Abajo, solo como advertencia para otros, ya sabéis.
—Esos hermanos Tronco —dijo Itkovian— parecen un par formidable.
—¿Un par? —Paja alzó las enmarañadas cejas—. Son veintitrés y ni uno solo más bajo que yo. Y listos, por lo menos algunos. No saben leer, claro, pero saben contar hasta más de diez y eso ya es algo, ¿no? Pero bueno, tengo que irme. A relatarles a los demás lo de los árboles del sur. Adiós.
Observaron alejarse al hombre.
—No llegó a recibir una respuesta a su pregunta —dijo Rezongo después de un rato.
Itkovian lo miró.
—¿Qué pregunta?
—Quiénes somos.
—No seas idiota —dijo Piedra—, sabe a la perfección quiénes somos.
—¿Crees que estaba haciendo teatro?
—¡Mariscal supremo Paja! Por el abismo, ¡por supuesto que sí! Y os lo tragasteis los dos, ¿no? Bueno, pues yo no. Me di cuenta al instante.
—¿Crees que habría que informar a Brood, señor? —le preguntó Itkovian a Piedra.
—¿Sobre qué?
—Bueno, sobre los malazanos, para empezar.
—¿Acaso importa? De todos modos, Brood va a llegar a Maurik antes que ellos. Solo vamos a tener que esperar dos días en lugar de dos semanas, ¿y qué? Así terminamos con todo este lío mucho antes; el Embozado sabrá, quizá Dujek ya haya conquistado Coral, y por lo que a mí respecta, puede quedarse con ella.
—En eso tienes razón —murmuró Rezongo.
Itkovian apartó la mirada. Quizá la tenga. ¿En qué me estoy metiendo? ¿Qué busco todavía en este mundo? No lo sé. Me importa muy poco ese tal Vidente Painita, no aceptará abrazo alguno mío, después de todo, suponiendo que los malazanos lo dejen con vida, cosa muy poco probable.
¿Es por eso por lo que me rezago tan lejos de aquellos que darán una nueva forma al mundo? ¿Indiferente, carente de preocupaciones? Da la sensación de que he acabado, ¿por qué no puedo aceptar la verdad? Mi dios ha desaparecido, mi carga es ya solo mía. Quizá para mí no haya respuesta, ¿es eso lo que la nueva yunque del escudo ve cuando me mira con tanta compasión?
¿He dejado atrás ya mi vida entera, salvo por la absurda lucha diaria de este cuerpo?
Quizá haya terminado. Terminado al fin…
—Anímate, Itkovian —dijo Rezongo—, puede que la guerra haya concluido antes de que nos acerquemos siquiera, ¿no sería la guinda perfecta para este pastel?
—Los ríos son para beber y para ahogarse en ellos —gruñó Hetan mientras rodeaba un barril con un brazo.
Whiskeyjack sonrió.
—Creía que tus ancestros eran marineros —dijo.
—Que al final recuperaron el sentido común y enterraron las puñeteras canoas de una vez por todas.
—Hablas con una irreverencia muy poco propia de ti, Hetan.
—Estoy a punto de vomitarte en las botas, amigo, ¿cómo quieres que hable?
—No le hagas caso a mi hija —dijo Humbrall Taur, los pies envueltos en pieles hacían un ruido seco al acercarse—. La ha vencido un daru.
—¡No menciones a esa babosa! —siseó Hetan.
—Te alegrará saber que la tal babosa lleva tres días en otra barcaza, mientras tú sufrías —le dijo Whiskeyjack—. Recuperándose.
—Solo dejó esta porque juré que lo mataría —murmuró Hetan—. ¡Se suponía que no se iba a colar por mí, maldito gusano escurridizo! ¡Por todos los espíritus del inframundo, menudo apetito!
Las carcajadas de Humbrall Taur retumbaron en el aire.
—Jamás creí que presenciaría tan delicioso…
—¡Oh, cállate, padre!
El enorme caudillo barghastiano le guiñó un ojo a Whiskeyjack.
—Pues estoy deseando conocer en persona a ese hombre de Darujhistan.
—Entonces debería advertirte que las apariencias engañan —dijo Whiskeyjack—, sobre todo en el caso de Kruppe.
—Oh, ya lo he visto, de lejos, cuando lo arrastraba de un lado a otro mi hija, al menos al principio. Y después, en los últimos tiempos observé que el papel dominante se había invertido. Cosa notable. Verás, es que Hetan es digna hija de mi mujer.
—¿Y dónde está tu mujer?
—Se quedó en la cordillera de las Caras Blancas, a distancia casi suficiente como para dejarme respirar en paz. Casi. Quizá, para cuando lleguemos a Coral…
Whiskeyjack sonrió y se maravilló una vez más ante los dones que la amistad le había ofrecido en los últimos tiempos.
La orilla en otro tiempo domesticada del río Maurik corría frente a él. Los juncos rodeaban los muelles de pesca y los postes de los amarraderos; las viejas barcas yacían pudriéndose y medio enterradas entre los sedimentos de la orilla. La hierba crecía alta alrededor de las chozas de los pescadores que había playa arriba. El abandono y todo lo que significaba oscurecieron su humor por un momento.
—Incluso para mí —gruñó Humbrall Taur a su lado— es una vista ingrata.
Whiskeyjack suspiró.
—Nos acercamos a la ciudad, ¿verdad?
El malazano asintió.
—Quizá un día más.
Tras ellos, Hetan gimió al oír eso.
—¿Crees que Brood lo sabe?
—Creo que sí, al menos en parte. Tenemos Irregulares de Mott entre los mozos de cuadras y los tratantes…
—Irregulares de Mott, ¿quiénes o qué es eso, comandante?
—Algo parecido, aunque de lejos, a una compañía de mercenarios, caudillo. Leñadores y granjeros, en su mayor parte. Creados por accidente… por nosotros, los malazanos, en realidad. Acabábamos de tomar la ciudad de Oraz y marchábamos hacia el oeste, hacia Mott, que se rindió de inmediato con la única excepción de los que vivían en las afueras, en el bosque de Mott. Dujek no quería una compañía de renegados que se dedicaran a saquear nuestras líneas de suministros mientras nosotros nos adentrábamos en el continente, así que envió a los Abrasapuentes al bosque de Mott con el objetivo de acabar con ellos. Un año y medio después seguíamos allí. Los Irregulares no hacían más que marear la perdiz y las veces que decidían levantarse y luchar, era como si un dios oscuro de los pantanos los poseyera, nos dieron más de una paliza y de dos. Les hicieron lo mismo a los moranthianos dorados. Al final, Dujek nos sacó de allí, pero para entonces Brood ya se había puesto en contacto con los Irregulares de Mott y los había metido en su ejército. En cualquier caso —el comandante se encogió de hombros—, son una panda engañosa; siempre vuelven, como una de esas infecciones de lombrices, algo con lo que hemos aprendido a vivir.
—Así que sabéis lo que vuestro enemigo sabe de vosotros —asintió Humbrall Taur.
—Más o menos.
—Los malazanos —dijo el barghastiano mientras sacudía la cabeza— jugáis a juegos muy complicados.
—A veces —admitió Whiskeyjack—. Otras veces son muy sencillos.
—Un día, vuestros ejércitos marcharán sobre la cordillera de las Caras Blancas.
—Lo dudo.
—¿Por qué no? —quiso saber Humbrall Taur—. ¿Es que no somos enemigos dignos, comandante?
—Demasiado dignos, caudillo. No, verás. Hemos tratado con vosotros y el Imperio de Malaz se toma tales precedentes muy en serio. Se celebrará un encuentro en el que se os recibirá con todo respeto y se os ofrecerá establecer relaciones comerciales, fronteras y demás, si así lo deseáis. Si no, los enviados partirán y será lo último que sepáis de los malazanos hasta el momento que decidáis lo contrario.
—Sois unos conquistadores extraños los extranjeros.
—Sí, sí que lo somos.
—¿Por qué estáis en Genabackis, comandante?
—¿El Imperio de Malaz? Estamos aquí para unificar y, a través de la unificación, hacernos ricos. Tampoco somos egoístas en lo que a enriquecerse se refiere.
Humbrall Taur se dio unos golpes secos en el camisote entreverado de monedas.
—¿Y los dineros es lo único que os interesa?
—Bueno, hay más de un tipo de riqueza, caudillo.
—¿Sí? —Los ojos del enorme guerrero se habían entrecerrado.
Whiskeyjack sonrió.
—Conocer a los clanes Caras Blancas de los barghastianos es uno de esos premios. Merece la pena celebrar la diversidad, Humbrall Taur, pues es el lugar donde nace la sabiduría.
—¿Palabras tuyas?
—No, del historiador imperial, Duiker.
—¿Y habla en nombre del Imperio de Malaz?
—En el mejor de los casos.
—¿Y este es el mejor de los casos?
Whiskeyjack miró de frente los ojos oscuros del guerrero.
—Quizá lo sea.
—¿Queréis callaros los dos? —gruñó Hetan tras ellos—. Estoy a punto de morirme.
Humbrall Taur se giró y estudió a su hija, que se había agachado y estaba apoyada en los barriles de grano.
—Una cosa —dijo con voz profunda.
—¿Qué?
—Pues que puede que no estés mareada por ir en barca, hija.
—¿En serio? ¿Y entonces qué…? —Hetan abrió mucho los ojos—. ¡Por todos los espíritus del inframundo!
Instantes después, Whiskeyjack se vio obligado a inclinarse sin cumplidos y con los pies por delante, por la borda de la barcaza; la corriente empezó a tirarle de las botas y el agua pudo darles así un buen lavado.
Una tormenta marina había golpeado Maurik poco tiempo después de su abandono, había derribado árboles ornamentales y había amontonado dunas de arena enredadas con algas contra las paredes de los edificios. Las calles estaban enterradas bajo una alfombra blanca de arena, una alfombra sin mácula de ondulaciones uniformes que no dejaba a la vista cuerpos ni otros detritos.
Korlat cabalgaba sola por la avenida principal de la ciudad portuaria. A su izquierda había unos almacenes desgarbados y achaparrados y a la derecha edificios municipales, tabernas, posadas y tiendas de mercaderes. En las alturas, unas maromas de arrastre unían los pisos superiores de los almacenes a los tejados planos de las tiendas, festoneadas ese día de algas, como si las hubieran decorado para un festival marítimo.
Aparte del suspiro constante del viento cálido, no había ningún otro movimiento por toda la calle ni en los callejones que la cortaban. Las ventanas y las puertas se abrían como agujeros negros y olvidados. Habían vaciado los almacenes y las amplias puertas correderas que daban a la calle habían quedado abiertas.
La tiste andii se acercó a los límites occidentales de la ciudad, el olor del mar que dejaba atrás daba paso a un regusto más meloso de agua dulce podrida proveniente del río que había detrás de los almacenes que tenía a la izquierda.
Caladan Brood, Kallor y los demás habían optado por rodear Maurik, por el interior, de camino a las marismas, Arpía se adelantó volando durante un tiempo antes de desviarse otra vez. Korlat jamás había visto a la matrona de los grandes cuervos tan alterada. Si era cierto que la pérdida de contacto significaba que algo había destruido tanto a Anomander Rake como a Engendro de Luna, entonces Arpía había perdido a su señor y el nido de su bandada. Nociones desagradables, ambas. Más que suficiente para encorvar de desesperación las alas del gran cuervo cuando continuó su camino hacia el sur, una vez más.
Korlat había decidido cabalgar sola y tomar una ruta más larga que los otros, a través de la ciudad. Después de todo, no había necesidad de darse prisa y la anticipación tenía la costumbre de alargar cualquier espera inmóvil; mejor entonces prolongar el acercamiento a un ritmo más controlado. Había muchas cosas en las que había que pensar, después de todo. Si su señor se encontraba bien, entonces tendría que plantarse delante de él y poner fin formalmente a su servicio; acabaría así con una relación que había existido durante catorce mil años, o, más bien, la suspendería durante un tiempo. Durante los años de vida que le quedaran a un hombre mortal. Y si alguna calamidad le hubiera sucedido a Anomander Rake, Korlat se encontraría siendo la comandante de mayor rango de la docena de tiste andii que, como ella, habían permanecido con el ejército de Brood. Acortaría esa responsabilidad, no tenía ningún deseo de regir a su pueblo. Los dejaría libres para que decidieran su propio destino.
Anomander Rake había unificado a esos tiste andii con la fuerza de su personalidad, una cualidad que esta sabía de sobra que no compartía. Las causas dispares en las que Rake decidía involucrarse, y con él su pueblo, eran, Korlat siempre lo había asumido, todas y cada una un reflejo de un único tema, pero cuál era ese tema y su naturaleza era algo que siempre había eludido a Korlat. Había guerras, había luchas, enemigos, aliados, victorias y pérdidas. Un desfile de siglos que le parecía aleatorio, y no solo a ella, sino a los suyos también.
Se le ocurrió entonces una idea que se retorció como un cuchillo romo en su pecho. Quizás Anomander Rake estaba igual de perdido. Quizás esta interminable sucesión de causas refleja su propia búsqueda. Yo siempre había asumido un objetivo sencillo, quería darnos una razón para existir, tomar sobre nosotros la nobleza de otros… otros para los que la lucha significaba algo. ¿No era ese el tema que subyacía a todo lo que hemos hecho? ¿Por qué dudo ahora? ¿Por qué creo ahora que, si existe en realidad algún tema, es algo diferente?
Algo mucho menos noble…
Korlat intentó desprenderse de esos pensamientos antes de que la arrastraran a la desesperación. Pues la desesperación es la mayor enemiga de los tiste andii. ¿Con qué frecuencia he visto a los míos caer en el campo de batalla y he sabido, en lo más hondo de mi alma, que mis hermanos y hermanas no murieron porque fueran incapaces de defenderse? Murieron porque habían decidido morir. Asesinados por su propia desesperación.
Nuestra mayor amenaza.
¿Nos aleja Anomander Rake de la desesperación, es ese su único propósito, su único objetivo? ¿Es que el tema es la negación? Si es así, entonces, querida madre Oscuridad, tenía razón al intentar confundir nuestro entendimiento, al intentar evitar que llegáramos a comprender su único y patético objetivo. Y yo, yo jamás debería haberme puesto a reflexionar, jamás debería haberme abierto paso hasta esta conclusión.
No hay satisfacción alguna en descubrir el secreto de mi señor. Maldición de la luz, se ha pasado siglos eludiendo mis preguntas, desalentando mis deseos de llegar a conocerlo y atravesar su velo de misterio. Y eso me ha hecho daño, lo he atacado más de una vez y él se ha plantado ante mi ira mi y frustración. Sin decir nada.
Elegir no compartir… lo que yo había visto como arrogancia, como un comportamiento condescendiente del peor tipo, suficiente para ponerme furiosa… Ah, mi señor, te aferraste a la misericordia más dura.
Y si la desesperación nos invade a nosotros, a ti te invade multiplicada por cien…
Korlat supo entonces que no dejaría libres a los suyos. Al igual que Rake, no podía abandonarlos y, al igual que Rake, no podía darle voz a la verdad cuando le rogaran, o le exigieran, una justificación.
Y por tanto, si ese momento llegara pronto, no me quedará más remedio que encontrar la fuerza necesaria, la fuerza para liderar a mi pueblo, la fuerza para ocultarle la verdad.
Oh, Whiskeyjack, ¿cómo podré contarte esto? Nuestros deseos eran… simples. Absurdamente románticos. El mundo no alberga paraíso alguno para ti y para mí, querido amante. Así pues, lo único que puedo ofrecerte es que te unas a mí, que te quedes a mi lado. Y le ruego a la madre Oscuridad, le ruego con todo mi aliento, que, para ti, sea suficiente…
Las afueras de la ciudad se extendían por el borde del río en una cinta dispersa y destartalada de chozas de pescadores, cabañas de ahumado y redes puestas a secar, todo ello maltratado por la tormenta y salpicado de basura. El asentamiento subía río arriba, hasta el borde mismo de las marismas y, de hecho, una decena de chozas construidas sobre pilares y conectadas por pasarelas elevadas traspasaban la extensión llena de juncos del propio barro.
Dos líneas de postes a ese lado del río jalonaban la amplia trinchera submarina que se había excavado y que conducía al borde de las marismas, donde se habían construido unas plataformas anchas y sólidas.
La desembocadura del río Maurik, al este, era impracticable para todo lo que no fuera las embarcaciones de menor calado, ya que el fondo cambiaba constantemente bajo el choque de la marea y la corriente, y levantaba capas escondidas de arena en apenas unas cuantas campanadas, después se las volvía a llevar para crear más en otro sitio. Los suministros que se traían río abajo se descargaban al oeste de la desembocadura, allí, en las marismas.
El caudillo, Kallor, el escolta Hurlochel y el segundo al mando de Korlat, Orfantal, se encontraban sobre la plataforma, con los caballos atados en el camino, en el borde interior de la plataforma.
Los cuatro hombres miraban río arriba.
Korlat guio su caballo a la pasarela que unía la ciudad con la plataforma. Cuando llegó al pequeño cerro del camino elevado, la tiste andii vio la primera de las barcazas malazanas.
Dedujo que en su construcción había intervenido la hechicería. Eran barcas sólidas y robustas, anchas y de fondo plano. Unos troncos inmensos, sin tallar, enmarcaban los cascos. Prácticamente la mitad de cada cubierta iba tapada por unas lonas. Korlat vio no menos de veinte desde su atalaya. Incluso utilizando hechicería, construirlas ha debido de ser una empresa inmensa. Claro que, haber podido terminarlas tan rápido…
Ah, ¿así que eso era lo que estuvieron tramando los moranthianos negros durante tanto tiempo? Si es así, Dujek y Whiskeyjack lo tenía todo planeado desde el principio.
Varios grandes cuervos rodeaban la flotilla y en sus chillidos agudos había una burla audible.
En la primera barcaza vieron soldados, barghastianos y caballos. En el borde interior de la plataforma, Korlat se detuvo junto a los caballos del grupo de bienvenida y desmontó. Un rhivi le recogió las riendas. La tiste andii se lo agradeció con un asentimiento y cruzó sin prisas la plataforma para colocarse junto a Caladan Brood.
El rostro del caudillo era impenetrable, mientras que el de Kallor mostraba una expresión crispada, desdeñosa y desagradable.
Orfantal fue a reunirse con Korlat y se inclinó para saludarla.
—Hermana —dijo en la lengua nativa de los dos—, ¿fue agradable el paseo por Maurik?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, hermano?
—Quizá campanada y media.
—Entonces no lamento nada.
El hombre sonrió.
—Y una campanada y media silenciosa, además. Casi el tiempo suficiente como para volver loco a un tiste andii.
—Mentiroso. Podemos quedarnos en silencio absoluto durante semanas enteras, como tú bien sabes, hermano.
—Ah, pero eso carece de emoción, ¿verdad? Lo sé por mí mismo, me limito a escuchar el viento y así no me inquieto.
Korlat lo miró. ¿Carece de emoción? Tus mentiras no son ninguna broma.
—Y me atrevería a decir —continuó Orfantal— que la tensión sigue subiendo.
—Vosotros dos —gruñó Kallor—, hablad un idioma que entendamos todos, si es que tenéis que hablar. Aquí ya ha habido disimulo suficiente para toda una vida.
Orfantal lo miró y le contestó en daru.
—Supongo que no te referirás a tu vida, ¿verdad?
El antiguo guerrero le enseñó los dientes con un gruñido silencioso.
—Ya es suficiente —dijo Brood con voz profunda—. Preferiría que los malazanos no nos vieran discutiendo.
Korlat distinguió entonces a Whiskeyjack, de pie, cerca de la amplia proa roma de la primera barcaza. Llevaba el casco puesto y la armadura completa. A su lado estaba Humbrall Taur, con el camisote de monedas resplandeciendo al sol. Era obvio que el barghastiano estaba disfrutando del momento, erguido e imperioso, con las dos manos posadas en los mangos de las hachas de guerra que llevaba sujetas a las caderas. El portaestandartes, Artanthos, rondaba en segundo plano con los brazos cruzados y una leve sonrisa en el rostro delgado.
Había soldados tripulando la nave, se gritaban unos a otros al guiar la barcaza entre los postes. La maniobra se llevó a cabo con habilidad y la enorme barca dejó atrás las corrientes más fuertes y se deslizó con suavidad por el acceso.
Korlat lo observó todo con los ojos puestos en Whiskeyjack, que a su vez también la había visto, cuando la barca se acercó a la plataforma.
Los crujidos y chirridos de la embarcación al aproximarse al embarcadero apenas rompieron el silencio. Salieron soldados con maromas por el costado y se subieron a la plataforma para amarrar la nave. En el río, las otras barcazas comenzaban a arrimarse a la orilla para empezar a desembarcar igualmente en la playa embarrada.
Hetan apareció entre su padre y Whiskeyjack, se abrió camino y saltó a la plataforma. Su rostro carecía de color y casi se le habían doblado las piernas. Orfantal se precipitó a ofrecerle un brazo para que se apoyara, brazo que la mujer apartó de un empujón con un gruñido desdeñoso antes de pasar tambaleándose junto a ellos hacia el otro extremo de la plataforma.
—Bien pensado —bramó Humbrall Taur con una carcajada—, pero si valoras en algo tu vida, tiste andii, deja a la muchacha con su grávida desdicha. ¡Caudillo! ¡Gracias por el recibimiento formal! Nos hemos dado prisa para llegar a Coral, ¿verdad? —El caudillo barghastiano saltó a la plataforma con Whiskeyjack tras él.
—A menos que haya otras cien barcazas corriente arriba —gruñó Brood—, habéis perdido dos tercios de vuestras fuerzas. Bueno, ¿cómo ha podido suceder tal cosa?
—Tres clanes vinimos flotando, caudillo —respondió Humbrall Taur con una sonrisa—. El resto decidió caminar. A nuestros dioses espíritus les hizo gracia, ¿verdad? Aunque, debo admitir que fueron sonrisas amargas.
—Bien hallados, caudillo —dijo Whiskeyjack—. Como no teníamos las naves necesarias para llevar todas las fuerzas, Dujek Unbrazo decidió dividir el ejército…
—Y en el nombre del Embozado, ¿se puede saber dónde está? —preguntó Kallor—. Como si tuviera que preguntarlo —añadió.
Whiskeyjack se encogió de hombros.
—Los moranthianos negros los están llevando…
—A Coral, sí —soltó Kallor de repente—. ¿Con qué fin, malazano? ¿Para conquistar la ciudad en nombre de tu Imperio?
—Dudo que eso sea posible —respondió Whiskeyjack—. Pero si lo fuera, ¿tanto resentirías llegar a una Coral ya pacificada, Kallor? Si tu sed de sangre necesita aplacarse…
—Nunca he de soportar la sed durante mucho tiempo, malazano —dijo Kallor, una mano enguantada se alzaba ya hacia la espada bastarda que llevaba atada a la espalda.
—Parece —dijo Brood sin hacerle caso a Kallor— que ha habido cambios considerables en lo que habíamos acordado que era un plan sólido. De hecho —continuó mientras posaba los ojos en la barcaza—, es obvio que cuando ese plan se creó, vosotros ya teníais planeado el engaño, desde el comienzo.
—No estoy de acuerdo —dijo Whiskeyjack—. Del mismo modo que tú tenías tu propio plan privado con Engendro de Luna y lo que Rake pretendiera hacer con él, nosotros decidimos que lo mejor era concebir algo parecido. El precedente es tuyo, caudillo, así que no creo que estés en posición de quejarte de nada.
—Comandante —dijo Brood entre dientes—, nuestra intención jamás fue que Engendro de Luna lanzara un ataque preventivo contra Coral para sacar ventaja sobre nuestros supuestos aliados. El ritmo al que nos hemos atenido ha sido con intención de llevar a cabo un esfuerzo combinado.
—Y Dujek sigue estando de acuerdo contigo, caudillo. Como yo. Dime, ¿Arpía ha conseguido acercarse a Coral?
—Intenta hacerlo una vez más.
—Y lo más probable es que la expulsen una vez más. Lo que significa que no tenemos información sobre los preparativos que se están llevando a cabo contra nosotros. Si el Vidente Painita o sus asesores tienen aunque sea un mínimo de perspicacia militar, nos habrán tendido una trampa, algo en lo que no podemos evitar caer solo con acercarnos a las murallas de Coral. Caudillo, nuestros moranthianos negros han trasladado al capitán Paran y a los Abrasapuentes a menos de diez leguas de la ciudad, pretenden acercarse de forma subrepticia y descubrir así lo que han tramado los painitas. Pero con los Abrasapuentes solo no basta para contrarrestar esos esfuerzos, sean los que sean. Por tanto, Dujek lidera a seis mil de su hueste, trasladados por los moranthianos negros, con la intención de destruir lo que hayan planeado los painitas.
—¿Y por qué deberíamos creerte, en el nombre del Embozado? —preguntó Kallor—. No has hecho otra cosa que mentir, desde el principio.
Whiskeyjack se encogió de hombros una vez más.
—Si seis mil soldados malazanos son suficientes para tomar Coral y destruir al Dominio Painita, entonces es que hemos subestimado seriamente a nuestro enemigo, y no creo que sea el caso. Creo que la lucha va a ser intensa y que vamos a necesitar la poca o mucha ventaja que podamos lograr de antemano.
—Comandante —dijo Brood—, las fuerzas painitas se han visto aumentadas por cuadros de magos así como por esos cóndores antinaturales. ¿Cómo espera defenderse Dujek contra ellos? No se puede decir que tu ejército tenga muchos hechiceros.
—Ben el Rápido está allí y ha encontrado un modo de acceder a sus sendas sin interferencias. En segundo lugar, tienen a los moranthianos negros para competir por el control del cielo y un suministro respetable de municiones. Pero admito que es posible que no sea suficiente.
—Podrías ver a más de la mitad de tu ejército masacrado, comandante.
—Es posible, caudillo. Así pues, si te parece bien, deberíamos dirigirnos ya a toda prisa a Coral.
—Cómo no —gruñó Kallor con tono desdeñoso—. Quizá sería mejor que dejáramos que los painitas se agotaran destruyendo a Dujek y a su seis mil y después llegamos nosotros. Caudillo, escúchame. Los malazanos han provocado esta situación, fatal en potencia, y ahora vienen a rogarnos que los aliviemos del coste. Yo digo, deja que se pudran esos cabrones.
Korlat presintió que el criterio de Kallor podía hacer mella en Brood y vio dudar al caudillo.
—Una respuesta bastante miserable —bufó la tiste andii—. Teñida por la emoción y por tanto, es probable que como táctica sea un suicidio por nuestra parte.
Kallor se giró en redondo.
—¡Tú, mujer, no puedes siquiera fingir que eres objetiva! ¡Por supuesto que te pondrás del lado de tu amante!
—Si su postura fuera insostenible, desde luego que no lo haría, Kallor. Y esa es la diferencia que hay entre tú y yo. —La tiste andii miró a Caladan Brood—. Ahora hablo en nombre de los tiste andii que acompañan a tu ejército, caudillo. Te recomiendo de forma encarecida que apresures la marcha sobre Coral con el propósito de aliviar a Dujek. El comandante Whiskeyjack ha llegado con barcazas suficientes para cruzar de inmediato a la orilla sur. Cinco días de marcha rápida nos llevará ante las murallas de Coral.
—O bien ocho días a ritmo normal —dijo Kallor—, lo que garantiza que llegaremos bien descansados. ¿Tanto hemos sobrevalorado a la hueste de Unbrazo que no son capaces de resistir tres días más?
—¿Ahora pruebas una nueva táctica? —le preguntó Orfantal a Kallor.
El canoso guerrero se encogió de hombros.
Brood expulsó el aliento entre dientes con un siseo.
—Él habla con un planteamiento razonado, tiste andii. Cinco días u ocho. Agotados o descansados, y por tanto capaces de entablar batalla con el enemigo de inmediato. ¿Cuál de las dos es una táctica más sólida?
—Podría significar la diferencia entre reunirnos con una fuerza sólida y eficaz o encontrar solo carne picada —dijo Whiskeyjack. Después se sacudió antes de continuar—. Decidid lo que queráis, entonces. Os dejaremos las barcazas, por supuesto, pero mis fuerzas cruzarán primero, nos arriesgaremos a llegar agotados. —Se dio la vuelta y le hizo un gesto a Artanthos, que se había quedado en la barcaza. El portaestandartes asintió, estiró los brazos y recogió media docena de banderines de señales, después se dirigió a popa.
—Ya habías anticipado esto —siseó Kallor—, ¿verdad?
Que tú ganarías al final, sí. Creo que sí.
Whiskeyjack no dijo nada.
—Así que tus fuerzas llegan a Coral primero, después de todo. Muy listo, cabrón. Muy listo, desde luego.
Korlat se acercó a Brood.
—Caudillo, ¿conservas tu fe en los tiste andii?
Aquel enorme hombre frunció el ceño.
—¿En ti y los tuyos? Sí, por supuesto que sí.
—Muy bien, entonces acompañaremos a Whiskeyjack, Humbrall Taur y sus fuerzas. Así representaremos tus intereses. Orfantal y yo somos soletaken, si es necesario uno de nosotros puede traerte recado a toda prisa, ya sea sobre los peligros o sobre una traición. Es más, nuestra presencia bien podría resultar decisiva si fuera necesario efectuar la retirada de Dujek de un combate imposible de ganar.
Kallor se echó a reír.
—Los amantes reunidos, y se nos pide que nos inclinemos ante semejante falsa objetividad…
Orfantal dio un paso hacia Kallor.
—Esa ha sido la última vez que insultas a un tiste andii —dijo en voz baja.
—¡Basta! —bramó Caladan Brood—. Kallor, escúchame bien: sigo confiando en los tiste andii. Nada de lo que digas puede debilitar esa fe, pues se la ganaron hace siglos, un centenar de ellos, y ni una sola vez la han traicionado. De tu lealtad, por otro lado, empiezo a dudar cada vez más…
—Cuidado con tus temores, caudillo —gruñó Kallor—, no vaya a ser que se hagan realidad.
La respuesta de Brood fue tan queda que Korlat apenas la oyó.
—¿Ahora me provocas a mí, Kallor?
El guerrero se fue poniendo pálido.
—¿De qué serviría eso? —preguntó en voz baja, sin expresión.
—Exacto.
Korlat se volvió hacia su hermano.
—Llama los tuyos, Orfantal. Acompañaremos al comandante y caudillo.
—Como digas, hermana. —El tiste andii se giró, después se detuvo un momento y estudió a Kallor durante un instante antes de decir—: Creo, viejo, que cuando todo esto haya terminado…
Kallor le enseñó los dientes.
—¿Crees qué?
—Que vendré a por ti.
Kallor mantuvo la sonrisa que fue su respuesta, pero la tensión del esfuerzo quedó traicionada por un espasmo en una mejilla arrugada.
Orfantal emprendió la marcha hacia los caballos que esperaban.
La carcajada profunda de Humbrall Taur rompió el tenso silencio.
—Y nosotros que pensábamos que estaríais riñendo cuando llegáramos.
Korlat miró la barcaza y se encontró con los ojos de Whiskeyjack. Este consiguió esbozar una sonrisa que le reveló a su amante la presión a la que se había visto sometido. Pero fue lo que la tiste andii descubrió en los ojos del hombre lo que le aceleró el corazón. Amor, alivio, ternura… y pura anticipación.
¡Madre Oscuridad, sí que saben vivir estos mortales!
Juntos y a un suave medio galope, Rezongo e Itkovian llegaron a la calzada y se acercaron a la plataforma. El cielo comenzaba a palidecer al este y el aire era fresco y despejado. Una veintena de pastores rhivi guiaban a los últimos de los primeros trescientos bhederin a la rampa vallada.
Unos centenares de metros por detrás de los dos hombres, otros guiaban a los segundos trescientos hacia la calzada. Tras ellos había al menos unos dos mil bhederin más y para Rezongo e Itkovian estaba claro que, si querían llevar a sus compañías al otro lado del río a no tardar mucho, tendrían que colarse.
Los malazanos las habían construido bien: cada barcaza transportaba unas rampas anchas y sólidas que se unían a la perfección por las proas, mientras que las popas se habían diseñado para que se empotraran una vez quitadas las protecciones traseras. El puente que formaban era flexible allí donde se requería y seguro por todas partes, además de ser sorprendentemente ancho, capaz de permitir que cruzaran dos carretas a la vez.
El comandante Whiskeyjack y sus compañías de la hueste habían cruzado el río más de quince campanadas antes, seguidos por los tres clanes de los barghastianos de Humbrall Taur. Rezongo sabía que Itkovian esperaba ver y encontrarse con los dos hombres otra vez, en especial con Whiskeyjack, pero para cuando habían llegado al río, ya hacía tiempo que los malazanos y los barghastianos se habían ido.
Caladan Brood había hecho acampar a sus fuerzas para pasar la noche a ese lado del río Maurik y había levantado a sus tropas tres campanadas antes del amanecer. Acababan de completar el cruce del río. A Rezongo le intrigó la disparidad de ritmo entre los dos ejércitos aliados.
Se detuvieron entre los pastores rhivi. Un hombre alto y de aspecto desgarbado que no era rhivi permanecía a un lado, observando a los bhederin abrirse camino con golpes secos por la primera barcaza entre las voces y silbidos de los ganaderos.
Rezongo desmontó y se acercó al hombre solitario.
—¿Irregulares de Mott? —preguntó.
—Mariscal supremo Pocilga —respondió el hombre con una sonrisa sesgada y llena de dientes—. Me alegro de veros, no entiendo nada de lo que dicen estos hombrecitos. Y eso que bien saben los dioses que lo he intentado. Supongo que hablan un idioma diferente.
Rezongo miró sin expresión alguna a Itkovian, que se había quedado más atrás, después se volvió de nuevo hacia el mariscal supremo.
—Así es. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Desde anoche. Ha cruzado mucha gente. Montones. Los vi montar las barcazas. Fueron muy rápidos. Los malazanos sí que saben de madera. ¿Sabías que Whiskeyjack fue aprendiz de albañil antes de convertirse en soldado?
—No, no lo sabía. ¿Qué tiene eso que ver con la carpintería, mariscal supremo?
—Nada. Solo por decir algo.
—¿Estás esperando al resto de tu compañía? —preguntó Rezongo.
—La verdad es que no, aunque supongo que aparecerán antes o después. Vendrán detrás de los bhederin, por supuesto, para poder recoger el estiércol. Esos hombrecitos también lo hacen. Hemos tenido unas cuantas peleas por eso, sabes. Algunas agarradas. En plan amistoso, por lo general. Míralos, mira lo que hacen, juntan el estiércol a patadas y lo vigilan. Si me acerco un poco más, son capaces de sacar los cuchillos.
—Bueno, entonces yo te sugeriría que no te acercaras, mariscal supremo.
Pocilga volvió a sonreír.
—Entonces no tendría gracia. No estoy esperando aquí para nada, ¿sabes?
Itkovian desmontó y se reunió con ellos.
Rezongo se volvió hacia los pastores y habló en un rhivi bastante pasable.
—¿Quién de vosotros está aquí al cargo?
Un viejo enjuto y fuerte levantó la cabeza y se adelantó.
—¡Dile que se largue! —le soltó mientras señalaba con el dedo al mariscal supremo Pocilga.
—Lo siento —respondió Rezongo con un encogimiento de hombros—. Me temo que no puedo ordenarle que haga nada. Estoy aquí por mi legión y las Espadas Grises. Nos gustaría cruzar… antes que el resto de tu rebaño…
—No. No se puede. No. Tenéis que esperar. Esperar. A los bhederin no les gusta que los separen. Se ponen nerviosos. Se inquietan. Los necesitamos tranquilos para cruzar. Lo entiendes, ¿verdad? No, tenéis que esperar.
—Bueno, ¿cuánto tiempo crees que llevará?
El rhivi se encogió de hombros.
—Se terminará cuando se termine.
Los siguientes trescientos bhederin subieron con un rumor sordo por la calzada. Los pastores se acercaron a recibirlos.
Rezongo oyó un fuerte golpe y después vio a todos los rhivi gritando y volviendo a todo correr. El daru se dio la vuelta a tiempo de ver al mariscal supremo Pocilga, con la pechera de su larga camisa rodeando una cantidad considerable de estiércol, corriendo a toda velocidad, el tipo subió a la rampa y después cayó con un golpe seco en la barcaza.
Un único pastor rhivi, al que era obvio que habían dejado para vigilar el estiércol, había quedado tendido junto al montón saqueado, inconsciente y con la huella roja de un puño grande y huesudo en la mandíbula.
Rezongo le sonrió al viejo pastor, que se había puesto a saltar y escupir de pura furia.
Itkovian se acercó a él.
—Señor, ¿lo has visto?
—Pues no, solo la última parte.
—Ese puñetazo salió de la nada, yo ni siquiera lo vi acercarse. El pobre rhivi se derrumbó como un saco de… de…
—¿Estiércol?
Después de un buen rato, tan largo que Rezongo pensó que nunca llegaría, Itkovian sonrió.
Los nubarrones entraron por el mar, lluvia empujada por fuertes vientos, cada gota golpeaba los yelmos de hierro, los escudos y las capas de lluvia de cuero con la fuerza suficiente para deshacerse en bruma. Los cultivos abandonados a ambos lados del camino se desvanecieron tras aquel muro gris, y en el camino de los mercaderes se agitaba el barro pegajoso bajo los cascos, las ruedas de las carretas y las botas.
Con el agua chorreándole por la celada (que había bajado en un intento no demasiado eficaz de evitar que la lluvia le cayera en los ojos), Whiskeyjack luchaba por encontrarle sentido a aquel paisaje. Un mensajero lo había apartado de la vanguardia gritándole algo que apenas oyó sobre un eje partido, la caravana detenida y desorganizada, animales heridos. En ese momento lo único que veía era una masa de soldados cubiertos de barro que se revolvían, resbalaban, ataban cuerdas y gritaban sin oírse unos a otros, y al menos tres carretas enterradas hasta los ejes en un río de barro. A los bueyes los estaban sacando por el otro lado entre bramidos.
El comandante se quedó sentado en su caballo, observando. No tenía sentido maldecir los veleidosos caprichos de la naturaleza ni las averías de carretas sobrecargadas, ni siquiera el ritmo bajo el que todos se esforzaban. Sus marineros estaban haciendo lo que había que hacer, a pesar del caos aparente. Lo más probable era que el chaparrón no durara mucho, dada la estación, y la sed del sol era fiera. No obstante, se preguntó qué dioses habían conspirado contra él; desde que habían cruzado el río no había pasado ni un solo día de aquella frenética marcha sin incidentes, y ni uno solo de esos incidentes había respetado sus deseos.
Tardarían dos días más, como mínimo, en llegar a Coral. Whiskeyjack no había recibido comunicación alguna de Ben el Rápido desde antes de Maurik, y al mago, Paran y los Abrasapuentes todavía les faltaba media noche de camino de los alrededores de Coral por aquel entonces. El comandante estaba seguro de que a aquellas alturas ya habían llegado a la ciudad y estaba igual de convencido de que Dujek y sus compañías también se estaban aproximando al punto de encuentro. Si iba a entablarse combate, ya no tardaría mucho.
Whiskeyjack le dio la vuelta al caballo y, por el borde de la pista, azuzó a la cansada bestia para regresar a la vanguardia. La noche estaba cayendo a toda prisa y tendrían que parar durante al menos unas cuantas campanadas. Podría disponer entonces de un precioso tiempo a solas con Korlat. Los rigores de la marcha los habían mantenido separados con demasiada frecuencia y si bien Korlat y él continuaban creyendo que aún no se podía descartar del todo al señor de la tiste andii, Anomander Rake, la mujer había asumido en todos los aspectos el papel de comandante entre sus tiste andii; un mando frío, lejano, centrado exclusivamente en el despliegue de sus hermanos y hermanas.
Estos estaban, bajo la dirección de su nueva comandante, explorando Kurald Galain, su senda de la Oscuridad, haciendo uso de su poder en un esfuerzo por purgarla de la infección del dios Tullido. Whiskeyjack había comprobado, en sus cortas e infrecuentes reapariciones, el coste que suponía aquello para Orfantal y los otros tiste andii. Pero Korlat quería el poder de Kurald Galain a su alcance (sin temor a la corrupción) para cuando entablaran combate en Coral.
Whiskeyjack presentía que se había operado un cambio en su amante. Una resolución lúgubre que había endurecido todo lo que había en su interior. Quizá fuera la posible muerte de Anomander Rake lo que había impuesto tal endurecimiento de su espíritu. O quizá fueran sus caminos futuros, que ellos habían entrelazado con tanta ingenuidad sin considerar las duras exigencias del mundo real. El pasado siempre sería una inquietud para los dos.
En el fondo, Whiskeyjack estaba convencido de que Anomander Rake no estaba muerto. Ni siquiera perdido. A lo largo de la media docena de conversaciones que había sostenido de madrugada con el señor de Engendro de Luna, el malazano había comenzado a comprender al tiste andii: a pesar de las alianzas, incluyendo la asociación a largo plazo que compartía con Caladan Brood, Anomander Rake era un hombre solitario, de una independencia casi patológica. Era indiferente a las necesidades de otros, fueran cuales fueran el consuelo o la confirmación que pudieran esperar o exigirle.
Dijo que estaría allí para el ataque a Coral y allí estará.
Entre las tinieblas grises que tenía por delante distinguió la vanguardia, una mata apiñada de oficiales montados que rodeaban al quinteto compuesto por Humbrall Taur, Hetan, Cafal, Kruppe y Korlat, que ocupaban el camino. Algo más allá, Whiskeyjack vio que el cielo comenzaba a despejarse. Estaban a punto de abrirse paso y salir de una vez del chaparrón y si Oponn les sonreía, a tiempo de parar y preparar una comida caliente a la luz cálida del atardecer antes de continuar.
Estaba presionando demasiado a sus cuatro mil soldados. Eran los mejores que había mandado jamás, pero les estaba exigiendo lo imposible. Aunque el malazano lo entendía, la repentina falta de fe de Caladan Brood había alterado a Whiskeyjack más de lo que estaba dispuesto a admitir ante nadie, ni siquiera ante Korlat. Una marcha rápida por parte de las fuerzas combinadas quizá hubiera hecho vacilar al Vidente, ver la llegada de una legión tras otra le daría a cualquier comandante enemigo motivos sobrados para retirarse de cualquier combate que pudiera haber entablado con Dujek. Agotados o no, a veces la simple cantidad resultaba ser intimidación suficiente. Los recursos de los painitas eran limitados: el Vidente no se arriesgaría a continuar una batalla más allá de las murallas de la ciudad si eso ponía en peligro a su ejército principal.
La aparición de cuatro mil soldados vacilantes y cubiertos de barro seguramente llevaría una sonrisa a los labios del Vidente. Whiskeyjack tendría que hacer que su escaso número contara. Los doce tiste andii, el clan Ilgres y los clanes de élite de las Caras Blancas de Humbrall Taur terminarían resultando cruciales, aunque el apoyo combinado de los barghastianos no llegaba a los dos mil.
Nos lanzamos a la carrera demasiado pronto y demasiado lejos de la presa. En nuestra absurda precipitación hemos dejado a cincuenta mil barghastianos Caras Blancas muy atrás. Una decisión que podría resultar fatal…
Whiskeyjack se sintió mucho más viejo de lo que era, abrumado por defectos nacidos en un espíritu hundido en el lodo del agotamiento, pero de todos modos se reunió con la vanguardia.
El agua le chorreaba por el sobretodo de malla y le dejaba el pelo gris aplastado por la espalda y los amplios pero huesudos hombros. El casco, de un color gris apagado, brillaba y reflejaba el cielo del color del peltre con una luz lechosa. Estaba inmóvil, con la cabeza gacha, en la base de una cuenca poco profunda, con el caballo esperando a una decena de metros más atrás.
Unos ojos apagados y sin vida estudiaban la pradera saturada a través de las ranuras de la celada fija. Unos ojos entrecerrados que no parpadeaban. Observaba el flujo de las aguas embarradas acuchilladas por la lluvia torrencial, los riachuelos diminutos, las mareas más anchas, un flujo incesante a través de pequeños canales, por encima de una piedra expuesta, entre las raíces enredadas de matas de hierba.
El agua se encaminaba al sur.
Y allí, en esa cuenca, donde llevaba sedimentos de colores extraños en veloces arroyos, fluía colina arriba.
Del polvo… al barro. Así que marcháis con nosotros, después de todo. No, entendedme, eso me complace.
Kallor giró en redondo y regresó sin prisas con su caballo.
Cabalgó por su propia pista y, con el atardecer cayendo a toda prisa bajo las nubes cargadas y la lluvia torrencial, llegó al fin al campamento. No había hogueras fuera de las filas de tiendas y el fulgor de los faroles se veía apagado a través de las lonas remendadas. Los pasillos embarrados estaban atestados de grandes cuervos, agazapados e inmóviles bajo el diluvio.
Kallor se detuvo ante la tienda de mando de Caladan Brood, desmontó y entró.
El escolta, Hurlochel, se encontraba junto a la solapa, presente como mensajero de Brood por si surgiera la necesidad. El joven estaba demacrado y medio dormido en su puesto. Kallor no le hizo caso, se levantó la celada y pasó junto a él.
El caudillo estaba derrumbado en una silla de campo, cosa poco propia de él, con el martillo descansando en sus muslos. No se había molestado en limpiarse el barro de la armadura ni de las botas. Sus ojos extrañamente bestiales se alzaron, observaron la presencia de Kallor y después volvieron a bajar.
—He cometido un error —dijo con voz profunda.
—Estoy de acuerdo, caudillo.
Eso se ganó la atención agudizada de Brood.
—Debes de haber entendido mal…
—No lo he entendido mal. Deberíamos habernos unido a Whiskeyjack. La aniquilación de la hueste de Unbrazo, por mucho que eso pudiera complacerme personalmente, será un desastre táctico para esta campaña.
—Todo eso está muy bien, Kallor —bramó Brood—, pero ya no hay mucho que podamos hacer.
—La tormenta pasará, caudillo. Puedes subir el ritmo llegada la mañana, quizá podamos ahorrar un día. Pero estoy aquí por otra razón. Una razón que tiene relación, de forma muy oportuna, con nuestro cambio de opinión.
—Escúpelo de una vez por todas, Kallor, o cállate.
—Me gustaría ir a reunirme con Whiskeyjack y Korlat.
—¿Con qué fin? ¿Disculparte?
Kallor se encogió de hombros.
—Si eso ayuda en algo. Pero en realidad, pareces olvidar mi… experiencia. A pesar de lo mucho que pueda desagradaros a todos, lo cierto es que yo ya caminaba por esta tierra cuando los t’lan imass no eran más que niños. He comandado ejércitos de cien mil hombres. He extendido el fuego de mi ira por continentes enteros y me he sentado solo en tronos elevados. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Sí. Nunca aprendes, Kallor.
—Está claro —soltó el otro— que no has comprendido nada. Yo conozco el campo de batalla mejor que cualquier hombre vivo, incluyéndote a ti.
—A los malazanos parece haberles ido muy bien en este continente sin tu ayuda. Además, ¿qué te hace pensar que Whiskeyjack o Dujek van a escuchar tus sugerencias?
—Son hombres racionales, caudillo. Y al parecer también se te ha olvidado otra cosa sobre mí. Cuando desenvaino la espada, no me he enfrentado a una derrota en cien mil años.
—Kallor, tú eliges bien a tus enemigos. ¿Has cruzado el filo alguna vez con Anomander Rake? ¿Con Dassem Ultor? ¿Con Melenagris? ¿Con el primero entre los seguleh?
No tuvo que añadir, «¿conmigo?».
—No voy a enfrentarme a ninguno de ellos en Coral —gruñó Kallor—. Solo con videntes del Dominio, urdomen, septarcas…
—¿Y quizás a uno o dos k’chain che’malle?
—Creía que ya no quedaba ninguno, caudillo.
—Quizá sí. O quizá no. Me sorprende un tanto, Kallor, tu repentino… celo.
El alto guerrero se encogió de hombros.
—Me gustaría remediar mi desacierto, eso es todo. ¿Me das permiso para unirme a Whiskeyjack y Korlat?
Brood lo estudió un momento y después suspiró y agitó un guantelete salpicado de barro.
—Vete.
Kallor se dio la vuelta y salió de la tienda. Fuera, se acercó a su caballo.
Unos cuantos desdichados grandes cuervos, acurrucados bajo una carreta, fueron los únicos testigos de su repentina sonrisa.
Los témpanos que sobresalían por la costa rocosa estaban anegados de un agua oscura y manchada. Lady Envidia observó a Baaljagg y Garath, que cruzaron esa agua chapoteando hacia la playa boscosa. Con un suspiro, abrió el velo de su senda lo suficiente para permitirle cruzar sin mojarse.
Ya estaba más que harta de mares bravos, agua negra, montañas de hielo sumergidas y lluvia gélida, y se estaba planteando la idea de elaborar una maldición adecuada, y por supuesto eficaz, para echárselas a Nerruse y a Beru, a la dama por su fracaso a la hora de mantener un orden razonable sobre sus aguas y al señor por su evidente y absurda indignación al ver que lo explotaban de tal manera. Por supuesto, cabía la posibilidad de que la maldición debilitara el panteón un poco más y eso quizá no se comprendiera muy bien.
La dama suspiró.
—Así que debo privarme de ese placer… o al menos suspenderlo durante un tiempo. Oh, bueno. —Al darse la vuelta vio a Senu, Thurule y Mok que bajaban trepando por la capa de hielo casi vertical que llevaba al témpano. Momentos después, los seguleh se abrían camino chapoteando hasta la orilla.
Lanas Tog se había desvanecido poco antes y había reaparecido bajo los árboles, justo enfrente de ellos.
Lady Envidia se bajó del borde dentado y ribeteado de escarcha de la calle del meckros y emprendió el camino sin prisa hacia el puente de hielo. Se acercó a la línea caída de rocas de la playa donde se habían reunido los demás.
—¡Al fin! —dijo al llegar mientras subía con cuidado al musgo empapado cerca de donde se encontraba Lanas Tog. Unos cedros enormes se adentraban en la oscuridad de la cuesta que trepaba, escarpada y escabrosa, por la ladera de la montaña detrás de la t’lan imass. Lady Envidia se quitó unas motas de nieve de la telaba y estudió el nada acogedor bosque por un momento. Después clavó los ojos en Lanas Tog.
El hielo se deslizaba en astillas largas y estrechas por las espadas que mantenían envarada a la t’lan imass. Trozos de escarcha blanca cada vez más grandes morían en la cara marchita de la criatura no muerta.
—Oh, querida, te estás descongelando.
—Yo iré por delante —dijo Lanas Tog—. Hace poco que ha pasado gente por esta orilla. Más de veinte, menos de cincuenta, algunos con cargas pesadas.
—¿Ah, sí? —Lady Envidia miró a su alrededor y no vio ninguna señal que indicase que alguien hubiera caminado por donde ellos se encontraban—. ¿Estás segura? Oh, da igual. No he dicho nada. ¡Bueno! ¿Y en qué dirección caminaban?
La t’lan imass miró al este.
—La misma que nosotros.
—¡Qué curioso! Y, dime, ¿por casualidad podremos alcanzarlos?
—No es muy probable, señora. Están quizá unos cuatro días por delante…
—¡Cuatro días! ¡Entonces han llegado a Coral!
—Sí. ¿Deseas descansar o quieres que continuemos?
Lady Envidia se volvió para examinar a los otros. Baaljagg todavía tenía una punta de lanza en el hombro, aunque parecía estar saliéndole poco a poco y la hemorragia se había reducido de forma considerable. Le hubiera gustado haber curado la herida de la ay, pero la bestia no la dejaba acercarse lo suficiente. Garath parecía sano, aunque una sólida masa de viejas cicatrices habían grabado el pelo moteado del perro. Los tres seguleh habían llevado a cabo las reparaciones que habían podido en armaduras y armas y estaban esperando con las máscaras recién pintadas.
—¡Hmm, parece que no va a haber demoras, ningún tipo de demora! Qué impaciencia, ¡oh, la pobre Coral! —De repente se giró en redondo—. Lanas Tog, dime, ¿Onos T’oolan también ha pasado por aquí?
—No lo sé, señora. A esos mortales que nos precedieron, sin embargo, los rastreaba un depredador. Sin duda curioso. No percibo ningún tipo de violencia persistente en esta zona, así que es probable que la bestia los abandonara una vez que hubiera medido toda su fuerza.
—¿Una bestia? ¿Qué clase de bestia, querida?
La t’lan imass se encogió de hombros.
—Un gato grande. Un tigre, quizá; son los que se dan en este tipo de bosques, creo.
—¡Bueno, eso sí que es emocionante! Desde luego, Lanas Tog, emprende el camino por esta senda predestinada, ¡nosotros te seguiremos muy de cerca!
Habían disimulado las trincheras y las entradas de los túneles bajo las ramas de los cedros y las pilas de musgo, y sin las habilidades sobrenaturales de los magos, los Abrasapuentes quizá no los hubieran encontrado.
Paran se abrió camino por lo que él había llamado mentalmente el túnel de mando, pasó junto a parrillas llenas de armas (picas, alabardas, lanzas, arcos y fardos de flechas) y nichos repletos de comida, agua y otras provisiones, hasta que llegó a la gran cámara fortificada que era obvio que el septarca había destinado a cuartel general.
Ben el Rápido y su variopinto cuadro de magos se encontraban agachados o tirados en una especie de media luna cerca del otro extremo, más allá de la mesa de los mapas; parecían un hatajo de ratas de agua que acabaran de tomar posesión de la madriguera de un castor.
Al pasar, el capitán le echó un vistazo a la gran piel pintada que habían prendido a la mesa, sobre ella los painitas habían dibujado un mapa de lo más útil y oportuno de todo el laberinto de túneles y trincheras, así como la ubicación de suministros y de qué tipo eran, los accesos y las salidas.
—De acuerdo —dijo Paran al reunirse con los magos—, ¿qué tenéis?
—En Coral alguien cayó en la cuenta —dijo Ben el Rápido— de que este sitio debería tener una compañía metida aquí, como una especie de guardia. Trote le estaba echando un ojo a la ciudad y los vio salir. Llegarán aquí en una campanada.
—Una compañía. —Paran frunció el ceño—. ¿Y qué significa eso en términos painitas?
—Cuatrocientos beklitas, veinte urdomen, cuatro videntes del Dominio, uno de ellos de alto rango y con toda probabilidad hechicero.
—¿Y qué accesos crees que van a utilizar?
—Los tres más escarpados —respondió Eje mientras metía una mano para rascarse bajo la camisa de pelo—. Se meten por debajo de los árboles, montones de altibajos, lo que significa que a los pobres cabrones les va a costar invadir nuestras posiciones cuando empecemos el follón.
Paran se volvió para estudiar el mapa.
—Suponiendo que sean flexibles, ¿qué elegirán como alternativa?
—La rampa principal —dijo Ben el Rápido, y se levantó para reunirse con él. Después dio unos golpecitos en el mapa—. La que habían planeado utilizar en la marcha descendente para tendernos la emboscada. No tienen dónde refugiarse, pero si pueden trabar escudos por delante y hacer la tortuga… bueno, solo somos cuarenta…
—¿Municiones?
El mago se dio la vuelta y miró a Eje, que hizo una mueca agria.
—Andamos escasos. Quizá, si las usamos bien, podamos aplastar a esa compañía, pero entonces el Vidente sabrá lo que se cuece y mandará veinte mil montaña arriba. Si no aparece Dujek pronto, vamos a tener que largarnos de aquí, capitán.
—Ya lo sé, Eje, por eso quiero que reserves los malditos y los incendiarios, quiero estos túneles minados. Si tenemos que largarnos, no dejamos en este fuerte más que barro y cenizas.
El zapador se quedó con la boca abierta.
—Capitán, sin los malditos y los incendiarios, al Vidente no le hará falta enviar a nadie tras esta compañía, ¡nos borrarán del mapa!
—Suponiendo que queden suficientes para reagruparse y subir por la rampa principal. En otras palabras, Eje, reúne a los zapadores y poneos manos a la obra, quiero el guiso más fuerte que podáis cocinar para esos tres caminos ocultos. Si podemos hacer que parezca que todo el ejército malazano está aquí… mejor aún; si podemos asegurarnos que ni un solo soldado de esta compañía sale vivo, habremos conseguido el tiempo que necesitamos. Cuantas menos certezas tenga el Vidente, más seguros estaremos nosotros. Así que cierra esa boca y vete a buscar a Seto y a los demás. Ha llegado vuestro momento de gloria, Eje, así que, venga.
El hombre se escabulló de la cámara murmurando algo.
Paran miró entonces a los otros.
—Un hechicero vidente del Dominio, has dicho. De acuerdo, debe caer lo antes posible, en cuanto empiece la fiesta. ¿Qué tenéis en mente, caballeros?
Patas sonrió.
—La idea es mía, capitán. Es clásica y letal, sobre todo porque nadie se lo espera. Ya he completado el ritual, lo he dejado preparado, lo único que Ben el Rápido tiene que hacer es decirme cuándo ha visto al cabrón.
—¿Qué clase de ritual, Patas?
—De los ingeniosos, capitán. Perlazul me ha prestado el hechizo, pero no puedo describirlo y tampoco puedo escribirlo y enseñártelo. Las palabras y los significados se quedan flotando en el aire, ¿sabes?, se cuelan en las mentes suspicaces y disparan los instintos primarios. No hay nada más fácil que bloquearlo si sabes que lo van a usar. Solo funciona si te mantienes ignorante.
Paran se volvió hacia Ben el Rápido con el ceño fruncido.
El mago se encogió de hombros.
—Patas ni se acercaría siquiera a primera línea si no estuviera seguro, capitán. Yo husmearé la posición del vidente del Dominio como me ha pedido. Y tendré un par de cosas de reserva por si el asunto se tuerce.
—Eje se reservará un fullero, capitán —añadió Perlazul—, con el nombre del mago en él.
—Literalmente —interpuso Deditos—, y eso sí que cambia las cosas, con Eje siendo mago y demás.
—¿Sí? ¿Y cuántas veces han cambiado las cosas en el pasado, Deditos?
—Bueno, eh, ha habido una larga serie de, eh, circunstancias atenuantes…
—Por el abismo —dijo Paran sin aliento—. Ben, si no acabamos con ese hechicero, vamos a servirles de abono a las raíces.
—Ya lo sabemos, capitán. No te preocupes. Lo vamos a machacar antes de que suelte ni una chispa.
Paran suspiró.
—Deditos, búscame a Rapiña, quiero que saquen de aquí estos arcos y que se los entreguen a todo aquel que carezca de munición o no disponga de un hechizo, con veinte flechas para cada uno, y quiero también que tengan picas.
—Sí, señor. —Deditos se puso en pie. Echó mano de un gran dedo momificado que llevaba colgado al cuello y lo besó. Después salió de la cámara.
Perlazul escupió en el suelo.
—Me pongo malo cada vez que hace eso.
Campanada y media después, el capitán estaba echado junto con Ben el Rápido, mirando por el camino escarpado del medio, donde el destello de cascos y armas apareció bajo la luz tenue de las últimas horas de la tarde.
Los painitas no se habían molestado en enviar exploradores por delante ni su columna iba precedida por ningún oficial. Un exceso de confianza que Paran esperaba que resultara fatal.
En la tierra blanda que tenía delante, Ben el Rápido había puesto media docena de ramitas erguidas, dispuestas en una tosca línea. Una suave hechicería susurraba entre ellas de modo que los ojos del capitán solo podía mirar por la periferia. Quince metros por detrás de los dos hombres, Patas se había agazapado sobre el modesto círculo rodeado de guijarros con el que iba a hacer el ritual; seis ramitas de la misma rama que había usado Ben el Rápido clavadas en el musgo delante del mago del pelotón, rodeaban una vejiga llena de agua. Varias gotas de condensación brillaban en las ramitas.
Paran oyó el suave suspiro de Ben el Rápido. El mago estiró la mano, el índice se cernió sobre la tercera ramita y después le dio unos golpecitos.
Patas vio que una de las ramitas se movía. Sonrió, susurró la última palabra del ritual y liberó su poder. La vejiga se encogió, vacía de repente.
En el camino, el hechicero vidente del Dominio, el tercero de la fila, se dobló, le salía agua por la boca, tenía los pulmones encharcados y se arañaba el pecho.
Los ojos de Patas se cerraron, tenía la cara bañada de sudor mientras añadía a toda prisa hechizos vinculantes al agua que llenaba los pulmones del vidente del Dominio para contenerla allí y evitar los esfuerzos desesperados y espasmódicos hechos para expulsar el fluido mortal.
Los soldados gritaron y se agolparon alrededor del mago, que se retorcía.
Cuatro fulleros cayeron volando entre ellos.
Se produjeron varias explosiones secas y al menos una de ellas disparó la fila de fulleros que había enterrados por todo el camino, explosivos que a su vez dispararon los buscapiés que había en la base de los árboles de los lados del camino, que empezaron a caer sobre los soldados reunidos.
El humo, los gritos de los heridos y los moribundos, figuras tiradas, atrapadas bajo los árboles, con ramas clavadas.
Paran vio que Seto y otros cuatro zapadores, Eje incluido, se lanzaban por la cuesta de la ladera hacia un lado del camino. Las municiones les volaban de las manos.
Los árboles caídos, la madera y las ramas empapadas de aceite de farol, se prendieron en una conflagración cuando explotó el primero de los incendiarios. En apenas un latido, el camino y la compañía entera atrapada allí estaba ardiendo.
Por el abismo, no somos una panda muy cordial, ¿verdad?
Abajo, en el fondo, muy por detrás de los últimos painitas, Rapiña y sus pelotones habían salido de su escondite con los arcos en la mano y estaban (o al menos eso esperaba Paran) acabando con los enemigos que hubieran conseguido evitar la emboscada y estuvieran intentando huir.
En ese momento, lo único que podía oír el capitán eran los gritos y el rugido atronador del fuego. Las tinieblas de la noche inminente habían quedado desterradas del camino y Paran podía sentir el calor que se le agolpaba en la cara. Miró entonces a Ben el Rápido.
El mago tenía los ojos cerrados.
Unos leves movimientos en el hombro del hombre llamaron la atención del capitán (una figura diminuta de ramitas y bramante), Paran parpadeó. La figurita había desaparecido y el capitán empezó a preguntarse si había visto algo de verdad… Las llamas salvajes y el reflujo del fuego, las sombras que se retorcían… Ah, deben de ser imaginaciones mías. La falta de sueño, el horror que es esta danza del fuego, los sentidos agudizados, esos malditos chillidos…
Que comenzaban a desvanecerse, el fuego en sí estaba perdiendo su avidez enfurecida, incapaz de adentrarse demasiado en el bosque empapado por la lluvia. El humo envolvía el camino y flotaba entre los peñascos que lo rodeaban. Los cuerpos ennegrecidos llenaban el sendero, las placas de las armaduras bruñidas y multicolores, el cuero encogido y deshaciéndose, las botas llenas de ampollas y abriéndose con unos terribles chisporroteos.
Si el Embozado ha reservado un pozo para los más viles de sus sirvientes, entonces el moranthiano que hizo estas municiones tiene un sitio en él. Y nosotros también, ya que las hemos utilizado. Esto no ha sido una batalla. Esto ha sido una matanza.
Mazo se deslizó junto al capitán.
—¡Capitán! Los moranthianos están descendiendo sobre las trincheras; viene Dujek, y la primera oleada con él. Señor, han llegado los refuerzos.
Ben el Rápido pasó una mano por su pequeña fila de ramitas.
—Bien. Porque los vamos a necesitar.
Sí, el Vidente no va a entregar estas trincheras sin luchar.
—Gracias, sanador. Vuelve con el puño supremo y comunícale que me reuniré con él en breve.
—Sí, señor.