¡El vidrio es arena y la arena es vidrio!
La hormiga bailando a ciegas como hacen las ciegas hormigas
en el labio del borde y el borde del labio.
Blanco en la noche y gris en el día,
sonriente araña nunca sonríe, pero sonreír es lo que hace,
aunque la hormiga nunca lo ve, ciega como es,
¡y ahora era!
Cuentos para asustar a los niños
Malesen, el Vengativo (¿n?)
—Un pánico sin sentido, a fe mía, la hace crisparse.
Le contestó la voz del vidente del Dominio sobre él.
—Pienso que ha crecido de forma… excesiva en los últimos días, mi sagrado señor.
La respuesta del Vidente Painita fue un chillido.
—¿Te crees que no lo veo? ¿Te crees que estoy ciego?
—Sois sabio y todo lo sabéis —dijo con voz profunda el oficial vidente del Dominio—. Yo solo expresaba mi preocupación, mi sagrado señor. Él ya no puede caminar y parece costarle mucho respirar con ese pecho deformado.
«Él»… tullido… costillas arrugadas como manos esqueléticas que ciñen los pulmones, cada vez con más fuerza. Vidente del Dominio. Soy yo a quien describes.
¿Pero quién soy?
Sentí poder una vez. Hace ya mucho tiempo.
Hay un lobo.
Un lobo. Atrapado en esta jaula, mi pecho, estos huesos, sí, no puede respirar. Duele tanto respirar.
Los aullidos han desaparecido. Silenciados. El lobo no puede llamar… llamar…
¿A quién?
Posé la mano, una vez, en el lomo peludo de la loba. Cerca del cuello. No habíamos despertado todavía, ella y yo. Tan cerca, viajábamos juntos, pero no habíamos despertado… qué trágica ignorancia. Sin embargo, la loba me había regalado sus visiones mortales, su única historia, tal y como ella la conocía, mientras que en lo más profundo de su corazón dormía…
… dormía mi amada.
—Mi sagrado señor, el abrazo de vuestra madre lo matará, si se lo devolviéramos…
—¿Osas darme órdenes? —siseó el Vidente, y había un temblor en su voz.
—Yo no ordeno, mi sagrado señor. Establezco un hecho.
—¡Ultentha! ¡Mi querido septarca, adelántate! Sí, mira a ese hombre que yace a los pies de tu vidente del Dominio. ¿Cuál es tu opinión?
—Mi sagrado señor —una voz nueva, más suave—, mi más probado sirviente está en lo cierto. Los huesos de ese hombre están tan aplastados…
—¡Ya lo veo! —chilló el Vidente.
—Mi sagrado señor —continuó el septarca—, aliviadlo de este horror.
—¡No! ¡No lo haré! ¡Es mío! ¡Es de madre! Lo necesita, alguien a quien abrazar, ¡lo necesita!
—Su amor está resultando letal —dijo el vidente del Dominio.
—¿Osáis desafiarme los dos? ¿He de reunir a mis alados? ¿Para enviaros a los dos al olvido? ¿Para que luchen y se peleen por lo que quede? ¿Sí? ¿He de hacerlo?
—Como mi sagrado señor desee.
—¡Sí, Ultentha! ¡Exacto! ¡Como yo desee!
El vidente del Dominio habló entonces.
—¿Se lo devuelvo entonces a la matrona, mi sagrado señor?
—Todavía no. Déjalo ahí. Me divierte la visión que me ofrece. Bien. Ultentha, tu informe.
—Hemos completado las trincheras, mi sagrado señor. El enemigo cruzará las marismas y se encontrará con la muralla de la ciudad. No enviarán exploradores al risco boscoso de la derecha, apostaría mi alma en ello.
—Ya lo has hecho, Ultentha, ya lo has hecho. ¿Y qué hay de esos malditos grandes cuervos? Si uno solo ha visto…
—Vuestros alados los han expulsado, mi sagrado señor. Han despejado los cielos y han frustrado así la red de inteligencia del enemigo. Permitiremos que monten sus campamentos en las marismas y después nos alzaremos de nuestras posiciones secretas y descenderemos sobre su flanco. Un ataque coordinado con el asalto de los magos del cuadro desde las murallas y otro de los alados desde el cielo, así como la incursión del septarca Inal, que partirá de las puertas de la ciudad; mi sagrado señor, la victoria será nuestra.
—Quiero a Caladan Brood. Quiero que me entreguen su martillo. Quiero a los malazanos aniquilados. Quiero que los dioses barghastianos se arrastren a mis pies. Pero sobre todo, ¡quiero a las Espadas Grises! ¿Comprendido? Quiero a ese hombre, Itkovian; entonces tendré un sustituto para mi madre. Así que escuchadme bien, si queréis misericordia para Toc el Joven, traedme a Itkovian. Vivo.
—Se cumplirá vuestra voluntad, mi sagrado señor —dijo el septarca Ultentha.
Se cumplirá su voluntad. Es mi dios. Lo que él desea, todo lo que desea. El lobo no puede respirar. El lobo se muere.
Él… nos morimos.
—¿Y dónde está ahora el enemigo, Ultentha?
—Se han dividido; fue hace dos días, cuando cruzaron el río.
—¿Pero no son conscientes de que las ciudades hacia las que marchan están muertas?
—De ello debieron informarles sus grandes cuervos, mi sagrado señor.
—¿Entonces qué están tramando?
—No estamos seguros. Vuestros alados no se atreven a acercarse demasiado, nadie ha advertido su presencia todavía, según creo, y es mejor mantenerla así.
—Cierto. Bueno, quizá se imaginen que hemos puesto trampas, tropas ocultas o algo parecido, y temen un ataque sorpresa por detrás si se limitaran a no entrar en las ciudades.
—Su cautela nos concede a nosotros más tiempo, mi sagrado señor.
—Son unos necios, se han crecido con la victoria en Capustan.
—Así es, mi sagrado señor. Por la que pagarán un coste muy elevado.
Todo el mundo paga. Nadie escapa. Creí que estaba a salvo. El lobo era un poder en sí mismo, se estiraba, despierto. Era adonde yo huía.
Pero el lobo escogió al hombre equivocado, el cuerpo equivocado. Cuando bajó para llevarse mi ojo (ese destello gris, ardiente, que yo pensé que era una piedra) yo estaba entero, era joven, sano.
Pero ahora me tiene la matrona. Piel vieja que le cuelga de unos brazos inmensos, el olor de unos nidos de serpientes abandonados. La contracción de su abrazo, y los huesos que se rompen, una y otra vez. Ha habido tanto dolor, un trueno incesante en los últimos tiempos. He sentido su pánico, como ha dicho el Vidente. Eso ha sido lo que se ha llevado mi mente. Eso ha sido lo que me ha destruido.
Ojalá hubiera seguido destruido. Ojalá nunca volviera a recordar. El conocimiento no es ningún regalo.
Maldita conciencia. Tirado aquí, en este suelo frío, las oleadas de dolor que se alzan poco a poco van alejándose, ya no noto las piernas. Huele a sal. Polvo y moho. Tengo un peso encima de la mano izquierda. La tengo atrapada debajo de mí y comienza a entumecerse.
Ojalá pudiera moverme.
—… sal a los cuerpos. No hay falta de ella. El escorbuto se ha llevado a tantos de los Tenescowri que nuestras tropas apenas dan abasto para reunir los cadáveres, mi sagrado señor.
—Las enfermedades mundanas no acabarán con los soldados, Ultentha. Lo he visto en un sueño. La señora caminaba entre los Tenescowri y mira, la carne de estos se hinchaba, los dedos de las manos y los pies se les pudrían y quedaban negros, se les caían los dientes entre torrentes de saliva roja. Pero cuando se acercó a mis guerreros elegidos, la vi sonreír. Y se dio la vuelta.
—Mi sagrado señor —dijo el vidente del Dominio—, ¿por qué querría Poliel bendecir nuestra causa?
—Lo desconozco, y no me importa. Quizá haya tenido su propia visión de la gloria de nuestro triunfo, o quizá solo ruega nuestro favor. Nuestros soldados continuarán sanos. Y una vez que los invasores queden destruidos, podremos emprender la marcha una vez más, a nuevas ciudades, nuevas tierras y allí la grasa crece en el botín.
Los invasores… entre ellos, mi pueblo. Yo era Toc el Joven, un malazano. Y los malazanos ya vienen…
La carcajada que brotó de su garganta comenzó con suavidad, un sonido líquido que se fue haciendo más fuerte.
Cesó entonces la conversación. El ruido que hacía él era el único en la cámara.
La voz del Vidente surgió justo encima de él.
—¿Y qué es lo que tanto te divierte, Toc el Joven? ¿Puedes hablar? Ah, ¿no te he preguntado eso ya antes?
Toc respondió con un resuello.
—Hablo. Pero tú no me oyes. Nunca me oyes.
—¿Ah, no?
—La hueste de Unbrazo, Vidente. El ejército más letal que ha producido jamás el Imperio de Malaz. Viene a por ti.
—¿Y debería temblar acaso?
Toc se echó a reír otra vez.
—Haz lo que quieras, pero tu madre lo sabe.
—¿Crees que teme a tus estúpidos soldados? Te perdono tu ignorancia, Toc el Joven. Mi querida madre, he de explicar, tiene… terrores antiguos. Engendro de Luna. Pero permíteme que sea más preciso para evitar futuros malentendidos. Engendro de Luna es ahora el hogar de los tiste andii y su temido señor, pero son como lagartos en un templo abandonado. Moran allí sin ser conscientes del magnífico entorno que los rodea. Aunque mi querida madre no alcanza a ver tales detalles. Ahora mismo es poco más que instinto, mi pobrecita loca.
»Los jaghut recuerdan Engendro de Luna. Solo yo estoy en posesión de los papiros relevantes de La locura de Gothos que susurran sobre los k’chain nah’rhuk, los colas cortas, hijos bastardos de las matronas, hijos que elaboraron mecanismos que vinculaban hechicerías en modos perdidos mucho tiempo ha, que construyeron fortalezas flotantes inmensas desde las que lanzaban ataques devastadores contra sus parientes de colas largas.
»Oh, al final perdieron. Fueron destruidos. Y no quedó más que una fortaleza flotante, dañada, abandonada a los vientos. Gothos creía que se había alejado a la deriva, hacia el norte, que había chocado con el hielo del viento jaghut y estaba por tanto congelada, atrapada durante milenios. Hasta que la halló el señor de los tiste andii.
»¿Comprendes, Toc el Joven? Anomander Rake no sabe nada de todos los poderes de Engendro de Luna, poderes a los que no tiene forma de acceder aunque supiera de ellos. Mi querida madre recuerda, o al menos parte de ella recuerda. Por supuesto no tiene nada que temer. Engendro de Luna está a más de doscientas leguas de aquí, mis alados la han buscado en las alturas, por las sendas, en todas partes. La única conclusión es que Engendro de Luna ha huido, o al fin ha fracasado. ¿No quedó casi destruida sobre Pale? O eso me has contado.
»Así que ya ves, Toc el Joven, tu ejército malazano no tiene el poder de aterrorizarnos, incluyendo a mi querida madre. La hueste de Unbrazo será aplastada en el asalto a Coral. Así como Brood y sus rhivi. Es más, las Caras Blancas quedarán rotas en mil pedazos, no tienen la disciplina necesaria para este tipo de guerra. Los tendré a todos. Y te daré trocitos de la carne de Dujek Unbrazo, te gustaría probar la carne otra vez, ¿verdad? Algo que no haya sido… regurgitado, ¿no?
No dijo nada aunque el estómago se le encogió con una codicia visceral.
El Vidente se agachó un poco más y tocó con la punta de un dedo la sien de Toc.
—Es tan fácil quebrarte. Todas tus fes. Una por una. Casi demasiado fácil. La única salvación que puedes esperar es la mía, Toc el Joven. Ahora lo entiendes, ¿verdad?
—Sí —respondió.
—Muy bien. Reza, entonces, para que haya misericordia en mi alma. Cierto, todavía la tengo que encontrar yo, aunque admito que no he buscado mucho. Pero quizás exista. Aférrate a eso, amigo mío.
—Sí.
El Vidente se irguió.
—Oigo los llantos de mi madre. Llévalo con ella, vidente del Dominio.
—Como ordenéis, mi sagrado señor.
Unos brazos fuertes cogieron a Toc el Joven y lo levantaron sin esfuerzo del suelo frío.
Lo sacaron de la habitación y en el pasillo, el vidente del Dominio se detuvo.
—Toc, escúchame, por favor. Está encadenada abajo y las cadenas no llegan a toda la habitación. Escucha. Te dejaré fuera del alcance de la matrona. Te traeré comida, agua, mantas… El Vidente no prestará mucha atención a los gritos de su madre, estos días no hace más que gritar. Y tampoco sondeará su mente, hay asuntos de mucha más importancia que lo consumen.
—Hará que te devoren, vidente del Dominio.
—Me devoraron hace mucho tiempo, malazano.
—Yo… siento oír eso.
El hombre que lo sostenía no dijo nada durante un buen rato y cuando al fin habló, se le quebró la voz.
—Tú… tú ofreces compasión. Que el abismo me lleve, Toc, la sensación me sobrepasa. Permite, por favor, que mis pequeños esfuerzos…
—Con gratitud, vidente del Dominio.
—Gracias.
Emprendió el camino una vez más.
Toc habló entonces.
—Dime, vidente del Dominio, ¿el hielo todavía apresa al mar?
—No en toda una legua por lo menos, Toc. Un giro inesperado de las corrientes ha despejado el puerto. Pero las tormentas siguen bramando sobre la bahía y ahí fuera el hielo sigue tronando y agitándose como diez mil demonios en guerra. ¿No lo oyes?
—No.
—Sí, admito que desde aquí apenas se oye. Desde el pasaje de la fortaleza es un auténtico asalto.
—Recuerdo… recuerdo el viento…
—Ya no nos alcanza. Otro rebelde capricho, que yo agradezco.
—En la cueva de la matrona —dijo Toc— no hay viento.
Madera partida, un sonido enfermizo que resonó por todo el fragmento del meckros. Lady Envidia hizo una pausa en su escalada hacia el extremo rasgado e irregular de la calle. La ladera se había hecho de repente más escarpada y los adoquines estaban resbaladizos por la helada. La dama siseó de frustración, después invocó una senda y flotó hasta donde Lanas Tog permanecía justo al borde.
La t’lan imass ni siquiera se tambaleaba sobre su peligrosa percha. El viento le tironeaba de las pieles raídas y el cabello blanco como el hueso. Las espadas que seguían empalándola brillaban de escarcha.
Al llegar a su lado, lady Envidia vio con más claridad la fuente de aquellos ruidos secos y terribles. Una inmensa sección de hielo había chocado con ellos y se estaba abriendo paso por la base por un canal espumoso de chorros de agua y ráfagas de hielo.
—Oh, vaya —murmuró lady Envidia—. Me parece que nos siguen empujando al oeste.
—Pero seguimos acercándonos a tierra a pesar de todo —respondió Lanas Tog—. Y con eso es suficiente.
—Según este rumbo terminaremos a veinte leguas de Coral y todo ello monte sin civilizar, suponiendo que mis recuerdos del mapa de esta región sean exactos. Estaba tan cansada de caminar, por todos los cielos. ¿Has visto ya nuestra morada? Aparte del suelo inclinado y las alarmantes vistas que hay por la ventana, es bastante suntuosa. No soporto la incomodidad, sabes.
La t’lan imass no respondió sino que continuó mirando hacia el noroeste.
—Sois todos iguales —dijo lady Envidia con desdén—. Hicieron falta semanas para conseguir que Tool estuviera de humor para charlar.
—Ya has mencionado ese nombre antes. ¿Quién es Tool?
—Onos T’oolan, primera espada. La última vez que lo vi, estaba incluso más desaliñado que tú, querida, así que todavía hay esperanzas para ti.
—Onos T’oolan. No lo he visto más que una vez.
—En la primera reunión, sin duda.
—Sí. Habló contra el ritual.
—Así que, por supuesto, lo odias.
La t’lan imass no respondió de inmediato. La estructura cambió con un movimiento violento bajo ellas, el extremo se inclinó hacia abajo cuando el témpano se apartó de repente y después la estructura se alzó una vez más. En la postura de Lanas Tog no hubo ni una simple vacilación.
—¿Odiarlo? —dijo—. No. Por supuesto que no estaba de acuerdo. Ninguno lo estábamos, así que él se sometió. Es una creencia común.
Lady Envidia esperó y después se cruzó de brazos.
—¿Qué creencia? —preguntó.
—Que la verdad la demuestra el peso de los números. Que lo que muchos creen que es verdad, tiene que serlo. Cuando vea a Onos T’oolan una vez más se lo diré: era él el que tenía razón.
—No creo que guarde rencor, Lanas Tog. Supongo, si pienso en ello, que eso lo hace único entre los t’lan imass, ¿verdad?
—Es la primera espada.
—He tenido otra conversación igual de frustrante con Mok. Verás, me preguntaba por qué sus hermanos y él no te han retado a combatir todavía. Tanto Senu como Thurule se han enfrentado a Tool, y han perdido. Mok era el siguiente. Y resulta que los seguleh no luchan contra mujeres, a menos que los ataquen. Así que, como advertencia, no los ataques.
—No tengo razón para hacerlo, lady Envidia. Si encontrara alguna, sin embargo…
—De acuerdo. Seré más directa. Tanto Senu como Thurule pusieron en apuros a Tool. Contra Mok, bueno, seguramente estaría muy igualado. ¿Tu destreza se puede comparar a la de la primera espada, Lanas Tog? Si de verdad pretendes llegar a la segunda reunión de una pieza y entregar tu mensaje, muestra cierta contención.
El hierro chirrió contra el hueso cuando Lanas Tog se encogió de hombros.
Lady Envidia suspiró.
—Bueno, ¿qué es más deprimente? ¿Intentar mantener una conversación civilizada contigo y los seguleh o quedarme mirando los ojos sufrientes de una loba? Y ni siquiera puedo comentar el humor de Garath porque la bestia todavía parece disgustada conmigo.
—La ay ha despertado —dijo Lanas Tog.
—Lo sé, lo sé, y de verdad que se me rompe el corazón por ella, o al menos por la desdichada diosa que reside en su interior. Claro que las dos se merecen unas cuantas lágrimas, ¿no? Una eternidad sola para una ay no del todo mortal no pudo ser muy divertida, después de todo.
La t’lan imass giró la cabeza.
—¿Quién le dio a la bestia ese regalo cubierto de espinas?
Lady Envidia se encogió de hombros y sonrió con deleite al presentársele la oportunidad de imitar el gesto.
—Un hermano que creyó equivocadamente que le estaba haciendo un favor. De acuerdo, quizás esa haya sido una respuesta demasiado simple. Mi hermano había encontrado a la diosa con daños terribles por culpa de la caída y necesitaba un lugar de sangre caliente para depositar su espíritu y que pudiera sanar. Pura coincidencia. La manada de la ay estaba muerta mientras que ella era demasiado joven para sobrevivir en circunstancias normales. Peor todavía, ella era la última que quedaba en todo el continente.
—Tu hermano tiene un sentido bastante desacertado de la piedad, lady Envidia.
—Estoy de acuerdo. ¡Mira, después de todo, tenemos algo en común! ¡Qué maravilla!
Un momento después, mientras estudiaba a la t’lan imass que tenía a su lado, su efusividad fue desapareciendo.
—Oh —murmuró—, qué verdad más angustiosa resultó ser esa.
Lanas Tog volvió a contemplar el tumultuoso panorama que se extendía hacia el noroeste.
—Como la mayor parte de las verdades —dijo.
—¡Bien! —Lady Envidia se pasó las manos por el pelo—. Creo que voy a bajar y me voy a quedar mirando los ojos miserables de una loba durante un rato. Solo para animarme un poco, como comprenderás. Sabes, al menos Tool tenía sentido del humor.
—Es la primera espada.
Lady Envidia se fue calle abajo murmurando, sus zapatillas apenas rozaban los adoquines helados, y solo hizo una pausa cuando llegó a la entrada de la casa.
—¡Oh! ¡Eso tuvo su gracia! De una forma extraña, claro. ¡Bueno! ¡Extraordinario!
Arpía daba saltitos de un lado para otro, furiosa. Brood se quedó mirando al gran cuervo. A un lado estaba Korlat. Rezagado, a unos metros de distancia, se encontraba Kallor. El ejército marchaba en amplias filas por el camino elevado que tenían a su izquierda mientras que a su derecha, a una distancia de mil setecientos metros, bramaba el rebaño de bhederin.
Korlat observó que había menos bestias. El cruce del río se había llevado a cientos.
Un siseo agudo proveniente de Arpía volvió a captar su vagabunda atención.
El gran cuervo había extendido a medias las alas y se había detenido justo delante del caudillo.
—¡Sigues sin comprender la gravedad de la situación! ¡Necio! ¡Cabestro! ¿Dónde está Anomander Rake? ¡Dímelo! Debo hablar con él, advertirle…
—¿Qué? —preguntó Brood—. ¿Que unos cientos de cóndores te han espantado?
—¡Una hechicería desconocida se oculta dentro de esos abominables buitres! ¡Nos están alejando de forma deliberada, maldito bruto descerebrado!
—De Coral y sus alrededores —observó Kallor con tono seco—. Lest acaba de aparecer ante nosotros, Arpía. Cada cosa a su tiempo.
—¡Estúpido! ¿Crees que están ahí esperando tan tranquilos? Se están preparando…
—Por supuesto que se están preparando —dijo Kallor con voz cansina mientras le dedicaba una mirada de desdén al gran cuervo—. ¿Y qué?
—¿Qué le ha pasado a Engendro de Luna? Sabemos lo que planeaba Rake, ¿lo ha conseguido? ¡No puedo ponerme en contacto con Engendro! ¡No puedo ponerme en contacto con Rake! ¿Dónde está Engendro de Luna?
Nadie dijo nada.
Arpía bajó la cabeza de golpe.
—¡Sabéis menos que yo! ¿Verdad? ¡Todo esto no son más que faroles! ¡Estamos perdidos! —El gran cuervo giró en redondo para clavar en Korlat sus ojos negros y brillantes—. Tu señor ha fracasado, ¿verdad? ¡Y se ha llevado a tres cuartas partes de los tiste andii con él! ¿Será suficiente contigo, Korlat? ¿Podrás…?
—Arpía —dijo Brood con voz profunda—. Habíamos pedido información sobre los malazanos, no una lista de tus temores.
—¿Los malazanos? ¡Siguen marchando! ¿Qué otra cosa podrían hacer? Una hilera interminable de carretas en el camino, polvo por todas partes. Se acercan a Setta, ¡que está vacía salvo por un puñado de cadáveres marchitos por el sol!
Kallor lanzó un gruñido.
—Avanzan con rapidez, entonces. Como si tuvieran prisa. Caudillo, traman algún engaño.
Brood frunció el ceño y se cruzó de brazos.
—Ya has oído al pájaro, Kallor. Los malazanos siguen marchando. Más rápido de lo que esperábamos, es cierto, pero eso es todo.
—Disimulas —dijo Kallor entre dientes.
Brood no le hizo caso y miró una vez más al gran cuervo.
—Que los tuyos les echen un ojo. En cuanto a lo que está ocurriendo en Coral, nos preocuparemos por eso cuando lleguemos a Maurik y reunamos nuestras fuerzas. Por último, en lo que respecta a tu señor, Anomander Rake, ten fe, Arpía.
—¿A la fe fías tú el éxito? ¡Qué locura! ¡Debemos prepararnos para lo peor!
La atención de Korlat volvió a vagar. Últimamente le pasaba mucho. Había olvidado lo que podía hacer el amor al entrelazar sus raíces por todo el alma; el sentimiento empujaba y tiraba de sus pensamientos, la obsesión maduraba como una fruta seductora. Korlat solo sentía la vida de esa obsesión, que se espesaba en su interior y la reclamaba entera.
Los temores por su señor y los suyos parecían casi intrascendentes. Si se lo exigían de veras, podía intentar recurrir a su senda y llegar a su señor por los caminos de Kurald Galain. Pero en su interior no había prisa. Esa guerra encontraría su propio camino.
Sus deseos, todos y cada uno, quedaban contenidos en los ojos de un hombre. Un mortal de una nobleza sesgada y llena de matices. Un hombre que había dejado atrás su juventud, un alma repleta de cicatrices que sin embargo le había entregado a ella.
Casi imposible de creer.
Recordó la primera vez que lo había visto de cerca. Ella se encontraba con la mhybe y Zorraplateada y sostenía la mano de la niña entre las suyas. Él había llegado a caballo al lugar del parlamento, con Dujek. Un soldado cuyo nombre ella ya sabía, el nombre de un enemigo temido cuya pericia táctica había desafiado a Brood una y otra vez, a pesar de todo lo que tenían en contra las fuerzas mal abastecidas e inferiores en número del malazano.
Pero incluso entonces la había atraído como un imán.
Y no era solo su mirada la que se sentía atraída, comprendió. Su señor lo había llamado amigo. La rareza de semejante acontecimiento todavía amenazaba con quitarle el aliento. Anomander Rake, desde que ella lo conocía, no había reconocido más que a un amigo, y ese era Caladan Brood. Y entre esos dos hombres, miles de años de experiencias compartidas, una alianza nunca rota. Un sinfín de enfrentamientos, cierto, pero ni una sola vez una ruptura definitiva e irreparable.
La clave de todo eso, como bien entendía Korlat, era que se mantenían a una distancia respetable, puntuada por alguna que otra convergencia.
Era, creía la tiste andii, una relación que nunca se rompería. Y de ahí, tras varios siglos, había nacido una amistad.
Sin embargo, Rake no había compartido más que unas cuantas tardes con Whiskeyjack. Entre ellos habían tenido lugar conversaciones de naturaleza desconocida. Y había sido suficiente.
Algo en cada uno de ellos los ha convertido en espíritus afines, pero ni siquiera yo puedo verlo. No se puede alcanzar a Anomander Rake, no se puede tocar siquiera, no su verdadero yo. Yo jamás he sabido lo que se encuentra tras los ojos de mi señor. He presentido apenas su inmensa capacidad, pero no el sabor de todo lo que contiene.
Pero Whiskeyjack (mi querido amante mortal), si bien no puedo ver todo lo que hay en su interior, puedo ver el coste de su contención. El sangrado pero no la herida. Y puedo ver su fuerza, incluso la última vez, cuando estaba tan cansado…
Justo al sur comenzaban a verse las viejas murallas de Lest. No había señal de que se hubieran hecho reparaciones desde la conquista painita. El aire sobre la ciudad estaba limpio de humo y despojado de pájaros. Los exploradores rhivi habían informado que no había más que unos cuantos huesos calcinados tirados por las calles. En otro tiempo había habido jardines colgantes, por los que Lest se había hecho famosa, pero el flujo de agua había cesado semanas antes y desde entonces el fuego había arrasado la ciudad, incluso desde lejos Korlat podía ver la mancha oscura de hollín en las murallas.
—¡Devastación! —gimió Arpía—. ¡Esta es la historia que tenemos ante nosotros! Todo el camino hasta Maurik, mientras nuestra alianza se desintegra ante nuestros ojos.
—De eso nada —bramó Brood con el ceño más marcado todavía.
—¿No? ¿Y dónde está Zorraplateada? ¿Qué le ha pasado a la mhybe? ¿Por qué las Espadas Grises y la legión de Trake marchan tan lejos por detrás de nosotros? ¿Por qué estaban los malazanos tan impacientes por dejar nuestra compañía? ¡Y ahora se han desvanecido Anomander Rake y Engendro de Luna! Los tiste andii…
—Están vivos —lo interrumpió Korlat, al fin se le acababa la paciencia.
Arpía se giró en redondo para mirarla.
—¿Estás segura?
Korlat asintió. Pero… ¿lo estoy? No. ¿He de buscarlos entonces? No. Ya veremos lo que haya que ver en Coral. Eso es todo. Su mirada se fue posando poco a poco en el oeste. Y tú, mi querido amante, ladrón de todos mis pensamientos, ¿me liberarás alguna vez?
Por favor. No lo hagas. Nunca.
Junto a Rezongo cabalgaba Itkovian, que observó a los dos escoltas de las Espadas Grises que se acercaban a medio galope a la yunque del escudo y a la destriant.
—¿De dónde vienen? —preguntó Rezongo.
—De los flancos de la retaguardia —respondió Itkovian.
—Con nuevas que entregar, al parecer.
—Eso parece, señor.
—¿Y bien? ¿No sientes curiosidad? Las dos te han pedido que cabalgues con ellas; si hubieras dicho que sí, estarías oyendo ahora mismo ese informe, en lugar de quedarte apocado con esta chusma, con esta gentuza. Eh, se me está ocurriendo algo, podría dividir a mi legión en dos compañías y llamar a una gentuza y a la otra…
—¡Oh, por favor! —soltó Piedra de repente tras ellos.
Rezongo se giró en la silla.
—¿Cuánto tiempo llevas tras nuestra sombra, mujer?
—Nunca estoy a tu sombra, Rezongo. Ni tras la tuya, ni tras la de Itkovian. Ni tras la de ningún hombre. Además, con el sol tan bajo a nuestra derecha, tendría que ir junto a ti para estar a tu sombra, y tampoco lo estaría entonces, claro.
—Así que, en lugar de eso —sonrió la espada mortal—, eres la mujer que está detrás de mí.
—¿Y qué se supone que significa eso, cerdo?
—Solo establezco un hecho, muchacha.
—¿De veras? Bueno, pues te equivocas. Estaba a punto de dirigirme hacia las espadas grises, solo que vosotros dos, zoquetes, os pusisteis en medio.
—Piedra, esto no es un camino, es una llanura. En el nombre del Embozado, ¿cómo podríamos estar en tu camino cuando puedes llevar tu caballo por donde quieras?
—Zoquetes. Cerdos, vagos. Alguien tendrá que haber aquí con un poco de curiosidad. Ese alguien necesita un cerebro, por supuesto, que es por lo que vosotros dos os limitáis a seguir trotando mientras os preguntáis de qué va el informe de esos escoltas, os preguntáis pero no hacéis nada en absoluto. Porque sois los dos unos descerebrados. En cuanto a mí…
—En cuanto a ti —dijo Itkovian con tono seco—, parece que estás hablando con nosotros, señora. De hecho, tú has entablado una conversación…
—¡Que ya ha terminado! —soltó la mujer, después le dio un tirón al cuello del caballo para hacerlo girar a la izquierda y lo lanzó a una carrera que los dejó atrás.
Los dos hombres la observaron dirigirse hacia la otra columna.
Después de un momento, Rezongo se encogió de hombros.
—Me pregunto qué oirá —dijo.
—Yo también —respondió Itkovian.
Continuaron adelante con paso regular si bien un poco lento. La legión de Rezongo marchaba tras ellos; era una chusma, apiñados como corsarios que se adentran por el continente en busca de una granja que saquear. Itkovian había sugerido un tiempo antes que cierto adiestramiento quizá resultase beneficioso, a lo que Rezongo se había limitado a sonreír sin decir nada.
La espada mortal de Trake despreciaba a los ejércitos; de hecho, despreciaba todo lo que tuviera la menor relación con la noción de prácticas militares. La disciplina le resultaba indiferente y no tenía más que un oficial (un soldado lestari, por fortuna) para dirigir a sus casi ciento sesenta seguidores: inadaptados de mirada pétrea que había llamado entre risas «la legión de Trake».
Rezongo era, en todos los aspectos, todo lo contrario de Itkovian.
—Aquí viene —gruñó la espada mortal.
—Monta —comentó Itkovian— con gran dramatismo.
—Sí. Una fiereza que no se limita a cuando está sentada en la silla, por lo que he oído.
Itkovian se quedó mirando a Rezongo.
—Mis disculpas. Había supuesto que ella y tú…
—Unas cuantas veces —respondió el hombre—. Cuando estábamos los dos borrachos, por cierto. Ella más borracha que yo, he de admitir. No solemos hablar del tema. Nos tropezamos con el asunto una vez y se convirtió en una discusión sobre a cuál de los dos le daba más vergüenza… ¡Ah, muchacha! ¿Qué nuevas hay?
Piedra frenó con brusquedad y los cascos de su caballo levantaron algo de polvo.
—En el nombre del Embozado, ¿por qué habría de decíroslo?
—Entonces, en el nombre del Embozado, ¿por qué has vuelto con nosotros?
La mujer lo miró con el ceño fruncido.
—Solo estaba regresando a mi posición, zoquete. Y tú, Itkovian, será mejor que lo que veo ahí no sea la insinuación de una sonrisa. Si lo fuera, tendría que matarte.
—Desde luego que no lo es, señora.
—Me alegro.
—¿Y bien? —le preguntó Rezongo.
—¿Qué?
—¡Las nuevas, mujer!
—Ah, eso. Unas nuevas maravillosas, por supuesto, que son las únicas que oímos estos días, ¿no? Revelaciones gratas. Momentos felices…
—Piedra…
—¡Viejos amigos, Rezongo! Ruedan detrás de nosotros, más o menos a una legua de distancia. Un carruaje grande, de hueso, tirado por una recua que no es todo lo que parece. También arrastra detrás un par de carretas planas, cargadas de trastos, ¿he dicho trastos? Me refería a un botín, por supuesto, incluyendo más de un cadáver ennegrecido por el sol. Y un viejo en el asiento del cochero. Con un gato sarnoso en el regazo. Bueno, ¿qué te parece? Viejos amigos, ¿a que sí?
Las sombras embargaron la expresión de Rezongo y sus ojos se enfriaron de repente.
—¿Nada de Buke?
—Ni siquiera su caballo. O bien ha volado o…
La espada mortal hizo girar el caballo en redondo y clavó las espuelas en los flancos de la bestia.
Itkovian dudó un momento. Miró a Piedra y le sorprendió ver una franca simpatía que suavizaba su rostro. Los ojos verdes de la mujer se encontraron con los suyos.
—Alcánzalo, ¿quieres? —le pidió en un susurro.
Itkovian asintió y se bajó la celada del casco malazano. Un ligero cambio de postura y un roce momentáneo de las riendas contra el cuello del caballo hicieron que el corcel diese la vuelta.
Su montura se alegró de tener la oportunidad de estirar las patas y, puesto que su carga era más ligera, pudo poner a Itkovian a la altura de Rezongo cuando todavía quedaban dos tercios de legua. El caballo de la espada mortal ya estaba jadeando.
—¡Señor! —lo llamó Itkovian—. ¡Al paso, señor! ¡O bien iremos montando los dos en uno al regreso!
Rezongo siseó una maldición, hizo como si fuera a azuzar a su caballo para que corriese más, pero después se aplacó, se irguió en la silla, soltó las riendas y el galope del caballo se ralentizó hasta convertirse en un medio galope.
—Un trote rápido ahora, señor —le aconsejó Itkovian—. Lo reduciremos al paso en unos ochenta metros para que el animal estire el cuello y abra las vías respiratorias.
—Lo siento, Itkovian —dijo Rezongo un poco después—. No hay calor en mi genio últimamente, pero me temo que eso parece hacerlo más letal.
—Trake querría…
—No, ni siquiera lo intentes, amigo mío. Ya te lo he dicho, me importa un bledo lo que Trake quiera o espere de mí y más vale que el resto dejéis de verme de ese modo. Espada mortal, odio los títulos. Ni siquiera me gustaba que me llamaran capitán cuando escoltaba caravanas. Solo lo usaba para poder cobrar más.
—¿Tienes intención de hacer algún daño a esos viajeros, señor?
—Sabes bien quiénes son.
—Lo sé.
—Tenía un amigo…
—Sí, el llamado Buke. Lo recuerdo. Un hombre roto por el dolor. Una vez me ofrecí a asumir sus penas, pero me rechazó.
La cabeza de Rezongo giró de golpe al oír eso.
—¿Te ofreciste? ¿Se negó?
Itkovian asintió.
—Quizá debería haber sido más… directo.
—Deberías haberlo cogido por el pescuezo y haberlo obligado, dijera lo que dijera. Eso es lo que la nueva yunque del escudo le ha hecho a ese primer hijo tuerto de la semilla de los muertos, Anaster, ¿no? Y ahora el tipo cabalga a su lado…
—Cabalga en la ignorancia. Ese hombre no es más que una concha, señor. En su interior no había más que dolor. Al arrebatárselo le han robado el conocimiento que tenía de sí mismo. ¿Hubieras querido que esa fuera la suerte también de Buke?
El hombre hizo una mueca.
Solo quedaba menos de un tercio de legua, suponiendo que la afirmación de Piedra fuera precisa, pero la ondulación de los riscos de la playa erosionada reducía el campo de visión y de hecho, fue el sonido que hacía el carruaje, un estrépito metálico apagado que traía el viento, lo que alertó a los dos hombres sobre su proximidad.
Coronaron un risco y tuvieron que frenar a toda prisa para evitar chocar con la reata de bueyes.
Emancipor Reese lucía un vendaje amplio y manchado que le envolvía la cabeza en sentido vertical y sin cubrir del todo la mandíbula hinchada y el ojo derecho, inflamado también. El gato que llevaba en el regazo chilló ante la repentina llegada de los dos jinetes, después trepó por el pecho del sirviente, le pasó por el hombro izquierdo y se subió al tejado del espeluznante carruaje, donde se desvaneció en un pliegue de huesos y piel de k’chain che’malle. El propio Reese dio un salto en el asiento y estuvo a punto de caerse antes de recuperar el equilibrio.
—¡Malnacidoz! ¿Pod qué hacéiz ezo? ¡Pod el aliento del Embozado!
—Mis disculpas, señor —dijo Itkovian— por sobresaltarte así. ¿Estás herido…?
—¿Hedido? No. Diente. Lo dompí. Huezo de ceduna.
Itkovian frunció el ceño y miró a Rezongo.
La espada mortal se encogió de hombros.
—¿Hueso de aceituna, quizá?
—¡Zí! —Reese asintió con vigor y después hizo una mueca de dolor—. ¿Qué quedéis?
Rezongo respiró hondo antes de hablar.
—La verdad, Reese. ¿Dónde está Buke?
El sirviente se encogió de hombros.
—Ze fue.
—¿Tus amos…?
—¡No! ¡Ze fue! ¡Voló! —Agitó los brazos de arriba abajo—. ¡Flap, flap! ¿Endiendez? ¿Zí?
Rezongo suspiró, apartó los ojos y después asintió poco a poco.
—Lo suficiente —dijo un momento después.
Se abrió la puerta del carruaje y se asomó Bauchelain.
—¿Por qué nos hemos para…? Ah, el capitán de caravanas… y la espada gris, creo, pero ¿dónde, señor, está tu uniforme?
—No veo necesidad…
—No importa —lo interrumpió Bauchelain mientras se bajaba del vehículo—. No me interesaba mucho tu respuesta. Bueno, caballeros, ¿tenéis temas que discutir, quizá? Disculpad mi grosería, si tenéis la bondad; estoy cansado y de mal humor últimamente, con franqueza. De hecho, antes de que pronunciéis otra palabra más, os aconsejo que no me irritéis. Con la próxima interrupción desagradable es probable que pierda los estribos por completo, y eso sería una auténtica desgracia, os lo aseguro. Bueno, ¿qué queréis de nosotros?
—Nada —dijo Rezongo.
Las cejas finas y negras del nigromante se alzaron unos milímetros.
—¿Nada?
—He venido a preguntar por Buke.
—¿Buke? ¿Quién…? Ah, sí, ese. Bueno, la próxima vez que lo veas, dile que está despedido.
—Lo haré.
Nadie dijo nada durante un momento, después Itkovian se aclaró la garganta.
—Señor —le dijo a Bauchelain—, tu criado se ha roto un diente y parece sufrir considerables molestias. Seguro que con tus artes…
Bauchelain se volvió y levantó la cabeza para mirar a Reese.
—Ah, eso explica el tocado. Admito que me estaba preguntando… ¿una nueva moda local que había adquirido, quizá? No, resulta que no. Bueno, Reese, parece que debo pedirle una vez más a Korbal Espita que se prepare para otra operación, es el tercer diente que te rompes así, ¿no? Más aceitunas, sin duda. Si insistes en creer que los huesos de aceitunas son un veneno mortal, ¿por qué eres tan descuidado cuando comes esos frutos? Ah, da lo mismo.
—¡Nada de opedaciones, pod favod! ¡No! ¡Pod favod!
—¿Pero qué balbuceas, hombre? ¡Cállate! Y límpiate esa baba, es de lo más desagradable. ¿Crees que no me doy cuenta de tu dolor, criado? Se te han saltado las lágrimas y estás pálido… blanco como la muerte. Y mira cómo tiemblas, ¡no debemos perder ni un momento más! ¡Korbal Espita! ¡Sal, si tienes la bondad, con tu maletín negro! ¡Korbal!
La carreta se meció un poco a modo de respuesta.
Rezongo le dio la vuelta al caballo e Itkovian siguió su ejemplo.
—¡Hasta luego entonces, caballeros! —exclamó Bauchelain tras ellos—. Podéis tener la seguridad de que os agradezco que me hayáis advertido del estado de mi criado. Dado que él está igual de agradecido, sin duda, si pudiera hablar de forma coherente, estoy seguro que os diría lo mismo.
Rezongo levantó una mano con una brusca despedida.
Después partieron para reunirse con la legión de Trake.
Ninguno de los dos hombres dijo nada durante un rato hasta que un suave murmullo por parte de Rezongo llamó la atención de Itkovian. La espada mortal, como vio al mirarlo, se estaba riendo.
—¿Qué te divierte tanto, señor?
—Tú, Itkovian. Me parece que Reese va a maldecir tu preocupación durante el resto de sus días.
—Una extraña expresión de gratitud sería esa. ¿No le darán remedio?
—Oh, sí, estoy seguro que sí, Itkovian. Pero aquí tienes algo para que reflexiones un poco, si quieres. A veces es peor el remedio que la enfermedad.
—¿Podrías explicarme eso?
—Pregúntale a Emancipor Reese la próxima vez que lo veas.
—Muy bien, eso es lo que haré, señor.
El olor a humo se aferraba a los muros y había suficientes manchas antiguas emborronando las alfombras para dar fe de la matanza de acólitos por los pasillos y en las antesalas y anexos de todo el templo.
Coll se preguntó si al Embozado le había complacido que le entregaran a sus propios hijos dentro de su propia estructura santificada.
No parecía cosa fácil profanar un lugar consagrado a la muerte. El daru podía sentir el aliento del poder imbatido, frío e indiferente, mientras permanecía sentado en el banco de piedra que había fuera de la cámara del sepulcro.
Murillio se paseaba por el amplio pasillo principal que tenía a la derecha, entraba en su campo de visión y luego volvía a salir, una y otra vez.
En la cámara sagrada que había detrás, el caballero de la Muerte preparaba un lugar para la mhybe. Habían pasado tres campanadas desde que el sirviente elegido del Embozado había entrado en la cámara del sepulcro y las puertas se habían cerrado solas tras él.
Coll esperó hasta que Murillio reapareció una vez más.
—No puede soltar esas espadas.
Murillio hizo una pausa y lo miró.
—¿Y?
—Bueno —bramó Coll— bien podría llevarle tres campanadas hacer una cama.
La expresión de su amigo se llenó de suspicacia.
—¿Se supone que eso tenía que tener gracia?
—No del todo. Estaba pensando en términos más pragmáticos. Estaba intentando imaginar la incomodidad física de intentar hacer algo con unas espadas pegadas a las manos. Eso es todo.
Murillio hizo amago de ir a decir algo, cambió de opinión con un juramento murmurado, se dio media vuelta y reanudó sus paseos.
Habían llevado a la mhybe al templo cinco días antes y la habían acomodado en una habitación que en otro tiempo había pertenecido a un sacerdote de alto rango. Después habían descargado la carreta y guardado la comida y el agua en las bodegas, entre los fragmentos de cientos de jarras hechas añicos y el suelo y las paredes pegajosas de vino, bajo el aire espeso y empalagoso que hedía como el mandil de un tabernero.
Desde entonces cada comida había sabido a vino y le había recordado a Coll los casi dos años que había desperdiciado siendo un borracho, ahogándose en las aguas oscuras de la desdicha como solo puede hacerlo un hombre enamorado de la autocompasión. Le hubiera gustado llamar extraño al hombre que había sido, pero el mundo tenía la costumbre de girar sin que nadie lo notara, hasta que lo que pensaba que había dejado atrás volvía de repente a tenerlo delante.
Y lo que era peor, la introspección (para él al menos) era un agujero en la arena con una araña esperándolo en el fondo. Y Coll sabía muy bien que era muy capaz de devorarse a sí mismo.
Murillio volvió a aparecer delante de él.
—La hormiga bailaba a ciegas —dijo Coll.
—¿Qué?
—Ese viejo cuento infantil, ¿te acuerdas?
—Has perdido la chaveta, ¿no?
—Todavía no. Al menos no creo.
—Pero es que es eso, Coll. No lo sabrías, ¿verdad?
Coll observó a Murillio darse la vuelta una vez más, pasar junto al borde de la pared y perderse de vista. El mundo gira invisible a nuestro alrededor. Los ciegos bailan en círculos. No hay forma de escapar de lo que eres y todos tus sueños resplandecen de color blanco por la noche, pero son grises a la luz del día. Y ambos son igual de mortales. ¿Quién era ese maldito poeta? El Vengativo. Un huérfano, afirmaba. Escribió mil historias para aterrorizar a los niños. Lo lapidó una multitud en Darujhistan, experiencia a la que sobrevivió. Creo que fue hace años. Sus relatos viven ahora en las calles. Canturreos para acompañar los juegos de los más pequeños.
Muy siniestros, los muy puñeteros, en mi opinión.
Coll se sacudió un poco para intentar aclararse la mente antes de caer otra vez en otra trampa de la memoria. Antes de que aquella mujer le robara la hacienda, antes de que lo destruyera, Simtal le había dicho que llevaba a su hijo en su vientre. Se preguntó si ese niño había existido alguna vez, Simtal luchaba con mentiras cuando otros usaban cuchillos. No se había producido ningún anuncio de ningún nacimiento. Aunque, por supuesto, la posibilidad de que a él se le escapase tal anuncio era casi una certidumbre en aquellos días que siguieron a su caída. Pero sus amigos lo habrían sabido. Se lo habrían dicho, si no entonces, al menos después…
Murillio volvió a aparecer ante él.
—Oye, un momento —gruñó Coll.
—¿Y ahora qué? ¿El escarabajo dio una voltereta? ¿El gusano rodeó el agujero?
—Una pregunta, Murillio.
—De acuerdo, si insistes.
—¿Oíste hablar alguna vez de que Simtal diera a luz a algún niño?
Observó que la cara de su amigo se cerraba poco a poco y que los ojos se entornaban.
—Esa es una pregunta que no debe hacerse en este templo, Coll.
—La estoy haciendo, no obstante.
—No creo que estés listo…
—No es algo que tú debas juzgar y ya deberías saberlo, Murillio. ¡Maldita sea, llevo meses sentado en el concejo! ¿Y sigo sin estar listo? Qué idea absurda…
—¡Está bien! ¡Está bien! Es solo que no son más que rumores.
—No me mientas.
—No te miento. Hubo un período de más de unos cuantos meses, justo después de tu, eh, fallecimiento, en los que no hizo ninguna aparición pública. La explicación fue el luto, por supuesto, aunque todo el mundo sabía…
—Sí, ya sé lo que sabía todo el mundo. Así que se escondió durante un tiempo. Continúa.
—Bueno, creímos que estaba consolidando su posición. Entre bambalinas. Rallick la estaba vigilando. Al menos eso creo. Él sabría más.
—¿Y vosotros dos nunca comentasteis los detalles de lo que estaba tramando, el aspecto que tenía? Murillio…
—Bueno, ¿qué iba a saber Rallick de la maternidad?
—Cuando una mujer está encinta, se le hincha el vientre y tiene los pechos más grandes. Estoy seguro de que nuestro amigo el asesino ha visto una o dos mujeres con esa aflicción por las calles de Darujhistan, ¿se creía acaso que se estaban comiendo melones enteros?
—No hace falta ponerse sarcástico, Coll. Lo único que digo es que no estaba seguro.
—¿Qué hay de los sirvientes de la hacienda? ¿Alguna mujer que acabara de dar a luz?
—Rallick nunca mencionó…
—Vaya, qué asesino más observador.
—¡Está bien! —le soltó Murillio—. ¡Te diré lo que pienso! ¡Tuvo un hijo! Lo envió a alguna parte. Adonde fuera. No lo habría abandonado porque en algún momento habría querido usarlo como heredero verificable, como cebo para casarse, lo que fuera. Simtal era una plebeya; los contactos que tuviera de su pasado eran privados, ocultos de todos salvo los implicados, incluyéndote a ti, como bien sabes. Creo que envió al niño en esa dirección, a algún sitio donde a nadie se le ocurriría mirar.
—Casi tres ya —dijo Coll al tiempo que iba recostando poco a poco la cabeza en el muro. Cerró los ojos—. Tres años de edad…
—Quizá. Pero en aquel momento no había forma de averiguar…
—Habrías necesitado mi sangre. Y después Baruk…
—Eso —soltó Murillio—, habríamos ido y te habríamos sacado sangre de la nariz cuando te hubieras caído redondo, borracho perdido.
—¿Por qué no?
—¡Pues por una razón muy sencilla, zoquete, porque por aquel entonces no parecía tener mucho sentido!
—De acuerdo. Pero ya llevo meses por el camino recto, Murillio.
—Entonces hazlo tú, Coll. Ve a ver a Baruk.
—Lo haré. Ahora que lo sé.
—Escucha, amigo mío. He conocido a un montón de borrachos en mis tiempos. Tú llevas sobrio cuatro o cinco meses y crees que es una eternidad. Pero yo, yo solo veo a un hombre que todavía está limpiándose el vómito de la ropa. Un hombre al que todavía podrían dejar patas arriba. No iba a presionar, es demasiado pronto…
—Te entiendo. No maldigo tu decisión, Murillio. Tenías razón al ser tan cauto. Pero lo que yo veo, es decir, lo que veo ahora, es una razón. Al fin una razón de verdad para seguir así.
—Coll, espero que no pienses que puedes entrar como si nada en la casa en la que se está criando tu hijo y llevártelo por las buenas…
—¿Por qué no? Es mío.
—Y hay un sitio esperándolo en la repisa de tu chimenea, ¿no?
—¿Crees que no puedo criar a un niño?
—Sé que no puedes, Coll. Pero si lo haces bien, puedes pagar para verlo crecer en condiciones, con oportunidades que de otra forma quizá no tendría.
—Un benefactor oculto. Ya. Eso sería… noble.
—Sé honesto, sería conveniente, Coll. Ni noble ni heroico.
—Y tú te haces llamar amigo.
—Así es.
Coll suspiró.
—Y dices bien, aunque no sé qué he hecho para merecer semejante amistad.
—Dado que no quiero deprimirte todavía más, ya hablaremos de ese tema en otro momento.
Las inmensas puertas de piedra de la cámara del sepulcro se abrieron de un tirón.
Coll se levantó del banco con un gruñido.
El caballero de la Muerte salió al pasillo y se quedó justo delante de Murillio.
—Traed a la mujer —dijo el guerrero—. Los preparativos han terminado.
Coll se acercó a la entrada y miró dentro. Había tallado un gran agujero en la piedra sólida del suelo, en el centro de la cámara. Piedra hecha añicos se alzaba en montones apilados contra la pared lateral. Con un repentino escalofrío, el daru apartó al caballero de la Muerte de un empujón.
—¡Por el aliento del Embozado! —exclamó—. ¡Eso es un maldito sarcófago!
—¿Qué? —gritó Murillio al tiempo que se precipitaba a reunirse con Coll. Se quedó mirando la tumba y después se volvió y miró al caballero—. ¡La mhybe no está muerta, idiota!
Los ojos sin vida del guerrero se clavaron en el compañero de Coll.
—Los preparativos —dijo— han terminado.
Con los tobillos hundidos en polvo, cruzó entre tropezones una tierra baldía. La tundra se había desintegrado y con ella los cazadores, los perseguidores demoníacos que habían sido una compañía tan ingrata durante tanto tiempo. La desolación que la rodeaba era, comprendió, mucho peor. No había hierba bajo sus pies, ni brisa dulce y fría. El zumbido de los moscardones había desaparecido, esos ávidos compañeros tan impacientes por alimentarse de su carne, aunque todavía le picaba la cabeza, como si algunos hubieran sobrevivido a la devastación.
Se estaba debilitando, sus jóvenes músculos fallaban de algún modo indefinible. No era solo cansancio sino una especie de disolución crónica. Estaba perdiendo su solidez y darse cuenta de eso era lo más aterrador de todo.
Sobre ella, el cielo carecía de color, estaba desprovisto de nubes e incluso de sol, y sin embargo lo iluminaba una fuente leve e invisible. Parecía estar a una distancia imposible, levantar los ojos durante demasiado tiempo era arriesgarse a la locura, la mente clamaba contra su incapacidad para comprender lo que estaban transmitiendo sus ojos.
Así que mantuvo la mirada fija al frente mientras continuaba tropezando. No había nada que marcara el horizonte en ninguna dirección. Que ella supiera, bien podría estar caminando en círculos, aunque en ese caso era un círculo inmenso porque todavía tenía que cruzar su propio camino. No tenía ningún destino en mente para ese viaje del espíritu, ni la voluntad de intentar elaborar uno en ese paisaje soñado y letal si hubiera sabido cómo.
Le dolían los pulmones, como si ellos también estuvieran perdiendo la capacidad de funcionar. Le parecía que antes de mucho tiempo ella también empezaría a disolverse, ese cuerpo joven caería derrotado de un modo que era contrarío a lo que ella había temido durante tanto tiempo. No la harían pedazos los lobos. Los lobos habían desaparecido. No, sabía ya que nada había sido lo que parecía, había sido todo algo diferente, algo secreto, una adivinanza que todavía tenía que desentrañar. Y ya era demasiado tarde. El olvido había acudido en su busca.
El abismo que había avizorado en sus pesadillas desde hacía tanto tiempo había sido un lugar de caos, de alimentarse con frenesí de almas, de recuerdos miasmáticos desprendidos y arrojados a los vientos de tormenta. Quizás esas visiones habían sido producto de su propia mente, después de todo. El verdadero abismo era lo que se mostraba en ese momento, por todas partes, en cada dirección…
Algo rompió la línea plana del horizonte, algo monstruoso y agazapado, bestial, a su derecha. No se encontraba allí un momento antes.
O quizá sí. Quizás ese mismo mundo se estuviera encogiendo y sus frágiles y escasos pasos habían desvelado lo que yacía tras la curvatura de la tierra.
Gimió, aterrorizada de repente, al tiempo que sus pasos cambiaban de dirección y la arrastraban hacia la aparición.
Se iba haciendo visiblemente más grande con cada paso que daba, se hinchaba de un modo horrible hasta que reclamó una tercera parte del cielo. Con vetas rosadas, huesos al aire, se alzaba una jaula de costillas, cada costilla marcada con nudos de crecimientos malignos, calcificaciones, nodos porosos, grietas, giros y fisuras. Entre cada hueso, la piel se estiraba y encerraba lo que yacía debajo. Los vasos sanguíneos cubrían la piel y palpitaban como rayos rojos que parpadeaban y se atenuaban ante sus ojos.
Para aquella criatura, la tormenta de la vida estaba pasando. Para aquella criatura y para ella también.
—¿Eres mío? —preguntó con voz ronca y se acercó tambaleándose a menos de quince metros de la espeluznante jaula—. ¿Es mi corazón lo que yace dentro? ¿El que va ralentizándose con cada latido? ¿Soy yo?
De repente la asaltaron las emociones, sentimientos que no eran suyos sino que procedían de lo que hubiera dentro de la jaula. Angustia. Un dolor abrumador.
Quiso huir.
Pero aquello sintió su presencia y le exigió que se quedase.
Que se acercara.
Que se acercara lo bastante como para estirarse hacia ella.
Para tocarla.
La mhybe chilló. Estaba en una nube de polvo que le arañaba los ojos y la dejaba ciega, de repente estaba de rodillas y tenía la sensación de que la estaban despedazando; su espíritu, todo su instinto de supervivencia se alzaba por última vez. Para resistirse a la llamada. Para huir.
Pero no podía moverse.
Y entonces la fuerza se estiró hacia ella. Empezó a tirar.
Y la tierra cambió bajo ella, se ladeó. El polvo se hizo resbaladizo. El polvo se convirtió en algo parecido al cristal.
De rodillas, levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas y la escena bailó ante ella.
Las costillas ya no eran costillas. Eran patas.
Y la piel no era piel. Se había convertido en una telaraña.
Y ella se estaba deslizando.