La cara de tu amigo quizá resulte ser la máscara,
la mancha encontrada en sutil cambio,
que altera el semblante otrora familiar.
O el niño que se formó invisible
en la oscuridad privada, mientras tú pasabas el
tiempo inconsciente,
para revelar una conmoción cruel como una piedra
que atraviesa un cristal.
Para eso no hay armadura en el alma.
Y sobre la máscara está escrito en palabras osadas,
resuena en los ojos del niño,
un extraño repentino a todo lo que has conocido.
Tal es la traición.
Vigilia de la muerte de Sorulan
Minir Othal
El capitán Paran detuvo el caballo cerca de los escombros ennegrecidos por el humo del reducto de la Guardia Oriental. Se giró en la silla para echarle un último vistazo a las maltratadas murallas de Capustan. El palacio de Jelarkan se alzaba alto y oscuro contra el cielo azul brillante. Vetas de pintura negra marcaban la torre como grietas, símbolo del luto de la ciudad por su príncipe perdido. Las próximas lluvias lavarían la pintura sin dejar rastro. Aquella estructura, según había oído, nunca toleraba momentos mortales durante demasiado tiempo.
Los Abrasapuentes iban saliendo por la puerta oriental.
«Los primeros en entrar, los últimos en salir». Siempre tienen presentes ese tipo de gestos.
El sargento Azogue iba en cabeza, con la cabo Rapiña un paso por detrás. Daba la sensación de que aquellos dos estaban discutiendo, lo que tampoco era nada nuevo. Tras ellos, los soldados de los otros siete pelotones habían perdido toda su cohesión; la compañía marchaba sin un orden concreto. Al capitán le sorprendió. Había conocido a los otros sargentos y cabos, por supuesto. Sabía los nombres de cada abrasapuentes superviviente y también conocía sus rostros. No obstante, había algo extrañamente efímero en ellos. Entrecerró los ojos mientras los veía recorrer el camino envueltos en polvo, como figuras en un tapiz raído y blanqueado por el sol. La marcha de los ejércitos, reflexionó, era intemporal.
A su derecha resonaron unos cascos y el capitán se giró para ver a Zorraplateada, que se acercó a caballo y se detuvo a su lado.
—Mejor que hubiéramos seguido evitándonos —dijo Paran mientras volvía a mirar a los soldados que avanzaban por el camino inferior.
—No te lo discuto —dijo la mujer después de un momento—. Pero ha ocurrido algo.
—Lo sé.
—No, no lo sabes. A lo que tú te refieres sin duda no es de lo que yo estoy hablando, capitán. Es mi madre, ha desaparecido. Ella y esos dos daru que la cuidaban. En algún lugar de la ciudad hicieron girar la carreta y dejaron la fila. Nadie parece haber visto nada, aunque, por supuesto, no puedo interrogar a un ejército entero…
—¿Qué hay de tus t’lan imass? ¿No podrían encontrarla ellos en un momento?
La mujer frunció el ceño pero no dijo nada.
Paran la miró.
—No están muy contentos contigo, ¿verdad?
—Ese no es el problema. Los he enviado a ellos y a los t’lan ay al otro lado del río.
—Ya tenemos medios fiables de hacer un reconocimiento, Zorraplateada…
—Basta. No tengo que dar explicaciones.
—Sin embargo me pides ayuda…
—No. Te estoy preguntando si sabes algo. A esos daru tuvo que ayudarlos alguien.
—¿Le has preguntado a Kruppe?
—Está tan sorprendido y consternado como yo, y le creo.
—Bueno —dijo Paran—, la gente tiene la costumbre de subestimar a Coll. Es bastante capaz de lograr algo así él solito, sin ayuda de nadie.
—No pareces darte cuenta de la gravedad de lo que han hecho. Al secuestrar a mi madre…
—Espera un momento, Zorraplateada. Dejaste a tu madre a su cuidado. ¿Dejaste? No, esa es una palabra demasiado suave. La abandonaste. Y no me cabe ninguna duda que Coll y Murillio se tomaron el encargo muy en serio, con toda la compasión por la mhybe que tú no pareces poseer. Plantéate la situación desde su punto de vista. La están cuidando, un día sí y otro también, la ven marchitarse. Ven a la hija de la mhybe, pero solo a distancia. Una mujer que no le hace caso a su propia madre. Deciden que tienen que encontrar a alguien que esté dispuesto a ayudar a la mhybe. O como mínimo a concederle un final digno. Secuestrar significa llevarse a alguien del lado de otra persona. A la mhybe se la han llevado, ¿pero a quién se la han arrebatado? A nadie. A nadie en absoluto.
Zorraplateada, con el rostro muy pálido, tardó en responder. Cuando lo hizo, fue con voz ronca.
—No tienes ni idea de lo que hay entre nosotras, Ganoes.
—Y al parecer tú no tienes ni idea de cómo perdonar, ni a ella ni a ti misma. El sentimiento de culpa se ha convertido en un abismo…
—Eso tiene gracia viniendo de ti.
La sonrisa del capitán se hizo tensa.
—Yo ya he bajado hasta el fondo, Zorraplateada, y ahora estoy subiendo por el otro lado. Las cosas han cambiado para los dos.
—Así que le has dado la espalda a lo que jurabas sentir por mí.
—Todavía te quiero, pero con tu muerte sucumbí a una especie de encaprichamiento. Estaba convencido de que lo que tú y yo tuvimos durante tan poco tiempo era muchísimo más profundo y trascendente de lo que fue en realidad. De todas las armas que volvemos contra nosotros mismos, el sentimiento de culpa es la más afilada, Zorraplateada. Puede tallar tu pasado en formas irreconocibles, recuerdos falsos que llevan a creencias que siembran todo tipo de obsesiones.
—Me alegra mucho que hayas aclarado tanto el ambiente, Ganoes. ¿No se te ha ocurrido que el examen cínico de uno mismo es otra obsesión más? Lo que diseccionas tiene que estar muerto primero; después de todo, ese es el primer principio de la disección.
—Eso me explicó mi tutor hace ya muchos años —respondió Paran—. Pero te has saltado una verdad más sutil. Puedo examinarme a mí mismo, cada uno de mis sentimientos, hasta que el abismo se trague el mundo entero, pero no estaré más cerca de dominar las emociones que me invaden. Porque no son cosas estáticas ni tampoco son inmunes al mundo exterior, a lo que otros dicen o no dicen. Y por tanto están en un flujo constante.
—Extraordinario —murmuró la mujer—. El capitán Ganoes Paran, el joven maestro del autocontrol, el tirano de sí mismo. Has cambiado mucho, desde luego. Tanto que ya no te reconozco.
Paran estudió el rostro de la mujer y buscó alguna pista de los sentimientos que ocultaba. Pero Zorraplateada se había cerrado en banda.
—Mientras que yo —dijo poco a poco el capitán— te reconozco a la perfección.
—¿Y no llamarías tú a eso ironía? Me ves como una mujer que en otro tiempo amaste, mientras que yo te veo como un hombre al que nunca conocí.
—Demasiadas marañas para tan poca ironía, Zorraplateada.
—Quizá sea emoción, entonces.
Paran desvió los ojos.
—Nos hemos alejado mucho del tema. Me temo que no puedo decirte nada de la suerte que ha corrido tu madre. Sin embargo, estoy seguro de que Coll y Murillio harán todo lo que puedan por ella.
—Entonces es que eres más tonto incluso que ellos, Ganoes. Al llevársela, han sellado su perdición.
—No sabía que te diera por el melodrama.
—No me da…
—Es una anciana, una mujer anciana y moribunda. Que el abismo me lleve, déjala en paz…
—¡No me estás escuchando! —siseó Zorraplateada—. Mi madre está atrapada en una pesadilla… dentro de su propia mente, perdida, aterrada. ¡Acosada! He permanecido más cerca de ella de lo que vosotros creíais. ¡Muy cerca!
—Zorraplateada —dijo Paran en voz baja—, si está en una pesadilla, entonces la vida se ha convertido para ella en una maldición. La única misericordia real es hacer que llegue a su fin, de una vez por todas.
—¡No! ¡Es mi madre, maldito seas! ¡Y no pienso abandonarla!
Zorraplateada le dio la vuelta a su caballo y clavó los talones en los flancos.
Paran la observó alejarse. Zorraplateada, ¿en qué maquinaciones has envuelto a tu madre? ¿Qué es lo que buscas para ella? ¿No podrías contárnoslo, por favor, para que todos entendamos que lo que vemos como una traición es en realidad otra cosa?
¿Es acaso otra cosa?
Y esas maquinaciones… ¿de quién son? No de Velajada, desde luego. No, tienen que ser de Escalofrío. Oh, cómo te has cerrado a mí. Cuando antaño me buscabas de forma incesante, despiadada, para abrirme el corazón. Parece que lo que compartimos hace tanto tiempo en Pale ya no significa nada.
Empiezo a pensar que fue mucho más importante para mí que para ti. Velajada… eras, después de todo, una mujer madura. Habías vivido tus amores y tus pérdidas. Yo, por otro lado, apenas había vivido.
Lo que era entonces ya no es.
Invocahuesos de carne y hueso, te has hecho más fría que los t’lan imass que ahora tienes bajo tu mando.
Supongo, entonces, que han encontrado en verdad un líder digno de ellos.
Que Beru nos proteja a todos.
De las treinta barcazas de transporte y puentes flotantes que los painitas habían empleado para cruzar el río Catlin, solo podía utilizarse un tercio, las otras habían caído presa del celo desmedido de los barghastianos Caras Blancas durante el primer día de combate. Las compañías de la colección de mercenarios de Caladan Brood se esforzaban por salvar los restos con la intención de improvisar unas cuantas más; entre tanto, el único puente flotante en uso y las diez barcazas supervivientes comenzaban a salvar las líneas que cruzaban el río, cargadas de tropas, monturas y suministros.
Itkovian los observaba mientras se acercaba a la orilla. Había dejado el caballo en un montículo cercano donde la hierba se espesaba y vagaba solo, con el giro de los guijarros bajo sus pies y el suave rumor del río por única compañía. El viento subía de la desembocadura del río, un aliento cargado de sal marina, así que los sonidos de las barcazas que tenía detrás (los cabestrantes, los mugidos del ganado uncido, los gritos de los conductores), no llegaban a sus oídos.
Al levantar la cabeza vio una figura en la playa, delante de él, sentada con las piernas cruzadas y mirando el cruce de las tropas. Con el pelo alborotado y ataviado con una manchada colección de trapos, el hombre se afanaba en pintar sobre una muselina con el revés de madera. Itkovian hizo una pausa y observó la cabeza del artista, que subía y bajaba, el pincel de mango largo que se movía a toda velocidad en su mano y oyó entonces la conversación murmurada que sostenía consigo mismo.
O quizá no fuese consigo mismo. Uno de los peñascos del tamaño de un cráneo que había cerca del artista se movió de repente y resultó ser un gran sapo de color verde aceituna.
Y acababa de responder a la diatriba del artista con voz baja y profunda.
Itkovian se acercó.
El sapo fue el primero en verlo y dijo algo en un idioma que Itkovian no entendió.
El artista levantó la cabeza y frunció el ceño.
—¡Las interrupciones —le soltó de repente en daru— no son bienvenidas!
—Mis disculpas, señor…
—¡Espera! ¡Eres el que llaman Itkovian! ¡Defensor de Capustan!
—Defensor fracas…
—Sí, sí, todo el mundo oyó las palabras que pronunciaste en el parlamento. Una idiotez. Cuando te pinte en la escena me aseguraré de incluir el noble fracaso; en tu postura, quizá, es posible que donde poses los ojos. Un cierto giro de los hombros, sí, creo que ya lo veo. Con toda precisión. Estupendo.
—¿Eres malazano?
—¡Por supuesto que soy malazano! ¿Acaso a Brood le importa un pimiento la historia? Le da igual. ¡Pero al viejo emperador! Oh, sí, a ese le importaba, ¡vaya si le importaba! ¡Artistas con cada ejército! ¡En cada campaña! Artistas del más puro talento, de ojos perspicaces, sí, osaré admitirlo, genios. ¡Como Ormulogun de Li Heng!
—Me temo que jamás he oído ese nombre, ¿era un gran artista del Imperio de Malaz?
—¿Era? ¡Lo es! Yo soy Ormulogun de Li Heng, por supuesto. ¡Imitado sin descanso pero nunca superado! ¡Ormulogun seraith Gumble!
—Un título impresionante…
—No es un título, idiota. Gumble es mi crítico. —Señaló con un gesto al sapo y después se dirigió a él—. Míralo bien, Gumble, para que luego observes la genialidad de mi próxima obra. Su postura es erguida, ¿no es cierto? Sin embargo sus huesos bien podrían ser de hierro, su carga la de cien mil piedras angulares… o almas, para ser más precisos. Y sus rasgos, ¿sí? Mira con cuidado, Gumble, y verás la medida entera de este hombre. Y has de saber algo, aunque capturo todo lo que es en el lienzo que recoge el parlamento celebrado a las afueras de Capustan, has de saber que… en esa imagen verás que Itkovian no ha terminado todavía.
El soldado se sobresaltó.
Ormulogun esbozó una gran sonrisa.
—Oh, sí, guerrero, lo veo todo con demasiada claridad para tu gusto, ¿verdad? ¡Vamos, Gumble, escupe tu comentario, pues sé que ya empieza a cocerse! ¡No te demores más!
—Estás loco —comentó el sapo en tono lacónico—. Discúlpalo, yunque del escudo, suaviza la pintura en su propia boca y le ha envenenado el cerebro…
—¡Envenenado, encurtido, escalfado, sí, sí, ya te he oído todas las variaciones posibles hasta revolverme el estómago!
—Las náuseas son de esperar —dijo el sapo con un parpadeo adormecido—. Yunque del escudo, no soy ningún crítico. Me limito a ser un humilde observador que, cuando puede, habla en nombre de las multitudes que no pueden hacerlo, también conocidas como simple plebe o, para ser más precisos, chusma. Un público, has de entender, incapaz de comprender o articular sus ideas de forma contundente y que posee por tanto unos gustos deprimentemente vulgares cuando no se les indica lo que les gusta de verdad, si es que llegan a saberlo. Mi exiguo don, por tanto, se encuentra en la comunicación de un marco estético del que se cuelgan la mayor parte de los artistas.
—¡Ja, qué escurridizo! ¡Ja! ¡De lo más escurridizo! ¡Anda, toma una mosca! —Ormulogun metió los dedos manchados de pintura en un saquito que tenía a un lado. Sacó un moscardón y se lo tiró al sapo.
El insecto, todavía vivo pero sin alas, aterrizó justo enfrente de Gumble, que se abalanzó sobre él y lo devoró con un destello rosa.
—Como iba diciendo…
—Un momento, si tienes la bondad —lo interrumpió Itkovian.
—Te permitiré un momento —dijo el sapo— si es poseedor de una brevedad admirable.
—Gracias, señor. Ormulogun, dices que el emperador de Malaz tenía por costumbre asignar artistas a sus ejércitos. Es de suponer que para documentar momentos históricos. ¿Pero la hueste de Unbrazo no ha sido declarada en rebeldía? ¿Para quién pintas entonces?
—¡Es esencial dejar documentada la declaración de rebeldía! Además, no me quedó más alternativa que acompañar al ejército. ¿Qué querías que hiciera, pintar atardeceres sobre los adoquines de Darujhistan para ganarme la vida? ¡Me encontré en el continente que no debía! En cuanto a la supuesta comunidad de artesanos y mecenas de la supuesta ciudad de Pale y sus supuestos estilos de expresión…
—Te odiaban —dijo Gumble.
—¡Y yo los odiaba a ellos! Dime, ¿viste algo digno de mención en Pale? ¿Lo viste?
—Bueno, había un mosaico…
—¿Qué?
—Por fortuna, el artista al que se atribuía llevaba mucho tiempo muerto, lo que permitía que mis elogios fueran efusivos.
—¿Llamas a eso efusivo? «No cabe duda de que promete…» ¿No es eso lo que dijiste? ¡Bien sabes que es exactamente lo que dijiste en cuanto ese petimetre de anfitrión mencionó que el artista estaba muerto!
—De hecho —comentó Itkovian— tiene gracia decir eso.
—Yo nunca tengo gracia —dijo el sapo.
—¡Aunque se te cae una baba muy graciosa en ocasiones! ¡Ja! Qué escurridizo, ¿verdad? ¡Ja!
—Chupa otro trozo de pintura, ¿quieres? Mira, ese blanco de azogue. Tiene un aspecto muy sabroso.
—Tú solo quieres verme muerto —murmuró Ormulogun, que se puso a coger el trocito gomoso de pintura— para poder ponerte efusivo.
—Sí tú lo dices.
—Eres una sanguijuela, ¿lo sabías? Me sigues por todas partes. Eres un buitre.
—Estimado amigo —suspiró Gumble—, soy un sapo, mientras que tú eres un artista. Y por la fortuna que me acompaña en esa distinción les doy las gracias todos los días a todos los dioses que son y todos los dioses que fueron.
Itkovian los dejó intercambiando insultos cada vez más elaborados y continuó bajando por la costa. Se olvidó de mirar el lienzo de Ormulogun.
Una vez que los ejércitos cruzaran el río se dividirían. La ciudad de Lest se encontraba justo al sur, a cuatro días de marcha, mientras que el camino a Setta viraba hacia el oeste-suroeste. Setta estaba a los pies de las montañas Visión, se alzaba a las orillas del río del que tomaba su nombre. Ese mismo río continuaba hasta el mar, al sur de Lest y con el tiempo ambas fuerzas tendrían que cruzarlo.
Itkovian acompañaría al ejército que se iba a dirigir a Lest, que consistía en las Espadas Grises, varios elementos de los tiste andii, los rivhi, los barghastianos ilgres, un regimiento de caballería de Saltoan y un puñado de compañías mercenarias menores de Genabackis del Norte. Caladan Brood continuaría con el mando general, con Kallor y Korlat como segundos al mando. Las Espadas Grises se habían acoplado como fuerza aliada y la yunque del escudo disfrutaría de la misma consideración que Brood. Esa distinción no se aplicaba a las otras compañías de mercenarios, ya que todas y cada una se había comprometido por contrato con el caudillo. Al daru, Rezongo, y a sus variopintos seguidores se les consideraba completamente independientes, eran bienvenidos en las sesiones informativas, pero eran libres de hacer lo que deseasen.
En general, decidió Itkovian, la organización del mando era confusa y las jerarquías efímeras. No muy diferente de las circunstancias que sufríamos en Capustan, con el príncipe y el Consejo de Máscaras siempre enturbiando las aguas. Quizá sea una característica del norte y sus ciudades-estado independientes, es decir, antes de que la invasión malazana las obligara a convertirse en una especie de confederación. E incluso entonces, al parecer, las viejas rivalidades y feudos socavaron de forma perenne la unificación, de lo que sacaron partido los invasores.
La estructura impuesta por el puño supremo malazano sobre las fuerzas que lo acompañaban era mucho más clara en su jerarquía. En opinión de Itkovian, el estilo imperial se reconocía al instante y, de hecho, se parecía a lo que habría establecido él si estuviera en el lugar de Dujek Unbrazo. El puño supremo mandaba. Sus segundos al mando eran Whiskeyjack y Humbrall Taur (este último haciendo gala de su sabiduría al insistir en la preeminencia de Dujek), así como el comandante de los moranthianos negros, a quien Itkovian todavía no conocía. Los tres se consideraban iguales en rango, aunque con diferentes responsabilidades, claras y definidas.
Itkovian oyó unos cascos de caballo y se giró para ver al segundo al mando malazano, Whiskeyjack, que se acercaba a él siguiendo la playa. El hecho de que se hubiera detenido a hablar con el artista era evidente por el modo en que Ormulogun se apresuraba a reunir sus pertrechos tras el paso del soldado.
Whiskeyjack se detuvo a su lado.
—Buen día, Itkovian.
—Para ti también, señor. ¿Hay algo que desees de mí?
El barbudo soldado se encogió de hombros y examinó la zona.
—Estoy buscando a Zorraplateada. A ella o a las dos marineras que se supone que la acompañan.
—Supongo que te refieres a que la siguen. Me adelantaron hace un rato, primero Zorraplateada, después las dos soldados. Se dirigían al este a caballo.
—¿Habló alguna de ellas contigo?
—No. Pasaron a cierta distancia de mí, así que no era de esperar un intercambio de cortesías. Ni tampoco me esforcé por saludarlas.
El comandante hizo una mueca.
—¿Ocurre algo, señor?
—Ben el Rápido ha estado usando sus sendas para ayudar con el cruce. Nuestras fuerzas están al otro lado y listas para marchar, dado que nuestro camino es más largo.
—Entiendo. ¿Pero no pertenece Zorraplateada a los rhivi? ¿O solo deseas formalizar la despedida?
El ceño del comandante se profundizó.
—Es tan malazana como rhivi. Me gustaría pedirle que eligiera a quién quiere acompañar.
—Quizá ya lo ha hecho, señor.
—Quizá no —respondió Whiskeyjack con los ojos clavados en algo que había al este.
Itkovian se volvió, pero dado que él iba a pie pasó algo más de tiempo hasta que los dos jinetes entraron en su campo de visión. Las marineras se acercaban a un medio galope constante.
Se detuvieron ante su comandante.
—¿Dónde está? —preguntó Whiskeyjack.
La marinera de la derecha se encogió de hombros.
—La seguimos hasta la costa. Por encima de la línea de la marea había una fila de colinas desiguales rodeadas por zanjas cenagosas. Se metió en una de las colinas, Whiskeyjack…
—Se metió por una de ellas —explicó la otra—. Se desvaneció. Ni una pausa, ni una vacilación del caballo. Nos aproximamos al punto, pero allí no había nada salvo hierba, barro y rocas. La hemos perdido, que es, supongo, lo que quería.
El comandante se quedó callado.
Itkovian esperaba al menos una maldición sentida y le impresionó el autocontrol del hombre.
—De acuerdo. Regresad conmigo. Vamos a cruzar el río.
—Vimos a la mascota de Gumble cuando salíamos.
—Ya lo he enviado a él y a Ormulogun de vuelta. La suya es la última carreta y sabéis bien cuáles son las instrucciones de Ormulogun con respecto a su colección.
Las marineras asintieron.
—¿Su colección? —preguntó Itkovian—. ¿Cuántas escenas ha pintado desde Pale?
—¿Desde Pale? —sonrió una de las marines—. Hay más de ochocientas telas en esa carreta. Diez, once años allí plasmados. Dujek por aquí, Dujek por allí, Dujek incluso donde no estaba pero debería haber estado. Ya ha hecho una del asedio de Capustan, con Dujek llegando justo a tiempo, erguido sobre su silla y entrando por la puerta de la ciudad. Hay un barghastiano Cara Blanca agazapado a la sombra de la puerta, saqueando a un painita muerto. Y en las nubes de tormenta que cubren la escena se puede distinguir la cara de Laseen si se mira con atención…
—Ya es suficiente —gruñó Whiskeyjack—. Tus palabras ofenden, soldado. El hombre que tienes delante es Itkovian.
La sonrisa de la marinera se ensanchó, pero la mujer no dijo nada.
—Lo sabemos, señor —dijo la otra—. Que es por lo que aquí mi compañera bromeaba. Itkovian, no existe tal pintura. Ormulogun es el historiador de la hueste, ya que no tenemos otro, y tiene el encargo, bajo pena de muerte, de ser preciso en todo, hasta en los pelos de la nariz.
—Seguid adelante —les dijo Whiskeyjack—. Me gustaría hablar en privado con Itkovian.
—Sí, señor.
Las dos marineras partieron.
—Mis disculpas, Itkovian…
—No es necesario, señor. Se agradece el respiro que proporciona la irreverencia. De hecho, me complace que hagan gala de esa naturalidad.
—Bueno, solo son así con las personas a las que respetan, aunque con frecuencia se toma por el lado contrario, lo que puede provocar todo tipo de problemas.
—Ya me lo imagino.
—Bueno —dijo Whiskeyjack con tono brusco, después sorprendió a Itkovian desmontando, acercándose a él y tendiéndole la mano recubierta por el guantelete—. Entre los soldados del Imperio —dijo—, donde el guantelete es para la guerra y nada más que para la guerra, permanecer con él puesto cuando se estrecha la mano de otro en son de paz es un gesto excepcional.
—Así que eso también se malinterpreta —dijo Itkovian—. Yo, señor, comprendo su significado y por tanto para mí es un honor. —Le estrechó la mano al comandante—. Me concedes demasiado…
—No, Itkovian. Solo pienso que ojalá viajaras con nosotros para poder llegar a conocerte mejor.
—Pero nos encontraremos en Maurik, señor.
Whiskeyjack asintió.
—Hasta entonces, Itkovian.
Los dos hombres se soltaron. El comandante se volvió a subir a la silla y cogió las riendas. Después dudó un momento antes de hablar.
—¿Son todos los elin como tú, Itkovian?
El otro se encogió de hombros.
—No soy único.
—Entonces que la emperatriz tenga cuidado el día que sus legiones asalten las fronteras de tu tierra.
Las cejas de Itkovian se alzaron.
—Y llegado ese día, ¿comandarás tú esas legiones?
Whiskeyjack sonrió.
—Ve con bien, señor.
Itkovian observó al hombre alejarse por la playa, los cascos del caballo levantaban terrones verdes de arena. Tuvo la convicción repentina e inexplicable de que jamás volverían a verse. Después de un momento, sacudió la cabeza para disipar tan ominoso pensamiento.
—Pero bueno, ¡por supuesto que Kruppe bendecirá esta compañía con su presencia!
—Has entendido mal —suspiró Ben el Rápido—. Solo era una pregunta, no una invitación.
—El pobre mago está cansado, ¿no? Tantos caminos de hechicería para ocupar el lugar de las mundanas barcazas hostigadas por una falta de integridad llena de fugas. No obstante, Kruppe está impresionado con tu pericia, semejante baile de sendas pocas veces, si es que ha habido alguna, lo ha presenciado esta humilde persona. ¡Y todas y cada una prístinas! ¡Como si quisiera decir «fuera» a ese necio de las cadenas! ¡Qué osado desafío! Qué…
—¡Oh, cállate! ¡Por favor! —Ben el Rápido estaba en la costa norte del río. El barro le cubría hasta medio muslo los pantalones ceñidos, el precio de minimizar todo lo posible la distancia de los senderos que había elaborado para las columnas de tropas, el ganado y las monturas de reserva. Solo esperaba a los últimos rezagados que todavía tenían que llegar, Whiskeyjack incluido. Para hacer de su agotamiento una experiencia todavía más desagradable, el espíritu de Talamandas no cesaba de gimotear y quejarse desde su percha invisible en el hombro izquierdo del mago.
El poder desvelado era excesivo. Suficiente para llamar la atención. Negligente, afirmaba el monigote en un susurro. Suicida, de hecho. El dios Tullido nos encontrará sin remedio. ¡Estúpido farol! ¿Y qué hay del Vidente Painita? ¡Una veintena de sendas pavorosas que tiemblan a nuestro paso! ¡Prueba de nuestra singular eficacia contra la infección! ¿Se van a quedar esos dos cruzados de brazos sin responder a lo que han visto aquí?
—Silencio —murmuró Ben el Rápido.
Kruppe alzó las ásperas cejas.
—¡Una sola de tus groseras órdenes era suficiente, Kruppe se lo asegura con altivez al miserable mago!
—No era a ti. Da igual. Solo estaba pensando en voz alta.
—Curiosa costumbre para un mago, ¿no? Peligrosa.
—¿Tú crees? ¿Qué te parecen unos cuantos pensamientos más expresados en voz alta, daru? Es una exhibición deliberada. El poder desvelado aquí pretende precisamente dar una patada al avispero. ¡A los dos avisperos! Un movimiento inmenso y torpe, una carencia de sutileza casi indignante. Un trueno para aquellos que esperaban los pasitos casi mudos de las patitas de un ratón y los susurros de su cola. Bueno, ¿por qué haría yo eso, te preguntas?
—Kruppe no se pregunta nada, salvo, quizá, por qué insistes en explicar tan admirables tácticas de despiste a estas gaviotas que chillan a nuestro alrededor.
Ben el Rápido bajó la cabeza y miró con el ceño fruncido al hombrecito redondo.
—¿En serio? No tenía ni idea de que fuera transparente. Quizá debería replantearme mi actitud.
—¡Tonterías, mago! Conserva tu inexpugnable fe en ti mismo; sí, algunos bien podrían llamarlo megalomanía, pero no Kruppe, pues él también es dueño de una fe en sí mismo inexpugnable, una fe como aquella de la que solo los mortales son capaces, aunque por derecho, en realidad solo un simple puñado en todo el mundo. ¡Tienes una compañía singular, te asegura Kruppe!
Ben el Rápido sonrió.
—¿Singular? ¿Y qué hay de estas gaviotas?
Kruppe agitó una mano regordeta.
—¡Bah! A menos que una aterrice sobre tu hombro izquierdo, claro está. Lo que sería otro asunto completamente diferente, ¿no es cierto?
Los ojos oscuros del mago se entrecerraron con una mueca suspicaz y se posaron en el daru que tenía al lado.
Kruppe continuó muy contento.
—En cuyo caso, el pobre e ignorante pajarito sería testigo de tan potente pluralidad de astuta plática que se tambalearía confundido si no por fortuna estreñido.
Ben el Rápido parpadeó, asombrado.
—¿Qué has dicho?
—Bueno, señor, ¿acaso no estábamos sugiriendo la colocación de unos corchos? Silencio. Cállate. Kruppe se limitaba a aconsejar una versión interna con la que se amortigua la incesante queja y gimoteo de la gaviota, de hecho, ¡se tapona para alivio de todos y cada uno!
A ciento sesenta y cinco metros a su derecha partió otra barcaza cargada con las fuerzas de Brood, la nave tiró a toda prisa de las cuerdas corriente abajo y dejó la orilla.
Un par de marineras se acercaron a caballo a Ben el Rápido y Kruppe.
El mago las miró con el ceño fruncido.
—¿Dónde está Whiskeyjack?
—De camino, abrasapuentes. ¿Han aparecido el sapo y su artista?
—Justo a tiempo para ocuparse de su carreta, sí. Ya han cruzado.
—Bonito trabajo. ¿Vamos a cruzar nosotras igual?
—Bueno, estaba pensando que podía dejaros caer a mitad de camino, ¿cuándo fue la última vez que os bañasteis vosotras dos?
Las mujeres intercambiaron una mirada, después una se encogió de hombros antes de hablar.
—No sé. ¿Un mes? ¿Tres? Hemos estado muy ocupadas.
—Y preferiríamos no mojarnos, mago —dijo la otra marinera—. La armadura y la ropa que llevamos debajo podrían caérsenos a trozos.
—¡Kruppe asegura que esa sería una visión inolvidable!
—Apuesto a que se te saldrían los ojos —asintió la soldado—. Y si no se te salieran, tendríamos que ayudarlos un poco.
—Al menos tendríamos las uñas limpias —comentó la otra.
—¡Ah! ¡Bastas mujeres! Kruppe pretendía solo hacerles un cumplido.
—Eres tú el que necesita un baño —dijo la marinera.
La expresión del daru mostró conmoción y después consternación.
—Qué noción tan escandalosa. Capas suficientes de dulces aromas aplicadas a lo largo de suficientes años, no, décadas, han dado como resultado un buqué permanente y, de hecho, impermeable, de la más suave fragancia. —El hombrecito agitó las manos pálidas y gordezuelas—. Una auténtica aura que rodea a esta persona para atraer a mariposas perdidamente enamoradas…
—A mí me parecen moscas del ciervo…
—Estas son tierras sin civilizar, ¿veis sin embargo que se pose un solo insecto?
—Bueno, hay unas cuantas ahogadas en ese pelo aceitoso, ya que preguntas.
—Exacto. Enemigos hostiles y todas caen presa del mismo destino.
—Ah —dijo Ben el Rápido—, aquí viene Whiskeyjack. Por fin. Gracias a los dioses.
El crepúsculo cayó sobre la ciudad en ruinas y la oscuridad se tragó el callejón. Unas cuantas lámparas de aceite iluminaban las principales avenidas y algún que otro pelotón de gidrath hacía las rondas con sus propios faroles.
Envuelto en un manto que ocultaba su armadura, Coll se encontraba dentro de un hueco y observaba a uno de aquellos pelotones que pasaba junto a la boca del callejón, observó que el charco de luz amarilla iba reduciéndose poco a poco, hasta que la noche reclamó una vez más la calle.
Se detuvo e hizo un gesto.
Murillio le dio un papirotazo a las riendas y sobresaltó a los bueyes, que se pusieron en movimiento. La carreta crujió y se meció sobre los adoquines agrietados y reventados por el calor.
Coll se adelantó sin prisas y salió a la calle. Solo la habían limpiado de escombros en parte. En su campo de visión tenía tres templos destripados que no mostraban señal alguna de haber sido ocupados de nuevo. No muy diferente de los otros cuatro que habían encontrado esa misma tarde.
Lo cierto era que las perspectivas no eran muy halagüeñas. Parecía que los únicos sacerdotes supervivientes eran los del salón del vasallaje y ese era el último lugar al que quería acudir. Según los rumores, las rivalidades políticas habían alcanzado un estado muy volátil cuando el Consejo de Máscaras se había visto libre de la presencia de sus poderosos aliados; libre, asimismo, de una presencia soberana que por tradición solía imponer una influencia que compensaba sus excesos. El futuro de Capustan no era muy prometedor.
Coll giró a la derecha, al noreste, mientras hacía gestos a su espalda y subía la calle. Oyó las maldiciones apagadas de Murillio, que azotaba con las riendas los lomos de los dos bueyes. Los animales estaban cansados y hambrientos y la carreta de la que tiraban iba demasiado cargada.
Que el Embozado nos lleve, quizá hayamos cometido un terrible error…
Oyó el aleteo de las alas de un pájaro en el cielo, suave y fugaz, y no pensó más en ello.
El paso de un sinfín de carretas había creado profundos surcos en los adoquines; muchas de las carretas habían pasado en los últimos tiempos cargadas con piedra rota, pero la anchura de los surcos no se correspondía con la de la carreta rhivi, un vehículo de las praderas, de ruedas gruesas, construido para enfrentarse a hierbas altas y agujeros llenos de barro. Tampoco pudo evitar Murillio que la carreta se deslizara por uno de los surcos, los bueyes tenían un camino estriado propio a ese lado de la calle. El resultado era un avance sesgado y torpe, los yugos se movían y se colocaban en ángulos que era obvio que a los bueyes les resultaban incómodos.
Tras él, Coll oyó que uno mugía una queja, que terminó con un extraño gruñido y un chasquido de las riendas. Se giró a tiempo para ver el cuerpo de Murillio saliendo disparado del asiento y estrellándose contra los adoquines con un golpe capaz de romper varios huesos.
Una figura enorme, vestida toda de negro, que pareció durante un breve instante estar dotada de alas, se encontraba encima de la carreta.
Murillio permanecía hecho un fardo inmóvil junto a la rueda delantera.
El miedo atravesó el cuerpo del daru.
—¿Pero qué…?
La figura hizo un gesto. Una hechicería negra surgió de él y se abalanzó tropezando hacia Coll.
El daru maldijo y se lanzó hacia la derecha, rodó con un estrépito metálico, el metal se partió sobre la piedra y terminó chocando con el primer escalón con forma de medialuna de un templo.
Pero la magia fluía en un arco demasiado ancho como para escapar, giraba y hacía dar vueltas a su negro poder hasta llenar las calles como una riada.
Tirado de lado, con la espalda clavada en el escalón, Coll solo pudo levantar un antebrazo para cubrirse los ojos cuando la hechicería se cernió sobre él y luego se abalanzó.
Y se desvaneció. Coll gruñó con un parpadeo y bajó el brazo a tiempo de ver una figura oscura con armadura que se ponía justo delante de él; lo había rodeado desde atrás, como si hubiera salido de la entrada del templo.
Su visión periférica captó unas espadas largas que lo flanqueaban, una de ellas extrañamente doblada, que luego se deslizaron junto a él cuando el inmenso guerrero llegó a los adoquines de la calle.
El atacante encaramado a la carreta habló con voz aguda y tono divertido.
—Deberías estar muerto. Puedo sentir la frialdad que te invade. Puedo sentir el puño del Embozado, encogido ahí, en tu pecho sin vida. Te ha dejado aquí. Vagando sin rumbo.
Hmm, este recién llegado a mí no me parece que esté muy muerto. Sus ojos examinaron las sombras a la derecha de la carreta en busca de la forma inmóvil de Murillio.
—No vago —dijo el guerrero con voz ronca sin dejar de andar hacia la figura—. Cazo.
—¿A nosotros? ¡Pero os hemos arrebatado tan pocos! Menos de una veintena en esta ciudad. Caballero de la Muerte, ¿acaso tu señor no se ha alimentado hasta el hartazgo en los últimos tiempos? Y yo no buscaba más que a la arpía inconsciente… Yace en el fondo de esta carreta. Flota al borde mismo del abismo. Seguro que tu señor…
—No es para ti —dijo el guerrero con voz profunda—. Su espíritu aguarda. Y los de aquellos de los suyos que se han reunido. Y las bestias cuyos corazones están vacíos. Todos aguardan. Pero no a ti.
El aire del callejón se había hecho gélido y cortante.
—Oh, está bien, entonces —suspiró el atacante—. ¿Qué hay de este conductor y su guardia? Podría utilizar tantos de sus pedazos…
—No. Korbal Espita, escucha las palabras de mi señor. Debes liberar a los no muertos que protegen tu complejo. Tú y el llamado Bauchelain debéis abandonar la ciudad. Esta noche.
—Habíamos planeado partir por la mañana, caballero de la Muerte, porque eres el caballero, ¿verdad? La Gran Casa de Muerte se remueve y despierta, ya lo percibo. Partiremos por la mañana, ¿sí? Para seguir a esos fascinantes ejércitos hacia el sur…
—Esta noche, o descenderé sobre vosotros y reclamaré vuestras almas. ¿Comprendes la suerte que os tiene reservada mi señor a los dos?
Coll observó que el hombre calvo y de rostro pálido que continuaba sobre la carreta alzaba los brazos, que después se desdibujaron y se ensancharon convertidos en unas alas negras como la noche. Lanzó una risita.
—¡Tendrás que atraparnos antes! —El contorno desdibujado se convirtió en un manchón y después, donde el hombre se alzó quedó solo un cuervo despeluchado que graznó con tono agudo al remontarse, entre un zumbido de alas, antes de que se lo tragara la oscuridad.
El guerrero se acercó adonde yacía Murillio.
Coll respiró hondo para intentar calmar su corazón desbocado y después se levantó con gesto dolorido.
—Te lo agradezco mucho, señor —gruñó mientras se palpaba con una mueca lo que por la mañana sería un gran cardenal en el hombro y la cadera derecha—. ¿Vive mi compañero?
El guerrero, que Coll descubrió en ese momento que llevaba los restos de una armadura gidrath, se giró para comprobarlo.
—Vive. Korbal Espita los necesita vivos… para su trabajo. Al menos al principio. Has de venir conmigo.
—Ah, cuando dijiste que ibas de caza, ese hechicero supuso que era él al que cazabas. Pero no resultó ser así, ¿verdad?
—Son un par de lo más arrogante.
Coll asintió poco a poco. Después dudó antes de hablar.
—Discúlpame si parezco maleducado, pero me gustaría saber lo que tú, lo que tu señor, quiere hacer con nosotros. Tenemos una anciana a la que cuidar…
—Podréis contar con la protección de mi amo. Ven, el templo del Embozado ha sido preparado para convertirse en vuestra residencia.
—No estoy muy seguro de cómo debería tomarme eso. La mhybe necesita ayuda.
—Lo que la mhybe necesita, Coll de Darujhistan, no eres tú el que debe dárselo.
—¿Es el Embozado el que ha de hacerlo?
—Hay que mantener la carne y los huesos de la mujer. Alimentarla, darle agua, cuidarla. Esa es tu responsabilidad.
—No me has respondido.
—Sígueme. No queda lejos.
—En este momento —dijo Coll sin alzar la voz—, me inclino por no hacerlo. —Entonces echó mano a la espada.
El caballero de la Muerte ladeó la cabeza.
—Dime, Coll de Darujhistan, ¿duermes?
El daru frunció el ceño.
—Por supuesto. Qué…
—En otro tiempo yo también dormía. Debía de dormir, ¿no? Pero ahora no. En lugar de dormir, me paseo. Verás, no recuerdo el sueño. No recuerdo cómo era.
—Yo… siento oír eso.
—Así pues, uno que no duerme… y aquí, en esta carreta, una que no despierta. Creo, Coll de Darujhistan, que nos vamos a necesitar. Pronto. Esa mujer y yo.
—¿Por qué os vais a necesitar?
—No lo sé. Ven, no queda lejos.
Coll volvió a envainar la espada poco a poco. No podría haber explicado por qué lo hizo; nadie había respondido a sus preguntas a su satisfacción y la idea de someterse a la protección del Embozado le daba escalofríos. No obstante, asintió.
—Un momento, si tienes la bondad. Tengo que poner a Murillio en la carreta.
—Ah, sí. Es cierto. Lo habría hecho yo pero, cielos, soy incapaz de soltar las espadas. —El guerrero se quedó callado un momento más y después dijo—: Korbal Espita vio en mi interior. Sus palabras han… desazonado mi mente. Coll de Darujhistan, creo que estoy muerto. ¿Lo estoy? ¿Estoy muerto?
—No lo sé —respondió el daru—, pero… eso creo.
—Los muertos, según se dice, no duermen.
Coll conocía bien el dicho y sabía que se había originado en el propio templo del Embozado. Sabía, también, la irónica observación que cerraba la cita.
—«Mientras que los vivos no viven». No es que tenga mucho sentido.
—Para mí, sí —dijo el guerrero—. Pues ahora sé que he perdido lo que no sabía que en otro tiempo fue mío.
La mente de Coll tropezó con esa afirmación y después suspiró.
—Sería tonto si no aceptara tu palabra… ¿tienes nombre?
—Eso creo, pero lo he olvidado.
—Bueno —dijo Coll mientras se agachaba sobre Murillio y lo cogía en brazos—, me temo que caballero de la Muerte no servirá. —Se irguió con un gruñido por el peso que sostenía—. Eras gidrath, ¿verdad? Y capan, aunque admito que con ese tono bronce que tiene tu piel, tienes un color más propio de…
—No, no era gidrath. Ni capan. No soy, creo, de este continente. No sé por qué aparecí aquí. Ni cómo. No llevo en este sitio mucho tiempo. Es lo que mi amo dispone. De mi pasado solo recuerdo una cosa.
Coll llevó a Murillio a la parte posterior de la carreta y lo dejó allí.
—¿Y qué es?
—Una vez me alcé en el interior de una hoguera.
Después de un largo momento, Coll lanzó un brusco suspiro.
—Un recuerdo desafortunado…
—Había dolor, sin embargo resistí. Luché. O eso creo. Había jurado, creo, defender la vida de un niño. Pero el niño ya no estaba. Es posible que… fracasara.
—Bueno, todavía necesitamos darte un nombre.
—Quizá se te ocurra uno con el tiempo, Coll de Darujhistan.
—Lo prometo.
—O quizás un día lo recordaré todo al fin y con los recuerdos llegará mi nombre.
Y si al Embozado le queda algo de misericordia, ese día nunca llegará, amigo mío. Pues creo que no hubo nada fácil en tu vida. Ni en tu muerte. Y al parecer sí que es misericordioso, te ha llevado lejos de todo lo que otrora conociste pues si no me equivoco, aunque solo sea por tus rasgos, y me da igual esa extraña piel, eres malazano.
Itkovian había cruzado en la última barcaza, bajo un inmenso despliegue de estrellas como puntas de lanza en compañía de Piedra Menackis, Rezongo y su veintena de seguidores con púas, además de más o menos un centenar de rhivi, sobre todo ancianos y sus perros. Los animales riñeron y se pelearon en los confines de aquella nave plana y poco profunda, y después se acomodaron durante la segunda parte del viaje en cuanto consiguieron abrirse camino hasta las regalas y pudieron asomarse al río.
Los perros fueron los primeros en bajarse cuando la barcaza llegó a tierra en el lado sur, ladraban como salvajes mientras chapoteaban entre los juncos e Itkovian se alegró de verlos alejarse. Mientras escuchaba solo a medias a Rezongo y Piedra, que intercambiaban insultos como un matrimonio que llevara casado media vida, Itkovian preparó su caballo para esperar a que tendieran los tablones y observó con cierto interés a los ancianos rhivi, que siguieron los pasos de sus perros sin prestar atención al barro revuelto y los juncos apelmazados de la orilla.
Las colinas bajas y gastadas de ese lado del río todavía contenían una bruma de polvo y humo de estiércol, una bruma que envolvía como el velo de una plañidera las veinte mil o más tiendas del ejército. Aparte de unos cuantos cientos de pastores rhivi y del rebaño de bhederin que debía cruzar al amanecer, la fuerza entera invasora se encontraba ya en territorio painita.
No había acudido nadie para impedir la llegada de las barcazas. Las colinas bajas del sur parecían desprovistas de vida y no revelaban más que las huellas gastadas dejadas por el ejército de asedio del septarca Kulpath.
Rezongo subió por la colina a su lado.
—Algo me dice que vamos a marchar por tierra asolada hasta Coral.
—Parece probable, señor. Es lo que yo habría hecho si fuera el Vidente.
—A veces me pregunto si Brood y Dujek se dan cuenta de que el ejército que asedió Capustan no era más que uno entre al menos tres de tamaño parecido. Y si bien Kulpath era un septarca particularmente eficaz, hay otros seis lo bastante competentes como para crearnos más de un problema.
Itkovian apartó la mirada del campamento que tenía delante y estudió al enorme guerrero que tenía a su lado.
—Debemos suponer que nuestro enemigo se está preparando para hacernos frente. Sin embargo, dentro del Dominio, los últimos granos del reloj de arena están ya cayendo.
La espada mortal de Treach lanzó un gruñido.
—¿Sabes algo que no sabemos los demás?
—No de forma concreta, señor. No he hecho más que sacar conclusiones basadas en los detalles que he podido observar cuando contemplaba el ejército de Kulpath y los Tenescowri.
—Bueno, pues no te lo guardes.
Itkovian volvió a mirar al sur. Después de un momento, suspiró.
—Las ciudades y los gobiernos no son más que la flor de una planta cuyo tallo es la plebe, y es la plebe la que hunde las raíces en la tierra y extrae el sustento necesario que mantiene a la flor. Los Tenescowri, señor, son la plebe superviviente del Dominio, personas arrancadas de sus tierras, de sus aldeas, de sus hogares, de sus granjas. Ha cesado toda la producción de alimentos y en su lugar ha surgido el horror del canibalismo. El campo que tenemos ante nosotros está asolado, es cierto, pero no para responder a nuestra invasión. Hace ya tiempo que es un erial, señor. Así pues, si bien la flor todavía ofrece sus colores más vivos, lo cierto es que ya está muerta.
—¿Se seca colgada de un gancho bajo el estante del dios Tullido?
Itkovian se encogió de hombros.
—Caladan Brood y el puño supremo han seleccionado sus destinos. Ciudades como Lest, Setta, Maurik y Coral. De estas, creo que solo la última sigue viva. Ninguna de las otras sería capaz de alimentar a un ejército defensor; de hecho, ni siquiera a su propia población, si es que todavía queda alguien. El Vidente no tiene más opción que concentrar sus fuerzas en la única ciudad donde reside ahora y a sus soldados no les quedará más alternativa que adoptar las prácticas de los Tenescowri. Sospecho que crearon a los Tenescowri con ese propósito final, alimentar a los soldados.
La expresión de Rezongo era desazonada.
—Lo que describes, Itkovian, es un imperio que nunca estuvo destinado a sostenerse solo.
—A menos que pudiera continuar expandiéndose sin cesar.
—Pero incluso en ese caso, estaría vivo solo por los bordes exteriores, que nunca dejan de avanzar y que se extienden a partir de un núcleo muerto, un núcleo que creció con él.
Itkovian asintió.
—Sí, señor.
—Así pues, si Brood y Dujek esperan entablar batalla en Setta, Lest y Maurik, puede que se lleven una sorpresa.
—Eso creo.
—Esos malazanos terminarán marchando muchos kilómetros en vano —comentó Rezongo—, si tienes razón.
—Quizá haya otros temas que basten para justificar la división de las fuerzas, espada mortal.
—¿No están tan unidos como les gustaría hacernos creer?
—Son líderes poderosos reunidos en un mismo mando, señor. Quizá sea un milagro que no se haya producido todavía un serio choque de voluntades.
Rezongo no dijo nada durante un rato.
Las amplias plataformas de mimbre se estaban anclando a la parte anterior de la barcaza y una compañía de mercenarios montaba la pasarela con una eficiencia fruto de la práctica.
—Esperemos entonces —murmuró al fin— que el asedio de Coral no sea largo.
—No lo será —afirmó Itkovian—, predigo un único ataque cuya intención será aplastar. Una combinación de soldados y hechicería. La escisión masiva de las defensas es la intención del caudillo y del puño supremo. Ambos son muy conscientes de los riesgos inherentes a cualquier inversión prolongada.
—Suena complicado, Itkovian.
Piedra Menackis se acercó tras ellos sujetando al caballo por las riendas.
—Empezad a moveros, vosotros dos; nos estáis retrasando a todos y esta maldita barcaza se está asentando. Si me mancho de barro la ropa nueva, pienso matar al culpable, con púas o sin ellas.
Itkovian esbozó una sonrisa.
—Tenía intención de felicitarte por tu atavío…
—Las maravillas de los de Trygalle. Hecho a medida por mi sastre favorito de Darujhistan.
—Parece que te gusta el verde, señora.
—¿Has visto alguna vez una jaelparda?
Itkovian asintió.
—Son serpientes conocidas en Elingarth.
—Besos letales los de la jaelparda. Este verde hace juego a la perfección, ¿verdad? Y más le vale. Es lo que pagué y no fue barato. Y este dorado pálido, ¿lo ves? ¿Lo que forra el manto? ¿Has mirado alguna vez la panza de una paraltina blanca?
—¿La araña?
—La que hace las cosquillas mortales, sí. El color es este.
—No podría haberlo confundido con nada más —respondió Itkovian.
—Bien, me alegro de que aquí alguien comprenda los sutiles matices de una civilización avanzada. Y ahora mueve ese maldito caballo o lo que llevas demasiado tiempo sin usar se encontrará haciendo amistad con la punta de mis brillantes botas nuevas.
—Sí, señora.
La cabo Rapiña observó a Detoran arrastrar a Seto hacia su tienda. Los dos pasaron en silencio junto al borde de luz que arrojaba la hoguera. Antes de que se desvanecieran de nuevo en la oscuridad, Rapiña fue testigo de una cómica pantomima cuando Seto, con la piel de la cara estirada en una mueca salvaje, intentó salir disparado en un vano intento de escapar. La mujer respondió levantando la mano para coger al hombre por la garganta y sacudirle la cabeza de un lado a otro hasta que dejó de luchar.
Cuando desaparecieron, Mezcla lanzó un gruñido.
—Lo que la noche por fortuna oculta…
—No lo suficiente, cielos —murmuró Rapiña mientras hurgaba en el fuego con el asta partida de una lanza.
—Bueno, seguro que ahora lo está amordazando y después le arrancará…
—De acuerdo, de acuerdo, ya lo capto.
—Pobre Seto.
—De pobre Seto nada, Mezcla. Si a él esto no lo pusiera a mil también, no seguiría pasando noche tras noche.
—Claro que, aquí todos somos soldados.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que sabemos que seguir órdenes es la mejor manera de continuar con vida.
—¿Así que más vale que Seto se ponga firme si quiere seguir respirando? ¿Es eso lo que dices? Yo diría que el terror lo dejaría flácido y colgante.
—Recuerda que Detoran era antes sargento mayor. Yo una vez vi a un recluta continuar en posición de firmes durante campanada y media después de que al pobre chaval le estallara el corazón tras una de sus broncas. Campanada y media, Rapiña, ahí de pie, de cuerpo presente.
—Bobadas. Yo estaba allí y fue una décima parte de una campanada, como mucho, y lo sabes.
—Lo que no cambia lo fundamental, y apostaría toda mi columna de atrasos a que Seto está haciendo lo mismo.
Rapiña metió el palo en el fuego con fuerza.
—Es gracioso —murmuró después de un rato.
—¿Qué es gracioso?
—Oh, lo que estabas diciendo. No lo del recluta muerto sino que Detoran fue sargento mayor. Nos han hecho la cama a todos los Abrasapuentes. A casi todos y cada uno de nosotros, puñeta, empezando por arriba, por el propio Whiskeyjack. Mazo dirigía un cuadro de sanadores cuando teníamos sanadores suficientes y el emperador estaba al mando. ¿Y Eje no capitaneó una compañía de zapadores una vez?
—Durante tres días, hasta que uno de ellos tropezó con su propio maldito…
—Y volaron todos por los aires, sí. Nosotros estábamos a ochocientos metros camino arriba, me zumbaron los oídos durante días.
—Ese fue el final de las compañías de zapadores. Dassem las desmanteló después de eso, con lo que Eje se quedó sin cuerpo de especialistas que capitanear. ¿Y eso qué, Rapiña?
—Nada. Solo que ninguno somos ya lo que fuimos.
—A mí no me han ascendido nunca.
—¡Vaya, qué sorpresa! ¡Has hecho de pasar desapercibida una profesión!
—Aun así. Y Azogue nació sargento…
—Y eso lo ha atrofiado, sí. Tampoco lo han degradado nunca, es cierto, pero eso es porque es el peor sargento de la historia. Mantenerlo en su puesto nos castiga a todos, empezando por el propio Azogue. Lo único que decía es que somos una panda de pringados.
—Ah, ese sí que es un pensamiento agradable, Rapiña.
—¿Y quién ha dicho que todo lo que se piensa tiene que ser bonito? Nadie.
—Lo habría dicho yo, solo que no se me ocurrió.
—Ja, ja.
Llegó hasta ellas el sonido fuerte y cansino de los cascos de un caballo. Un momento después apareció el capitán Paran, que llevaba a su caballo por las riendas.
—Ha sido un día muy largo, capitán —dijo Rapiña—. Tenemos un poco de té si te apetece.
Paran enroscó las riendas alrededor del pomo de la silla y se acercó.
—La última hoguera que queda entre los Abrasapuentes. ¿Es que vosotras dos no dormís nunca?
—Podríamos preguntarte lo mismo a ti, señor —respondió Rapiña—. Pero ya sabemos todos que el sueño es para los débiles, ¿verdad?
—Depende de lo pacífico que sea, diría yo.
—En eso el capitán tiene razón —le dijo Mezcla a Rapiña.
—Bueno —bufó la cabo—. Yo soy muy pacífica cuando duermo.
Mezcla lanzó un gruñido.
—Eso es lo que tú te crees.
—Nos ha llegado recado —dijo Paran mientras aceptaba la taza de la humeante infusión que le ofrecía Rapiña— de los moranthianos negros.
—Han hecho un reconocimiento de Setta.
—Sí. Allí no hay nadie. Por lo menos que respire. La ciudad entera es una gran necrópolis.
—¿Entonces por qué continuamos hacia allí? —preguntó Rapiña—. A menos que no…
—Hacia allí vamos, cabo.
—¿Para qué?
—Marchamos hacia Setta porque no marchamos hacia Lest.
—Bueno —suspiró Mezcla—, me alegro de que eso haya quedado claro.
Paran tomó un sorbo de té.
—He elegido un segundo al mando —dijo después.
—¿Un segundo, señor? —preguntó Rapiña—. ¿Por qué?
—Por razones obvias. En cualquier caso, te he elegido a ti, Rapiña. Ahora eres teniente. Whiskeyjack ha dado su bendición. En mi ausencia, serás tú la que te pongas al mando de los Abrasapuentes…
—No, gracias, señor.
—No voy a discutirlo, Rapiña. Tu rango de teniente ya está recogido en los registros. Es oficial, con el sello de Dujek y todo.
Mezcla le dio un codazo.
—Felicidades, oh, supongo que debería haberte hecho un saludo militar.
—Cállate —gruñó Rapiña—. Pero tienes razón en una cosa, no me vuelvas a empujar, mujer.
—Es una orden difícil de seguir… señor.
Paran se terminó el té y se irguió.
—Solo tengo una orden para ti, teniente.
Rapiña levantó la cabeza y lo miró.
—¿Capitán?
—Los Abrasapuentes —dijo Paran y su expresión se hizo grave de repente—. Que no se separen, pase lo que pase. Que se mantengan juntos, teniente.
—Eh, sí, señor.
Observaron a Paran, que regresó con su caballo y se lo llevó.
Ninguna de las dos mujeres dijo mucho durante un rato pero después Mezcla suspiró.
—Vamos a la cama, Rapiña.
—Sí.
Apagaron con los pies los restos de la hoguera y la oscuridad las envolvió. Mezcla se acercó un poco más y enlazó un brazo con el de Rapiña.
—Todo se reduce —murmuró— a lo que oculta la noche…
Y una mierda del Embozado. Todo se reduce a lo que el capitán dijo entre líneas. Eso es lo que tengo que averiguar. Algo me dice que esto es el fin del sueño tranquilo para la teniente Rapiña…
Se alejaron sin prisa de las brasas moribundas y las tragó la oscuridad.
Unos momentos después nada se movía, las estrellas arrojaban su tenue luz plateada sobre el campamento de los Abrasapuentes. Las tiendas remendadas carecían de color bajo aquel fulgor apagado y espectral. Una escena fantasmal y extrañamente intemporal. Una escena que revelaba su propio tipo de paz.
Whiskeyjack entró en la tienda de mando de Dujek. Como era de esperar, el puño supremo estaba preparado para recibirlo. Un farol en la mesa de campaña, dos jarras de cerveza y un gran trozo de queso de cabra de Gadrobi. El propio Dujek estaba sentado en una de las sillas, con la cabeza gacha y dormido.
—Puño supremo —dijo Whiskeyjack mientras se quitaba los guanteletes con los ojos posados en la cerveza y el queso.
El anciano comandante gruñó, se irguió en la silla y parpadeó.
—Estoy aquí.
—La hemos perdido.
—Una pena. Tienes que tener hambre, así que voy a… Ah, bien. Tú sigue comiendo y déjame hablar a mí. —Se inclinó hacia delante y cogió su jarra—. Artanthos ha encontrado a Paran y le ha dado las órdenes. Así que el capitán va a preparar a los Abrasapuentes, ellos no sabrán para qué y seguramente será lo mejor. En cuanto al propio Paran, de acuerdo, Ben el Rápido me ha convencido. Una pena, aunque seré honesto y diré que por lo que a mí respecta, echaremos más de menos al mago que a ese muchacho de noble cuna…
Whiskeyjack levantó una mano para detener a Dujek y tragó lo que le quedaba del queso con un trago de cerveza.
El puño supremo suspiró y esperó.
—Dujek…
—Sacúdete las migas de la barba —gruñó el puño supremo—, porque supongo que querrás que te tome en serio.
—Unas palabras sobre Paran. Con la pérdida de Velaja… es decir, de Zorraplateada, no podemos subestimar el valor que puede tener el capitán para nosotros. No, no solo para nosotros. Para el propio Imperio. Ben el Rápido ha sido inflexible sobre el tema. Paran es el señor de la Baraja. En su interior está el poder para remodelar el mundo, puño supremo. —Hizo una pausa y caviló sobre sus propias palabras—. Bueno, quizá no haya posibilidad de que Laseen recupere jamás el favor de ese hombre pero, como mínimo, haría bien en evitar que empeore la relación.
Dujek levantó las cejas.
—Se lo aconsejaré la próxima vez que la vea.
—De acuerdo. Disculpa. Seguro que la emperatriz es consciente…
—Sin duda. Como decía, sin embargo, lo peor es la pérdida de Ben el Rápido. Es decir, desde mi punto de vista.
—Bueno, señor, lo que el mago tiene en mente… eh, estoy de acuerdo con él en que cuanto menos sepan Brood y compañía, mejor. Siempre y cuando la división de fuerzas proceda como está planeado, no tendrán motivos para no creer que Ben el Rápido marcha al mismo paso que los demás.
—La locura del mago…
—Puño supremo, la locura del mago nos ha salvado el pellejo más de una vez. No solo el mío y el de los Abrasapuentes, sino el tuyo también…
—Y soy muy consciente de ello, Whiskeyjack. Perdona los temores de un viejo, por favor. Fueron Brood, Rake y los tiste andii… y también los malditos dioses ancestrales, los que se suponía que se tenían que interponer en el camino del dios Tullido. Son los que cuentan con un sinfín de sendas y niveles aterradores de potencia, no nosotros, no un mago mortal de un pelotón y un joven capitán noble que ya ha muerto una vez. Aunque no compliquen todavía más las cosas, mira los enemigos que nos vamos a ganar.
—Suponiendo que nuestros actuales aliados sean tan miopes como para no entender lo que está pasando.
—Whiskeyjack, somos malazanos, ¿recuerdas? Se supone que nada de lo que hacemos ha de revelar un solo ápice de nuestros planes a largo plazo, se supone que los imperios mortales no piensan con tanto adelanto. Y a ti y a mí se nos da muy bien seguir ese principio, demonios. Que el Embozado me lleve, Laseen ha invertido la estructura de mando por una razón, lo sabes.
—Para que las personas adecuadas estén ahí, donde deben, cuando se pongan en marcha Tronosombrío y Cotillion, sí.
—No solo ellos, Whiskeyjack.
—Esto deberíamos hacérselo saber a Ben el Rápido, a todos los Abrasapuentes, de hecho.
—No. En cualquier caso, ¿no crees que tu mago ya lo habrá descubierto?
—Si es así, ¿entonces por qué envió a Kalam tras la emperatriz?
—Porque a Kalam hay que convencerlo en persona, por eso. Un cara a cara con la emperatriz. Ben el Rápido lo sabía.
—Entonces yo debo de ser el único zoquete de todo este juego imperial —suspiró Whiskeyjack.
—Quizás el único honorable de verdad, en cualquier caso. Mira, sabíamos que el dios Tullido se estaba preparando para ponerse en marcha. Sabíamos que los dioses complicarían las cosas. Admito que no anticipamos que los dioses ancestrales se iban a involucrar, pero tampoco tiene tanta importancia, ¿no? De lo que se trata es que sabíamos que iba a haber problemas. Y que los íbamos a tener por más de un sitio, ¿pero cómo íbamos a adivinar que lo que estaba pasando en el Dominio Painita tenía alguna relación con los esfuerzos del dios Tullido?
»Aun así, no creo que fuera una simple casualidad que tuvieran que ser un par de abrasapuentes las que se tropezaron con ese agente del Encadenado, ese artesano enclenque de Darujhistan; ni que Ben el Rápido estuviera allí para confirmar la llegada de la Casa de las Cadenas. Laseen ha entendido desde un principio el valor de una buena ubicación táctica, que siempre da resultado; bien sabe el Embozado que fue ella la que le enseñó eso al emperador, no al revés. Los paseos por las sendas de bolsillo del dios Tullido, continuamente ha sido así. Que vagara hasta las colinas entre Pale y Darujhistan fue una oportunidad que el Tullido no podía dejar pasar; si iba a hacer algo, tenía que actuar. Y lo atrapamos. Quizá no del modo que habíamos anticipado, pero lo atrapamos.
—Bien —murmuró Whiskeyjack.
—En cuanto a Paran, también tiene su lógica. Tayschrenn estaba preparando a Velajada para el papel de señora de la baraja, después de todo. Y cuando eso se fue al garete, bueno, quedó un efecto residual, que recayó directamente en el hombre que más cerca tenía ella en ese momento. No en el plano físico, pero sí en el espiritual. En todo esto, Whiskeyjack (si miramos las cosas en retrospectiva), el único zoquete de verdad fue Bellurdan el crujecráneos. Jamás sabremos lo que pasó entre él y Velajada en esa llanura, pero por el abismo que apesta a uno de los peores desastres de la historia imperial. Que el papel de señor de la Baraja recayera sobre un malazano y no sobre algún pastor gadrobi que pasara por allí, bueno, digamos que Oponn nos sonrió esa vez, y mejor no decir nada más, me temo.
—Ahora soy yo el que está preocupado —dijo Whiskeyjack—. Hemos sido demasiado listos, con diferencia, con lo que me pregunto quién está manipulando a quién. Hemos estado jugando a las sombras con el señor de las Sombras, hemos estado agitando las cadenas del dios Tullido y ahora le damos a Brood más tiempo sin que él lo sepa siquiera, mientras desafiamos a los t’lan imass, o al menos pretendemos hacerlo…
—Hay que aprovechar la oportunidad, Whiskeyjack. Las dudas son fatales. Cuando te encuentras en medio de un río ancho y embravecido, solo se puede nadar en una dirección. Somos nosotros los que tenemos que mantener la cabeza de Laseen fuera del agua, y por medio de ella, la del Imperio de Malaz. Si Brood blande el martillo en nombre de Ascua, nos ahogamos todos. La ley, el orden, la paz… la civilización, todo desaparece.
—Así que para evitar que Brood blanda el martillo, nos sacrificamos desafiando al dios Tullido. Nosotros, un puñetero ejército agotado que ya ha sido diezmado por uno de los ataques de pánico de Laseen.
—Será mejor que le perdones sus ataques de pánico, Whiskeyjack. Demuestra que es mortal, después de todo.
—Y prácticamente borra de la faz de la tierra a los Abrasapuentes en Pale…
—Eso fue un accidente y si bien no lo supiste en su momento, ahora lo sabes. Tayschrenn les ordenó que permanecieran en los túneles porque pensó que era el lugar más seguro. El más seguro.
—Parecía más bien que alguien quería que nos convirtiéramos en una baja colateral —dijo Whiskeyjack. No, nosotros no. Yo. Maldito seas, Dujek, me obligas a sospechar que sabías más de lo que yo creía. Que Beru me proteja, espero equivocarme…—. Y con lo que pasó en Darujhistan…
—Lo que pasó en Darujhistan fue un desastre. Falta de comunicación por todas partes. Fue demasiado pronto después de el Asedio de Pale, demasiado pronto para todos.
—Así que no fui el único que se puso nervioso.
—¿En Pale? No. Que el Embozado nos lleve, lo estábamos todos. Esa batalla no fue según lo planeado. Tayschrenn creía de verdad que podía acabar con Engendro de Luna y obligar a Rake a salir a campo abierto. Y si no lo hubieran dejado prácticamente solo en el ataque, las cosas bien podrían haber salido de forma diferente. Por lo que supe después, Tayschrenn no sabía entonces quién era en realidad Escalofrío, pero sabía que la maga se estaba acercando a la espada de Rake. Ella y Bellurdan, al que la maga estaba utilizando para que investigara por ella. Parecía un juego de poder, un juego privado y Laseen no estaba dispuesta a permitirlo. E incluso entonces, Tayschrenn solamente la golpeó cuando Escalofrío acabó con A’Karonys, el mismo mago supremo que acudió a Tayschrenn con sus sospechas sobre ella. Cuando dije que la muerte de Velajada a manos de Bellurdan fue el peor desastre de la historia malazana, puede decirse que el día de Pale ocupa un indiscutible segundo lugar.
—En los últimos tiempos ha habido más de uno y de dos…
Dujek asintió poco a poco, le brillaban los ojos bajo la luz del farol.
—Y yo diría que todo comenzó con la matanza a manos de los t’lan imass de los ciudadanos de Aren. Pero, como ocurrió incluso con ese, con cada desastre se descubren nuevas verdades. Laseen no dio esa orden, pero alguien lo hizo. Alguien regresó para sentarse en el primer trono (y se suponía que ese alguien estaba muerto) y utilizó a los t’lan imass para vengarse de Laseen, para minar su dominio sobre el Imperio. Mira tú, el primer indicio de que el emperador Kellanved no estaba tan muerto como hubiéramos querido.
—E igual de loco, sí. Dujek, creo que estamos a punto de meternos en otro desastre.
—Espero que te equivoques. En cualquier caso, esta noche era yo el que necesitaba que me levantaran la moral, no tú.
—Bueno, supongo que ese es el precio de haber invertido los puestos de mando…
—A pesar de todo lo que he dicho, se me ocurre una nueva observación, Whiskeyjack, y no es de las más agradables.
—¿Y cuál es?
—Estoy empezando a pensar que no estamos tan seguros de lo que estamos tramando como creemos estar.
—¿A quién te refieres con ese «estamos»?
—Al Imperio. Laseen. Tayschrenn. En cuanto a ti y a mí, bueno, somos los últimos monos y lo poco que sabemos ni siquiera se acerca a lo que necesitamos saber. Nos metimos en el asalto contra Engendro de Luna en Pale sin saber prácticamente nada de lo que estaba pasando en realidad. Y si yo no hubiera arrinconado a Tayschrenn después, seguiríamos igual de ignorantes.
Whiskeyjack estudió los restos de cerveza que quedaban en la jarra.
—Ben el Rápido es listo —murmuró—. La verdad es que no sé cuánto ha averiguado. A veces puede ser muy reservado.
—Supongo que sigue dispuesto.
—Oh, sí. Y ha dejado claro que ha adquirido una fe muy poderosa en Ganoes Paran. En ese nuevo señor de la Baraja.
—¿Y eso te parece raro?
—Un poco. A Paran lo ha utilizado un dios. Ha caminado por el interior de la espada Dragnipur, tiene la sangre de un mastín de Sombra corriendo por sus venas. Y ninguno de nosotros sabe qué cambios ha provocado en él todo eso, o siquiera lo que auguran. Ese hombre ha sido cualquier cosa salvo predecible y es casi imposible de manejar; oh, desde luego que cumple las órdenes que le doy, pero tengo la sensación de que si Laseen cree que puede utilizarlo, posiblemente se lleve una sorpresa.
—Te cae bien el tipo, ¿verdad?
—Lo admiro, Dujek. Por su resistencia, por su capacidad para examinarse con un valor despiadado y, sobre todo, por su humanidad intrínseca.
—Suficiente para tener fe en él, diría yo.
Whiskeyjack hizo una mueca.
—Apuñalado por mi propia espada.
—Mejor que por la de otro.
—Estoy pensando en retirarme, Dujek. Cuando termine esta guerra.
—Me lo había imaginado, amigo mío.
Whiskeyjack levantó la cabeza.
—¿Crees que esa mujer me dejará?
—No creo que debiéramos dejarla elegir.
—¿He de ahogarme como hicieron Costra y Urko? ¿Tendrán que verme asesinado para que luego se desvanezca mi cuerpo, como Dassem?
—Suponiendo que ninguno de esos casos se dio en realidad…
—Dujek…
—Está bien, pero tienes que admitir que persisten ciertas dudas.
—No las comparto y un día buscaré a Duiker y le obligaré a contarme la verdad; si alguien la sabe, es ese historiador excéntrico.
—¿Ben el Rápido ya ha sabido algo de Kalam?
—A mí no me lo ha dicho si ha sabido algo.
—¿Dónde está tu mago ahora mismo?
—La última vez que lo vi, estaba de charla con esos mercaderes de Trygalle.
—Con la que se avecina, ese hombre debería intentar dormir un poco.
Whiskeyjack dejó la jarra en la mesa y se levantó.
—Y nosotros también, amigo mío —dijo con una mueca al apoyar demasiado peso en la pierna mala—. ¿Cuándo llegan los moranthianos negros?
—Dentro de dos noches.
Whiskeyjack lanzó un gruñido y después giró hacia la salida de la tienda.
—Buenas noches, Dujek.
—Buenas noches, Whiskeyjack. Ah, una última cosa.
—¿Sí?
—Tayschrenn. Lleva tiempo queriendo disculparse contigo. Por lo que les pasó a los Abrasapuentes.
—Sabe dónde encontrarme, Dujek.
—Quiere un momento como es debido.
—¿Y qué es un momento como es debido?
—No estoy seguro, pero todavía no se ha presentado.
Whiskeyjack no dijo nada durante media docena de latidos, después estiró el brazo para coger la solapa de la tienda.
—Hasta mañana, Dujek.
—Sí —respondió el puño supremo.
Cuando Whiskeyjack llegó a su tienda vio de pie delante de ella una figura alta envuelta en una túnica negra.
El guerrero sonrió al acercarse.
—Te echaba de menos.
—Y yo a ti —respondió Korlat.
—Brood te ha tenido muy ocupada. Ven dentro, no tardaré ni un momento en encender el farol.
La oyó suspirar tras él cuando entraron en la tienda.
—Preferiría que no te molestaras.
—Bueno, tú puedes ver en la oscuridad, pero…
La mujer lo hizo girar y se apoyó en él con un murmullo.
—Si ha de haber conversación, que sea corta, por favor. Lo que deseo no se responde con palabras.
El guerrero la abrazó.
—Solo me preguntaba si habías encontrado a Zorraplateada.
—No. Parece que es capaz de viajar por senderos que yo pensaba que ya no existían. En su lugar, llegaron dos de sus lobos no muertos… para escoltarme hasta casa. Son unas criaturas… inusuales.
Whiskeyjack recordó el día que había visto por primera vez a los t’lan ay alzándose como el polvo entre las hierbas amarillas. Habían encontrado sus formas bestiales hasta que las colinas enteras quedaron cubiertas.
—Lo sé. Hay algo extraño y desproporcionado en ellos…
—Sí, tienes razón. Ofenden a la vista. Miembros demasiado largos, hombros demasiado grandes, pero con el cuello corto y la mandíbula ancha. Pero es algo más que su aspecto físico lo que me parece… alarmante.
—¿Más que los t’lan imass?
Korlat asintió.
—Hay, dentro de los t’lan imass, un vacío, como una cavidad ennegrecida por el humo. Pero no con los t’lan ay. Dentro de esos lobos… veo dolor. Un dolor eterno…
La mujer se estremeció entre los brazos de Whiskeyjack, que no dijo nada. Tú ves en los ojos de esos lobos, mi querida amante, lo que yo veo en los tuyos. Y es ese reflejo, ese reconocimiento, lo que te ha alterado tanto…
—Al llegar al campamento —continuó Korlat— se convirtieron en polvo. En un momento dado trotaban a ambos lados y al siguiente… habían desaparecido. No sé por qué, pero eso me afectó más que nada.
Porque es lo que nos aguarda a todos. Incluso a ti, Korlat.
—Se suponía que esta conversación iba a ser corta. Se acabó. Ven a la cama, mujer.
Ella se miró en los ojos de su amante.
—¿Y después de esta noche?
El guerrero hizo una mueca.
—Puede que pase un tiempo, sí.
—Ha vuelto Arpía.
—¿Ah, sí?
Korlat asintió. Estaba a punto de decir algo más pero luego dudó, buscó algo en los ojos de Whiskeyjack y no dijo nada.
Setta, Lest, Maurik. Las ciudades estaban vacías. Sin embargo, los ejércitos se iban a dividir de todos modos. Y ninguno decía por qué. Ambos bandos de la alianza tenía cosas que ocultar, secretos que mantener y cuanto más se acercaban a Coral, más problemático era mantener esos secretos.
Buena parte de los tiste andii se han desvanecido. Han desaparecido con Rake y es muy probable que hayan ido a Engendro de Luna. ¿Pero dónde está Engendro de Luna? Y, en el nombre del Embozado, ¿qué están planeando? ¿Llegaremos a Coral solo para encontrarnos con que la ciudad ya ha caído, que el Vidente Painita está muerto, que su alma se la ha llevado Dragnipur y que una montaña inmensa pende sobre nosotros?
Los moranthianos negros lo han registrado todo en busca de esa maldita roca flotante… en vano.
Y luego están nuestros secretos. Vamos a enviar a Paran y a los Abrasapuentes por delante; que el Embozado nos lleve, estamos haciendo mucho más que eso.
Este es un inoportuno juego de poder, un juego inminente… todos sabíamos que iba a llegar. Setta, Lest, Maurik. El juego sutil ya no lo es tanto.
—Mi corazón es tuyo, Korlat —le dijo Whiskeyjack a la mujer que tenía en sus brazos—. Nada más me importa. Nada, ni nadie…
—Por favor, no te disculpes por lo que ni siquiera ha ocurrido todavía. No hables siquiera de ello.
—No creo que me estuviera disculpando, muchacha.
Mentiroso. Lo estabas haciendo. A tu manera te estabas disculpando.
La mujer aceptó la mentira con una sonrisa irónica.
—Muy bien.
Más tarde, Whiskeyjack recordaría sus palabras y pensaría que ojalá hubieran sido más limpias, despojadas de cualquier intención oculta.
Con los ojos irritados por la falta de sueño, Paran observó a Ben el Rápido terminar su conversación con Haradas y después dejar la compañía de la mercader de Trygalle para reunirse con el capitán.
—Los zapadores van a ponerse furiosos —dijo Paran cuando los dos reanudaron su paseo hacia el campamento malazano, recién montado en la orilla sur del río Catlin.
Ben el Rápido se encogió de hombros.
—Me llevaré a Seto a un lado para charlar un momento. Después de todo, Violín es casi un hermano para él y, con el lío en el que se ha metido el tipo, necesita toda la ayuda que pueda conseguir. El único problema es si los de Trygalle pueden llevarle el paquete a tiempo.
—Son un equipo extraordinario, esos mercaderes.
—Están locos, haciendo lo que hacen. Lo único que los mantiene con vida es la audacia, pura y dura.
—Yo añadiría que también cierta habilidad para viajar por sendas hostiles, Ben.
—Esperemos que con eso baste —respondió el mago.
—No eran solo municiones moranthianas, ¿verdad?
—No. La situación en Siete Ciudades no podría ser más desesperada. En cualquier caso, he hecho lo que he podido. En cuanto a su efectividad, ya veremos.
—Eres un hombre notable, Ben el Rápido.
—No, de eso nada. Y ahora será mejor que hablemos de este asunto lo menos posible. Seto mantendrá la boca cerrada y Whiskeyjack también…
—¡Caballeros! ¡Qué tarde tan bonita hace!
Los dos hombres se dieron la vuelta en redondo al oír la voz que bramaba justo detrás de ellos.
—¡Kruppe! —siseó Ben el Rápido—. Serás escurridizo…
—Vamos, vamos, Kruppe te ruega que seas indulgente. Fue una simple y feliz coincidencia que Kruppe oyera tus admirables palabras cuando casi estuvo a punto de tropezar sin ruido con vuestras mercedes ¡y, de hecho, ahora no desea más que participar, oh, con toda humildad, en tan valerosa empresa!
—Si le dices una sola palabra de esto a alguien —gruñó Ben el Rápido—, te rebano la garganta.
El daru sacó su andrajoso pañuelo y se secó la frente; tres rápidos movimientos que parecieron dejar la tela de seda empapada de sudor.
—Kruppe le asegura al letal mago que el silencio es como la querida más íntima de Kruppe, una amante invisible e imposible de ver, insospechada y fiel. Si bien, y al mismo tiempo, Kruppe proclama que los leales habitantes de Darujhistan se unirán a tan noble causa, el propio Baruk lo asegura y lo haría en persona si pudiera. Pero, cielos, no puede ofrecer más que esto. —Y con eso Kruppe extrajo con un floreo una pequeña bola de cristal del pañuelo y luego la dejó caer al suelo. La bola se rompió con un suave tintineo. Se alzaron unas brumas y se revolvieron hasta la altura de la rodilla entre el daru y los dos malazanos, después adoptaron poco a poco la forma de un bhokaral.
—¡Aaah! —murmuró Kruppe—. Unas criaturas de lo más horrendas, de hecho ofenden a la vista.
—Solo porque te pareces demasiado a ellas —señaló Ben el Rápido con los ojos clavados en la aparición.
El bhokaral giró el cuello y lo levantó para mirar al mago con unos ojos negros y brillantes en una cabeza negra del tamaño de un pomelo. La criatura enseñó los dientes puntiagudos como agujas.
—¡Saludos! ¡Baruk! ¡Amo! ¡Querría ayudar!
—Un esfuerzo por desgracia lacónico por parte del bueno de Baruk, que sin duda ha estado trabajando demasiado —dijo Kruppe—. Sus mejores conjuros hacen gala de cierta elegancia lingüística, cuando no de una fluidez afable, mientras que esta… cosa, cielos, muestra…
—Cállate, Kruppe —dijo Ben el Rápido. Después le habló al bhokaral—. Por inusual que suene, me gustaría contar con la ayuda de Baruk, pero me da que pensar el interés del alquimista. Después de todo, es una rebelión en Siete Ciudades. Un asunto malazano.
La cabeza del bhokaral se meció de arriba abajo.
—¡Sí! ¡Baruk! ¡Amo! ¡Raraku! ¡Azath! ¡Gran! —La cabeza volvió a subir y bajar a toda prisa.
—¿Gran? —lo imitó Paran.
—¡Gran! ¡Peligro! ¡Azath! ¡Icarium! ¡Más! ¡Coltaine! ¡Admira! ¡Honor! ¡Aliados! ¡Sí! ¿Sí?
—Algo me dice que esto no va a ser fácil —murmuró Ben el Rápido—. De acuerdo, vamos a concretar los detalles.
Paran se dio la vuelta al oír un jinete que se acercaba. Apareció una figura, borrosa bajo la luz de las estrellas. El primer detalle que observó el capitán fue el caballo, un caballo de batalla poderoso, orgulloso, y era obvio que irritable. La mujer que montaba el animal era, por el contrario, poco atractiva, con una armadura lisa y vieja; el rostro que asomaba bajo el borde del casco era el de una mujer de mediana edad sin rasgos marcados aparentes.
La mirada de la recién llegada se posó en Kruppe, el bhokaral y Ben el Rápido. Sin cambiar de expresión se dirigió a Paran.
—Capitán, me gustaría hablar contigo en privado, señor.
—Como desees —respondió el otro, y la llevó a doce metros de los demás—. ¿Es lo bastante privado?
—Bastará —respondió la mujer al tiempo que paraba y desmontaba. Después se acercó a él—. Señor, soy la destriant de las Espadas Grises. Tus soldados retienen a un prisionero y he venido a solicitar de modo oficial que lo pongan bajo nuestro cuidado.
Paran parpadeó y después asintió.
—Ah, debe de ser Anaster, que antaño comandaba a los Tenescowri.
—Así es, señor. Todavía no hemos terminado con él.
—Ya veo… —El capitán dudó.
—¿Se ha recuperado de sus heridas?
—¿El ojo que perdió? Lo han tratado nuestros sanadores.
—Quizá —dijo la destriant— debería trasladarle mi solicitud al puño supremo Dujek.
—No, no será necesario. Puedo hablar en nombre de los malazanos. Por eso mismo, sin embargo, debo hacerte primero unas preguntas.
—Como desees, señor. Puedes proceder.
—¿Qué tenéis intención de hacer con el prisionero?
La mujer frunció el ceño.
—¿Señor?
—No toleramos la tortura, sea cual sea su crimen. Si es necesario, nos veríamos obligados a extender nuestra protección sobre Anaster y por tanto rechazar vuestra solicitud.
La mujer apartó los ojos por un instante y después clavó la mirada firme en el capitán una vez más; fue entonces cuando Paran se dio cuenta que era mucho más joven de lo que él había supuesto en un principio.
—La tortura, señor, es un término relativo.
—¿Lo es?
—Por favor, señor, permíteme continuar.
—Muy bien.
—Ese hombre, Anaster, es muy posible que vea como tortura lo que queremos para él, pero ese es un miedo nacido de la ignorancia. No se le hará daño alguno. De hecho, mi yunque del escudo pretende justo lo contrario con ese desafortunado hombre.
—Quiere quitarle el dolor.
La destriant asintió.
—Te refieres a un abrazo espiritual… Como el que Itkovian le dio a Rath’Fener.
—Incluso así, señor.
Paran se quedó callado un momento.
—¿Y esa idea aterroriza a Anaster? —dijo después.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque en su interior no conoce nada más. Ha equiparado su identidad entera con el dolor de su alma. Y, por tanto, teme su fin.
Paran se volvió hacia el campamento malazano.
—Sígueme —dijo.
—¿Señor? —le preguntó la mujer a su espalda.
—Es todo tuyo, destriant. Con mis bendiciones.
La mujer tropezó entonces contra su caballo, que gruñó y se apartó.
Paran giró en redondo.
—Qué…
La mujer se irguió, se llevó una mano a la frente y después sacudió la cabeza.
—Lo siento. Hubo… un peso… cuando usaste esas últimas palabras.
—Cuando usé… Ah.
Oh. Por el aliento del Embozado, Ganoes, pero qué puñetero descuido.
—¿Y? —preguntó el capitán de mala gana.
—Y… no estoy segura, señor, pero creo que harías bien en hacer un ejercicio de prudencia en el futuro.
—Sí, creo que tienes razón. ¿Te has recuperado lo suficiente para continuar?
La mujer asintió y recogió las riendas de su caballo.
No pienses en ello, Ganoes Paran. Tómatelo como una advertencia y nada más. No le has hecho nada a Anaster, ni siquiera conoces al tipo. Una advertencia, y más vale que le hagas caso, diablos…