Es un relato muy antiguo. Dos dioses de antes de los tiempos de los hombres y las mujeres. Anhelo, amor y pérdida, las bestias condenadas a vagar por los siglos de los siglos.
Un relato de costumbres, contado sin propósito de resolución. Su significado, amables lectores, no se encuentra en una conclusión que llene de calor el alma, sino en todo lo que es inalcanzable en este mundo.
¿Quién entonces podría haber imaginado semejante fin?
El amor del invierno
Silbaratha
El corazón del inmenso palacio se encontraba enterrado en el acantilado. Mares nacidos al este de la bahía azotaban las pezuñas dentadas del acantilado y alzaban espuma que oscurecía la superficie rocosa. Al borde de los bastos espatos de la accidentada costa, las aguas de la bahía de Coral se precipitaban en una negrura honda de varias brazas de profundidad. El puerto de la ciudad era poco más que un corte estrecho y sinuoso al socaire del acantilado, una fisura de gran profundidad que abría una hendidura que casi partía la ciudad en dos. Un puerto sin muelles. La superficie escarpada de los lados se había tallado para dar forma a largos embarcaderos coronados por calzadas. En el nivel de la marea alta, en la piedra pura, se habían clavado unos anillos para amarras. Amplias extensiones de gruesas redes, el doble de altas que los mástiles de un mercante oceánico, se extendían por toda la anchura del agua, desde la boca del puerto hasta la cumbre. Allí donde ningún ancla atada con una cuerda podía tocar el fondo del fiordo y donde las orillas mismas no ofrecían una playa o unos simples bajíos, las anclas del barco se lanzaban hacia arriba. Los hombres gato, como se les llamaba (esa colección extraña y casi tribal de trabajadores que vivían con sus esposas e hijos en chabolas sobre las redes, y cuya única profesión era levantar con tornos las anclas y atar las maromas), habían convertido la tarea en arte en movimiento.
Desde las amplias almenas del palacio que se asomaban al mar, las moradas de los hombres gato, chabolas de tejados hechos de piel de foca y cobertizos levantados con madera, que llegaba a la deriva, parecían un conjunto de guijarros marrones y detritus de playa, espacios enganchados a las redes que desde lejos parecían hilos. Ninguna figura se escabullía entre las estructuras. De las chimeneas cubiertas y ladeadas no salía humo. Si tuviera vista de águila, Toc el Joven no tendría problemas para divisar los cuerpos resecados por la sal que colgaban de las redes. Dadas las circunstancias, solo podía aceptar la palabra del vidente del Dominio de que aquellas manchitas enmarañadas eran en verdad cadáveres.
Los barcos mercantes ya no acudían a Coral. Los hombres gato se habían muerto de hambre. Cada hombre, cada mujer y cada niño. Un pueblo único y legendario dentro de aquella ciudad que se había extinguido.
La observación se había hecho con tono indiferente, pero Toc percibió un trasfondo en las palabras de aquel sacerdote guerrero sin nombre. El hombretón permanecía cerca, con una mano sujetaba el brazo izquierdo de Toc, por encima del codo. Para evitar que se lanzara del acantilado. Para mantenerlo erguido. Lo que había comenzado como una tarea no había tardado en convertirse en otra. Ese respiro de las garras de la matrona solo era temporal. Al cuerpo quebrado del malazano ya no le quedaban fuerzas. Los músculos se habían atrofiado. Los huesos combados y las articulaciones agarrotadas le daban la flexibilidad de la madera seca. Tenía los pulmones llenos de líquido, lo que convertía cada aliento que cogía en un resuello y cada exhalación en un gorgoteo lechoso.
El Vidente había querido que lo viera. Coral. La fortaleza del palacio, asaltada con frecuencia por barcos de guerra de Elingarth y flotas piratas, jamás había sido tomada. Su inmenso cordón de magos, los miles de cazadores k’chain che’malle k’ell, las legiones de élite de su ejército principal. Las derrotas del norte no significaban mucho para él; de hecho rendiría Setta, Lest y Maurik; les dejaría a los invasores su marcha larga y agotadora por tierras calcinadas que no ofrecían ningún sustento, donde hasta los pozos estaban viciados. En cuanto a los enemigos que llegaban del sur, se encontraban ya con una inmensa extensión de mar picado que impedía su avance, un mar que el Vidente había llenado de montañas destrozadas de hielo. En cualquier caso, no había barcos en la otra orilla. El viaje al extremo occidental del Tajo de Ortnal llevaría meses. Cierto, el t’lan imass podía cruzar el agua como polvo transportado por las olas, pero tendría que luchar contra las fieras corrientes durante todo el camino, corrientes que se precipitaban en las profundidades de arroyos fríos, que abrazaban los ríos sumergidos del este y los sacaban al océano.
El Vidente estaba satisfecho, dijo el vidente del Dominio sin nombre. Lo bastante complacido como para hacerle a Toc aquel momentáneo favor. Sacarlo de entre los brazos de su madre.
El viento frío y salado le azotaba la cara y tiraba de su cabello, largo, sucio y enmarañado. Sus ropas eran poco más que tiras de tela llenas de costras, el vidente del Dominio le había dado su capa, que Toc había utilizado para envolverse con ella como si fuera una manta. Había sido ese gesto lo que le había insinuado al malazano que el hombre que tenía al lado todavía poseía algún resto de humanidad.
El descubrimiento le había llenado los ojos de lágrimas.
La claridad de mente había renacido en su interior, ayudada por el detallado relato que le había hecho el vidente del Dominio de las batallas libradas al sur. Quizás era el final de la demencia el más convincente de los delirios, pero Toc se aferró a ello de todos modos. Se quedó mirando al sur, a aquellos mares azotados por el viento. La costa montañosa del otro lado apenas era visible.
Seguramente a aquellas alturas ya habían llegado allí. Bien podrían encontrarse en ese momento en la playa, con los ojos dirigidos con aire sombrío hacia él y todo lo que había en medio. Baaljagg no se desalentaría. Una diosa se escondía en su interior, una diosa que la empujaba a seguir siempre adelante, sin cesar, para encontrar a su compañero.
El compañero que se oculta en mi interior. Estuvimos viajando juntos sin ser conscientes de los secretos que había en el otro. Ah, qué brutal ironía…
Y quizá Tool no se desmoralizaría. El tiempo y la distancia no significaban nada para los t’lan imass. Lo mismo, sin duda, rezaba para los tres seguleh, todavía tenían que entregar su singular mensaje, después de todo. La invitación de su pueblo a la guerra.
Pero lady Envidia…
Señora de la aventura, seducida por la serendipia, cierto, pero también muy enfadada. Eso al menos quedaba claro por lo que le contaba el vidente del Dominio. Ofendida era una descripción mejor, se corrigió Toc. Lo suficiente como para hacer estallar su mal genio, pero ese mal genio no era un rasgo que la empujara. No era una mujer que se fuera consumiendo, no era de las que prendía los fuegos profundos de la venganza. Lady Envidia existía para las distracciones, para los caprichos rebeldes.
Llegados allí, lady Envidia y seguramente su perro herido y magullado, Garath, se darían al fin la vuelta. Cansados de la caza, no se impondrían la tarea de seguir persiguiéndolos, no si había que cruzar aquel mar violento con sus resplandecientes leviatanes inundados de hielo dentado.
Se dijo que no debía sentirse decepcionado, pero una punzada de tristeza se retorció en su interior. La echaba de menos, no como mujer, no exactamente, en cualquier caso. No, el rostro inmortal que presenta, creo. Sin cargas, el brillo de la timadora en esa mirada milenaria. Le tomé el pelo, una vez… jugueteé alrededor de esa naturaleza… le hice dar una patada y fruncir el ceño. Como solo lo haría un inmortal cuando lo roza el peso improbable de tales burlas. Retorcí el cuchillo en la herida. Dioses, ¿de veras poseí alguna vez semejante audacia?
Bien, mi querida señora, ahora me disculpo con toda humildad. Ya no soy el hombre valiente que era antaño, si es que era en realidad valentía y no simple estupidez. Me han arrebatado las burlas de mi naturaleza para no regresar nunca más, y quizá sea lo mejor. Ah, veo que asientes con todo tu ser. Los mortales no deberían burlarse, por muchas razones, todas ellas obvias. La indiferencia les pertenece a los dioses porque solo ellos pueden permitirse su precio. Así sea.
Gracias, lady Envidia. No te acosarán las recriminaciones. Lo has hecho bien.
—Deberías haber contemplado Coral en su día, malazano.
—Era tu hogar, ¿verdad?
—Sí. Aunque ahora mi hogar está en el corazón de mi Vidente.
—Donde los vientos son incluso más gélidos —murmuró Toc.
El vidente del Dominio se quedó callado un momento.
Toc esperaba un puñetazo del guantelete o un tirón doloroso de la mano que le sujetaba el frágil brazo. Cualquiera habría sido una respuesta apropiada, cualquiera habría suscitado un asentimiento de aprobación en el Vidente. Pero en lugar de eso, el hombre le habló.
—Estamos en verano, pero no es como los veranos que recuerdo de mi juventud. El viento de Coral era cálido, suave; acariciaba como el aliento de un amante. Mi padre pescaba algo más allá de la bahía. Costa arriba, al norte de aquí. Bancos de pesca inmensos y muy ricos. Se iba durante una semana o más con la marea de cada estación. Bajábamos todos a la calzada a ver el regreso de la flotas, a buscar la vela naranja de nuestro padre entre las barcazas.
Toc levantó la cabeza y miró al hombre, vio la sonrisa, el destello del eco de una alegría infantil en sus ojos.
Los vio morir una vez más.
—Volvió la última vez… y se encontró que su familia había abrazado la fe. Su mujer, con los Tenescowri. Sus hijos, en las filas del ejército, el mayor había comenzado su adiestramiento como vidente del Dominio. No me lanzó las cuerdas ese día cuando observó mi uniforme. Al contemplar a mi madre, al oír sus chillidos perturbados. Al descubrir a mis hermanos con lanzas en las manos, a mis hermanas desnudas y aferrándose a hombres que les triplicaban la edad. No, hizo girar el botalón y aprovechó la brisa de la costa para cambiar de rumbo.
»Lo vi alejarse hasta que se perdió de vista. Fue mi manera, malazano…
—De decir adiós —susurró Toc.
—De desearle buena suerte. De decir… bien hecho.
Destructor de vidas. Vidente, ¿cómo has podido hacerle esto a tu pueblo?
Una campana lejana tañó en el palacio que tenían detrás.
La mano del vidente del Dominio lo sujetó con más fuerza.
—El tiempo permitido se ha terminado.
—De vuelta a los brazos que me corresponden —dijo Toc mientras forzaba la mirada para examinar, una última vez, el mundo que tenía ante sí. Recuerda todo esto pues nunca volverás a verlo, Toc el Joven—. Gracias por dejarme usar tu capa —dijo.
—No hay de qué, malazano. Estos vientos fueron en otro tiempo cálidos. Vamos, apóyate en mí mientras caminamos. No pesas nada.
Se abrieron camino con lentitud hacia el edificio.
—Dirás que es fácil de soportar.
—Yo no he dicho eso, malazano. Yo no he dicho eso.
El bloque destripado pareció estremecerse un momento antes de derrumbarse en medio de una nube de polvo. Los adoquines de la calle temblaron bajo las botas del yunque del escudo Itkovian y el trueno sacudió el aire.
Seto se volvió hacia él con una sonrisa que atravesaba las manchas de hollín.
—¿Ves? Es fácil.
Itkovian respondió al abrasapuentes con un asentimiento y se quedó mirando mientras Seto se reunía con los demás zapadores y partían en busca de otro edificio irrecuperable.
—Al menos —comentó la capitana Norul, a su lado, que se sacudía el polvo del sobretodo—, no habrá falta de material.
La mañana era cálida y el sol brillaba. La vida regresaba a Capustan. Había gente con bufandas cubriéndoles la cara que se arrastraban entre las ruinas de sus hogares. Al retirarse los escombros se iban recuperando más cuerpos, cuerpos que envolvían y lanzaban a carretas atestadas de moscas. El aire de la calle hedía a podredumbre pero parecía que los caballos que montaban hacía ya tiempo que se habían acostumbrado al olor.
—Deberíamos continuar, señor —dijo la capitana.
Reanudaron el viaje. Tras la puerta oeste se reunían los representantes oficiales, el contingente que partiría para recibir a los ejércitos que se acercaban, los ejércitos de Dujek Unbrazo y Caladan Brood. El parlamento iba a tener lugar en tres campanadas.
Itkovian había dejado al mando a la nueva destriant de la compañía. Los Tenescowri llegaban a centenares de la llanura. Los pocos que habían intentado entrar en Capustan había sido agredidos por los supervivientes. A oídos del yunque del escudo se habían sucedido noticias de campesinos destrozados por multitudes encolerizadas. Para responder a la situación había enviado a las Espadas Grises a establecer un campo de internamiento a las afueras de la muralla occidental. La comida escaseaba. Itkovian se preguntaba cómo se las estaría arreglando su nueva destriant. Al menos se estaban preparando refugios para los indefensos refugiados.
Que muy pronto se convertirán en reclutas. Por lo menos aquellos que sobrevivan a las próximas semanas. Es muy probable que las arcas de las Espadas Grises queden vacías comprándoles alimentos y provisiones a los barghastianos. Quiera Fener… No, quiera Togg que la inversión merezca la pena.
No le hacía mucha gracia tener que acudir al parlamento. De hecho, él no pintaba nada allí. La capitana que llevaba al lado era la nueva comandante de las Espadas Grises y el papel de Itkovian como asesor de la capitana era discutible, pues la mujer era capaz de representar los intereses de la compañía sin ayuda alguna por su parte.
Se acercaron a la puerta occidental, que en ese instante no parecía más que un inmenso agujero en la muralla de la ciudad.
Rezongo, apoyado en una de las garitas quemadas y casi derrumbadas de la puerta, los observó con una pequeña sonrisa en la cara llena de púas. Piedra Menackis se paseaba por allí cerca, al parecer de muy mal humor.
—Ahora ya solo hay que esperar por Humbrall Taur —dijo Rezongo.
Itkovian frunció el ceño al parar.
—¿Dónde está el séquito del Consejo de Máscaras?
Piedra escupió en el suelo.
—Se han adelantado. Al parecer quieren tener una charla privada antes.
—Relájate, muchacha —dijo Rezongo con voz profunda—. Tu amigo Keruli está con ellos, ¿no?
—¡No se trata de eso! Se escondieron. ¡Mientras aquí las Espadas Grises y tú los manteníais con vida, a ellos y su maldita ciudad!
—No obstante —dijo Itkovian—, con el príncipe Jelarkan muerto y sin heredero aparente, son el gobierno de Capustan.
—¡Y podrían haber esperado, maldita sea!
La capitana Norul se giró en la silla para mirar por la avenida.
—Ahí viene Humbrall Taur. Quizá, si apretáramos lo suficiente el paso, podríamos alcanzarlos.
—¿Es importante? —le preguntó Itkovian.
—Señor, lo es.
El yunque asintió.
—Estoy de acuerdo.
—Vamos a preparar los caballos, Piedra —dijo Rezongo y se apartó de la muralla.
Partieron para cruzar la llanura, Humbrall Taur, Hetan y Cafal igual de incómodos en sus monturas prestadas. A los barghastianos no les había hecho demasiada gracia el intento de usurpación del Consejo de Máscaras, las viejas enemistades y desconfianza habían cobrado vida una vez más. Según todos los informes, los ejércitos aliados todavía estaban a una legua, quizá dos, de distancia. Keruli, Rath’Embozado, Rath’Ascua y Rath’Tronosombrío viajaban en un carruaje tirado por tres caballos de los gidrath que no habían sido masacrados y devorados durante el asedio.
Itkovian recordó la última vez que había recorrido aquel camino, recordó los rostros de soldados que ya estaban muertos: Farakalian, Torun, Sidlis. A pesar de la formalidad impuesta por la revelación, aquellos hombres habían sido sus amigos. Una verdad a la que no me atrevía a acercarme. Ni como yunque del escudo ni como comandante. Pero eso ha cambiado. Son personas que me duelen a mí, un dolor tan difícil de soportar como el de esas decenas de miles.
Dejó a un lado esos pensamientos. Tenía que seguir manteniendo el control. No podía permitirse ninguna emoción.
Vislumbraron entonces el carruaje de los sacerdotes.
Piedra lanzó un gruñido desdeñoso de triunfo.
—¡Qué contentos van a ponerse!
—No te emociones tanto, muchacha —aconsejó Rezongo—. Los alcanzamos con toda inocencia…
—¿Crees que soy idiota? ¿Crees que soy incapaz de ser sutil? Pues has de saber…
—Está bien, mujer —gruñó su compañero—. Olvida lo que he dicho…
—Como siempre, Rezongo.
El conductor gidrath detuvo el carruaje cuando se acercaron los jinetes. Una de las contraventanas se deslizó hacia un lado y apareció el rostro enmascarado de Rath’Tronosombrío con expresión neutral.
—¡Qué suerte! ¡El resto de nuestro honorable séquito!
Itkovian suspiró por lo bajo. Cielos, cualquier cosa menos sutilidad en ese tono.
—¿Honorable? —inquirió Piedra con las cejas alzadas—. Me sorprende que conozcas ese concepto, sacerdote.
—Ah. —La máscara se volvió hacia ella—. La moza de maese Keruli. ¿No deberías ponerte de rodillas?
—Ya te daré yo rodillas, enano, una rodilla justo entre los…
—¡Bien, bien! —dijo Rezongo en voz muy alta—. Ya estamos todos aquí. Veo que los exploradores van por delante. ¿Continuamos, entonces?
—Llegamos pronto —le soltó de repente Rath’Tronosombrío.
—Sí, y por desgracia eso es muy poco profesional por nuestra parte. No importa. Podemos proseguir a un ritmo lo más lento posible para darles tiempo para prepararse.
—Una sabia medida, dadas las circunstancias —admitió Rath’Tronosombrío. Los labios articulados de la máscara se crisparon en una gran sonrisa, después la máscara se retiró y la contraventana volvió a cerrarse.
—Voy a cortar a ese hombre en trocitos muy pequeños —dijo Piedra con tono alegre.
—Todos sabemos apreciar tu sentido de la sutileza, muchacha —murmuró Rezongo.
—Y más os vale, zoquete.
Itkovian se quedó mirando a la mujer y después al capitán de caravanas, maravillado.
La cabo Rapiña estaba sentada en los polvorientos escalones de lo que en otro tiempo había sido un templo. Le dolían la espalda y los hombros de haberse pasado el día lanzando escombros desde el amanecer.
Mezcla debía de estar rondando cerca porque apareció con un odre.
—Pareces sedienta.
Rapiña lo aceptó.
—Es gracioso cómo te desvaneces como por arte de magia siempre que hay trabajo duro por hacer.
—Bueno, te he traído agua, ¿no?
Rapiña la miró con el ceño fruncido.
Al otro lado de la calle el capitán Paran y Ben el Rápido ensillaban unos caballos y se preparaban para partir hacia la reunión con la hueste de Unbrazo y el ejército de Brood. Los dos hombres parecían haber hecho muy buenas migas, cosa nada habitual en ellos, desde que habían vuelto a encontrarse y eso despertaba las suspicacias de Rapiña. Las intrigas de Ben el Rápido nunca eran de fiar.
—Preferiría que fuéramos todos —murmuró.
—¿Al parlamento? ¿Para qué? Así son todos los demás los que tienen que caminar.
—Es más fácil acechar por ahí, ¿no? Cargada con un odre medio lleno. No dirías lo mismo si hubieras estado tirando rocas con los demás, Mezcla.
La delgada mujer se encogió de hombros.
—He estado ocupada.
—¿Haciendo qué?
—Recabando información.
—Ah, ya. ¿Qué susurros has estado escuchando, eh? ¿De quién eran?
—De personas. Nosotros, ellos, por aquí y por allá.
—¿Ellos? ¿Qué ellos?
—Um, veamos. Barghastianos. Espadas Grises. Un par de gidrath muy charlatanes del salón del vasallaje. Tres acólitos del templo que tienes detrás…
Rapiña se estremeció y se levantó a toda prisa para lanzarle una nerviosa ojeada al edificio calcinado que tenía detrás.
—¿Qué dios, Mezcla? Y nada de mentiras…
—¿Por qué iba a mentir, cabo? Tronosombrío.
Rapiña lanzó un gruñido.
—¿Conque espiando a los chivatos, eh? ¿Y de qué estaban hablando?
—De un extraño plan que tiene su amo. Una venganza contra un par de nigromantes que andan metidos en una propiedad que hay calle arriba.
—¿La que tiene todos esos cuerpos delante y los guardias apestosos en las murallas?
—Es de suponer que esa misma.
—De acuerdo, pues oigamos el informe sobre el resto.
—Los barghastianos andan pavoneándose. Hay agentes del Consejo de Máscaras que están comprando comida para alimentar a los ciudadanos. Las Espadas Grises también están comprando comida para alimentar a un campamento cada vez más grande de refugiados Tenescowri que se han instalado fuera de la ciudad. El clan de las Caras Blancas se está haciendo rico.
—Espera un momento, Mezcla. ¿Has dicho refugiados Tenescowri? ¿Qué están tramando las Espadas Grises? Bien sabe el Embozado que hay suficientes cadáveres tirados por ahí para esos caníbales, ¿para qué les dan comida de verdad? ¿Y para qué quieren alimentar a esos viles cabrones?
—Buena pregunta —asintió Mezcla—. Debo admitir que a mí también me picó la curiosidad.
—Y no cabe duda que se te ha ocurrido una teoría.
—He encajado las piezas del rompecabezas, para ser más exactos. Hechos dispares. Observaciones. Comentarios despreocupados que creían pronunciar en privado, pero que llegaron a oídos de nada menos que la fiel sierva que tienes ante ti…
—Por las rodillas temblorosas de Oponn, mujer, ¡termina de una vez!
—Jamás has sabido apreciar un buen pavoneo. Está bien. Las Espadas Grises le juraron lealtad a Fener. No eran una simple compañía de mercenarios, más bien malditos soldados consagrados a un dios de la guerra. Y se lo tomaban muy en serio. Solo que ha ocurrido algo. Han perdido a su dios…
—Seguro que ahí hay una buena historia.
—Desde luego, pero no es relevante.
—Es decir, que no la sabes.
—Exacto. El caso es que los oficiales supervivientes de la compañía se dirigieron a los campamentos barghastianos, encontraron a una manada de brujas de la tribu esperándolos y todos juntos organizaron una nueva consagración.
—Quieres decir que cambiaron de dios. Oh, no, no me digas que Treach…
—No, Treach no. Treach ya tiene sus propios cruzados.
—Ah, ya. Entonces tiene que ser Jhess, la reina del Entramado. Ahora se van a poner todos a tejer, pero muy feroces ellos…
—No exactamente. Togg. Y Fanderay, la Loba del Invierno, la compañera de Togg, perdida mucho tiempo atrás. ¿Recuerdas la historia? Tienes que haberla oído cuando eras pequeña, suponiendo que hayas sido pequeña alguna vez…
—Mucho cuidado, Mezcla.
—Perdona. Bueno, las Espadas Grises quedaron prácticamente borradas del mapa. Están buscando reclutas.
Rapiña alzó las cejas.
—¿Los Tenescowri? ¡Por el aliento del Embozado!
—En realidad tiene sentido.
—Claro. Si necesitara un ejército, yo buscaría primero entre personas que se comen unas a otras cuando pintan bastos. Cómo no. Al instante.
—Bueno, no es una forma muy afortunada de verlo. Es más bien una cuestión de encontrar gente que no tenga vida…
—Indeseables, querrás decir.
—Eh, sí. Sin ataduras, sin lealtades comprometidas. A punto para aceptar los arcanos rituales de iniciación.
Rapiña volvió a gruñir.
—Locos. Todo el mundo se ha vuelto loco.
—Y hablando de eso… —murmuró Mezcla.
El capitán Paran y Ben el Rápido se acercaban a ellas a caballo.
—Cabo Rapiña.
—¿Sí, capitán?
—¿Sabes dónde está Eje ahora mismo?
—No tengo ni idea, señor.
—Entonces te sugeriría que te mantuvieras más al corriente de los movimientos de tu pelotón.
—Bueno, se fue con el sargento Azogue. Ha salido alguien de los túneles que afirma que es el príncipe Arard, un gobernante depuesto de una de las ciudades que hay al sur del río. El hombre exigía hablar con un representante de la hueste de Unbrazo y como no te pudimos encontrar en ese momento…
Paran maldijo por lo bajo.
—A ver si lo he entendido. ¿El sargento Azogue y Eje se eligieron como representantes oficiales de la hueste de Unbrazo para recibir en audiencia a un príncipe? ¿Azogue? ¿Y Eje?
Junto al capitán, Ben el Rápido contuvo una carcajada, con lo que se ganó una mirada furiosa de Paran.
—Detoran también se presentó voluntaria —añadió Rapiña con tono inocente—. Así que se fueron los tres, creo. Quizás unos cuantos más.
—¿Mazo?
La cabo negó con la cabeza.
—Está con Seto, señor. Ocupándose de las sanaciones y todo eso.
—Capitán —interpuso Ben el Rápido—, será mejor que emprendamos viaje. Azogue se detendrá en cuanto empiece a hacerse un lío y, por lo general, empieza a hacerse un lío justo después de las presentaciones. Detoran no dirá ni mu y lo más probable es que los demás tampoco. Eje puede que farfulle un poco, pero lleva puesta una camisa de pelo. No debería haber ningún problema.
—¿En serio? ¿Y quieres que te haga a ti responsable de lo que pase, mago?
Ben el Rápido abrió mucho los ojos.
—Da igual —gruñó Paran al tiempo que recogía las riendas—. Larguémonos de esta ciudad… antes de que nos encontremos metidos en otra guerra más. Cabo Rapiña.
—¿Señor?
—¿Por qué estás ahí plantada, sola?
La mujer echó un rápido vistazo a su alrededor.
—Será zorra —susurró.
—¿Cabo?
—Nada. Lo siento, señor. Solo estaba descansando.
—Pues cuando termines de descansar, cabo, vete a rescatar a Azogue, Eje y los demás. Envía a Arard al salón del vasallaje con recado de que los verdaderos representantes de la hueste de Unbrazo se reunirán con él en breve si acaso desease una audiencia.
—Comprendido, capitán.
—Eso espero.
La cabo vio irse a los dos hombres calle abajo y después se giró en redondo.
—¿Dónde estás, cobarde?
—¿Sí? —inquirió Mezcla mientras salía de entre las sombras de la entrada del templo.
—Ya me has oído.
—Me pareció ver algo dentro de este cuchitril y fui a investigar…
—¿Cuchitril? Querrás decir la sagrada morada de Tronosombrío.
Se alegró de ver que Mezcla empalidecía de repente.
—Oh. Se me había, eh, olvidado.
—Menudo susto. Ja, ja. Mezcla se ha llevado un susto de muerte. ¡Se olió que se iba a montar una escena y se metió en el primer edificio que encontró como un conejo en su madriguera! Espera a que se lo cuente a los otros…
—Una versión indecorosa —comentó Mezcla sorbiendo por la nariz—, una versión que tergiversa con malicia un suceso puramente fortuito. No te creerán.
—Eso es lo que tú te crees.
—Oh-oh.
Mezcla volvió a desvanecerse.
Sorprendida, Rapiña miró a su alrededor.
Dos figuras envueltas en capas negras bajaban por la calle y se dirigían hacia la cabo.
—Estimado soldado —exclamó la más alta de la barba puntiaguda.
A Rapiña se le puso el vello de punta al escuchar el tono imperioso.
—¿Qué?
Se arqueó una fina ceja.
—Se nos debe un respeto, mujer. No exigimos menos. Y ahora escucha. Necesitamos provisiones para poder reanudar nuestro viaje. Requerimos comida, agua potable y en gran cantidad, y si pudieras indicarnos dónde podemos encontrar un sastre…
—De inmediato. Verás… —Rapiña se acercó a él y le asestó un puñetazo con el guantelete en toda la cara. Los pies del hombre abandonaron el suelo y el tipo se estrelló contra los adoquines con un ruido esponjoso. Se quedó en el sitio sin dar ni pie ni mano.
Mezcla se acercó por detrás al otro hombre y le dio un porrazo en la cabeza con el pomo de su espada corta. El hombre cayó con un gruñido agudo.
Los seguía de cerca un anciano con ropas raídas de criado. Se detuvo en seco a menos de cuatro metros y levantó las manos.
—¡No me peguéis! —chilló.
Rapiña frunció el ceño.
—¿Y por qué íbamos a pegarte? Estos dos… ¿son algo tuyo?
La expresión del sirviente era descorazonadora.
—Sí —suspiró mientras bajaba las manos.
—Dales algún consejo —dijo Rapiña— sobre la forma más adecuada de dirigirse a la gente. Cuando despierten.
—Desde luego, señor.
—Deberíamos irnos, cabo —dijo Mezcla con los ojos clavados en los dos hombres inconscientes.
—Sí. ¡Sí, por favor! —les rogó el criado.
Rapiña se encogió de hombros.
—No tiene sentido entretenernos. Tú delante, soldado.
Paran y Ben el Rápido pasaron a menos de ochocientos metros del campamento Tenescowri, que se encontraba al norte del camino, a la derecha. Ninguno de los dos habló hasta que lo dejaron atrás, después el capitán suspiró.
—Tengo la sensación de que es un problema a punto de caernos encima.
—¿Sí? ¿Por qué?
Paran le lanzó a su compañero una mirada sorprendida, pero después volvió a mirar al camino.
—El ansia de venganza contra esos campesinos. Los capan bien podrían salir en masa por la puerta de la muralla y masacrarlos, y todo con la bendición del Consejo de Máscaras. —¿Y por qué, mago, creo que veo algo por el rabillo del ojo? Ahí, en tu hombro. Y luego, cuando miro con más atención, ha desaparecido.
—Eso sería un error por parte del Consejo de Máscaras —comentó Ben el Rápido—. Las Espadas Grises parecen listas para defender a sus invitados, a juzgar por esos piquetes y esas trincheras.
—Sí, cuentan con que no van a ser muy populares con lo que están tramando.
—Reclutarlos. Claro que, ¿por qué no? Esa compañía de mercenarios pagó un precio muy alto por defender la ciudad y a sus ciudadanos.
—El recuerdo de su heroicos esfuerzos podría desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos, mago. Además, solo quedan unos cientos de Espadas Grises. Si unos cuantos miles de capan cargaran contra ellos…
—Yo no me preocuparía, capitán. Hasta los capan, por muy encolerizados que estén, dudarían antes de hacer enfadar a esos soldados. Son los que sobrevivieron, después de todo. Como ya he dicho, sería absurdo por parte del Consejo de Máscaras guardarles rencor. Sin duda, descubriremos algo más en el parlamento.
—Suponiendo que estemos invitados. Ben el Rápido, sería mejor que mantuviéramos una conversación privada con Whiskeyjack. Personalmente, tengo muy poco que decirles a la mayoría de los que se hallarán presentes. En cualquier caso, he de entregar un informe.
—Oh, yo no estaba planeando hablar en el parlamento, capitán. Solo escuchar.
Habían dejado atrás las zonas ocupadas y bajaban ya por un camino vacío, la ondulada llanura se extendía a su derecha y unos riscos marcaban el río que corría a doscientos cincuenta metros de distancia, a su izquierda.
—Veo a unos jinetes —dijo Ben el Rápido—. Al norte.
Paran guiñó los ojos y después asintió.
—Ya ha ocurrido.
—¿El qué?
—La segunda reunión.
El mago le lanzó una mirada.
—¿Los t’lan imass? ¿Cómo lo sabes?
Porque ella ha dejado de tenderme la mano. Velajada, Escalofrío, Bellurdan… ha ocurrido algo. Algo… inesperado. Y los ha dejado tambaleándose.
—Lo sé, mago, eso es todo. Zorraplateada cabalga en cabeza.
—Debes de tener vista de águila.
Paran no dijo nada. No me hace falta verlo. Siento que se acerca.
—Capitán, ¿el alma de Velajada sigue dominando en Zorraplateada?
—No lo sé —admitió Paran—. Pero lo que sí te diré es que a partir de ahora deberíamos prescindir de la fe que tuviéramos en nuestra capacidad de predecir las acciones de Zorraplateada.
—¿En qué se ha convertido esa mujer, entonces?
—En una invocahuesos auténtica.
Se detuvieron a esperar a los cuatro jinetes. La mula de Kruppe parecía competir por el primer puesto, las patitas de la bestezuela pasaban de un trote frenético a un medio galope y el redondo daru se bamboleaba y rebotaba sobre la silla. Dos marineras malazanas cabalgaban detrás de Zorraplateada y Kruppe con aspecto relajado.
—Ojalá hubiera visto —murmuró Ben el Rápido— lo que han visto sus compañeros.
Y sin embargo, nada salió como estaba planeado. Lo noto en su postura, la rabia contenida, la inseguridad y, en lo más hondo, el dolor. Los ha sorprendido. Sorprendido y desafiado. Y los t’lan imass han respondido de un modo igual de inesperado. Hasta Kruppe parece desconcertado, y no solo por las cabezadas que da la mula.
Zorraplateada lo estaba mirando cuando tiró de las riendas de su montura con una expresión que Paran fue incapaz de definir. Como ya había presentido, ha levantado un muro entre los dos, pero ¡dioses, cómo se parece a Velajada! Ya es una mujer. Ha dejado de ser una niña y la ilusión de los años que abarcaban nuestra separación ha terminado, se ha convertido en una persona cautelosa, poseedora de secretos que como niña no habría dudado en revelar. Por el aliento del Embozado, cada vez que nos encontramos, tengo la sensación de que debo reajustarlo… todo.
—Bien hallada, Zorraplateada, qué… —dijo Ben el Rápido.
—No.
—¿Disculpa?
—No, mago, no tengo explicaciones que esté dispuesta a dar. No hay preguntas que vaya a responder. Kruppe ya lo ha intentado, demasiadas veces. No me queda mucha paciencia, así que no la pongas a prueba.
Cautelosa y más dura. Mucho, mucho más dura.
Después de un momento, Ben el Rápido se encogió de hombros.
—Sea como quieres, entonces.
—Es que soy así —le soltó la mujer—. La ira a la que te enfrentarías sería la de Escalofrío y el resto no haríamos nada por contenerla. Confío en que me hayáis comprendido.
Ben el Rápido se limitó a esbozar una gran sonrisa. Fría, retadora.
—¡Mis estimados señores! —exclamó Kruppe—. ¿Por casualidad os dirigís a reuniros con vuestros leales ejércitos? Si es así, me gustaría acompañaros, encantado y aliviado de regresar al seno marcial. Encantado, desde luego, de disfrutar de la formidable compañía de vuestras insignes personas. Aliviado, como Kruppe ha dicho, por el grato destino inminente y cercano. Impaciente, hay que admitir, por reanudar el viaje. Un optimismo incorregible me embarga…
—Ya es suficiente, Kruppe —gruñó Zorraplateada.
—Ejem, por supuesto.
Si algo existió de verdad entre nosotros, ya ha terminado. Esta mujer ha dejado a Velajada atrás. Ahora es una auténtica invocahuesos. La comprensión de aquello despertó una punzada más débil de añoranza de lo que Paran habría esperado. Quizá los dos hemos seguido adelante. Nuestros corazones no pueden imponerse a la presión de aquello en lo que nos hemos convertido.
Que así sea. Nada de compadecernos. Esta vez no. Tenemos trabajo que hacer.
Paran recogió entonces las riendas.
—Como Kruppe ha dicho, reanudemos el viaje. Ya llegamos tarde.
Una gran lona de arpillera se había alzado sobre la cima de la colina para proteger al parlamento del cálido sol de la tarde. Un cordón de protección de soldados malazanos rodeaba la colina con las ballestas en los brazos.
Con los ojos puestos en las figuras que esperaban bajo la lona, Itkovian detuvo el caballo y desmontó a una decena de metros de los guardias. El carruaje del Consejo de Máscaras también se había parado, las puertas laterales se abrieron para dar paso a los cuatro representantes de Capustan.
Hetan se había bajado del caballo con un gruñido de alivio y se había acercado a Itkovian. Lo saludó con una palmada en la espalda.
—¡Te he echado de menos, lobo!
—Es muy posible que me rodeen los lobos, señora —dijo Itkovian—, pero no puedo pretender ser tal cosa.
—El cuento circula entre los clanes —dijo Hetan con un asentimiento—. Las viejas nunca se callan.
—¿Y las jóvenes? —preguntó el yunque sin dejar de estudiar las figuras de la cima de la colina.
—Ahora te encuentras en el filo de la navaja, estimado amigo.
—Disculpa si en algo te he ofendido.
—Te perdonaría a cambio de una sonrisa, fuera cual fuera la razón. Sí, admito que no es muy probable, ya lo sé. Si tienes sentido del humor, lo escondes muy bien. Es una lástima.
Itkovian la miró.
—¿Una lástima? ¿No querrás decir una tragedia?
La mujer entrecerró los ojos, después siseó, frustrada, y partió colina arriba.
Itkovian la observó un momento y después volvió a estudiar a los sacerdotes que comenzaban a reunirse junto al carruaje. Rath’Tronosombrío se estaba quejando.
—¡Les gustaría dejarnos a todos sin aliento! Una ladera más suave y podríamos haber continuado con el carruaje…
—Caballos suficientes y podríamos haber hecho lo mismo —bufó Rath’Embozado—. Esto es un insulto calculado…
—No se trata de eso, camaradas —murmuró Keruli—. Ya veis que enjambres de insectos comienzan su asalto para picar a nuestras dignas personas. Sugiero que dejéis de quejaros y me acompañéis hasta la cima y el viento nos ahorrará las molestias. —Y con eso, el hombrecito de rostro redondo se puso en marcha.
—Deberíamos insistir… ¡ah!
Los tres comenzaron a trepar tras Keruli con los moscardones zumbando alrededor de sus cabezas.
Humbrall Taur se echó a reír.
—¡Solo tenían que haberse embadurnado con grasa de bhederin!
—Ya son bastante escurridizos tal y como son, caudillo —respondió Rezongo—. Además, es una presentación mucho más digna de nuestros visitantes, tres sacerdotes enmascarados tropezando, resoplando y agitando las manos para espantar los fantasmas que los rodean. Al menos Keruli está mostrando un poco de dignidad y seguramente es el único que tiene un cerebro digno de ese nombre.
—¡Gracias a los dioses! —exclamó Piedra.
Rezongo se volvió hacia ella.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Bueno, acabas de usar todas las palabras que conoces, zoquete. ¡Lo que significa que no volverás a abrir la boca en todo el día!
La sonrisa del hombretón fue mucho más salvaje de lo que pretendía.
Itkovian observó a los dos daru ponerse en marcha, seguidos por Humbrall Taur, Hetan y Cafal.
—¿Señor? —dijo la capitana Norul.
—No me esperes —respondió—. Ahora hablas por las Espadas Grises, señora.
La mujer suspiró y echó a andar sin prisas.
Itkovian examinó con detenimiento el paisaje. Aparte del cordón que rodeaba la base de la colina, no se veía por ninguna parte a los dos ejércitos extranjeros. No habría ningún tempestuoso despliegue de fuerza para intimidar a los representantes de la ciudad, un gesto generoso que quizá los sacerdotes no llegaran a entender; una pena, desde luego, porque Rath’Embozado, Rath’Ascua y Rath’Tronosombrío necesitaban con urgencia un buen baño de humildad.
Tendría que bastar con que los picaran las moscas y llegaran sin aliento a la cima.
El yunque les lanzó una mirada apreciativa a los guardias malazanos. Sus armas, observó, eran de una manufactura magnífica, si bien estaban un poco gastadas. Las reparaciones y los arreglos de las armaduras se habían hecho sobre la marcha, aquel era un ejército que estaba muy lejos de casa y muy lejos de las estructuras de reabastecimiento. Unos rostros curtidos por el sol bajo cascos abollados lo estudiaron a su vez, sin expresión alguna, quizá con curiosidad al percibir que se había quedado allí con la única compañía de un silencioso cochero gidrath.
Voy vestido de oficial. Detalles engañosos, por cierto. Se quitó uno de los guanteletes, levantó la mano, se quitó el broche que denotaba su rango y lo dejó caer al suelo. Tiró de la faja que le ceñía la cintura y la arrojó a un lado. Por último se desabrochó la correa del casco con celada que llevaba.
Solo entonces se adelantó el soldado que tenía más cerca.
Itkovian lo saludó con un asentimiento.
—Estoy dispuesto a hacer un intercambio, señor.
—No sería justo —respondió el hombre con un daru chapurreado.
—Permíteme que difiera. Las incrustaciones de plata y el penacho de oro quizá sugieran que mi casco de guerra solo tiene una función ornamental, pero te aseguro que las tiras de bronce y hierro son de la mejor calidad, así como las protecciones de las mejillas y el entramado. Apenas pesa una fracción más que el que llevas en estos momentos.
El soldado se quedó callado durante un largo instante y después se desató poco a poco el yelmo con almófar.
—Cuando cambies de opinión…
—No lo haré.
—Sí. Solo que decía que cuando cambies de opinión, búscame y ni un solo mal pensamiento por devolverlo. Me llamo Azra Jael. Undécimo pelotón, quinta cohorte, la tercera compañía de marineros de la hueste de Unbrazo.
—Soy Itkovian… en otro tiempo soldado de las Espadas Grises.
Los dos hombres realizaron el intercambio.
Itkovian estudió el yelmo que tenía en las manos.
—Una elaboración sólida. Me complace.
—Acero de Aren, señor. No ha habido que volver a forjarlo ni una sola vez, así que el metal es sólido. El almófar es napaniano, todavía tiene que cortarlo una espada por primera vez.
—Excelente. Me siento enriquecido por el intercambio, lo admito con humildad.
El soldado no dijo nada.
Itkovian levantó la cabeza y miró la cima.
—¿Tú crees que se ofenderían si me acercara? No aventuraré ninguna opinión, por supuesto, pero me gustaría oír…
El soldado parecía luchar contra alguna emoción intensa, pero solo sacudió la cabeza.
—Se sentirían honrados de contar con tu presencia, señor.
Itkovian esbozó una débil sonrisa.
—No creo. Además, preferiría que no se enteraran, a decir verdad.
—Rodea la colina, entonces. Sube por detrás, señor.
—Buena idea. Gracias, señor, eso haré. Y gracias también por este magnífico yelmo.
El hombre se limitó a asentir.
Itkovian atravesó el cordón de seguridad, los soldados de ambos lados se apartaron con un movimiento acompasado para dejarlo pasar y le dedicaron un saludo militar.
Una cortesía inmerecida pero que, no obstante, se agradece.
Se dirigió al otro lado de la colina. Desde allí pudo ver los dos ejércitos acampados al oeste. Ninguno era grande, pero a los dos los habían establecido con profesionalidad; las fuerzas malazanas se distinguían por cuatro pequeñas fortalezas independientes, aunque conectadas entre sí y creadas por unos montículos elevados y zanjas escarpadas. Unos caminos levantados unían las cuatro fortalezas.
Me impresionan estos extranjeros. Y debo concluir, por tanto, que Brukhalian tenía razón, si hubiéramos podido resistir, estos ejércitos habrían demostrado estar más que a la altura de las fuerzas del septarca Kulpath, pese a que estas fueran superiores en número. Habrían roto el asedio si hubiéramos podido resistir…
Comenzó el ascenso con el casco malazano metido bajo el brazo izquierdo.
El viento era fiero cerca de la cima, lo que ahuyentaba a los insectos. Al llegar a la cumbre, Itkovian hizo una pausa. Tenía la lona que habían clavado en los postes a doce metros de distancia, justo delante de él. A ese lado, la parte posterior del lugar de encuentro formal, había una fila de toneles de agua y unos cajones recargados que lucían el símbolo de la Asociación Comercial de Trygalle, fácilmente reconocible, ya que los mercaderes se habían establecido por primera vez en Elingarth, la patria natal de Itkovian. Al posar los ojos en ese símbolo, se sintió orgulloso de ellos por su evidente éxito.
Habían instalado una gran mesa bajo la lona, pero todo el mundo se encontraba de pie más allá, bajo el sol, como si todavía no se hubieran terminado las presentaciones formales.
Quizá ya se ha producido algún desacuerdo. Lo más probable es que sea el Consejo de Máscaras, que ya está expresando todas sus quejas.
Itkovian giró a la izquierda y continuó andando sin ruido con la intención de colocarse al socaire de la lona, cerca de los toneles de agua.
Pero en lugar de eso un oficial malazano observó su presencia y se inclinó hacia otro hombre. A eso le siguió un corto intercambio y después el otro hombre, también comandante de los malazanos, se giró sin prisa para estudiar a Itkovian.
Un momento después todos los demás estaban haciendo lo mismo.
Itkovian se detuvo.
Se adelantó entonces un gran guerrero con un martillo atado a la espalda.
—El hombre que queríamos conocer, te estábamos esperando. Eres Itkovian, yunque del escudo de las Espadas Grises. Defensor de Capustan. Soy Caladan Brood…
—Disculpa, señor, pero ya no soy yunque del escudo y ya no soy soldado de las Espadas Grises.
—Eso nos han dicho. No obstante, acércate, por favor.
Itkovian no se movió, sino que estudió las caras que habían clavado los ojos en él.
—Descubrirías mi vergüenza, señor.
El guerrero frunció el ceño.
—¿Vergüenza?
—Así es. Me has llamado defensor de Capustan y yo debo aceptar tan burlón título aunque no defendí Capustan. La espada mortal Brukhalian ordenó que resistiese en la ciudad hasta vuestra llegada. Fracasé.
Nadie dijo nada. Pasaron media docena de latidos.
—No era mi intención burlarme —dijo Brood después—. Y no fracasaste solo por no haber podido ganar. ¿Me entiendes, señor?
Itkovian se encogió de hombros.
—Comprendo tu argumento, Caladan Brood, pero no veo que tenga mucha utilidad discutir cuestiones semánticas. Me gustaría, si me lo permitís, observar desde este lado los eventos. No aventuraré comentarios ni opiniones, os lo aseguro.
—Entonces peor será nuestra pérdida —gruñó el guerrero.
Itkovian le echó un vistazo a su capitana y le sorprendió ver las mejillas curtidas por el sol de la mujer manchadas de lágrimas.
—¿Quieres que discutamos el valor de tu presencia, Itkovian? —preguntó Brood frunciendo todavía más ceño.
—No.
—Sin embargo piensas que tu presencia no tiene ningún valor en esta reunión.
—Es posible que no haya terminado todavía, señor, pero las responsabilidades que algún día habré de abrazar las he de soportar yo, y por tanto han de soportarse a solas. No tengo a nadie bajo mi mando, así que no tengo ningún papel en los debates que han de emprenderse aquí. Me gustaría solo escuchar. Cierto es que no tenéis ningún motivo para ser generosos…
—Por favor —lo interrumpió Caladan Brood—. Ya está bien. Eres bienvenido, Itkovian.
—Gracias.
Como por un acuerdo tácito, los dignatarios pusieron fin a su inmovilidad y se acercaron a la gran mesa de madera. Los sacerdotes del Consejo de Máscaras se sentaron en un extremo. Humbrall Taur, Hetan y Cafal se apostaron tras las sillas que tenían más cerca, con lo que dejaron claro que permanecerían de pie durante todo el acto. En el medio, Rezongo y Piedra se sentaron uno enfrente de la otra; la nueva yunque del escudo de las Espadas Grises se sentó junto a esta última. Caladan Brood y los dos comandantes malazanos, uno de ellos, según vio Itkovian en ese momento, manco, se sentaron en el otro extremo de la mesa, frente a los sacerdotes. Un guerrero alto de cabello gris, con una cota de malla completa, se quedó de pie detrás de Brood, a metro y medio a su izquierda. Un portaestandartes malazano rondaba tras sus comandantes, a la derecha.
Se llenaron las copas con una jarra de vino aguado, pero antes incluso de que se hubiera servido a todos los presentes, Rath’Embozado ya estaba hablando.
—Una ubicación más civilizada para esta reunión histórica habría sido en el salón del vasallaje, el palacio desde el que gobiernan los dirigentes de Capustan…
—Querrás decir ahora que el príncipe está muerto —dijo Piedra con voz cansina y un gesto desdeñoso—. Ese sitio no tiene suelo, por si se te había olvidado, sacerdote.
—Podría decirse que es una metáfora estructural, ¿no? —le preguntó Rezongo.
—Podría, si eres idiota, claro.
Rath’Embozado lo intentó otra vez.
—Como iba diciendo…
—No decías nada, era simple pose, sacerdote.
—Este vino es sorprendentemente bueno —murmuró Keruli—. Dado que esta es una reunión militar, la ubicación me parece apropiada. Yo, por lo menos, tengo alguna que otra pregunta para los comandantes del ejército extranjero.
El comandante manco lanzó un gruñido antes de hablar.
—Pues hazlas.
—Gracias, puño supremo, las haré. En primer lugar, aquí falta alguien, ¿verdad? ¿No hay tiste andii entre vosotros? Y su legendario líder, Anomander Rake, señor de Engendro de Luna, ¿no debería estar presente? De hecho, cabe preguntarse sobre la disposición del propio Engendro de Luna, las ventajas tácticas de un edificio así…
—No sigas, si tienes la bondad —lo interrumpió Brood—. Tus preguntas presuponen… muchas cosas. No creo que hayamos avanzado tanto como para empezar a debatir las tácticas. En lo que a nosotros concierne, Capustan no es más que una parada temporal en nuestra marcha, su liberación por parte de los barghastianos fue una necesidad estratégica, pero solo la primera de las muchas que sin duda habrá en esta guerra. ¿Sugieres ahora, sumo sacerdote, que deseas contribuir a la campaña de alguna forma más directa? Se diría que tu preocupación primordial en este momento es la reconstrucción de tu ciudad.
Keruli sonrió.
—Así pues, se intercambian preguntas pero, de momento, no hay respuestas.
Brood frunció el ceño.
—Anomander Rake y la mayoría de los tiste andii han regresado a Engendro de Luna. Tanto ellos como la ciudad tendrán un papel en esta guerra, pero no se elaborará más sobre el tema.
—Casi mejor que Rake no esté aquí —dijo Rath’Tronosombrío, en su máscara había una expresión de desprecio—. Es totalmente impredecible y un asesino declarado.
—Cosa de la que tu dios puede dar fe. —Keruli sonrió y después se volvió hacia Brood—. Respuestas suficientes que merecen que correspondamos del mismo modo. Como bien has señalado, la preocupación primordial del Consejo de Máscaras es la reparación de Capustan. No obstante, aquí mis compañeros son todos ellos (aparte de gobernantes improvisados) siervos de sus dioses respectivos. No creo que nadie de los presentes ignore por completo el tumultuoso estado del panteón en estos momentos. Después de todo, tú, Caladan Brood, llevas el martillo de Ascua y continúas luchando con las responsabilidades que eso conlleva. Mientras que las Espadas Grises, despojadas de un dios, han optado por arrodillarse ante otros dos (una pareja, aunque estén separados). El que antaño era mi capitán de caravanas, Rezongo, ha renacido como espada mortal de un nuevo dios. Se han redescubierto los dioses barghastianos, que representan una antigua horda de poder y disposición que aún no se ha puesto a prueba. De hecho, si examinamos a los aquí reunidos, los únicos agentes sin orientación alguna que se sientan a esta mesa son el puño supremo Dujek y su segundo al mando, Whiskeyjack. Los malazanos.
Itkovian vio la expresión repentinamente cerrada del caudillo, Caladan Brood, y se preguntó cuáles serían las responsabilidades del martillo que Keruli había mencionado con tanta alegría.
El guerrero canoso, que permanecía de pie, quebró el consiguiente silencio con una carcajada brusca.
—Te has olvidado de ti mismo, qué conveniente, sacerdote. Perteneciente al Consejo de Máscaras y sin embargo sin máscara. En realidad, compañía poco grata entre ellos, al parecer. Tus compañeros dejan patentes cuáles son sus dioses, pero tú no, ¿por qué es eso?
La sonrisa de Keruli fue benigna, impertérrita.
—Estimado Kallor, cómo te has marchitado bajo tu maldición. ¿Todavía acarreas contigo ese absurdo trono? Sí, eso me había imaginado…
—Ya me pareció que eras tú —siseó Kallor—. Un disfraz tan miserable…
—Las cuestiones de la manifestación física han resultado un tanto problemáticas.
—Has perdido tu poder.
—No del todo. Ha… evolucionado, así que me veo obligado a adaptarme y aprender.
El guerrero echó mano a su espada.
—En otras palabras, podría matarte ahora mismo…
—Me temo que no —suspiró Keruli—. Solo en tus sueños, quizá. Claro que, tú ya no sueñas, ¿verdad, Kallor? El abismo te acoge entre sus brazos cada noche. El olvido, tu propia pesadilla personal.
Sin volverse, Brood habló con voz profunda.
—Quita la mano del arma, Kallor. Se me ha acabado la paciencia contigo.
—¡No es un sacerdote lo que tienes sentado ante ti, caudillo! —dijo el guerrero con voz ronca—. ¡Es un dios ancestral! El mismísimo K’rul.
—Ya me había dado cuenta —suspiró Brood.
Nadie habló durante media docena de latidos, Itkovian casi pudo oír los chirridos y las sacudidas del cambio de poder. Entre ellos había un dios ancestral. Sentado, con expresión benévola, a esa misma mesa.
—Una manifestación limitada —dijo entonces Keruli—, para ser más exactos.
—Más vale así —interpuso Rezongo, sus ojos felinos se habían clavado en el dios—, dada la suerte que corrió Harllo.
Una expresión dolorida cruzó los rasgos lisos y redondos del dios ancestral.
—Una manifestación profundamente limitada en aquel momento, me temo. Hice todo lo que pude, Rezongo. Lamento que no fuera suficiente.
—Yo también.
—¡Bueno! —soltó entonces Rath’Tronosombrío—. Entonces no creo que puedas sentarte en el Consejos de Máscaras, ¿no?
El malazano llamado Whiskeyjack se echó a reír, un sonido que sobresaltó a todos los presentes en aquella mesa.
Piedra se giró en su asiento para mirar al sumo sacerdote de Sombra.
—¿Y tu dios sabe de verdad lo pequeño que es en realidad tu cerebro? ¿Qué problema hay? ¿Los dioses ancestrales no conocen el apretón de manos secreto? ¿Su máscara es demasiado realista?
—¡Es inmortal, guarra!
—Lo que yo diría que garantiza la antigüedad —comentó Rezongo—. Con el tiempo…
—¡No bromees con esto, comerratas!
—Y si te atreves a insultar a Piedra otra vez, te mataré —dijo el daru—. En cuanto a lo de bromear, resulta difícil no hacerlo. Todos estamos intentando asimilar las implicaciones de todo esto. Un dios ancestral se ha metido en la lucha… contra lo que creíamos que era un imperio mortal; por el abismo, ¿en qué nos hemos metido? Pero en tu caso, tu primer y único pensamiento es si tiene derecho a ser miembro de tu miserable y petulante Consejo. Tronosombrío debe de estar encogiéndose de vergüenza ahora mismo.
—Seguro que ya está acostumbrado —dijo Piedra entre dientes mientras miraba con una sonrisa burlona al sumo sacerdote— cuando se trata de este baboso.
Rath’Tronosombrío se la quedó mirando con la boca abierta.
—Volvamos al trabajo que tenemos entre manos —dijo Brood—. Aceptamos tus palabras, K’rul. El Dominio Painita nos preocupa a todos. Como dioses y sacerdotes, no cabe duda que sabréis encontrar el papel que debéis desempeñar para contrarrestar las amenazas que se manifiesten contra el panteón y las sendas, aunque todos sabemos que la fuente de esas amenazas no está asociada directamente con el Vidente Painita. Lo que intento decir es que estamos aquí para debatir la organización de las fuerzas que marcharán ahora con nosotros hacia el sur del río, hacia el corazón del Dominio. Consideraciones mundanas, ya lo sé, pero esenciales, no obstante.
—Aceptado —respondió K’rul—. De forma provisional —añadió.
—¿Por qué provisional?
—Creo que unas cuantas máscaras se van a caer durante este proceso, caudillo.
Humbrall Taur se aclaró la garganta.
—El camino a tomar es muy sencillo —gruñó—. Cafal.
Su hijo asintió.
—Una división de fuerzas, señores. Una a Setta, la otra a Lest. Nos reunimos en Maurik y después continuamos hacia Coral. Los barghastianos Caras Blancas marcharán con la hueste de Unbrazo, pues fueron sus esfuerzos los que nos trajeron aquí y a mi padre le gusta el sentido del humor de este hombre —señaló con un gesto a Whiskeyjack, que alzó las cejas—, y también a nuestros dioses. Sería también aconsejable que las Espadas Grises, que han comenzado a reclutar nuevos miembros entre los Tenescowri, estén en el otro ejército, pues las Caras Blancas no tolerarán a dichos reclutas.
La nueva yunque del escudo de la compañía habló entonces.
—Conforme, suponiendo que Caladan Brood y sus dispares fuerzas puedan soportar nuestra presencia.
—¿De veras podéis encontrar algo que merezca la pena en semejantes criaturas? —le preguntó Brood.
—Todos tenemos algo que merece la pena, señor, una vez que asumimos la carga del perdón y el esfuerzo de la absolución. —La mujer giró la cabeza y se encontró con los ojos de Itkovian.
¿Y esa es mi lección? se preguntó. ¿Entonces por qué estoy orgulloso y a la vez me duelen sus palabras? No, no son sus palabras, precisamente. Es su fe. Una fe que, para gran pena mía, yo he perdido. Es envidia lo que sientes, señor. Deséchala.
—Nos las arreglaremos, entonces —dijo Caladan Brood después de un momento.
Dujek Unbrazo suspiró y fue a coger su copa de vino.
—Asunto resuelto. Más fácil de lo que habías imaginado, Brood, ¿no te parece?
El caudillo enseñó los dientes con una sonrisa satisfecha, aunque dura.
—Sí. Cabalgamos todos por el mismo camino. Bien.
—Hora de proceder entonces —dijo Rath’Ascua con los ojos clavados en Caladan Brood—. Debemos discutir otros temas. Fue a ti a quien se concedió el regalo del martillo, el foco del poder de Ascua. Fue a ti a quien se confió la tarea de despertarla en su momento de mayor necesidad…
La sonrisa del caudillo se hizo casi salvaje.
—Y destruir así todas las civilizaciones de este mundo, sí. Sin duda te parece que su necesidad es ya lo bastante urgente, suma sacerdotisa.
—¿Y osas no pensar lo mismo? —le soltó ella inclinándose hacia delante con las dos manos en la mesa—. ¡La has engañado!
—No. La he constreñido.
La respuesta del guerrero dejó a la sacerdotisa sin habla por un momento.
—Hay un vendedor de alfombras —dijo Rezongo— en Darujhistan. Cruzar su tienda es como escalar capa tras capa de tapices tejidos. Así se presentan las lecciones de los mortales ante los dioses. Es una pena que no hagan más que tropezar; se diría que ya deberían haber aprendido a estas alturas.
Rath’Ascua se volvió en redondo hacia él.
—¡Silencio! ¡Tú no sabes nada de esto! ¡Si Brood no actúa, Ascua morirá! ¡Y cuando ella muera, lo hará también toda la vida de este mundo! ¡Esa es la alternativa, necio! Derribar un puñado de civilizaciones corruptas o la aniquilación absoluta, ¿tú qué elegirías?
—Bueno, ya que me preguntas…
—Retiro la pregunta, es obvio que estás tan perturbado como aquí el caudillo. Caladan Brood, debes ceder el martillo. Cedérmelo a mí. Aquí y ahora. En el nombre de Ascua, la diosa Dormida, te lo exijo.
El caudillo se levantó y se descolgó el arma.
—Tómalo entonces. —El guerrero se lo tendió con la mano derecha.
Rath’Ascua parpadeó después se levantó de un salto y rodeó la mesa.
La sacerdotisa cogió el mango del martillo recubierto de cobre con las dos manos.
Brood lo soltó.
El arma se precipitó hacia el suelo. Los crujidos de los huesos de las muñecas de la mujer atravesaron el aire. Después, la sacerdotisa lanzó un grito y la colina tembló bajo el impacto de la inmensa cabeza del martillo. Las copas rebotaron en la mesa y salpicaron de vino tinto su superficie. Rath’Ascua había caído de rodillas, ya no sujetaba el arma sino que acunaba los brazos rotos en el regazo.
—Artanthos —dijo Dujek con los ojos puestos en Brood, que miraba a la mujer del suelo con una expresión imparcial—, búscanos un sanador. Uno bueno.
El soldado que permanecía detrás del puño supremo se fue a cumplir el encargo.
El caudillo se dirigió a la suma sacerdotisa.
—La diferencia entre tu diosa y tú, mujer, es la fe. Algo muy simple, después de todo. Tú solo ves ante mí dos opciones. En realidad, lo mismo le pasaba a la diosa Dormida, al principio. Me entregó el arma y me dio la libertad de elegir. Me ha costado mucho comprender que también me otorgó algo más. Me he abstenido de actuar, me he abstenido de tomar una decisión y pensé que era un simple cobarde. Quizá sigo siéndolo, pero parece que un poco de sabiduría se ha incrustado al fin en mi cabeza…
—La fe de Ascua —dijo K’rul—. Que podrías encontrar una tercera alternativa.
—Sí. La fe de la diosa.
Reapareció entonces Artanthos con otro malazano, pero Brood levantó un brazo para detenerlos.
—No, yo mismo la curaré. La sacerdotisa no podía saberlo, después de todo.
—Muy generoso por tu parte —murmuró K’rul—. Hace mucho tiempo que esa mujer abandonó a su diosa, caudillo.
—No hay viaje demasiado largo —respondió Brood mientras se arrodillaba junto a Rath’Ascua.
La última vez que Itkovian había visto el gran Denul lo había desvelado el destriant Karnadas, y por aquel entonces estaba cargado de la infección que envenenaba las sendas. Lo que descubría en ese momento era… limpio, sin afección alguna y muy poderoso.
K’rul se levantó de repente y miró a su alrededor.
Rath’Ascua ahogó un grito.
Las extrañas acciones del dios ancestral llamaron la atención de Itkovian y siguió la mirada de K’rul. Y vio que había llegado otro grupo a la cima de la colina y se encontraba a cierta distancia, a la derecha de la lona. El capitán Paran era el único entre los cuatro recién llegados al que Itkovian reconoció y no era el hombre al que el dios ancestral miraba.
Un hombre de piel oscura, alto y delgado, con una leve sonrisa, observaba la reunión desde detrás del grupo, concentrado, al parecer, en Brood. Después de un momento, un movimiento instintivo lo hizo mirar a K’rul. El hombre respondió a la mirada absorta del dios ancestral con un ligero encogimiento de hombros extrañamente desigual, como si llevara un peso invisible en el hombro izquierdo.
Itkovian oyó suspirar a K’rul.
Rath’Ascua y Caladan Brood se levantaron a la vez. Los huesos de la mujer habían quedado soldados. No había hinchazón ni magulladura que estropease los antebrazos desnudos de la sacerdotisa. La mujer se quedó de pie como si estuviera conmocionada, apoyada en el caudillo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Kallor—. Esa senda no tenía señal alguna de veneno.
—Cierto —sonrió K’rul—. Parece que han hecho retroceder la enfermedad de esa ubicación. Algo temporal pero suficiente, sin embargo. Quizás esta sea otra lección sobre los poderes de la fe… una lección que yo procuraré aprovechar…
Itkovian entrecerró los ojos. Lo que dice tiene un doble sentido. Uno para nosotros y un segundo significado más profundo para ese hombre que está ahí.
Un momento después, la mujer grande y corpulenta que se encontraba junto al capitán Paran se acercó a la mesa.
Al verla, Kallor dio un paso atrás.
—Qué descuido —le dijo con voz cansina al caudillo, que se dio la vuelta al oír sus palabras—, dejar caer el martillo así.
—Zorraplateada. Nos preguntábamos si volveríamos a verte.
—Y sin embargo enviaste a Korlat a seguir mi rastro, caudillo.
—Solo para asegurarnos de cuál era tu paradero y en qué dirección viajabas. Al parecer se perdió, porque todavía no ha regresado.
—Una pérdida temporal de orientación. Mis t’lan ay la rodean ya y la guían de regreso a este lugar. Sin daño alguno.
—Es un alivio oír eso. Por lo que has dicho, he de asumir que la segunda reunión ya ha tenido lugar.
—Así es.
Whiskeyjack había visto al capitán Paran y se acercaba para hablar en privado con él. El hombre alto de piel morena se dispuso a reunirse con ellos.
—Cuéntanos entonces —continuó el caudillo—, ¿otro ejército se ha unido a nuestra empresa?
—Mis t’lan imass tienen tareas pendientes que requerirán un viaje al Dominio Painita. Una ventaja con la que podréis contar si hubiera más cazadores k’ell k’chain che’malle, pues nosotros nos ocuparemos de ellos.
—Es de suponer que no tienes intención de explicar con más detalle esas tareas que has mencionado.
—Caudillo, son asuntos privados y no tienen relación alguna ni contigo ni con tu guerra.
—No creas lo que dice —gruñó Kallor—. Quieren al Vidente porque saben lo que es, un tirano jaghut.
Zorraplateada se enfrentó a Kallor.
—Y si tú capturaras al Vidente Painita, ¿qué harías con él? Está loco, su mente se halla afectada por la mancha de la senda del Caos y por las manipulaciones del dios Tullido. La ejecución es la única opción. Déjanoslo a nosotros, pues existimos para matar a los jaghut…
—No siempre —interpuso Dujek.
—¿Qué quieres decir?
—¿Acaso no fue uno de tus t’lan imass el que acompañó a la consejera Lorn cuando liberó al tirano jaghut al sur de Darujhistan?
Zorraplateada parecía inquieta.
—El que carece de clan. Sí. Un acontecimiento que no comprendo todavía. No obstante, a ese tirano se le despertó de un sueño maldito y solo para morir de verdad…
Habló entonces una nueva voz.
—De hecho, si bien un poco desmejorado, Raest estaba admirablemente vivo la última vez que lo vi.
Zorraplateada se giró en redondo.
—Ganoes, ¿qué quieres decir? El tirano fue asesinado.
El hombrecito redondo que se encontraba junto al capitán Paran sacó un pañuelo de una manga y se secó la frente.
—Bueno, en cuanto a eso… no del todo, ha de advertir Kruppe. Las cosas fueron un poco confusas, en fin…
—Una Casa de Azath se llevó al tirano jaghut —explicó K’rul—. El plan malazano, tal y como yo lo entiendo, era apretarle las tuercas a Anomander Rake, un enfrentamiento que pretendía debilitarlo, si no asesinarlo directamente. Pero resultó que Raest nunca llegó a enfrentarse cara a cara con el señor de Engendro de Luna…
—No veo qué relevancia puede tener todo eso —interpuso Zorraplateada—. Si el que carece de clan ha roto su juramento, tendrá que responder ante mí.
—A lo que yo me refería —dijo Dujek— era a que alegas que los t’lan imass y lo que hacen o no hacen no tiene relación con todos y todo lo demás. Insistes en que os mantenéis al margen pero, como veterano de las campañas malazanas, te digo que lo que afirmas salta a la vista que es falso.
—Quizás es cierto que los logros t’lan imass se… confundieron. Si es así, tal ambivalencia ha quedado en el pasado. A menos, por supuesto, que alguien quiera poner en duda la autoridad para la que nací.
Nadie respondió a eso.
Zorraplateada asintió.
—Muy bien. Ya se os ha puesto al corriente de la posición de los t’lan imass. Derrocaremos a ese tirano jaghut. Entre los presentes, ¿desea alguien responder a nuestra reivindicación?
—Por las amenazas que hay implícitas en tu tono, mujer —dijo Brood entre dientes—, sería absurdo tomar esa posición. Yo, por lo menos, no pienso pelearme por el Vidente tirándole de un brazo mientras tú tiras del otro. —El guerrero se volvió hacia Dujek—. ¿Puño supremo?
El soldado manco hizo una mueca y después sacudió la cabeza.
Itkovian se fijó entonces en el daru bajito y gordo por alguna razón que no podría haber explicado. Una sonrisa benevolente curvaba aquellos labios llenos y un tanto grasientos.
Es toda una reunión de poderes la que hay aquí. Pero ¿por qué tengo la sensación de que el epicentro de la eficacia se encuentra en este extraño hombrecito? Atrae incluso la mirada de K’rul, igual que un compañero lleno de admiración posa los ojos sobre una especie de… prodigio de toda la vida, quizá. Un prodigio cuyo talento ha llegado a sobrepasar el del maestro. Pero no hay envidia en esa mirada, ni siquiera orgullo, que, después de todo, siempre insinúa posesión. No, la emoción es más sutil y compleja…
—Tenemos que debatir asuntos referidos a los suministros —dijo al fin Caladan Brood. La suma sacerdotisa seguía apoyada en él. El guerrero la condujo de nuevo hasta su silla con una dulzura sorprendente y le habló en voz baja. La mujer respondió con un asentimiento.
—Los barghastianos —dijo Cafal— hemos venido preparados. Vuestros números son manejables.
—¿Y el precio? —preguntó Dujek.
El joven guerrero sonrió.
—Lo encontraréis aceptable… más o menos.
Zorraplateada se alejó como si ya hubiera dicho todo lo que tenía intención de decir y no tuviera interés en los asuntos mundanos que todavía había que debatir. Itkovian observó que el capitán Paran, su compañero de piel curtida y Whiskeyjack ya habían salido. Rezongo parecía haber empezado a dormitar en su silla, sin ser consciente de las miradas malhumoradas que le lanzaba Piedra desde el otro lado de la mesa. Rath’Embozado y Rath’Tronosombrío se habían derrumbado en sus sillas con las máscaras ladeadas en una expresión hosca, lo que hacía que Itkovian se preguntase cuánto control ejercían los sacerdotes sobre aquellos artilugios barnizados y articulados.
La nueva yunque del escudo de las Espadas Grises permanecía sentada e inmóvil, con la mirada clavada en Itkovian y los ojos llenos de un dolor que no se molestaba en ocultar.
Y… lástima.
Soy una distracción. Muy bien. Dio un paso atrás, se dio la vuelta y se dirigió a la parte posterior de la lona.
Le sorprendió encontrar a Paran, Whiskeyjack y el hombre de piel oscura esperando allí. Una mujer alta y de aspecto marcial, con la piel negra como la noche, se había unido a ellos, y en ese momento estudiaba a Itkovian con unos ojos almendrados extraordinarios, del color de la hierba descolorida.
Al encontrarse con aquella mirada, Itkovian estuvo a punto de tambalearse. Por los colmillos de Fener, tanta tristeza… una eternidad de pérdida… una existencia vacía.
La mujer desvió los ojos con una expresión sobresaltada y después alarmada.
Pero no por mí. No por mi mirada. No es eso. Algunas heridas no se curan jamás, algunos recuerdos no se deberían revivir jamás. No arrojes luz sobre esa oscuridad, señor. Es demasiado… Se dio cuenta entonces de otra cosa. Fener había desaparecido y con el dios se había desvanecido su protección. Itkovian era vulnerable como nunca lo había sido. Vulnerable al dolor del mundo, a su pena.
—Itkovian, te esperábamos —dijo el capitán Paran—. Te presento a mi comandante, Whiskeyjack. Y Ben el Rápido, de los Abrasapuentes. Y la tiste andii es Korlat, segunda al mando de Anomander Rake. Es un placer contar con tu presencia, Itkovian. ¿Quieres acompañarnos?
—Tengo un barril de cerveza gredfaliana impaciente por abrirse en mi tienda —dijo Whiskeyjack.
Mis votos…
—Una agradable invitación, señores. La acepto. Gracias. Señora —añadió mirando a Korlat—, mis más profundas disculpas.
—Soy yo la que debe disculparse —respondió la mujer—. Bajé la guardia y cometí la imprudencia de no tener en cuenta todo lo que eres.
Los tres malazanos miraban a uno y a otro, pero ninguno se aventuró a hacer pregunta o comentario alguno.
—Permitidme —dijo al fin Whiskeyjack al mismo tiempo que emprendía la marcha ladera abajo, rumbo al campamento de la hueste.
El abrasapuentes, Ben el Rápido, caminaba junto a Itkovian.
—Bueno, parece que Zorraplateada nos ha sorprendido a todos hoy.
—No la conozco, señor, así que no puedo comentar nada sobre su disposición.
—¿No percibiste nada en ella?
—Yo no he dicho eso.
El hombre le lanzó una sonrisa blanca.
—Cierto. No lo has dicho.
—Ha cometido un terrible error, señor, pero sobre sus hombros no hay peso alguno.
A Ben el Rápido se le escapó el aire con un siseo entre los dientes.
—¿Ninguno? ¿Estás seguro? Por el aliento del Embozado, eso no pinta bien. Nada bien.
—Escalofrío —dijo Paran tras ellos.
Ben el Rápido le lanzó una mirada por encima del hombro.
—¿Tú crees?
—Lo sé, mago. Y por si eso fuera poco, Escalofrío era, es, mucho más de lo que habíamos pensado. No solo una maga suprema del Imperio. Esa mujer es todo matices y aristas, su compañero Bellurdan era su equilibrio, pero el caso es que no percibo nada del thelomenio.
—¿Y Velajada?
—En las sombras. Observa, aunque al parecer sin demasiado interés.
—Una mujer llamada Zorraplateada era el sujeto —murmuró Itkovian—, sin embargo habláis de otras tres personas.
—Perdona. Todas renacidas en el interior de Zorraplateada. Es una larga historia.
El otro asintió.
—Y todas por fuerza han de vivir con las demás, por dispares que sean sus naturalezas individuales.
—Sí —suspiró Paran—. No es de extrañar que hubiera una lucha de voluntades.
—No hay lucha en su interior —dijo Itkovian.
—¿Qué?
—Caminan al mismo paso, señor. En su interior reina la calma.
Llegaron al valle y se acercaron al campamento malazano. Whiskeyjack y Korlat caminaban uno junto al otro y muy cerca, cinco metros por delante de los otros.
—Eso sí que es —murmuró Ben el Rápido— la revelación más sorprendente de todo el día.
—Hasta ahora —señaló Paran—. Algo me dice que no hemos terminado todavía.
—¡Caballeros! —resolló una voz tras ellos—. ¡Un momento, por favor, mientras las formidables pero, por desgracia, muy cortas piernas de Kruppe impulsan su persona hasta alcanzar a vuestras mercedes!
La elaborada declaración fue suficiente para cubrir la distancia cuando los tres hombres se detuvieron para permitir que Kruppe llegara sin aliento, tras lo cual reanudaron la marcha.
—¡Vientos de la fortuna —jadeó Kruppe—, aquellos que llevan hasta Kruppe todas vuestras palabras…!
—Qué conveniente —murmuró Ben el Rápido con ironía—. Y sin duda tendrás un comentario o dos que hacer sobre el tema de Zorraplateada.
—¡Desde luego! Kruppe fue testigo, después de todo, de la susodicha y pavorosa reunión. Sin embargo, toda la alarma subsiguiente a tales acontecimientos se ha acallado dentro de su persona, pues las verdades han ido saliendo de la oscuridad para postrarse ante las zapatillas que cubren los pies de Kruppe.
—Eso conjura una imagen de ti tropezando y cayendo de bruces, daru —comentó el mago—. Una construcción descuidada, ha de admitir Kruppe, ¡pero ninguno de vosotros habéis visto bailar a Kruppe! Ah, y vaya si sabe bailar, con un arte y una elegancia que quita el aliento… ¡no! Se desliza como un huevo intacto sobre una sartén engrasada. ¿Tropezar? ¿Caer? ¿Kruppe? ¡Jamás!
—Has mencionado unas verdades —le recordó Paran.
—¡Ah, sí! Verdades que se retuercen como cachorritos alrededor de Kruppe, ante lo cual su persona se puso a acariciarlos a todas y cada una como haría cualquier buen amo. ¿El resultado? ¡Kruppe os puede informar que todo va bien en el interior de Zorraplateada! Creedme, podéis tranquilizaros. Creedme, podéis calmaros. Creedme… a mí, eh…
—¿Eso fue un tropezón?
—Tonterías. Hasta las confusiones lingüísticas tienen su valor.
—¿En serio? ¿Cómo?
—Eh, el tema es demasiado sutil para expresarlo con simples palabras, cielos. No debemos alejarnos mucho del asunto que tenemos entre manos, o a nuestros pies, que era de lo que se trataban las verdades…
—Retorciéndose como cachorritos.
—Así es, capitán. Como cachorritos de lobo, para ser más precisos.
Los dos malazanos se detuvieron de repente, seguidos un momento después por Itkovian, cuando el chorro hipnótico y soñador de palabras de Kruppe reveló una base sólida, como si dibujase un remolino alrededor de una roca. Una roca… ¿una de las verdades de Kruppe? O estos malazanos están acostumbrados a esto, o sencillamente son más listos que yo.
—Escúpelo ya —gruñó Paran.
—¿Que escupa qué, con exactitud, mi estimado capitán? Kruppe goza haciendo gala de una ambigüedad taimada y por tanto acapara sus secretos como debe hacer cualquier… acaparador de secretos que se precie. ¿Concierne el tema a ese ex mercenario obligado por su honor que camina con nosotros? De una forma indirecta, sí. O, más bien, a la compañía que hace tan poco tiempo ha dejado. De forma indirecta, explica Kruppe una vez más. Dos dioses antiguos, en otro tiempo simples espíritus, los primeros que corrieron con mortales (esos t’lan imass de carne y hueso de hace ya tanto tiempo), los más antiguos de los compañeros. Y los suyos, que los siguieron del mismo modo y todavía corren con los t’lan imass.
»Dos dioses lobo, ¿sí? ¿No recuerda aquí nadie ese cuento para irse a dormir que contaba su separación, la búsqueda eterna que habían emprendido el uno del otro? Por supuesto que os acordáis todos. Una historia tan triste, de las que los niños impresionables jamás olvidan. ¿Pero qué los separó? ¿Qué dice el cuento? «Y entonces, un día, el horror visitó aquella tierra. El horror del cielo oscuro. El horror que descendió para romper el mundo en mil pedazos. Y así quedaron separados los amantes, nunca más pudieron abrazarse». Y bla, bla, bla y demás.
»Caballeros, el horror fue, por supuesto, el fatídico descenso del Caído. Y fuera cual fuera el proceso de sanación que se exigía a los poderes supervivientes resultó ser una tarea difícil y onerosa. Los dioses ancestrales hicieron lo que pudieron, pero debéis entender que también eran más jóvenes que los dos dioses lobo y, lo que es más importante, no encontraron la ascendencia caminando al mismo paso que los humanos… o los que algún día se convertirían en humanos, es decir…
—¡Cállate, por favor! —soltó Paran.
—¡Kruppe no puede! ¡Detenerme aquí sería omitir todo lo que se ha de decir! ¡Lo único que queda son los más vagos de los recuerdos e incluso ellos sucumben a la creciente oscuridad! Fragmentos frágiles que acuden como sueños tensos y la promesa de la reunión y el renacimiento se pierde sin que nadie la reconozca, la redención prometida vaga sola por una tundra, aullando con el viento, ¡y sin embargo la salvación está cerca! ¡Espíritus dispares se unen en su determinación! Un espíritu de matices y aristas que sostiene a los otros y no les permite perder el rumbo a pesar de todo el dolor que deben soportar. ¡Otro espíritu para contener con fuerza el dolor del abandono hasta que pueda hallar la respuesta adecuada! Y todavía hay un tercer espíritu, lleno de amor y compasión (si bien un poco descerebrado, cierto es) para dar sabor al momento inminente. Y un cuarto, que posee el poder de lograr la reparación necesaria de las viejas heridas…
—¿Un cuarto? —balbuceó Ben el Rápido—. ¿Quién es el cuarto en Zorraplateada?
—Vaya, el retoño de la simiente de un invocahuesos t’lan imass, por supuesto. La hija de Pran Chole, ¡aquella cuyo verdadero nombre es en realidad el nombre por el que todos la conocemos!
La mirada de Itkovian se posó más allá de Kruppe, en Korlat y Whiskeyjack, que se hallaban a quince metros de distancia, ante una gran tienda de campaña, y miraban al grupo. Sin duda sentían curiosidad, pero mantenían una distancia respetuosa.
—Así pues, Kruppe aconseja a todos y cada uno —el daru continuó después de un momento, su tono era profundamente satisfecho y unos dedos regordetes se entrelazaban y reposaban en la prominente barriga— que tengáis fe. Paciencia. Aguardad lo que ha de aguardarse.
—¿Y tú llamas a eso una explicación? —preguntó Paran con el ceño fruncido.
—El paradigma de toda explicación, queridos amigos. Contundente, clara, aunque expresada de forma un tanto pintoresca. La precisión es un arte preciso. El sentimiento es preeminente y excluye las evasivas. Después de todo, las verdades no son tema trivial…
Itkovian se volvió hacia Whiskeyjack y Korlat y echó a andar.
Paran lo llamó.
—¿Itkovian?
—He recordado esa cerveza gredfaliana —respondió el antiguo yunque por encima del hombro—. Hace ya muchos años, pero de repente la necesidad es abrumadora, señor.
—Estoy de acuerdo. Espera.
—¡Esperad, a fe mía, los tres! ¿Qué hay de la sed prodigiosa del propio Kruppe?
—Desde luego —respondió Ben el Rápido echando a andar tras Itkovian y Paran—, sáciala de la pintoresca forma que quieras, pero hazlo en otro sitio.
—¡Ajá! ¿Pero no es ese Whiskeyjack el que le hace señas a Kruppe para que se acerque? ¡Qué generoso y amable soldado es Whiskeyjack! ¡Un momento! ¡Kruppe ya os alcanza!
Las dos marineras se habían sentado en unos peñascos que formaban parte de un antiguo círculo para un tipi, a doce metros de donde se encontraba Zorraplateada. Las sombras se estiraban a medida que el día caía sobre la pradera.
—Bueno —murmuró una de ellas—, ¿tú cuánto tiempo crees?
—Yo diría que se está comunicando con esos t’lan imass. ¿Ves los torbellinos de polvo que la rodean? Podría durar toda la noche.
—Tengo hambre.
—Sí, bueno, admito que le he estado echando un ojo a tus correas de cuero, querida.
—El problema es que se han olvidado de nosotras.
—Eso no es ningún problema. Puede que ya no nos necesiten. Esa mujer no necesita guardaespaldas. Por lo menos no unas miserables mortales como nosotras. Y ya hemos visto lo que se suponía que teníamos que ver, lo que significa que ya llegamos tarde a dar el informe.
—Se suponía que no teníamos que informar de nada, cariño. ¿Te acuerdas? El que quiera que le contemos algo, se pasa por aquí para charlar un rato.
—Ya, solo que hace tiempo que no se pasa nadie. Que era a lo que yo me refería precisamente.
—Pero eso no significa que tengamos que levantarnos y largar. Además, ahí viene alguien…
La otra marinera se giró en su asiento. Después de un momento lanzó un gruñido.
—Nadie a los que se suponga que tengamos que informar de nada. Bien sabe el Embozado que ni siquiera los reconozco.
—Pues claro que sí. A una por lo menos. Es la hechicera de los mercaderes de Trygalle, Haradas.
—La otra es soldado, diría yo. Una mozuela elin, bonito vaivén de caderas…
—Pero un rostro severo.
—Ojos llenos de dolor. Podría ser una de esas Espadas Grises, la vi en el parlamento.
—Sí, bueno, pues vienen hacia aquí.
—Yo también —dijo una voz a pocas varas a su izquierda. Las marineras se giraron y vieron que Zorraplateada se iba a reunir con ellas—. Malhadado asunto —murmuró.
—Ah, ¿y eso por qué? —le preguntó una de las marineras.
—Una reunión de mujeres.
—No vamos a chismorrear, ¿verdad? —gruñó la soldado.
Zorraplateada sonrió al oír el tono jocoso.
—Entre los rhivi, son los hombres los que chismorrean. Las mujeres están demasiado ocupadas dándoles motivos para chismorrear.
—Ja. Menuda sorpresa. Yo hubiera dicho que había todo tipo de leyes antiguas contra el adulterio y demás. Destierro, lapidaciones, eso es lo que hacen las tribus, ¿no?
—Los rhivi no. Acostarse con el marido de otra es uno de los deportes favoritos. Es decir, para las mujeres. Los hombres se lo toman demasiado en serio, por supuesto.
—Es que siempre se lo toman todo demasiado en serio, en mi opinión —murmuró la marinera.
—Es lo que pasa con los prepotentes —respondió Zorraplateada con un asentimiento.
En ese momento llegaron Haradas y su compañera. Tras ellas, pero todavía a cincuenta metros de distancia, se acercaba también una barghastiana.
La hechicera de los mercaderes se inclinó ante Zorraplateada y después ante las dos marineras.
—El crepúsculo es un momento mágico, ¿no es cierto?
—¿Qué querías preguntar? —dijo Zorraplateada con voz cansada.
—Quiero hacer una pregunta nacida de la reflexión, invocahuesos, un pensamiento que no ha mucho que se me ocurrió, de ahí que acuda a ti.
—Llevas demasiado tiempo codeándote con Kruppe, Haradas.
—Quizá. Los problemas de abastecimiento continúan acosando a estos ejércitos, como bien sabes. En el parlamento, los barghastianos Caras Blancas se ofrecieron a proporcionar una buena parte de lo que se requerirá. Pero a pesar de toda su confianza, me temo que no tardarán en encontrarse también con que sus recursos se han llevado al límite…
—Te gustaría preguntar por Tellann —dijo Zorraplateada.
—Ah, desde luego. La senda de los t’lan imass debe de permanecer… libre de infecciones, después de todo. ¿Podría nuestro gremio emplear su sendero, con el debido respeto…?
—Libre de infecciones. Sí, así es. No obstante, dentro de Tellann existe una violencia en potencia, un riesgo que tendrían que correr tus caravanas.
Haradas alzó las cejas.
—¿Ha sufrido un ataque?
—En cierto sentido. El trono de la fortaleza de la Bestia está… disputado. Hay renegados entre los t’lan imass. El juramento se debilita.
La hechicera suspiró.
—Te agradezco la advertencia, invocahuesos. El riesgo, por supuesto, es un factor que se tiene en cuenta cuando se trata de la Asociación Comercial de Trygalle. De ahí los emolumentos de usura que cobramos por nuestros servicios. ¿Nos permitirás entonces que usemos Tellann?
Zorraplateada se encogió de hombros.
—No veo razón para que no lo hagáis. ¿Tenéis medios para crear un portal de entrada a nuestra senda? Si no es así, puedo…
—No es necesario, invocahuesos —dijo Haradas con una leve sonrisa—. Ya hace tiempo que encontramos los medios necesarios; sin embargo, por consideración a los t’lan imass y dada la accesibilidad de sendas… menos… bárbaras, tales portales nunca se utilizaron.
Zorraplateada estudió a la hechicera durante un largo instante.
—Extraordinario. Solo puedo colegir que la Asociación Comercial de Trygalle está dirigida por un conjunto de magos supremos de una pericia singular. ¿Sabes que ni siquiera los magos más poderosos y eruditos del Imperio de Malaz consiguieron jamás descubrir los secretos de Tellann? Me gustaría conocer algún día a los fundadores de tu gremio.
La sonrisa de Haradas se ensanchó.
—Estoy segura de que para ellos sería un placer, de hecho se sentirían honrados por tu compañía, invocahuesos.
—Quizá seas demasiado generosa en su nombre, hechicera.
—En absoluto, te lo aseguro. Me complace que hayamos concluido el asunto con tan poco esfuerzo…
—Somos reunión malhadada, sin duda —murmuró Zorraplateada.
Haradas parpadeó, pero se recuperó y continuó.
—Así que ahora ya puedo presentarte a la nueva yunque del escudo de las Espadas Grises, el capitán Norul.
La soldado se inclinó.
—Invocahuesos. —La mujer dudó, después, su expresión se endureció con una mirada decidida—. Las Espadas Grises han jurado lealtad a Togg, Lobo del Invierno, y a Fanderay, Loba del Invierno.
—Interesante elección —dijo Zorraplateada—. Unos amantes que se han perdido hasta el fin de los tiempos, y sin embargo, en vuestra compañía, que ha jurado lealtad a los dos, sus espíritus se unen. Un gesto audaz y valiente, yunque del escudo.
—Invocahuesos, Togg y Fanderay ya no están perdidos. Ambos han encontrado al fin el rastro del otro. Tu actitud parece transmitir que no tienes conocimiento de ello, cosa que me confunde, señora.
Fue entonces Zorraplateada la que frunció el ceño.
—¿Por qué debería confundirte? No siento ningún interés especial por los antiguos dioses lobo… —Sus palabras se fueron perdiendo poco a poco en el silencio.
La yunque del escudo volvió a hablar.
—Invocahuesos, invocadora de la segunda reunión de los t’lan imass, te ruego formalmente que entregues a los t’lan ay, los hijos de nuestros dioses.
Silencio.
Zorraplateada se quedó mirando a la comandante de las Espadas Grises con los ojos entrecerrados y el rostro redondo sin expresión alguna. Después, un ligero temblor cruzó sus rasgos.
—No lo entiendes —susurró al fin—. Los necesito.
La yunque del escudo ladeó la cabeza.
—¿Para qué?
—Pa… para hacer un… regalo. Una… compensación. He jurado…
—¿A quién?
—A… a mí misma.
—Y, señora, ¿de qué forma están implicados los t’lan ay a la hora de hacer ese regalo? Han corrido siempre con los t’lan imass, es cierto. Pero nadie puede ser su dueño. Ni los t’lan imass ni tú.
—Y, sin embargo, quedaron unidos con el ritual de Tellann, durante la primera reunión…
—El ritual los… abarcó. Por ignorancia. Quedaron vinculados por lazos de lealtad y amor a los t’lan imass de carne y hueso. Lo que provocó que perdieran sus almas. Señora, se acercan mis dioses y en sus lamentos, que ahora me visitan cada noche en sueños, exigen… compensación.
—Debo negártelo —dijo Zorraplateada—. Hasta que Togg y Fanderay puedan venir, de forma física, y manifestar su poder para imponer sus exigencias, no entregaré a los t’lan ay.
—Arriesgas la vida, invocahuesos.
—¿Acaso los dioses lobo van a declararles la guerra a los t’lan imass? ¿Se lanzarán ellos y los t’lan ay contra nuestras gargantas, yunque del escudo?
—No lo sé, señora. Tendrás que responder por las decisiones que has tomado. Pero temo por ti, invocahuesos. Togg y Fanderay son bestias ascendidas. Sus almas son irreconocibles para personas como tú y como yo. ¿Quién puede predecir lo que se encuentra en los corazones de tales criaturas?
—¿Dónde están ahora?
La yunque del escudo se encogió de hombros.
—Al sur. Convergeremos todos, al parecer, dentro del Dominio Painita.
—Entonces todavía tengo tiempo.
—Conseguir tu regalo, señor, podría provocar tu muerte.
—Siempre un intercambio justo —murmuró Zorraplateada casi para sí.
Las marineras intercambiaron una mirada al oír esas palabras, legendarias en la hueste de Unbrazo.
La mujer barghastiana había llegado y se encontraba a unos metros de distancia con aire avispado y los ojos oscuros clavados en la conversación entre la yunque del escudo y Zorraplateada. Al oír la pausa lanzó una carcajada gutural que atrajo la atención de todas.
—Es una pena que no haya hombres dignos de esta compañía —gruñó—. Veros a vosotras me recuerda cuál es el verdadero corazón del poder de este mundo. Marineras malazanas, una yunque del escudo de las Espadas Grises, una bruja y una hechicera. Y ahora, para completar el tapiz, una hija de las Caras Blancas barghastianas… que trae comida y vino.
Las dos marineras se levantaron de un salto con una gran sonrisa.
—¡Y yo sí que quiero chismorrear! —gritó Hetan—. ¡Yunque del escudo! ¿Itkovian ya no ha de respetar sus votos, verdad? Puedo acostarme con él…
—Si puedes atraparlo —respondió la espada gris con una ceja arqueada.
—¡Aunque él tuviera cincuenta piernas todavía podría atraparlo! ¡Zorraplateada! ¿Qué hay de Kruppe, eh?
La invocahuesos parpadeó.
—¿Qué hay de él?
—Eres una mujer grande. ¡Podrías sujetarlo bajo tu cuerpo! ¡Dejarlo dando chillidos!
—Qué imagen tan horripilante.
—Admito que es redondo, pequeño y viscoso, pero listo, ¿no? La inteligencia calienta la sangre sin necesidad de más, ¿no es cierto? He oído que, si bien quizá parezcas una mujer, sigues siendo niña en el aspecto más importante. ¡Que el deseo se agite en tu interior, muchacha! ¡Llevas demasiado tiempo mezclándote con no muertos y marchitos! ¡Coge la lanza con las dos manos, como yo siempre digo!
Zorraplateada sacudió la cabeza lentamente.
—¿Has dicho que has traído vino?
Hetan se acercó con una inmensa sonrisa.
—Sí, dos vejigas tan grandes como tus pechos y sin duda igual de dulces. ¡Reuníos, formidables compañeras, y démonos un festín!
Haradas sonrió.
—Una idea maravillosa, gracias.
La yunque del escudo dudó. Después miró a las marineras, empezó a quitarse el abollado casco y lanzó un profundo suspiro.
—Los lobos pueden esperar —dijo—. Yo no puedo comportarme con la circunspección de la que hacía gala mi predecesor…
—¿No puedes? —la retó Hetan—. ¿O no quieres?
—No quiero —se corrigió la mujer mientras se quitaba el casco. El cabello le cayó suelto por los hombros, empapado en sudor y manchado de hierro—. Que los lobos me perdonen.
—Uno de ellos lo hará —le aseguró la barghastiana mientras se agachaba para sacar la comida de su bolsa.
Coll envolvió un poco mejor con las pieles la forma frágil y encogida de la mhybe. Tras los párpados de la mujer había un movimiento aleatorio y frenético. Respiraba con un resuello entrecortado. El concejal daru la miró un instante más, después se irguió y se bajó del borde de la carreta.
Murillio se encontraba cerca, apretando las correas de los toneles de agua que iban atados a la barandilla derecha de la carreta. Habían utilizado tiendas viejas para cubrir los paquetes de comida que le habían comprado a un mercader barghastiano esa mañana y que los llevaban sujetos a la barandilla contraria, lo que le daba a la carreta rhivi una apariencia ancha, como hinchada.
Los dos hombres también habían adquirido un par de caballos, a un precio exorbitante, a los Irregulares de Mott, una compañía de mercenarios de aspecto extrañamente ineficaz que se había acoplado al ejército de Caladan Brood y que Coll ni siquiera se había enterado que andaban por allí. Mercenarios cuyo rústico atavío contradecía su profesión marcial pero que, sin embargo, encajaba a la perfección con el nombre de la compañía. Los caballos apenas estaban domados, criaturas de patas gruesas pero altos, era una raza que los Irregulares reclamaban como propia; linajes que incluían caballos de guerra nathi, caballos de tiro mott y percherones genabarii, todos mezclados para producir un animal grande, resistente y malhumorado con un lomo sorprendentemente ancho que hacía que montarlos fuera un lujo.
—Siempre que no te arranquen la mano de un mordisco —había añadido el mott de dientes de conejo mientras se quitaba piojos del largo cabello y se los metía en la boca sin dejar de hablar.
Coll suspiró, un tanto desconcertado por el recuerdo y se acercó con cautela a los dos caballos.
Las dos monturas podrían haber sido hermanos gemelos, ambos alazanes, con las crines largas y sin recortar, las gruesas colas sembradas de erizos y hierbajos. Las sillas eran malazanas (antiguos botines de guerra, sin duda) y las gruesas mantas que tenían debajo eran rhivi. Las bestias lo miraron.
Uno lanzó los cuartos traseros con gesto despreocupado en dirección al daru. Este se detuvo y murmuró una maldición en voz baja.
—Regaliz —dijo Murillio junto a la carreta—. Sobórnalos. Toma, tenemos un poco en los fardos.
—¿Y premiarlos por sus malos modales? No. —Coll rodeó a los animales a cierta distancia. Habían atado a los caballos al poste de una tienda, lo que les permitió imitarlo. Tres pasos más y podrían darle una coz en la cabeza al daru, que maldijo en un tono un poco más alto y después dijo—: Murillio, lleva a los bueyes hasta ese poste, usa la carreta para bloquearlos. Y si eso no funciona, búscame un martillo.
Murillio trepó al asiento con una gran sonrisa y recogió las riendas. Quince latidos más tarde detuvo a las bestias algo más allá del poste de la tienda, la carreta impedía de ese modo que los caballos pudieran seguir rodeando el poste.
Coll dio la vuelta corriendo hasta que dejó la carreta entre él y las monturas.
—Así que prefieres recibir un mordisco que una coz —comentó Murillio mientras observaba a su amigo aproximarse a la carreta, subir por un costado y después cruzar el fondo (pasó por encima de la forma inconsciente de la mhybe) y detenerse a unos palmos de los caballos.
Los animales habían tensado las cuerdas que los ataban y se habían apartado todo lo posible mientras tiraban del poste de la tienda. Era una cuña rhivi y el diseño del poste estaba estudiado para resistir hasta el viento más fiero de la pradera. Bien clavado en la tierra prensada, no cedía ni un milímetro.
El guantelete de cuero de Coll se disparó y se cerró sobre una de las cuerdas. Después le dio un tirón seco y se dejó caer de la carreta.
El animal tropezó hacia él y bufó. Su compañero se echó hacia atrás, alarmado.
El daru recogió las riendas del pomo de la silla sin dejar de sujetar la cuerda con la otra mano y manteniendo la cabeza del caballo baja y ladeada hacia el lomo. Plantó una bota en el estribo y se subió a la silla con un único movimiento.
El caballo intentó agacharse y esquivar el peso, un giro lateral que lo lanzó contra su compañero… con la pierna de Coll atrapada en medio.
El hombre lanzó un gruñido, pero no aflojó las riendas.
—Vas a tener un bonito moratón —comentó Murillio.
—Tú sigue diciendo esas cosas tan agradables, ¿quieres? —dijo Coll con los dientes apretados—. Ahora acércate y pásame la cuerda. Pero ten cuidado. Hay un buitre solitario sobre nuestra cabezas y se está haciendo ilusiones.
Su compañero miró al cielo y lo examinó un instante.
—Vale, así que me lo creí por un momento —siseó—, deja de relamerte. —Después trepó por encima del respaldo del asiento.
Coll lo observó dejándose caer con gesto ágil al suelo y arrimándose con cautela al poste de la tienda.
—Pensándolo bien, quizá deberías haberme ido a buscar ese mazo.
—Demasiado tarde, amigo mío —dijo Murillio mientras desataba el nudo.
El caballo se echó media docena de pasos hacia atrás, después plantó las patas traseras en el suelo y se encabritó.
En opinión de Murillio, la voltereta trasera de Coll hizo gala de una elegancia casi poética y concluyó con gran destreza cuando el gran daru aterrizó de pie y solo para echarse de repente hacia atrás y evitar una despiadada coz con las dos patas que, si le hubiera dado, le habría roto en mil pedazos el pecho. El daru aterrizó a tres metros de distancia con un golpe seco.
El caballo salió disparado, corcoveando de alegría.
Coll se quedó echado un momento, mirando el cielo con un parpadeo.
—¿Estás bien? —preguntó Murillio.
—Tráeme un lazo. Y un poco de regaliz.
—Yo sugeriría un mazo en su lugar —respondió Murillio—, pero puesto que sabes lo que quieres, no lo haré.
Resonaron unos cuernos lejanos.
—Por el aliento del Embozado —gimió Coll—. La marcha hacia Capustan ha empezado. —Se sentó en el suelo con cautela—. Se suponía que íbamos a estar en primera línea.
—Siempre podríamos ir en la carreta, amigo mío. Les devolvemos los caballos a los Irregulares de Mott y que nos den el dinero.
—La carreta ya va demasiado cargada. —Coll se puso en pie con gesto dolorido—. Además, dijo que nada de devoluciones.
Murillio miró a su compañero con los ojos entrecerrados.
—¿Eso dijo? ¿Y no se te ocurrió sospechar nada?
—Cállate.
—Pero…
—Murillio, ¿quieres saber la verdad? El tipo era tan feo que me dio lástima, ¿estamos? Y ahora deja de balbucear y vamos a acabar de una vez con esto.
—¡Coll! Estaba pidiendo una fortuna por…
—Ya está bien —gruñó el concejal—. Esa fortuna va a pagar por el privilegio de matar a esas malditas bestias o a ti, ¿qué prefieres?
—No puedes matarlas.
—Pues otra palabra más y es esta colina bajo un montón de peñascos para el bueno de Murillio de Darujhistan. ¿Me he explicado con claridad? Y ahora dame ese lazo y el regaliz, empezaremos con el que todavía tenemos aquí.
—¿No preferirías correr tras…?
—Murillio —le advirtió Coll.
—Perdona. Que los peñascos no sean muy grandes, por favor.
Las nubes de miasmas se revolvían a poca altura sobre las olas que se balanceaban sobre el agua, olas que competían entre sí entre montañas irregulares de hielo, olas que giraban y se retorcían al tiempo que se estrellaban contra la costa maltratada y lanzaban espuma al aire. El rugido atronador llegaba entreverado de crujidos y chirridos, y el siseo incesante de la lluvia torrencial.
—Oh, vaya —murmuró lady Envidia.
Los tres seguleh se agazaparon al socaire de un gran peñasco de basalto y aplicaron una densa grasa a sus armas. Eran un trío triste y desaliñado, empapados por la lluvia, manchados de barro y con las armaduras destrozadas. Varias heridas menores les cruzaban los brazos, los muslos y los hombros, las más profundas suturadas de mala manera con tripa, filas de nudos negros y pegajosos con sangre seca que brillaba con un color carmesí bajo la lluvia.
Cerca, en la cima de una roca de basalto que sobresalía, se encontraba Baaljagg. Con el pelo apelmazado y lleno de costras y mechones enmarañados alrededor de trozos desnudos, tenía un palmo del astil de una lanza rota clavado en el lomo derecho, (ya habían pasado tres días, pero la bestia no permitía que se acercara Envidia ni los seguleh), la loba gigante se había quedado mirando al norte sin pestañear, con unos ojos enfebrecidos y brillantes.
Garath yacía dos metros más atrás, temblando de forma incontrolable. Las heridas le supuraban como si su cuerpo se hubiese echado a llorar ya que él no podía, inmenso y medio loco, sin dejar que nadie (ni siquiera la loba) se arrimara.
Solo lady Envidia permanecía, al menos en apariencia, incólume a pesar de la horrenda guerra que habían emprendido, insensible incluso a la lluvia torrencial. Su telaba blanca no mostraba ni una sola mancha. El cabello suelto negro le caía liso hasta por debajo de la cintura. Llevaba los labios pintados de un color rojo profundo, vagamente amenazador. El kohl que le delineaba los párpados contenía los tonos del atardecer.
—Oh, vaya —susurró una vez más—. ¿Cómo vamos a seguir a Tool a través de… esto? ¿Y por qué no podía ser un t’lan elefante o una t’lan ballena para que pudiera llevarnos sobre su lomo en suntuosas sillas cubiertas? Con agua corriente caliente e ingeniosos sanitarios.
Mok apareció a su lado, la lluvia le chorreaba por la máscara de esmalte.
—Acabaré por enfrentarme a él —dijo.
—Ah, no me digas. ¿Y desde cuándo librar un duelo con Tool se convirtió en algo más importante que la misión que tienes con el Vidente? ¿Cómo reaccionarán el primero o el segundo ante semejante prepotencia?
—El primero es el primero y el segundo es el segundo —respondió Mok sin extenderse.
Lady Envidia puso los ojos en blanco.
—Qué observación tan astuta.
—Las exigencias de uno mismo tienen prioridad, señora. Siempre; de otro modo no habría paladines. No habría ningún tipo de jerarquía. Los seguleh se verían regidos por mártires lloricas que pisotean a ciegas a los indefensos en su búsqueda del bien común. O nos gobernarían déspotas que se ocultarían tras un ejército ante cada desafío, que crearían con la fuerza bruta una reivindicación justificada del honor. Sabemos de otras tierras, señora. Sabemos mucho más de lo que crees.
La mujer se volvió para estudiarlo.
—Madre mía. Y yo aquí, obrando según el supuesto de que se me negaba una conversación entretenida.
—Somos inmunes a tu desdén, señora.
—No creo, estás dolido desde que te volví a despertar. ¿Dolido? Más bien estás furioso.
—Hay asuntos que han de debatirse —dijo Mok.
—¿Estás seguro? ¿No te referirás por alguna casualidad a esta tempestad tumultuosa que nos impide avanzar? ¿O quizás a los restos que huyen del ejército que nos persiguió hasta aquí? No van a regresar, te lo aseguro…
—Les has enviado una plaga.
—¡Qué acusación más atroz! Es un milagro que la enfermedad no los golpeara hace ya mucho tiempo, teniendo en cuenta que se comen entre sí sin ni siquiera la aplicación de alguna somera técnica culinaria. Querido mío, que me acuses así…
—Garath sucumbe a esa plaga, señora.
—¿Qué? ¡Tonterías! Está enfermo a causa de sus heridas…
—Heridas que el poder de su espíritu debería haber curado hace ya mucho tiempo. La fiebre que embarga a la bestia, que llena de ese modo sus pulmones, es la misma que aflige a los painitas. —El seguleh se volvió despacio para mirarla—. Haz algo.
—Qué descaro…
—Señora.
—¡Oh, está bien! ¿Pero no te parece una ironía deliciosa? Poliel, reina de la Enfermedad, se ha aliado con el dios Tullido. Una decisión que me ofende en lo más profundo, que conste. ¡Qué astuto por mi parte saquear su senda y hostigar así a sus aliados!
—Dudo que las víctimas sepan apreciar la ironía, señora. Ni creo que la aprecie Garath.
—¡Te hubiera preferido taciturno!
—Sánalo.
—¡No me permite arrimarme!
—Garath ya no es capaz de tenerse en pie, señora. De donde ahora yace ya no se va a levantar, a menos que lo sanes.
—¡Oh, eres un hombre miserable! Si te equivocas e intenta morderme, me voy a disgustar mucho contigo, Mok. Devastaré tus ingles. Te dejaré los ojos bizcos para que todos los que te miren a ti y tu absurda máscara no puedan evitar echarse a reír. Y te aseguro que se me ocurrirán más cosas.
—Sánalo.
—¡Pues claro que lo haré! Garath es mi más amado compañero, después de todo. Aunque una vez intentara mearme la túnica, claro que he de admitir que dado que en aquel momento estaba dormido, seguramente fue una de las jugarretas de K’rul. Está bien, está bien, deja de interrumpirme.
La mujer se acercó al inmenso can.
El perro tenía los ojos vidriados y cada aliento era una contorsión provocada por la tos seca. Garath no levantó la cabeza cuando se acercó lady Envidia.
—Oh, cielos, disculpa mi falta de atención, mi querido cachorrito. Pensaba que solo eran las heridas y ya había empezado a llorarte. ¿Te ha derribado un vapor nocivo? Inaceptable. De fácil anulación, de hecho. —La mujer estiró la mano y posó los dedos con suavidad en la piel humeante—. Ya está…
Garath giró la cabeza y enseñó los dientes poco a poco.
Lady Envidia se apartó a toda prisa.
—¿Y así es como me lo agradeces? ¡Te he curado, querido mío!
—Fuiste tú quien le envió la enfermedad, señora —dijo Mok tras ella.
—Cállate, ya no pienso hablar más contigo. ¡Garath! ¡Mira cómo recuperas las fuerzas con cada segundo que pasa! ¡Ves, ya estás de pie! ¡Oh, maravilloso! Y… no, no te acerques, por favor. A menos que quieras una caricia. ¿Quieres una caricia? Si es así, debes dejar de gruñir de inmediato.
Mok se interpuso entre ellos con los ojos posados en el furioso perrazo.
—Garath, la necesitamos, igual que te necesitamos a ti. No sirve de nada continuar esta enemistad.
—¡No te entiende! —dijo lady Envidia—. ¡Es un perro! Y un perro muy enfadado, de hecho.
La enorme criatura se dio la vuelta y se acercó sin ruido ni prisas al lugar donde se encontraba Baaljagg enfrentándose a la tormenta. La loba ni lo miró siquiera.
Mok se adelantó entonces.
—Baaljagg ve algo, señora.
—¿Qué? ¿Ahí fuera?
Subieron corriendo la ladera de la cúspide.
Los icebergs habían conseguido un premio. A menos de ochocientos metros de distancia, al borde mismo de la pequeña ensenada que tenían delante, flotaba una estructura. De muros altos por dos de los lados, con lo que parecía un enrejado de mimbre, y coronado por casas escarchadas (tres en total), no parecía más que un trozo roto, arrancado del puerto de algún pueblo o ciudad. De hecho, entre las casas altas y combadas se veía un callejón estrecho y torcido. Cuando el hielo que se aferraba a la base de la estructura se giró bajo el influjo de una corriente invisible, aparecieron los dos lados contrarios y revelaron el buche roto de un armazón de madera que llegaba por debajo del nivel de la calle, atestado de enormes troncos para balsas y lo que parecían ser unas vejigas inmensas hinchadas, tres de ellas perforadas y flácidas.
—De lo más peculiar, sin duda —dijo lady Envidia.
—Meckros —dijo Mok.
—¿Disculpa?
—El hogar de los seguleh es una isla, señora. Nos visitan, en alguna que otra ocasión, los meckros, que viven en ciudades que recorren los océanos. Pretenden asolar nuestras costas, siempre olvidan los lamentables resultados de las anteriores incursiones. Su fiero celo sirve de entretenimiento a los integrantes de las escuelas inferiores.
—Bueno —dijo lady Envidia con tono desdeñoso—, pues no veo ocupantes en ese… barrio extraviado.
—Yo tampoco, señora. Sin embargo, mira ese hielo que hay justo detrás del resto. Ha encontrado una corriente externa y pretende unirse a él.
—Cielos, no estarás sugiriendo…
Baaljagg lanzó una respuesta clara a la pregunta inacabada de lady Envidia. La loba se volvió, pasó disparada junto a ellos y bajó como un rayo hasta las rocas golpeadas por las olas. Momentos después observaron a la enorme loba lanzándose desde las agitadas aguas a una amplia balsa de hielo para después escabullirse hacia el otro lado. Baaljagg dio entonces un salto y aterrizó sobre otro témpano, resbalando un poco.
—El método parece viable —dijo Mok.
Garath se precipitó junto a ellos y siguió la ruta de la loba hasta la costa.
—¡Oh! —exclamó lady Envidia al tiempo que soltaba una patadita—. ¿Es que nunca podemos hablar las cosas?
—Vislumbro una posible ruta formándose, señora, una ruta que bien podría evitar que nos mojáramos demasiado…
—¿Mojarnos? ¿Quién está mojado? Está bien, llama a tus hermanos y pasad vosotros primero.
El viaje a través de los témpanos que se movían, palpitaban y con frecuencia se inundaban de agua resultó ser frenético, peligroso y agotador. Al llegar al muro alzado de mimbre, no vieron ninguna señal de Baaljagg o Garath, pero pudieron seguir sus huellas sobre la balsa recubierta de nieve que parecía sostener a flote buena parte de la estructura meckros, y que rodearon hasta el lado roto y sin vallas.
Dentro del caótico armazón de vigas y puntales, dispuestos en ángulos empinados, se habían colocado escaleras de mano de tablones gruesos, sin duda construidas en un primer momento para ayudar en el mantenimiento de la estructura inferior de la ciudad. Los escalones escarchados que había a la vista mostraban los agujeros profundos provocados por el paso de la loba y el perro al subir.
El agua chorreaba por el confuso armazón con forma de telaraña y revelaba la naturaleza dividida de la calle y las casas que tenía encima.
Senu en cabeza, seguido por Thurule y después Mok, con lady Envidia en último lugar, todos los viajeros fueron trepando poco a poco, con cautela.
Salieron al fin por una trampilla del tamaño de un almacén que se abría al piso inclinado principal de una de las casas. Tres de las cuatro paredes de la cámara estaban atestadas de mercancías envueltas en arpillera. Se habían caído barriles enormes que habían rodado y habían terminado todos juntos en un extremo. A la derecha había unas puertas dobles, que estaban rotas y abiertas, obra sin duda de Baaljagg y Garath, y que revelaban detrás una calle de adoquines.
El aire era cortante.
—Quizá mereciera la pena —le dijo Mok a lady Envidia— examinar cada una de estas casas, de un nivel a otro, para determinar cuál es la más sólida, estructuralmente hablando, y por tanto la más habitable. Parece quedar de pie un número considerable de almacenes que podemos explotar.
—Sí, sí —dijo lady Envidia con tono distraído—. Dejo en tus manos y en las de tus hermanos necesidades tan mundanas. El supuesto al que nos ha traído nuestro viaje, sin embargo, descansa en la creencia, no demostrada todavía, de que este artilugio nos llevará por fuerza al norte y que podremos cruzar la bahía de Coral completa y, desde ahí, llegar a la ciudad que es nuestro objetivo. Yo, y solo yo, por lo que parece, debo ser la que se apure por esta cuestión concreta.
—Como desees, señora.
—¡Mucho cuidado, Mok! —soltó la dama de repente.
El seguleh ladeó la cabeza en una disculpa silenciosa.
»Mis criados se olvidan de quiénes son, al parecer. Pensad en la intensidad que puede alcanzar mi más absoluta irritación, los tres. Entre tanto, me entretendré en la calle de la ciudad, por poco que valga. —Y con eso, lady Envidia giró en redondo y se alejó con gesto lánguido hacia la puerta.
Baaljagg y Garath se encontraban dos metros más allá, la lluvia golpeaba sus anchos lomos con la fuerza suficiente como para cubrirlos de bruma. Los dos animales se enfrentaban a una única figura que permanecía bajo la penumbra de la buhardilla que sobresalía en la casa de enfrente.
Lady Envidia estuvo a punto de suspirar por un instante y después se dio cuenta que no reconocía a la figura.
—¡Oh! ¡Y yo que estaba a punto de decir: querido Tool, pero si nos has esperado, después de todo! Y mira por donde, tú no eres Tool, ¿verdad?
El t’lan imass que tenían delante era más bajo y achaparrado que Tool. Tres espadas anchas de hierro forjado y estilo desconocido empalaban el pecho amplio y enorme de aquel guerrero no muerto, dos de ellas clavadas por la espalda y la otra por la izquierda del t’lan imass. Unas costillas rotas sobresalían por la piel negra, ribeteada de sal. Las correas de cuero de los mangos de las tres espadas colgaban en tiras podridas y deshechas de los guardamanos de madera. Unos restos ralos de hechicería antigua fluían en oleadas irregulares por las hojas picadas de agujeros.
Los rasgos del guerrero eran extraordinariamente pesados, el puente de la frente era un estante de hueso carente de piel, de un color marrón oscuro manchado, los pómulos sobresalían y se alzaban para enmarcar unas cuencas oculares aplastadas y ovaladas. Unos colmillos de cobre batido cubrían los caninos superiores del no muerto. El t’lan imass no llevaba casco. El cabello largo y blanqueado le colgaba a ambos lados del rostro ancho y sin barbilla y sujetaban en los extremos el peso de unos dientes de tiburón.
Una aparición pavorosa y horripilante, caviló lady Envidia.
—¿Tienes nombre, t’lan imass? —preguntó.
—He oído la llamada —dijo el guerrero con una voz que era nítidamente femenina—. Provenía de un lugar que encajaba con la dirección que ya había tomado. El norte. Ya no queda lejos. Asistiré a la segunda reunión y me dirigiré a mis parientes de ritual, les diré que soy Lanas Tog. Enviada para traer noticias sobre los destinos que han corrido los ifayle t’lan imass y mis propios kerluhm t’lan imass.
—Fascinante —dijo lady Envidia—. ¿Y sus destinos han sido?
—Soy la última de los kerluhm. Los ifayle, que escucharon nuestra primera llamada, han quedado prácticamente destruidos. Los pocos que quedan no logran escapar del conflicto. Yo misma no esperaba sobrevivir al intento, y sin embargo lo he hecho.
—Un conflicto horrendo, sin duda —comentó lady Envidia en voz baja—. ¿Dónde tiene lugar?
—En el continente de Assail. Nuestras pérdidas: veintinueve mil ochocientos catorce kerluhm. Veintidós mil doscientos ifayle. Ocho meses de batalla. Hemos perdido esta guerra.
Lady Envidia se quedó callada durante un largo rato.
—Parece que al fin habéis encontrado a un tirano jaghut capaz de competir con vosotros, Lanas Tog —dijo al fin.
La t’lan imass ladeó la cabeza.
—No es jaghut. Es humano.